
Me propongo demandar a la revista Fortune, pues me hizo víctima de una omisión inexplicable. Resulta que publicó la lista de los hombres más ricos del planeta, y en esta lista no aparezco yo. Aparecen, sí, el sultán de Brunei, que tiene una fortuna estimada en 37,000 millones de dólares, y aparecen también los herederos de Sam Walton, con 24,000, y Takichiro Mori, con 14,000. Figuran ahí también personalidades como la reina Isabel de Inglaterra, con 11,000 millones de dólares; Stavros Niarkos, con 4,000 y los mexicanos Carlos Slim, con 2,000, y Emilio Azcárraga, con 2,600. Sin embargo, a mí no me menciona la revista. Y yo soy un hombre rico, inmensamente rico. Y si no, vean ustedes. Tengo vida, que recibí no sé por qué, y salud, que conservo no sé cómo. Tengo una familia: esposa adorable que al entregarme su vida me dio lo mejor de la mía; hijos maravillosos de quienes no he recibido sino felicidad; nietos con los cuales ejerzo una nueva y gozosa paternidad, ahora totalmente irresponsable. Tengo hermanos que son como mis amigos, y amigos que son como mis hermanos. Tengo gente que me ama con sinceridad a pesar de mis defectos, y a la que yo amo con sinceridad a pesar de mis defectos. Tengo cuatro lectores a los que cada día les doy gracias porque leen bien lo que yo escribo mal. Tengo una casa, y en ella muchos libros (mi esposa diría que tengo muchos libros, y entre ellos una casa). Poseo un pedacito del mundo en la forma de un huerto que cada año me da manzanas que habrían acortado aún más la presencia de Adán y Eva en el Paraíso. Tengo un perro que no se va a dormir hasta que llego, y que me recibe como si fuera yo el dueño de los cielos y la tierra. Tengo ojos que ven y oídos que oyen; pies que caminan y manos que acarician; cerebro que piensa cosas que a otros se les habían ocurrido ya, pero que a mí no se me habían ocurrido nunca. Soy dueño de la común herencia de los hombres: alegrías para disfrutarlas y penas para hermanarme a los que sufren. Y tengo fe en un Dios bueno que guarda para mí infinito amor. ¿Puede haber mayores riqueza que las mías? ¿Por qué, entonces, no me puso la revista Fortune en la lista de los hombres más ricos del planeta?

“... Una señora le dijo a su marido que esa noche no, pues le dolía la cabeza...”.
El hombre, de buena fe,
con vehemencia le decía: “¡Te prometo, esposa mía, que hasta ahí no llegaré!”.

Don Abundio sabe muchas cosas de la vida. Quizá por eso sabe tantas cosas de la muerte. El otro día murió en Ábrego doña Chentita, anciana de 90 años. No se casó; no tuvo hijos; no se le conocieron nunca hermanos ni parientes; vivió sola.
—Va a morir pronto —me dijo don Abundio en su velorio.
Pensé que no había oído bien. ¿Cómo que iba a morir pronto, si estaba muerta ya? Le pedí que me repitiera sus palabras. Y explicó:
—Morirá pronto porque solo morimos de verdad cuando muere el último que nos recuerda. Y esta pobre mujer no tiene a nadie que se acuerde de ella.
Dicen que con la muerte viene el olvido. Pero la frase de don Abundio es verdadera: más bien con el olvido viene la muerte.

La señora platicaba con su vecina. Le comentó: “Los jóvenes de hoy están muy echados a perder. Mi hija salió anoche con un muchacho, y el muy grosero se puso atrevido”. Preguntó la vecina: “Y tu hija ¿lo puso en su lugar?”. “No —respondió la señora—. Parece que él mismo se puso ahí sin necesidad de que ella lo ayudara”.

Una mañana se dio cuenta de que había dejado de creer en Dios. Recordaba la hora en que lo supo: las 8.40. Acababa de decir la misa de 8 y vio el reloj de la sacristía; por eso pudo registrar el momento exacto en que hizo ese descubrimiento.
No sintió ningún sobresalto, cosa rara. Se preguntó solamente, más con curiosidad que con inquietud, si habría otros sacerdotes como él, que tampoco creían en Dios. Creer en Dios, pensó mientras se despojaba de los ornamentos, era algo al mismo tiempo fácil y difícil. Fácil, si crees en Él porque otros creyeron y te trasmitieron la creencia. Dios, se dijo, pasa de padres a hijos, como el reloj del abuelo o las recetas de cocina de la abuela. En cambio, si te pones a pensar, y ves las cosas que ves, y oyes lo que oyes, creer en Él se vuelve más difícil.
Se dirigió a la casa parroquial; bebió el acostumbrado café y echó una ojeada al periódico local. Después subió a su cuarto y se tendió en la cama. En el buró, a su lado, estaba la fotografía de su mamá. Por ella entró en el seminario. Alguien le dijo a la buena señora que si daba un hijo a la Iglesia se ganaría el Cielo.
Tenía 11 años cuando salió de su casa para ir a aquel lugar que visto desde fuera parecía prisión y que visto desde dentro era prisión. El primer día que estuvo ahí hizo a un lado la porción de aguacate que le sirvieron con la sopa de arroz en la comida. El padre rector notó eso y le preguntó por qué no se comía el aguacate. “No me gusta” —respondió él con la naturalidad con que decía eso en su casa. A una señal del sacerdote uno de los sirvientes que atendía la mesa le retiró el plato y le trajo otro donde había solamente aguacate. Lo mismo le sirvieron en la cena, y en el desayuno y la comida y la cena del siguiente día, y del siguiente, hasta que empezó a vomitar a fuerza de comer solo aguacate. El padre rector le dijo que ojalá hubiera aprendido su lección, y le advirtió que en adelante debía ser humilde y obediente.
Lo fue todos los años que duraron sus estudios. Quizá nunca aprendió a ser verdaderamente humilde, pero aprendió a simular la humildad, y en tales casos es lo mismo. La obediencia no le costó trabajo. El que obedece no se equivoca, le dijeron, y las enseñanzas que ahí recibía llevaban todas al abandono de la propia voluntad.
Se ordenó finalmente. No podía recordar sin emocionarse el día de su ordenación. Su madre, llorando, le besó las manos —esas manos que ahora podían tocar a Dios—, y luego se arrodilló ante él y le pidió su bendición. Otra cosa recordaba. Entre los asistentes a su cantamisa estaba aquella muchacha, hija de una amiga de su madre. Creyó advertir en ella una mirada de piedad que no entendió. ¿Por qué lo veía así, como con compasión, si ahora él era un representante de Cristo en la tierra?
Se entregó a su ministerio con devoción de apóstol. Un temor reverente lo poseía cuando consagraba la hostia y convertía aquel disco hecho de harina y agua en la carne y la sangre de Jesús. Cumplía fervorosamente —por no decir “apasionadamente”— sus deberes sacerdotales. Quería salvar a todas las almas. Luego, con el tiempo, vino esa enemiga solapada: la rutina. Ni siquiera se percató de su llegada, de modo que no luchó contra ella como luchó contra las tentaciones de la carne.
Y entonces, anciano casi ya, sucedió lo de aquella mañana: se dio cuenta de que ya no creía en Dios. Siguió hablando de Él, claro, en los sermones de la misa, pero lo hacía automáticamente mientras pensaba en otra cosa. En la misma forma oficiaba los rituales que debía oficiar. Solo sentía una extraña inquietud cuando casaba a una pareja o bautizaba a un niño.
Llevaba a cabo sus tareas cotidianas con la misma actitud con que un albañil pone ladrillos para levantar una pared. Solo que él ni siquiera veía los ladrillos que iba poniendo. Un día enfermó. ¿Por qué vomitaba tanto, pensó con sonrisa de tristeza, si ni siquiera había comido aguacate? Lo llevaron al hospital. El obispo no fue a visitarlo —estaba muy ocupado, y envió a un auxiliar—, pero eso no le preocupó demasiado. En la duermevela de la fiebre veía a aquella muchacha que lo miró con compasión. Murió a la hora en que cada mañana acababa de decir la misa de 8. Su último pensamiento, antes de no pensar ya nada, fue este: “Perdóname, Señor, por haber dejado de creer en Ti”.

El novel reportero escribió en su primera nota: “Una señora denunció a un individuo que en el autobús le tocó las tetas”. Al jefe de redacción no le agradó lo explícito de la frase, de modo que llamó al muchacho y le pidió que cambiara el texto. Le indicó: “Cuando te topes con una expresión riesgosa lo que debes hacer es omitirla y poner en su lugar puntos suspensivos, o paréntesis”. El muchacho escribió entonces: “Una señora denunció a un individuo que en el autobús le tocó las (.)(.)”.

HISTORIAS DE LA CREACIÓN DEL MUNDO
Adán y Eva comieron la manzana. Irritado, el Señor los expulsó del Paraíso.
Iban muy tristes el hombre y la mujer.
—¡Caray! —se afligió Eva—. ¡Con cuánta dureza nos castigó el Señor!
—Puede hacerlo —razonó Adán—. Es nuestro padre.
—En efecto —refunfuñó Eva—. Si hubiera sido nuestro abuelito no nos habría hecho nada.
Perdonen ustedes que me dedique a mí mismo esta pequeña historia. Sucede que soy abuelo ya. Me habían dicho que tal cosa es el séptimo cielo de la felicidad. No es cierto. Yo todos los cielos los veo allá, muy abajito.
Soy abuelo. Ya tengo otra razón para morir. No dije mal: cuando la vida que diste se renueva, te convences aún más de que en verdad no hay muerte, y ya no tienes miedo de morir. Un nieto es un seguro de inmortalidad.
Nació mi nietecito. Con él renací yo. Madre, hijo y abuelo gozan de cabal salud. Los padres del bebé están muy preocupados por su responsabilidad. Yo estoy delirantemente feliz. ¡Denme la bienvenida, amigos, a la paternidad irresponsable!

Ovonio, grandísimo holgazán, trabajaba menos que la quijada de arriba. Un día se dio cuenta de que no tenía ni aun lo necesario para dar de comer a su esposa y sus pequeños hijos. Acompañado por su mujer, que iba como la Salve, gimiendo y llorando, salió a la calle en busca del remedio a su necesidad. Lo vio en la persona de un conocido que acertó a toparse por la calle. “Amigo mío —le espetó Ovonio sin siquiera saludarlo antes—. Préstame 100 pesos”. “Iba a pedirte yo la misma cosa —se apresuró el amigo a contestar—. Ando a la cuarta pregunta”. (La cuarta pregunta era una que hacía el párroco al novio que se iba a desposar. Le preguntaba si era católico, si no estaba casado, si tenía la edad canónica para contraer matrimonio y —la cuarta pregunta— si disponía de medios económicos para mantener una familia). “¡Por favor! —deprecó Ovonio—. ¡Mira que no tengo ni para comer hoy! ¡Préstame esos 100 pesos, te lo ruego!”. “Ya te digo —repitió el amigo—. No dispongo de tal cantidad”. “¡Por compasión! —gimió el haragán—. Si me prestas ese dinero te consideraré un segundo padre”. Y así diciendo hizo algo que tanto a su esposa como al otro dejó estupefactos: tomó la mano de su amigo y la besó con devoción filial. El hombre, abochornado y confuso, sacó prontamente la cartera y le entregó a Ovonio los 100 pesos. Ansiaba terminar cuanto antes aquel embarazoso trance. Tomó el dinero Ovonio y se deshizo en profusos agradecimientos. Cuando él y la señora siguieron su camino le dijo su mujer: “Estoy avergonzada de ti, Ovonio. ¡Mira que besarle la mano a tu amigo para que te prestara ese dinero!”. “¡Bah! —respondió burlón, Ovonio—. ¡Y no sabes lo que va a tener que besarme él para que yo le pague!”.

¡HASTA LOS BUEYES, SEÑOR CURA!
Escoltado por veinte hombres iba don Miguel Hidalgo. No viajaba en carruaje, como los demás jefes insurgentes, sino a caballo, un caballo negro de gran alzada y brío. A su lado llevaba a Marroquín, aquel antiguo torero vuelto verdugo, diestro en degollar a sus víctimas. Preso iba el padre Hidalgo, y no sorprende por eso saber que marchaba en tan indeseable compañía.
Ese grupo iba al final de todos. Al oír lejanos disparos de fusil pensó Hidalgo que seguramente eran las acostumbradas salvas de salutación con que los insurgentes eran recibidos. Lo mismo deben haber pensado los demás. Grande fue su sorpresa, por lo tanto, cuando al voltear un recodo del camino un piquete de soldados apareció súbitamente apuntándoles con sus armas e intimándoles a la rendición. Sin oponer resistencia alguna se entregaron.
Consummatum est. En poder de Elizondo habían caído todos los jefes insurgentes. Cerca de 900 soldados fueron hechos prisioneros, y 40 resultaron muertos, entre ellos el infeliz hijo de Allende, casi un adolescente. Dos millares de insurrectos huyeron por el monte o se pasaron ahí mismo al bando realista. Cañones, armas y bagajes les tomó Elizondo, lo mismo que catorce carruajes en que viajaban esposas e hijos de los jefes, y toda la caballería y las banderas de los insurgentes, con más de medio millón de pesos en dinero y barras de plata.
El prendimiento lo llevó a cabo Elizondo con solo una fuerza que no pasaba de 350 hombres, muchos de ellos soldados bisoños, simples vecinos de Monclova e indios lipanes, comanches y mezcaleros. ¿Qué había sucedido? Error grave de Allende fue marchar sin ninguna precaución. Militar de carrera, olvidó que un ejército debe ir siempre, aun en territorio supuestamente adicto, como si estuviera frente al enemigo. Cayó fácilmente en la celada que preparó Elizondo, quien le dividió sus contingentes con la añagaza de las norias exhaustas. Así, unos cuantos hombres habían aniquilado un movimiento que llegó a contar con más de cien mil en sus filas, y que sacudió hasta sus cimientos toda la Nueva España.
“Nos sacaron a los seis generales al portalito —recuerda fray Gregorio de la Concepción— para que viéramos pasar a todos los prisioneros, que eran más de quinientos. Puedo asegurar que eran la flor de América, y los llevaban en cuerda, de dos en dos, sin sombreros, descalzos, sin casacas, y los más en calzoncillo blanco, y los que no los tenían les pusieron los viejos de los soldados, por quitar los buenos, y cuando pasaban por enfrente de nosotros nos decían aquellos jóvenes lindos con lágrimas en sus ojos: ‘¡Adiós, mis generales, adiós amados compañeros! ¡Ya nos llevan para el patíbulo, nos veremos en la eternidad! ¡Adiós, tata curita! ¡Consuele en sus trabajos a nuestros compañeros, y quédense con Dios!...’ Cada vez que me acuerdo de esto me aflijo, y al estarlo escribiendo después de tantos años he llorado como una criatura”.
Caía la tarde del 21 de marzo de 1811. Apenas seis meses y unos días habían pasado desde aquel 15 de septiembre de 1810 cuando Hidalgo dio en Dolores el grito de la insurrección. En su soledad, vencido, prisionero primero de sus amigos y ahora de sus enemigos, seguro ya de que su destino final era el patíbulo, don Miguel Hidalgo recordó quizá lo que Narcisa Zapata le había dicho. Era Narcisa una muchacha del pueblo de Dolores, muy pobre ella, de las más humildes feligresas de su parroquia. El 16 de septiembre, con el entusiasmo del primer día de lucha, iba Hidalgo a caballo, todavía en los oídos el jubiloso repique del esquilón San Joseph que Galván, el campanero cojo, había hecho sonar para llamar al pueblo. Con Allende y Aldama, con su hermano Mariano, con el padre Balleza y los demás cruzaba Hidalgo el puente que conduce a la hacienda de La Erre cuando Narcisa lo vio en medio de aquellos hombres armados.
—¿A dónde se encamina usted, señor cura? —le preguntó asombrada después de besarle la mano.
—¡Voy a quitarles el yugo que tienen, muchacha! —le respondió Hidalgo alegremente.
—¡Ay, señor cura! —dijo entonces Narcisa con un gesto de angustia—. ¡Cuide usted no vaya a perder hasta los bueyes!
Ahora, triste hasta la muerte, Hidalgo veía por la ventana de su prisión la línea gris del horizonte. En eso pasó al galope de su caballo un indio borracho que agitaba su pica por el aire y lanzaba estridentes gritos de victoria. En el desnudo torso llevaba puesta la banda de generalísimo de don Miguel Hidalgo.

“... Un hombre falleció a causa de haberse tomado todo un frasco de Viagra...”.
Con mucha solicitud
lo iban a sepultar,
mas no pudieron cerrar
la tapa del ataúd.

Era hombre, pensó, pero también los hombres —sobre todo si son ancianos ya— pueden mirar hacia otro lado cuando el veterinario pone la inyección que hará dormir para siempre al perro que era su única compañía.
Tuvo un ligero estremecimiento el perro y luego quedó quieto. Cesó su trabajosa respiración angustiante y se cerraron aquellos ojos que se volvían con súplica hacia su amo para preguntarle, como a Dios, por qué no se acababa aquel dolor terrible que le llenaba el cuerpo.
El hombre le hizo una caricia tímida, como si aquel gesto le causara vergüenza, y luego se marchó. El doctor no quiso cobrarle nada. Fue por la calle el hombre y entró en su pequeña casa. Al entrar recordó los días en que al llegar lo recibía un escándalo alegre de ladridos, un loco saltarle al pecho jubiloso, un meneo de cola que escribía con todas sus letras la palabra “felicidad”. Luego pensó en su vida, ahora más solitaria y más vacía. Pensó en sus hijos, que no le veían nunca, y que viviendo tan cerca de él permanecían tan lejos. Y otra vez sintió una pequeña vergüenza dentro de sí, porque teniendo hijos lloraba él la ausencia de un perro.

Un productor de reportajes para la televisión fue con su equipo a un pequeño pueblo perdido en la montaña. Ahí buscó a un lugareño y le pidió que le contara alguna anécdota interesante. “Bueno —empezó a narrar el comarcano—. Hace tres años una cabra se perdió en el bosque. Todos los hombres del pueblo nos juntamos y fuimos a buscarla. Al cabo de unos días la encontramos, y fue tanta nuestra alegría al verla que todos lo hicimos con la cabra”. El productor se azoró al escuchar aquello. Tosió lleno de turbación y le dijo al hombre: “Me temo que eso no se puede contar en la televisión, señor. Mejor relate alguna anécdota dramática”. “Bueno —dice el aldeano—. Hace dos años una muchacha se perdió en el bosque. Todos los hombres del pueblo nos juntamos y fuimos a buscarla. Al cabo de unos días la encontramos, y fue tanta nuestra alegría al verla que todos lo hicimos con la muchacha”. Otra vez se turbó el entrevistador. Nervioso, le dijo al hombre: “Tampoco eso podemos decirlo en la televisión, señor. ¿Por qué no nos cuenta algo que sea verdaderamente trágico?”. “Bueno —empezó a narrar de nuevo el lugareño—. Hace un año yo me perdí en el bosque...”.

Se llamaba Filomena porque nació un 10 de agosto, pero todos la llamaban Filito. Era la tonta del pueblo. Muchos tontos había ahí, pero ella era la única certificada. Estaba aireadita. Esa expresión se usaba para explicar la debilidad mental. Se suponía que en el momento de nacer le había entrado aire a la cabeza —por las orejas, por la nariz; quién sabe—, y ese viento ocupó buena parte del lugar que le correspondía a la sesera.
Filito vivía en un perpetuo estado de beatitud. Era feliz. “¡La inocente!”, se condolían las vecinas. A sus 30 años andaba siempre con una sonrisa en los labios. A todos, grandes y chicos, míseros y potentados —porque en el pueblo había potentados: el dueño de la tienda de abarrotes, el notario, el recaudador de rentas—, a todos, digo, Filito los saludaba con las mismas palabras y con igual sonrisa: “¿Cómo te va?”. Al señor cura lo saludaba igual: “¿Cómo te va?”. El sacerdote se amoscaba. Decía en su interior: “¡La tonta!”. En su exterior no decía nada, por aquello de la caridad cristiana.
Filito iba todos los días a la iglesia. Pasaba frente a las imágenes de los santos y las santas y les daba el saludo acostumbrado: “¿Cómo te va?”. Les sonreía, como a las personas. Saludaba a santa Eduviges, cuyo manto mostraba las flores en que se convirtieron los panes que su marido le prohibió dar a los pobres. Saludaba a san Pedro Mártir, con el hacha clavada en la cabeza y a sus pies la palabra “Credo” que con su sangre escribió en la tierra cuando cayó herido de muerte. Saludaba a san Nicolás de Tolentino, y saludaba también a la perdiz que el santo llevaba sobre el hombro como símbolo del milagro que hizo cuando en una comida alguien negó que Cristo hubiera resucitado. ¿Quién puede vencer a la muerte? Para probar que la resurrección de la carne es posible san Nicolás volvió a la vida a la perdiz que estaba ya en el plato, cocinada.
Al santo que Filito saludaba más, y con mayor sonrisa, era a san Antonio. Era muy bonito, y tenía en los brazos al Niño Jesús, que sonreía también. Circulaba en el pueblo un dicho irreverente. Cuando a alguien le preguntaban: “¿Cómo estás?”, el interrogado solía responder: “Como el Niño de san Antonio: riéndome, pero con la estaca atrás”. Y es que el imaginero que hacía las efigies del santo clavaba al Niño de nalguitas en una pequeña estaca, para que ahí se sostuviera. San Antonio era muy visitado por las muchachas del lugar. Le llevaban un listón para que les consiguiera marido. El listón medía lo que debía medir el anhelado esposo. Las doncellas sobornaban al santo llevándole 13 monedas, y secretamente lo amenazaban con que si no les enviaba un hombre lo pondrían de cabeza.
Cierto día el cura se quedó pasmado al ver que Filito llegaba y le ponía un listón a san Antonio. Fue hacia ella y le preguntó con sorna: “¿Andas buscando novio, Filito?”. Respondió ella: “¿Cómo te va?”. Y le sonrió. “Te pregunté —repitió el párroco, molesto— si andas buscando novio”. “Oh, no —dijo Filito—. Yo no puedo tener novio. Soy tonta”. “Y entonces ese listón ¿para qué es?”. Contestó Filito: “Es para que san Antonio encuentre esposa. Pobrecito, está muy solo. No tiene quien le lave y le planche, y le haga la comida, y le cuide a ese niño. Necesita una mujer. Todos los hombres necesitan una mujer”.
El cura hizo un gesto de disgusto y se marchó. Iba pensando: “¡La tonta!”. Y miren ustedes lo que sucedió. Fue en la feria del pueblo. De la ciudad vino un matrimonio que tenía también un hijo aireadito, de la misma edad que Filomena. Lo vio Filito y le dijo: “¿Cómo te va?”. Y le sonrió. El tontito también le sonrió a ella, feliz. Luego se tomaron de la mano, igual que si se conocieran desde siempre.
Sus papás no los cuidaron bien —o de intención los descuidaron, no lo sé—, el caso es que poco tiempo después tuvieron que casarlos. Y el niño que llegó no nació aireadito. Milagro de san Antonio, dijo el cura. Lo dijo al exterior, pero en el interior se dijo: “Menos mal que el listón le consiguió marido a Filito, y no mujer a san Antonio. A él la Iglesia lo necesita célibe”. Y pensó luego con algo de tristeza: “Igual que a mí”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a la corte donde juzgaban a los delincuentes. El primero en pasar a juicio fue un ladrón especializado en forzar cerraduras. “Que muestre su herramienta” —pide el fiscal—. El ratero exhibe su colección de ganzúas. El segundo era un violador. “¡Enciérrenlo inmediatamente!” —demanda el fiscal.
Pregunta la señorita Himenia, disgustada: “¿A él no le va a pedir que enseñe la herramienta?”.

Llega mi nieto de tres años, se trepa a mi regazo y pone en mi hombro su cabeza de ángel.
—Duérmeme, abuelito —me pide con voz tenue.
He visto cómo sus ojos se le cerraban ya. Lo ciño con mis brazos y le empiezo a cantar la monótona melopea que mi padre cantaba para que me durmiera yo: “Dormir, dormir, que cantan los gallos de san Agustín...”.
Llega mi hijo y me dice:
—No lo duermas. Si se despierta, luego en la noche ya no querrá dormir.
Me voy con el niño a otro cuarto y prosigo el arrullo cadencioso: “Dormir, dormir, que cantan los gallos de san Agustín...”. Se duerme el pequeñito, y lo acuesto en la cama para que duerma su tranquilo sueño.
Tendrás que perdonarme, hijo, pero los abuelos no obedecemos más órdenes que las de nuestros nietos.

Los alumnos le preguntaron a su profesor cuál era el momento que más disfrutaba en su vida. “El momento que más disfruto —respondió el mentor— es el de la intimidad con mi esposa”. De regreso a su casa pensó que quizás a su señora le molestaría que él hubiese contestado eso, de modo que le dijo: “Mis alumnos me preguntaron cuál es el momento que disfruto más. Les dije que es cuando voy a la iglesia contigo”. Días después la señora les dijo a los alumnos: “Muchachos, mi marido les mintió. Miren ustedes: la primera vez que lo hicimos casi tuve que obligarlo. La segunda fue el día de nuestra boda, y lo hizo porque no podía dejar de hacerlo. Y la tercera vez fue hace tanto tiempo que ya no me acuerdo cuándo, y además se quedó dormido a la mitad”.

“No hay un solo milímetro de tu cuerpo que no haya tocado yo con mis labios o mi lengua”. Ella meneaba la cabeza en simulado gesto de reproche y me decía: “¡Ay, Gustavitoa! ¡Quién te viera!”. Eso de Gustavitoa era porque me llamo Gustavo Adolfo. Mi padre le recitaba a mi mamá aquello de “Volverán las oscuras golondrinas”, y en recuerdo de Bécquer me pusieron ese nombre. Cosas de ellos. Lo de “¡Quién te viera!” se debía a que siempre he tenido aspecto de persona seria, incapaz de locuras de erotismo, y yo con Ana Lilia me volvía loco. La recorría toda con mis manos y mi boca; me la bebía entera; la comulgaba apasionadamente. Ella se abandonaba a mis caricias y me dejaba hacer lo que quisiera. Ninguna audacia mía conoció un “no” suyo. Si fuera yo más literario te diría que planté mis banderas de amor hasta en sus más escondidos territorios. Eso lo saqué de unos versos que intenté escribir para ella, pero no me salieron bien y los rompí. Porque has de saber que le escribía versos. Imagínate: yo, contador público y auditor, haciendo versos. A lo mejor me vas a decir también: “¡Ay, Gustavitoa! ¡Quién te viera!”.
Desde la primera noche de casados la cubrí toda de besos. Se entregó a mí sin reticencias, y eso que era señorita. En aquel tiempo —¿sabes?— no se acostumbraban las anticipaciones. Mi vida de casado fue feliz. Por la mañana y por la tarde mi esposa era mi esposa, pero en la noche era mi amante. Y mi locura era su locura. Ella también me comulgaba a mí, si me permites esa ambigüedad retórica que me libra de tener que expresar lo que no debo. Ganas me daban de decirle a veces: “¡Ay, Ana Lilia! ¡Quién te viera!”. No se lo decía para que luego no fuera a contenerse.
Así vivimos cinco años. Cinco nada más, figúrate. Ni siquiera los diez que Amado Nervo disfrutó a su musa. Él tuvo mejor suerte que yo. Un día Ana Lilia empezó a sentirse mal. Tenía dolores en todo el cuerpo. Se acabaron las noches buenas y empezaron los malos días. Vimos a un médico, y a otro, y a otro. Con los análisis de laboratorio que le hicieron habríamos podido llenar el baúl grande que le dio su abuela como regalo de bodas.
Nunca supimos cuál fue su enfermedad. “Es un virus”, decían los doctores. El caso es que se fue yendo poco a poco. Una mañana desperté y ella estaba a mi lado, igual que siempre, pero ya no estaba. Se murió en el sueño. Pensé que era mi deber llorar, pero no pude ni cuando se la llevaron los de la funeraria. En el velorio y el sepelio sentía que yo no era yo y que ella no era ella. Imaginaba que estábamos en el funeral de alguien a quien habíamos conocido tiempo atrás. Me parecía que de pronto Ana Lilia iba a tocarme el brazo y a decirme: “Vámonos. Ya cumplimos”. Las personas me decían: “Lo siento mucho”. Y luego se iban. Ya habían cumplido.
Cuando todo acabó volví a mi casa. La sentí vacía, como si ni siquiera yo estuviera ahí. Y ¿sabes qué hice aquella noche? Puse en la cama su ropa, figurando su cuerpo junto a mí: su blusa, su falda, sus prendas íntimas, sus medias, sus zapatos… Y lo mismo la siguiente noche. Y así todas las noches, hasta ahora. Si mis amigos y compañeros de trabajo supieran eso pensarían que estoy loco.
Me preguntan a veces: “¿Por qué no te vuelves a casar?”. Respondo con alguna broma de las que se usan siempre. La verdad, aunque suene cursi, es que después de Ana Lilia ya no puedo querer a nadie más. Por la noche pongo su ropa en la cama y luego me acuesto junto a ella. Por favor no me vayas a decir: “Ay, Gustavitoa! ¡Quién te viera! ¡A ti, que eres contador público y auditor!”. Pero tú me conoces desde los tiempos de la juventud, y sabes que siempre he tenido mis rarezas. En fin, vamos a tomarnos otra copa. Hay que celebrar que nos hemos encontrado después de tantos años de no vernos.
La verdad yo no quería contar lo que ese día me contó mi amigo. El relato tiene una vaga semejanza con aquel viejo poema, algo macabro, que se llama Bodas negras. Sé que la muerte está presente siempre en nuestra vida, pero prefiero pensar que la vida está presente siempre en nuestra muerte. Además la literatura propone, y la vida dispone. Y la vida puede más que la literatura.

“… Una chica tomó lecciones de manejo…”.
Su esfuerzo fue por demás,
pues del hábito era esclava:
cuando el auto se paraba
se iba al asiento de atrás.

Murió un ateo, y el Señor le dijo que lo admitiría en el Cielo.
—¿Cómo es eso? —se sorprendió el ateo—. ¡Jamás creí en Dios!
—Pero Yo sí creí en ti —respondió el Padre.
—No profesé ninguna religión —siguió el ateo sin ocultar su asombro—, y nunca fui a ninguna iglesia.
—Tantas son —replicó el Señor— que ni yo mismo puedo ya contarlas. Pero tú hiciste el bien a todos, y a ninguno el mal. Practicaste la mejor religión: la del amor. Entra, pues, en el Cielo. Una cosa te pido solamente: no dejes que los teólogos te vean, ni los predicadores. Ellos creen en algunas cosas en las que no creemos ni tú ni Yo. Comparado con ellos Yo también soy un poquitito ateo.

El nieto llegó a la casa de su abuelo. Llevaba consigo a su nuevo perro, un dálmata. Preguntó el anciano: “¿Y esas manchas que tiene tu perro? Parecen que le echaron lodo”. Responde el muchacho: “Así es la raza, abuelo”. Y dijo el veterano meneando la cabeza con disgusto: “¡Ah raza méndiga!”.

Saca al río del río, y lo que sobra
tíralo por ahí, que no es el río:
el puente, el cauce, el piélago, el suicidio, Heráclito, el rumor, la fuente, la onda...
Atrás de cada rosa hay otra rosa
que no cualquiera ve, libre de ripios:
rosa sin rosa-rosae, sin Cratilo,
sin Gertrude Stein, sin Shakespeare y sin Góngora.
A fuerza de existir ninguna cosa
es ella misma ya, ni el mundo el mismo: muerto el Génesis vive la Retórica.
Lección: que los poetas se hagan niños; desnudar al vestido sea su obra,
y no hay más memoria que el olvido.

Doña Pompilia, señora robusta y de frondoso tafanario, fue a una tienda donde vendían alfombras persas. Se inclinó para mirar de cerca la trama de una que el encargado le mostraba, y al hacerlo dejó escapar un sospechoso ruido. Lo oyó el empleado y dijo a la robusta dama: “Cuidado, señora. Si eso le sucedió al mirar la alfombra, quién sabe qué le pueda suceder cuando conozca el precio“.

En plena Primera Guerra Mundial, enfrentados alemanes y americanos en una lucha a muerte, los niños de Berlín comían alimentos enlatados en los Estados Unidos.
Era el tiempo de la terrible guerra de trincheras. Separados apenas por unos cuantos metros —“la tierra de nadie“— los soldados combatían mes tras mes contra un enemigo al que ni siquiera podían ver. Durante el día se disparaban unos a otros. Pero llegaba la noche y lucía el espléndido cielo del verano. Las luciérnagas cintilaban; los grillos empezaban a cantar... Una infinita sensación de paz se adueñaba de los hombres. Y entonces los soldados americanos se olvidaban de que los alemanes eran sus enemigos, y a ocultas de sus oficiales les arrojaban latas que aquellos recogían y enviaban luego a sus familias, más hambrientas aún que ellos.
La locura de los poderosos es causa de males como el de la guerra. En el hombre sencillo, sin embargo, laten los eternos sentimientos de la bondad y del amor, que a veces esperan solo el canto de un grillo para renacer.

Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. Comparado con ella un iceberg es más ardiente que un ignífero volcán. Cuál no será la frialdad de esa señora, que un día pensó en la conveniencia de ver la posibilidad de quizá considerar alguna vez la idea de ir a Tahití, y ese solo pensamiento bastó para helar todos los cultivos de ananás en la isla. Pues bien: cierta noche don Frustracio —así se llama el malaventurado esposo de la doña— le pidió con timidez a su consorte el cumplimiento del débito conyugal. Opuso ella con enojo: “¡Pero si hace apenas unos días me pediste lo mismo!”. “Mujer —se atrevió a replicar don Frustracio—, la última vez que lo hicimos fue el día que se cumplieron 100 años de la épica pelea entre Bob Fitzsimmons y Jim Jeffries, y eso fue el año 2002”. “¡¿Y ya quieres otra vez?! —clamó doña Frigidia con escándalo—. ¡Eres un erotómano irredento!”. Don Frustracio recurrió entonces a un vergonzoso recurso: le ofreció a su esposa regalarle un anillo de esmeraldas. Las joyas son para algunas mujeres lo que para los hombres es el Viagra: un gran estimulante. Movida por ese interés insano doña Frigidia accedió por fin a la dación. Pidió, sin embargo, que todo se hiciera con las luces apagadas. En la tenebregura de la alcoba don Frustracio empezó a hacer obra de varón. De pronto oyó algo que lo llenó primero de asombro y luego de excitación sensual: su esposa chasqueaba la lengua, aspiraba aire con fuerza y hacía otros ruidos bucales que daban idea de placer y gran delectación. Aquello jamás había sucedido. Osó don Frustracio encender una lámpara que estaba en el buró, y lo que vio lo asombró más aún, y lo decepcionó: en el mismísimo trance del amor su esposa se estaba comiendo con fruición una rebanada de sandía.

En el Potrero vive doña Rosa, abuela y bisabuela. Su casa es pequeñita, de dos cuartos. En uno entramos todos: la cocina. En el otro nadie entra aparte de ella: la recámara.
Doña Rosa es una gota de agua. Tiene tres vestidos nada más, pero su ropa albea, pues ella no deja pasar un solo día sin lavar y planchar. En el trastero los platos de peltre brillan como si fueran de plata. El piso, de tierra, parece de alabastro a fuerza de escoba y trapeador. Y su jardín... ¡Ah, su jardín! Ahí el maguey que llaman de Castilla, de grandes pencas amarillas y verdes; ahí las pomposas dalias de la sierra; ahí las gladiolas aristócratas y el rústico dondiego; ahí los grandes coyoles y el diminuto amor de un rato, cuyas mínimas flores duran menos que las promesas de un amor eterno.
Para doña Rosa su casa es todo el mundo. Gracias a ella, entonces, todo el mundo está lavado y planchado. Si por mí fuera, le entregaría los cinco continentes, y esta señora tan señora los haría florecer con su amor a la vida, que no es amor de un rato, sino eterno amor.

Un tipo le dijo al traumatólogo: “Fui a una casa de mala nota y me di un golpe muy fuerte en esta pierna”. Preguntó el especialista: “¿Y cojeó?”. “Doctor —respondió el tipo—, con el dolor ni quien se acordara ya de eso”.

Era alta. Era garrida. Y era fuerte. Pero no eran esas sus principales características. Doña Leona Vicario llamaba la atención por su abundante busto, tan generoso que en los libros de texto su retrato aparece siempre de perfil, pues si lo ponen de frente las páginas no cierran. De ella escribió don Julio Sesto, el autor de aquel poético culebrón que se llama Las Abandonadas: “Tenía un pecho hermoso y rollizo, donde se expandían los más grandes sentimientos de mujer y de patricia”. Caray, si por la dimensión del busto de doña Leona se mide el tamaño de sus sentimientos patrióticos, estos deben haber sido grandes, enormes, heroicos, monumentales.
Él era bajito. Menudo de cuerpo. De constitución tirando a débil. Andrés Quintana Roo se llamaba. Era yucateco y era poeta, que es casi decir la misma cosa. Y poeta muy apreciable era: escribió una oda, diferente de seguro a las que escribía aquel poetastro a quien sus críticos decían: “Oye, está bien que hagas versos, pero no odas”. Se inspiró don Andrés Quintana Roo en el padre Hidalgo para escribir un épico poema al que dio el nombre de Oda al 16 de Septiembre. Cuando la leyó don Marcelino Menéndez y Pelayo, ilustre polígrafo español, le gustó mucho, y dijo que hallaba en el poema de Quintana ciertos acentos horacianos.
En la Ciudad de México había estudiado don Andrés la carrera de leyes. Trabajaba en 1808 como pasante en el despacho de un licenciado de rutilante nombre, don Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, cuando un día llegó al bufete del abogado una jovencita de muy buena familia, que por haber quedado huérfana estaba al cuidado de don Agustín. Amor a primera vista sintieron los dos jóvenes, Andrés y Leona. Era él de temperamento ardiente, arrebatado, y cuando dos años después se inició la lucha por la Independencia, se llenó de patriótico fervor y se unió a la causa. Al lado de Rayón publicó el Semanario Patriótico Americano y El Ilustrador Americano. Arriesgó la vida al unirse a la insurgencia, y también se puso en riesgo Leona, que siguiendo el ejemplo de su novio comenzó a colaborar con los levantados, no obstante su posición de señorita de la sociedad. Enviaba informes secretos y comprometió su caudal en la lucha, hasta el punto en que toda su fortuna, de más de 80,000 pesos de los de entonces la entregó para solventar los gastos de la lucha. Al triunfo de la Independencia se le retribuyeron sus servicios —y su caudal— otorgándosele la hacien-da de Ocotepec, en los famosos llanos de Apam, fértiles en magueyales.
Los agentes del virrey no tardaron en descubrir los tratos de la joven Leona con los insurgentes, pues interceptaron la correspondencia que mantenía con su novio, en la que más que de cosas de amores se hablaba de política y de guerra. Hubo ella de alejarse de la capital hasta que su familia consideró prudente su retorno. Muy prematuro fue el regreso: los agentes del virrey la detuvieron y —ya que no podían darle cárcel o castigo más severo por sus ligas con los levantados— la recluyeron en el convento de Belén de las Mochas. Ahí la muchacha actuó con femenil astucia: se ganó pronto el favor y la confianza de las ingenuas religiosas, y cuando ellas menos se lo esperaban se escapó del convento, viajó usando diferentes disfraces, ya de arriero, ya de religiosa, ya de muchacho estudiante, por peligrosos caminos hasta llegar a Tlalpujahua, en Oaxaca, donde estaba Morelos, y luego de unirse a su ejército, al llegar adonde estaba Andrés se casó con él.
Luna de miel llena de sobresaltos fue la de los jóvenes esposos, y los primeros años de su matrimonio una permanente zozobra. Muy activo andaba don Andrés en la causa de la independencia. Presidió la Asamblea Nacional Constituyente e hizo la declaratoria de Independencia en 1813. Perseguido constantemente por las autoridades del virreinato, vivía a salto de mata siempre, y con él también su esposa. Tan es así que una vez, yendo de Oaxaca a la Ciudad de México, Andrés y Leona hubieron de ocultarse en la abrupta serranía de Puebla, pues les pisaban los talones los jenízaros del virrey. En pleno monte le llegaron a la joven esposa los apuros del parto. La llevó don Andrés a una gruta y ahí, solos los dos, actuando el abogado como improvisado médico obstetra, ella dio a luz su primer hijo. Cuando Quintana Roo se lo puso en los brazos, y con acento dolorido le dijo su pena por verla pasar tales angustias, ella le respondió sonriendo que todo lo daba por bueno si su hijo nacía en la libertad.

“… Un tipo cínico y jactancioso fue a un motel con una sexoservidora…”.
Cuando el trance terminó
preguntó ella: “¿Y el dinero?”.
Le contestó él, altanero:
“Déjamelo en el buró”.

Son cuatro señores los señores. Uno es alto y delgado; otro es bajito y regordete; el tercero cojea un poco y el último usa sombrero de fieltro.
Todas las tardes se juntan en una banca de la plaza. Las señoras y los muchachos que por ahí pasean saben que esa banca les pertenece a ellos, por eso no la ocupa nadie. ¿Y qué hacen los señores? Hablan. Hablan de todo, especialmente de sus recuerdos. Son jubilados de la fábrica, y recordar es profesión de jubilados.
Si yo pudiera les haría a los cuatro señores una estatua. Toda su vida trabajaron. A nadie hicieron daño. Formaron una familia. Bebieron algunas veces sus cervezas, eso es cierto, pero nunca se presentaron borrachos en su casa. Fueron obreros, y ahora sus hijos son médicos, ingenieros, abogados...
Si yo pudiera les haría a los cuatro señores una estatua. Ellos son héroes más verdaderos que muchos héroes de mentiras que tienen ya su estatua.

En un poblado del norte de Tamaulipas vivía un corridero, es decir, un compositor de corridos. Ahí el corrido tiene una importancia semejante a la que tuvieron los cantares de gesta medievales. Cuando un bandolero cayó acribillado por las balas de la policía, y el que mandaba a los jenízaros se acercó a darle el tiro de gracia. El caído, con el último aliento de la voz, le suplicó a su victimario: “Jefe: le encargo que me hagan mi corrido”. Y es que el corrido es una forma de inmortalidad. Pues bien: el corridero que dije se ganaba la vida haciendo corridos por encargo. Los delincuentes le pagaban buen dinero por que les escribiera la crónica rimada de sus desaforados hechos. Cierto día se presentó ante él un individuo y le pidió que le compusiera su corrido. Ofrecía generosa paga, y por adelantado. El corridero sacó una especie de machote o formulario, tomó un lápiz, mojó su punta en la de su lengua y empezó a interrogar al cliente. “¿Es usted narcotraficante?”. “No”. El corridero puso una tacha en su machote. “¿Es contrabandista?”. “No”. Nueva tacha en el formulario. “¿Es policía judicial, o practica alguna otra forma de delincuencia?”. “Tampoco”. Tercera tacha. “¿Ha matado a alguien?”. “¡Dios me libre!”. “Entonces —preguntó el hombre, receloso— ¿a qué se dedica usted?”. Respondió el sujeto: “Tengo una camisería en Reynosa”. Al oír aquello el corridero arrancó la hoja de su libreta, la arrugó en el puño y luego la tiró al cesto de la basura. “Qué corrido ni qué corrido, amigo —le dijo al individuo—. ¡Usted no da ni pa’ una pinche cumbia!”.

Morelos pertenecía a ese vasto y complejísimo sistema de castas que ahora por fortuna ya no entendemos, pero que entonces era elemento de mucha significación en la vida social.
¿Castas? Sí. Muchas, muy variadas y de curiosos nombres. En el Museo Nacional hay una colección de retratos en que aparecen los miembros de las distintas castas con sus atuendos más característicos en el hombre, la mujer y los niños. Sacar de ahí la enumeración de las castas, sus extrañas combinaciones complicadas y sus estrafalarios nombres peregrinos es tarea muy entretenida: “Español con india: mestizo… Español con negra: mulato… Mestiza con español: castizo… Mulata con español: morisco… Morisco con española: chino… Chino con india: salta pa’trás… Salta pa’trás con mulata: lobo… Lobo con china: jíbaro… Jíbaro con mulata: albarazado… Albarazado con negra: cambujo… Cambujo con india: zambaigo… Zambaigo con loba: capamulato… Capamulato con cambuja: tente en el aire… Tente en el aire con mulata: no te entiendo… No te entiendo con india: torna atrás…”. Vaya usted a saber a cuál de todas esas combinaciones perteneció don José María Morelos y Pavón. Por los rasgos de su rostro a cualquiera de esas castas pudo pertenecer, incluyendo salta pa’trás, tente en el aire y no te entiendo.
Varios hijos tuvo Morelos, lo mismo que don Miguel Hidalgo, a quien con mucha justicia se llama “el Padre de la Patria”. Ambos, es cierto, eran sacerdotes, pero en aquellos años no era raro el caso de clérigos con hijos, de modo que bien podría decirse en alusión a ellos el picaresco decir que afirma que “Cura es un señor al que todos llaman ‘padre’, menos sus hijos, que le dicen ‘tío’”. En la raíz del árbol genealógico del padre Hidalgo está también un sacerdote, su tatarabuelo don Francisco Hidalgo Vendaval y Cabeza de Vaca, cura de Tejupilco allá por 1620, que hubo hijos en doña Jerónima Costilla, nada resignada a la soledad después de quedar viuda del capitán don Tomás de Ávila. En el dibujo del propio árbol genealógico de don Miguel Hidalgo salen de su nombre dos ramitas: la primera lo une a doña Josefa Quintana, con quien tuvo amores en San Felipe, de los que resultaron María Josefa y Micaela; la otra con doña Manuela Ramos Pichardo, a quien trató con bastante intimidad en Valladolid, tanta que con ella tuvo a Agustina y Lino Mariano. Por otros lados quizá dejó también descendencia Hidalgo. Don Jesús Amaya afirmaba que en Colima había una persona que se decía descendiente de Hidalgo. En sus campañas por Guanajuato y Jalisco siguió siempre a Hidalgo, en un carruaje, una jovencita. Como a veces los insurgentes creían verla con atavío de hombre comenzó a correr el rumor de que era nada menos que Fernando VII. Disfrazado, el monarca habría llegado a la Nueva España huyendo de los franceses para hacerse cargo de su trono. Cuando se supo que el misterioso viajero no era hombre, sino mujer, se comenzó a llamar a la muchacha “la Fernandita”. Hay algunos que dicen que era otra hija natural de Hidalgo, a quien él quiso poner bajo su directa protección. Todavía en 1910, cuando don Porfirio Díaz celebró con mucho rumbo el centenario de la Independencia, una viejecita recibió homenajes como nieta de Hidalgo y se le acordó una pensión.
El señor cura Morelos fue padre también de varios hijos. Hay quienes han tratado de disimular esa paternidad diciendo que los engendró cuando era arriero, es decir, antes de recibir las órdenes sagradas. Sin embargo, su hijo más notorio, don Juan Nepomuceno Almonte, nació en 1803, y Morelos se ordenó sacerdote en 1795. No deja de ser gran necedad la pretensión de ocultar el hecho de que Hidalgo y Morelos fueron doblemente padres, e Hidalgo de más de cuatro. En nada atenta esa paternidad contra su integridad de grandes héroes, y en todo caso les es atribuible tacha solo si se les juzga desde el estricto punto de vista religioso, atendiendo a su calidad sacerdotal. Hombres de mucha vida fueron ambos, Morelos e Hidalgo, y esa vida se les desbordó de la sotana en circunstancias y tiempos muy propicios a esos desbordamientos. Su condición de engendradores de hijos los hace a nuestros ojos más humanos, y nos ayuda a despojarlos de la sobrehumana —y por lo mismo inhumana— condición de estatuas a que los héroes mexicanos se ven reducidos por quienes se empeñan en desconocer que tanto más heroicos son los héroes cuanto más sujetos están a todo lo que constituye la condición humana.

El joven sacerdote recién ordenado estaba confesando por primera vez. Una feligresa, señora apetecible, le contó sus culpas. El curita quedó igualmente anonadado al escuchar la nómina de los pecados de la feligresa. Ni siquiera pudo atinar a decidir qué penitencia debía darle para expiar sus culpas. Le pidió que lo aguardara un momentito y se dirigió a la sacristía. Ahí estaba el cura párroco, su superior. “Padre —le preguntó el novato al sapiente sacerdote—. ¿Qué le daría usted a una señora ya mayor, casada, que se dedica a andar con hombres?”. Respondió sin vacilar el párroco: “Cuando mucho 500 pesos, hijo”.

Con la misma humildad y el mismo azoro de santa Isabel ante el prodigio, yo digo sus palabras: “¿Por qué se me concede esto a mí?”.
En medio de la reunión familiar mi nieto siente sueño y busca mi regazo para dormirse en él.
Yo lo tomo en los brazos y lo estrecho; acaso así oirá lo que mi corazón le dice: “Duerme, y sueña, en tanto que yo doy gracias a Dios por permitirme ser, aunque sea por un ratito, el guardián de tu sueño y de tus sueños”.
Mis brazos han estado siempre llenos, llenos con la amistad y llenos con el amor. Ahora están más llenos todavía con el tibio calor del pequeñito que en ellos duerme en paz. Por no turbar su sueño acompaso a la suya mi respiración, y tengo miedo hasta de parpadear, pues eso podría despertarlo. Mientras el niño duerme junto a mi corazón yo pienso en lo que soy, en lo que he sido —yo pienso en lo que soy, enloquecido—, y repito con emoción y asombro: “¿Por qué se me concede esto a mí?”.

Pepito iba sentado en un carrito tirado por su perro. El desdichado can tiraba del carrito por una cuerda atada a sus dos atributos de animal macho. El carrito tenía un letrero: “Patrulla de policía”. Un transeúnte vio aquello, y lleno de compasión por el perro le dijo a Pepito: “Tu patrulla iría más aprisa si el perro tirara de ella por una cuerda atada a su cuello, y no a esa parte”. “Ya lo sé —contestó el niño—. Pero entonces no sonaría la sirena”.

Quien del cuento vive muchos cuentos oye. Vale la pena contar este que oí… Érase que se era un sacristán. Todos los días llegaba con su escoba a barrer la iglesia de aquel pequeño pueblo, y todos los días miraba a un pobre hombre que postrado de hinojos ante el gran crucifijo que presidía el altar gemía y lloraba deprecativamente. “¡Señor! —clamaba el infeliz ante el doliente Cristo—. ¡Quiero confesarme! ¡Pero no ha de ser ante un humano, mortal y pecador como soy yo! ¡Únicamente tú puedes oír mi confesión! ¡La culpa que llevo sobre mí es tan grande que solo tú, Señor, la puedes perdonar!”.
El sacristán se conmovía mucho al escuchar la súplica del lacerado. Decía para sí: “Muy grave ha de ser el pecado que este hombre cometió si nada más puede confesarlo ante Nuestro Señor”. Cotidianamente se repetía la escena: llegaba el sacristán al templo y ahí estaba ya aquel desventurado, de hinojos ante el crucifijo, elevando al cielo su gemebunda súplica: “¡Señor! ¿Por qué no me oyes? ¿Por qué guardas silencio? ¿No llegan mis súplicas a ti? ¡Escúchame, Señor! ¡Quiero confesarme contigo para que de mis labios oigas mi pecado y lo perdones con tu infinita misericordia!”. Sollozaba el hombre de tal modo que al sacristán se le movían hasta las fibras últimas del alma. Sentía el impulso de abrazar al pecador para llorar con él.
Un día ya no se pudo contener y fue a hablar con el párroco y su vicario. “Reverendos padres —les dijo lleno de emoción—. Todas las mañanas llega al templo un desdichado. De rodillas ante el crucifijo del altar le pide a Nuestro Señor que lo oiga en confesión, pues tiene una gran culpa que solamente el Altísimo puede perdonar. Si su plegaria no es oída pienso que el infeliz perderá la fe, y quizá morirá desesperado. Se me ha ocurrido, padres, un medio para darle consuelo en su tribulación. Les pido permiso para quitar de la cruz la imagen del Señor y ponerme yo —aunque indigno—en su santísimo lugar. Escucharé la confesión de ese pobre hombre y le daré la absolución. Solo de esa manera encontrará la paz. Sé que lo que propongo es una gran irreverencia, pero los caminos de Dios son inescrutables, y quizá fue Él mismo quien me inspiró la idea”.
Los buenos sacerdotes, confusos ante aquella insólita petición, se resistían a obsequiar el deseo del sacristán. Tan vivas fueron sus instancias, sin embargo, que accedieron por fin a poner al rapavelas en el sitio del crucificado, para que recogiera la confesión del hombre y le diera el perdón que con tanta aflicción solicitaba. Así, la mañana siguiente el párroco y su asistente quitaron al Crucificado de su cruz; luego tomaron unas cuerdas y con ellas ataron de brazos y piernas en el madero al compasivo sacristán.
Poco después, en efecto, llegó el pecador y se arrodilló, igual que todos los días, ante el crucificado. “¡Señor! —empezó a clamar como hacía siempre—. ¡Escúchame en confesión! ¡Oye mi gran pecado, y que tu infinita bondad me lo perdone!”. Entonces el sacristán habló con voz grave y profunda. “Está bien, hijo mío. Te escucho. Dime tu pecado”. El hombre quedó estupefacto. “¡Gracias, Señor! —prorrumpió lleno de gozo—. ¡Mis oraciones han sido escuchadas! ¡Por fin voy a poder confesarte mi gran culpa, y a recibir de ti la santa absolución!”. “Habla —replicó el sacristán con el mismo tono majestuoso—. Por grande que haya sido tu culpa, mayor es mi clemencia. Dime tu pecado, y te lo perdonaré”.
El hombre inclinó la frente y dijo lleno de compunción y de vergüenza: “Acúsome, Padre, de que me estoy cogiendo a la esposa del sacristán”. “¡Ah, maldito! —rugió entonces el fingido Cristo desde lo alto de la cruz—. ¡Desamárrenme, para bajar de la cruz y matar a este cabrón hijo de la rechingada!”. El pecador, espantado, salió a todo correr de la iglesia y escapó del pueblo. Al paso del tiempo comentaba lleno de confusión al narrar lo que le había sucedido: “La verdad, yo no conocía a Nuestro Señor en ese plan”.

“… Un hombre maduro sorprendió a su mujer en la cama con un vagabundo…”.
La señora, haciendo caras,
dijo con voz lastimera:
“Me suplicó que le diera
algo que tú ya no usaras”.

El señor y la señora hicieron un viaje a la India y vieron el consabido espectáculo del faquir que hace subir una cuerda con la música de su flauta. Pregunta la señora: "¿Y nada más funciona con cuerdas?”.

Este año ha sido para mí de plúmbagos.
Hay años en que estallan los rosales, o salen margaritas suficientes para que todos los amantes del mundo sepan si se les quiere o no. Otros años se vuelve el campo un girar de girasoles, o hay violetas bastantes para volver humilde a Nueva York.
Pero este año florecieron los plúmbagos como si quisieran pintar de azul el universo. Azul tenue, quiero decir; azul muy plúmbago; azul que apenas se decide a serlo. En el jardín florecen, y los tengo también en un óleo que pintó con pincel impresionista Carmen Harlan. Los plúmbagos del jardín creen que el cuadro es un espejo, y se alzan de puntillas para mirarse en él.
Este año fue de plúmbagos, ni duda. El próximo será de dalias, o de geranios, o de galán de noche, o madreselva. Pero todos los años serán años de vida que florece, de vida que es como una flor, cambiante y varia, pero siempre eterna.

Un señor cumplió 80 años de edad. La mañana de su aniversario se levantó y fue a verse en el espejo. Empezó a decir con tono filosófico: “Pensar que estos ojos cumplen hoy 80 años de ver... Pensar que estos oídos cumplen hoy 80 años de oír... Pensar que este corazón cumple hoy 80 años de palpitar...”. Dirigió luego el veterano la mirada a cierta parte y añade con rencor: “¡Y pensar, desdichada, que tú también cumplirías hoy 80 años si no te hubieras muerto ya hace 20!”.

Jamás “la región más transparente del aire” que dijo don Alfonso Reyes se vio tan transparente. Todo era fiestas y júbilos en la gran capital de la Nueva España, que se convertía, por obra y mucha gracia de Iturbide en la del naciente “Imperio Mejicano”. Con jota se escribía el nombre de la nueva nación, como después lo escribiría don Alfonso Junco, el otro gran Alfonso de Monterrey. Entre paréntesis, a don Ramón María de Valle Inclán, el de las barbas de chivo, no le gustaba la jota española de “Méjico”, y demandaba que el nombre de nuestro país se escribiera con equis, como nosotros lo escribimos. Alguien le preguntó una vez: “Bueno, ¿y usted por qué fue a México?”. Y respondió: "Pues sencillamente porque es el único país cuyo nombre se escribe con equis”. Solía decir el autor de las Sonatas: No hay que cambiar la dulzura de la equis por la aspereza de la jota”.
Una nueva nación nacía, y aquellos parecían días de Navidad. La paz, la concordia, la buena voluntad reinaban por doquier; todo era alegría, regocijo, felicidad. Gente que ni siquiera se conocía se saludaba en las calles con sonrisas; de acera a acera se cambiaban votos de congratulación y de esperanza. Las puertas de las cárceles se habían abierto para dejar salir a quienes estaban presos por razones de política, lo mismo que a los léperos, raterillos de poca monta, borrachitos y toda la fauna menor de la truhanería. Se restableció la libertad de imprenta, suprimida por orden de don Juan Ruiz de Apodaca. Cosa rara: las autoridades que habían jurado la Constitución liberal suprimieron la libertad de expresión; la restablecieron los conservadores que buscaban anular esa Constitución. Se acabaron los odios y los resentimientos; no había ya realistas ni insurgentes; todos eran hermanos en México. Dejó de pedirse pasaporte a los viajeros que entraban a la ciudad, pues todos eran bienvenidos a la nueva casa común. Se suprimió el toque de queda; volvieron a oírse por la noche los sones de los músicos en los saraos, donde se cantaba y se bailaba hasta la madrugada. Las puertas de Chapultepec se abrieron, y ricos y pobres fueron a pasear por las umbrosas avenidas del bellísimo bosque de ahuehuetes. Se levantó la prohibición impuesta por Novella de andar a caballo, y otra vez los apuestos jinetes dieron escolta a los carruajes de las damas. Los conventos quedaron vacíos de las señoras que en ellos se habían refugiado temerosas de los excesos de la inminente guerra. Iban ahora muy ufanas, luciendo en sus moños, bandas, cintas o pañuelos los colores de las Tres Garantías. Los teatros se llenaron otra vez: el único que no asistía a las funciones que todos los días se daban era el señor mariscal Novella, que tan efímeramente había disfrutado del poder y que alegaba ahora una “flucsión de ojos” para no presentarse en público. No sé qué demonios de enfermedad será esa “flucsión de ojos”, pero nomás por el nombre que tiene no me gustaría padecerla.
En medio de gran júbilo los habitantes de la Ciudad de México leyeron la emotiva proclama que les dirigió don Juan O’Donojú para darles la noticia de que no había guerra ya. “¡Mejicanos de todas las provincias de este vasto Imperio! —les decía—. A uno de vuestros compatriotas (se refería a Iturbide), digno hijo de patria tan hermosa, debéis la justa libertad civil que disfrutáis ya y que será el patrimonio de vuestra posteridad. Empero un europeo, ambicioso de esta clase de glorias, quiere tener en ellas la parte a que puede aspirar. Y esta es la de ser el primero por quien sepáis que terminó la guerra”.
En efecto, la guerra había terminado. El 25 de septiembre de 1821 salió de la ciudad, discretamente, don Juan Ruiz de Apodaca, el desventurado conde del Venadito, único que merece el nombre de último virrey de la Nueva España. Alojado en el convento de San Fernando, su familia ocupó una casa vecina. Salieron todos para embarcarse en Veracruz en el navío Asia, el mismo que había traído a O’Donojú. “Lo acompañó —escribió don Lucas Alamán—, el aprecio de toda la gente honrada, que lo consideró siempre como un hombre adornado de todas las virtudes de un cristiano y de todo el pundonor de un caballero”.
Salió el último virrey. Y la gente se aprestó para la gran ocasión: la marcha triunfal.

En la tienda el señor se probó un traje a cuadros verdes, amarillos y morados. Se miró en el espejo y luego le dijo al vendedor que lo atendía: “Si me pongo este traje mi esposa no querrá salir conmigo a ningún lado. ¡Me lo llevo!”.

No digo que mi nieto sea el niño más hermoso del mundo.
Pero sí lo pienso.
Lo tomo con reverencia entre los brazos, tibia forma que guarda todavía el calor de las manos de Dios, y quedo mudo y sin poder decirle las palabras que ayer pensé para él.
Mi perro sufre. Terry tiene celos. Se acerca, tímido, y me roza la mano con la húmeda nariz para recordarme que todavía existe. Yo quisiera decirle que él sigue siendo el primero. Pero ¿cómo mentirle a un perro, si un perro nunca miente? Lo consuelo diciéndole que me vea a mí: con todas las mujeres de la casa en torno de la cuna yo he pasado a segundo lugar también. O a tercero.
Y eso no me mortifica, se los juro. La vida nueva, frágil como un niño y poderosa como el amor, debe estar siempre en el primer lugar.

Aquel tipo llegó borracho a su casa en horas de la madrugada. Abrió la puerta, entró tambaleándose y la cerró dando un portazo. Luego, retador, lanzó un estentóreo grito de mariachi y dijo a voz en cuello al tiempo que subía la escalera: “¡Son las 4 de la mañana, y vengo bien borracho! ¡Y qué, y qué, y qué!”. Entró en la recámara, encendió todas las luces, se plantó al pie de la cama y repitió desafiante: “¡Vengo borracho! ¿Hay algún problema?”. Luego fue al baño, se miró en el espejo y exclamó con una gran sonrisa: “¡Uta, qué bonito es ser soltero!”.

No muchas palabras. Una
solamente: la Palabra.
La grande, libre, impoluta
de academias y gramáticas.
Toma las otras y lánzalas
por la borda. Luego busca
aquella en que se acabalan
todas las literaturas.
Y quizá, quizá, buscándola,
una de esas noches largas,
sin escándalos de luna,
encontrarás tu palabra.
Virgen, incólume, mágica.
Nunca dicha, solo tuya.

Dos ancianitos estaban en un asilo para veteranos de guerra. Le preguntó uno a otro: “¿Recuerdas aquellas pastillas que nos daban para disminuirnos el apetito sexual?”. Responde el otro viejecito: “Sí, las recuerdo”. Dice el primero: “Pues creo que a mí ya me están empezando a hacer efecto”.

San Virila pensó que el día se presentaba bien. Le dolía una muela, es cierto, pero la tierra seguía dando vueltas como siempre, había aire para que respirara todo mundo y el sol estaba en su lugar.
Salió de su convento aquel alegre santo que amaba a las criaturas por el Creador y al Creador por sus criaturas. En las calles de la aldea se cruzó con tres mujeres que lucían, felices, las evidentes señas de un próspero embarazo.
—¡Caramba! —exclamó san Virila muy contento—. ¡Tres veces nos está diciendo Nuestro Señor que la vida va a seguir!
Cuando volvió al convento le preguntaron sus hermanos:
—¿Cuántos milagros hiciste hoy?
—Ninguno —respondió él con una sonrisa—. Pero vi tres.

“... Piden los avicultores que el precio del huevo sea liberado...”.
Lo he dicho con pesimismo,
por lo que no es nada nuevo:
si suben el precio, un huevo
saldrá costando lo mismo.

“Soy una romántica”. Así decía doña Mati: “Soy una romántica”. Al decir eso echaba la cabeza hacia atrás, como Greta Garbo en Camille, y guardaba luego un silencio grandilocuente.
El problema es que doña Mati —abreviatura de Matilde— no se parecía nada a Greta Garbo. Ignoro cuánto pesaba esa famosa actriz, pero doña Mati pasaba de las 10 arrobas. Uso esa medida de peso para no decir que pesaba más de 120 kilos, lo cual se oye poco digno. Cuando iba por la calle doña Mati los que venían en dirección contraria debían bajar al arroyo de la calle, pues ella llenaba toda la acera con su profusa humanidad. Tenía una gran papada, y el busto y el abdomen se le confundían en una misma voluminosa mole. Si se sentaba en su sillón el pobre mueble gemía con ese triste llanto de las cosas cuando abusamos de ellas.
Pese a su peso, doña Mati era en verdad una romántica. Después de oír la Serenata de Schubert (“¿Quién es el autor?”, solía preguntar) se enjugaba con la puntita del pañuelo una furtiva lágrima, y al escuchar El seminarista de los ojos negros trataba en vano de ocultar sus emociones, pues por causa de los sollozos contenidos el copioso seno se le sacudía con movimientos sísmicos de 8 grados en la escala de Mercalli.
Doña Mati tenía en su casa una tertulia literaria. Todos los jueves por la tarde, de 5 a 7, recibía a un selecto grupo de señoras y caballeros que gustaban de las cosas del espíritu. Los atendía con cortesía antigua, y acabada la sesión de poesía, canto y música les hacía el obsequio de una taza de chocolate y “unas pastitas”, decía ella con elegancia. Las tales pastitas eran galletas marías.
A veces no faltaba algún importuno en la tertulia. Cierto día las muchachas Valdés llevaron a su padre, un labriego de nombre don Pacífico, originario y vecino de un rancho comarcano. En esa ocasión doña Mati leyó rimas de Bécquer. Con acento desmayado recitó aquella de: Los suspiros son aire y van al aire. / Las lágrimas son agua y van al mar. / Dime, mujer: cuando el amor se olvida / ¿sabes tú a dónde va? En medio del silencio que se hizo arriesgó solemnemente don Pacífico: “Se va al carajo, creo yo. Y al amor que se va no hay que buscarlo. Hay que decirle: ‘Muchas gracias, y al cabrón’”. “¡Ay, papá!” —se apenó una de las hijas. Y la otra, a la concurrencia: “Discúlpenlo, por favor. Es ranchero”. Añadió él, sin turbarse: “Lo que dije es la pura verdá”.
Doña Mati era viuda, según declaraba frecuentemente con voz de pesadumbre a la que añadía un suspiro hondo. Tenía una hija de edad indefinida: lo mismo podía tener 20 años que 40. La vestía como a niña, con vestidos ampones, calcetitas y moños de complicado barroquismo. Al hablar de ella, incluso en su presencia, decía siempre: “Esa pobre huérfana”. Y volvía la vista hacia una mesita esquinera en la cual conservaba el retrato de su difunto esposo, un señor de agradable rostro, frente despejada y bigotito fino. “¡Era un caballero!” —decía siempre con otro suspiro pesaroso.
Una tarde mi madre me llevó al cine Palacio. Tendría yo unos 10 años. Daban una película que se llamaba, lo recuerdo bien, Bailando en la oscuridad. Apareció de pronto en la pantalla un rostro que creí reconocer. Exclamé con el gozo y el orgullo de quien ha hecho un gran descubrimiento: “¡Mira, mamá! ¡El esposo de doña Mati!”. No era, claro, el esposo de doña Mati. Era el actor Adolphe Menjou. De él era la fotografía que mostraba doña Matilde para decir que era su difunto marido. Al salir del cine mi mamá me dijo: “Cuando vayamos a la casa de doña Mati no digas nada de esto”. Solo eso me dijo, sin darme explicación alguna para justificar el silencio que me pedía. Yo, sin entender nada, entendí todo. Cuando se está en edad de no entender se entienden muchas cosas. No es cosa de la razón. Es otra cosa. Entendí que debía callar. Yo quería a doña Mati, no sabía por qué. Ahora sí sé. Ahora sé cosas que a los 10 años no sabía. No muchas, pero sí algunas. Y nada dije nunca. Aquel día aprendí de mi mamá que a veces eso que llaman “el amor al prójimo” toma la forma del silencio.

Llegó la parejita de casados a la suite nupcial donde pasarían la noche de bodas. El novio, aún bajo los efectos de las copiosas libaciones hechas en la cena, no acertaba a colocar la llave en la cerradura. Algo molesta le dice su flamante mujercita: “Yo creo que mejor posponemos la ocasión, Impericio. Con esa puntería...”.

¿Qué buscas entre la noche, Terry? Vienes y vas por las habitaciones de la casa, y tus inquietos pasos suenan en la madera de los pisos con un ruido que me recuerda el de una antigua máquina de coser.
¿Por qué, pequeño mío, perro mío, no duermes como yo? Con el sueño desaparecen los fantasmas nocturnos, esos que te siguen o a los que sigues tú. Llegas de pronto y rozas mi mano con tu hocico. Piensas que tu señor puede llamar al día y hacer que salga el sol, disipador de espectros.
¡Cómo quisiera, Terry, ser dueño de la luz! Te la regalaría para alejar de ti las sombras que te asustan.
Todos tenemos sombras que nos siguen, Terry. No les temas: desaparecen siempre con la luz. Lo sé porque yo mismo voy a veces por los oscuros aposentos de mi casa. Pero no tengo miedo, pues sé esperar la claridad del día. Espérala tú también, mi perro amado, y aprenderás lo que he aprendido yo: que la luz llega siempre, y que siempre las sombras acaban por desaparecer.

Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, paseaban por la orilla del río, y se toparon con un hombre que se había bañado ahí y que en ese momento salía para vestirse. El bañista alcanzó apenas a cubrirse con el sombrero las pudendas partes. Ellas, al ver el apuro del hombre, rompieron a reír regocijadamente, aunque tapándose la boca, según el uso de las señoritas de antes. Les dice el individuo muy mortificado: “Si fueran ustedes unas damas no se burlarían de mí”. Responde la señorita Himenia: “Y si usted fuera un caballero se quitaría el sombrero”.

Cuando mi amigo bebe se saca del corazón un remordimiento. Yo le doy varias razones para disipar esa culpa que lleva, pero sucede que las razones no pueden nada contra los remordimientos, y así mi amigo sufre cuando bebe, y sospecho que cuando no bebe sufre más. Era muy joven todavía. Se había casado con una chica de buena sociedad, y tenía dos hijos pequeñitos. Solían ir los fines de semana al rancho de su padre. Ahí se sentía feliz; la gente lo quería, pues entre ella había crecido. Todos lo conocían desde niño; decían que era bueno.
Había ahí una muchachita. Se llamaba Angelita. Debe haber tenido por entonces 17 años. Era muy bella, de agraciado rostro y armoniosas formas. Peinaba sus cabellos en una larga trenza que le llegaba a la cintura. Mi amigo la veía, y Angelita lo veía a él. Cuando la miraba ella no bajaba la vista como hacía con los demás. Le sonreía. No había provocación en su sonrisa, sino entendimiento. Sin palabras se decían muchas cosas. Una mañana él acertó a pasar por el arroyo cuando ella se bañaba. Se cubrió la muchacha el bajo vientre con las manos, pero dejó a la vista sus senos de doncella, blancos y de color de rosa, lo mismo que palomas que se disponen a emprender el vuelo. No se turbó al verlo. Sonrió lo mismo que hacía siempre. Él sintió un extraño respeto y se alejó de prisa. Pero no pudo resistir la tentación y volvió la vista para mirarla nuevamente. Ella, sonriendo todavía, levantó una mano. Mi amigo no supo si era para llamarlo o para decirle adiós. Huyó.
Desde ese día cada vez que se encontraban ella lo saludaba igual. Él se turbaba, y ella sonreía más. Por la noche le hacía el amor a su mujer, pero en verdad se lo hacía a Angelita. Debía apretar los labios para no decir su nombre. Sucedió que una tarde se encontraron. Estaban en el camino, solos; no había nadie cerca. Ella le habló primero. Le dijo con sencillez, sin ninguna palabra previa: “Si quiere me voy con usted adonde sea”. Muchas cosas le pasaron en ese instante a mi amigo por la mente. Le pondría casa en la ciudad vecina. Iría a verla una o dos veces por semana. Los padres y los hermanos de ella entenderían, y no dirían nada. Mejor con él que con alguno del rancho, con el que de seguro pasaría pobreza. Pero pensó en su esposa y en sus hijos. Podía tener dos mujeres; lo que no podía era tener dos familias. Todos lo conocían; tarde o temprano la cosa se sabría, y él no estaba para esas aventuras que siempre terminaban mal. No contestó. Huyó otra vez. Cuando volteó a mirarla ella no sonreía ya. En su rostro había un gesto de tristeza, de callada desesperación.
Pasaron unos meses, y él se enteró de que Angelita se había casado con un hombre del rancho bastante mayor que ella. Tuvo un hijo, y luego otro, y otro más. El marido era borracho; la trataba mal. Un día mi amigo la miró al pasar por la casa donde vivía, y apenas pudo reconocerla. Había envejecido; parecía una anciana, aunque no llegaba aún a los 25 años. Se le veía muy delgada; caminaba con lentitud, como encorvada. Ya no le sonrió a mi amigo. Le volvió la espalda y entró en su casa apresuradamente. Él se sintió muy mal.
Poco después supo que Angelita había muerto, al parecer por una golpiza que le dio su esposo. El hombre se fue del rancho; los padres de ella recogieron a sus criaturitas. La niña se parece mucho a su mamá. Oigo la historia —varias veces la he oído— y no sé qué decirle a mi amigo. Él se tilda de cobarde; piensa que su cobardía mató a aquella muchacha. Debió habérsela llevado, dice, por encima de todos y de todo. Habría sido feliz con ella, la habría hecho feliz, y el mundo que rodara. “Ahora la llevo en la conciencia —dice—. La veo otra vez como aquel día que se bañaba en el arroyo, y me maldigo”.
Yo trato de convencerlo de que hizo lo que tenía que hacer; le hablo de su mujer y de sus hijos; de sus padres. Él calla, calla siempre. Le da otro trago a su copa y pierde la mirada en el vacío. Entonces pienso que a veces lo que parece bueno es malo, y lo que parece malo es bueno. Me pierdo en esos pensamientos y bebo también, como mi amigo. Callamos los dos. Y en ese silencio una muchacha nos mira con tristeza. Son cosas de la vida, digo. Y no entiendo a la vida.

En el Museo de Armas el guía mexicano se esforzaba por explicar las cosas a un turista que no hablaba español. Llegaron a una vitrina donde estaba una ametralladora, y pregunta en inglés el visitante: “Is this the machine gun?”. “No, mister —responde el mexicano—. El más chingón es el cañoncito aquel, chiquito, chiquito, pero buenos pelotazos que aventaba”

Te pido que mires esta línea:
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¿La miraste bien? Aunque la hayas visto con detenimiento estoy seguro de que no advertiste que no se trata de una sola línea. Son dos líneas que se volvieron una sola.
Originalmente eran dos líneas paralelas. La ciencia matemática nos dice que las líneas paralelas no se juntan jamás, ni aunque se prolonguen en el infinito. Pero hay infinitos que la ciencia matemática no puede conocer. Uno de ellos es el amor. Las dos líneas paralelas se enamoraron, y eso las unió tanto que se confundieron en una sola línea.
Así, pues, la línea que miraste no es una línea. Son dos líneas que se volvieron una sola por el milagro del amor.

Una mujer llegó a la farmacia y preguntó al encargado: “¿Venden aquí condones extra largos?”. “Sí —contestó el hombre—. ¿Quiere uno?”. Respondió ella: “No. ¿Le importa si me siento a esperar que llegue un cliente y lo pida?”.

Amaneció el 27 de septiembre de 1821. “El sol —escribió un cronista de la época—, parece que echó sus rayos con mayor esplendor y brillantez para alegrar este suelo marchito”. La Ciudad de México era un hervidero. Todas las calzadas se veían llenas de carruajes, y una muchedumbre se apresuraba hacia las calles por donde pasaría el desfile del invicto Ejército Trigarante. Los nuevos colores nacionales, verde, blanco y rojo, lucían por todas partes. Se oían repiques de campanas, música de bandas militares, relinchar de caballos, risas, algarabía, rumor de multitud.
De pronto, del rumbo de Chapultepec llegó un sordo rumor, como de río que se desborda. Era el ejército de Iturbide que comenzaba a desfilar. Un ¡ah! de admiración salió de las gargantas. Jamás se había visto en la Ciudad de México un ejército tan grande como aquel. Dieciséis mil hombres lo formaban, ocho mil de a caballo y ocho mil de a pie. Se extendían las filas de los soldados en largas columnas que la vista no alcanzaba a ver. Estalló el vocerío; la gente prorrumpió en vítores y aplausos. ¡Ya llegaba Iturbide, al frente de sus tropas! ¡Qué galano y apuesto se veía, montado en su brioso caballo negro de poderosa andadura y gran alzada! Sencillamente ataviado iba Iturbide. No lucía, por supuesto, el uniforme de coronel realista que tan bien había portado, con su lujo barroco de insignias, charreteras, alamares, entorchados y bordaduras profusas de oro y plata. Llevaba un simple uniforme de campaña, austero, sin adorno alguno ni seña que mostrara la alta calidad del primer jefe del ejército imperial. Una sola nota de color lucía Iturbide: llevaba un sombrero alargado (de los llamados “de empanada”), que se coronaba con un leve penacho de plumas verdes, blancas y encarnadas. Llevaba Iturbide ese sombrero porque se lo había mandado regalar el día anterior doña María Ignacia Rodríguez de Velasco, la Güera Rodríguez.
El general Vicente Riva Palacio fue curioso coleccionista de mil cosas diversas relacionadas con la historia nacional. Conservaba un uniforme de su ilustre abuelo, don Vicente Guerrero; una silla de montar que perteneció a Hidalgo; la espada que Mina trajo a México. Y conservaba también aquel sombrero de Iturbide, “con penacho o plumaje tricolor. Dicen que se lo regaló la famosa Güera Rodríguez”.
Al pasar el desfile por la calle de la Profesa una sonora voz de mando de Iturbide hizo que se detuviera la columna. La Güera Rodríguez estaba en su balcón, sentada en elegante silla, feliz, dándose aire plácidamente con un abanico nacarado. Se descubrió ante ella Iturbide. La Güera respondió al saludo con una dulcísima sonrisa. Iturbide entonces, a la vista de todos, arrancó una de las plumas de su sombrero, y llamando a su ayudante de campo se la entregó al tiempo que le decía algo. Apresuradamente fue el ayudante y puso en manos de la Güera el galardón. Tomó doña Ignacia aquel levísimo trofeo, y con él se acarició el rostro una y otra vez, como si quisiera aspirar el perfume de gloria de su dueño. Con la pluma envió un disimulado beso a Iturbide, que se inclinó sonriente. Acicateó luego a su caballo, y continuó el desfile.
Llegó la columna a la calle de San Francisco. Ahí, frente al convento, esperaba a Iturbide el ayuntamiento de la ciudad en pleno. Un alto, esbelto arco de honor se había erigido en homenaje al libertador. A su pie aguardaba el coronel don José Ignacio Ormachea, alcalde de primera elección. Desmontó Iturbide, y yendo hacia Ormachea lo abrazó. El alcalde tomó las llaves de oro de la ciudad del azafate que le extendió un macero y las puso en manos de Iturbide. Las recibió el vencedor y dijo con voz clara:
—Estas llaves son de unas puertas que deben estar cerradas siempre a la irreligión, la desunión y el despotismo, y siempre abiertas a todo lo que pueda hacer la felicidad común. Las devuelvo a Vuestra Excelencia en la confianza de que procurará el bien del pueblo al que representa.
Formalmente había entrado Iturbide a la que había sido gran capital del virreinato.
México era ya nación independiente.

“… En la noche de bodas el recién casado oró para pedirle al Señor que lo guiara en su nueva vida…”.
La novia le sugirió
olvidando la decencia:
“Pide más bien resistencia.
De guiarte me encargo yo”.

El anciano vive en casa de su hijo. Su hijo lo considera una carga. Quién sabe por qué: él vivió más de veinte años en casa de su padre, y su padre nunca lo consideró una carga a él.
Le dice el anciano:
—Recuerdo una vez, hijo...
—Estoy muy ocupado —lo interrumpe el hijo—. No venga ahora con sus cosas.
Va el anciano con su nuera:
—Estaba recordando...
—Seguramente eso ya me lo platicó antes —le dice la mujer—. Y sin hacerle caso continúa en sus cosas.
Busca el anciano a su nieta:
—Me estaba acordando, hija...
—Ya voy saliendo, abuelo —se aleja la muchacha.
El anciano se sienta en su sillón. Llega el perro, le pone la cabeza en las rodillas y fija en él la mirada de sus grandes ojos, húmedos de amor. Y le acaricia la cabeza el anciano. Y empieza a hablar.
—Me estaba acordando, perro...
Y habla el anciano, habla largamente, recordando los días de su juventud, y el perro lo oye, y no quita de él sus ojos, aquellos grandes ojos de perro, húmedos de amor.

Llegó un chaparrito con el médico. “Doctor —le dijo preocupado—. Tengo un continuo dolor en la entrepierna, y los testículos los traigo siempre inflamados”. El galeno lo examinó. Luego, sin decir palabra, trajo un par de tijeras de tamaño impresionante. “¡Santo Cielo! —exclamó con angustia el chaparrín—. ¿Qué me va a cortar, doctor?”. “A usted nada —contestó el facultativo—. Pero a sus botas voy a cortarles la parte de arriba, pues eso es lo que está provocando el problema”.

Ella y él. O él y ella: en las dos formas se puede resumir el mundo.
Se conocieron, se trataron, se casaron y ella quedó embarazada. (En eso fueron muy originales. Ahora las cosas se hacen casi siempre al revés: ella queda embarazada, se casan, se tratan y finalmente se conocen).
Fue amor a primera vista, pero tuvieron el buen sentido de esperar a la segunda, y a la tercera, y a otras vistas antes de darse la mutua constancia de su amor. Se amaban, no cabía duda. La prueba estaba en que ninguno de los dos podía explicarse cómo había vivido antes sin el otro.
—No era realmente yo. Era otra. Si hubiera sido yo no habría podido estar sin él.
Y:
—¿Quién era ese que pudo andar por las cosas sin tenerla al lado?
La noche en que se enamoraron no fue un cuento de Las mil y una noches: fue el cuento de la única noche. La recordarían, pensaron, hasta la última reencarnación, o hasta el Día del Juicio Final, cuando no escucharían sus nombres por estar recordando aquella noche. Aquella noche... Él la miró por la primera vez, y por primera vez se vio a sí mismo en ella. Y ella tomó posesión de él, y en ese territorio se descubrió completa.
El día en que se unieron no fue para ellos distinto a los demás, pues siempre habían estado unidos. Poco después supieron que la vida los había escogido para florecer en su vida, pequeño tiesto colgado en el balcón del mundo. Ella sintió en su cuerpo otro cuerpo que no era el suyo, algo que al mismo tiempo le era muy propio y muy ajeno, algo que no podía tocar sino con la caricia. Y él supo que en las manitas que apenas se formaban venía un certificado de inmortalidad para él.
Fueron felices los dos, y más se amaron en aquel ser que no era todavía, pero en el cual estaban los dos de cuerpo entero y alma compartida. Por las noches salían al portal y miraban al cielo con estrellas. Tan pobres, eran dueños de todo; tan pequeños, llevaban en sí todas las grandezas; apenas sabían algo más que sus nombres, pero su sabiduría era mayor que la del sabio.
Una cosa sí no sabían: ¿iba a ser niño o niña su criatura?
—¿Qué quieres tú que sea? —le preguntaba ella.
Y él, muy ufano: —Que sea hombre, claro. Como yo.
Así decía él. Y sonreía ella. Estaban una noche bajo el portal, bajo el cielo, cuando a lo lejos los faros de un vehículo pusieron en la sombra un haz doble de luz.
—¿Quién será? —preguntó él.
Se distinguió en una vuelta del camino el automóvil.
—¡Son tus papás! —se inquietó ella—. ¡Y no tengo qué darles!
Dijo él:
—Ven, entremos. Apagaré la luz para que piensen que estamos ya dormidos y se vayan.
Así lo hicieron. Llegaron los padres del muchacho, vieron la casa a oscuras, en silencio, y se marcharon.
Tranquila ella, volvieron al portal. No había pasado mucho rato cuando las luces de otro automóvil se acercaron.
—¿Quién es ahora? —refunfuñó él.
Se acercó el automóvil.
—¡Son mis papás! —exclamó la muchacha, jubilosa—. ¡Recíbelos! ¡Yo voy a calentarles unos frijolitos que quedaron de la cena!
Después, otra vez solos, ella le preguntó de nuevo a él:
—¿Qué quieres que sea nuestro bebé? ¿Niño o niña?
Ahora sonrió el muchacho. Pasó su brazo sobre el hombro de ella y contestó:
—Quiero que sea niña. Así estaré seguro de que siempre tendrá para nosotros aunque sea unos frijolitos...
(NOTICIA: Este cuento me lo dictaron sin palabras mi hija y la hija de mi hija. Es para ellas).

En el hospital el médico le preguntó al señor que estaba en cama vendado de pies a cabeza: “Don Malsinado: ¿cómo es que si estaba usted dormido se cayó por la ventana del segundo piso?”. Explicó el paciente: “Mi esposa y yo somos muy despistados. Regresé de un largo viaje, y ya dormíamos los dos cuando se oyó abajo un fuerte ruido. Mi señora despertó y dijo muy asustada: ‘¡Mi marido!’. Yo salté de la cama y me tiré por la ventana.

Sobre la ramazón del nogal grande los cuervos ponen su negror. En la mañana que no es casi mañana, entre la bruma, la visión de los oscuros pájaros sobre la desnudez del árbol es una tristísima visión.
Yo no le temo a la tristeza. Es parte de la vida, como el gozo. Cuando me llega la recibo como a una visitante a la que veo poco, pero a la que debo hospedar temporalmente. No la extraño cuando se va, lo reconozco, pero tampoco me inquieto cuando llega.
Ahora estoy triste. No sé si son los cuervos quienes han puesto en mí esta murria, o la neblina del día gris, sin sol. Pero se irá la niebla, y otra vez la mañana será azul. También se irán los cuervos. Ya sin ellos recordará el nogal que es nogal, y nuevamente se llenará de verde. También yo me llenaré con el azul y el verde de la vida, y esperaré con igual ánimo a que lleguen esas dos visitantes pasajeras: la alegría y la tristeza.

El hombre que se estaba confesando le dice al confesor: “Temo ser expulsado de la Iglesia, padre. Ayer estaba con mi esposa, y me emocionó tanto su proximidad que en ese mismo instante me lancé sobre ella y le hice el amor apasionadamente”. “Hijo —dice el sacerdote—, si lo hiciste con tu esposa eso no es pecado. De ninguna manera serás expulsado de la Iglesia”. Y dice el sujeto: “Porque del supermercado sí nos expulsaron”.

En ningún sitio del planeta, creo, ha habido un espectáculo como ese. La gente del lugar lo llamaba “El espectáculo más Brandi del mundo”, en alusión al nombre de la película El espectáculo más grande del mundo, de Cecil B. DeMille. ¿Por qué lo de “Brandi”? Sucede que el abarrotero de la localidad, uno de los dos protagonistas de mi historia, se llamaba Hildebrando, y su mujer le decía Brandi. De ahí el título: “El espectáculo más Brandi del mundo”.
¿En qué consistía? Voy a decirlo, pero antes haré la descripción del pueblo donde se celebraba. Debe haber tenido en ese tiempo 4,000 almas, según decía el cura párroco, o 4,000 habitantes, en palabras del Venerable Maestro de la Logia. Las casas se acomodaban a ambos lados de una sola calle, la de Hidalgo, antes el camino real. Había una plaza con un quiosco y árboles a los que un viejo jardinero daba forma esférica o de cono, lo cual enorgullecía mucho a los lugareños, pues veían en eso una evidente seña de modernidad. En el costado oriente de la plaza estaba el templo parroquial, dedicado a san José. Frente a él se levantaba el edificio de la Presidencia Municipal. En el lado sur se veían las casas de los ricos, y al norte los portales: sus 11 arcos recordaban los 11 años que duraron las guerras de Independencia. Ahí se hallaban una fonda, la cantina, la peluquería y los principales comercios del pueblo: la botica; una mercería llamada El Koynor y la tienda de abarrotes de don Hildebrando.
Terminada esta larga descripción ha llegado el momento de decir en qué consistía “El espectáculo más Brandi del mundo”. El abarrotero y su mujer vivían en el segundo piso de la tienda. No tenían hijos. Él andaría por los 50 años, por los 40 ella. Robusto señor era don Hildebrando, y su esposa mostraba buenas carnes. De pronto, sin aviso previo, la pareja cerraba la tienda. El dueño ponía en la puerta un letrero que decía: “Cerrado momentáneamente por causas de fuerza mayor”. Al ver eso la gente ya sabía que el espectáculo iba a comenzar. Los vecinos se acercaban, presurosos —casi todos traían silla para disfrutar la ocasión con mayor comodidad—; los que tomaban el sol en la plaza acudían también, y llegaban igualmente algunos forasteros que habían oído hablar de la función.
A ella asistían únicamente hombres. La recámara del abarrotero y su mujer daba a la calle. El público empezaba a oír primero ayes contenidos; después gritos sonorosos, y por último elocuentes expresiones en voz de la señora, que decía una y otra vez: “¡Así, así!”; “¡Dale más aprisa!”, etcétera. Y es que don Hildebrando y doña Mela estaban haciendo el amor. Sus manifestaciones de pasión se escuchaban hasta la calle en tal manera que la gente, divertida, se reunía ya por costumbre a gozar el erótico suceso. Los esposos lo sabían, pero no se recataban, antes bien se enorgullecían de su desempeño. No actuaban —eso habría sido incorporar al acto un elemento artificioso—, pero tampoco se cuidaban de moderar sus arrebatos.
Aquello, si bien no se podía ver, era cosa muy de oírse. La gente festejaba con palmas y risas algún ululato más fuerte que los otros, y comentaba regocijadamente las diversas frases que se oían. Cuando los gritos cesaban es que la pareja había llegado ya al culmen de su acción, y la concurrencia aplaudía con entusiasmo. Entonces don Hildebrando salía al balcón, cubierto con una bata de terciopelo rojo, en pantuflas, y hacía graciosas reverencias al tiempo que se llevaba la mano al corazón para agradecer la cariñosa ovación del público presente.
Doña Mela jamás salía a recibir los aplausos, y eso que ella hacía la mayor aportación al espectáculo, pues gritaba más que su marido, y sus frases eran considerablemente más expresivas. Pero estaba de por medio su pudor. Por eso mismo —por pudor— no le molestaba que la gente dijera: “El espectáculo más Brandi del mundo”, refiriéndose a su esposo nada más, sin darle a ella el crédito debido.
Todo eso lo sabía el padre Lalo, y no lo tomaba a mal, como tampoco reprochaba que doña Mela —así se llamaba la señora de don Hildebrando— no mencionara aquello del espectáculo cuando iba a confesarse. Se veía que no lo consideraba pecado. Tampoco él lo juzgaba así: uno de los fines del matrimonio es la sedación de la concupiscencia, y aquellos esposos tenían derecho a celebrar el acto conyugal en cualquier momento que su deseo los inclinara a ello, no importaba que fuera a media mañana o media tarde. Si sus naturales expansiones trascendían las cuatro paredes de su alcoba y pasaban a ser del dominio general, eso no tenía ninguna significación. Peores eran muchas cosas que sucedían en el pueblo —él las conocía— y que se hacían en silencio y en la oscuridad. Antes bien había que felicitar a esos cónyuges que daban ejemplo de buen matrimonio mientras otras parejas —muchas— andaban como perros y gatos, y a veces ni siquiera se dirigían la palabra.
Sucedió, sin embargo, que por sus años el padre Lalo fue retirado de su parroquia, y el obispo envió en su lugar a un curita recién ordenado que traía frescas las enseñanzas del seminario y estaba poseído por el celo que caracteriza a los apóstoles, y más cuando son jóvenes. Bien pronto el nuevo párroco se enteró de aquello de “El espectáculo más Brandi del mundo”, y se escandalizó. En su sermón del siguiente domingo, sin decir nombres pero fijando la mirada en doña Mela —don Brandi raras veces iba a misa—, habló de un “torpe espectáculo” que sucedía en el pueblo, “obscena inmoralidad contraria a la decencia”. Luego, cuando la esposa del abarrotero se acercó a recibir la comunión, no le dio la hostia. Ella quedó confusa, avergonzada, pues todo mundo se dio cuenta de eso. Salió llorando de la iglesia.
Le contó a don Hildebrando lo que había sucedido, y al día siguiente fueron a hablar con el sacerdote. Este los recibió, pero no los dejó hablar. Los reprendió ásperamente; les prohibió tener trato carnal en horas en que hubiera gente en la calle; les ordenó esperar a que el pueblo estuviera ya dormido para hacer uso de sus cuerpos —así dijo—, y les mandó que bajo pena de pecado refrenaran sus expansiones. Ellos obedecieron, pues doña Mela era devota feligresa y necesitaba comulgar.
Pasaron los días. Los clientes de don Hildebrando le preguntaban en voz baja: “¿Cuándo?”. Él respondía, pesaroso: “Ya no”. Si doña Mela iba por la calle los señores la saludaban con tristeza. Las señoras, por su parte, le negaban ahora su saludo, pues temían indisponerse con el cura. Aunque nunca asistieron a ver —a oír— el espectáculo, siempre habían envidiado secretamente a doña Mela porque gozaba algo que para muchas de ellas era molesta obligación. Así acabó “El espectáculo más Brandi del mundo”. Murió, como ustedes ven, por motivos religiosos. Una pena.

Hacía poco tiempo se había casado aquel muchacho. Un día llegó a su casa antes de la hora acostumbrada y encontró a su todavía flamante mujercita en compañía de un desconocido. “¿Qué es esto, Rosilí?” —le preguntó con tono desolado—. Respondió ella muy seria: “Astolio: recuerda que hace una semana te dije que muy pronto seríamos tres”.

—La muerte llega cuando menos se piensa en ella.
Aquel señor oyó a alguien decir eso y como no quería morirse decidió que constantemente pensaría en la muerte. Se dijo: “Si la muerte llega cuando menos se piensa en ella a mí no me llegará jamás, pues en ella estaré pensando siempre”.
Vivió así muchos años. ¿Vivió? Digo muy mal. Como siempre andaba entretenido con el pensamiento de la muerte su vida no fue tal, sino una muerte en vida. O una vida muerta, da lo mismo. Taciturno y melancólico, con nadie hablaba nunca ni permitía que nada lo distrajese de su pensamiento. Temía que si por un momento dejaba de pensar en la muerte, la muerte se abatiría sobre él y le truncaría la existencia, porque la muerte llega cuando menos se piensa en ella.
Murieron todos sus contemporáneos y los hijos de sus contemporáneos murieron igualmente.
Y él seguía arrastrando aquella vida hecha con el pensamiento continuo de la muerte. Hasta que un día se distrajo. Quién sabe qué fue, la risa de un niño, la canción de una muchacha, el ladrido de un perro. Algo que le hizo escuchar el ruido de la vida. El caso es que por un instante dejó de pensar en la muerte. Y en ese mismo instante la muerte lo cogió como a una presa apetecida.
Mientras moría el hombre no pensaba con temor en la muerte que le iba llegando, sino con tristeza en la vida que se le había ido.

“… La cebra del circo le preguntó al burro qué sabía hacer…”.
Respondió el asno, salaz,
al oír esa soflama:
“Si te quitas la piyama
enseguida lo sabrás”.

En el Potrero de Ábrego el cielo de la noche se ve tan cerca que ganas dan de tocarlo con la mano. Ahí Orión es más Orión, y Géminis más Géminis.
La otra noche hubo lluvia de estrellas. Un niño trajo una tinita para recogerlas, y lloró cuando no pudo recoger ninguna. Doña Matilde se enojó con las muchachas porque soltaron la risa al verla llegar con un paraguas.
En el Potrero nunca hay sequía celestial. Casi todas las noches llueve alguna estrella. Unas caen por el rumbo de Las Ánimas; otras por el del Coahuilón. Don Abundio jura que hace años halló una que todavía daba luz. Se la llevó a su casa, y con ella la iluminó tres meses. ¡Lo que se ahorró de velas! A la hora de dormir tapaba la estrella con una manta, para oscurecer la habitación.
Yo lo oigo como quien oye llover. Como quien oye llover estrellas.

En el zoológico una señora le preguntó al encargado de los reptiles: “¿Qué hace usted cuando lo muerde una serpiente?”. Explicó el hombre: “Me chupo la parte donde me mordió para extraer el veneno”. Pregunta de nuevo la visitante, ahora con tono picaresco: “¿Y si alguna vez la serpiente lo muerde en una parte que usted no se pueda alcanzar?”. Respondió el individuo con tono filosófico. “Señora, ese día sabré si entre mis compañeros tengo un verdadero amigo”.

El barco de Jasón el argonauta,
barco que surca el rojo mar de vino,
es como el mar: igual a sí y distinto.
Perdió el timón ayer, perdió el ancla,
y va con otros nuevos. Esa máscara
que sal y sol bebió por el Euxino
es otra ya; su mástil no es el mismo,
y su proa y su popa, laceradas,
por otras se cambiaron. Y me digo:
si ni un clavo siquiera el barco guarda
de lo que tuvo ayer, ese navío
¿es otro ahora o es el del principio?
Jasón, como su barco, también cambia.
Y cambio yo también mientras escribo.

La maestra les explicó a los niños lo que son los antónimos, palabras que expresan ideas opuestas o contrarias: bueno y malo; feo y bonito; poco y mucho... Luego pidió a los pequeños que dieran ejemplos de antónimos. Pepito, como siempre, fue el primero en levantar la mano. “Paracaídas y condón” —propuso—. La maestra se azoró. Le pregunta al tremebundo crío: “¿Por qué piensas que esos dos términos son antónimos?”. Explica Pepito: “Si falla un paracaídas muere un hombre. Si falla un condón nace otro”.

Era alto y bien plantado. El rostro, en que lucían ojos vivaces con el adorno de tupida ceja, lo tenía enmarcado por una crespa cabellera negra y grandes patillas a la usanza napoleónica. Gustaba de vestir bien; adornaba sus uniformes con botonaduras de oro o plata, cintas, cordones, bandas, condecoraciones y charreteras.
Deliciosamente ignorante, jamás tuvo empacho en confesar su escasísimo saber. Cierta vez dijo que se levantó contra Iturbide al grito de “¡Viva la república!” sin saber qué demonios quería decir la palabreja. La había escuchado solo una vez en labios de un abogado de Xalapa. Sin embargo, su personalidad era fuerte, y con ella atraía a todos por igual. Contemporáneos suyos que lo conocieron y trataron usan invariablemente estos adjetivos al referirse a él: “encantador”, “irresistible”, “seductor”. Su conversación era amenísima, condimentada con palabras de muy grueso calibre que en su boca, sin embargo, no se oían mal. Acentuaba sus frases con frecuentes ademanes fáciles y amplios, y cuando estaba entre amigos usaba con naturalidad el gracioso acento jarocho que le era propio y le cuadraba bien. Era amigo de contar cuentos, los cuales solía iniciar siempre con la fórmula de rigor en aquel tiempo equivalente al “Érase que se era” o al “Había una vez” de nuestros días. La tal fórmula era: “Está usted para bien saber, y yo para mal contar, que el pan se hizo para los muchachos y el vino para los borrachos...”.
Gozaba bien de la vida ese señor. Era afortunado lo mismo en juego que en amores, y su fama de tahúr llegaba a todas partes. Por una pelea de gallos era capaz de no asistir a un tedeum oficiado en su honor en la Catedral. Sabía beber bien y comer mejor. Sus platillos favoritos eran el huachinango preparado al estilo de su tierra, que era Veracruz, el pulpo con arroz, el cazón a la yucateca, la ensalada de camarones, el robalo frito en manteca, el ostión al natural. Cualquiera lo habría podido envenenar con una chirimoya, fruta a la que no se podía resistir. Solía mascar una cierta sustancia a la que atribuía propiedades digestivas, y de la cual traía siempre en sus bolsillos y alforjas muy competente dotación. Años después de la desastrosa, inicua guerra que los Estados Unidos hicieron a México en el 47, el personaje de que hablo fue a dar a Staten Island, en Nueva York, en el curso de sus inquietas correrías. Ahí vivía un fotógrafo aficionado a los inventos, que lo vio mascar la tal sustancia. Poseído por la curiosidad le pidió un poco, y tras examinarla pensó que con ella podría fabricarse una especie de hule sintético. Hizo algunas pruebas que le parecieron exitosas, y muy entusiasmado con las perspectivas de aquel invento que de seguro le dejaría ganancias fabulosas importó de México una considerable cantidad de la sustancia. Pero lo que había podido hacer en escala corta no lo pudo conseguir en grande. Uno tras otro fallaron sus experimentos. Fracasó el proyecto del hule sintético. ¿Qué hacer con la enorme cantidad de aquel raro producto que tenía almacenado? Se acordó entonces el fotógrafo inventor de haber visto al mexicano mascar con delicia la sustancia. Tomó una poca, y le gustaron su consistencia y flexibilidad. Llamó entonces a uno de sus hijos y se la dio a probar. El muchachillo la encontró considerablemente mejor que la cera de parafina que los niños mascaban por pura diversión. El inventor comenzó a dar aquella “goma de mascar” a sus amigos, y el éxito entre ellos fue considerable. Se decidió a procesarla, sin ponerle ningún sabor, en la forma de tiras delgadas y finas que podían partirse en pequeñas porciones para venderse a un centavo cada una. Así mister Thomas Adams inventó, como quien dice, la costumbre de mascar chicle, pues eso era la sustancia aquella. Lo lanzó al mercado en Hoboken, New Jersey, el año de 1871, con el nombre de “Adams New York Gum”. El mexicano que llevó el chicle a los Estados Unidos, donde lo vio y comercializó Adams, era nada menos y nada más que don Antonio López de Santa Anna; él es el personaje del que he estado hablando en los renglones anteriores.
A Santa Anna volvían los ojos los mexicanos cada vez que nuestro país necesitaba salvación. Mientras Santa Anna se dispone a salvar México de los excesos de don Valentín Gómez Farías, digamos de él que no se conformó con entregar a los americanos más de la mitad de nuestro territorio. Les dio también el chicle.

Un hombre era operario de una fábrica y llevó a su compadre a trabajar ahí. El primer día de labores lo instruyó sobre los procedimientos de la fábrica: había que pedir permiso para obtener en el almacén lo necesario para la producción. Le dijo: “Vamos a pedir un permiso para tornillos”. Poco después: “Vamos a pedir un permiso para tuercas”. Y así. Al recién llegado le parecía que aquello de tener que pedir a cada paso todos esos permisos era algo innecesario y engorroso. Llegó la hora de la comida. Después de dar buena cuenta de sus respectivos lonches dijo el operario: “Ahora, compadre, vamos a pedir un permiso para pernos”. “¡Oiga no, compadre!” —estalló el otro—. ¡Si hasta para eso hay que pedir permiso yo mejor me voy!”.

El filósofo le dijo a su amigo:
—No sabemos de dónde venimos y adónde vamos.
En eso pasó por ahí un hombre joven. El amigo del filósofo lo llamó y le hizo la pregunta:
—Dime: ¿de dónde vienes y adónde vas?
—Vengo de ver a mis padres —respondió el muchacho—, y voy a mi casa a ver a mi esposa y a mis hijos.
El hombre se volvió hacia el filósofo y le dijo:
—Estabas equivocado. Este hombre sabe de dónde viene y adónde va. Viene del amor y va al amor. Si en el Amor creemos, también nosotros sabremos de dónde venimos y adónde vamos.
Así dijo el amigo del filósofo. Y el filósofo ya no dijo nada.

Llegaron los recién casados a la suite nupcial del hotel donde pasarían su noche de bodas. El novio, solícito y amoroso, le pregunta a su flamante mujercita: “Dime, Dulcilí: ¿es la primera vez que vas a hacer el amor?”. “Sí, mi vida” —respondió ella—. “Veo que tiemblas, cielo mío —dice él tomándola con ternura entre sus brazos—. No estés inquieta: seré muy delicado”. “Perdóname —se disculpa ella—. Cada vez que voy a hacerlo por primera vez me pongo muy nerviosa”.

Me topé el otro día con la vida. Tengo con ella encuentros diarios, pero a veces no me doy cuenta. Esta vez, sin embargo, se me presentó de cuerpo presente. Y de alma. Diré cómo fue eso, pero primero hablaré de los antecedentes.
Era yo reportero joven. Trabajaba en Saltillo, mi ciudad, en un periódico que ya no existe, El Sol del Norte. Iba todos los días a mi trabajo en un cochecito de segunda, tercera o cuarta mano. Jamás se me descomponía ese carrito, hasta que un día se descompuso. No recuerdo ahora cómo se llama la ineluctable ley según la cual todas las cosas que pueden descomponerse se descompondrán tarde o temprano. Tuve que ir a mi trabajo, pues, en autobús. Unas esquinas después de haber subido yo subió al camión una hermosísima muchacha. En ese momento oí una voz: “Con ella te vas a casar”. No la oí dentro de mí: la oí afuera; llenaba todos los ámbitos del mundo. Me sorprendió que nadie más que yo escuchara esas palabras, pues resonaban en todo los ámbitos del mundo. Cuando la bella chica descendió del autobús bajé tras ella y le pregunté: “¿Me permites que te acompañe?”. Ella, un poco desconcertada, respondió: “Sí”. Le dije: “Pero que te acompañe toda la vida”. La muchacha sonrió. Salimos los siguientes días. Una semana después de haberla conocido le propuse matrimonio. Me aceptó —¿puedes creerlo?—. Mi esposa María de la Luz y yo cumplimos 50 años de casados. ¿Lo puedes creer?
Desde entonces habito en el territorio llamado la felicidad. Quise agradecer el venturoso azar que determinó mi residencia en tan confortable sitio a ese designio misterioso que algunos conocen vagamente con el nombre de Dios, y le pedí a mi mujer que conforme a nuestros usos y costumbres encargara una misa de acción de gracias en el Santuario de Guadalupe, el templo donde nos casamos. No sería una misa especial, con alfombra, reclinatorios especiales, flores y música en el coro; no. Sería la misa ordinaria, la de todos los días, la de toda la gente.
Asistimos con nuestros hijos y nuestros nietos. Llenamos cuatro o cinco bancas de la iglesia, pues en total somos 23, contando yerno y nueras. Bastantes somos, si se considera que todo eso lo empezamos solamente dos. Estábamos felices. Sonaron las 12 en el reloj del templo, y apareció el sacerdote. En vez de ir al altar se encaminó a la puerta de salida. Volví los ojos, y vi un ataúd. Aquella misa iba a ser de difuntos. “Qué pena” —se afligió mi esposa—. “No te apures —le dije—. Ellos en lo suyo; en lo nuestro nosotros”.
Entraron los dolientes acompañando el féretro. Hombres apesarados y mujeres llorosas formaban el cortejo. Me conmovieron sus lágrimas y su tristeza. No pude menos que comparar su pena con nuestra alegría. Pensé que de los dos materiales está hecha la vida. Empezó la misa. No conocía yo al sacerdote, pero seguramente es hombre sabio y generoso. Después supe su nombre: el padre Rafael Ledezma Barajas, Misionero del Espíritu Santo. Con tino delicado se dirigió a ambos grupos. Sus palabras hicieron sentir consuelo a los que sufrían, e inspiraron gratitud a los que nos alegrábamos en nuestra dicha.
Luego sucedió algo hermoso. Terminó la celebración, y en el atrio del templo quienes habíamos estado en la misa nos abrazamos unos a otros. Los dolientes nos felicitaban por nuestro aniversario y nos deseaban muchos años más de vida; nosotros les dábamos el pésame por su pérdida y les decíamos que los acompañábamos en su sentimiento. Sin conocernos, sin habernos visto nunca, ellos compartían nuestra alegría y nosotros su dolor.
Ha sido ese uno de los momento más bellos que he vivido, de plenitud mayor. Percibí el latido del corazón humano y la armonía perfecta de la vida: alguna vez nosotros seremos los que sufran, y otros los venturosos. La vida y la muerte van siempre de la mano. Son una misma cosa. Hay muerte para que pueda continuar la vida. Así como damos gracias por la vida deberíamos también agradecer la muerte. ¿Cómo darle las gracias a una sin darle igualmente las gracias a su hermana? En el atrio de la iglesia vi cómo se abrazaban las dos, y me pareció advertir entre ellas al dueño de la vida y de la muerte.

“… Una madura señorita soltera fue a la mueblería…”.
“Quiero ese mueble sexual
que el anuncio publicita”.
“Disculpe usted, señorita.
Dice: ‘Mueble seccional’".

HISTORIAS DE LA CREACIÓN DEL MUNDO
Apenas habían acabado de comer la manzana cuando Adán y Eva se vieron ante la presencia de su Creador.
Severidad terrible había en el rostro del Augusto, y de sus ojos brotaban chispas de cólera.
Confusos, la mujer y el hombre no osaban levantar la vista, y con torpes movimientos trataban de cubrir su desnudez.
—¿Quién comió primero? —preguntó el Señor—. ¿Cuál de los dos es más culpable?
En silencio quedaron las criaturas. Los dos sabían la respuesta: Eva fue quien primero cedió a la tentación. Pero los dos callaron. La mujer porque tenía miedo: el hombre porque la amaba.
Entonces un ave que estaba cerca pidió hablar. Era del sexo femenino, y naturalmente quiso defender a Eva.
—Adán es el culpable— dijo—. Adán comió primero.
Una larga mirada echó el Señor sobre la acusadora y luego, con tono reposado, la reprendió.
—Mientes —le dijo—. ¿No sabes que tu Señor conoce toda la verdad? Has calumniado. Echaste culpa sobre aquel que culpa no tenía. Te condeno, entonces, a ser tú también calumniada. Habrás de ser culpada por los hombres de aquello de que solo los hombres habrán de ser culpables.
Así dijo el Señor al pajarraco. Y luego lo despidió diciéndole:
—Y ahora vete, cigüeña.

Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, llegó con retraso a la cita que tenía con una amiga. “¿Por qué vienes tan tarde?” —le preguntó esta—. Respondió la señorita Solicia: “Es que un hombre me venía siguiendo”. “Ya entiendo —dice la amiga—. Y tuviste que llamar a un policía”. “No —contestó la señorita Sinpitier—. Lo que pasa es que el hombre caminaba muy despacio”.

Cuando el médico le dijo que se iba a morir se sintió más vivo que nunca. No se le vino el mundo encima, como dicen; antes bien se prometió que él se le vendría encima al mundo. Todo empezó con aquel dolorcillo leve que sintió en el pecho, y que creyó era efecto del frío del invierno Pero pasó el invierno, y el dolorcillo no pasó. Se convirtió en dolor. En primavera un dolor es más dolor, de modo que fue a la consulta de un médico. Exámenes. Radiografías. Pruebas de laboratorio. Y al final el diagnóstico: cáncer de pulmón.
Se sorprendió. Jamás había fumado. Hizo deporte cuando joven. Aun ahora solía ejercitarse; salía a caminar todos los días. Se había considerado siempre un hombre sano. Y ahora el médico le decía que le quedaban seis meses de vida, cuando más. “¿Hay algo que se pueda hacer?”. “Nada. Ya es demasiado tarde”. Él no tenía miedo de morir. Temía, sí, a la enfermedad, a los dolores e indignidades que con ella vienen. El médico lo tranquilizó. Había formas de evitarle el sufrimiento, le indicó, y se emplearían todas. Cuando llegara la hora se iría sin darse cuenta, rodeado de sus seres queridos.
Él iba a decir: “No tengo seres queridos”, pero se contuvo. Hacía años se había divorciado de su esposa; los dos hijos que con ella tuvo vivían lejos; nunca los veía. ¿Amigos? Apenas algunos conocidos con quienes se reunía a veces para intercambiar tedios y soledades. Además en trances como este los amigos dejan de ser amigos: se vuelven sobrevivientes que en el fondo se alegran de no haber sido ellos a los que les cayó el rayo. Te dicen a lo más: “Qué mala suerte”, y luego se van a ver los resultados del futbol.
Fue entonces, en la presencia de la muerte, cuando le llegó la vida. En el patíbulo, como quien dice, se sintió hombre nuevo. Una extraña seguridad en sí mismo lo invadió. ¿Saben qué hizo? Buscó a la primera mujer de la que estuvo enamorado. Ya no era, claro, la que había sido cuando él la conoció, aquella muchacha hermosa, de cuerpo apetecible y rostro de madona. Viuda, marchita ya, mostraba en el paso y en el peso el peso y el paso de los años. No había sido su novia, ni siquiera su amiga, pero fue su amor platónico en la juventud, cuando el amor acaricia más el alma y hace que te duele más. La buscó y le dijo que había estado enamorado de ella cuando empezaban ambos a vivir. Ella sonrió y le agradeció el recuerdo. Le preguntó después: “Y, ¿para qué me buscas?”. Había en su voz una cierta nota de inquietud. Dijo él: “Soy hombre viejo, y no quiero irme de este mundo sin tocar tus labios con los míos. No se trata de un beso, no. Un roce nada más; apenas una insinuación de beso. Con eso realizaré el sueño de mi vida. ¿Te costará tanto sacrificio cumplirle esa ilusión a alguien que se va?”. Ella sonrió otra vez. Se llegó a él y le tomó las manos. Luego acercó su rostro al suyo. Él puso sus labios en los de la mujer. Fue casi un beso y casi no lo fue. Cuando se separaron, en los labios de los dos había una sonrisa, y en sus ojos una luz.
Me gustaría decir que se siguieron viendo; que nació en ellos el prodigio del amor, y que eso puso en él la esperanza de la vida. Me gustaría decir que luchó contra la enfermedad y la venció, y que los dos vivieron una existencia nueva y feliz; feliz por ser nueva, nueva por ser feliz. No fue así. Eso sucede solo en las historias que andan en la red, y que la gente comparte para disipar el miedo de la muerte, y más aún el miedo de la vida.
Aquí eso no pasó. La enfermedad hizo lo que tenía que hacer: matar, y él hizo lo que tenía que hacer: morir. Pero se fue del mundo con el recuerdo de aquel beso que casi no fue beso; con agradecimiento para la mujer que cumplió, sin saberlo, la última voluntad de un condenado a muerte. También me gustaría decir que con el aliento final él pronunció el nombre de la mujer amada. Tampoco sucedió eso. Murió en silencio, y solo. Pasó del sueño intranquilo de los medicamentos al tranquilo sueño de la muerte. No sé qué sueño sea ese, pero si en verdad es sueño en él estará el sueño de aquel beso, de aquel breve momento de vida que iluminó la eternidad de la muerte.

Un tipo llegó a una cantina. Llevaba la cabeza vendada, el brazo derecho en cabestrillo, lucía un ojo morado y traía moretones por todas partes. “¿Qué te pasó?” —le pregunta el cantinero—. ¿Te atropelló un camión?”. “No —masculla el individuo—. Tuve una pelea con el señor Pulgárez”. “¡El señor Pulgárez! —se asombra el de la taberna—. ¡Pero si es un señor flaco y chaparrito!”. “Sí —reconoce el otro—. Pero traía una pala, y con ella me golpeó”. Inquiere el cantinero: “¿Y tú no tenías nada en las manos?”. “Sí —dice el sujeto—. Tenía las pompas de la señora Pulgárez, pero en ese momento no me sirvieron para defenderme”.

Si él hubiera podido hablar hubiera dicho que sí, que el hombre es el mejor amigo del perro.
Era un perro él, un pastor alemán de noble continente, enhiestas orejas y vivaz mirada. No era, por supuesto, un Rin Tin Tin. No sabía multiplicar, ni iba al mercado a hacer las compras; no le llevaba el periódico o las pantuflas a mi amigo, su dueño. Pero cuando él llegaba a la casa, los ojos de su perro brillaban de tal manera, y su cola se movía de manera tal, que él se sabía bienvenido. Y, más que bienvenido, amado.
Necesitaba amor mi amigo. Una larga historia había terminado para él en el capítulo triste de la soledad. Fue entonces cuando alguien le regaló un cachorro. Molestia al principio, se le fue haciendo curiosidad, luego grata costumbre y al último declarado amor. Jugaba con él, paseaba con él, iba al campo con él. Pienso que a veces, cuando no había nadie, hablaba con él. Y yo, que conocía a aquel perro, me pregunto si a veces no le contestaría. Cuando no había nadie, claro.
A la edad de 14 años, venerable en un perro según sé, murió Kazán. Mi amigo es ahora 14 años más viejo. Y 14 años más solo, me dijo cuando regresó de sepultar a su perro bajo un pino de la montaña, donde gustaba de dormir una siesta después de perseguir a los conejos y a las mariposas.
Y, sin embargo, el otro día lo sorprendí buscando en los avisos de ocasión los anuncios de animales. Me dice que va a comprar un cachorrito. Y añade que sospecha que esa es la única manera que hay en el mundo de comprar con dinero un verdadero amor.

Aquellos novios estaban en vísperas de unir sus vidas y todo lo demás. Le dice él a ella: “Les pedí a los músicos que cuando entremos en la iglesia, en vez de tocar la Marcha Nupcial toquen La Bamba”. “¿La Bamba? —se asombra la muchacha—. ¿Por qué?”. Explica el novio: “Porque desde ese día me vas a tener arriba y arriba”.

La misión fue fundada por los padres franciscanos en 1718. Ellos no buscaban riquezas de la tierra, y en su evangélica labor se desmentía la insidiosa conseja que aseguraba que la cruz, lo mismo que la espada, iba nada más allá donde había brillos de oro o plata. Los hijos del Poverello buscaban almas para encaminarlas al Cielo. Muchas veces sellaron con sangre su pacto de entrega a Dios. Sufrieron cientos de ellos cruento martirio a manos de indios, que se asombraban y cobraban supersticioso temor cuando los veían morir con una sonrisa en los labios y dando gracias a sus atormentadores por ganarles, al darles muerte, la vida que no acaba.
A toda costa querían los buenos frailes de san Francisco convertir a aquellos salvajes a la verdadera religión. Conocían las costumbres de los indios, y sabían de sus mitotes, que eran reuniones de fiesta que duraban muchos días, en que bebían brebajes espantosos que los emborrachaban, comían peyote para alucinarse, devoraban carne de venado casi hasta reventar, y bailaban danzas lujuriosas en que formaban una rueda, alternados un hombre y una mujer, tan estrechamente unidos al bailar que la espalda y lo demás de la mujer iban junto al estómago y lo demás del hombre. Eso eran los mitotes, y algo más también que aquí no he de decir.
Querían los pobrecitos franciscanos iluminar la oscuridad de aquel salvajismo con la luz de la verdad, y trataban de convencer a los indios de que se bautizaran. Les decían que si se bautizaban se irían derechito al Cielo
—¿Y qué es el Cielo? —preguntaban los bárbaros sin entender.
Los franciscanos, para lograr que aquellos rudos hombres sin entendimiento se allanaran a recibir las aguas del bautizo, les decían como argumento de convicción supremo:
—El Cielo, hermanitos, es un mitote que no tiene final.
Aquella misión tan alejada de la civilización, levantada en tierra de barbarie, desconocida e inexplorada casi, floreció sin embargo, pues a muchos atrajo la mansedumbre de aquellos hombres que se cubrían con burda tela de estameña e iban descalzos o con los pies cubiertos apenas por paupérrimas sandalias. En 1744 se construyó la gran capilla. Pero poco después las enfermedades de los blancos se propagaron entre los indígenas, que huyeron hacia sus montes, temerosos de morir. La misión fue declinando. Cuando los pobres padres salieron de ella en 1793 solo quedaban en ella 43 indios convertidos. A partir de 1801 el viejo edificio abandonado comenzó a ser usado como fortaleza militar.
San Antonio de Valero era el nombre real de la misión. En la portada de la capilla estuvo una imagen de ese santo. Nadie, sin embargo, llamaba a la misión con ese nombre. Por sus cercanías pasaba un arroyuelo, y a sus orillas alguien había plantado una fila de álamos. Quizá por eso la gente llamaba a la misión “El Álamo”. Otros explicaban el nombre de distinto modo. Residió ahí hasta 1825, decían, un cuerpo de ejército proveniente de Parras, llamada Compañía del Álamo. Por ella, decían algunos, la misión de San Antonio cambió su nombre por El Álamo.
Era en verdad impresionante la fábrica de la antigua misión. Erigida en el sobrio estilo franciscano constaba de un gran patio limitado por altos, gruesos muros, a los cuales se habían adosado algunos cuartos de adobe. Al frente tenía dos imponentes edificios: el convento, levantado en dos plantas, y la original capilla de la misión.
Con todo y su reciedumbre la misión de El Álamo no debía haber existido ya en aquel año de 1836. Por razones militares se había decretado su completa destrucción. Tres hombres tuvieron en ese mismo año el encargo de derruirla por medios de explosión. Uno de ellos fue Jim Bowie, que recibió de Sam Houston la orden de volar El Álamo. Otro fue William Travis, que también debió hacer desaparecer el fuerte. Ninguno de los dos cumplió la orden. En El Álamo encontrarían su destino.

Don Astasio, marido coronado, llegó a su casa y sorprendió a su esposa Facilisa entrepiernada con un desconocido. Desconocido para don Astasio, digo, pues ella lo conocía bien, a juzgar por las expresiones que usaba para dirigirse a él: “Mi negro lindo”, “Papasote” y otras que denotaban cierta familiaridad. Fue don Astasio al chifonier donde guardaba una libreta en la que tenía anotadas expresiones aplicables al caso. Luego regresó a la alcoba y dijo a su mujer: “¡Falena!”. Empleaba don Astasio una expresión metafórica muy usual en la nota roja de los periódicos del pasado siglo. La falena (Phalaina phalaina) es un insecto lepidóptero nocturno, pequeña mariposa que gusta mucho de la luz, motivo por el cual se acerca a la llama de las velas o lámparas y muere abrasada en su fuego. Por eso a las mujeres de toma y daca se les llamaba en México “falenas”, nombre ahora en desuso a pesar de la valiosa enseñanza moral que contiene. Pero vuelvo a mi relato. Se oyó llamar así doña Facilisa, y sin alterar el compás de tres por cuatro (valseadito) que solía usar en el trato con sus concubinarios le contestó a su esposo: “Ahora no puedo atenderte, Astasio. Tengo visita”. Entonces don Astasio se vuelve hacia el fementido adamador y le dice: “¡Esto le va a costar muy caro, señor mío!”. Y responde el sujeto: “Le ruego, caballero, que al hacer el cobro se ponga usted la mano en el corazón. No me sobra el dinero”.

Llega el viajero a San Petersburgo, ciudad de antiguos esplendores, y pasa frente al palacio del príncipe Yusupov.
Fue este hombre quien tramó el asesinato de Rasputín, aquel extraño personaje en quien tomaron cuerpo todos los misterios del alma popular de Rusia.
En los años veinte del pasado siglo algunos turistas que llegaban a París eran llevados al estudio de un pintor desconocido y compraban a precio vil sus acuarelas. Las compraban no por la obra, sino por el pintor. Era Yusupov.
Todas las grandezas humanas, piensa el viajero, y todas las miserias, terminan igualmente en el olvido. La Historia es a final de cuentas polvo de aquellos lodos. Pero el gran río Neva sigue fluyendo, silencioso, al pie de ese palacio, y sus oscuras aguas nos recuerdan que hay una eternidad.

“… Hay que evitar las corrientes de aire en la espalda…”.
Mi abuelo, sabio y sereno,
tenía un dicho veraz.
Decía: “Aire por atrás
nomás el que sale es bueno”.

Hu-Ssong, filósofo oriental, hablaba con dos de sus discípulos. Le dijo uno:
—Maestro: tengo muchas dudas.
—Aprenderás bastante —le respondió Hu-Ssong.
Otro le dijo:
—Maestro: no tengo ninguna duda.
—Jamás aprenderás nada —le indicó el maestro. Y explicó:
—El que duda busca; el que no duda piensa que lo ha encontrado todo ya, y entonces deja de pensar. La incertidumbre del que duda enseña más que la certeza del que cree saberlo todo. La duda nos hace humildes; de la absoluta certidumbre nace la soberbia.
—Tienes razón —dijeron los alumnos.
Y contestó Hu-Ssong:
—Lo dudo.

Le dice un tipo a otro: “Te veo cansado, pálido, ojeroso. ¿Qué te pasa?”. Responde el otro con voz feble: “Tengo un problema en mi vida matrimonial. Mi esposa trabaja en una guardería infantil”. Se extraña el amigo: “¿Y eso qué tiene que ver con tu vida matrimonial, y con tu agotamiento?”. Explica el individuo: “Es que cada vez que hacemos el amor, al terminar me da palmaditas en la espalda, como a los bebés, para que repita”.

Una noche perdí mi último remo.
No sé cómo... Quizá ni lo tenía...
¿El otro dónde está? Lo ignoro: temo
que a lo mejor lo llevo todavía.
Sin vela voy porque no busco extremo.
No llevo mapa ni compás me guía.
Mi bote sin timón es Polifemo
Que en cualquier horizonte encuentra vía.
El norte de mi brújula está muerto,
y cadáver será mientras yo viva,
y dormirá porque yo voy despierto.
Quiero seguir en este desconcierto.
No voy sin rumbo, no, que la deriva
es el rumbo mejor, es el más cierto.

La señora le dice a su marido: “Si mi mamá viene a vivir con nosotros tendremos que mudarnos a otra casa”. “De nada servirá —suspira con tristeza el esposo—. De cualquier modo nos encontraría”.

Se le entregó por fin una noche sin luna, al filo del aire, en medio de la sombra. Si hubiese sido escritor habría escrito que el amor se cumplió bajo el dosel nupcial del cielo. En las tinieblas ella fue fulgor de llama. Resplandecieron sus ojos de lumbre, y su sinuoso cuerpo de serpiente se volvió paloma. Fue la esclava que se da, sumisa, a su señor. El arrogante orgullo de macho triunfador apenas le dio tiempo a él para asombrarse. ¿Por qué se le rendía ahora, cuando todas las veces que quiso hacerla suya se le había mostrado arisca, desdeñosa? Recordó aquella noche que, ebrio de pasión y despecho, pretendió hacerla suya por la fuerza. Se defendió ella como gata bocarriba; en el pecho llevaba aún la marca de sus uñas. Y sin embargo, ahora lo recibía humilde y mansa. Su abandono fue total. Ninguna caricia suya encontró en ella resistencia. Se oían a lo lejos los sonidos nocturnos. Pasó una ambulancia con su sirena gemebunda; el eco repetía el ladrido de los perros. En la distancia las luces de las calles parecían estrellas, y figuraban un cielo constelado que hubiese caído sobre la ciudad.
Él no veía ni escuchaba nada. Con la certeza de la segura posesión prolongaba el momento del amor para que aquel instante fugitivo se volviera eterno. Ella temblaba con la ansiedad de quien espera la felicidad que tarda. Arqueaba el cuerpo; lo acercaba a él, ardiente y anhelosa, para que la tomara ya. Dejó escapar algo que parecía un gañido: la queja del deseo insatisfecho. Después de prolongar esa agonía unos momentos más él la acometió por fin, incapaz también de esperar ya. La penetró con violencia, como si quisiera cobrar venganza de su pasada altanería. No supo si lo que oyó fue grito de dolor o de placer.
La posesión fue rápida. Tras el orgasmo quedó sobre ella ahíto, con la fatiga dulce que sigue a la plenitud carnal. Ella no se movió. Siguió tendida, quieta. Quiso dejarla así, en silencio, inmóvil. Pero ella no tenía esa languidez que llega cuando el deseo ya no desea más. La sentía tensa bajo él vibrante todavía. Su corazón latía de prisa; temblaba el pulso de su sangre. Y es que esperaba una segunda posesión. El deseo que sentía la hembra lo excitó de nuevo. La penetró otra vez. Ahora el deliquio se prolongó como un adagio. Él puso en ejercicio todas sus sabidurías; ella lo dejó hacer con la morosa delectación de la hembra que conoce por instinto los ocultos misterios de la vida.
Al terminar quedaron los dos hartos de amor. Después de un largo silencio desmayado se separaron igual que se separan los oficiantes de un rito que termina. Ella se alejó sin volver la vista. Se detuvo él a verla: caminaba con lentitud, con el cansancio del amor cumplido. ¿La vería de nuevo alguna vez? Quién sabe. La vida es breve; las horas son oscuras. Una cierta melancolía lo invadió. La tristeza sigue siempre a la pasión. Reposó unos minutos su fatiga. La luna había salido y entraban las estrellas. En aquel claror la noche era ahora menos noche. Una extendida nube empezaba a pintarse con el color del día. ¿Tanto había durado aquel encuentro que duró tan poco? Sintió que se vaciaba de aquel sentimiento pesaroso que por un rato lo llenó. Volvió a ser el másculo orgulloso que se ensoberbece de sus victorias amorosas.
Encaminó sus pasos a la casa. Ahí lo esperaba la mujer, inquieta por no saber dónde había pasado la noche, pero feliz al verlo regresar. Le sirvió un tazón de leche tibia. Era un buen alimento —solía decir— para empezar el día. Bebió la leche a tragos despaciosos. Luego se echó a dormir, cansado y satisfecho. Ya con los ojos llenos de sueño no pudo evitar una especie de ronroneo de placer. La mujer que se creía su dueña le acarició la cabeza, y él respondió, adormilado, con otro semejante ronroneo. Al parecer eso la ponía contenta. Otra vez se estremeció su cuerpo cuando creyó sentir a su lado el de aquella a la que había poseído la noche anterior. El recuerdo de la suavidad de su piel, de la cálida tibieza de su grupa, de su entrega, sus quejos y arrebatos, lo hizo evocar el paraíso terrenal. Entonces el gato de mi historia se sintió, feliz, y se durmió con el sueño sin sueños de los gatos.

Se reunieron cuatro amigas a comentar cómo habían pasado el fin de semana. “Mi marido y yo —relata la primera— compramos unas botellas de champaña y estuvimos champañeando toda la noche”. “Mi esposo y yo —cuenta la segunda, compramos una botella de coñac y estuvimos coñaqueando toda la noche”. La tercera, que no era rica como las otras, dice muy contenta: "Mi marido y yo compramos unos sobrecitos de Kuleid. ¡Y vieran qué a gusto nos la pasamos!”.

Aún no comenzaba a amanecer cuando encendí la vela. Su pequeñita llama puso apenas un tenue resplandor en la oscuridad de la sala, pero a mí me iluminó el espíritu como si hubiese entrado en él toda la luz del sol.
La vela de la Divina Providencia... La enciendo el primer día de cada mes en un íntimo rito que a más de silencioso sería solitario si no me acompañaran en él las sombras de mis queridos muertos: mi abuela Liberata; mi papá Mariano; mis tías Crucita y Conchita; doña María, madre de mi esposa y segunda madre mía... Ellos creían en la bondad de Dios, y me enseñaron a pedirle la casa, el vestido y el sustento.
Recibí el pan, el techo y el abrigo. Y no puedo decir que esos milagros sean obra mía: vienen del amoroso Padre de cuyas manos todos los bienes se reciben. Por eso ahora no enciendo la vela ya para pedir. ¡Tanto pedí, y con tal abundancia he recibido! La enciendo para dar gracias a esa infinita Providencia que cuida del lirio y del gorrión, y que también cuida de mí.

El Padre Incapaz (llamado así porque las hinca y ¡paz!) tenía un extraordinario paladar de catador. Un día el cantinero del pueblo decidió ponerlo a prueba. Le ofrece una copa. La prueba el párroco y dice de inmediato: “Whisky. Cosecha 1956. Y no es escocés”. Le tiende otra copa el tabernero. “Ron —dice el curita—. Añejado desde 1960. Y no es de Puerto Rico”. Le da una copa más el de la cantina. “Vodka —adivina inmediatamente el padre—. Embotellado en 1971. Y no es ruso”. Irritado por los continuos aciertos del padre Incapaz, va el cantinero con una chica y le pide una muestra. Regresa y se la da a probar al cura. La cata él, y después de un instante de vacilación responde con absoluta certidumbre: “Rubia. 1.70 de estatura. Medidas: 90, 62-90. Y no es de mi parroquia”.

Don Antonio López de Santa Anna duerme la siesta a la sombra de un encino. Son las 4 en punto de la tarde del 21 de abril de 1836. Es agobiante el calor en aquel paraje a la orilla del río San Jacinto, en Texas.
De pronto escucha el general estrépito de fusilería y gritos como de salvajes. Se agita en su sueño don Antonio. Cree que está soñando, y que aquel clamoreo y aquellos tiros son eco en la memoria de una pasada batalla. Pero no. El ruido es demasiado real. Abre los ojos y se endereza. Lo que ve lo hace pensar que es víctima de una pesadilla. Hombres altos y rubios han irrumpido en su campamento y están matando a sus soldados. Se pone en pie violentamente y recurre a su espada. No la encuentra. Corre sin saber hacia dónde. Quiere dar órdenes y no halla a quién. El sopor del sueño lo invade todavía, pero sabe ahora que no está soñando, sino que se encuentra en medio de la más espantosa realidad.
A su lado caen muertos muchos hombres. Se agazapa tras un pequeño desnivel del terreno y observa aterrorizado lo que pasa. Ve a Sam Houston, cojeando, con la espada desenvainada, gritando órdenes a sus oficiales. Y escucha un grito que le hiela la sangre:
—Santy Anny!
Es el grito de los que lo buscan para matarlo en venganza por lo que ha hecho en Texas. Ahora sí Santa Anna está plenamente consciente de la realidad. Persiguió durante semanas a un enemigo que se le escabullía y se le volvía invisible a cada paso. Y he aquí que en un momento de descuido el enemigo ha caído sobre él y lo aniquila. En vano trata Santa Anna de hacer algo. Ve caer muerto a Castrillón, su segundo en el mando. Mira a los hombres que huyen pasando sobre los cadáveres de sus compañeros, y contempla cómo a los pocos pasos ellos son cadáveres también. El barranco que tiene a sus espaldas se ha llenado de cuerpos sin vida, y por la ladera empiezan a correr hilillos de sangre. El pánico, el pavor, hacen presa de Santa Anna. En el centro del campo de batalla —si a aquella carnicería puede llamarse una batalla—, don Juan Nepomuceno Almonte levanta una bandera de rendición. Por un instante le pasa por la mente a Santa Anna la idea de unirse a él para rendirse. Pero recuerda lo que hizo en El Álamo y sabe que no puede esperar la clemencia de su vencedor. Vuelve la espalda y huye corriendo. Ve un caballo sin jinete. ¡La suerte va a ayudarlo otra vez! Sin volver la vista hacia atrás toma el caballo por las riendas, monta y se lanza al galope por entre los hombres que mueren y que matan. Nadie lo sigue. Todos están ocupados en la carnicería, unos como víctimas, los otros como victimarios.
Galopa a galope tendido don Antonio López de Santa Anna por aquella extensa llanura de Texas. Poco a poco deja de oír el ruido de los disparos, de los furiosos gritos de venganza, de los ayes de dolor del que cae herido. A poco no escucha ya sino el golpear de los cascos de su caballo. Huye Santa Anna. Escapa a la carrera. No sabe ni quiere saber nada de la suerte que corrió su ejército. Ahora ya no tiene ejército. No tiene nada sino aquel caballo que no es el suyo y que parece que va ya a reventar. Está solo Santa Anna en la vasta inmensidad de la llanura texana. Y galopa, galopa siempre, poseído por el terror, vencido. Atrás, el horrible desastre que ni siquiera esperó a ver consumado; adelante, el infinito horizonte lleno de peligros.
Galopa, galopa Santa Anna para huir de los texanos. Galopa para huir de su destino. Galopa para huir de sí mismo. Todo lo ha perdido. Hasta el honor.

De don Senilio decían las mujeres que lo trataban: “Es hombre de edad madura, pero rico”. (A ninguna se oyó decir jamás: “Es hombre rico, pero de edad madura”). Pues bien: el dineroso señor se dijo cierto día parodiando la canción de José Alfredo: “Tengo el pelo completamente blanco, pero voy a sacar juventud de mi... cartera”. Así diciendo logró que una mujer joven y frondosa aceptara su proposición matrimonial. Quería casarse don Senilio, pues era célibe irredento, y oyó decir a un conferencista que los casados viven más que los solteros. (No es que vivan más, lo que pasa es que el tiempo se les hace más largo). En vísperas del desposorio, don Senilio, preocupado por la ingente responsabilidad que había asumido, fue con un médico y le confió una inquietud que lo agobiaba. “Doctor —le dijo—, últimamente cuando he estado con una dama me he dormido en el acto. Y a veces antes del acto. Ahora que me caso con mujer guapa y fosfórica me asalta el temor de dormirme también en mi noche de bodas”. Sin decir palabra el médico procede a escribir una receta, y se la entrega a don Senilio. Pregunta el carcamal lleno de exultación: “¿Y con esto, doctor, podré...?”. “Me temo que no podrá usted hacer nada, don Senilio —contesta el facultativo—. La receta es para su esposa. Son pastillas somníferas, para que se duerma ella también”.

El perro de mi rancho se llama Nopisiái.
En sus días de cachorro se metía en el jardín de las dalias. Y le gritaba doña Lucha:
—¡No pise ahí!
Luego iba hacia el almácigo donde empezaban a crecer las diminutas plantas del chile, el ajo y la cebolla. Y le gritaba don Abundio:
—¡No pise ahí!
Y así se le quedó de nombre: el Nopisiái.
Voy por la huerta y el perro va conmigo. De súbito entre las patas le salta un conejito. El Nopisiái corre tras él y lo arrincona contra la barda de la galera grande. No tiene escapatoria el conejito. Ya alarga el Nopisiái patas y belfos para atraparlo. Yo le voy a gritar: “¡Quieto!”, pero no alcanzo a hacerlo. El Nopisiái se frena. Ha visto que el conejo es un gazapo, un asustado conejito niño, y no lo toca. Voltea a verme como en consulta y obedece mi voz de regresar.
Le doy unas palmadas y me quedo pensando por qué nosotros los humanos no respetamos la vida que comienza, si ante ella hasta los perros de rancho se detienen.

“… ‘Mi esposo siempre me es fiel…’, le dijo una señora a su vecina...”.
La otra oyó ese cumplido
y exclamó: “¡Bravo por él!
También a mí me es muy fiel…
¡Si así fuera mi marido!”.

Comenzaron a platicar hace 50 años y no han terminado todavía. Casi siempre su conversación empieza con las mismas palabras: “¿Te acuerdas?”. Los sorbos a la taza de café le van poniendo puntos suspensivos al recuerdo de los pasados tiempos. Hablan. Hablan de cuando eran novios, del día que se casaron, de las penurias iniciales, de la llegada de los hijos y los nietos. Y al final siempre la misma reflexión: “¡Cómo se va la vida!”.
Yo me pregunto si en verdad se va, y acabo por pensar que no. La carne y la sangre de este hombre y esta mujer seguirán viviendo en la sangre y la carne de aquellos a quienes dieron vida. Y son muchos. La nietada, como ellos dicen, es muy grande. Los días que la familia se reúne en la casa paterna —en la casa materna, más bien—, aquello parece una ruidosa convención. Y pensar que todo principió con aquella pregunta que él le hizo con vacilante voz por el temor de que lo rechazara: “¿Me permites que te acompañe?”. Ella se lo permitió. Y se lo sigue permitiendo cada día. Para él eso es como un milagro, un regalo permanente de la vida. ¡Su mujer es todavía tan bella! La sonrisa con que cada mañana lo saluda hace que en la casa brille el sol aunque afuera esté lloviendo o tiriten las calles por el frío. Hay en sus ojos la misma luz que tenía de muchacha, y en su voz la misma música de la juventud. Antes era muy bonita; ahora es muy hermosa. La mira él y no advierte en su rostro la marca de los años, ni ve en su andar el peso de la edad. Para él es la misma mujer de la que se enamoró al verla por primera vez y de la que sigue enamorado.
No se explica por qué le llegó ese prodigio. Él no era guapo ni tenía dinero ni su familia era de buena sociedad. Y, sin embargo, fue él quien recibió el milagro, y no otro. Un amigo que fue vecino de ella en aquel tiempo le dice cada vez que se lo topa: “En el barrio todos te odiábamos. Te llevaste a la muchacha más bonita”. El día que se casó con ella ha sido el más feliz de todos los días de su vida, y vaya que ha vivido muchos. No se apena al decir que fue un sueño. Ni siquiera lo sacó de su éxtasis la travesura que le hizo aquel fotógrafo que retrató la boda. Cuando acabó la fiesta, cuando con su novia subió feliz al coche en que harían el viaje de luna de miel, le dijo al fotógrafo: “Me haces un buen trabajo”. Respondió el hombre con pícara sonrisa: “Tú también”.
Cuántas cosas han sucedido desde la fecha en que emprendió el camino con su compañera. Ha habido horas de reír y horas de llorar. Han tenido días serenos y noches de tormenta. Pero han gozado la felicidad y han afrontado las penas tomados de la mano. Cuando la dicha se comparte es más grande, y cuando se comparte el sufrimiento es más pequeño. Ella bromea a veces acerca de su vida juntos. El otro día le dijo él: “¿Te acuerdas de que yo no quería comprar un televisor de control remoto porque era más caro que el que no tenía control, y tú al fin me convenciste de comprarlo?”. Ella le contestó, como recordando: “Se ha batallado; se ha batallado”.
Es cierto. Ella ha batallado con sus pequeñas impertinencias de marido y con sus grandes equivocaciones de hombre. Para las pequeñeces ha tenido el don de la paciencia; para los errores graves la sabiduría del perdón. Cuando les preguntan: “¿Cómo han durado tanto?”, responde su mujer: “Gracias a Dios”. Y contesta él: “Gracias a ella”. El final del camino ya está cerca. Su paso es ahora lento. Ella batalla un poco para caminar, pues le duele una rodilla. (“Esta pata no me quiere”, dice). Él tiene problemas de columna, y a veces su respiración se vuelve fatigosa. Pero ninguno de los dos tiene miedo de morir, así como nunca tuvieron miedo de vivir. Cuando hablan de la muerte lo hacen con serenidad y sin temores. Tienen la certidumbre de que su vida continuará en otras vidas. Quizás es eso lo que lo que las religiones llaman “vida eterna”. Y es que el amor que los unió es eterno. De dos que se aman nace una eternidad. En esa eternidad seguirán platicando, como ahora. En esa eternidad seguirán preguntándose uno al otro: “¿Te acuerdas?”.

Lady Highass recibió a sus amigas en su casa de Gookshire. Antes de servir el té quiso mostrar ante ellas sus habilidades de pianista, y en su Steinway de media cola —milady era de cola entera— empezó a tocar una Polonesa. De pronto sonó el timbre de la puerta. La abrió Jitter, el viejo mayordomo de la casa. Quien llamaba era un bobby. Ese nombre reciben los policías londinenses en memoria de sir Robert Peel, secretario del Interior en Inglaterra cuando se creó en 1828 la Policía Metropolitana. Le dice el bobby a Jitter: “Vengo a investigar un crimen”. “¿Un crimen?” —repitió el mayordomo con interés, pues era lector devoto de Agatha Christie, y a lo mejor él era el asesino. “Sí —confirma el agente—. Oí decir a los vecinos que alguien está asesinando aquí a un tal Chopin”.

HISTORIAS DE LA CREACIÓN DEL MUNDO
El Señor hizo al gallo. Le dijo:
—Serás el mensajero que anunciará a los hombres el amanecer de cada nuevo día.
Al gallo no le gustó la idea.
—Pero, Señor —opuso—. Eso significa que todos los días deberé levantarme muy temprano. Cuando los otros animales duerman todavía yo ya tendré que estar despierto.
—Es cierto —concedió el Creador—. Esa será tu obligación. Y reconozco que es penosa. Pero a cambio te daré...
Y le musitó unas palabras al oído. Al gallo se le iluminó la cara. Dijo entonces:
—¡Así las cosas cambian! ¡Cuenta conmigo, Señor!
Los hombres no sabemos descifrar el gesto de las criaturas animales. Si lo supiéramos nos daríamos cuenta de que el gallo anda siempre con una gran sonrisa de felicidad. Y las gallinas también.

En el bar una chica que comerciaba con mercancía de la cual no tenía que desprenderse ofreció su compañía a un hombre. Le dijo él: “Sé que esto te sonará extraño, pero me he propuesto conservarme puro para la mujer de la que estoy enamorado”. “Caray —se conmovió la muchacha—. Eso es algo muy hermoso”. “Bueno —respondió él—. A mi esposa no le gusta tanto”.

La compró por despecho. Otras estatuas las había comprado por bellas o por raras o —sobre todo— porque alguno de sus rivales la deseaba. Ésta la compró por rabia de hombre herido que busca venganza y que por no alcanzarla se hiere a sí mismo en vez de herir a quien lo hirió. La estatua representaba a Salomé. El cuerpo de la mujer, embellecido por la maldad, se ofrecía perversamente en la danza a la inútil lujuria del caduco rey. Sostenía en alto, como trofeo que se muestra, la bandeja encharcada en sangre con la cabeza del Bautista. La elevación de los brazos dejaba al descubierto el vello de las axilas de la hembra, donde temblaban impúdicamente algunas gotas de sudor. Sobre las costillas, anuncio del esqueleto, se abrían las ubres, enhiestas y rotundas, primero acercadas con promesa, alejadas después con engaño. En su cintura el hondo ombligo parecía hecho para que un hombre sabio pusiera en él la punta de la lengua. La suavidad del vientre terminaba en el trozo de tela que no alcanzaba a ocultar la leve protuberancia anunciadora del primer fin y el último principio de toda aquella voluptuosidad. Una pierna sostenía el peso de la mujer. La otra, ligeramente flexionada, dejaba ver la planta del pie, destinada al beso del varón esclavo. En el tobillo brillaba, maligna, una ajorca.
¿Hacia dónde miraba Salomé mientras danzaba? Si quien la veía se ponía al frente la mirada de la mujer se dirigía al trofeo sanguinoso. Vista de soslayo la bailarina miraba a quien la miraba y le decía por lo bajo: “Esa cabeza es la tuya”. En la estatua el coleccionista veía a la mujer que lo dejó, y en la cabeza del sacrificado se contemplaba él mismo. Él era la víctima; ella la victimaria. Cuando pasaba frente al mármol sentía que se le untaban su dureza y su frialdad. Aborrecía a la efigie y al mismo tiempo se sentía atraído por ella. Mujer y estatua se le confundían.
Una noche de soledad, desnudo, sin más luz que la que despedían los ojos de la Salomé de mármol, le acarició los senos y la grupa, y en vértigo febril juntó su cuerpo al de la bailarina y poseyó a la piedra. Desde ese día su odio y su rencor se concentraron en la efigie. Inventó una venganza. Imaginaba que con el tiempo la estatua mostraría el efecto del paso de los años. Los pechos de la mujer perderían su firmeza y se desplomarían, flácidos. En los brazos le saldrían pellejos que colgarían como pingajos de un vestido viejo. Las nalgas se le abultarían, grotescas, y la cintura lisa y grácil se tornaría voluminosa panza. En los pies le saldrían callos; los dedos se le deformarían igual que garras de ave carroñera. Él reiría al ver aquella ruina, y esa risa sería su venganza. Cada mañana iba a su galería a revisar la estatua. Acechaba en ella cualquier cambio. Buscaba con ferocidad alguna arruga en el rostro de la mujer de piedra. Medía empecinadamente la cintura y la cadera para ver si habían crecido al menos un milímetro. No pudo ver ninguno de esos cambios.
Un día se dio cuenta, asustado, de que la que estaba envejeciendo era la cabeza del Bautista. Sus ojos, antes abrillantados por el triunfo del martirio, se habían opacado con la edad. Bajo ellos se formaron un par de feas bolsas. Al paso de los meses las lozanas mejillas se agostaron. El pelo de la gloriosa cabellera empezó a caer, y la vellida barba se volvió pelambre hirsuta. La cabeza del joven profeta era ahora la calavera monda de un patético anciano desencantado de la vida.
Corrió el coleccionista a verse en un espejo y vio que su cabeza era la misma envejecida cabeza que estaba en la bandeja sostenida en alto por la mujer, la eterna mujer de airosos brazos y acerados senos, de cintura leve y ancas sólidas, de muslos invitadores y piernas ondulantes, de pies que se adelantaban como sierpes para recibir el beso de sumisión del macho rendido ante el misterio. Y lloró el coleccionista. Lloró el hombre. Por eso no pudo ver que en los labios de la estatua había aparecido una sonrisa. Si la hubiese visto habría sufrido más por no saber si esa sonrisa era de compasión o de perversidad.

Don Minucio traía la portañuela abierta. (“Portañuela” es el nombre que en Cuba recibe la bragueta. Por ejemplo, en un velorio: “Ciérrenle la portañuela al difuntito. Con eso que se le mira se ve más muerto todavía”). El motivo por el cual don Minucio traía la portañuela abierta era que su esposa, mujer remisa y algo floja, no le cosía el descosido zíper. “Me iré al trabajo con la bragueta abierta —amenazó don Minucio a su señora—. Así todo mundo sabrá que me falta mujer”. “Déjatela abierta —replica ella—. Así todo mundo sabrá que a mí me falta hombre”.

Entre los molinos de viento hay uno muy reverenciado porque en cierta ocasión, hace 400 años, luchó contra un hombre y lo venció.
Los humanos, naturalmente, han pretendido ocultar el descalabro. Hicieron circular la falsa especie de que el vencido estaba loco a fuerza de leer libros de caballería. Pero su derrota sucedió en verdad, y es vano empeño tratar de negar ese hecho de la historia.
En el mundo de los molinos de viento aquel famoso molino recibe trato de héroe. Se le considera un precursor en la lucha de la máquina contra los hombres, lucha en que las máquinas saldrán al fin y al cabo vencedoras.

El hombre tiene dos edades: aquella en que quiere ser fiel y no puede y aquella en que quiere ser infiel y tampoco puede. En la merienda las señoras hablaban de las infidelidades de sus respectivos cónyuges. Una contó que cierto día sorprendió a su marido en trance de carnalidad con la joven criadita de la casa . “¡Te me largas de inmediato!” —gritó la señora hecha una furia. La criadita, atribulada y compungida, se iba a retirar. “A ti no te estoy hablando” —la detuvo la señora. (Estimaba en más los servicios de la eficiente fámula que la presencia de su coscolino esposo). Otra recordó la Oración de la mujer casada: “Señor: que mi marido no me engañe. Si me engaña, que yo no me entere. Y si me entero, que me valga madre”. Una tercera declaró: “Pues a mí jamás me ha engañado mi marido”. Preguntó una de las presentes con escepticismo: “¿Es cierto eso?”. “Absolutamente cierto —confirmó la señora—. Siempre lo he pescado en sus movidas”. (“Movida” es en México la relación sexual ilícita, y la persona con quien esa relación se tiene. Un ejemplo. Murió el compadre, y la comadre fue a darle el pésame a la esposa del finado. Le dice con dramático acento terebrante: “¡Comadre, vengo conmovida!”. “Dígale que la espere ahí afuerita” —se sobresaltó la acongojada viuda.

La calle se llama “de las Damas” y es de las principales de Veracruz. En esa calle don Antonio López de Santa Anna ha ordenado levantar una barricada para detener a los franceses. Es el 5 de diciembre de 1838, y se libra uno de los combates de aquella risible guerra que se llamó “de los pasteles”.
Muy poco guerrera es la barricada de Santa Anna. Los soldados la levantaron con lo que pudieron requisar en las casas vecinas. Amontonaron colchones, roperos, mesas de cocina, macetas, puertas sacadas de sus goznes, sillas. Luce encima de la barricada, como burlesca bandera colorida, un perico en su jaula.
Al final de la calle el príncipe de Joinville levanta otra barricada similar. De uno a otro lado mexicanos y franceses intercambian denuestos y disparos durante cuatro horas. Santa Anna cobra nueva vida en el fragor de la batalla y se multiplica por diez. Va y viene por todos lados, grita órdenes, pide un fusil y lo dispara sin apuntar, esgrime su sable con actitud heroica, pronuncia arengas declamatorias que el perico escucha con ojos muy abiertos. Del otro lado el príncipe de Joinville, hijo del rey de Francia, también adopta poses muy heroicas. Requiere de uno de sus asistentes el anteojo de larga vista y mira a través de él con la misma actitud de Napoleón. Lo malo es que él no monta en un caballo blanco, ni está en Marengo, Jena o Austerlitz: se ha trepado en una silla y mira por encima de un colchón.
Son ya las diez de la mañana. Los soldados de ambos bandos han agotado el repertorio de insultos y se aburren de disparar sin resultados. Fuman y conversan, otros se retiran en busca de una copa de ron o un café, y solo de vez en cuando, como por no dejar, disparan sin mucha convicción por entre los barrotes de una cama. Santa Anna bosteza sentado en una mecedora. En el otro extremo de la calle el príncipe de Joinville recuerda de pronto, consternado, que no ha tomado aún su desayuno.
Suena en ese momento un cañonazo por el rumbo del puerto. Es la señal convenida por los franceses para salir de Veracruz en caso de que se frustrara el propósito de apresar a Santa Anna. El cañonazo ha salido del Nereida. A bordo de esa nave insignia, mordiéndose los labios con despecho, está Mariano Arista, prisionero él sí de los franceses. Masculla maldiciones no contra los franceses, sino contra Santa Anna.
Joinville quisiera seguir combatiendo hasta tener en las manos al general. Pero pese a su calidad de príncipe es un subordinado de Baudin, el contraalmirante de la flota, y no puede hacer otra cosa más que retirarse. Los franceses comienzan a replegarse en línea de combate. Al ver aquella retirada Santa Anna se engalla y ordena perseguir a los que huyen. Cree que los ha derrotado, y se entusiasma. Monta en su napoleónico caballo blanco, organiza en minutos una columna de 300 hombres y sale a toda prisa para cortarle la retirada al príncipe en el muelle. Quiere hacerlo prisionero.
¡Qué bien se ve Su Excelencia en aquellos momentos cargados de destino! Era un jinete magnífico Santa Anna, eso nadie se lo podrá negar, montaba con airosa elegancia y apostura. Va al galope don Antonio, se apresura hacia el embarcadero. Corre al encuentro de la gloria. Viste uniforme de gala: casaca azul de amplios vuelos cuya pechera roja está bordada con adornos dorados en forma de hojas de laurel; pantalón ajustado color crema; lustrosas botas negras de charol. Lleva su famoso sombrero alto ornado con un penacho de plumas de sus gallos de pelea. Esgrime su sable. Se levanta sobre los estribos y grita a sus soldados:
—¡Al ataque! ¡A la bayoneta!
Irrumpe Santa Anna en el embarcadero. Los cascos de su caballo resuenan en el empedrado. Ve en el extremo del muelle que Joinville y sus ayudantes están subiendo a una canoa. Ciego, arrebatado por la violencia del instante, espolea su caballo y avanza con la celeridad del viento. No ve otra cosa más que la presa que se le escapa. No ve, por ejemplo, un obús, un cañón de a ocho cuyo artillero prende la mecha. Un estruendo, una nube de pólvora. Don Antonio López de Santa Anna siente un extraño golpe, un súbito dolor como una llama que le quema al mismo tiempo la pierna izquierda y la mano con que sostiene la rienda. Caen caballo y jinete, y lo último que don Antonio López de Santa Anna alcanza a ver antes de perder el sentido es un charco de sangre que comienza a formarse en el suelo en torno de él.

“… Un gallo de rancho se metió en una granja de gallinas…”.
Bien pronto sus desafueros
se empezaron a notar:
las gallinas del lugar
ponían huevos rancheros.

Cuando miré a este niño vi a mi niño.
Por primera vez vi al más pequeño de mis nietos, nacido apenas ayer, y en su rostro vi el del más pequeño de mis hijos, nacido apenas ayer.
La vida es una canción que se repite. A veces no la oímos —alguna vez no la oiremos ya— pero la canción está ahí, cantándose a sí misma siempre.
Tomo en mis brazos este nuevo canto que es mi nieto y es como si en mis brazos tomara a la vida. Mucha grandeza cabe en esta pequeñez. Cuando tengo a este pequeñito entre los brazos la vida me tiene a mí en los suyos. Los dos, el niño y el viejo, somos frágiles. Los dos, el viejo y el niño, somos eternos.

Babalucas le llevó flores a su novia. Ella recordó a lady Chatterley, cuyo amante cubría con flores su desnudo cuerpo. Se despojó de su vestimenta y se tendió en el lecho dispuesta ya para el amor. Luego le pidió a su galán con insinuante acento de erotismo: “Ponme las flores aquí”. Y preguntó Babalucas, azorado: “¿Qué no tienes un florero?”.

Este hombre del retrato, este hombre triste
es mi padre: Mariano Fuentes Flores.
No están en el retrato sus dolores,
su mansa soledad… Él ya no existe,
murió hace mucho tiempo, pero asiste
todos los días a la cita. Amores
y muertos vuelven siempre como azores
a la percha del alma. ¿Conociste
a mi padre? Yo no. Solo lo quise.
No se lo dije nunca. No se usaba.
Como hizo con su padre con él hice.
Cuando por su ataúd crucé el abismo
ya era tarde. Hoy que digo: “Yo te amaba”,
El hombre del retrato soy yo mismo.

San Juanjo de Abajo era un pueblo globero. (La expresión denostosa “pueblo globero” la acuñó un candidato a alcalde. Peroraba el político en la plazuela de su pueblo, y llegó a ella un vendedor de globos. En aquel tiempo los globos eran una muy grande novedad, tanto que la gente ni siquiera les llamaba todavía “globos”: les decía “vejigas”. Recordemos los sentidos versos de Margarito Ledesma: El corazón humano de la gente / es como una vejiga que se llena: / si se le echa más aire del prudente / se va infle e infle e infle hasta que truena. Pues bien: llegó aquel vendedor. La gente, al ver los globos, se fue tras él y dio la espalda al candidato, que se quedó hablando solo. Mohíno y encorajinado masculló el político: “¡Pinche pueblo globero!”. Tal es el origen de esa expresión. Pero regreso a mi relato. En San Juanjo se anunció cierto día la presentación “en vivo y en persona” de Frank Sinatra. Los lugareños no daban crédito a sus ojos: ¿aquel gran cantante ahí, en San Juanjo? Rápidamente se agotaron las entradas al único cine que había en el pueblo, el Monalisa. La noche de la función apareció en escena un individuo astroso. “Respetable público —anunció en tono vacilante—. Frank Sinatra no se va a presentar”. Se oyó en la sala un ¡ah! de enojo y decepción. “Y no se va a presentar —siguió el sujeto con la voz quebrada— porque todo esto ha sido un fraude. Yo, señoras y señores, soy padre de una niñita, único recuerdo que me quedó de mi adorada esposa, que está ya en el Cielo. Mi pequeña enfermó; los médicos dijeron que solo una operación podría salvarla. Soy pobre, y en mi desesperación urdí este engaño para conseguir el dinero de la operación. Ahora ustedes hagan conmigo lo que quieran: métanme a la cárcel, mátenme. Nada me importa ya. ¡Mi hijita se ha salvado!”. Se hizo en la concurrencia un profundo silencio de emoción, y luego el público se puso en pie y estalló en una ovación atronadora. Todos gritaban conmovidos: “¡Dios te bendiga! ¡Te perdonamos el fraude! ¡Qué bueno que con nuestro dinero se salvó tu hijita! ¡Bravo!”. El hombre agradeció aquello con gentiles reverencias. Después alzó las manos para pedir silencio, y dijo con voz de anunciador: “Gracias por su bondad, amigas y amigos. Y por favor, recomiéndenme con sus amistades. ¡Mañana hay dos funciones!”.

Don Festino, profesor de Lógica, veía en la tele un partido de futbol. Le preguntó su hijo: “¿Qué equipos son?”. “Barcelona y Real Madrid” —respondió—. “¿Cómo va el marcador?” —se interesó el muchacho—. “Tres goles a dos” —contestó el mentor—. “¿Quién va ganando?” —quiso saber el hijo—. Y dijo don Festino: “El que lleva tres”.

Bellas ballenas de los siete mares... La de Jonás, porque dígame usted qué otro pez pudo haberse tragado a ese profeta, engorrosísimo como todos los profetas que en este mundo han sido y son... La del capitán Ahab, por nombre Moby Dick, que llevaba en sus lomos toda la blancura y toda la perversidad del mundo... Aquella otra mítica ballena: Jack, audaz marino, se metió en ella, y estirando su cola por adentro la volvió de revés como si fuera un calcetín... Ballenas del disco que me mandó hace años el National Geographic, que cantan en los abismos submarinos canciones de amor y de tristeza, seguramente los cantos de las sirenas que oyeron los marinos de Ulises y que Ulises no escuchó... Ballenas perseguidas hasta el último rincón del mar número siete por carniceros que navegan en barcos con cañones de bombas explosivas que estallan dentro del cuerpo atormentado del gran pez y lo inflan después para que flote como grotesco globo sanguiniento...
Se van acabando las bellas ballenas. Nos vamos acabando nosotros.

Jock McCock, escocés, era hombre de muchas faldas, lo cual en Escocia equivale a serlo de muchos pantalones. Se preciaba de ateo, y en la taberna de su pueblo hacía burla de sus amigos que iban a la iglesia los domingos: él se iba a pescar a Loch Ness. Un día le salió Nessie, el espantable pez dragón que según la leyenda vive en ese lago, y Jock se vio en las fauces del gigantesco monstruo. “¡Dios mío, sálvame! —clamó lleno de angustia—. Se oyó una voz majestuosa venida de lo alto: “¿No decías que no crees en Mí?”. “¡Por favor, Señor! —gimió Jock desesperado—. ¡Tampoco creía que existiera el monstruo de Loch Ness!”.

Don Marcial hacía nieve. ¡Qué nieve hacía don Marcial! Los más sabrosos gelati napolitanos son, como reza la definición del agua, incoloros, inodoros e insípidos en comparanza con las nieves de don Marcial. Las preparaba de muchos sabores, entre ellos los tradicionales de fresa, vainilla y chocolate; pero a ellos añadía los de coco y nuez, mango y melón, y otros más peregrinos de guanábana, zapote, pistache, caramelo, mamey y —su opus magna— de pétalos de rosa.
En su carrito ostentaba con orgullo don Marcial este letrero: “Nieves de autor”. Declaraba que su producto pertenecía a la nueva cocina mexicana, y cuando le servía al cliente un helado de dos sabores afirmaba solemnemente que el tal helado era “de fusión”.
Don Marcial tenía un modo personalísimo de dar a conocer su presencia y pregonar su rica mercancía. Llevaba consigo una corneta, y soplaba en ella con la misma fuerza que debe haber empleado Josué para abatir las murallas de Jericó. La estridente nota, única y prolongada, que de esa corneta sacaba don Marcial era seña inequívoca de su llegada al barrio o la colonia, y al conjuro de aquella trompetería salían los chiquillos de sus casas e iban tras él, como fueron tras el flautista los de Hamelín.
Ahora cambio de personaje para hablar de la señorita Chagua. Era, según su título designa, señorita, quiero decir doncella, virgen, célibe. Ya que no pudo hallar borracho qué desvestir se dedicó en cuerpo y alma a vestir santos. Muy de iglesia era, de misa y comunión diaria, como antes se decía. Asistente obligada a triduos, octavarios, novenarios y demás similares devociones, hizo del templo su segundo hogar, y de su casa una segunda iglesia.
Impoluta como el cristal era la vida de la señorita Chagua. Aun las lenguas más filosas se detenían frente al amurallado castillo de su integérrima virtud. Sus amigas la tildaban de aburrida, pues nunca daba qué decir. Ella, sin embargo, se juzgaba muy grande pecadora: había leído en algún devocionario que todos los santos y santas se veían a sí mismos como basura humana indigna de presentarse a los ojos del Señor. Escrúpulos de conciencia numerosos atormentaban a la señorita Chagua, y con ellos fatigaba a su padre confesor, un jesuita casuístico y ceñudo. Día hubo en que pidió tres veces el sacramento de la reconciliación, temerosa de morir de repente e ir a la eternal condena por una culpa que a ella le parecía enorme y que no llegaba siquiera a leve falta de educación.
Ahora bien: ¿por qué aparecen juntos en esta relación dos personajes tan disímbolos como la señorita Chagua y el nevero don Marcial? Desde luego ambos son hijos de Dios, y eso establece entre ambos un inmediato parentesco. Pero no es esa la única razón de que aquí salgan los dos juntos. Otra hay más poderosa, de mayor sustancia y entidad. Un día, la señorita Chagua, mujer devota y pía, célibe, de mucha religión, le compró a don Marcial un litro de nieve de chocolate, pues iba a recibir en su casa a varias amiguitas y quiso agasajarlas con aquel manjar del cual todos gustaban.
—Oiga —le dijo la señorita Chagua al vendedor de nieve frente a los vecinos que se habían congregado en torno del carrito—. Yo voy a veces a la Colonia Miraflor a dar el catecismo, y por allá anda otro nevero que dice que él es don Marcial.
—La engañó, señora —respondió el de la nieve.
—Señorita, si me hace usted favor —lo corrigió ella con tono de acrimonia—. Y yo no engaño.
—Estoy seguro de eso y le pido perdón —se disculpó el nevero—. Pero no hay más don Marcial que yo. No tengo sucursales; no admito socios, y a nadie he dado permiso, franquicia o autorización para vender mis nieves. Ese individuo es un hablador.
—No sé si lo sea —repitió tercamente la señorita Chagua—. Pero él dice que es don Marcial.
—¿Ah sí? —se atufó el nevero—. Pos dígale que le enseñe la corneta.
Al escuchar aquella expresión, que tanto se prestaba al doble sentido, la gente soltó una carcajada. La señorita Chagua se ruborizó. Muy enojada le dijo a don Marcial:
—¡Viejo pelado!
Y así diciendo se retiró con mucha dignidad.
A fuer de narrador veraz no me atrevo a asentar si lo que dijo el nevero fue con intención, o simplemente algo dicho en modo irreflexivo. Menos aún quiero incurrir en la pedantería de poner aquí el lema de la Orden de la Jarretera: Honni soit qui mal y pense (“Caiga vergüenza sobre aquel que piense mal de esto”), frase dicha por Eduardo III de Inglaterra al recoger la liga que en los meneos de la danza se le cayó a su amante. Lo que sí sé es que a sus muchos escrúpulos de conciencia la señorita Chagua ha añadido uno más. En el altar ante el cual suele decir sus oraciones hay a ambos lados del sagrario dos ángeles puestos de rodillas en actitud de tocar sendas trompetas para anunciar la presencia del Señor. Ahora la señorita Chagua no puede ver los dichos ángeles sin pensar en la corneta de don Marcial, si ustedes me entienden. Tal cosa, obviamente, la conturba mucho, y pone en ella aflicciones de espíritu muy grandes. Le comunicó a su confesor esa íntima tribulación, y ahora también el santo sacerdote se acuerda de don Marcial cuando mira a aquellos ángeles. El pensamiento, no cabe duda, juega malas pasadas. Por eso —digo yo— no es bueno pensar mucho.

“… Una mujer de exuberante busto reprendió acremente al mesero porque no le había llevado su pizza…”.
Tras escuchar el ultraje
dijo el hombre con disgusto:
“Si retira usted el busto
verá que ya se la traje”.

Hay en el cementerio de Ábrego una tumba. Si la gente supiera oír lo que las tumbas dicen escucharía esto:
“... Noventa años hube de vivir para aprender una verdad sencilla: el arte de la vida consiste en ser feliz y en dar felicidad a los demás. Aquel que aprende a ser feliz sin hacer daño a nadie ha aprendido a vivir bien. Es mentira que a Dios le guste el sufrimiento de la criatura humana. Quien en su nombre se lacera o hiere a los demás reniega de la bondad divina. A Dios le alegra nuestra felicidad. Hemos de procurarla, pues, aun en medio del sufrimiento y el dolor, que son también parte de la vida. Buscar la felicidad y darla a otros... Ser parte de la alegría de los demás y no de su tristeza o sufrimiento... Quien eso consiga hacer habrá vivido. El que no lo haga estará muerto en vida...”.
Tal dice la tumba del cementerio de Ábrego. Conviene oír su voz.

El estadio de futbol estaba atestado. Por las colmadas graderías iba subiendo penosamente un individuo en busca de su asiento y el de su mujer. La señora lucía un embarazo que parecía de nueve meses; a las claras se observaba que hacía esfuerzos inauditos por seguir a su marido. “¡Permítannos pasar, por favor! —rogaba el hombre—. ¡Mi señora está embarazada!”. Pasos más adelante volvía a repetir con angustia: “¡Abran paso, por favor! ¡Mi esposa está embarazada!”. “Oiga —le dijo molesto uno de los espectadores—. Si la señora está embarazada ¿por qué no la deja en la casa?”. Respondió el tipo: “Por haberla dejado en la casa es por lo que está embarazada”.

La operación se realizó sin anestesia. Antes de entregarse en manos de los médicos don Antonio López de Santa Anna hizo confesión general de sus pecados con el cura párroco de Veracruz, que llegó a Pocitos llamado expresamente por orden del herido. Buen rato debe haber tardado aquella confesión si el penitente la hizo bien.
En la misma cama en que yacía el enfermo operaron los doctores, que no lo eran tanto. Cortaron por lo sano, como suele decirse, un poco más abajo de la rodilla, en donde aún no había hecho daño la infección. Cuando llegaron al hueso y comenzaron a aserrarlo, Santa Anna perdió el sentido después de lanzar un grito que heló la sangre en las venas a quienes lo escucharon afuera. Poco después salieron los médicos llevando envuelto en trapos el miembro amputado. Tenía un color morado oscuro, y despedía insoportable hedor. El cura lo tomó en sus manos sin poder ocultar un gesto de repugnancia. Había recibido de Su Excelencia el encargo de llevar su pie a sepultar en la hacienda de Manga de Clavo.
Tuvo lugar la amputación el 6 de diciembre de 1838. Un día después llegaron a Pocitos dos médicos de la Ciudad de México enviados por el gobierno de la Nación para hacerse cargo de la salud del ilustrísimo paciente. Eran los tales facultativos don Pedro Escobedo y don José María Andrade, que ahora tiene calle con su nombre en la Colonia De los Doctores de la capital. Revisaron lo hecho por sus colegas y encontraron que la intervención había sido muy mal hecha. Un matarife o carnicero, dijeron sotto voce, hubiera hecho mejor la amputación. Corrigieron hasta donde les fue posible los efectos del mal trabajo realizado, recetaron algunos confortativos para calmar los intensos dolores que sintió Santa Anna desde que volvió en sí de la operación, y luego enviaron un mensaje al presidente de la República, don Anastasio Bustamante, en que le decían que la vida del salvador de México estaba a salvo.
La noticia fue recibida con jubiloso delirio por el pueblo. Hubo repique de campanas, y los clérigos se apresuraron a oficiar otro tedeum, de los cuales tenían siempre buena provisión para cuando se ofreciera. El Congreso Nacional, reunido en pleno, sacó un decreto que a la letra decía lo siguiente:
“... El General en Jefe (Santa Anna), oficiales y tropa a su mando, que el día 5 de diciembre de 1838 repelieron a las fuerzas francesas que invadieron la plaza de Veracruz, han merecido el bien de la Patria... El General en Jefe llevará en el pecho una placa y cruz de piedras, oro y esmalte, con dos espadas cruzadas, una corona de laurel entrelazada en ellas, en el punto de intersección y por orla el lema siguiente: ‘Al general Antonio López de Santa Anna, por su heroico valor en el 5 de diciembre de 1838, la Patria reconocida’...”.
En una calesa, recostado en el asiento con la cabeza sobre los confortables muslos de doña Inés de la Paz, don Antonio López de Santa Anna inicia el regreso a Manga de Clavo. Su pierna se le ha adelantado, y reposa ya en suelo de la hacienda. No estará ahí para siempre: tiempo después la pierna será exhumada y llevada con honores militares a la Ciudad de México para ser depositada en una preciosa urna sobre un monumento pagado con aportaciones de toda la Nación en el panteón de Santa Paula y Santa María.

Le dice una secretaria a otra a propósito de una compañera: “Yo creo que Nalgarina ha de usar calzones espiritistas”. “¿Calzones espiritistas? —repite la otra sin entender—. ¿Por qué?”. Explica la primera: “Es que cree que tiene unas pompas del otro mundo”.

Dinero no.
El dinero compra únicamente las cosas que pueden comprarse.
Cosas tampoco.
Bien vistas las cosas, las cosas no son otra cosa que eso: cosas.
Yo quiero dar a mis nietos, ahora que son pequeños, algo que no olviden: quiero darles recuerdos.
Quiero contarles un cuento que alguna vez ellos contarán a sus nietos. Quiero cantar con ellos en el campo una canción junto a la hoguera. Quiero jugar con ellos los juegos de mi infancia: la oca, la lotería, serpientes y escaleras, el coyote... Quiero ver con ellos el mar; quiero caminar con ellos por el sendero del bosque aromado de pinos; quiero reír junto ellos viendo esa antigua película de Chaplin.
¿Dinero?... ¿Cosas?... ¿Para qué? Eso va y viene.
Los abuelos, en cambio, sí nos vamos.
Por eso ahora que estamos juntos quiero hacerles a mis nietos un pequeño depósito cada día en su cuenta de recuerdos.

Un hombre joven estaba con el doctor Ken Hosanna. Le preguntó el facultativo: “¿Cómo le sucedió este raro accidente?”. Respondió el lacerado: “Estaba haciendo el amor con una amiga. De pronto se desprendió el candil del techo y me cayó encima”. “Pues tuvo usted mucha suerte —lo felicita el médico—. Sufrió solo algunas contusiones en el trasero”. “Es cierto, doctor —respondió el joven—. Pero si el candil hubiera caído minuto antes habría sufrido fractura de cráneo”.

“¿Qué llevas ahí?”. La pregunta del loco asustó al niño. Pudo apurar el paso y alejarse sin temor de ser seguido: el hombre estaba encerrado en esa casa; lo único que hacía era asomarse al amplio ventanal de rejas a ver el paso de la gente, acostumbrada ya a mirarlo ahí y a rehuir sus intentos de entablar conversación. Estaba loco, lo sabían todos. Su hermano lo encerró, tras de la muerte de sus padres, en aquella enorme casa, la paterna. Puso en la puerta, por afuera, una cadena de fuertes eslabones y un candado. En los primeros días la cuñada le llevaba la comida. Se la daba a través de la ventana. Después de unas semanas dejó de ir, y ya no regresó. Entonces el loco les decía a las vecinas al pasar: “¿Me obsequia un taco por favor, señora?”.
Vivía de esa pregunta, que hacía avergonzado. No inspiraba temor. Se le veía siempre con el mismo atuendo: camisa y pantalón de caqui color café, recios zapatones negros, y en el invierno un maquinof de lana a cuadros. Se tocaba con un sombrero de fieltro que no cuadraba con el resto de su atavío. Siempre estaba escrupulosamente limpio. Saludaba con cortesía; al hacerlo se tocaba el ala del sombrero. Nadie contestaba su saludo: el hombre estaba loco. A ninguno le preocupó jamás averiguar la causa de su encierro. Por algo lo tendrían ahí. Alguien dijo que era cuestión de herencias: para privarlo de ellas el hermano lo encerró ayudado por abogados rábulas, con el pretexto de que estaba loco.
En verdad no lo estaba. Era algo extraño, sí. De cualquier modo, cuando los hijos de los vecinos pasaban frente a su ventana lo hacían alejándose lo más posible de las rejas, siguiendo la instrucción materna. Por eso el niño se sobresaltó cuando el hombre le hizo la pregunta: “¿Qué llevas ahí?”. Le dijo que era el catecismo de Ripalda. El loco se lo pidió, lo abrió al azar y leyó en voz alta: “Muerte, juicio, infierno o gloria”. Dijo: “No creo que haya infierno. La misericordia de Dios es mayor que su justicia”. Esas palabras se le grabaron al niño como si el hombre las hubiera escrito en él. Sintió una temerosa inquietud: el señor cura le había dicho que si faltaba a misa un solo domingo se iría al infierno, lo mismo que si hacía cosas malas. Él no sabía qué cosas eran esas cosas malas. Lo atormentaba el pensamiento de hacer una de ellas sin saber que era mala, pues si moría durante la noche despertaría en el infierno.
Eso decía el padre. Y, sin embargo, el loco no creía que hubiera infierno. En la siguiente clase de catecismo el señor cura repitió su advertencia. Lo hacía cada semana. Si faltaban a misa o hacían cosas malas irían al infierno. El niño se percató, asustado, de que sin darse cuenta había levantado la mano. El sacerdote le preguntó: “¿Qué quieres?”. Dijo él, como si fuera otro el que hablara: “No creo que haya infierno. La misericordia de Dios es mayor que su justicia”. Nunca lo hubiera dicho. El sacerdote lo tomó por una oreja y lo sacó violentamente del salón al tiempo que le decía, furioso, que qué sabía él de esas cosas; que ya vería con sus papás; que de seguro algún protestante le había enseñado esa herejía; que se iba a ir al infierno por decir que no había infierno. Remató la reprensión con una sentencia fulminante: “¡Estás loco!”.
Aquello fue un escándalo. En adelante los demás niños se alejaron de él. Aun sus amigos más cercanos dejaron de tratarlo. Decían que se había hecho protestante, que ya estaba condenado. Entonces, sin amigos, se hizo amigo del loco. Por las tardes, al salir de la escuela, iba a platicar con él. El hombre le prestaba libros. Por él conoció a Verne, a James Fenimore Cooper, a Salgari. Leyó Los tres mosqueteros, y luego Nuestra Señora de París. Aprendió a jugar ajedrez. Memorizó los poemas que su amigo le escribía con una hermosa letra redondilla en un cuaderno. ¡Cuántas cosas supo por el loco! ¡Cuántos caminos se abrieron ante él! Aquella extraña amistad entre el hombre y el niño intrigaba a los vecinos. Empezaron a hablar de “El loco” y “El loquito”. Al loco eso no le importaba. A mí tampoco.

Murió Ms. Windbag Jones, y lo primero que hizo al llegar al más allá fue buscar a su marido, que se le había adelantado varios años en el camino que no tiene retorno, al menos hasta donde se sabe. Lo buscó primero en el infierno, pero no estaba ahí. Encaminó sus pasos la señora al Cielo, y fue recibida por san Pedro. Le preguntó Ms. Windbag si ahí estaba su esposo. “¿Cómo se llama?” —preguntó el apóstol al tiempo que tomaba su libro de registros. “Joe” —responde la señora—. “Aquí hay miles de Joes —le indica el portero celestial—. Dime el apellido”. “Jones” —contesta la mujer—. “También hay Jones por millares —replica el de las llaves—. ¿Tiene alguna seña particular?”. “Ninguna —replica Ms. Windbag—. Era un hombre de todos los días”. “Pues tienes mucha suerte —comenta san Pedro—. Aquí nos llegan mujeres que tuvieron hombres de una vez al año, de una vez al mes, de una vez a la semana, y hasta de dos o tres veces por semana, pero tú eres la primera que tuvo un hombre de todos los días. Te felicito. Volvamos a lo nuestro. Si tu marido no tiene ninguna seña particular será difícil encontrarlo. ¿Puedes darme alguna otra pista?”. “Bueno —vaciló ella—. Poco antes de morir me dijo que se daría una vuelta en su tumba cada vez que yo lo hubiera engañado”. “¡Ah, sí!” —exclamó entonces san Pedro. Llamó a un ángel y le ordenó—: “Dile al Trompo Jones que lo busca su mujer”.

De vez en cuando sueño al Terry, mi amado perro cocker. Escucho sus ladridos y quiero abrir los ojos, pues me parece que anda por el jardín, y ansío verlo y acariciarle la cabeza. Si lo hiciera se tendería de espaldas, como hacía siempre, y me presentaría el cuello sin defensa, lo cual es en los animales cánidos suprema demostración de acatamiento y de confianza.
Vendría luego y se tendería junto a mí al pie del sillón grande de la sala. Yo miraría por la ventana los nogales que se quedan y las nubes que se van, y él soñaría entretanto sus atávicos sueños de lobo cazador.
Pero el Terry no me deja despertar. Pone en mí sus infinitos ojos negros, océanos de amor, y me dice con su mirada: “Duerme, que un día despertarás igual que yo”.

“… Un viejo casó con mujer joven. Al empezar la noche de bodas le mostró la mano con los dedos abiertos…”.
“¿Van a ser cinco, señor?”
—preguntó ella, sorprendida.
Y él, con voz desfallecida:
“No. Escoge uno, por favor”.

Él tiene 80 años. Ella 75, aunque nunca los confiesa. Cuando alguien le pregunta su edad responde con otra pregunta: “Si te la digo, ¿te saco de algún apuro?”. No se lo tomo a mal: hasta santa Teresa de Jesús, con ser quien era, se quitaba años. Era santa, sí, pero también era mujer. Ella y él son esposos. Lo son desde hace medio siglo y más. Él trabajó toda su vida en una fábrica. Empezó de obrero, y acabó —cuatro décadas después— de sobrestante. No se jubiló: lo hicieron jubilarse. Le dieron un cheque sumamente módico y un reloj de pulsera con un nombre inscrito en la carátula. No era su nombre, sino el de la fábrica. Y el reloj era de los que se compran por docenas.
Al principio él siguió yendo todos los días a la fábrica. La fuerza de la costumbre, sabe usted. Se quedaba afuera, frente a la puerta principal, recargado en un poste, y miraba la entrada de los trabajadores. Un día el guardia fue hacia él y le dijo que al jefe le molestaba su presencia ahí. ¿Qué quería? Respondió que nada. No mentía, pero tampoco decía la verdad. Quería seguir haciendo lo mismo de todos los días, para que no cambiara nada. Quería ser el que siempre había sido, para no dejar de ser. Quería atar a la vida para que no se le fuera; quería atarse a la vida para no irse él.
Cuando le prohibieron pararse frente a la puerta de la fábrica sintió que empezaba a morir. A nadie se lo dijo, pero sentía una tristeza rara que no podía explicar. Salía de su casa por la mañana, y no iba a ninguna parte. Regresaba al mediodía. Su mujer le preguntaba: “¿Adónde fuiste?”. Él no podía contestar: no recordaba adónde había ido. “Se te va la cabeza” —le decía ella—. Yo diría que lo que se le iba era el corazón, pero eso suena cursi. Diré entonces que sí, que se le iba la cabeza.
¿Y ella? Para ella toda la vida y todo el mundo eran su casa y su marido. Con él empezó su verdadera vida, y en su casa la iba a terminar. Casi no se acordaba ya de cómo había sido todo antes de casarse con él, y ahora no concebía nada sin él. Eso sí: secretamente le pedía a Dios que él se muriera primero, porque sabía que si ella se iba antes su marido no sabría qué hacer. Sería como un niño al que se le moría su mamá. Se perdería; se volvería una sombra. Nadie lo cuidaría; estaría solo. ¿Y los hijos? Ellos tenían su familia, su trabajo, sus cosas. Andaban siempre muy ocupados; casi no los veían. Por eso, aunque sabía bien que también Dios anda siempre muy ocupado, le pedía de vez en cuando que se acordara de su viejo antes de acordarse de ella. No era mucho pedir: él le llevaba cinco años; fumó hasta que el médico le quitó el cigarro; su salud no era muy buena. ¿Qué le costaba entonces a Diosito llevárselo primero? Unos cuantos meses bastarían; un par de semanas. Lo que importaba es que él se fuera antes; que no se quedara solo ni siquiera un día.
Pero ¡ah, vida! La que enfermó fue ella. Cosa de nada creyó que era aquel molesto dolorcillo en la cintura. Pero era cosa de todo, tanto que los doctores le dijeron —ella exigió la verdad— que no le quedaba mucho tiempo por vivir. Se angustió, no por ella, sino por él. ¿Qué iba a hacer el pobre cuando ella se marchara? Entonces sí se puso a rezar fuerte para pedir un milagro. Y sucedió que días después sus hijos se presentaron —todos, cosa rara— en su cuarto de hospital. Habló el mayor y dijo: “Madre: papá murió hoy en la mañana. Tuvo un infarto. El doctor piensa que fue por la preocupación de verla a usted enferma”. Ella no alzó los brazos al cielo para exclamar entre lágrimas conmovedoras: “¡Gracias a Dios!”. Eso sucede en las telenovelas. Dijo tranquilamente: “Gracias a Dios”. Los hijos se miraron entre sí, azorados. ¿Cómo podía su madre agradecer la muerte del compañero de su vida? Lo que pasa es que no sabían que el amor tiene muchos modos de manifestarse, incluso el de pedir la muerte para el ser amado, y agradecerla cuando llega. Una semana después ella se fue. “Voy a alcanzarlo” —dijo—. Fueron sus últimas palabras. Juntos estuvieron ella y él en la vida, y juntos en la muerte. Yo digo que esa es una bendición. El amor une hasta la eternidad. Quien ama y es amado se libra para siempre de ese dolor oculto que se llama soledad. Yo le pido a la vida que se vaya de mí antes que de mi compañera, porque sin ella la vida sería muerte. Ahora que lo pienso, me arrepiento de todo corazón de no haber fumado nunca: si lo hubiera hecho, mis posibilidades de irme primero que ella habrían aumentado. Pero Dios es muy grande, y seguramente me hará el milagro de llamarme antes.

Murió la señora de don Coronato, el boticario del pueblo. El padre Arsilio fue a darle el pésame. “¡Mi pobre esposa! —gimió el viudo—. ¡Era tan amable!”. “Es cierto, hijo” —se condolió el padre Arsilio—. “¡Era tan trabajadora!” —lloró el infeliz—. “Es cierto, hijo” —repite el buen sacerdote—. “¡Era querida de todos!” —sollozó el hombre—. “También eso es cierto, hijo —suspiró el padre Arsilio—. ¿La perdonaste?”.

Malbéne, discutido teólogo, tiene la extraña habilidad de concitarse la enemistad de sus colegas. Su más reciente artículo en Iter, la revista de Lovaina, seguramente le acarreará más críticas. Leamos uno de sus párrafos:
“... Los llamados ‘libros sagrados’ han sido causa de muchos males para la humanidad. Por ellos los hombres se han dividido y se han matado en el nombre de Dios. Su lectura debería estar prohibida; solo unos cuantos varones sabios y algunas prudentes mujeres podrían acercarse a ellos para tomar lo que de bueno tengan a fin de compartirlo con los demás, desechando todo lo que incite a la violencia o a la desunión. Que sean sagrados solamente los libros que enseñen a los hombres a conocerse y amarse: el Quijote, de Cervantes; Romeo y Julieta, de Shakespeare; Fausto, de Goethe; Los hermanos Karamazov, de Dostoyevski; Guerra y paz, de Tolstói... Esos sí son libros sagrados, pues solo es sagrado aquello que hace mejor la vida de los hombres, y que los une en el amor...”.

He aquí un interesante episodio en la vida de la señorita Peripalda. Ya sabemos que es catequista, célibe madura, llena de la pudicia y el recato que impone a las mujeres la vida en un pequeño y levítico pueblo regido todavía por las costumbres de antes. Compró un boleto de la rifa organizada por la cofradía de san Juan Bautista, patrono de los fontaneros, y su número salió premiado, cosa en verdad extraordinaria si se considera que la señorita Peripalda jamás había recibido nada de la vida, si se exceptúa la vida misma. El premio consistía en un viaje (en autobús) para una persona a la Ciudad de México, y estancia ahí durante cuatro días. Eso preocupó mucho la señorita Peripalda, pues ansiaba disfrutar el premio, pero sabía que la capital de la República, como toda gran metrópoli, es sitio donde abundan las ocasiones de pecado. Más todavía se angustió cuando supo que el hotel donde se alojaría estaba en la Zona Rosa. Había oído decir que, comparadas con ese lugar, las bíblicas ciudades de Sodoma y Gomorra eran Disneylandia. Pero, en fin, no era cosa de dejar que se perdiera el premio. La señorita Peripalda se encomendó a santa Eduviges de Hungría, su celestial patrona, y a san Cristóbal, protector de los viajeros, y se colgó al cuello los benditos escapularios de todas las cofradías de que era socia. Así fornida emprendió el viaje a México. Regresó días después, y sus amiguitas le organizaron una merienda para darle la bienvenida y oír el relato de sus experiencias. Ante el silencio general empezó a narrar la señorita Peripalda con voz grave y solemne: “La Ciudad de México es una urbe de pecado. Lo que en ella vi no es para describirse, y si lo cuento es solo porque ustedes me lo piden. Lo peor es esa horrible Zona Rosa. Hay ahí hombres que se besan con hombres. Les dicen ‘gays’. Hay también mujeres que se besan con mujeres. Les dicen ‘lesbianas’. Y hay hombres que por dinero les hacen el amor a mujeres que les pagan sus favores”. “¡Qué barbaridad! —exclama azorada una de las amigas—. Y a esos hombres ¿cómo les dicen?”. Responde la señorita Peripalda: “No sé las demás. Yo al mío le decía: ‘Prieto lindo’“.

Ha callado el reloj. Su clara nota
no va ya por el aire de la casa,
exacta, matemática torcaza,
calendario con ritmo de gavota.
En las habitaciones, la voz rota
del Tempus fugit su lección repasa,
y el péndulo monótono acompasa
la fallecida música en derrota.
¿Qué fue de la sonora sonería?
¿De dónde este silencio que nos vino
para dejarnos su canción vacía?
¿Debo en ese reloj leer mi sino,
y ser una amorosa melodía
que callará de pronto en el camino?

Lord Highrump narraba en el club las incidencias de su reciente safari en Tanganyica, África. Dijo con dramático acento: “Mi instinto de cazador me hizo presentir la presencia del león. Con el cañón de mi Mágnum aparté la maleza y, en efecto: ahí estaba la fiera. Entonces el león hizo: ‘¡Ptrrrrr!”. “Milord —lo interrumpió uno de los oyentes—. Con el debido respeto quiero recordarle que los leones no hacen: ‘¡Ptrrrrr!’. Hacen: ‘¡Grrrrr!’“. Contestó imperturbable lord Highrump: “Este se hallaba de espaldas”.

Regreso de una gira de conferencias. Cinco, seis días, anduve en el camino. La legua me encanta, pero las leguas pesan, de modo que vuelvo con alegría a mi casa.
Cuando llego encuentro ahí a mi nietecita de tres años. Va hacia mí, me envuelve con sus pequeños brazos y me dice con voz de niña y de ángel:
—Te extrañé.
He aquí que esta niña me ha entregado todo el amor del mundo en dos palabras. Se va luego a jugar. No hay casi luz ahora, pues cae la tarde ya, y sopla afuera un viento helado. Pero yo tengo iluminado el corazón, y el alma tibia. Tomo ese resplandor y esa tibieza y con ellos ahuyento el frío y las sombras. No hay frío ni oscuridad para aquel que ha escuchado las palabras “Te extrañé”.

Un vagabundo iba por la calle. Llevaba la vista fija en el suelo, pues buscaba colillas de cigarro para fumarlas y calmar el vicio. De pronto vio una cartera que a alguien se le había caído. La recogió, sacó los billetes que había en ella —una muy buena cantidad— y volvió a dejar la cartera donde estaba. Luego se alejó del lugar apresuradamente. Mientras caminaba iba pensando que dedicaría el dinero a comprar comida. Fue a un restorán frente al cual pasaba con frecuencia para aspirar los aromas de las sabrosas viandas que ahí se preparaban. Entró, pidió el platillo más caro de la carta y lo disfrutó muy a su sabor. Terminado el banquete pagó la cuenta, dejó una propina generosa y salió del establecimiento. Poco después pasó frente a una casa de mala nota. En ese momento sintió una olvidada conmoción en la entrepierna. Se detiene, dirige la vista a esa parte y pregunta: “¿Y ora, tú? ¿Cómo sabes que traigo dinero?”.

UN DISPARO PARA ACABAR LA GUERRA
El destino de muchos hombres depende en ocasiones de un hecho insignificante. En Guerra y paz, de Tolstói, un francotirador solitario tiene en la mira a Napoleón. De haber disparado le habría dado muerte y el rumbo de la historia universal habría cambiado. Pero Tolstói, que no quiso alterar la historia, hace que no dispare.
Algo parecido sucedió en la guerra de Estados Unidos contra México. También aquí hechos muy importantes de la historia pudieron cambiar por una bala. Si un cañón mexicano de Veracruz hubiera acertado un solo disparo quizás habría sido otro el desarrollo de los acontecimientos que terminaron con la pérdida de la mitad de nuestro territorio.
La cosa estuvo así. El general Scott no era hombre que dejara nada al azar. Cuidaba hasta del mínimo detalle y buscaba siempre que todo quedara encaminado a lograr el fin que perseguía. Aquel día, 6 de marzo de 1847, Scott quiso hacer un reconocimiento personal de los lugares por donde atacaría Veracruz. Subió a un pequeño vapor que tenía el singular nombre de Petrita e hizo subir con él a todo su cuerpo de mando: los generales Worth, Twiggs (el cursiento), Patterson y Smith; el coronel Totten, el jefe de ingenieros, sus ayudantes personales Robert E. Lee y el aristócrata Pierre Gustave Toutant Beauregard, que llegaría a ser, igual que Lee, jefe importante de la rebelde Confederación del Sur.
Cuidadoso y todo, Scott no se dio cuenta de la imprudencia temeraria de concentrar en un barquichuelo a todo el alto mando de la expedición. Se hizo al mar el Petrita y se acercó a San Juan de Ulúa. Luego fue a colocarse frente al muelle de Veracruz. Scott quería ver las cosas muy de cerca.
Totten, que veía hacia el puerto con sus anteojos de larga vista, anunció:
—Están preparando una batería.
El general Smith requirió los anteojos y después de ver a través de ellos dijo:
—Ya cargan un cañón. Pronto recibiremos un disparo.
En efecto, poco después vieron una nubecilla de humo que salía de la boca del cañón. A cierta distancia se levantó un surtidor de agua en el sitio donde cayó la bala.
El comodoro Conner, hombre a quien le gustaban tanto los rasgos de valor como los de humor, ordenó al piloto del vapor que detuviera el barco por completo.
—Vamos a darles una oportunidad de demostrar su puntería —dijo con una sonrisa.
El navío quedó absolutamente inmóvil. Era un blanco perfecto para los artilleros mexicanos. Los militares norteamericanos que iban a bordo, incluyendo a Scott, quedaron estupefactos ante la bravuconada de Conner. Otra nube de humo en el cañón y otra bala cayó, ya más cerca. Y otra, más cerca aún. Escribió después uno de los que estaban en el Petrita:
“Veíamos las balas pasar a no más de diez metros por encima de nuestras cabezas. Ocho o diez veces nos dispararon los mexicanos, corrigiendo la puntería cada vez más, hasta que los fragmentos de las balas que caían cerca del barco nos salpicaron”.
Solo entonces dio orden Conner, sin dejar de sonreír, de alejarse del sitio. El coronel Hitchcock, jefe del Estado Mayor de Winfield Scott, estaba furioso.
—Nos hallábamos en una posición ridícula —relataría después en el campamento—. Nos pusimos en peligro sin ningún objeto, sin manera de defendernos y con todos nuestros oficiales de rango a bordo.
El teniente Meade, que también estuvo ahí, resumió luego el incidente:
—Fue una acción absurda. Un solo disparo habría podido acabar con toda la expedición.
Pero ninguno de los disparos acertó y la historia siguió su curso inexorable.

“… La muchacha le comunicó a su novio que iba a tener un hijo…”.
“¡Pero qué barbaridad!
—refunfuñó el seductor—.
¡Te pedí prueba de amor,
y no de fertilidad!”.

Agua y nube, la niebla baja de la montaña y acaricia con húmeda lengua el cuerpo en reposo de la tierra.
Yo voy por las labores. El caserío, esfumado por la neblina mañanera, semeja una pintura impresionista. Yo mismo me siento algo perdido en ese quieto mundo silencioso.
De súbito estalla bajo mis pies el vuelo de una codorniz. Si el Terry, mi amigo perro, hubiese ido conmigo, la habría señalado, tenso el cuerpo de cazador, temblante la nariz llena de atávicos instintos. Pero iba yo solo y por poco piso al pajarillo. El escándalo ruidoso de su vuelo hace que todo cobre vida. Entre los pinos se abre paso un rayo de sol y alumbra los tendederos de ropa campesina, llenos de vívidos colores.
Vuelvo al rancho, a mi casa. El aroma del fuerte café ranchero es también vida. En la cocina charlan las mujeres. Afuera, y dentro de mí, se ha disipado la neblina.

El negocio de don Avaricio era pequeño: solo tenía dos vendedores. Un día los llamó y les anunció: “He decidido hacer un concurso de ventas entre ustedes. El que lo gane tendrá derecho a una noche de sexo”. Preguntó en broma uno de los vendedores: “¿Y el que quede en segundo lugar?”. Respondió don Avaricio: “Ese será el que le dé al otro la noche de sexo”.

Algunas de las historias que se cuentan en el Potrero de Ábrego son tan ciertas que parecen falsas, y otras son tan falsas que parecen ciertas. No sé a cuál de las dos categorías pertenece la que oí esta Semana Santa que pasó.
La tarde era propicia para contar cuentos. Llovía; llovía morosamente —o sea amorosamente—; llovía una de esas lluvias que casi no son lluvias, sino neblina exagerada. Esta lenta lluvia las tierras la agradecen más, por que no solo les moja la piel, sino también el corazón. Las otras lluvias, los chaparrones súbitos que llegan y se van, dejan caer mucha agua, pero el agua corre, llega al arroyo y de ella queda solo un vago recuerdo de humedad. Son esos aguaceros —si me es permitida una comparación muy traída de los cabellos— como los marineros de Neruda, que besan y se van. (Ejaculatio prematura, diría alguien poco dado a los romanticismos).
El caso es que llovía, y cuando llueve en el Potrero las historias brotan antes que la hierba. Esta que oí se narra como cierta, no como “relación” o “ejemplo”, que así se llaman por allá los cuentos de imaginación. Sucedió —empieza la historia— que un día se perdió una niña. Tenía cinco años la pequeña. Su madre, que tendía la ropa que acababa de lavar, dejó de oír de pronto sus risas y su voz. No se inquietó; pensó que la chiquilla se habría quedado dormida, o que jugaba calladita por ahí.
Terminó la señora su tarea y entonces sí buscó a la niña. En la casa no estaba. Fue a ver si había ido al jardinillo de las dalias. Tampoco estaba ahí. Se preocupó, y comenzó a llamarla a gritos. Nadie le contestó. Preocupada, la mujer hizo que sus hijos buscaran a su hermanita por las cercanías de la casa, y ella fue por su esposo, que andaba en la labor. Juntos buscaron todos, sin resultado alguno. El hombre entonces bajó hasta el camino, recorrió un largo trecho en ambas direcciones; preguntó a los vecinos si habían visto a su hija. Nadie le dio razón de ella.
Bien pronto la noticia llegó al caserío: una criatura andaba perdida. Jamás en el Potrero había pasado eso. ¿Cómo se puede perder alguien en un lugar donde se encuentran todos? Los hombres dijeron que no había motivo de preocupación: seguramente la pequeña andaba por ahí cerca; no tardaría en aparecer. Las mujeres tuvieron opinión contraria: una recordó viejas historias de robachicos y aseguró que hacía poco una camioneta había pasado muy aprisa por ahí. A lo mejor en ella se habían llevado a la niñita. Pero todos, hombres y mujeres, dejaron lo que estaban haciendo y fueron a buscar. En la escuela el maestro suspendió las clases para que los niños mayorcitos se unieran a la búsqueda. Vino don Pablo con sus perros, que habían probado su fama de buenos rastreadores con el venado y con el puma. Les dieron a oler un vestidito de la niña, y fueron ladrando también los perros por el monte.
Llegó la noche, y la niña no apareció. Los hombres encendieron antorchas para seguir buscando. De las comunidades vecinas llegó gente. Los hombres se fueron a buscar también, y las mujeres se aplicaron a consolar a la angustiada madre, que lloraba como si su hijita estuviera ya tendida.
Amaneció sin que la niña fuera hallada. No había rastro de la pequeña. Todo el día continuó la búsqueda. “Hasta debajo de las piedras buscábamos, y nada” —contarían después los hombres.
La tarde del segundo día llegó temprano a la majada un pastorcito con sus chivas, y le contó a su hermano algo extraño que en el monte le había sucedido.
—Oí risas —le dijo—, como de una niñita que jugaba—. Debe haber sido el fantasma de una niña muerta; por eso me vine.
—¿Dónde fue eso? —preguntó el muchacho, que sabía ya lo de la chamaquita extraviada.
—En la quebrada de arriba, por el pinar grande.
Corriendo fue el muchacho a la casa de los angustiados padres, que lloraban ya la segura muerte de su niña, y les dijo lo que su hermano había oído. Se reunieron los vecinos, y guiados por el pastor subieron con el papá de la chamaquita a aquel lugar de la quebrada. Al acercarse oyeron, en efecto, risas y palabras infantiles. Apartaron unos arbustos. Ahí estaba la niña.
Se veía buena y sana. Sentadita en el suelo se entretenía en hacer un ramo con flores que había cortado. Pero no estaba sola: junto a ella se hallaba una coyota. Grande era el animal, y fuerte. Sin embargo, no parecía amenazar a la pequeña. Antes bien se diría que la estaba cuidando. Pero cuando el padre de la niña fue hacia ella la coyota gruñó en modo amenazante. Erizados los pelos de su lomo le mostró al hombre los colmillos. Lo mismo hizo cuando los perros de don Pablo fueron hacia ella. Asustados, los canes retrocedieron y se echaron a los pies de su amo, como para pedirle protección. Don Pablo no podía creer aquello: sus perros habían hecho frente al jabalí y al puma, y ahora retrocedían ante la coyota.
Don Abundio, el viejo sabidor, fue quien dijo la palabra salvadora.
—Vayan por la mamá de la niña —sugirió.
Trajeron a la angustiada mujer. Cuando la coyota la vio se apartó de la niña, como para dejar que la madre se acercara. Fue ella hacia la niña y la tomó en sus brazos. Entonces la coyota dio media vuelta y se internó lentamente en el pinar.
Esta es la historia. ¿O debo decir: esta es la leyenda? Quién sabe. Ya dije que las historias que se cuentan en el Potrero son tan ciertas que parecen falsas, y otras son tan falsas que parecen ciertas. La gente afirma que la coyota cuidó a la niña como si fuera su madre, y no dejó que nadie, sino su madre verdadera, se acercara a ella.
Sé que este relato es difícil de creer, pero precisamente las cosas más ciertas son las que son más inverosímiles. Yo pienso que esta narración es verdadera. Por eso le puse el nombre que se ve al principio: “Madres solo hay dos”.

En la noche de bodas el novio se despojó de su bata y se presentó al natural ante su mujercita. Mostrándole los bíceps le dijo con orgullo: “Un centímetro más aquí y tendría lo mismo que tiene Mister Universo”. Respondió ella: “Y un centímetro menos ahí y tendrías lo mismo que tiene Miss Universo”.

Mi nietecita corre hacia mí gritando: “¡Ito!”.
Si alguna vez el buen Dios me dice. “Entra en el Cielo”, esas palabras no me sonarán tan dulces como el alegre “¡Ito!” de esta niña mía.
Tiene mi nieta poco más de un año. Yo tengo todos los demás. Pero hay entre ella y yo secretos que no conoce nadie. Cuando ella corre echa los brazos hacia atrás. Se ríen todos al verla, menos yo. Sé por qué pone los brazos así: antes de nacer era un ángel; sus bracitos son el recuerdo de las alas que tuvo, cuya memoria sigue conservando.
No pierdas esas alas, mi niña; no las pierdas. Te servirán para alejarte de quienes van por el mundo desalados. Los años pasarán. (Ese es su oficio). Perderás la memoria de tus alas. Pero abrazarás a tu abuelo y él sabrá que no son brazos los que lo ciñen, sino alas de un ángel de ternura que Dios puso en su vida como anticipación del paraíso.

Caperucita Roja se levantó del suelo, se arregló el vestidito, se lo sacudió, se compuso el cabello desordenado y luego le dijo al Lobo: “¡Qué susto me diste, bárbaro! ¡De plano oí que me dijiste: ‘Te voy a comer’!”.

Qué tristeza, qué inmensa pesadumbre se abatió sobre la Ciudad de México aquel día 14 de septiembre de 1847. Sobre el Palacio Nacional ondeaba, soberbia, la bandera de Estados Unidos. Las barras y las estrellas habían sustituido a los tres colores del lábaro glorioso mexicano.
Las calles de la ciudad estaban silenciosas. Ventanas y puertas se cerraron en señal que era al mismo tiempo de luto y de odio al vencedor. En las aceras una hosca muchedumbre de “léperos”, gente miserable, veía pasar las filas de los yanquis, que mostraban todavía las señas del combate: cansados, con los uniformes sucios, rotos, lodosos, manchados por la sangre, desfilaban no como un ejército de hombres victoriosos, sino como mesnadas de asombrados vagabundos a quienes de pronto se les hubiera dicho que eran dueños de la ciudad más bella de la América.
Llegaron los norteamericanos a la plaza mayor de la ciudad —al Zócalo— y se formaron ordenadamente frente al amplio edificio del palacio de gobierno. Resonaron los hurras cuando su símbolo nacional ondeó en la astabandera. Las bandas de música rompieron a tocar el Hail Columbia y el Yankee Doodle. Y luego los soldados atronaron otra vez el ámbito de la plaza con vítores y aplausos: era que llegaba Winfield Scott, el hombre que los había llevado a la victoria, el que los condujo a aquel triunfo increíble que en más de un sentido se parecía al de Hernán Cortés sobre los antiguos habitantes de la gran Tenochtitlan. Jinete a lomos de un caballo bayo, hermoso y fuerte bridón, iba el comandante yanqui escoltado por una brigada de dragones que llevaban el sable desenvainado. Su figura era magnífica, dicen los cronistas americanos que lo vieron llegar a la plaza mayor. Lucía uniforme de gran gala, con charreteras doradas que brillaban contra el fondo azul oscuro de su casaca, y plumas albísimas le adornaban el sombrero. Vestía pantalón blanco, calzaba botas de montar y llevaba en las manos, como bastón de mando, su sable dentro de la vaina. Su expresión era seria, su porte sereno como de senador romano. Sabía que su triunfo era grandioso; que además de entrar en the halls of Montezuma estaba haciendo también su entrada en la Historia, en la inmortalidad que ganan los grandes guerreros victoriosos.
Cuando estuvo cerca de la plaza mayor Scott puso espuelas a su caballo y entró casi al galope. Fue entonces cuando estallaron los vivas, los estruendosos hurras de sus tropas. Metió riendas de súbito al bridón, de modo que lo hizo rayar frente a sus hombres. Los contempló en silencio; paseó largamente la mirada por los 6,000 soldados que estaban ante él. Los había invitado a buscar el triunfo o a cavarse una tumba. Y aquellos hombres lo siguieron, y junto con él labraron la victoria. Contra todas las posibilidades la obtuvieron guiados por él, que ansioso del triunfo violó de continuo las teorías de la táctica y la estrategia militares. Y ahora estaba ahí, vencedor, y su bandera ondeaba en el cielo de México. Había dado a su país la más grande victoria militar en toda su existencia.
Levantó Scott su sable a modo de saludo. Un inmenso vocerío se alzó de las tropas. Disfrutó Scott algunos momentos de aquel homenaje. Luego desmontó y entró al Palacio Nacional. Tomaba posesión formal del vencido país.
Mientras tanto en las calles, en las tabernas, en los tugurios miserables de los barrios, los hombres sin nombre —es decir, el pueblo— urdían el modo de cobrar venganza de sus triunfantes enemigos.

“… ‘El veneno se le pone al ratón en el agujero’, le indicó el vendedor al cliente…”.
Con cara de confusión
declaró el señor, sincero:
“Seguiré la instrucción, pero
¿quién me detendrá al ratón?”.

¿Cuántos años ya tienen de casados? Seguramente más de medio siglo. Los miro pasar por la ventana de mi casa: van al cercano parque, igual que cada día al declinar la tarde. Caminan despacito. Así, despacio, darán dos vueltas en torno del pequeño jardín. Van siempre de la mano, como cuando eran novios hace mucho tiempo; pero ahora van así para cuidarse el uno al otro, para sentir si el compañero va a caer y darle apoyo.
Muchos hablan del amor joven, del que es todo ilusión y todo fuego. Yo digo del amor que se torna más amoroso con los años; del que convierte a dos en uno solo y los funde en pensamientos y palabras.
Los miro ahora. Ya vienen de regreso. De muchas partes vuelven: de la alegría y la pena; de la esperanza y la resignación; de las victorias pequeñitas y de los sueños que nunca se cumplieron. Regresan los dos juntos. Llegará el día en que uno de los dos se irá. Pero ni aun esa separación podrá apartarlos: en el recuerdo y el amor seguirán juntos hasta el día de la alegría y la esperanza, de la gran victoria final.

Una señora les contó a sus amigas: “Mi marido hace conmigo lo mismo que con su bicicleta estacionaria: suda, jadea, se esfuerza mucho, puja, pero no llega a ningún lado”.

No debería yo contar esta historia. Pero casi todas las historias que cuento son historias que no debería contar. Y es que quienes lean la que ahora sigue van a pensar que no hay moral en este mundo. Y a lo mejor tienen razón. La verdad es que solamente hay moral en el mundo de la moral. En el mundo mundo, es decir en lo que llamamos mundo, el mundo mundanal, eso de la moral es artículo bastante escaso, si me es permitida esa cínica y triste —todo lo cínico tiene algo de tristeza—, pero al fin y al cabo realista, manifestación.
Este marido de mi historia era celoso. A su lado el paradigmático Otelo era un crédulo, un incauto, un confiado, un cándido, un bonachón, un calzonazos. Y es que el esposo era maduro ya, y su mujer muy joven. Casó el señor cuando bordeaba ya la cincuentena, y ella apenas pasaba de los 20. Había oído él la frase popular que dice: “Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura”, y no quiso ser muerto ni mitrado. Para conseguir eso sujetaba a su joven esposa a una estricta vigilancia; ponía sobre ella más ojos de los que tuvo Argos.
Había un grave problema, sin embargo: el hombre era viajante de comercio. Salía de viaje una semana sí y la otra no, de modo que 15 días al mes estaba ausente de su casa. ¿Qué hacer cuando faltaba? El marido no tenía madre o hermanas a quien confiar a su joven esposa. Tampoco podía llevarla con él. Recurrió entonces a un drástico expediente: cuando salía de viaje dejaba encerrada en la casa a la muchacha. La surtía bien de mandado —así se decía en los años cincuenta del pasado siglo, tiempo en el cual sucede esta veraz historia—; le compraba una buena dotación de revistas para que se entretuviera —Pepines, Paquines, Sucesos para todos, Confidencias—, más alguna novela de Pérez Escrich o Hugo Wast, y al irse cerraba la puerta por fuera con llave y con candado.
Al principio la muchacha se distraía haciendo los quehaceres de la casa, oyendo en el radio las novelas de moda: Jesusita en Chihuahua, La intrusa; los programas de complacencias, y por la noche el noticiero Carta Blanca con Nacho Santibáñez, La hora azul de Agustín Lara, y los programas que más se oían por entonces: El cochinito, para adivinar el nombre de las canciones; El risámetro, con chistes cuya gracia era medida por un supuesto aparato que registraba la intensidad de las risas en el público; El doctor IQ, de preguntas y respuestas; El monje loco, de misterio...
También leía a ratos un libro, o sus revistas, especialmente Confidencias, que la hacía soñar por sus historias de color de rosa, invariablemente con final feliz, y por el correo sentimental de quienes buscaban u ofrecían una relación, siempre con intenciones serias, claro.
Pero se aburría, se aburría la muchacha. El ausente marido debió prever ese aburrimiento, y considerar que no hay mujer más peligrosa que una mujer que se aburre. Siempre he pensado que nuestra madre Eva comió de la manzana no por maldad, sino por aburrimiento. Que me disculpen los teólogos, pero si Dios hubiera puesto maquinitas en el Paraíso no habría sucedido lo del pecado original.
Un día la seclusa muchacha oyó pasos en la azotea, en el sentido literal de la palabra. Se asomó al patio, temerosa, y lo que vio la dejó en suspenso. Reconoció al apuesto muchacho que vivía en la casa de al lado.
—No se asuste, señora —le dijo el guapo mozo—. Estoy poniendo una antena para el radio.
En aquellos años —mediados del pasado siglo— los radios debían tener antena para oírse bien.
La antena era un palo que se ponía en lo altos de las casas, con un alambre que bajaba por la pared hasta el aparato.
—Mi radio no se oye bien —dijo la muchacha—. Ya que anda arriba ¿no me haría favor de revisar la antena?
El muchacho, que al parecer sabía de esas cosas, la revisó y dijo que todo estaba bien. Y bien estaba, claro. Aquello de que el radio se oía mal lo había inventado ella.
—Ha de ser cosa del aparato —sugirió el joven.
—¿Por qué no viene a verlo? —pidió la muchacha.
—Señora —respondió como con pena el joven—. La puerta de su casa está cerrada por fuera con candado. No se puede entrar.
—Podría usted bajar por la ventana del corral —propuso ella como con timidez.
No tiene caso que cuente yo el resto de la historia. El radio no tenía nada, pero la solitaria esposa sí. Tenía aburrimiento, y una mujer aburrida es capaz de todo con tal de disipar su aburrimiento. Por eso no deben quejarse los maridos cuyas esposas van todos los días a las maquinitas. A otros sitios de mayor riesgo podrían ir.
Este cuento no lleva moraleja. Ninguno de los que escribo lleva moraleja: ¿quién soy yo para andar proponiendo moralejas? No tengo cara para moralizar, aunque supongo que no se moraliza con la cara. El relato contiene, sí, la comprobación de un hecho conocido: cuando la mujer se decide a decidirse no hay poder humano que pueda contenerla. Ni sobrehumano tampoco. Los griegos supieron bien esta verdad. En Leda y Danae representaron la eterna disposición de la mujer a ser visitada por el hombre, y en el lascivo Zeus la gana eterna del varón por folgar con fembra placentera, según dijo Berceo. Demos gracias a Dios, que tan bien ordenó las cosas de este mundo, por esa sempiterna gana y esa benévola disposición.

El borracho empezó a ponerse necio en la cantina. Fue hacia un señor que sin meterse con nadie bebía su copa en un extremo de la barra y le dijo con tono amenazante: “¿Está usted buscando pleito?”. El otro le respondió muy calmado: “Desde luego que no, amigo. Si buscara pleito ya me habría ido a mi casa”.

El colibrí es tan leve que cuando se posa sobre una flor esta pesa menos de lo que pesaba antes de que se detuviera en ella el colibrí.
Vuela el colibrí y el aire no se da cuenta. Tan pasajero pasa bajo el sol que no hace sombra.
Está aquí y ya no está; aquí no está y está aquí ahora.
Dios es grande. Lo prueba el colibrí. Anda entre cosas gigantes —esta montaña, este árbol, este hombre— y prevalece entre ellas. Yo le pongo un poquito de azúcar y unas gotitas de agua, y viene el colibrí hasta mi ventana, y no me teme; liba al alcance de mi mano. Casi oigo el latido de ese milímetro perfecto que es su corazón, y en él siento el latido de la vida, eterna y grande y fuerte como el colibrí.

Una señora fue a jugar al golf. Jamás lo había hecho, de modo que se puso a tirarle golpes a la pelotita sin ton ni son. Diez o más veces dio en el aire; otras tantas o más maltrató el green, hasta que por puro azar le acertó a la pelota. Salió esta a gran velocidad y fue a golpear a un pobre tipo que andaba jugando más allá. La señora oyó el alarido de dolor y fue corriendo hacia la víctima. El hombre estaba doblado sobre sí mismo, y tenía las manos en la entrepierna. “Perdone, señor —le dice muy apenada la señora—. ¿Le duele mucho?”. El otro no podía ni hablar. “A ver, permítame” —pide la mujer—. Le apartó las manos y empezó a sobarle ‘ahí’ al tiempo que decía lo que dicen las mamás cuando sus niños se golpean: “Sana, sana, colita, de rana”. Le dio una sobadita, y otra, y otra. El señor nada más giraba los ojos y se revolvía. Terminó finalmente el masaje con un largo suspiro del señor, y le preguntó la mujer: “¿Ya se siente mejor?”. “Sí —respondió el tipo—. Pero todavía me duele el dedo”.

Doña Rosa ha terminado de poner en orden su castaña. Por acá llamamos “castaña” a un baúl cuya cubierta abombada tiene la forma de ese fruto.
En su castaña doña Rosa guarda sábanas y colchas. Las tiene ahí en perfecto arreglo, limpias como una virgen que va al tálamo. Suele poner entre ellas una manzana o un membrillo, o ramitos de menta perfumada. Cuando abre su castaña doña Rosa se extiende por el cuarto un suave aroma que debe ser como el olor de santidad.
Yo quisiera tener mi vida igual que doña Rosa tiene su castaña, limpia y en orden, sin otras cosas que las necesarias. Pero no vivo aquí, en el rancho, donde todo tiene la sencillez y claridad del agua, y donde nada sobra y nada falta. A mí me falta todo porque me sobra todo. Miro la santa simplicidad de esta castaña y en ella quisiera guardar mi alma. Se volvería limpia y perfumada, como las colchas y sábanas de doña Rosa, que huelen a Dios.

Dos agentes viajeros conocieron en el pueblo a unas muchachas y las llevaron a bailar. Al salir de la disco les hacen una proposición: “¿Qué les parece si vamos a nuestro cuarto del hotel?”. Pregunta una de las muchachas: “¿Traen aspirinas?”. “No” —responde uno de los tipos, muy extrañado por la pregunta—. "Entonces no vamos”, dicen ellas. Pasa una semana y los cuatro vuelven a salir. Se repite lo mismo de la ocasión anterior. “¿Vamos a nuestro hotel, muchachas?”. ¿Traen aspirinas?”. “No”. “Entonces no vamos”. La tercera vez los agentes se compraron una buena dotación de aspirinas. “¿Vamos al hotel?” —vuelven a insistir—. “¿Traen aspirinas?” —pregunta de nueva cuenta una de las chicas—. “Sí”. "Entonces vamos”. Los agentes preguntan sorprendidos: “¿Por qué ahora que traemos aspirinas sí aceptan ir?”. Explica una de ellas: “Es que nos gusta follar hasta que nos duele la cabeza”.

SONETO PARA DECIRSE EN VIERNES SANTO
¿Y ese afán por negarte y resistirme?
¿Y ese volverte sordo a mi llamado?
¿Y ese fingirte muerto y sepultado?
¿Y ese clavar tu puerta por no abrirme?
¿Y ese tu vano empeño por huirme
siendo yo cruz y tú crucificado?
¿Y ese querer salir desatentado
siendo tú el preso y yo la cárcel firme?
¿Cómo podrás echarme de tu lado
si yo soy la corona de tus sienes
y la llaga que rompe tu costado?
Sé mi cautivo pues. Te he derrotado.
Señor: te tengo ya porque me tienes.
Porque te busco, Dios, ya te he encontrado.

Le pregunta un tipo a otro: "¿Qué harías si llegaras a tu casa y encontraras a tu esposa con un hombre?”. Contesta el otro: “Le mataba el perro al desgraciado”. “¿Cuál perro?” —se extraña el amigo. "No sé cómo se llaman —replica el sujeto—. Esos perros que guían a los ciegos”.

—Nadie sabe lo que sigue después de la muerte —postuló el conferencista con solemnidad.
—¡Yo sí sé! —gritó una señora desde atrás—. ¡Siguen la pera, la bandera y el bandolón!
Dicen algunos que todo acaba con la muerte. No es cierto: después vienen los pleitos por la herencia.
Murió un cierto señor. “Morir es una costumbre que sabe tener la gente”, dijo Borges. Prudente y ordenado, aquel señor había hecho testamento, y así su esposa quedó como heredera de sus bienes.
Los hijos, sin embargo —varones todos— reclamaron a su mamá la herencia de su padre. Quizá por ellos mismos no lo habrían hecho, pero esposas tenían, y así la cosa cambia. La viuda, a fin de obviar problemas y mantener unida a la familia, distribuyó a sus hijos las propiedades y el dinero. Hasta la misma casa en que ella iba a vivir la entregó como parte de la herencia. No se quedó sino con lo estrictamente necesario para pasar los últimos años de su vida.
Y sucedió que tan pronto los hijos se vieron con lo suyo, no fueron ya los mismos con su madre. Dejaron de visitarla con la frecuencia con que lo hacían antes de que les repartiera los haberes. “El interés tiene pies”, dice el refrán. Ahora que los hijos ya no tenían interés tampoco tenían pies que los llevaran en dirección de la casa de su madre.
No dejó de afligirse la señora por el abandono. Había desoído el consejo de su esposo, quien le recomendó mantener hasta su muerte aquellos bienes. Que siquiera por interés los hijos la procuraran. Pero es que ellos le recitaron una y otra vez la conocida frase de Anamaría Rabatté: “En vida, hermano, en vida”. Solo que esa frase alude a muestras de gratitud y amor, no a la dación de bienes materiales.
Se quedó, pues, sin nada la señora. Se quedó sola, por lo tanto. De la higuera no somos amigos, sino de los higos. Y la madre tenía hijos, pero higos ya no tenía que dar.
Cierto día, sin embargo, una de las nueras fue por ella para que le cuidara a los niños, pues la muchacha no había ido, y se dio cuenta, intrigada, de que su suegra llevaba consigo una cajita que no desamparaba en ningún momento. Le llamó la atención aquello, y comentó con sus concuñas lo que había visto. Empezaron a observar a la señora. Llegaban de repente a su casa, como por casualidad. Lo primero que hacía la suegra al verlas era tomar la caja y mantenerla junto así. Sonaba la cajita con el ruido de cosas que adentro iban. Deliberaron en cónclave las nueras. ¿Qué tenía en aquel cofrecito la señora?
—Todo nos repartió —dijo una—, menos las joyas.
Entonces empezaron a adularla, cada una por su lado, con la esperanza de ganar lo mejor de aquel tesoro. Iban por ella, la llevaban al cine, la invitaban a comer y cenar, le pedían que las acompañara en las salidas de fin de semana y vacaciones, la cuidaban y asistían con solicitud.
Así pasó el tiempo. Murió al fin la señora, con la cajita bajo la almohada de la cama. Las nueras abrieron con avidez el cofre para sacar las joyas que se repartirían. Estaba lleno de piedritas.
Cada uno saque de esta historia la moraleja que más le guste o le acomode. Yo no saco ninguna, pues a mí las moralejas no me gustan. Prefiero decir la historia como a mí me la dijeron.

“… Un marido encontró a su mujer trabajando en una casa de mala nota…”.
La señora dio la cara.
Le dijo: “De aquí no salgo.
Me ordenaste que hiciera algo
que supiera y me gustara”.

Hu-Ssong encomiaba las cualidades de su perro.
—Tiene una gran inteligencia —decía—. A veces casi creo que adivina lo que estoy pensando.
—¡Caramba! —exclamó un discípulo al mismo tiempo con asombro y con admiración—. ¡Hasta parece un hombre!
Luego los discípulos empezaron a hablar de un compañero al que apreciaban mucho.
—Es muy bueno —decían—. Franco, leal, incapaz de traiciones, verdadero. Sabe agradecer los favores que recibe y jamás incurre en culpas de ingratitud. Es fiel a toda prueba: nunca abandona a quien lo quiere.
—¡Caramba! —exclamó entonces Hu-Ssong al mismo tiempo con admiración y con asombro—. ¡Hasta parece un perro!

Le dice un tipo a otro: “Anoche fui a un restorán de lujo, y disfruté de una cena ovípara”. “Querrás decir ‘opípara’ —lo corrige el otro. ‘Ovípara’ viene de huevo”. “Precisamente —replica el tipo—. La cena me costó uno”.

Quince mil hombres, mujeres, ancianos y hasta niños se lanzaron en la Ciudad de México a combatir a los americanos. Los yanquis eran ya dueños de la capital. La habían ocupado como conquistadores. Redujeron por la fuerza los últimos bastiones de la resistencia: el Castillo de Chapultepec y las garitas de San Cosme y Belén, y tomaron posesión de la Ciudadela, que se les entregó sin combatir. Vencedores, izaron en el Palacio Nacional su bandera de las barras y las estrellas, y sus tropas desfilaron por las calles ante el hosco silencio de una muchedumbre que al mismo tiempo con odio y pesadumbre veía la invasión de la orgullosa metrópoli de México. La furia popular estalló de pronto con fuerza de volcán. Nadie supo cómo ni por qué, pero de súbito el pueblo se lanzó contra los agresores. Llovieron sobre ellos piedras; desde ventanas y balcones se les disparaba con viejos fusiles de caza. Aquella guerra popular se inició a las 9 de la mañana del día 14 de septiembre de 1847. El pueblo se organizó espontáneamente; no tuvo jefes militares que lo dirigieran ni cabecillas que lo mandaran. Con piedras y con palos inició una resistencia desesperada que duraría 36 horas y que solo acabó cuando fue ahogada en sangre por los americanos, del mismo modo que en sangre ahogaron los franceses la heroica defensa que el pueblo de Madrid hizo de su ciudad cuando la ocupó Napoleón.
Los primeros soldados que cayeron víctimas del furor del pueblo pertenecían a la división del general Worth. Fueron abatidos por balas disparadas por francotiradores, o cayeron con la cabeza aplastada por las grandes lajas que la gente quitó del empedrado de las calles y subió a las azoteas para lanzarlas contra los enemigos. Scott escribiría en el informe que al día siguiente envió a Washington:
“... Poco después de que habíamos entrado, y estando en el acto de ocupar la ciudad, un tiroteo fue iniciado contra nosotros de las azoteas de las casas, de las ventanas y de las esquinas de las calles, por alrededor de 2,000 convictos, liberados la noche anterior por el gobierno en huida, unidos, quizás, al mismo número de soldados mexicanos que se habían desbandado y quitado el uniforme...”.
No eran ciertas las palabras de Scott. Ni convictos ni soldados eran quienes los atacaban, sino gente del pueblo que al margen de los políticos y de los militares hacía su propia guerra contra los invasores de su país. El señor Vigil y Robles cita la narración de un testigo de aquellos acontecimientos. El relato tiene la fuerza de las narraciones en que don Benito Pérez Galdós, autor de los preciosos Episodios Nacionales, describió la heroica resistencia del pueblo español contra su opresor francés:
“... Vi corriendo en tropel por la calle, con dirección a la esquina de Amargura, un pelotón de hombres armados a cuya cabeza iba un fraile, montado en un brioso caballo, con sus hábitos arremangados y sosteniendo en sus manos nuestro pabellón de las Tres Garantías. El fraile influía aliento e inspiraba entusiasmo a los gritos de “¡Viva México! ¡Mueran los yanquis!”. Así es que los hombres que en el zaguán había abandonaron este para unirse al grupo de patriotas, y yo con ellos...”.
Patriotas... Eso fueron quienes lucharon contra los americanos en aquella guerra anónima. Patriotas fueron también los que en Matamoros, Monterrey y la Angostura, lo mismo que en Veracruz, Molino del Rey, Padierna, Churubusco y Chapultepec, ofrendaron su vida en defensa de la nación. No fueron patriotas, en cambio, los políticos liberales que pospusieron el interés de la patria a sus mezquinas luchas por el poder, ni los militares ambiciosos que enfrentaron sus envidias en vez de unirse para expulsar al enemigo de su país.

El verdugo estaba hablando por teléfono. Dice de pronto: “Después te llamo. Ahora tengo que colgar”.

HISTORIAS DE LA CREACIÓN DEL MUNDO
El Señor hizo a los lujuriosos.
El barro que le sobró lo puso a un lado.
El Señor hizo a los lascivos.
El barro que le sobró lo puso a un lado.
El Señor hizo a los que andan en cosas de concupiscencia.
El barro que le sobró lo puso a un lado.
Luego, con ese barro que le había sobrado, el Señor hizo a los moralistas. Y explicó:
—Es que en el fondo tienen algo de todo lo que condenan.

El predicador llegado de Alemania le dijo en la cama a la robusta campesina que mostraba algunos escrúpulos finales: “Tu marido te dio permiso de tener un pastor alemán. Esto no es sino una interpretación de esa licencia”.

Se acercaba ya el 8 de diciembre, fiesta de la Purísima Concepción de María, y el pueblo entero se dispuso a celebrarla. Hermosa fiesta es esa, y muy profundo su significado. No se alude en ella a la pureza con que Jesús fue concebido en el seno virginal de la doncella: se alude a la pureza con que la madre de la Virgen, Santa Ana, concibió a María. Si Dios se iba a hacer hombre en el seno de María, ella debió ser concebida también sin mancha de pecado original. Su concepción tenía que ser pura, pues toda pureza debía residir en el vaso insigne en que el Verbo se haría carne. Por tanto, cuando se habla de la Purísima Concepción de María no se habla de la concepción de Jesús en el vientre de la Virgen; se habla de la concepción de María en el vientre de Santa Ana.
Pero estas son teologías —o mariologías— cuya complejidad no cuadra con la llaneza de la historia que voy a relatar. La comienzo de nuevo, pues, desde el principio.
Se acercaba ya el 8 de diciembre, fiesta de la Purísima Concepción de María, y el pueblo entero se dispuso a celebrarla. Todas las calles y fachadas se llenaron con banderitas de papel de china que lucían, unas, los colores marianos, azul celeste y blanco, y otras los colores pontificios, blanco y amarillo, en recuerdo del dogma de la Inmaculada Concepción proclamado por el Papa.
Había llegado al pueblo un nuevo párroco, hombre joven y por tanto proclive a novedades. Al flamante señor cura se le ocurrió una idea. Ese año no se sacaría en procesión la imagen de la Virgen, añosa ya y por lo tanto frágil, pues las sacudidas de las andas podían causarle daño. En vez de eso alguna linda muchacha del pueblo haría el papel de Virgen. Con eso la procesión tendría más realismo.
No a todos les gustó la idea. La juzgaron peligroso modernismo contrario al dogma y a la tradición. Además aquella imagen era el objeto principal de la devoción del pueblo, por lo milagrosa. Pero en aquellos años la voluntad del cura equivalía a la voluntad de Dios, y todos acataron su decisión sin objetarla.
Hubo una junta de congregaciones, y cada una propuso su candidata a Virgen. En la siguiente sesión fueron llamadas las muchachas, y se presentaron todas luciendo el atuendo virginal. Se había formado un sínodo compuesto por el párroco, el Gran Caballero de los de Colón y el presidente de los Guardias de Honor de Jesús Sacramentado. Después de largas deliberaciones en las cuales se tomaron en cuenta consideraciones estéticas, sociales y de política local, el triunvirato escogió a una de las bellas candidatas, que resultó ser sobrina del Gran Caballero y ahijada de bautizo del presidente de los Guardias.
Se llegó el gran día, y empezó la procesión. La Virgen iba en un carro alegórico, de pie sobre una peana, amarrada por la cintura a su retablo con unas cuerdas cuya vista ocultaba el manto azul de seda. Llevaba las manos juntas, y en el rostro una dulcísima expresión que su mamá le había ensayado ante el espejo. La procesión recorrió las calles principales de la ciudad. El Gran Caballero caminaba al lado del vehículo, atento a los cuidados de la Virgen.
Se acercaba ya la procesión al templo cuando de pronto la muchacha llamó al Gran Caballero con apagada voz de angustia. El gordo señor trepó al carro apresuradamente, si bien con algunos trabajos. La muchacha inclinó el rostro y le dijo unas palabras al oído. El sudoroso Caballero, entonces, se apeó de un salto, levantó los brazos con ademán imperativo y ordenó con estentóreo grito:
—¡Alto a la procesión! ¡La Virgen quiere mear!

“… El niño le preguntó a su padre: ‘¿Qué es el Círculo Polar Ártico?’…”.
Sin sentir rubor alguno
contestó al punto el papá:
“Pregúntale a tu mamá.
Ella sabe, pues tiene uno”.

Subo a mi nieta en el carrito del supermercado y la llevo por todos los andadores de la tienda.
Va mi pequeña con actitud de reina que va en carruaje de oro. No dice nada; no habla: me indica nada más con diminuto índice por dónde debo ir. Su mudo gesto perentorio me hace voltear a izquierda o a derecha, o regresar sobre mis pasos para que ella mire algo que quiere ver mejor. Luego, otra vez, el terminante dedito me ordena continuar la marcha, y a poco nuevamente la palma de la mano infantil —que no es palma, sino botón de rosa o nieve niña— me manda detenerme.
Mi esposa nos observa, divertida.
—Lo que nadie ha podido hacer, decirte por dónde debes ir, lo hace esta chiquitilla.
Yo gozo la dulcísima tiranía. En todo el planeta no hay cochero —o caballo— más feliz que yo. Vamos los dos orondos por el mundo, abuelo y nieta, en un carruaje de oro.

Un individuo fue llevado a la presencia de un rudo dictador. “Señor —le informó al déspota el jefe de la policía—. Este hombre vio desnuda a la esposa de usted”. “Sáquenle los ojos” —decretó el tirano. “También le hizo una caricia”. “Córtenle la mano” —ordenó el opresor. “Y también —concluyó el jenízaro con vacilante voz— le hizo el amor. ¿Le cortamos la esta?”. “No —sentenció el tirano—. Solamente no le den penicilina. Solita se le va a caer”.

Entró corriendo en su casa Conchita Lombardo. En la sala estaba esperando su novio, el general Miguel Miramón. Pidió Miguel a Lupe y Mercedes, hermanas de Concha, que los dejaran un momento solos.
—Lejos de ti no hallo la paz —dijo el joven militar a la muchacha—. Es necesario que te unas a mí para volver a la campaña. Puedo arreglar nuestra boda en 24 horas.
—¿Para mañana? —se sorprendió ella—. Si así lo quieres así será, pero quisiera pedirte que esperaras al menos hasta el domingo.
No necesitaba más Miramón. Abrió la puerta de la sala y gritó:
—¡Mercedes! ¡Lupe! ¡Concha y yo nos casaremos el domingo!
Entraron las hermanas y abrazaron a Conchita.
—Voy ahora a dar la noticia a mis papás —dijo Miguel.
—Pero... —intentó decir Lupe.
—¡No hay peros! —la atajó Miguel—. Y no se preocupen por los preparativos. Yo me encargo de todo.
Salió como una tromba. Aún no se reponían de su sorpresa las hermanas cuando llegó a la casa un sacerdote a fin de formalizar los esponsales con la promesa de Concha, ante dos testigos, de que tomaría por esposo al general. El jueves por la noche se presentó Miguel acompañado por el solemne señor don Nicolás Icaza para fijar los detalles de la boda.
—Nos casaremos en el Palacio Nacional —anunció Miguel—, pues el señor Presidente será padrino de boda.
—Eso no —respondió Conchita con firmeza—. Yo me caso en mi casa o no me caso.
—Pero, señorita —farfulló don Nicolás—. Tal cosa es imposible. El señor Presidente no vendría aquí.
Un leve rubor de indignación apareció en las mejillas de Concha. Las palabras de Icaza parecían insinuar que el barrio donde vivían las Lombardo, y su misma casa, eran tan pobres que no sería propio que el Presidente fuera ahí.
—Si el Presidente no quiere venir, que no venga —dijo Concha terminante—. Mi casa será humilde, pero es mi casa y la de mis hermanas. Se le debe respeto.
—Le ruego, señorita, que reconsidere su actitud —insistió Icaza—. El Presidente ha sido ya invitado, y no se le puede hacer un desaire. Piénselo, por favor.
—No necesito pensarlo —reiteró Concha—. Saldré de mi casa o no saldré.Miguel, sin ocultar la satisfacción que sentía al ver la firmeza de carácter de su futura esposa, quiso acceder a sus deseos:
—¿Qué te parece, Concha, si aquí nos casa el padre y luego tenemos en Palacio la misa de velación?
—Me parece bien —respondió Concha muy seria.
—Perfectamente —dijo Miguel—. Ahora, Concha, quiero decirte frente al señor Icaza, que me servirá de testigo, algo muy serio.
—¿Tan serio así? —preguntó Concha con inquietud.
—Tan serio que si no aceptas lo que te voy a decir no podría casarme contigo.
—¿De qué se trata? —inquirió Concha.
—Tú sabes cómo te quiero —comenzó Miramón—, pero sabes también que estoy entregado a la carrera militar. Quiero que sepas desde ahora que ni siquiera tus lágrimas podrían apartarme del cumplimiento de mi deber. Soy un soldado, Concha, y debes estar consciente de ello porque cualquier día puedo dejarte viuda. Esa es la única clase de vida que puedo ofrecerte. ¿La aceptas?
—Sí, Miguel, la acepto —expresó Concha—. Sé que puedes morir joven. Si eso llega a suceder quiero jurarte, también delante del señor Icaza, que llevaré luto por ti el resto de mi vida.

“… Una cafetería de Suiza ofrece café con sexo oral…”.
De esa oferta me enteré,
y ojalá la idea prospere.
(Por lo que a mí se refiere
pueden guardarse el café).

Sientes que mueres tú también en el amigo muerto: ya no más la canción, no más la risa, no más las arduas discusiones desde la caída de la tarde hasta la madrugada sobre cosas del cielo y de la tierra...
Sientes que en el amigo ido se va también algo de ti. Ahora él es ausencia, y en esa pérdida te pierdes igual tú: dices palabras que él ya no oye, y tiendes una mano que no encuentra la suya.
Pero entonces te llega la memoria, y en la recordación él sigue vivo. Y resucita la canción, y se oye otra vez el eco de la risa, y sientes cerca de ti lo que se ve lejano.
La verdad es que un amigo no se pierde nunca. Está aunque ya no esté. Sigue viviendo aun después de muerto. Su amistad te acompaña para siempre y no te deja solo. La canción y la risa y la palabra son escudos que salvan de los golpes de la muerte. Esa sombra de muerte que se llama olvido desaparece donde está esa luz de la vida que se llama recuerdo.

Don Geroncio, señor de edad madura, casó con mujer joven. Al poco tiempo un amigo le pregunta: “¿Cómo te va con tu esposa?”. Contestó el flamante marido: “La traigo muerta”. Inquirió el amigo bajando la voz: “¿Y no has probado a tomar Viagra?”.

Llegó, cuando pardeaba, el señor cura al rancho
—misa, bodas, bautizos primeras comuniones—:
pobres, como el pobre, sus recios zapatones,
su raída sotana y su sombrero ancho.
Él a todos conoce: Esteban, Lupe, Pancho...
Lo quieren ellos porque “no nos echa sermones”.
Al cielo los conduce entre dos maldiciones:
a los hombres, “cabrones”; a los niños, “caranchos”.
Con su antiguo breviario que lee vacilante.
Su café y su cigarro, su catre, un viejo manto
y un plato de frijoles, tiene más que bastante.
Para la risa es fácil, igual que para el llanto...
En la ciudad los suyos lo llaman ignorante.
Y lo es. Tan ignorante que no sabe que es un santo.
Potrero de Ábrego.
Ayer. Muy ayer.

La directora de la escuela donde estudiaba Pepito —eso de “estudiaba” es un decir— hizo proyectar una película documental en la que se mostraba el nacimiento de un bebé. Quería que los niños supieran sin reserva alguna todo lo relacionado con el principio de la vida humana. Los párvulos vieron con claridad la escena capital, el momento maravilloso en que el pequeño asomaba la cabecita al mundo, y luego observaron cómo, ya nacido, el niño era suspendido en alto por el médico, que le dio una fuerte nalgada, con lo que el recién nacido rompió a llorar estrepitosamente. Juanilito, sentado al lado de Pepito, exclamó con indignación: “¿Te fijaste cómo le pegó al pobre niño ese salvaje?”. “Y con razón —replica Pepito—. ¿No viste dónde se metió?”.

¿Recuerdas, Terry, la primera vez que viste tu sombra en la pared? Le ladraste con tu infantil ladrido de cachorro, y luego trataste de jugar con ella. Volteaste después, y te asombraste al no mirarla más. Yo no pensé en decirte que en nuestra vida hay sombras siempre. Eso no se le dice a un perro niño.
Ahora que tú estás en la luz debes saber de cierto lo que nosotros a veces olvidamos: que las sombras son solo eso, sombras. Desaparecen si volvemos la vista hacia otra parte. Estamos hechos para la luz, mi querido Terry; tenemos vocación de claridad.
A veces las sombras nos convocan, o caen sobre nosotros como un oscuro fardo.
Pero la luz nos llama nuevamente, y la seguimos igual que ciegos que intuyen en su tiniebla un resplandor. Tú ya encontraste la luz, amado perro mío. La busco yo todavía. En ella nos hallaremos al final.

“… El padre de Susiflor se preocupaba porque el novio de la joven no daba trazas de casarse…”.
Preguntó a su hija, afligido:
“¿Te pidió tu mano ya?”.
Respondió ella: “Papá:
solo eso no me ha pedido”.

Hombre misterioso era aquel. Vestía con elegancia cuidadosa: traje de casimir inglés príncipe de Gales; chaleco; reloj de bolsillo con leontina; corbata de moño; calzado de charol y un finísimo sombrero Stetson de esos que la gente llamaba “de cinco pores”, pues su cintillo interior estaba marcado con cinco X.
Se hospedó dicho señor en una de las dos posadas existentes para alojar a los viajantes de comercio, únicos forasteros que a aquel pueblo llegaban. Su nombre —Juan González— nada dijo al dueño de la hospedería ni tampoco la procedencia del recién llegado: “Interior de la República”. En el apartado correspondiente a “Ocupación” escribió el hombre: “Financista”, actividad desconocida en el lugar.
Metódico era el huésped. Se levantaba muy temprano y salía a caminar por las calles recién amanecidas. Volvía a poco y tomaba su almuerzo —el mismo siempre, de migas con huevo, frijoles y café— en la fonda de la posada. Luego se encerraba en su habitación y ahí pasaba las horas hasta que llegaba la de comer. Daba cuenta con apetito bueno de la comida del día; al terminar bebía una copa de coñac, lujo que los demás viajeros no podían darse, y en seguida se retiraba a dormir la siesta. Cuando caía la tarde salía otra vez a deambular; tornaba a la posada; cenaba con moderación, y a dormir. Al sonar las 9 de la noche en el reloj de la administración se apagaba la luz del cuarto de aquel sujeto extraño.
La misma rutina día tras día: los mismos paseos por los mismos sitios; la siesta, siempre de igual duración; los alimentos a sus horas, y aquella clausura en su cuarto por las mañanas, durante las horas que los demás viajeros ocupaban en visitar a su clientela. Ese señor a nadie visitaba; con nadie tenía trato. El dueño de la posada, curioso como todos los de su oficio, intentó alguna vez trabar conversación con él a fin de averiguar a qué se dedicaba. Empeño inútil: el hombre respondió con vaguedades; eludió cortésmente la conversación y luego se marchó dejando con la palabra en la boca a su interlocutor.
Así pasó, completa, una semana. Llegó el viernes. Ese día, contra su costumbre, el individuo salió a media mañana de su habitación. Al posadero le llamó la atención aquella salida inesperada, e hizo que el muchachillo de los mandados lo siguiera. A poco volvió el hombre, pagó lo correspondiente al alquiler de la semana y a los alimentos, y luego avisó al dueño que seguiría ocupando el cuarto que le tenía destinado.
El mandadero dio a su amo cumplida relación de su encomienda. Había seguido al señor hasta el banco. Ahí lo vio sacar del bolsillo de su chaleco cinco relucientes centenarios que cambió por un buen montón de billetes de varias denominaciones. Se quedó boquiabierto el posadero: su huésped, entonces, era hombre de posibles, y aun rico. Eso de tener centenarios era detalle muy revelador, y más si se las monedas de oro las cambiaba por billetes para el gasto corriente. ¿Quién era aquel extraño personaje? ¿Qué hacía? ¿De dónde su riqueza? El de la posada comentó el caso con su esposa, mujer que siempre tenía explicación para todo, y no acertó la señora a imaginar el giro a que se dedicaba ese Creso que usaba centenarios como moneda cotidiana.
¿De dónde sacaba esas monedas? se preguntaba el posadero. A él no le hizo ningún depósito. Ganas le vinieron un día de entrar furtivamente en la habitación del acaudalado visitante para buscar entre sus pertenencias ese tesoro de doradas monedas, al parecer inagotable. Pero lo asaltó, si no el escrúpulo de la honradez —no se fijaba en esos tiquismiquis— sí el miedo a la furia del potentado.
Tal temor, sin embargo, no fue suficiente para frenarlo en otro empeño. Ya sabemos que el rico huésped se encerraba todas las mañanas en su cuarto. ¿Qué hacía ahí? Un día el posadero ya no se pudo contener. Con pasos tácitos entro en la habitación vecina a la del caballero; acercó una silla a la puerta que unía los dos cuartos; trepó a la silla y se asomó por el postiguillo superior. Lo que vio lo dejó maravillado.
En este punto me gustaría poner “Continuará”. Eso vendría de perlas, pues los lectores tendrían que preguntarse qué fue lo que vio el posadero. Con ese pensamiento andarían fatigados, y alguno quizás hasta perdería el sueño. Pero sucede que apenas voy a la mitad del relato. Así, me veo en la necesidad de continuar. Y continúo.
Lo que vio el posadero fue esto: el extraño señor sacó de abajo de la cama una maleta de negro cordobán atada con una recia cuerda; desató los nudos; abrió la tal maleta y sacó de ella un artilugio o máquina semejante a una de esas victrolas de cuerda que hacía tiempo habían estado en uso. Puso la máquina sobre una mesilla que estaba en el centro de la habitación. Enseguida extrajo de la misma maleta unos cucuruchitos de papel que colocó por orden de tamaño al lado la máquina. Luego abrió la tapa del aparato, con lo cual dejó al descubierto un extraño mecanismo formado por cilindros, engranes, poleas y una manivela. Tenía también el aparato unos agujerillos a manera de pequeños embudos. Procedió a abrir los cucuruchos el señor y fue vertiendo en cada agujerillo unos polvitos de diferentes colores. Después de un rato de espera, que midió echando varias ojeadas a su reloj, empezó a hacer girar con lentitud la manivela.
Si desde su atalaya el posadero había visto muy intrigado todo aquel procedimiento misterioso, al ver el resultado de esos movimientos estuvo a punto de perder el sentido y venir al suelo con estrépito desde lo alto de su observatorio. Y hubiese sido eso muy explicable. Lo que vio habría dejado suspenso y aun estupefacto al más flemático observador. Lo que aquel personaje estaba haciendo era oro. El dueño de la posada no podía creer lo que sus ojos miraban por el postiguillo de la puerta: el hombre hacía girar con lentitud la manivela; daban vuelta unos cilindros; se escuchaba el leve ruido de los engranajes y luego, tintineantes y refulgentes, iban saliendo de la máquina aquellos preciosos centenarios de oro. Terminó el personaje su labor, puso en una bolsita las cinco monedas que había fabricado, metió en la maleta la extraordinaria máquina hacedora de monedas y la ocultó debajo de la cama.
Ya no quiso ver más el posadero. Sin hacer ruido bajó de la silla que le había servido para espiar al sujeto y salió del cuarto. ¡De modo que el individuo aquel era un delincuente, un monedero falso! Ahora se explicaba su riqueza, aquella profusión de centenarios que cada viernes cambiaba en el banco por billetes. ¿Debería denunciarlo a las autoridades? No, pensó entre sudores. Seguramente el hombre se libraría del peso de la ley con sus monedas, y luego se vengaría de él. O si no vendrían sus cómplices —que desde luego los tendría en algún lado— y le darían el premio que se da a los soplones. ¿Qué hacer, entonces?
Decidió hablar con el falsificador, echarle en cara su delito y exigirle que de inmediato saliera del hotel. No lo denunciaría, pero tampoco podía él comprometerse ni comprometer el prestigio de su establecimiento. Así, aquella tarde, cuando el hombre dejó su habitación para emprender la diaria caminata que solía, el posadero le pidió que lo acompañara a su despacho. Ahí le dijo con perentorio acento:
—Caballero: hoy mismo deberá usted dejar este hotel.
—¿Por qué? —se sorprendió el sujeto—. He pagado puntualmente mi hospedaje, lo mismo que el monto de mis alimentos.
—Así es —reconoció el dueño de la hospedería. Pero su presencia en esta casa es un riesgo para mi negocio y para mí.
—¿Puedo saber por qué? —inquirió el rico personaje.
—Se lo diré —replicó el posadero—. Pero esté tranquilo: no lo voy a denunciar. Este es asunto entre usted y la justicia. Yo en esos problemas no me meto. Pero sí cuido del prestigio de mi posada. Y usted no puede seguir en ella porque es monedero falso.
—¿Yo monedero falso? —repitió el hombre con expresión de asombro—. No entiendo.
—Fuera fingimientos —se molestó el de la posada—. Lo vi esta mañana fabricando centenarios falsos en esa máquina que tiene. Yo no puedo hospedar aquí a un falsificador de moneda.
—Ah, ya veo —dijo el señor—. Amigo mío: está usted muy equivocado. Fabrico centenarios, eso es cierto, pero no son falsos. Los hago de oro puro, como los de la Casa de Moneda, y tienen el mismo valor que los legales. Y si no me lo cree venga conmigo.
Sin acertar a resistirse fue el posadero tras del personaje hasta su habitación. Sacó el huésped la bolsita donde había guardado los centenarios recién hechos y le dijo:
—Estas son las monedas que me vio usted hacer. ¿Tiene un joyero de confianza?
—Sí —respondió el posadero—. Mi compadre y amigo don Marcial.
—Vamos con él —propuso el otro.
Fueron a la relojería y joyería de don Marcial, frente a la plaza. Ahí el posadero le pidió a su compadre que le dijera si el centenario que le mostraba era auténtico o falso. Tomó la moneda don Marcial, la examinó con experta mirada y luego practicó en ella la prueba del aguafuerte.
—Esta moneda es de oro —sentenció—. Es un auténtico centenario.
¡De modo que las monedas que hacía el misterioso personaje eran de auténtico oro, y no falsas! El posadero estaba estupefacto. ¿Qué polvos serían aquellos que el hombre utilizaba para fabricar sus centenarios, y de dónde habría sacado aquella máquina maravillosa capaz de producir monedas tan legales como las que hacía el Gobierno? Quien poseyera una máquina como esa, pensó el hospedador, podría hacerse rico, inmensamente rico.
—Perdone, usted, señor —se disculpó con el personaje—. Si lo acusé de ser falsificador de moneda fue porque...
—Ni me diga —lo interrumpió el caballero con una sonrisa de comprensión—. Tuvo usted causa para pensar así. Pero ahora ya sabe que no soy monedero falso. Lo es quien fabrica moneda falsa, y las que yo elaboro son auténticas. El banco me las cambia sin problema.
—Permítame usted desagraviarlo —solicitó el dueño de la posada—. Le invito una copita en el casino.
El rico señor aceptó la invitación. No era desagraviar al personaje lo que buscaba el invitante. Quería darse maña para averiguar qué máquina era aquella, y dónde la había hallado su rico huésped. Llegados ya al casino, y luego de que bebieron no una copa, sino dos, y aun tres, el posadero hizo la pregunta:
—Y esa máquina, señor, ¿de dónde la sacó?
—Yo mismo la hice —contestó el hombre.
Juntó sus fuerzas todas el de la hospedería y arriesgó:
—Y... ¿no la vende?
—¿Venderla? —exclamó el forastero—. ¡Desde luego que no! De ella vivo; por ella soy rico.
¡Vender mi máquina! ¡Vaya ocurrencia, amigo!
—Dígame cuánto cuesta y se la compro —insistió el posadero—. Usted podría hacerse otra. Le pago lo que quiera.
—No, mi amigo —repitió el potentado—. Máquinas de esas no se venden. Y perdone, pero quisiera ya volver a la posada.
No insistió más el solicitante. Ese día. Al otro repitió la instancia. Nueva y terminante negativa. Y al día siguiente otra vez, la misma demanda y la respuesta misma.
Pero tanto repitió su solicitud el posadero que, quizá cansado por la insistencia una tarde le dijo el visitante:
—Déjeme pensarlo.
Esa noche no pudo el posadero conciliar el sueño. Por la mañana ¡oh fortuna! le dijo el hombre que sí le vendería la máquina. Pero no era barata, le advirtió.
—¡Lo que cueste! —manifestó el de la hospedería sin cuidarse de ocultar su ansiedad—. ¡Usted nada más dígame!
—La máquina —replicó el dueño del artilugio— le cuesta tanto.
El posadero se fue casi de espaldas. Aquella era una cantidad exorbitante. Eso le había costado la posada cuando la compró de su anterior propietario. Pero —pensó rápidamente— la posada no dejaba lo que aquella máquina le podía dejar. Con un centenario que fabricara cada día, uno nada más, se haría rico en poco tiempo. Así que antes de que el señor se arrepintiera le dijo:
—Acepto. Mañana mismo tendrá usted su dinero.
—Muy bien —contestó el hombre—. Y mañana mismo le entregaré la máquina y lo enseñaré a usarla.
Así se hizo. El posadero fue al banco. Ante el asombro del gerente, retiró todos los fondos que tenía y se los llevó en efectivo, pues así se lo había pedido aquel señor. Le puso en las manos los sacos llenos de billetes y luego le pidió que le entregara la máquina y le enseñara su uso.
—En eso quedamos —reconoció el personaje. Y sacó la máquina de abajo de la cama.
El posadero no podía creer en la buena fortuna que le había llegado como por milagro. ¡Cuántas circunstancias de azar se combinaron para poner la riqueza en su camino! Primero, que aquel señor tan rico llegara a su posada, y no a la de don Fortino, su competidor. Luego, haber descubierto que el señor tenía una máquina de fabricar monedas de oro. Y por último —lo mejor de todo— que el misterioso personaje accediera a venderle aquel aparato portentoso. Muy caro se lo había vendido, ciertamente, pero en unos cuantos días recobraría lo que pagó por él. Todo era cosa de ponerse a sacar aquellos centenarios refulgentes que de la máquina salían como chorizo de la choricera.
Y ahora el inventor del artilugio iba a enseñarle su manejo. Con solemnidad abrió el hombre la maleta donde tenía la máquina, la extrajo con movimientos cuidadosos y la puso sobre la mesa, en el centro de la habitación. Tomó enseguida los cucuruchos de polvitos mágicos con los cuales alimentaba al aparato y procedió a impartir a su discípulo la primera lección de aquella fantástica enseñanza: cómo fabricar oro.
—El secreto —empezó a decir con voz lenta y solemne— no reside en estos polvos. Este es simple limadura de hierro. Este otro es pura ceniza de carbón. Este es azufre común, que se consigue en las ferreterías. Pero para transmutar la materia lo primero que se necesita es materia. Estos polvos son simplemente eso: la materia primaria que la máquina necesita para transformarla. Igual podríamos ponerle arena del arroyo; el resultado sería el mismo: oro.
—Entonces —se atrevió a preguntar el posadero—, ¿en dónde está el secreto?
En la máquina —contestó el hombre—. Y usted ya es dueño de ese secreto, puesto que es ya propietario de la máquina. Simplemente ponga un poco de cada polvo en estos depósitos y luego haga girar la manivela. Vamos; hágalo, para que vea que el manejo de la máquina no presenta la menor dificultad. Hizo el posadero según el otro le decía. Vertió los polvitos en los embudos que la máquina tenía y luego, lleno de nerviosidad, empezó a hacer girar la manivela.
—No tan aprisa —le advirtió el señor—. El movimiento debe ser más lento... Así.
Obedeció el posadero y ¡oh prodigio! De repente apareció un centenario de oro por entre los cilindros de la máquina; botó en la mesa y cayó al suelo con ese ruido tintineante que solo puede hacer una moneda de oro. Presuroso iba el posadero a recogerla, pero el sujeto lo detuvo.
—No deje de dar vueltas a la manivela. El movimiento ha de ser continuo, para que no se interrumpa dentro de la máquina el proceso de fabricación. Después recogeremos la moneda que cayó. Ahora mismo van a salir más.
En efecto: uno tras otro salieron otros cuatro centenarios, lucientes como el sol.
—Cinco son —contó el hombre—. Muchos más podrían salir, pero no conviene forzar la máquina. Con cinco monedas diarias es más que suficiente. Tal es la cantidad que recomiendo, a menos que vengan tiempos de necesidad. Pero en ningún caso, nunca, haga más de veinte centenarios cada día.
El hospedero oía aquellas palabras como en sueños. ¡Veinte centenarios cada día! En poco tiempo sería dueño de una riqueza fabulosa. Podría comprar todo el pueblo, si se le antojaba. De sus ensoñaciones lo sacó súbitamente la voz del personaje:
—¿No tiene, usted, entonces, ningún problema para manejar la máquina?
La pregunta sacó al posadero de sus ensueños de riqueza.
—Ninguno —respondió—. Es muy sencillo su funcionamiento.
—¿Se da entonces por satisfecho con el trato que hicimos? ¿No encuentra en él dolo, o algún otro vicio de la voluntad?
—Perfecto es nuestro trato, señor mío, y lo agradezco. Cara es la máquina que me vendió, debo decirlo, pero al final de cuentas nunca es cara una máquina que sirve para hacer oro. Le doy las gracias por haber accedido a venderme el prodigioso mecanismo de su invención.
—Y yo me doy por bien servido, amigo mío, con sus finezas y atenciones. Permítame usted entonces que dé por terminada mi estancia en su excelente alojamiento. Me dispongo a salir de la ciudad. Le ruego haga venir un carro de sitio que me lleve a la terminal de los autobuses. Y un último favor he de pedirle: permítame conservar como final recuerdo los cinco centenarios que mi máquina, ahora de su propiedad, hizo hoy.
Algo le dolió al posadero aquella petición. Las monedas fueron hechas cuando él ya había pagado el precio de la máquina, de modo que los centenarios, en buen derecho, le pertenecían. ¡Bah! pelillos a la mar. ¿Qué eran cinco centenarios comparados con los centenares de centenarios que él iba a hacer después? Accedió, pues, a la demanda de su huésped y fue a cumplir el encargo de conseguir un coche.
Llegó el de punto; el posadero acompañó al misterioso personaje hasta él y se despidieron los dos con un estrecho abrazo. Se acomodó el caballero en el asiento de atrás e hizo con la mano un movimiento final de despedida. Ya iba a arrancar el coche cuando el hombre detuvo al conductor.
—Amigo mío —dijo al posadero—. Olvidaba decirle un detalle relacionado con la operación de la máquina. Es un detalle nada más, pero no deja de tener cierta importancia. Desde luego ya sabemos que solo usted tiene poder para hacer funcionar el aparato. Nadie más podrá hacerlo trabajar. Y aquí viene el detalle: cuando maneje usted la máquina no se le ocurra pensar en un rinoceronte. Por alguna razón que desconozco, si el operador de la máquina piensa en un rinoceronte al estarla manejando, el mecanismo ya no producirá monedas. Así pues, aparte usted a los rinocerontes de su pensamiento cuando vea el aparato, se acerque a él o haga girar la manivela —cuya forma, por cierto, recuerda la cola de un rinoceronte—, pues entonces la máquina ya no funcionará. Dicho lo anterior, amigo mío, me despido de usted. Con su permiso. Ahora sí, conductor: vámonos.
La historia, larga, que acabo de contar, tiene un final muy corto. Obvio es decir que el desdichado posadero no pudo nunca hacer que funcionara la mágica invención. Siempre que se acercaba al artilugio se le dibujaba en la mente, como una maldición, la imagen de un rinoceronte. ¿Cuándo había pensado él en rinocerontes? En su vida. Pero desde que el hombre le dijo aquel detalle de la máquina, siempre que intentaba hacerla funcionar veía en la imaginación a un rinoceronte. Y la máquina, claro, no funcionaba ya. Jamás volvió a salir de ella un solo centenario. El posadero, sin embargo, nunca aceptó que aquel sujeto lo hubiera estafado; ni reconoció jamás que su ambición y su necedad lo habían hecho víctima fácil de un ingenioso engaño. La máquina era buena, sostenía. La culpa de que no fabricara oro la tenían aquellos rinocerontes maldecidos.

Dulcilí era una chica ingenua, sin ciencia de la vida. Era más cándida que una paloma. Que una paloma cándida, quiero decir, que también debe haber palomas mendiguillas. Con motivo de sus estudios debió Dulcilí dejar su pueblo para ir a vivir en la gran urbe. Su madre, temerosa de lo que pudiera sucederle ahí, la aleccionó debidamente. Le dijo: “Ten cuidado con los muchachos. No faltará alguno que te invite a ir con él a su departamento, y si se te sube encima te deshonrará”. Días después Dulcilí llamó por teléfono a su mamá. Le dice contenta y orgullosa: “Tenías razón, mami. Anoche un muchacho me invitó a ir con él a su departamento. Pero recordé muy a tiempo lo que me dijiste, y antes de que se me subiera encima ¡me le subí yo encima a él y lo deshonré!”.

Esto no puede ser. Quizá por eso es.
La nube asoma por sobre el picacho de Las Ánimas. Parece una gran vaca negra. Avanza con lentitud hacia el Potrero. Está cargada de granizo. Es decir, está cargada de hambre y necesidad para la gente, que por la granizada perderá su cosecha de duraznos, ciruelas y manzanas.
Entonces el misterio se repite. Las mujeres sacan a un niño —un inocente— y le ponen en las manos un machete. En medio del camino, bajo la lluvia que anuncia la catástrofe, el niño traza con el machete, una y otra vez, el signo de la cruz. Con eso romperá la nube, y la amenaza se disipará.
Y otra vez se hace el milagro ante los ojos del escéptico. La nube cambia de rumbo y deja caer su pedriza en la montaña. Ahí el mal se vuelve bien: el hielo derretido irá a nutrir las aguas que en su seno —en sus senos— guarda la tierra maternal.
Esto no puede ser. Quizá por eso es.

Se casó el famoso Arak Acet, campeón de artes marciales. Al comenzar la noche de bodas se plantó frente a su flamante desposada, que lo esperaba ya en la cama, y conforme al uso de su disciplina gritó con estentórea voz: “¡Yaaaaa!”. Tras lanzar ese grito de guerrero se precipitó sobre su mujercita a fin de consumar la unión. Exactamente 30 segundos después dijo Arak, ahora con voz feble: “Ya”.

Comenzaré por decir que Maximiliano de Habsburgo era un poeta. Juárez, en cambio, era un político. Del encuentro de un poeta con un político nada bueno puede resultar. Y nada bueno resultó del encuentro entre Benito Juárez y Maximiliano.
Una mentira he de señalar en principio: la historia oficial describió a Juárez como el más progresista liberal y a Maximiliano como un conservador ultrarreaccionario. Esa es muy grande falsedad. Maximiliano era más liberal aún que Juárez. Se había nutrido en las ideas modernas de la Europa; era un intelectual, un hombre culto que conocía las últimas corrientes del pensamiento político de su tiempo. Y Carlota era más liberal que los dos juntos. Solía decir Maximiliano con una sonrisa:
—Me llaman liberal, pero a mi lado Carlota es roja.
Quería decir que las ideas de su esposa coincidían con las de los más exaltados jacobinos, con las tesis y actitudes de los extremistas. Tenía razón. Se ha descrito a Juárez como un acabado anticlerical. Al lado de Carlota don Benito era como un seminarista. Leer las cartas que la emperatriz escribió a sus amigas de Europa acerca del clero nos pone en territorios de escándalo: “... El nuncio del Papa está loco. Deberíamos tirarlo por la ventana. Es un cerebro cerrado, de una obstinación sin igual. Pretende que el gobierno devuelva los bienes del clero. ¡Como si a pleno sol viniera a decirnos que es de noche! Pero desgraciadamente —y reconozco que es una humillación para nosotros, católicos de este siglo— así está hecha la corte de Roma...”.
El gobierno imperial que en México tuvo como príncipe a Maximiliano no fue un gobierno conservador. Fue un gobierno tan liberal o más que los sucesivos gobiernos que Juárez encabezó. Una de las primeras frases que en México pronunció Maximiliano fue esta, que algunos presidentes que en México hemos tenido deberían haber puesto en la cabecera de su cama, como acostumbran poner frases de Juárez: “Los pueblos no son para los soberanos; los soberanos son para los pueblos”.
Decir que Juárez representaba el progreso y Maximiliano la reacción oscurantista del pasado es otra de las invenciones de la historia burocrática. Maximiliano era más progresista que Juárez. Tenía una visión más amplia del mundo y del curso de la Historia que la que el oaxaqueño podía tener. Si los liberales mexicanos hubiesen buscado realmente la implantación del ideal liberal en nuestro país no solo habrían aceptado el trono de Maximiliano: lo habrían apoyado. Los liberales, sin embargo, eran instrumento de una fuerza que nada tenía que ver con las ideologías: esa fuerza era la de Estados Unidos, que pusieron todos los medios a su alcance para destruir al imperio que veían como indebida intromisión de Europa en aquella “América para los americanos” (o para los norteamericanos, como en verdad debe leerse el postulado de la Doctrina Monroe). Los historiadores del partido conservador dijeron cosas muy feas contra Juárez por haber fusilado a Maximiliano. Son injustos. Juárez no fusiló a Maximiliano. Lo fusiló Estados Unidos. Don Benito fue solamente el brazo ejecutor.
Muchas falsedades, pues, habrá que señalar en el relato de esta historia que ahora empiezo. Narración más trágica no se puede encontrar en toda la historia de México. La historia del imperio de Maximiliano tiene los perfiles de una tragedia griega. Así debe contarse.

Le dijo una vedette a otra hablando de una compañera: “Nalgarina tiene éxito con los hombres por lo que se pone en las orejas”. “¿Qué se pone?” —preguntó la amiga con mucho interés. “Las rodillas” —contestó la vedette.

Durante más de cinco décadas he sido novio de una mujer bellísima que es además mi esposa, mi compañera en el espíritu y la carne, mi amiga, mi consejera, y también muchas veces —las veces de la tristeza— mi mamá.
La existencia de ese adorable ser me demuestra sin dudas la de Dios. El Señor hizo que su divina providencia se volviera humana, y me asignó una protectora a fin de que en su nombre me cuidara. Por la vida me lleva este ángel de la mano, y con su luz María de la Luz me aparta toda sombra.
En la final postrimería invocaré su nombre, que es el de la Señora, y tal invocación abrirá para mí las puertas de la morada celestial. Y no me sentiré extraño en el Cielo, pues ya lo conocí, por ella, aquí en la Tierra.

“… ‘Vengo muy gastada del otro lado’, comentó una muchacha que fue de compras a Estados Unidos…”.
En términos apurados
dijo otra chica, apenada:
“Yo también vengo gastada,
pero yo de los dos lados”.

Permítanme decirles qué hice en la madrugada del pasado martes 16 de julio. El reloj marcaba las 5 de la mañana, hora en que usualmente da principio mi día. Era el de la Virgen del Carmen, y encendí una pequeña vela en recuerdo de mi madre, que se llamaba Carmen. Tan bello nombre significa al mismo tiempo jardín, poema y viña. Mi abuela Liberata, mamá de mi mamá, llevó siempre el bendito escapulario de la Virgen. Quien lo portara en la hora de la muerte no la tendría eterna. Eran los tiempos en que las muchachas prometían vestir durante un mes —o dos, o tres— el hábito, color café, del Carmen, para que la Señora les cumpliera algún anhelo de esperanzado amor desesperado.
Ese día llegó también a mi memoria la memoria de don Carmen, el hortelano de la pequeña huerta que al sur de la ciudad tenía mi señor abuelo. Era el fiel servidor hombre ya viejo, o al menos a mí me lo parecía, aunque debe haber tenido apenas 50 años. Viudo en su juventud, no volvió a tomar estado; llevaba vida solitaria, sin salir de su casa más que para ir a la misa de alba en el templo de San Juan Nepomuceno, y al rezo del rosario por las tardes. Todos sus afanes se centraban en el cultivo de aquel pequeño solar que por su cuido rendía generosos frutos: perones de cristal, rosas color de rosa, lechugas más frescas que una lechuga…
Sucedió que cerca de la huerta se estableció una panadería. Los dueños eran dos hermanos, hombre y mujer, solteros ambos. Él hacía el pan; ella lo despachaba en el mostrador. Tendría esta muchacha unos 30 años, lo cual en aquel tiempo equivalía a no ser muchacha ya, sino quedada. Solterona, como antes se decía. La vio una tarde el hortelano, camino del rosario, y le nació una gana súbita —jamás la había sentido— de comer pan todos los días. Don Carmen era tímido, poco avezado en los usos mundanales, y ni con la mirada se atrevía a rozar a la lozana panadera, mujer en plenitud de formas y de vida. Pero una mañana se atrevió a verla a los ojos, y vio que ella lo veía también. Eso lo animó a dirigirle al día siguiente unas palabras de saludo, a las que ella respondió con amabilidad.
Pasó un par de meses. Tras verla y saludarla cada día, después de pensar mucho las cosas, don Carmen venció con dificultad su timidez, y le dijo por fin, temblando, estas palabras:
—Fíjese usted, Lupita —así se llamaba la muchacha— que anoche tuve un sueño.
—¿De veras, don Carmen? —se interesó ella—. Y ¿qué soñó usted?
—Soñé —dijo el hortelano jugándose la vida— que le pedía que se casara conmigo.
Ella no respondió. Esbozó nada más una sonrisa vaga, como la de la Gioconda —toda mujer, hasta una panadera, es capaz de sonreír igual que la Gioconda—, y sin decirle nada le entregó su pan al hombre.
No supo él qué pensar. Aquella noche no durmió. Se la pasó cavilando si aquella sonrisa fue de burla, de conmiseración. Oscuros pensamientos le llegaron. Había sido una locura poner los ojos, a su edad, con su pobreza, en aquella muchacha tan joven, tan hermosa, tan bien acomodada. Se propuso no volver nunca a la panadería; dejaría la huerta para ir a vivir en otro rumbo de la ciudad.
Solo por la fuerza de la costumbre asistió ese día a misa. De regreso pasó por la panadería y vio a Lupita. Decidió entrar a despedirse de ella. Antes de que él le hablara ella le habló.
—Buenos días, don Carmen —le dijo—. ¿Recuerda usted el sueño que tuvo la otra noche?
—Sí; lo recuerdo bien, Lupita —pudo apenas responder el hortelano.
—Pues fíjese —le dijo la muchacha— que anoche yo tuve otro sueño.
—¿Qué soñó usted? —preguntó don Carmen trémulo de alma y cuerpo. Respondió la muchacha con sonrisa clara:
—Soñé que le decía que sí.
Esa misma noche don Carmen vistió su único traje y se presentó ante el hermano de Lupita.
—Fíjese usted, señor —le relató, ceremonioso—, que su hermanita y yo tuvimos cada uno por su lado un sueño.
—¿Ah sí? —replicó el hombre—. Y ¿qué soñaron?
Contestó don Carmen:
—Yo soñé que le pedía a Lupita que se casara conmigo, y ella soñó que me decía que sí.
—Pues cásense —dijo entonces sin más el panadero—. ¿Quién soy yo para estorbar los sueños de la gente?
Y se casaron, claro, y fueron muy felices, como dicen los cuentos de los niños.
Me atrevería a decir, cursi que soy, que desde entonces fueron más cristalinos los perones de don Carmen, y más rosas sus rosas, y más clara la sonrisa de la panadera. Si no digo eso es solo porque los cuentos de los niños tratan de príncipes y de princesas, no de panaderas y hortelanos. Pero el relato me dejó una lección que he guardado para siempre: nadie debe estorbar que se cumplan los sueños de la gente.

Amor matrimonial. El primer año: “¿Ya acabaste?”. El quinto año: “¿No has acabado?”. El décimo año: “Beige. Creo que pintaré el techo de beige”.

San Virila le preguntó al fraile que visitaba su convento:
—¿Cuántos son en tu comunidad?
Respondió el visitante:
—Somos el padre prior, seis hermanos y tres novicios. En total, diez almas. Y ustedes ¿cuántos son?
Contestó San Virila:
—Somos el padre prior, tres hermanos, dos novicios, un perro, un gato, un asno, seis gallinas, tres conejos y dos palomas. En total, 20 almas.

Terminó la noche de bodas. En ella, aparte de la premier, hubo dos funciones más. Agotado el deliquio los desposados se entregaron al sueño. A eso de las 11 de la mañana del siguiente día el fatigado novio despertó al oír que su flamante mujercita lloraba quedamente. Le preguntó lleno de alarma: “¿Qué te sucede, cielo mío? ¿Por qué lloras así?”. “¡Mira! —responde ella señalando con infinita tristeza la entrepierna del muchacho—. ¡Anoche nos la acabamos toda!”.

Septiembre de 1862. El general Ignacio Zaragoza, vencedor de la batalla de Puebla, ha entrado en agonía. Es víctima del tifo. En una casa de la levítica ciudad generales y médicos rodean el lecho del agonizante.
—Delira mucho —decía en voz baja el doctor Marroqui—. Buena señal.
La fiebre se había presentado más intensa —39.3, la última vez que le tomaron la temperatura—, y no había señales de que descendería.
Parecía haber perdido la razón el general. De repente se enderezaba en el lecho, abría desmesuradamente los ojos y gritaba que los franceses estaban entrando en Puebla, que venían a hacerlo preso y fusilarlo. Luego caía de nuevo en el sopor, y durante horas no se escuchaba sino su respiración, lenta y acezante.
En ratos quería levantarse. Pedía sus botas; llamaba a todos los generales para impartirles órdenes violentas.
—¿Están colocados los centinelas como ordené, a 50 varas uno de otro? Si encuentro alguna falta los hago fusilar a todos.
Después parecía verse en una batalla.
—García, dame el anteojo... Allá van esos franchutes... Que Berriozábal avance con cuatro columnas por el centro... ¿Dónde está Porfirio Díaz?... A Negrete, que procure forzar la línea francesa por la izquierda...
Sonreía con sonrisa de loco.
—¡Miren cómo corren los zuavos! ¡Parecen conejitos rojos!
Revivía en su delirio el triunfo de Puebla.
Aquel día los médicos le hicieron cortar el cabello al rape. Con eso y con los efectos de la fiebre Zaragoza cobró de plano aspecto de loco. Sus asistentes batallaban para mantenerlo inmóvil en el lecho, pues a cada momento trataba de levantarse.
—¡Qué frío! —decía en ocasiones—. No se quita este temporal.
El 7 de septiembre el delirio se hizo peor. Habían sido llamadas la madre y la hermana del general. No las reconoció. Se les quedaba viendo no más, con mirada de alienado. El médico dio orden a sus ayudantes de que no le permitieran moverse. Uno de ellos recurrió a un expediente extremo. Cuando Zaragoza pretendió levantarse otra vez le dijo con voz de mando:
—¡Señor general! ¡Usted no puede moverse de ese lecho!
—¿Por qué? —preguntó Zaragoza asustado, con tono vacilante—. ¿Es que acaso estoy prisionero?
—Sí, señor —contestó el asistente con energía—. Está usted prisionero.
En ese momento se oyó el toque de un clarín.
—¡Dios mío! —exclamó demudado Zaragoza—. Ya vienen por mí para fusilarme. Está bien, pero que no toquen a ninguno de los míos.
Esa noche llegó de México, traído con urgencia, el doctor Navarro, a quien se consideraba una de las mayores eminencias médicas del país. Examinó al paciente, cambió impresiones con los otros médicos y al terminar dijo a los generales ahí congregados:
—Señores: no hay nada que hacer. El enfermo se muere sin remedio.
Amaneció el 8 de septiembre. Nadie hablaba en la casa. Se oían afuera murmullos apagados.
—¿Cómo sigue?
—Está acabando.
A las 9 de la mañana Zaragoza lanzó un profundo suspiro y pronunció luego con los ojos cerrados las que serían sus últimas palabras, producto también del delirio de la fiebre:
—¿Pues qué? ¿También tienen prisionero a mi Estado Mayor? ¡Pobres muchachos! ¿Por qué no los dejan libres?
Al pie del lecho la madre y la hermana del general sollozaban quedamente. De pronto el cuerpo de Zaragoza se sacudió levemente y luego quedó inmóvil. El vencedor de los franceses había muerto.

Presento a mis cuatro lectores el matrimonio Hit. El señor es de provecta edad, pachucho ya. En él se han agotado todos los rijos de la varonía, y ni el licor de damiana ni la hueva de lisa ni la yerba garañona ni toda la parafernalia de la marisquería, y ni el moderno Viagra —ni aun el Plus, que garantiza a las esposas buenos resultados— podrían hacer que se levantara el feblecido lábaro de su masculinidad. Ella, por su parte, es fea, retefea, requetefea, fea en grado superlativo, más fea que un coche por abajo. Es fea como el pecado. (Como el pecado feo, digo, porque hay pecados bonitos). Es fea con efe de foco fundido. De ahí el nombre que a este matrimonio el vulgo le ha aplicado: matrimonio Hit. Le llaman así porque, como se dice de los hits en el lenguaje del beisbol, él es imparable, y ella es incogible.

HISTORIAS DE LA CREACIÓN DEL MUNDO
Llegó Adán y dijo:
—He visto una sirena. Sus cabellos eran rubios como la primera luz de la mañana; sus ojos tenían el azul de la nostalgia, y sus pequeños senos parecían dos breves pomas de marfil.
Las sirenas, claro, no existían. Así, Eva le dijo en voz baja a su Creador:
—Señor: me temo que acabas de crear a los mentirosos.
Y respondió el Señor:
—No. Me temo que acabo de crear a los poetas.

“… Amores perros…”.
En el amoroso rito,
que tanta variante encierra,
le dijo el perro a la perra:
“Hagámoslo de hombrecito”.

Este collar se llama “zoaltín”. No es un collar cualquiera: está hecho para propósitos de amor.
Sus cuentas son bolitas hechas con masa de maíz a la que se añade chocolate, miel y una pizquita de canela. En el antepasado siglo y los principios del pasado los muchachos de Guadalajara compraban esos collares y los regalaban a las hermosas tapatías en los bailes y serenatas públicas. Si la doncella no aceptaba el regalo el obsequiante sabía que el corazón de la que amaba tenía dueño ya. Si ella recibía en sus manos el zoaltín, y comía de él, eso significaba que el galán podía albergar una esperanza. Si la muchacha se ponía el collar quería decir que amaba ya a quien se lo había dado.
El amor es infinito, y los modos que tiene para manifestarse son infinitos también. El lenguaje amoroso puede consistir lo mismo en un poema de Dante o una sonata de Beethoven, que en un collar de bolitas de masa de maíz con chocolate, miel y una pizquita de canela llamado zoaltín que los bisabuelitos regalaban a las bisabuelitas.

La señora se quejó con su esposo, viajante de comercio: “Cada vez que sales de viaje me preocupo mucho”. “¿Por qué? —le dijo él para tranquilizarla—. Ya sabes que en cualquier momento puedo regresar”. “Eso es precisamente lo que me preocupa” —contestó la señora.

Si he de dejar el corazón tirado;
si he de morir el resto de mi vida;
si es necesario herir mi propia herida
y olvidar de una vez lo recordado;
si he de pasar por lo que ya he pasado
y derribar la casa construida,
y decirme mi propia despedida,
y convertirme en muerto y sepultado,
bien está: el corazón será rendido.
Y me atravesaré de parte a parte.
Y la memoria tornaré en olvido.
Quiero matar lo que sin Ti he vivido.
Quiero perderme, Amor, para encontrarte,
porque si no te encuentro estoy perdido.

Le dijo un charro a otro: “Este caballo es un genio. Repara”. Opuso el otro: “Todos los caballos reparan”. Y acotó el primero: “¿Televisores?”.

En mi jardín brotó un pedacito de romanticismo. Quiero decir que de la noche a la mañana apareció entre las flores una margarita.
Nadie me da razón de cómo salió ahí. De la casa ninguno la plantó. Fue una semilla que vino por el aire, dicen todos.
Yo creo en la sabiduría del aire, y en la sabiduría mayor de la semilla. Pero no pienso que esta flor de armiño y oro haya llegado con el viento. Fue Dumas quien la trajo, o Heine, o Bécquer, o Lamartine quizá. Poética flor la margarita, solo pudo nacer de mano de poeta.
No cumplo con esta de mi jardín el rito de cortarle los pétalos para hacerle la eterna pregunta del amor. ¡Es tan pequeña y frágil, y se ve tan sola! Pero la miro y le hablo cuando al amanecer voy al jardín a abrir mi pecho para que la gracia de Dios penetre en él. Y estoy seguro: si le preguntara a mi margarita si me quiere o no, con el último de sus pétalos me diría que sí.

El profesor de Anatomía se dirigió a la joven y linda estudiante. “Dígame usted, señorita Rosilí —le preguntó—: ¿cuál es la parte del cuerpo del varón que tiene la dureza del acero?”. La chica se azoró. “Me niego a responder su pregunta, doctor. Tiene doble intención”. “Señorita Rosilí —replicó el médico—. La parte del cuerpo del varón que tiene la dureza del acero es el tejido de las uñas. Es usted muy malpensada. Y, me temo, demasiado optimista”.

¿Merezco yo hablar de mi tía Amelia? No. Y sin embargo hablaré de ella. También diré de cosas como la vida y su compañera muerte, el amor, Dios y la mujer.
No debería yo escribir acerca de esos misterios, pero lo hago porque no hay otra cosa sobre qué escribir. Bien vistas las cosas, todas las cosas de la vida se reducen a la vida y a la muerte, al amor, a la mujer y a Dios. Lo demás es mera añadidura. Y quizá todas esas cosas son una misma cosa, pero eso solo lo sabremos al final. En fin…
Este día voy a escribir sobre mi tía Amelia, hermana de mi madre, la mayor. Era una hermosa dama. Tenía los ojos de un vago color indefinido que nunca supe si era azul o verde, o azul verde, o verde azul. De tez muy blanca, su cabello cano le daba distinción.
Era de fino porte la tía Amelia; su comedida compostura hacía contraste con el modo de ser de sus hermanas, sencillas, espontáneas. En aquellos tiempos se decía que la última educación de la mujer es la que le da el marido, y en tanto que los esposos de mis otras tías tenían pasar mediano, el de la tía Amelia era hombre rico y de muy buena crianza. Se había educado en colegios de paga; había viajado por Europa y tal. Mi tío Arturo era hombre apuesto; vestía elegantemente; usaba reloj de bolsillo con leontina; fumaba puro. Tenía en la sala de su casa una bella copia de la Gioconda. Cierta vecina suya, nueva rica, le preguntó quién era esa señora. Mi tío le respondió, travieso: —Es mi abuela—. Tiempo después la ricachona hizo el obligado tour europeo que los adinerados hacían entonces. A su regreso le contó a mi tío, impresionada: “Estuvimos en un museo de París, Arturo, y ahí tienen a su abuelita”.
Mi tío y mi tía no tuvieron hijos, pero su vida fue feliz. Él atendía sus negocios y sus ranchos; ella hacía vida social. No era iglesiera. Por las mañanas cuidaba de su casa; por las tardes jugaba con sus amigas un novedoso juego que se llamaba canasta uruguaya. Vivían en una ciudad del centro del país. Su vida fue tranquila, sosegada.
Y sucedió que un día mi tío se murió. Eso sucede siempre, y no tarde o temprano, sino temprano o más temprano. Y otra cosa sucedió de la cual no me enteré por mi tía, sino por otras fuentes. O, más bien, por otras Aguirre.
Sucedió que la tarde en que el cuerpo de mi tío estaba siendo velado, la tía Amelia salió un momento al jardín a respirar el aire fresco. Al otro lado de la calle vio a una mujer que miraba hacia la agencia funeraria sin atreverse a entrar. Vestía de negro; la acompañaban dos niñas y un pequeño. —Solo con ver a esas criaturas —contaba después la tía Amelia— supe quiénes eran.
Atravesó la calle y fue hacia la señora, que hizo el intento de alejarse. Ella la detuvo. Le preguntó señalando a los niños:
—Son de Arturo ¿verdad?
—Sí, señora —respondió la mujer bajando la cabeza, avergonzada.
Le dijo mi tía:
—La única pena que debe usted sentir es por la muerte de él. Usted le dio a mi esposo lo que no pude darle yo. Venga conmigo a llorarlo, y que estos niños lloren la muerte de su padre.
Horas después, al despedirse de ella, la citó para encontrarse al día siguiente en la oficina del notario de mi tío.
—Licenciado —le dijo—. Entiendo que soy la única y universal heredera de mi esposo.
—Así es, doña Amelia —confirmó el fedatario.
—Muy bien —dijo mi tía—. Quiero que la mitad de todos sus bienes los ponga usted a nombre de esta señora y de sus hijos.
—Doña Amelia —vaciló el abogado—, usted no tiene por qué...
Lo interrumpió mi tía:
—Haga usted lo que le digo, licenciado. Esa es mi voluntad.
La madre de los niños, confundida, le tomó la mano para besársela. Mi tía la retiró y le dijo:
—Le agradezco la felicidad que dio usted a mi esposo. Y a Arturo la felicidad que me dio a mí. No tengo queja de él. Lo que hizo lo hizo sin lastimarme.
Y esto es todo lo que, sin merecerlo yo, quise escribir sobre esta mujer tan mujer, la tía Amelia. Me equivoco: esto no es todo. Algo me falta por decir. Ella, los hijos de su marido y la madre se siguieron viendo hasta la muerte de mi tía. La señora le decía “doña Amelia”, y los niños le decían “madrina”, pues lo fue de primera comunión de los tres. Se interesaba por saber cómo iban en la escuela; les hacía regalos en sus cumpleaños y en la Navidad; los llamaba “hijos”. La vecina aquella, la nueva rica, la tildaba de tonta. Yo pienso que el perdón jamás es cosa de tontos: es de aquellos que tienen el corazón lleno de amor, y más cuando su perdón llega más allá de la muerte.

“… La noche de bodas el novio le preguntó a su novia si conservaba la virginidad…”.
“La perdí hace tiempo, admito
—confesó la interrogada—.
Mas no me quedé sin nada:
aún tengo el estuchito”.

Este pequeño pájaro es actor. Llega mi perro a la arenosa orilla del arroyo y surge de pronto el pajarillo. Cojea, arrastra una ala por el suelo y pía con lastimoso acento. Cualquiera pensaría que está herido. Un perro menos sabio —es decir, menos viejo— que mi Terry se lanzaría sobre él a rematarlo.
Pero el pájaro goza de cabal salud. Es, como dije arriba, un actor. Finge estar lastimado para salvar del riesgo a sus polluelos, inmóviles y mudos en el cercano nido oculto entre las piedras. El enemigo —perro, coyote, zorra, sierpe— irá tras la avecilla creyéndola segura presa, y al hacerlo se alejará de la nidada.
Este pájaro histrión es el tildío. Levanta un palmo nada más del suelo, pero tiene grandezas de heroísmo, y se pone en peligro para salvar a los suyos de la muerte. Representa, pues, a la vida el diminuto comediante. Yo llamo al Terry junto a mí y aplaudo por pura broma la actuación del pájaro. El tildío se detiene para oír el aplauso. No cabe duda: es un actor.

Doña Frigidia hacía el amor con su marido cada visita de obispo. Quiero decir, en rarísimas ocasiones. Siempre encontraba la señora algún pretexto para eludir el cumplimiento del débito conyugal: ya era el aniversario de la despedida de Primo Carnera, ya era el cumpleaños de Hitler, ya era que el día anterior había subido el precio del tomate. Don Frustracio —así se llamaba el esposo de la fría señora— sobrellevaba con resignación esa penuria. Algo, sin embargo, lo encalabrinaba: en la pocas ocasiones en que su mujer accedía al consorcio matrimonial llevaba con ella a la cama una charola grande llena de naranjas espolvoreadas con polvo de chile, papas fritas rociadas con ketchup, pulpa de tamarindo, cheetos y otras frituras variadas, que acompañaba con refrescos de cola y jugos de sabores. Y sucedía que mientras don Frustracio se afanaba en la refocilación, tratando de obtener de ella el mayor partido posible, tomando en cuenta la poca frecuencia con que acontecía, doña Frigidia se ponía a chupar las naranjas con fuertes sorbetones, a mascar ruidosamente las frituras y a beber con popote sus refrescos. Eso en verdad molestaba a su marido, aunque su temperamento era manso y dado a la paciencia. Cierta noche don Frustracio ya no se pudo contener, y le reclamó a su consorte aquella indignidad. Le dijo: “No me gusta, Frigidia, que mientras yo te estoy haciendo el amor tú te dediques a comer naranjas, papas, pulpa de tamarindo y frituras de maíz”. “¡Ah! —protestó doña Frigidia con enojo—. ¿Entonces nada más tú quieres disfrutar?”.

“¿TE QUIERES CASAR CONMIGO?”.
“SÍ”. Y VIVIERON INFELICES...
La mayor desgracia que les sucedió a Maximiliano y Carlota fue haberse conocido. Su feliz noviazgo y su brillante matrimonio fueron solo un breve preludio para la sinfonía trágica que tuvo su último acorde en los disparos que quitaron la vida al desdichado emperador de México.
Seguramente Maximiliano amó a Carlota alguna vez. Deben haberlo atraído sus muchas cualidades: hermosa, alta, tenía tez marfilina, cabello oscuro y ojos profundamente negros que hubiesen enamorado a cualquier hombre romántico. Carlota también se enamoró. Era Maximiliano uno de los más bellos príncipes de Europa. Joven —había nacido en 1832— tenía 24 años cuando pretendió a Carlota, de 16. Un año después contrajeron matrimonio. Ella se vio en la cumbre de su dicha: Max, complaciente, la rodeaba de pequeños detalles que la encantaban y seducían.
No duró, por desgracia, esa felicidad. Si hubiesen vivido en este tiempo Maximiliano y Carlota se habrían divorciado a los dos años por incompatibilidad de caracteres. A él, soñador e idealista, la política le repugnaba; prefería sus aficiones de marino, el cuidado de sus flores, sus lecturas. Ella, por su parte, era una mujer de realidades, ambiciosa, educada en severos moldes religiosos que le imbuyeron la gravedad de sus obligaciones.
Bien pronto la sombra de la desdicha se cernió sobre ese matrimonio. La pareja no había tenido hijos; Carlota sospechaba que su marido andaba envuelto en devaneos amorosos. Era hombre apasionado y ella se comportaba con fría reserva, fruto de sus lecturas piadosas. Uno de sus biógrafos dice con estudiada cautela: “... No es meditando las obras de monseñor Dupanloup como se aprende a ser la perfecta esposa de ciertos hombres...”.
Los dos se equivocaron al aceptar el trono mexicano. Carlota, preocupada por la inacción de su marido, supuso que el cargo de emperador lo movería a la acción. Maximiliano, inquieto por la vaga melancolía de su esposa, creyó que siendo emperatriz se divertiría. La cosa sucedió exactamente al revés: Carlota fue la que tuvo que actuar, y Maximiliano conoció en México diversiones que en Europa ni siquiera habría podido imaginar: las bulliciosas fiestas mexicanas; la charrería; los toros; las verbenas populares. Y otra diversión conoció, menos bulliciosa pero más placentera: en Cuernavaca entró en amores con una linda mexicana, “... una india dócil y sabrosa —escribió Praviel— que reveló a aquel linfático austriaco todo un mundo nuevo de sensaciones y placeres...”.
No era aquella fresca muchacha la única que deparaba al emperador goces inéditos. El señor Blasio, su secretario particular, solía abrir por la noche un portillo que daba a las habitaciones privadas de Maximiliano, en las cuales Carlota no entraba nunca ya. El discreto servidor conducía por los corredores en penumbra a misteriosas damas embozadas en las cuales reconocía a veces a alguna de las damas de la emperatriz, señoras de la alta nobleza mexicana que se rendían al encanto de Maximiliano y que luego corrían a hacer confesión de su pecado en la misa de 5.
Mal avenidos, dispares, Maximiliano y Carlota no pudieron hacer frente como esposos a la tragedia que se abatió sobre ellos. Cuando él quiso renunciar a la corona —lo cual le habría salvado la vida— ella se lo impidió. La caída y terrible muerte del emperador fueron origen de la triste locura de Carlota.

¿Conocen mis cuatro lectores la historia del primer caso reportado de muerte por uso de Viagra? Un maduro señor se tomó doce pastillas, y su esposa murió de agotamiento.

Llega el viajero a Portland Head, en Massachusetts, y mira el alto faro que eleva su estructura sobre las rocas donde golpea el mar.
Casi al pie de ese faro se estrelló el velero Annie Maguire el 24 de diciembre de 1888. Joshua Strout, el farero, se disponía a disfrutar con su familia el convivio de la Nochebuena cuando un tremendo estrépito se oyó entre el fragor de la tormenta. Era que el barco había chocado contra los arrecifes.
Strout, con su esposa y sus hijos, acudió en auxilio de los marineros, y todos —eran 15— se salvaron. Luego los invitó a cenar. En la mesa los náufragos dieron gracias al mismo tiempo por el don de la vida y por el don del pan.
Piensa el viajero que en cada tempestad hay siempre un faro, y para cada soledad un prójimo. Al salir de Portland Head va meditando en sus propios naufragios. Vuelve los ojos para mirar el faro, y su luz le recuerda que en cada naufragio ha tenido siempre un faro salvador.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, leía el periódico. "Mira —dice a su amiga Celiberia Sinvarón—. Agarraron a un terrorista de la ETA”. "¡Pobrecito! —se conduele la señorita Celiberia—. ¡Cómo le dolería!”.

¡Cuántas cosas se cuentan de aquel buen padre Jáuregui! Ejerció su ministerio sacerdotal sobre todo en Saltillo y Piedras Negras, y en ambas poblaciones dejó felicísima memoria por su bondad afable y por sus ocurrencias.
Yo las oí contar en las sabrosas charlas de la sobremesa familiar. Mi tío Alberto recordaba con regocijo la ocasión aquella en que una cierta dama de la mejor sociedad saltillera se estaba confesando con el padre Jáuregui. De pronto el buen sacerdote salió del confesonario como impulsado por un fuerte resorte al tiempo que daba voz a una sonora declaración de escándalo:
—¡Ah, bárbara! ¡Déjame ver quién eres!
Es cosa seria el apostolado de la nalga. Así se llama en argot sacerdotal la ardua tarea de oír las confesiones de los fieles. Ciertamente se necesita mucha caridad cristiana para no perder la paciencia ante tanto dislate de los fieles. En Guanajuato me contaron de aquel señor cura de carácter firme. Cierto día un individuo le confesó una culpa:
—Me acuso, padre, de que ando diciendo que usted es muy pendejo.
—A lo mejor lo soy, hijo —respondió con bondad paternal el sacerdote—. Te perdono de todo corazón que hayas dicho eso de mí. Quizá dijiste la verdad. De penitencia reza tres padrenuestros, y ve mucho a chingar a tu madre.
A otro confesor lo importunaba una cáfila de beatas que lo buscaban todos los días para contarle en confesión sus escrúpulos y tiquismiquis de conciencia. Se libró de ellas poniendo en la puerta del templo un gran letrero:
“CONFESIONES PARA MUJERES: De lunes a viernes, adúlteras, borrachas y chismosas. Los sábados, confesión normal”.
En adelante tuvo libre toda la semana.
Un padrecito hubo que utilizaba ejemplos reales para ilustrar sus homilías.
—El pecado, hijos míos, es muy feo. A ver, don Fulano —le pedía a un hombre que estaba en una de las bancas delanteras—, póngase usted de pie, si es tan amable.
Obedecía el hombre, desconcertado.
—Ahora —le ordenaba el sacerdote— dese usted la vuelta para que lo vea la gente.
Con más confusión hacía el hombre lo que se le solicitaba. Y decía el padrecito:
—¿Ya ven lo feo que es don Fulano? Pues el pecado es más feo todavía.
Otra anécdota se cuenta de aquel buen padre Jáuregui. Debía pasarse todo el tiempo oyendo la confesión de faltas nimias:
—Me acuso, padre, de que le envidio sus matas a mi vecina.
—Me acuso de haber dicho que mi cuñada es intrigosa.
—Me acuso de no haber ido a la Hora Santa.
Y luego los chiquillos:
—Eché una mentira.
—Falté a misa el domingo.
—Desobedecí a mi mamá.
De pronto, entre aquella inane tropa de pecadores veniales, apareció un hombre.
—Me acuso, padre —dijo— de que anoche maté a mi mujer.
—¡Vaya! —exclamó con alivió el padre Jáuregui con voz que pudo oírse en todo el templo.
¡Hasta que me llegó un pecador como Dios manda!

“… La chica le dijo a su papá que la habían tronado en la escuela…”.
Según luego me enteré
el buen señor, cejijunto,
le preguntó a su hija al punto:
“Dime: te tronaron ¿qué?”.

He despertado en medio de la noche. Me despertó el silencio. No se oía en los aposentos de la casa el tictac del reloj de los abuelos.
Yo quiero mucho a esta antigua máquina del tiempo. Miré a mis mayores darle cuerda, y ahora mis nietos me miran al darle cuerda yo. El reloj tiene en la carátula dos palabras latinas: Tempus fugit.
Se le acabó la cuerda al amado reloj, y su silencio me sacó del sueño. Para volver a él debo oír otra vez su acompasado péndulo. Pero no le doy cuerda: esperaré que venga la mañana para hacerlo en presencia de mis nietos. Ellos recordarán después, igual que yo recuerdo. Y alguno velará también en la alta noche, cuando el reloj acalle su sonido.
Ahora los dos callamos, reloj y hombre. Quizás él escucha mi silencio igual que escucho su silencio yo. Mañana volveremos ambos a nuestro tictac de cada día, quién sabe por cuántos días más. Tempus fugit...

“Vengo de tener mi primera experiencia sexual”. Eso le dijo Floribel, linda colegiala, a su compañera de cuarto en la universidad. “¿De veras? —se interesó vivamente ella—. ¡Anda, siéntate y cuéntamelo todo!”. “Contártelo sí puedo —respondió Floribel—. Sentarme no”.

Quien crea en cosas esotéricas tendrá que pensar que la letra M tuvo una extraña significación en el destino de Maximiliano. En la última parte de su vida esa letra apareció con una frecuencia que llama la atención, hasta el punto de que ha sido objeto de consideración por los buscadores de sucesos singulares.
—Yo no creo en la existencia de las brujas —me decía una vez un campesino—, pero de que las hay las hay.
Alguien se sorprendió al ver que un reputado hombre de ciencia evitaba cuidadosamente pasar por debajo de una escalera.
—¿Eres supersticioso? —le preguntó.
—De ninguna manera —respondió el científico—. Lo que sucede es que creo que pasar por abajo de una escalera me puede traer mala suerte.
Maximiliano tenía como una de sus normas de vida no creer en supersticiones. Consideraba que tales supercherías eran indignas del siglo XIX, del llamado Siglo de las Luces. Sin embargo, sabemos de cierto que sentía una oculta aversión por la primera letra de su nombre. Aunque sus biógrafos no suelen mencionar el hecho parece ser que en cierta ocasión confió ese sentimiento al ayo de su niñez. Este preceptor vivía al lado de Maximiliano desde que este tenía seis años de edad. Solía ir con él a todas partes: a sus viajes por las cortes europeas, a sus largas navegaciones por el Mediterráneo, a sus cacerías. Fue con Max a Italia cuando Francisco José nombró a su hermano gobernador del reino Lombardo-Véneto.
A su ayo le dijo una vez el príncipe, paseando por los jardines de Miramar, que tenía el presentimiento de que moriría “entre muchas emes”. Consumado el drama del Cerro de las Campanas, y con base en las noticias llegadas desde México y publicadas por los diarios europeos, el viejo servidor contaba a quien lo quería oír aquel temor de su amo, y mostraba la forma en que se había cumplido su sombría premonición.
El nombre de Maximiliano, decía, comenzaba con aquella M fatal.
El nombre del país en que encontró la muerte, México, empezaba con la misma letra.
Maximiliano salió de Miramar para encontrar su destino, y en Miramar se firmaron los acuerdos que condujeron a fundar su desastrado Imperio. Otra vez la letra M.
Con M empezaba el nombre de quien lo hizo prisionero en Querétaro: Mariano Escobedo.
Con M empezaba el apellido de quien debiendo defender esa plaza no lo hizo, causando la derrota de las fuerzas que defendían al emperador. Ese general era Leonardo Márquez.
La derrota del ejército conservador se consumó en mes cuyo nombre empieza con M: mayo.
Miguel López se llamaba aquel a cuya traición se atribuyó la caída de Querétaro y de Maximiliano en poder de las fuerzas liberales.
A Mariano Escobedo entregó su espada el emperador.
El nombre del fiscal que instruyó la causa del infortunado emperador empezaba con M también: Manuel Aspíroz.
Con M comenzaba igualmente el nombre del abogado defensor de Maximiliano, don Mariano Riva Palacio.
Mejía fue el ministro de Juárez que firmó la sentencia de muerte del emperador.
Murió Maximiliano entre dos hombres cuyos apellidos comenzaban con M: Miramón y Mejía.
El capitán que ordenó las ejecuciones se apellidaba Montemayor. Si otra M hace falta diré que el capitán Montemayor era nacido en Monterrey.
Finalmente, Maximiliano fue fusilado en martes.
Desde luego este asunto de las emes no es materia para un relato histórico. Constituye, sin embargo, una curiosidad que suele formar parte de la leyenda de Maximiliano.

Tres amigos conocieron a unas lindas chicas en el bar del Hotel Humpery, y después del obligado prolegómeno de copas y baile con música romántica cada uno se fue con su cada una a su habitación. Al día siguiente intercambiaron experiencias. Narró el primero: “La que me tocó a mí —y me tocó bastante— debe ser doctora, porque me dijo: ‘Acuéstese y relájese; esto no le dolerá’”. Relató el segundo: “La mía ha de ser profesora, porque me dijo: ‘Tendrás que repetir esto hasta que te salga bien’”. Comenta el tercero: “La chica que fue conmigo debe ser azafata de avión. Me dijo: ‘Colóquese esto en nariz y boca, y respire normalmente’”.

Este hombre es inmensamente rico. Tiene un perro de registro, hijo, nieto y bisnieto de campeones.
El perro ve a su amo con adoración, igual que si mirara a Dios. Se alegra cuando lo ve contento; presiente sus tristezas. Lo acompaña en su soledad como un amigo fiel...
Este hombre es inmensamente pobre. Tiene un perro corriente, callejero.
El perro ve a su amo con adoración, igual que si mirara a Dios. Se alegra cuando lo ve contento; presiente sus tristezas. Lo acompaña en su soledad como un amigo fiel...
Estos dos perros son iguales.
Estos dos hombres no.

Le pregunta Pepito a su papá: “¿Qué es el sexo?”. “Ya estás en edad de saberlo —contestó él—. Mira este es el sexo. Y además un ejemplar perfecto”. Poco después el señor escuchó la conversación que su hijo tenía con un vecinito amigo suyo. “"Ya supe que es el sexo” —le dijo Pepito al otro niño—. “¿Qué es?” —preguntó el pequeño—. “Este —respondió Pepito—. Y si fuera un poco más chico sería perfecto”.

Catedralicios árboles. Severas
frondas de los impronunciables troenos.
Anual pedriza de nogales, llenos
de urracas de Damocles traicioneras.
Uniformes muchachas pasajeras:
eternas normalistas. Nazarenos
filósofos. Poetas (más o menos).
Y gendarmes y niños y niñeras.
Y amor... El siempre amor: aquí reside,
nace, crece, se junta, se separa,
y aquí al morir el duelo se despide.
En ella habemos todos biografía.
Si la Alameda de Saltillo hablara
¡cuántas cosas, Señor, no callaría!

Lord Feebledick llegó a su casa y encontró a su mujer, lady Losebloomers, en íntimo coloquio con el guardabosque Wellhan Ged. Ofendido en su orgullo y en su honor lord Feebledick prorrumpe en altísonos dicterios de carácter mitológico-histórico. “¡Eres una Mesalina! —le grita a su mujer—. ¡Una Xantipa, una Thais, una Pasifae, una Teodosia, una Friné!”. “¡Ahora sí estoy arreglada! —replica con enojo lady Losebloomers—. ¡Tú celoso y este en celo!”.

HISTORIAS DE LA CREACIÓN DEL MUNDO
El Señor hizo a Adán.
De esa manera practicó para hacer a Eva.
Enseguida hizo las noches de luna llena.
A consecuencia de eso Adán y Eva empezaron a hacer lo que debían hacer.
Le preguntó Eva a su Creador:
—Señor, ¿por qué hiciste todo lo que hiciste para que Adán y yo tuviéramos hijos?
Le contestó el Padre:
—Es que, la verdad, ya tenía ganas de ser abuelo.

“… Una araña le picó a un maduro señor en cierta parte…”.
Rogó muy emocionado:
“Doctor, por favor le pido:
quíteme lo dolorido
y déjeme lo inflamado”.

Robertito Guajardo era el joto del pueblo. En aquellos años —los cincuenta del pasado siglo— Saltillo, mi ciudad, era eso: un pueblo apenas un poco más grande que su catedral. A los homosexuales no se les llamaba así, y menos aún “gays”. Se les llamaba jotos. Y Robertito era el joto del pueblo.
Tenía una afición: el teatro. Su sueño, confesaba, había sido siempre “subir al palco escénico”. De cuando en cuando llegaba a Saltillo el Teatro Tayita, de Blanquita Morones y el Chato Padilla. Robertito alojaba a toda la compañía en la vasta casona donde vivía solo. Así evitaba que los artistas gastaran en hotel durante el tiempo que permanecían en la ciudad.
Una de aquellas veces esas buenas personas, que conocían el sueño de Robertito, quisieron corresponder a su hospitalidad, y lo invitaron a actuar con ellos en una función fuera de temporada. Él no podía creer la honrosa invitación: ¡al fin iba a poder hacer lo que siempre había soñado! Le ofrecieron el principal rol masculino en un “potente drama”. Robertito se aprendió de memoria el papel tras estudiarlo día y noche, y luego ensayó concienzudamente la obra con la compañía.
Su personaje era el de un hombre noble, de carácter íntegro, cuya esposa había caído en brazos de un malvado seductor. El marido, para lavar su honra, iba a matarla con un tiro de revólver. Ella, de rodillas, le pedía perdón, pero él se mantenía firme en su propósito homicida. Ya iba a disparar cuando en eso entraba la pequeña hija del matrimonio y les preguntaba a sus padres con sonrisa de ángel: “¿A qué están jugando?”. El ofendido esposo, emocionado, abrazaba a la niña y luego la entregaba a su madre al tiempo que le decía volviéndole la espalda: “¡Anda! ¡Vete con tu hija!”. Salía la mujer, avergonzada, y él se quedaba en escena, solo, sacudido por los sollozos con el rostro entre las manos. Telón lento. Aquello era de mucho efecto.
Llegó el día de la función. La carpa se abarrotó con un público lleno de curiosidad por ver a Robertito Guajardo metido a actor de teatro. Vino la escena culminante. Blanquita Morones, en el papel de la esposa infiel, cayó a los pies de Robertito y le pidió clemencia.
—¿Por qué me matas? —le preguntó, desesperada.
Robertito irguió toda su estatura y respondió con dramático acento:
—¡Porque soy hombre!
Una estentórea carcajada recibió esa frase. Se oyeron silbidos de burla, risotadas, gritos. “¡Dijo que es hombre!”. La representación se interrumpió. Blanquita, desconcertada, no sabía qué hacer. Crecían las risas, las voces de escarnio.
Y entonces sucedió algo. Robertito avanzó hacia el proscenio y se puso frente ante el público. No hizo ningún ademán; no dijo una palabra. Poco a poco la gente dejó de reír y de gritar; sintió seguramente que Robertito iba a decir algo. Y en efecto, Robertito habló.
—Con sus carcajadas y sus silbidos —dijo— me han arrebatado ustedes el momento más bello de mi vida. Pensé, tonto de mí, que la función iba a acabar de otra manera. Ustedes saben bien que siempre he procurado no ofenderlos con mi modo de ser. A nadie nunca le he faltado al respeto. Aun así he sufrido continuamente sus burlas y desprecios. No se los tomo a mal: sé lo que soy. Pero también sé que no tengo la culpa. Así me hizo Dios. Que Él los perdone. Yo trataré de perdonarlos también, a pesar de lo que esto me ha dolido, y no les guardaré rencor. Muchas gracias, y buenas noches.
Se hizo un profundo silencio. Y de pronto estalló una ovación unánime. El público se puso en pie, lleno al mismo tiempo de emoción y de vergüenza, y le tributó a Robertito un aplauso en el que, sin palabras, todos le pedían perdón. Él, sorprendido, se llenó de confusión. Volvió la vista hacia Blanquita, como para preguntarle qué debía hacer. La actriz le indicó que regresara al frente del escenario a agradecer los aplausos. Una señora se acercó a él, le dio una flor y le dijo sinceramente apenada: “Dispénsenos, Robertito”. Un señor de la buena sociedad gritó sin poderse contener: “¡Bravo, Roberto!”.
La función, como había esperado él, terminó de otra manera. Ahora, muchos años después, yo también le pido perdón a Robertito en nombre de todos los que a lo largo de su vida lo zaherimos y hostigamos, lo rechazamos y lo hicimos objeto de incomprensión, desprecio y burlas. Hay quienes, Robertito, somos crueles, ignorantes y soberbios. Y ni siquiera podemos decir, como tú, que así nos hizo Dios.

Se casó Susiflor, y fue con su flamante maridito a pasar la luna de miel en Niagara Falls. A su regreso del viaje nupcial una amiga le preguntó: “¿Realmente las cataratas del Niágara son tan grandes como dicen?”. “No —respondió Susiflor—. De hecho Esa fue mi segunda decepción”.

En la nocturna oscuridad, propicio cómplice; en soledoso y romántico paraje, él y ella sostenían un amoroso e íntimo coloquio. El muchacho le preguntó a la chica con dulce y tierna voz: “¿De quién son estos ojitos?”. “Tuyos, mi amor” —respondió ella—. “¿Y de quién es esta naricita?”. “Tuya, mi cielo”. “¿Y de quién son estos cachetitos?”. “Tuyos, mi vida”. “¿Y de quién son estas trompitas?”. No contestó la chica. “¿De quién son estas trompitas?” —volvió a preguntar el novio—. Ella siguió en silencio. Repitió el galán, impaciente y atufado ya: “¿De quién son estas trompitas?”. Respondió la muchacha con enojo: “¡Son de Falopio, desgraciado! ¡Y ya saca la mano de ahí!”.

—No recuerdo quién es usted —me dijo de buenas a primeras.
Yo me asombré. No porque no me recordara —¿quién soy yo para merecer que alguien me recuerde?— sino porque quien me hablaba era un elefante, y los elefantes son famosos por su buena memoria.
—Todo se me olvida —siguió con gemebunda voz el paquidermo—. La gente dice que los elefantes jamás olvidamos un agravio: aunque pasen 50 años recordaremos al hombre que alguna vez nos maltrató, y lo aplastaremos con nuestras grandes patas. Yo no me acuerdo nunca del mal que se me ha hecho. Para disimular mi mala memoria ante los demás elefantes tengo que aplastar de vez en cuando a un hombre inocente.
Yo, con prudencia, me alejé algunos pasos. Le sugerí:
—Diga usted a sus compañeros que tiene memoria diferente: jamás olvida el bien que se le ha hecho. Eso lo distinguirá de los demás, pues ni entre los elefantes ni entre los humanos hay nadie que recuerde eso.
El elefante, conmovido, se acercó para mostrarme su agradecimiento. Yo me alejé unos pasos más.

“… Una chica soltera atribuyó su embarazo a la falta de vitaminas energéticas…”.
Atribulada explicó:
“Mi novio me las pedía,
y no tuve la energía
para decirle que no”.

El verbo “obnubilar”, tan poco usado, es una de las primeras palabras que recuerdo haber oído.
Por calle de La Fuente vivía doña Panchita. ¿Alguien habrá que la recuerde? Su casa estaba cerca de la esquina con Bravo, en la acera del lado norte. Paso por ahí a pie algunas veces —las calles de Saltillo son para andar a pie, si bien las aceras no— y me detengo en ella. La casa está abandonada y amenaza ruina. Pero en aquellos años era una hermosa morada saltillera. En la sala había piano vertical, muebles de Viena y una alfombra muy grande, roja, con motivos de Oriente.
Doña Panchita era gorda. Muy gorda. Era gordísima. Al sentarse en el confidente (así se llamaba un sofá donde cabían dos) el pobre mueble gemía con desesperación. Apenas podía caminar doña Panchita. Cuando iba a la cocina a traer el chocolate parecía una nave de alta borda cruzando a todo trapo la mar océano. Debía usar bastón doña Panchita para sostener la robusta fábrica de su profusa anatomía.
Pero no era su gordura lo que llamaba más mi atención de niño, sino su peinado, extraña construcción que se alzaba tres palmos o más sobre su cabeza; complicada arquitectura llena de barroquismos; rulos que se metían los unos en los otros en rara trigonometría; rizos que caían sobre la frente; “pescaguapos” que ornaban ambas sienes, y por la nunca un gran molote detenido por dos agujas puestas en forma de equis.
A doña Panchita le gustaba el arte. Gorda y todo, sentía las cosas del espíritu. Del arte, lo que más le gustaba era la declamación. Ella no declamaba, no —era demasiado señora para eso—, pero gustaba de oír aquellas cosas que le sacaban hondos suspiros y hacían retemblar su busto colosal igual que un Matterhorn de gelatina: Las abandonadas, de Julio Sesto; Cobardía, del poeta nayarita Amado Nervo; Los motivos del lobo, de Rubén Darío...
Doña Panchita recibía en su casa todos los jueves por la tarde. Recibía a dos o tres “amiguitas” —así las presentaba ella—, señoras de su edad, antiguas compañeras suyas en el Colegio de la Purísima; recibía a dos señores ya maduros; el uno licenciado; el otro que se presentaba ceremoniosamente diciendo su nombre y añadiendo siempre las palabras “comerciante y comisionista”; recibía a varios jóvenes —ellos y ellas— de los cuales uno tocaba el piano, cantaba la otra, recitaba la tercera y el último sabía poner juegos de prendas que divertían mucho a la concurrencia:
—A’i va un navío cargado cargado de...
El licenciado que dije era soltero. Mejor dichas las cosas, solterón, pues su edad pasaba ya de los 50. Reinaba sobre la tertulia; la presidía. Doña Panchita, señorita de edad, y sus “amiguitas”, soltera una y viudas las otras dos, lo trataban con respetuosa unción. Pero si algún osado hubiera dicho que cualquiera de ellas alentaba secretas intenciones en relación con el abogado todas hubieran puesto el grito en el cielo: aquellas tertulias eran de arte, y quien mirara en ellas otros fines era un malvado indigno de consideración.
Aquel señor licenciado era alto y seco y circunspecto y grave. Todo lo que decía era sentencia contundente.
—El jitomate está muy caro.
La frase sonaba en sus labios como en los de Justiniano debe haber sonado el Digesto, o las Siete Partidas en los de Alfonso el Sabio.
Y sin embargo no era tenido en mucho por los de su profesión. Hacían burla de él; decían que no sacaba a un borrachito de la cárcel ni pagando la multa. Pero en la tertulia de los jueves las damas asistentes —doncellas muy maduras unas, y viudas ya las otras— lo miraban con arrobamiento. Ellas no sabían de Digestos o Partidas, de procedimientos civiles o penales. Ellas sabían nomás que el licenciado, a los 50 y tantos años de su edad, era soltero.
Y sucedió que un día —aciago día— aquel santo señor soltó una bomba en la pacífica merienda de los jueves. Después de toser para aclararse la garganta se puso en pie (así lo requería la ocasión) y anunció que se iba a casar. Quería compartir la fausta nueva —dijo— con toda la tertulia.
¡Dios santo! Aquello fue como si hubiera caído un rayo en mitad de la sala, con daño para personas, muebles y cuadro de Jesús en el Huerto de los Olivos. Doña Panchita se quedó sin habla, cosa que raras veces sucedía. Las demás mujeres se miraron las unas a las otras. Se hizo un hondo silencio que el joven que declamaba aprovechó para insinuar que quizá sería apropiado recitar la bonita poesía En paz, de Amado Nervo. Nadie acogió la idea. Nerviosas, las damas se levantaron para felicitar con abrazos distantes al licenciado y desearle felicidad en la nueva vida que iba a emprender. Agradeció él los parabienes y manifestó que todos los presentes recibirían con oportunidad “el pliego invitatorio”. Así dijo: “el pliego invitatorio”; no “la invitación”.
Dejó de ir el añoso galán a la tertulia de los jueves. Y qué bueno, decían las señoras, pues se había sabido que el licenciado, tan juicioso que se veía, tan respetable, se iba a casar con una muchachilla 30 años más joven que él; morenilla —muy morena—, y al parecer vecina de la Colonia González, donde todos eran protestantes, qué barbaridad.
Siguieron las tertulias, desde luego, aunque con menos damas asistentes, pero ya no hubo cantos ni recitaciones. Todo se iba en hablar del abogado y su noviazgo peregrino. Un día Jacobita se atrevió a decir en voz baja, pero que todos alcanzaron a oír:
—¡Viejo ridículo!
Sic transit gloria mundi... El rey de la tertulia era objeto ahora del general desdén, y más cuando el joven que declamaba llegó con la noticia de que había visto al licenciado con su novia.
—¡Cuente, cuente! —pidieron a coro las mujeres.
Era la novia, empezó el estudiante, una muchacha —lo que sea de cada quien— muy guapa. Bajita, de buenas proporciones. ¿Que era prietita? Sí, pero con grandes ojos negros y una melena bruna (recordemos que quien hablaba era declamador) que le llegaba más abajo de la cintura. Los hombres estaban encantados con la etopeya que hacía el joven que declamaba, pero las damas se sentían incómodas, y Jacobita se atrevió a decir en voz baja, pero que todos alcanzaron a oír:
—¡Se le está haciendo agua la boca al pendejo este!
De lo que cuento hace ya casi medio siglo, y no sé si Jacobita hablaba de quien decía eso o de quien esto escribe.
Agonizaba la tertulia de doña Panchita. Triste andaba ella, y triste se veía su casa —por De la Fuente, entre General Cepeda y Bravo— con la ausencia de los acostumbrados contertulios. Se iba a casar el licenciado, adorno de esas reuniones. Ante la noticia de sus desposorios huyeron como golondrinas las maduras doncellas y las viudas que habían hecho su ídolo del otoñal galán.
Se iba a casar el licenciado, sí. Dejaba frustradas muchas secretas esperanzas. Y eso no era lo peor. Lo pésimo era que se iba a casar con una muchachilla de las de tres al cuarto; de baja condición y vaya usted a saber de qué familias.
Pero, ¡ah sorpresas que nos da la vida! Un cierto jueves se apareció de pronto el licenciado en la tertulia de Panchita. No era el mismo de siempre: vestía con descuido, y se veía azorado. Lo recibió doña Panchita con cierta frialdad, pero sin mengua de la buena educación aprendida en el Colegio La Purísima. Y es que ella no sabía a qué atenerse. ¿Por qué volvió el licenciado? ¿Estaba casado o no? ¿Qué había sucedido?
Una de las presentes salió con el pretexto de saludar a una amiguita que iba pasando por ahí. Nada: iba a avisarles a las demás señoras, vecinas muy cercanas, que el licenciado estaba en casa de Panchita. Se polvearon más que de prisa todas; se pusieron vestido de salir y en 15 minutos ya estaban juntas otra vez en la tertulia, como en los viejos tiempos. Ardían en deseos de saber lo sucedido con el inesperado visitante.
—Y... ¿cómo le ha ido, licenciado? —se atrevió a preguntar por fin doña Panchita.
Y entonces el abogado narró su triste historia.
No se había casado. Su noviazgo fue un fiasco, un vil engaño. Aquella muchacha resultó ser una chiquilla veleidosa que, movida por sus padres, se aprovechó de la afición y afecto que inspiró en el licenciado para obtener regalos y disfrutar paseos. Ella y toda su parentela, que no era nada protestante, sino muy católica y por lo tanto numerosa —papás, abuelo, hermanos, tíos, sobrinos, primos, con sus compadres y ahijados—, exprimieron bien y bonito al abogado. En unos meses le vaciaron la escarcela. Fiestas, jiras campestres, serenatas, todo por cuenta del obsequioso novio. Una muy fuerte cantidad entregó el cándido amador para las donas; otra para ir comprando muebles; y ella no le daba ni la mano (aquí se ruborizaron las señoras), y se mostraba esquiva en veces, y al otro día coqueta; y más lo animaba con sus dengues y carantoñas; y él aflojaba más la bolsa.
Un buen día —muy malo, mejor dicho— la novia desapareció de pronto. Los papás le informaron al abandonado, sin mucha pena, que su hija se había juido con un muchacho de su edad. Quén sabe onde andarían... Todo perdido: dinero; regalos; todo... Hasta las ilusiones... No le quedó al licenciado como recuerdo de aquel amor tardío más que un pañuelo con su nombre que la muchacha había bordado para él —así le dijo— con hebras de sus cabellos. Mentira; vil mentira. Ni ella bordó el pañuelo, sino una costurera que cobraba, y las pretendidas hebras de cabello eran hilo negro de La Cadena. ¡Ah, mujeres!
¿Qué había sucedido con el licenciado? ¿Cómo pudo ser posible que a su edad, y con su claro juicio, hubiera caído en las manos de aquella coqueta? No es lo mismo caer en los brazos de una mujer que caer en sus manos. El culto abogado había caído en las manos de aquella pérfida, y en las peores aun de su familia.
¡Qué triste se veía el infeliz! Andaba pesaroso, atribulado. No solo no había logrado su esperanza de unir su vida a la de aquella que tenía de linda lo que tenía de alevosa: también había sido burlado por ella como incauto. Ya se soñaba él, en sus noches de solitario solterón, gozando los encantos de la vida familiar y los encantos —más atractivos todavía— de la chica. ¡Cuántas veces en sus nocturnas fantasías había imaginado, encendido por la vergüenza y el deseo, las ocultas morbideces de su futura esposa! Y he aquí que después de atraerlo con sus coqueterías, y de traerlo y llevarlo como títere, y de mentirle falsas esperanzas, la perjura se había ido con otro. Si siquiera —razonaba el abandonado— lo hubiera cambiado por un Juez de Primera Instancia, por un agente del Ministerio Público, por algún colega de la profesión, la cosa no habría sido tan pesada. ¡Pero por un peladillo que andaba en bicicleta y se ponía cinchos en las perneras del pantalón para que no se las cogiera la cadena del biciclo! Aquello era un crimen con todas las agravantes.
Pasaron algunas semanas, y en la tertulia alguien consideró que era llegado el tiempo de interrogar al licenciado sobre el caso. Seguramente el dolor de su abandono había cedido ya. La comisionada para preguntar fue Panchita, la dueña de casa.
—Y díganos, señor licenciado —le preguntó una tarde como quien no quiere la cosa—. ¿Por qué se puso de novio con aquella chiquilla que no lo merecía ni era de su misma condición? ¿Por qué cayó en amores con semejante coqueta, y la hizo su novia, y hasta pretendió desposarla en matrimonio?
—Señora mía —respondió el licenciado con voz magnilocuente y abriendo los brazos como los oradores—. ¡Estaba obnubilado!
“Obnubilado”. Así dijo aquel jurisconsulto. Los tertulianos se vieron entre sí y ya no preguntaron más, no sé si por discretos o porque no entendieron la palabra.
Yo estaba ahí, pues mi mamá solía llevarme a la tertulia de doña Panchita —por calle de La Fuente, entre General Cepeda y Bravo—, y escuché aquella palabra sonorosa. No la entendí, claro —entonces entendía nomás palabras como “perro”, “gato”, “canicas” y “correr", pero vaya usted a saber por qué se me grabó la palabreja. Un día dejé anonadada a la señorita Amador, maestra de tercer año en el Colegio Zaragoza.
—¿Por qué le diste una guantada a ese niño, Armando?
Recordé la pregunta que le hicieron al licenciado en casa de doña Panchita. Había salido del paso ese señor tan importante mediante el uso de aquel vocablo que al parecer tenía poderes mágicos para disipar tormentas.
—Señorita —le respondí—. Estaba obnubilado.
La señorita Amador abrió la boca, estupefacta, me miró con mirada de aprensión y ya no dijo nada. Me dijo solamente:
—Siéntate y no lo vuelvas a hacer.
Había funcionado el mágico conjuro. De modo que ya lo saben ustedes, lectores míos: cualquier despropósito en que incurra yo, sea de palabra o sea de obra, tendrá su explicación: estaba obnubilado.

Predicaba el padre Arsilio. Su tema eran los pecados de la carne. “La humanidad ha llegado en su degeneración a los peores extremos de lujuria —clamó vehementemente—. Antes oíamos nada más acerca de pecados de hombre con mujer. Ahora se ven con toda naturalidad los pecados de él con él, y de ella con ella”. Un adolescente le dijo al oído al otro: “Se le está pasando el de yo con yo”.

Mi nieta pequeñita está recién salida de las manos de Dios. Él le puso unos hermosos ojos de color verde tierno. De ese mismo color, que la gente llama “aguamielado”, los tenía mi padre.
Me mira la pequeña y siento como si me estuviera viendo mi papá. ¿Son acaso nuestros ojos unos ojos que ya vieron un día y que hoy vuelven a ver? Yo no soy hombre de respuestas. Ni siquiera soy hombre de preguntas. Pero me ve mi niña con esos ojos glaucos y escucho voces venidas del misterio. Pienso que soy un niño aquí y ahora, y que alguien me está mirando allá y de siempre.
Niña mía: no dejes de mirarme. Me miro en tu mirada y miro en ella el agua del río de la vida. Me miro en tu mirada y miro en ella la verde mirada de la eternidad.

Don Chinguetas era corto de vista. Era también corto de oído. (Y algunas otras cortedades padecía que no son para decirse aquí). Lo de ser medio sordo no le dolía mucho. “Total —solía decir con filosófica resignación—, pa’ las pendejadas que oye uno”. Pero la debilidad y cansancio de sus ojos sí lo mortificaban, pues muchas cosas hay dignas de mirarse, desde uno de esos crepúsculos que pinta Dios cuando el número de ateos ya va creciendo demasiado, hasta un hermoso par de piernas femeninas, con otras mórbidas redondeces de igual género, también creación divina, pues son imán que atrae al hombre y lo hace perpetuar la especie. Bendito sea el Señor que puso tales cosas en la mujer para llevarnos a ella, y no ganchos o garfios de metal, porque entonces correríamos delante de las mujeres en vez de correr tras ellas. La sabiduría de Dios es infinita, y su bondad también. Pero estoy cortando el hilo de mi relato con digresiones tan obvias como inútiles. Vuelvo a tomar el curso de la historia. Don Chinguetas asistió a una convención, y al llegar al hotel donde se alojaría se enteró de que iba a compartir la habitación con otro de los asistentes, a quien ni siquiera conocía. No se desazonó por eso, pues la edad y la vida lo habían enseñado a ser conforme y adaptable, de modo que fue a su cuarto, acomodó sus cosas, y como era ya un poco tarde se metió en la cama. Después de ver la tele un rato se dispuso a dormir. Se quitó las gruesas gafas con cristal de fondo de botella y se quitó también el aparato que usaba para oír. De sobra está decir que sin esos adminículos ni veía ni oía bien. La cosa no hubiera tenido importancia —don Chinguetas ya se iba a dormir— si no es porque en ese momento hizo su entrada el otro ocupante de la habitación, un hombre joven, de elevada estatura y musculoso. Advirtió el recién llegado que su maduro compañero de cuarto no veía ni oía bien, a juzgar por los anteojos y el aparato para la sordera que vio sobre el buró, y procedió a hacer su propia descripción y a presentarse. “Tengo 30 años —dijo—, mido 1.90 de estatura y peso 145 kilos. Dante Huerta”. “¿Cómo dijo?” —preguntó lleno de sobresalto don Chinguetas al tiempo que se ponía apresuradamente su aparato para oír—. Repite el mozallón: “Tengo 30 años, mido 1.90 de estatura y peso 145 kilos. Dante Huerta”. “Ah! —exclama con alivio don Chinguetas—. Dante Huerta... ¡Qué susto me diste, muchacho! Yo oí: ‘Date vuelta’“.

Loca, rematadamente loca estaba ya la emperatriz de México. Nada pudieron hacer los médicos para ayudarla: su extravío era de los que no tienen remedio. Carlota, como si presintiera el horror de los acontecimientos que se avecinaban, se aisló en aquellos muros de demencia que ya nadie —y ella menos que nadie— pudo traspasar.
A mediados de octubre de 1866 llegó a Roma el conde de Flandes, hermano el más querido de Carlota. Fue llamado por el Papa, quien pensó que la presencia de un ser tan amado serviría para tranquilizar a la soberana de México, para aliviarle sus angustias.
Se equivocó Su Santidad. Cuando Carlota vio a su hermano, a quien ciertamente no esperaba ver, se precipitó en sus brazos sollozando en forma histérica. Se abrazó a él con desesperación. Cuando el conde quiso deshacerse del abrazo ella se aferró más aún, como si temiese separarse un punto de su hermano. Por fin el conde pudo soltarse, pero entonces Carlota lo apartó de la gente, lo llevó a un rincón de la sala y le dijo al oído con tono de terror:
—¡Por favor, hermano! ¡Ten mucho cuidado! ¡Alguien puede tratar de asesinarte, igual que han tratado de matarme a mí!
El conde le acariciaba el rostro con ternura, le decía suaves palabras de confortación, pero ella se agitaba más y más.
—¡Desconfía de todos! —insistía Carlota mirando con ojos desorbitados a su alrededor—. ¡No vayas a comer la comida del hotel!
—Hermana —le dijo el conde—, no estás ya en México, donde quizá tuviste enemigos. Estás acá, con nosotros, rodeada de gente que te quiere.
—¡Te equivocas! —susurraba Carlota—. ¡Todo en nuestro entorno son peligros! ¡Mira!
Lo condujo a una pequeña mesa en la que había recado de escribir. Tomó la pluma entre sus manos temblorosas y la mostró a su hermano:
—¿Ves estas manchas cafés que hay en la pluma? ¡Son de estricnina! ¡Bastaría un pequeño rasguño para matarnos! ¡Moriremos asesinados, hermano! ¡Ese es nuestro destino! ¡Así murió nuestro padre, asesinado; así murieron el príncipe Alberto y lord Palmerston! ¡Todos, todos han muerto asesinados, aunque no se sepa! ¡Es la revolución hermano, la maldita revolución que no se para en nada!
El conde de Flandes, desolado, dirigía la mirada a los circunstantes. Había dudado del informe que se le dio, pero ahora se daba cuenta de que su hermana había perdido la razón. Debía llevarla a un sitio en el que pudiera estar tranquila.
—¿Cuáles son tus planes, hermana? ¿Qué vas a hacer?
—Debo ir a Estados Unidos. Convenceré a los norteamericanos de que nos dejen tranquilos. Por culpa de ellos nos abandona Napoleón; con su apoyo los juaristas avanzan en México. Lograré que los americanos no intervengan en México. Eso salvará a Max. Esa será la mayor victoria para mí.
—Tienes razón, hermana. Sin embargo, creo que no debes salir de Europa sino hasta que hayas firmado el Concordato con Roma. ¿No te gustaría pasar unos días en Miramar? Ahí podrías esperar la respuesta del Santo Padre.
Al oír la palabra “Miramar” Carlota pareció llenarse de alegría.
—¡Miramar! —exclamó jubilosa como una niña a quien le anuncian un hermoso paseo—. ¡Sí, hermano! ¡Vamos, vamos!

Doña Coñita era una anciana viuda. Desde la muerte de su señor marido vivía sola en la misma granja donde toda su vida trabajó al lado de su esposo. Ella sola se bastaba para el cuidado de las gallinas con cuyo producto se mantenía, y únicamente requería ayuda ajena cuando se presentaba alguna tarea que por sus años no podía hacer por sí misma. Cierto día necesitó uno de esos trabajos: sucedió que un ventarrón echó abajo la letrina. Doña Coñita, entonces, llamó al señor Mastacho, el carpintero de la aldea, a fin de que viniera a construirle otra. Llegó el hombre, tomó las medidas pertinentes e hizo una lista del material que iba a requerir. Al siguiente día regresó con lo necesario y se aplicó de inmediato a realizar la obra. Era un buen artesano este Mastacho; en cosa de cuatro días hizo la letrina, toda de madera, con sus cuatro paredes muy firmes y seguras, su techo a prueba de lluvias, su puerta con pestillo, su ventana con vidrio corredizo... El carpintero le presentó su cuenta a doña Coñita —tanto de material, tanto de mano de obra—, pero ella, al fin mujer y campesina, le dijo que antes de pagar quería usar un par de días la letrina, a fin de certificar que estuviera bien hecha y sirviera con eficacia a su propósito. No molestó al señor Mastacho esa cautela o prevención, antes la aceptó de buen grado, y dijo a la viuda que se tomara el tiempo necesario para poner a prueba su trabajo, pues él estaba cierto de que lo había hecho a conciencia, y sin duda la señora encontraría la letrina a su cabal satisfacción, con todos los requerimientos de comodidad y disposición en general que una buena letrina ha de tener. Una semana después volvió Mastacho, seguro de encontrar a doña Coñita muy contenta con el trabajo que le había hecho, y listo para recibir el justo jornal por su trabajo. Para su sorpresa la viejecita lo recibió con una lacónica frase contundente, que le espetó aun antes de saludarlo. La frase fue esta: “No pago”. “¿Por qué?” —se asombró el carpintero—. “No pago” —repitió, tajante, doña Coñita—. “Ya oí —se amoscó el artesano—. Ya oí que no quiere pagar. Pero dígame por qué”. “No pago” —repitió con sequedad la vejuca—. El artesano, molesto, le pregunta: “¿Qué falla le encontró a la letrina? Dígame si tiene algún defecto, para corregirlo”. “No pago” —volvió a decir la viuda con escueto laconismo—. Y así diciendo se cruzó de brazos. Enojado, Mastacho se aplicó a la tarea de revisar su obra, aunque ya había hecho el concienzudo examen antes de entregar el trabajo. Probó la resistencia de las paredes; abrió y cerró la puerta varias veces, y lo mismo hizo con el ventanillo; constató que el techo no tenía rendijas por donde pudiera haberse colado agua de lluvia... Todo se hallaba en orden. “La letrina está bien” —dijo a la viuda, que lo había estado mirando, sin decir palabra, mientras hacía la revisión—. “No pago” —repitió la ancianita una vez más—. Intrigado, el carpintero volvió a entrar en la letrina. ¿Qué deficiencia podía tener la obra que él no había advertido? Se puso de rodillas y acercó la cara a la tabla que servía de asiento a la letrina, a fin de examinarla bien. Tanto se acercó que, sin darse él cuenta, unos pelitos del profuso bigote se le atoraron en una grieta que tenía la madera de la tabla. Cuando se enderezó para ponerse en pie se le arrancaron los pelitos del mostacho, y hubo de lanzar un fuerte ¡ay! de dolor. Le dice entonces doña Coñita con rencoroso acento: “¿Ya vio? No pago”.

Jean Cusset, ateo con excepción de las veces que debe dar gracias a alguien por la felicidad que siente, dio un nuevo sorbo a su martini, con dos aceitunas, como siempre, y continuó:
—Los hombres han inventado muchos modos de embriagarse. Lo han hecho con vinos y con dioses. La borrachera de vino es peligrosa, pero más peligrosa aún es la ebriedad de Dios. El hombre a quien posee esa terrible beodez se vuelve ciego, se convierte en fiera, y se lanza en contra de los que no se emborrachan con su mismo dios.
—La fe religiosa es don muy grande, igual que es grande el don del vino. También de la fe podría decirse lo que del vino decían los antiguos: que alegra el corazón del hombre. Pero también a la religiosidad habría que ponerle una etiqueta igual a la que ponen a los vinos los funcionarios de salud: “Cuidado: El exceso en el uso de este producto puede ser riesgoso para la salud”.
Así dijo Jean Cusset, y dio el último sorbo a su martini, con dos aceitunas, como siempre.

Don Geronte, señor de edad madura, llama su hijo y le dice con solemne acento: "Hijo mío: vas a contraer matrimonio el mes entrante. Bueno será que sepas algo que te será de mucha utilidad en la relación matrimonial. Mira: cada dedo de la mano corresponde a determinada etapa de la vida, y cada uno expresa algo correspondiente a esa edad. Tomemos, primero, el dedo llamado gordo, el pulgar. Es el dedo del optimismo juvenil. Alzas un pulgar, o ambos, y eso es señal de bienestar, afirmación de que las cosas van muy bien. El dedo índice, hijo, es el dedo de la realización personal. Lo levantas en alto para decir: ‘Soy el número uno’, o lo adelantas para impartir tus órdenes: ‘Fulano, haz esto; Mengano, haz aquello’. El dedo de en medio es el dedo más útil en el matrimonio, necesarísimo en la relación matrimonial. Pero de ese te hablaré después. Ahora te diré del dedo anular. Ese dedo no sirve para mucho. Lo usamos solamente para llevar la argolla de casados. Y, finalmente, el meñique. A pesar de ser el más pequeño, ese dedo sirve para mostrar que hemos llegado a la cima del poder y del éxito: al tomar la taza de té o de café erguirás el meñique en gesto de distinción y de elegancia que mostrará tu posición social”. “¿Y el dedo del matrimonio, padre?” —pregunta el muchacho ansiosamente—. “Ah —responde el señor—. Es el más importante, y debes aprender a usarlo. Mira: en la noche de bodas le demostrarás una vez tu amor a tu mujer. Dos veces se lo demostrarás, pues eres joven y te poseen las ansias del amor. Ella te pedirá una tercera vez y tú, a fuer de caballero enamorado, esforzarás tu celo en cumplir esa demanda. Sacarás fuerzas de flaqueza y a duras penas satisfarás la petición. Pero ella no quedará contenta. Ignorante de que la naturaleza nos pone limitaciones a los hombres te pedirá una cuarta vez. Tú ya no podrás atender esa solicitud como atendiste las otras anteriores. Entonces, hijo mío, es cuando interviene el dedo de en medio. Cuando no puedas ya cumplir las demandas de tu señora esposa llévate ese dedo a la sien derecha y dile a tu mujer: “¿Estás loca? ¡Grábate bien en la cabeza que no soy una máquina sexual!”.

Este amigo mío recuerda el patio de su colegio de niño. Lo recuerda mejor que si lo estuviera viendo: lo recuerda como si lo estuviera olvidando. Se aferra a su recuerdo, entonces, como el náufrago a la tabla de salvación, y así las cosas se le aparecen claras en medio del olvido.
El patio es grande, enorme. ¿Lo es verdaderamente? No. Así lo miraba el niño que ahora está recordando. Sin embargo, ese niño, adulto ya, visitó hace unos días su antiguo colegio, hoy convertido en asilo para ancianos, y se asombró al ver que el patio se había empequeñecido, siendo que antes ocupaba la mitad del mundo. “Acordaos”, como decía la oración. Al fondo y en el ala izquierda estaban los salones de clase. Al frente las oficinas. En el lado derecho los cuartitos —así, púdicamente, se les decía a los baños—, y la carpintería donde el señor Vidal, aquel buen señor que en las fiestas escolares tocaba en el serrucho el vals Recuerdo, arreglaba los mesabancos. Allá la alberca, reservada únicamente para los internos.
Ah, los internos. ¡Cómo los envidiábamos! Vivían ahí mismo, en el colegio, pues venían de otras ciudades. Solo ellos conocían la parte del edificio donde estaban las habitaciones de los Hermanos. Comían con ellos —señalado privilegio—, y cuando por las tardes el patio se quedaba les pertenecían en propiedad privada los juegos de espiro y las canchas de basquetbol. ¡Qué maravilla!
Por eso el niño que recuerda no se explica la tristeza de aquel amiguito suyo interno en el colegio. Además era rico. Su mamá venía a visitarlo dos veces cada mes, los domingos. Llegaba en coche de lujo, con chofer; parecía artista de cine. Alta y rubia, bella, se parecía a Veronica Lake. Vestía con elegancia; en el invierno llevaba una piel sobre los hombros.
Cierto domingo mi amigo la vio casualmente llegar al colegio. Supo después —se lo contó el niñito— que había llevado a su hijo a la alameda. Ahí el pequeño les dio de comer semillitas a los patos. Su mamá le compró un globo, un rehilete y un algodón de azúcar —¡cuántas cosas!—, y luego fueron a la Nevería Nakasima, donde el niño gozó la delicia de un Paricutín, la nieve más cara de todas las que ahí se vendían, en forma de volcán, con un cubito de azúcar que se humedecía en alcohol y se le prendía fuego al servirlo, para simular el cráter en erupción. ¡Fantástico!
¿Entonces por qué siempre estaba triste ese niño? Mi amigo, el que recuerda, no recuerda que era mejor tener una mamá que te veía todos los días que una que te visitaba dos veces cada mes, aunque te comprara un globo, un rehilete, un algodón de azúcar y la nieve más cara de la Nakasima. Tampoco importaba que tu mamá no tuviera coche del año ni llevara una piel sobre los hombros ni se pareciera a Veronica Lake. Lo que importaba era que estuviera contigo, aunque te regañara porque no habías hecho la tarea y te amenazara con eso de “vas a ver con tu papá”. Pero eso no lo sabía entonces mi amigo, que tampoco se explicaba por qué ese niño vivía siempre en la tristeza.
Pasó el tiempo, cosa que sabe hacer muy bien. Hoy aquel niño triste es un reconocido médico que vive en Estados Unidos y ahí ha hecho fortuna. Tampoco sabía mi amigo otra cosa que al paso de los años supo. Sucede que este amigo mío vivió su juventud a mordiscos. Cierto día fue a una elegante casa de citas en la ciudad vecina, y vio ahí a la dueña del local. La mujer estaba ya muy entrada en años, pero a las claras se veía que había sido guapa. Era alta; se adivinaba que fue rubia. Y se parecía a Veronica Lake. Mi amigo, que antes recordaba, ahora sabe. Se pregunta si aquel pequeño amigo siempre triste que tuvo en el colegio, y que es ahora médico famoso, sabe también. Quién sabe…
La historia que he narrado, me doy cuenta, tiene un sospechoso parecido con una mala película mexicana. Pero sucede que la vida de mucha gente tiene un sospechoso parecido con una mala película mexicana. Y muerde, sobre todo cuando te la quieres comer a mordiscos. Te revela cosas que no quisieras haber sabido nunca; historias como la de una mujer que alejó de ella a su hijo para que no supiera —para que nadie supiera—, y que a más de darle un rehilete, un globo y un algodón de azúcar le dio también su vida, fuese como haya sido esa vida. Yo digo que a fin de cuentas, y de cuentos, las almas son más importantes que los cuerpos.

“… En una fiesta: ‘Doctor: me duele el testículo izquierdo’. Contestó el interrogado: ‘Yo soy doctor en Derecho’…”.
Dijo con admiración
el que había preguntado:
“¡Uta! ¡Hasta dónde ha llegado
hoy la especialización!”.

Los ángeles, que saben todas las discusiones bizantinas que los hombres han tenido de ellos, se las cobran discutiendo sobre los humanos.
Un día discutían los ángeles acerca de quienes entre los hombres son los que conocen más a Dios.
—Son los teólogos —afirmaba uno arreglando las plumas de sus alas—. Ellos poseen la ciencia de la divinidad. Después de leer la Summa de Tomás de Aquino, hasta al Señor mismo se le quitaron las últimas dudas que tenía de su propia existencia.
—No —replicaba otro ángel de prominente aureola—. Quienes más saben de Dios son los santos. Ellos poseen el amor de la divinidad. ¿Cómo no creer que hay un Dios en el cielo, si hubo un Francisco de Asís en la tierra?
El Señor oía a lo lejos, divertido, la disputa de los ángeles. Se acercó a ellos, y ellos le pidieron que acabara con la discusión diciéndoles quiénes eran los que sabían más de Dios.
—Los que saben más de Mí —dijo el Señor— son los ancianos y los niños. Los niños, porque acaban de salir de Mis manos. Los ancianos porque están ya muy cerca de Mis brazos.
Así dijo el Señor. Y supieron los ángeles que había terminado la discusión.

La criadita de la casa le dice a la señora: "Señito: ahí en la puerta está un Testículo de Jehová”. “Querrás decir ‘testigo’” —la corrige la señora—. “No, testículo —insiste la criadita—. A huevo quiere entrar”.

SONETO A UNA DAMA QUE ME PIDE ESPERAR
¿Esperas que yo espere? Vana espera.
Por esperar estoy desesperado.
¿Cómo voy a esperar, aunque quisiera,
si quien me pide espera es lo esperado?
Esperar es penar. Yo ya he penado.
Si esperar fuese amar yo espera fuera,
mas no voy a esperar, esperanzado,
que esperando mi amor el tuyo muera,
Inútil esperar. La espera es pera
que mis olmos no dan. Esperar cansa.
El que espera, ya sabes, desespera.
Desespera. No esperes mi mudanza.
Esperar que yo espere es vana espera.
Ya no puedo esperar ni a la esperanza.

Le preguntó un tipo a otro: "Oiga, compadre: ¿sabe usted cuánto mide la milla?”. "No sé exactamente —respondió el otro—, pero por lo que me ha dicho mi comadre no mide mucho”.

Este niño es un arcángel arcangélico. Cuando llega de la escuela —está en primer año de primaria— corre a mi casa y salta sobre mí para abrazarme.
Esta niña tiene cinco años, y me reprende como si fuera mi mamá. Voy a salir al aeropuerto, y ella me apunta con índice de acusación: “Ya te he dicho que no viajes tanto”.
Este niño se llama como yo, y es algo de lo mejor que tengo yo. Hay en sus ojos claridad de cielo; lleva en sí todo el gozo y toda la música del mundo.
Esta otra pequeñita es el amor con pañales y chupón. Su sonrisa hace que salga el sol; oigo en su balbuceo las canciones del gorrión y de la fuente.
Este niño acaba de llegar a nuestra vida y ya la iluminó con su mirada. Yo lo tomo en mis brazos, y es como si tomara en ellos mi propio corazón.
A ti que ahora me lees voy a decirte un secreto: si yo hubiera sabido antes lo que es ser abuelo, habría tenido primero a mis nietos, y luego a mis hijos.

Viajó Babalucas a Japón, y en Tokio fue a una tienda donde vendían lentes de todas clases, hechos con tecnología de punta. Pidió que le enseñaran la última novedad, y el encargado le mostró unos anteojos admirables: quien los llevaba veía a los demás desnudos, como si no trajeran ropa. Babalucas los compró, se los caló y pudo deleitarse en la contemplación de una linda dependienta. "Desnuda” —dijo con asombro al verla a través de aquellos maravillosos lentes—. Se los quita y dice: “Vestida”. Se los vuelve a poner: “Desnuda”. Se los quita: “Vestida”. Por la calle iba admirando a las japonesitas. “Desnudas” —decía poniéndose las gafas—. “Vestidas” —decía al quitárselas—. En el avión miraba a las hermosas azafatas. “Desnudas” —decía con los anteojos puestos—. “Vestidas” —decía cuando se los quitaba—. Llegó a su casa y se asomó por la ventana. En la sala estaba su mujer con un desconocido. “Desnudos” —dice Babalucas, que llevaba ya puestos sus lentes—. Se los quita y dice: “Desnudos”. Se los pone otra vez: “Desnudos”. Se los quita de nuevo y repite muy intrigado: “Desnudos”.“¡Chín! —exclama Babalucas con enojo—. ¡Ya se descompusieron los mugrosos lentes!”.

“… Una linda chica dice que vive de sus acciones…”.
Recibió una invitación
y respondió con denuedo:
“Hoy en la noche no puedo,
pues voy a tener acción”.

He hecho un largo viaje. ¿Cuántos kilómetros manejé? Quién sabe. Quizá 300, y de noche.
Llego a mi casa fatigado. Son casi las 2 de la mañana. Sin embargo, el Terry, mi perro cocker, me espera todavía, como siempre, echado junto a la puerta, sin dormir. Cuando entro se acerca a mí, unta a mis piernas su pequeño cuerpo y me mira con esos profundos ojos suyos, un mar de inmenso amor. Luego se va a dormir, tranquilo porque he llegado ya.
Yo me voy a dormir, también. Pero antes de cerrar los ojos intento una oración: “Dios mío: ayúdame a estar a la altura de lo que mi perro cree que soy”.

Los papás de Pepito lo llevaron de vacaciones, y por azares del camino fueron a dar a una playa nudista. Tuvieron que hacer como los demás: andar al natural. “Mami —pregunta el niño con curiosidad—. ¿Por qué unas mujeres tienen el busto grande, y otras lo tienen muy pequeño?”. La mamá, confusa, respondió lo primero que se le vino a la mente: “Las mujeres tontas tienen el busto grande. Las inteligentes, como yo, lo tenemos pequeño”. Vuelve a preguntar el chiquillo: “¿Y por qué algunos hombres la tienen grande, y otros la tienen chica?”. Contesta la señora: “Es lo mismo: los hombres tontos la tienen grande; los inteligentes, como tu papá, la tienen pequeña”. Se va Pepito, y regresa poco después muy alarmado. “Mami —le informa a su mamá—. Mi papi está platicando con una mujer muy tonta”. “Está bien, hijito —lo tranquiliza la señora—. No pasa nada”. “Sí pasa —replica Pepito lleno de preocupación—. ¡Él también ya se está atontando!”.

Jamás recuperó Carlota la razón. Tenía, sí, breves periodos de lucidez en los cuales se daba cuenta de la magnitud de su tragedia. Pero al enfrentarla volvía a sumirse en aquel refugio de su locura.
En julio de 1867 Carlota fue llevada por su familia a Bélgica. Se dispuso para ella el piso bajo del castillo de Laeken, una de las más bellas propiedades de la corona.
La reina María Enriqueta, esposa de Leopoldo II, quiso hacerse cargo de su infortunada cuñada. La rodeó de solícitas atenciones; le procuró toda suerte de ayuda médica. Cuando llegó a la corte la noticia del fusilamiento de Maximiliano ella quiso impedir que Carlota la conociera. Sucedió, sin embargo, que llegó también un enviado con la última carta de Maximiliano para su esposa y con algunos objetos personales que en sus últimas horas pidió le hicieran llegar. El enviado era el señor Hoorickx, persona de la confianza del desdichado emperador.
Carlota, al ver que el mensajero llevaba una orla de luto en la solapa, presintió la causa de la visita.
—Por dolorosas que sean las noticias que me traéis —le dijo—, os escucho.
—Señora —respondió Hoorickx bajando la mirada—. Su majestad el emperador ha muerto con el valor de un hombre y la serenidad de un príncipe.
Le entregó la carta de Maximiliano:
“Mi bienamada Carlota: Si Dios permite que recobres la salud y que puedas leer estas líneas entenderás la crueldad del destino que me hiere sin descanso desde tu salida a Europa. ¡Han pasado tantas cosas, ay de mí! ¡Tantos súbitos golpes han destrozado todas mis esperanzas! Ahora la muerte es para mí una venturosa liberación. Caeré gloriosamente como un soldado, como un rey vencido, pero no deshonrado. Si tus sufrimientos son demasiado vivos, si Dios te llama pronto a mi lado, bendeciré la mano de Dios, que tan pesadamente ha caído sobre nosotros. ¡Adiós, Carlota! ¡Adiós! Tu pobre Maximiliano...”.
Carlota fijó en el señor Hoorickx una mirada de terror. Parecía no haber entendido que Maximiliano no pertenecía ya al mundo de los vivos. El enviado le narró los minutos finales del emperador, que afrontó la muerte con la dignidad de un héroe. Le puso en las manos el reloj que Maximiliano se quitó minutos antes de ser fusilado para que se lo dieran a su esposa. Al recibirlo tuvo Carlota por fin conciencia de la magnitud de su desgracia. Dio la espalda a Hoorickx; como una sonámbula atravesó el vasto salón, y al llegar a la puerta echó a correr dando terribles alaridos.
Desde que en Roma se sintió abandonada por el Papa había decidido Carlota dejar la fe católica. Ya no iba a misa, y menos aún recurría a los sacramentos. Esa noche, llamado por la reina María Enriqueta, llegó a Laeken el arzobispo primado de Bélgica y habló con la princesa. La consoló de tal manera que Carlota empezó a llorar quedamente y luego manifestó deseos de ponerse en paz de Dios, para lo cual pedía hacer en ese mismo momento confesión general. Al día siguiente fue a misa y comulgó después de mucho tiempo de no hacerlo. Luego volvió a su apacible locura, que se agitaba de vez en cuando con oscuros accesos de terror.
Hasta los 86 años de edad vivió Carlota. Murió el 18 de enero de 1927. Jamás recobró la razón.

Se hacía una encuesta sobre sexualidad. “Dígame usted —le pregunta una de las encuestadoras a un señor—. ¿Qué es más importante para usted en el amor? ¿El tamaño o la técnica?”. “La técnica, desde luego” —responde el caballero—. La joven se vuelve hacia sus compañeras y les grita: “¡Muchachas! ¡Uno más de cosa chica!”.

Este pequeño duraznero floreció como el amor: de la noche a la mañana. Juro que ayer lo vi sin hojas y sin flores, y hoy que pasé frente a él me saludó con el verdor de sus primeros brotes y el rosa desvaído de sus pétalos.
El infantil duraznero nos anuncia que la próxima visita que recibiremos será la de la primavera. A lo mejor se engaña, y viene una helada inverniza a tronchar la esperanza de su fronda y su temprana flor. Pero el árbol niño ya nos dio la alegría de haber vivido, y en años venideros será promesa y fruto.
Los otros árboles duermen todavía. Conocen el difícil arte de la espera. Pero el primero que nos dio su amor fue, con su prisa, esta suave criatura vegetal. Aunque luego se vaya estará aquí. Dure lo que dure, el duraznero durará.

El optometrista hizo pintar un gran cartel para anunciar su establecimiento. El anuncio consistía en un enorme ojo humano que miraba fijamente al que pasaba. “¿Qué le parece mi cartel?” —le pregunta muy orgulloso el optometrista a una viejita que vivía al otro lado—. “Mira, hijo —responde la ancianita—. Lo único que te puedo decir es que doy infinitas gracias a Dios de que no seas ginecólogo”.

Cargo el peso de una culpa ajena que me llena de remordimiento. Esa falta tiene casi 70 años de edad, y sin embargo la llevo conmigo todavía. A veces, en alguna noche de duermevela, se me aparece repentinamente y me mira en medio de la oscuridad. Entonces las tinieblas de la habitación se pintan de rojo con el color de la vergüenza…
Aquella mujer se llamaba Macaria. Vivía sola en La Calera, un lugar apartado y polvoriento que estaba entre los ranchos El Refugio y La Soledad. En El Refugio pasábamos de niños las vacaciones grandes: dos meses largos —¡ay, tan cortos!— del verano. ¡Qué de hermosuras tenía aquel refugio! Los Ojitos, donde brotaban manantiales cuyas aguas de cristal y música iban luego por las acequias festoneadas de picante berro… La Magueyera: ahí campeaban las descaradas liebres que se burlaban del acoso de los perros dando saltos olímpicos por el chaparral... El Pasito, un canal de riego tan niño que hasta los niños podíamos cruzarlo con un solo paso... La Mojonera, una lomita —el Everest para nosotros— coronada por la gran piedra blanca que señalaba el límite de aquella vasta propiedad...
A todos esos lugares podíamos ir los niños, libres, solos. A todos, menos a uno: La Calera. ¿Por qué no podíamos ir a La Calera? Porque ahí vivía Macaria, y Macaria era bruja…
Por las noches, al terminar la cena, las estrellas en lo alto como cocuyos, en el jardín los cocuyos como estrellas, salíamos al portal, y ahí nuestras madres nos contaban con misteriosa voz los malos hechos de Macaria. La vez que mató un perro con la pura mirada. O cuando el hijo de Josefa López la vio en el momento de convertirse en lechuza, a consecuencia de lo cual el muchacho quedó mudo para siempre. O la niña que vino a un día de campo, y se acercó demasiado a la casa de Macaria. Jamás volvió a saberse de ella; hay quienes dicen que se la comió…
Los chiquillos oíamos aquello y nos llenábamos de temor. Las raras veces que Macaria venía al rancho corríamos a escondernos; si teníamos que ir a La Soledad hacíamos un largo rodeo para no pasar frente al jacal donde vivía sola. Ella nos miraba; nos sonreía; nos hacía señas para que nos acercáramos; nos mostraba en alto un vaso de aguamiel, como invitándonos. Pero nosotros ya sabíamos: era bruja; nos estaba atrayendo para atraparnos. A todo correr nos alejábamos, porque si nos echaba mano nos mataría como a la niña, y nos devoraría sin dejar ni los huesitos. Huíamos, huíamos siempre de aquel lugar horrible y de la mala bruja…
Pasaron los años. De pronto, sin darme cuenta, dejé de ser niño. Un 6 de agosto, en la fiesta del Santo Cristo, una vejuca me saludó al salir de la capilla.
—¿Se acuerda de mí, Armandito? Soy Macaria.
Era una pobre anciana, enteca, pequeñita, de mirada humilde y gesto dulce. Me apenó verla, no sé por qué —sí sé por qué—, y apenas acerté a tenderle la mano torpemente.
Al día siguiente le conté a mi madre aquel encuentro, y le pregunté por qué ella y mis tías nos contaban a los niños que Macaria era una bruja. Me explicó:
—Porque vivía cerca del tanque hondo, aquel pozo de aguas profundas y bordes resbalosos. Un niño del rancho se ahogó al caer ahí, y no queríamos que ustedes se acercaran a ese sitio.
Entonces entendí: nuestras madres, para protegernos, inventaron aquella mentira acerca de Macaria. Ella era una mujer sencilla, bondadosa, de buen corazón, pero arrojaron sobre ella una fea mancha; la hicieron bruja y mala, para alejarnos de un lugar de muerte.
Esa es la culpa ajena que llevo como propia. Recuerdo a aquella mujer sin hijos, solitaria, sin presencia de niños en su vida, y la miro ofreciéndonos desde lejos un vaso de aguamiel para que fuéramos a ella. Quizá nos habría hecho una caricia —a veces, más que nos acaricien, necesitamos acariciar—, pero nosotros escapábamos corriendo, temerosos y asustados. Veo a Macaria triste, sin entender por qué los niños huían de ella, y siento en el filo del alma un calosfrío de vergüenza.
Ahora mismo lo estoy sintiendo otra vez al escribir. Y me pregunto: ¿se le puede pedir perdón a un recuerdo? Si eso es posible, perdónanos, Macaria: ni tú merecías nuestro terror de niños ni nosotros merecíamos tu vaso de aguamiel.

“… Antes de su boda con el Príncipe le hicieron a Blanca Nieves una prueba de virginidad…”.
Opinaron los peritos
que en verdad era doncella,
pues encontraron en ella
solo siete rasguñitos.

Si te portas bien, amigo mío, Dios te dará un premio:
Un hijo.
Si te portas muy bien, amigo mío, Dios te dará un premio aún más grande:
Una hija.
Si te portas muy, muy bien, entonces, amigo mío, Dios te dará un premio todavía mayor:
Un nieto.
Pero si te portas mejor, mejor, mejor, entonces, amigo mío, Dios te dará el mayor premio de todos:
Una nieta.
¡Bienvenida a este mundo, nietecita mía que naciste ayer! Me trajiste un recado del buen Dios: quizá después de todo no me habré portado tan mal si he recibido de Sus manos un regalo tan precioso como tú.

El almiar es un montón de paja. Bucolio, muchacho campesino, iba a desposarse con Zita, zagala de muy buen ver que estaba de criada en la ciudad. Un día antes de la boda, sin embargo, a Bucolio se le cayó el almiar. Si no lo levantaba, la paja se le echaría a perder. Así el muchacho envió un mensaje urgente a la casa donde su novia trabajaba, y la señora se lo leyó a Zita. Decía el mensaje: “No podré llegar mañana. Se me cayó almiar”. Comentó la chica, llena de tristeza: “¡Uh, pos entonces ya que ni venga!”.

La historia que voy a contar hoy tiene final feliz. Decir eso no favorece a una historia: la hace sospechosa de cursilería o la vuelve inverosímil. Si los relatos empezaran todos con la frase “Y vivieron felices”, nadie los leería. Shakespeare tuvo éxito —y lo sigue teniendo hasta la fecha— porque siempre jodía a sus personajes. Pues bien: mi relato de este día empieza precisamente con aquella frase, la misma con que acaba: “Y vivieron felices”.
A mí me gustan los finales felices. No pienso que el buen Dios nos hizo con la deliberada intención de ponernos en un valle de lágrimas. Él no es Shakespeare. Tristeza hay en el mundo, no lo niego, pero hay también horas alegres. El valle no puede ser todo de lágrimas si en él están la risa y la canción; el pan y el vino; la mujer y el amigo; el niño y el perro; si en él hay San Francisco, Mozart, Chaplin y los hermanos Marx, entre otros muchos rientes decidores y cantores.
Pero advierto que me estoy apartando del relato. Más bien: advierto que no lo he comenzado todavía. Lo empiezo, pues. En él aparecen una mujer y un hombre. Ella tiene 15 años; 40 él. Esa diferencia de edades es parte principal de la historia, pues sin ella no se entendería lo que sucedió. En los actuales tiempos una tan grande diferencia en años es fatal. Si un cuarentón trata de amores a una quinceañera será objeto de reprobación, sobre todo por parte de las cuarentonas. En la época de mi historia, los principios del pasado siglo, eso no se veía mal. El marido era como un padre para la mujer, a quien se consideraba una especie de menor de edad necesitada de tutela perpetua, así tuviera 70 años. “Debilidades propias de su sexo”, decían de ella los que no sabían ni de debilidades ni de sexo.
El caso es que este hombre de 40 años se enamoró de esta niña de 15. Él era rico. Dueño de haciendas y de minas, comerciaba con mercancías extranjeras y era accionista de fábricas y bancos. El padre de ella gozaba de consideración social, pero no poseía caudales. Tenía el Don, pero no el din. Era un buen hombre, y si me alargo un poco un hombre bueno, pero carecía de ojo para los negocios, y los caudales no muy grandes que recibió en herencia de su padre se le fueron acabando en erráticas aventuras financieras que se volvieron finalmente desventuras, pues él y su familia quedaron reducidos a un modestísimo vivir.
La niña de 15 años era soñadora. En esas circunstancias ¿qué puede hacer una niña aparte de soñar? Su sueño, voy a decirlo de una vez, era el de la Cenicienta. Ella, que se sabía pobre, esperaba a un príncipe que en carroza de oro la llevara a la felicidad. Y sucedió que el rico señor era amigo de su padre. La vio una vez y ya no pudo dejar de verla, aun cuando no la estuviera viendo. Pero, ¿cómo declararle su amor a una niña así? Voy a decir lo que hizo.
Fue a Europa, y en Francia mandó hacer una bellísima pieza de cerámica en la forma de la carroza de la Cenicienta, con sus caballos, sus cocheros y lacayos, los animalitos que amaban a la hermosa doncella, el príncipe, y una corona real como remate del conjunto. Todas las partes de aquella delicada obra, frágil y etérea como el sueño de la joven, eran desprendibles, de modo de poder empacar por separado cada pieza, y conseguir así que la preciada joya hiciera el viaje por mar, y luego por ferrocarril, hasta llegar sin daño a la casa de la muchachita.
Ahí se la entregó el enamorado galán. En el momento de declararle su amor levantó la tapa de la corona. En su interior, refulgente, estaba el anillo de compromiso que le ofrecía como prenda de “su afecto”. ¿Qué mujer, díganme ustedes, se resiste a una declaración así, y más si tiene 15 años? Con el permiso de sus padres ella aceptó el amor de aquel señor tan romántico —y tan espléndido—, y la pareja contrajo matrimonio después de un brevísimo noviazgo. Y fueron felices. Gozaron 50 años de dicha como la de los cuentos; tuvieron hijos y nietos y bisnietos. Ahora la carroza de la Cenicienta, con la romántica leyenda de aquel tío abuelo minero y hacendado, está en la sala de la casa que fue de mis mayores, y que hoy la gente de Saltillo considera un museo. Llegan los niños y las niñas de las escuelas y ven los bellos muebles, y los antiguos cuadros, y los vitrales y tibores de aquella casa del siglo XIX, pero lo que más les gusta es la carroza de la Cenicienta, y quieren oír una y otra vez la leyenda de amor que el tiempo ha ido tejiendo en torno de ella. Yo miro la carroza y pienso que mientras haya cuentos en el mundo, y leyendas de amor, e historias de hombres y de mujeres que se aman, los finales felices serán posibles todavía.

Una mujer joven le anunció a su madre: “Me voy a divorciar”. “¿Por qué?” —se alarmó la señora—. Explicó la muchacha: “Afrodisio, mi esposo, es insaciable en el renglón del sexo. Me hace el amor a mañana tarde y noche. Y ya estoy resintiendo los efectos de su erotomanía: yo era como una monedita de 10 centavos de dólar, y ahora soy como una moneda de dólar”. “Mira —le dice la mamá—. Tu esposo te trata como reina. Vives en una espléndida mansión con piscina, salón de juegos y gimnasio. Cada año tu marido te compra coche nuevo, el más caro y lujoso. Cada tres meses te lleva a París, Roma, Londres o Nueva York a que te compres ropa. Te da 100,000 dólares al mes para tus gastos. ¿¡Y vas a sacrificar todo eso por chinchurrientos 90 centavos de dólar!?”.

Estas cosas que ves —y que te miran
cuando no te das cuenta— son las cosas
que tú llamas “mis cosas”, y que nombras,
numeras, mides, pesas y registras.
Pero ellas son tus dueñas y señoras.
Te siguen como perras. Te vigilan.
Diría que son tu sombra. Así diría
si no es porque en verdad tú eres su sombra.
Cosido estás a cosas, y a tal costa
que ni siquiera quieres que algún día
tu mortaja de cosas se descosa.
Muerto de cosas vas. Ellas te acosan.
A lo mejor, las cosas ya bien vistas,
tú no eres otra cosa que otra cosa.

El niñito le pregunta a su abuelo: “Abue: esta parte que tengo en la entrepierna ¿pesa algo?”. “Desde luego que sí, hijito —le dice el señor—. Algo debe pesar”. Inquiere de nueva cuenta el niño: “Y la parte que tiene mi papá ¿pesa más que la mía?”. En efecto —contesta el abuelo—. Es más pesada”. Pregunta el chiquillo: “¿Y tu parte, abuelito?”. “Es la que pesa más —responde el señor—. Con decirte que entre tu abuela y yo no la podemos levantar”.

HISTORIAS DE LA CREACIÓN DEL MUNDO
En el principio no había perros. Había gatos, sí, y había leones, camellos, cebras, jirafas, tigres, elefantes, ballenas, pájaros, caballos, cerdos, ovejas, gallinas... Había también un hombre: Adán. Pero no había perros.
Sucedió que el Señor concluyó la obra de la creación. El séptimo día descansó. Arregló su casa, pues esperaba una visita: tenía la certidumbre de que el hombre iría a darle las gracias por el día y la noche; por el sol, la luna y las estrellas; por la tierra y el mar; por los animales y las plantas; por tanta maravilla, en fin, que había creado.
Pero Adán no llegó.
Pensó el Señor:
—Tiene que haber en el mundo una criatura agradecida.
Y entonces hizo al perro.

“… Un señor de 80 años casó con muchacha de 20…”.
“Lo voy a hacer de patito”
—el novio manifestó—.
Dijo ella: “Así no sé yo”.
Y aclaró él: “Despacito”.

Ante la Comisión de Derechos Humanos reclamo mi derecho a ser cursi.
Hay muchos cursis que caen en la cursilería de no usar ese derecho. Yo lo ejercito cada día, y eso hace que me sienta bien. Basta un crepúsculo, una canción o una rosa para hacer que se me desate la cursilería, que por otra parte no llevo bien atada, pues eso sería como atarme yo mismo.
Pondré un ejemplo. Ayer brotaron las primeras violetas del jardín. La flor la traje hace unos años de General Cepeda, villa donde mi madre vivió su niñez y juventud. En el invierno, cuando las otras flores están adormecidas, estas violetas abren sus pétalos color ojos de Dios y perfuman el patio de la casa.
Llámenme cursi. Llámenme como les dé la gana. Ni siquiera los oiré, arrobado como estoy en la presencia de esta pequeña flor que llena el mundo y lo pinta de color violeta.

Llegó un señor a cierto restorán a la hora de la cena. El mesero, diligente, le ofreció el menú, pero el cliente lo rechazó. Tomó los cubiertos que había sobre la mesa —cuchara, cuchillo y tenedor—, se los llevó a la nariz y los olfateó por un momento. Luego le dijo al sorprendido camarero: “En la comida sirvieron ustedes consomé de pollo, lomo de cerdo en salsa de manzanas, y de postre arroz con leche. Me gustaría cenar lo mismo”. El mesero fue a la cocina y le dijo con enojo a la mujer encargada de lavar los platos y cubiertos: “Por tu culpa acabo de pasar una vergüenza grande, Cuca. Vino un señor, y solo con oler la cuchara, el cuchillo y el tenedor supo lo que servimos en la comida de hoy. Eso quiere decir que no estás lavando bien los cubiertos”. “Claro que los estoy lavando bien —replicó ella—. Pero en fin, cuestión de lavarlos aún mejor”. La noche siguiente llegó otra vez el cliente. El mesero, apurado, le presentó el menú ya abierto, pero igual el señor declinó verlo. Tomó de nueva cuenta los cubiertos, los olió y dijo luego con acento de seguridad: “En la comida de hoy hubo sopa de poro y papas, albóndigas en salsa de chipotle, y de postre duraznos en almíbar. Quiero eso mismo para mi cena”. Ahí va a la cocina el camarero. “¡Cuca! —le reclamó airadamente a la mujer—. No hiciste caso de lo que te dije. Volvió a venir el señor ese; olió los cubiertos y supo lo que tuvimos en la comida del día, señal de que no estaban bien lavados. ¿Por qué no pones más cuidado?”. Dijo ella, molesta: “Recordé lo que me dijiste, y lavé muy bien los cubiertos. Incluso usé dos detergentes. Pero mañana los lavaré aún mejor, por si regresa el cliente”. Al siguiente día, con puntualidad de tren inglés, volvió a llegar el individuo. El mesero materialmente le metió el menú en las narices. Sucedió lo mismo que en las pasadas ocasiones: el señor hizo la carta a un lado, tomó los cubiertos, los olfateó y dijo al punto: “Ahora sirvieron en la comida caldo tlalpeño, costillas de carnero asadas, y de postre jericalla. Tráigame lo mismo”. Hecho una furia el mesero fue a la cocina. “¡Cuca, Cuca! —estalló—. ¡Tú no haces bien tu trabajo, y yo soy el que paso las vergüenzas allá afuera! Por tercera vez vino el señor, y con solo oler los cubiertos adivinó de nuevo lo que tuvimos de comer. ¡No los estás lavando bien!”. Respondió hecha una furia la tal Cuca: “¡Ya me tienen harta tú y el sujeto ese! Yo estoy lavando bien los cubiertos, y no voy a seguir tolerando esta situación. Mira: si mañana viene otra vez el tal señor, avísame cuando lo veas llegar. Verás lo que le voy a hacer”. El mesero se asustó. No quiso ni imaginar lo que Cuca iba a hacer. Al día siguiente, cuando vio por la vidriera que el parroquiano llegaba al restorán, fue apresuradamente a la cocina y le dijo a Cuca: “Ahí viene el señor ese”. La mujer tomó entonces unos cubiertos, y sin cuidarse de la presencia del asustado camarero se los pasó por —digamos— el arco del triunfo. Fue luego a la mesa donde el señor solía sentarse y los puso en ella. El mesero, aturrullado, no supo cómo reaccionar. Entró el cliente y ocupó su sitio. El camarero, desesperado, le puso el menú frente a los ojos. Fue inútil: una vez más el señor desechó la carta, tomó aquellos cubiertos, y ante el espanto del mesero, que pedía que la tierra se lo tragara, se los llevó a la nariz y los olfateó. Por un instante se quedó pensando. Los volvió a olfatear, y le preguntó luego al camarero: “Perdone usted: ¿qué aquí trabaja Cuca?”.

Les quedaban apenas dos horas de vida a Maximiliano, Miramón y Mejía. Pasado ese tiempo se les fusilaría en el Cerro de las Campanas. El general Mejía pidió estar solo en su celda. Miramón y su esposa, Conchita Lombardo, estaban en la de Maximiliano. Iban a darse ya el último adiós.
—Señor —dijo Concha al emperador—. ¿Dio usted orden para que me sea entregado su cadáver?
—Sí —contestó el archiduque.
Luego, fijando una intensa mirada en los esposos, exclamó con tono de profunda tristeza:
—¡Qué tarde he conocido la nobleza de las grandes almas que hay en México!
Inició un movimiento que contuvo, como vacilando en hacerlo. Se decidió, sin embargo, a obedecer aquel impulso. Fue hacia Concha, le tomó la cabeza entre sus manos e inclinándose hacia ella le dio un beso en la frente. Aquel era un gesto insólito: jamás el emperador besaba así a una súbdita. Pero ¿qué protocolo o etiqueta podía regir en aquellos momentos, los últimos que iba a vivir Maximiliano?
—Adiós —dijo el emperador—.
Y se volvió de espaldas como para no traicionar aún más sus emociones.
Ya era la una de la tarde. Dos horas después emprendería Miramón el camino final.
“... Nadie habría podido arrancarme de los brazos de mi esposo en los momentos de darle el último adiós —escribió Concha en sus memorias—, pero era preciso dejarlo solo a fin de que preparase su alma para salir de este mundo. Ese pensamiento me dio fuerzas y valor para separarme de él...”. La despedida fue como un desgarramiento. Se estrecharon los dos esposo en un abrazo final. Miramón vio por la postrera vez el rostro de su esposa, como si quisiera grabarlo en la memoria para tenerlo como último recuerdo en el instante final. Luego le dio la espalda apresuradamente y penetró con paso rápido en su celda, donde se encontraba ya el padre confesor.
Conchita subió en el carruaje que la esperaba en la puerta de las Capuchinas y fue a la casa que le servía de alojamiento. Ahí la aguardaban su cuñada Naborita y la señora Cobos, una de sus mejores amigas. Concha las halló entregadas a una tristísima tarea: estaban disponiendo las dos camas que horas después habrían de recibir los cadáveres de Maximiliano y Miramón.
Concha, llena de dolor pero tranquila, se puso a ayudarlas en esos menesteres, como si quisiera que aquella labor la apartara de los dolorosos pensamientos que la poseían. En eso el reloj sonó las tres de la tarde: era la hora en que le había dicho Miguel que los prisioneros serían sacados del convento y llevados al sitio de la ejecución. Concha dejó lo que hacía, fue a la sala y se sentó en un sillón. Ahí, sola en la penumbra del vasto aposento, empezó a imaginar. Le parecía ver a su marido salir del convento y subir al carruaje que lo conduciría al sitio del fusilamiento. Lo veía frente al pelotón; creyó escuchar las voces de mando y el fragor de la descarga. Se estremeció y se dobló sobre sí misma, convulsionada por los sollozos.
No supo Concha cuánto tiempo pasó. La sacó de su trance el ruido de pasos y voces en el zaguán de la casa. Concha se puso en pie y se enjugó las lágrimas. Quería recibir con dignidad el cuerpo de su esposo muerto. Erguida, serena, con paso firme se dirigió hacia el patio.

Ya en la cama el marido se acercó a su mujer con intención evidentemente erótica. Le dijo la señora: “Esta noche no. Mañana debo ir con mi ginecólogo”. Preguntó él: “¿También con el odontólogo vas a ir?”.

Este niño es mi nieto. Acaba de salir de las manos de Dios, y tiene aún en los ojos el color de su cielo. Yo me asomo a esos ojos recién abiertos a la vida, y es como asomarme a un océano azul colmado de misterios infinitos.
¡Qué pequeño y qué grande es este niño! Diminuto rey, tiene una feliz corte de nuevos bisabuelos y de abuelitos inaugurales, de jóvenes tías abuelas, de alborozados tíos y tías, de primos y primas jubilosos... Sus papás son sus esclavos, y no duermen de noche para velar su sueño.
Tomo en mis brazos a mi nieto y soy un desmañado san Cristóbal cargando al Niño Dios. Siento el latido de su corazón, y ese latido es el de todo el universo. Mírame, hijito, a ver si tus ojos me dicen por qué llegó a mi vida el regalo de tu vida. Mírame, niño mío, para sentir que me está mirando Dios.

Dos rudos vaqueros cabalgaban por las extensas llanuras del salvaje Oeste. Llevaban ya varias semanas de camino, de modo que las urgencias de la carne los atosigaban, y el pueblo más cercano estaba lejos aún. De pronto vieron a una vaquita joven que había metido la cabeza entre los travesaños de una cerca, y no la podía sacar. “Yo ya no aguanto más” —declaró uno de los jinetes a la vista de la indefensa res—. Y así diciendo desmontó y procedió a efectuar en ella lo que los clérigos latinos llamaban coitus cum bruto o peccata bestialitatis, culpable acción que los confesores atemperaban con un pragmático razonamiento de escolásticos: Rustici non raro estimant bestialitatem minus peccatum quam fonicationem vel adulterium. “Con no poca frecuencia los campesinos consideran a la bestialidad un pecado menor que la fornicación o el adulterio”. Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Consumado que hubo su indebida acción el vaquero le dijo a su amigo: “Ahora te toca a ti”. Descabalgó el otro y metió la cabeza entre los travesaños de la cerca.

Pensábamos que se llamaba Latía, y el nombre nos parecía raro, pues no conocíamos a nadie más que se llamara así. En verdad se llamaba Evangelina. Pero eso lo supimos después, al paso de los años. Los años te enseñan muchas cosas, y luego te hacen olvidarlas. ¿Quién les entiende? Entendimos entonces que aquella mujer que no era nadie era alguien. Todos son alguien, hasta los que parece que son nadie. Ella también, Latía. Ella también latía, si me perdonan el juego de palabras, tan elemental.
En la vida de Latía hubo un sueño, y hubo un amor, lo cual equivale a la misma cosa. Ya recordaba cómo era él. De vez en cuando lo veía en el sueño, y entonces volvía a ver a aquel muchacho alto, delgado, moreno, del que se enamoró cuando era joven. Ahora ya no lo recordaba. Tampoco recordaba que había sido joven.
¿Qué pasó? Pasó lo de siempre; pasó lo de nunca. Él terminó sus estudios y regresó a su ciudad a trabajar. Al principio las cartas llegaban cada día, y aquello era como si llegara él. Luego se fueron espaciando, y se volvieron frías. Finalmente llegó aquella carta. La carta. Aquel que había sido su amor, su sueño le contaba que había conocido a una muchacha. Se enamoró de ella —en el corazón no se manda, la ausencia pesa mucho, etcétera— y se iban a casar.
Ella pensó que se le acababa el mundo, que la vida ya no valía la pena, etcétera, pero a nadie dijo nada. Tenía miedo de llorar, porque le harían preguntas, y entonces iba a llorar más.
Siguió la vida. Por fortuna la vida siempre sigue. O por desgracia, pensaba ella. Ya no quiso sentir aquello que alguna vez sintió. Le preguntaban por qué no tenía novio, y respondía con alguna broma. Su mamá se preocupaba: ¿no se iba a casar nunca? Una tras otra sus amigas iban tomando estado —así se decía antes—; traían hijos al mundo; hablaban de ellos en la merienda, y de sus maridos. Evangelina no tenía de qué hablar; callaba, callaba siempre. En su presencia la compadecían, en su ausencia se reían de ella.
También se casaron sus hermanos —tenía tres, varones—, y tuvieron hijos. Ella se vació en los niños. Se alegraba cuando las cuñadas se los llevaban para que los cuidara. Los bañaba; los vestía; los llevaba al parque a pasear; les compraba dulces y regalos. Y ellos pedían verla, por los regalos y los dulces.
Fue entonces cuando dejó de ser Evangelina para ser Latía. La tía. Así le decían sus sobrinos, y así empezaron a decirle todos. Los muchachillos del barrio la saludaban al pasar: “Adiós, doña Latía”. Pensaban que tal era su nombre. Aquello hacía reír a todos en su casa. Ella sonreía también, pero se le clavaba un amago de dolor. Ya no era Evangelina —quizá nunca lo fue—, ahora era Latía. La tía.
Murió su padre. Las últimas palabras que le dijo fueron: “Te encargo a tu mamá, Latía”. No le dijo Evangelina. Le dijo Latía. A lo mejor su nombre se le había olvidado. ¿Es posible que tu padre olvide cómo te llamabas? “Te llamabas”, pensó con tristeza. Ahora hasta sus amigas de antes le decían Latía. El hombre de la tienda se dirigía a ella como “señorita Latía”. Llegó a pensar que quizá jamás se había llamado Evangelina.
Una tarde, entre las páginas de un libro, halló el borrador de la carta que le había escrito “a él” para responder a la que le envió, de despedida. Nunca puso esa carta en el correo. Cuando al final del pliego leyó: “Te perdono, y te pido que al menos guardes un recuerdo de quien siempre te amó y jamás te olvidará. Evangelina”, pensó que aquella Evangelina era otra mujer, no ella.
Murieron sus hermanos, uno a uno, y luego las cuñadas. Sus sobrinos se veían en la calle, o en alguna fiesta, y se preguntaban unos a otros: “¿Qué sabes de Latía?”. De vez en cuando alguno la visitaba. “¿Qué se te ofrece?”. Nada se le ofrecía; nada. Seguía viviendo, que es lo mismo que decir que seguía muriendo, y no se le ofrecía nada.
Un día enfermó. Los vecinos buscaron a los sobrinos y les avisaron. Uno vino, de seis que eran. Ella no podía hablar ya. Le preguntó el sobrino: “¿Quieres algo, Latía?”. Quiso responder: “Por favor dime Evangelina, hijo”. Pero ya no podía hablar. Y se murió. Eso era lo único que se le ofrecía: morirse.
Esta es la historia de alguien que no tuvo historia; que ni siquiera tuvo nombre. Quizás al final todas las historias son una misma historia: nada, y todos los nombres uno solo: nadie.

“… Las aspirantes al puesto de secretaria llenaron en la solicitud de trabajo el renglón correspondiente a ‘Sexo’…”.
Obtuvo el empleo ahí
la que en la solicitud
puso sin gran inquietud
solo una palabra: “Sí”.

HISTORIAS DE LA CREACIÓN DEL MUNDO
En tiempos del Antiguo Testamento solía Dios inventar castigos espantosos para los humanos. Hacía llover fuego sobre ellos; mandaba un ángel que matara a todos los hijos primogénitos; enviaba terribles plagas de langostas o convertía en sangre las aguas de los ríos. Ni Sade mostró nunca tal sadismo. Y es que en aquellos tiempos Dios no tenía madre. Cuando la tuvo se volvió amoroso, y a partir de entonces su misericordia fue mayor que su justicia.
Pero volvamos a los antiguos tiempos. Envió Dios el diluvio para castigar los pecados de los hombres. Solo salvó a unos cuantos a fin de preservar la especie de los pecadores y poder seguir inventando más castigos.
Sin embargo, al terminar el diluvio Dios puso en el cielo un arcoíris como signo de reconciliación y paz. Pero esa paz y esa reconciliación se han dado a medias nada más. Por eso el arcoíris es solamente un arco, y no un círculo completo. Cuando haya plena armonía entre Dios y los hombres el cielo se llenará con un hermoso círculo iris, que será como una aureola de santo sobre el mundo.

Dos minúsculos espermatozoides iban en su camino para fecundar al óvulo. Habían recorrido ya mucha distancia, y sin embargo su destino final no se veía cerca. Uno de ellos le preguntó al otro: “¿Nos falta todavía mucho para llegar?”. “Supongo que sí —respondió su compañero—. Apenas vamos en el esófago”.

A un metro de distancia le dispararon a Maximiliano los soldados que lo fusilaron. Sus jefes no quisieron afrontar el riesgo de que fallaran el tiro —o de que simularan haberlo fallado— y les ordenaron acercarse a esa mínima distancia.
Maximiliano, Miramón y Mejía estaban ya frente a los soldados que los iban a fusilar. Un día antes habían bromeado los tres: el que quedara a la izquierda de Maximiliano sería como Gestas, el mal ladrón, que estuvo a la izquierda de Cristo en el Calvario. El general Mejía se quejó de ser él quien quedaría a la siniestra mano del emperador:
—No se preocupe, general —lo consoló sonriendo Maximiliano—. El lugar que usted ocupe será siempre el lugar de honor.
Cuando ya el capitán iba a dar las voces para la ejecución, Maximiliano se volvió hacia Miramón.
—Señor general —le dijo—. Un valiente merece honores de soberano en la hora de la muerte. Permítame usted que le ceda mi lugar.
Lo tomó por el brazo y lo colocó en el centro. Aquello causó un movimiento de confusión entre los juaristas. Resulta que don Benito había dado instrucciones en el sentido de que los mejores tiradores deberían ser quienes le dispararan a Maximiliano. Hasta de eso se cuidó Juárez: ningún detalle omitió para evitar que se le fuera a escapar la ansiada presa. Aun así nadie se atrevió a contrariar al emperador: se respetó el cambio que hizo y nadie se atrevió a pedirle que volviera a su sitio.
Entonces Maximiliano se dirigió a Mejía y le dijo:
—General: lo que no es compensado en la tierra lo será en el cielo.
Mejía asintió con la cabeza sin responder palabra. Maximiliano se llevó el pañuelo a la frente para enjugarse el sudor. Luego entregó el pañuelo y el sombrero a su fiel criado Tudos, que se había acercado otra vez para estar pendiente de lo que se le ofreciera a su señor en el momento final.
Luego, en perfecto español, dijo Maximiliano estas palabras:
—¡Mexicanos! Muero por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. Ojalá que mi sangre ponga fin para siempre a las desgracias de mi nueva patria. ¡Viva México!
Apenas acabó de hablar, el oficial encargado de dar la orden bajó el sable. Los soldados, que estaban apuntando ya mientras Maximiliano hablaba, dispararon. Siete eran los fusiles que dispararon a un metro de distancia. Solamente cinco balas se encontraron en el cuerpo del emperador. El temor de Juárez no había andado tan descaminado. Maximiliano cayó hacia adelante. En los estertores de la agonía se le oyó pronunciar —también en español— la palabra “hombre”.
Como se estremecía aún el cuerpo del fusilado el oficial que dio la orden de la ejecución se acercó a él, con el sable lo volteó bocarriba y luego con la punta de su arma señaló el sitio del corazón en el pecho del emperador. Después de hacer tal cosa fijó la mirada en un soldado. Este entendió la orden que sin palabras le daba su superior. Puso su fusil en el pecho del emperador y le atravesó el corazón con un disparo. El estallido de la pólvora, el tiro a quemarropa, hicieron que se encendiera la ropa de la víctima. El oficial y el soldado procedieron apresuradamente a apagar con las manos el incipiente fuego. Cesó todo movimiento en el ensangrentado cuerpo del emperador.

Don Rutino era hombre metódico en lo tocante al sexo. Siempre hacía el amor con su mujer en la posición más tradicional, o sea la llamada “del misionero”, apegada a la ortodoxia conyugal, y sin embargo casi olvidada ahora, tanto que cuando alguien la resucite será considerada una atrevida posición. A pesar de su circunspección sexual, una noche don Rutino dejó sorprendida a su mujer cuando le dijo: “Ahora quiero que lo hagas de ladito”. “¿Así?” —preguntó ella poniéndose en decúbito lateral. “No —aclaró don Rutino—. De heladito, como si fuera uno de fresa o de vainilla”.

Mi nieto de año y meses tenía preocupada a la familia, pues no quería caminar. Los únicos que no nos preocupábamos éramos él y yo. Ambos sabemos, él por niño y yo por viejo, que todo tiene su tiempo. No lo decimos nosotros: lo dice la Biblia en el Eclesiastés.
Un buen día, un 28 de diciembre para ser exactos, el niño empezó a caminar sin previo aviso. La familia dudó de sus primeros pasos: era Día de los Inocentes; aquello seguramente era una inocentada; al día siguiente el chiquillo regresaría a su habitual sedentarismo. Se equivocaron todos: siguió caminando. Lo hace de día y de noche; ha caminado ya la distancia que recorrió el Spirit para llegar a Marte.
Sigue caminando, pequeño mío. Te lo dice tu abuelo, que mucho ha caminado. La vida es un camino, y el hombre —ese homo viator— es un eterno caminante. Cosas tristes y alegres irás viendo, pues de ambos materiales está hecho el vivir. Alguna vez quizás un nieto tuyo caminará también, y sus primeros pasos estarán entre tus mayores alegrías, aunque los dé en un día 28 de diciembre.

Don Senilio, señor de edad madura, fue a consultar al médico. “Doctor —le pide—. Quiero que me dé algo porque en cuestión de sexo yo ya no”. “¿Cuántos años tiene?” —pregunta el galeno—. “Setenta” —responde don Senilio—. “Entonces me lo explico —dice el médico—. A esa edad el sexo ya no se da muy bien”. “Posiblemente —acepta don Senilio—. Pero yo he oído de hombres mayores que yo que todavía ejercen”. “También eso es natural —dice el doctor—. Mire: esto del sexo lo vamos a hacer determinado número de veces en la vida. Lo hacemos esas veces, se acaba el sexo. Es como si tuviera usted una ristra de mil cohetes. Avienta sus mil cohetes al aire, llega el momento en que no tiene más cohetes que aventar”. “Quizás sea así, doctor —rezonga don Senilio—. Pero francamente no creo haber aventado al aire mis mil cohetes”. Replica el médico: “También tiene que contar todos los que le tronaron en la mano”.

Apodos raros he conocido bastantes en mi vida. A una muchacha feíta le decían La culpa, porque nadie se la quería echar. A cierta señorita entrada en años, pero aún apetecible, y muy virtuosa, se le conocía con el nombre de La Cuauhtémoc, porque se estaba quemando, pero no entregaba el tesoro.
El apodo que sirve de encabezado a este artículo, El Chilelisto, se lo puso la gente a un ranchero joven y de mala estrella. ¡Pobre infeliz! El infortunio lo seguía como la sombra al cuerpo. Todas las calamidades se abatían sobre él. Pertenecía a aquella especie de hombres que nacen condenados al fracaso. Losers —perdedores— los llaman en el país del norte. Esos desventurados que, dice una expresión muy popular, tienen suerte tan adversa que si compran un circo los enanos les crecen. Vivía el personaje de mi cuento solo y su alma en un rancho. Cierto día un vecino suyo mató marrano. En los ranchos se acostumbraba que cuando alguien mataba cochino compartía con todos la carne del animal, y algo de la manteca, los chicharrones y la sangre para hacer moronga. Se hacía eso porque no había medios de refrigeración, y aquello se podía echar a perder si el dueño del animal sacrificado lo conservaba todo para sí. De esa manera, la matanza de un marrano era acontecimiento comunitario del que todos se beneficiaban.
O casi todos. Mató el vecino su puerco. De inmediato el ranchero que digo, con la seguridad de que el hombre le regalaría un buen trozo de carne, se puso a moler el chile para adobar el guiso que prepararía.
Mas sucedió ¡oh desgracia! que el tal vecino le dio carne a todo el rancho, menos a él. Hora tras hora esperó el infeliz, con el chile ya preparado, a que llegara su vecino con el anhelado obsequio. El dueño del marrano jamás se apareció. Cayó la noche, y casi muerto de hambre el ranchero tuvo que hacerse unos desgraciados chilaquiles en vez del sabrosísimo guiso de marrano que se había prometido.
El suceso fue conocido al día siguiente en todo el pueblo: Fulano había molido chile para guisar la carne del marrano, pero la carne no llegó. Y comentaban todos, riéndose bajo capa:
—Se quedó con el chile listo.
Pasó algún tiempo. El ranchero se prendó de una linda muchacha del lugar. Se la pidió a su padre, y este le concedió su mano, pues el pretendiente era dueño de muy buenas labores, tenía sus animalitos, y era además hombre de trabajo. Se fijó la fecha del casorio. Pero la muchacha estaba enamorada de otro hombre, que la quería igualmente. En la madrugada del día en que la boda iba a celebrarse huyeron los dos del rancho, y de ellos no se volvió a saber ya más.
De nuevo la gente comentó con risas:
—Otra vez Fulano se quedó con el chile listo.
De ahí el apodo que como pesada lápida cargaba aquel cuitado: el Chilelisto.

“… Vinieron marcianos a investigar cómo son los terrícolas…”.
Vieron los recién llegados
en una gasolinera
la bomba con su manguera.
Dijeron: “¡Qué bien dotados!”.

Hay una tumba en el cementerio de Ábrego que no guarda en su lápida el recuerdo y el nombre de la persona que está enterrada ahí. Eso no importa mucho: todos los nombres desaparecerán alguna vez, y todos los recuerdos. Y eso tampoco importa: el lugar de mayor descanso es el olvido. Cuando en las tardes sopla el viento, anuncio de que se va a poner el sol, un pajarillo que en el Potrero llaman dominico se posa sobre la carcomida cruz de aquella tumba y canta con leves trinos que se escurren entre los dédalos del aire. Yo he visto a esa pequeña ave de plumaje blanco y negro, como el hábito de los antiguos frailes que le dan su nombre. Al verla se me ocurre un pensamiento heterodoxo: la vida eterna no está más allá de la tumba, sino más acá de ella. Moriremos nosotros algún día, y nuestra canción se apagará. Pero la vida es una canción que nunca cesa. Ahora la está cantando el pajarillo. Quizás en un mañana que aún no conocemos, la canción de la vida la diremos tú y yo.

El señor que vivía solo iba a contratar a una nueva criadita. Le indica: “Quiero que me limpies la casa, que me hagas de comer, en fin, que me laves la ropa y toda la cosa”. Contesta la criadita: "Con lo de la casa y la comida no hay problema. Pero eso de que le lave la ropa y además toda la cosa, francamente no”.

SONETO A UN HOMBRE QUE TIENE MIEDO A MORIR
Tiembla si quieres. El temblor no salva.
Tiemblan las hojas y las tumba el viento.
Viento es la muerte: soplan ya en tu cuerpo
vientos de tumba y soplos de mortaja.
Huye si quieres, y si quieres alza
torres guardianas por guardar tu miedo.
Muerte es tu carne, huesa son tus huesos.
Tú eres tu muerte: huyéndote te alcanzas.
Tiembla pues. Huye pues. ¿Temblor o fuga
van a hacer inmortal lo que está muerto?
No es piel, es ataúd esa piel tuya.
Vana pavesa: evítame pavuras,
al fin y al cabo cavas ya tu término
y vas de tumbo en tumbo hacia la tumba.

PREGUNTA: Quién tiene la mejor y más moderna tecnología: ¿el hombre o la mujer?”.
RESPUESTA: La mujer. ¿Por qué? Porque es digital. El hombre, en cambio, es manual.

Dos años tiene mi nieta y sabe cosas que su abuelo ignora.
Sobre la mesa del pasillo hay una foto del Terry, nuestro perro cocker. Mariana la toma y se la muestra al Terry.
—Mila, Teli: tú.
El Terry menea la cola, que es como los perros sonríen. Poco después lo vemos ir a nuestro cuarto. Ladra, y voy con Mariana a ver qué pasa. Apoyado sobre las patas traseras el Terry señala con el hociquillo algo que está en el tocador. Es una foto de Mariana. Se vuelve el perro hacia la niña y parece decirle:
—Mira, Mariana: tú.
No desconozco que ha habido milagros prodigiosos: el Mar Rojo que se abre; el sol que se detiene; las murallas de Jericó que caen. Para mí esos milagros son pequeños. Los que veo en mi casa son más grandes.

En la feria del pueblo la gente jugaba a la lotería, esa del negrito, el valiente, la chalupa, etcétera. Cada quien tenía su tabla, o varias, y marcaba con frijolitos las figuras que decía el gritón. Este iba sacando las cartas una tras otra, y las dictaba en la forma tradicional en que se anuncian en las verbenas populares los naipes de la lotería. Gritaba: “¡La cobija de los pobres!”.Y enseguida precisaba: “¡El sol!”… Sacaba otra carta: “¡Don Ferruco en la Alameda!”. Y añadía: “¡El catrín!”… Tomaba la siguiente: “¡El que canta en la mañana!”. Y señalaba: “¡El gallo!”… Sacaba una carta más: “¡La que se apellida Segura!”. Y decía luego: “¡La muerte!”… Continuó el hombre: “¡El que pica por la cola!”. Se refería, claro, al alacrán. Y gritó jubilosamente una viejita: “¡Buena con el borracho!”.

“¿Por qué se mueren los niños?”. El viajero escuchó esa pregunta hace más de medio siglo —es decir hace siglos—, y ni los años ni los libros le han dado la respuesta. Las preguntas de Job no se pueden contestar.
Es joven el viajero. Los fines de semana toma su maletín —en aquel tiempo no existían las mochilas tan en uso ahora— y se va a conocer México. Quizás en verdad va a conocerse a sí mismo, cosa que finalmente hace aquel que viaja.
Él va por el camino pidiendo “aventón” a los automovilistas. Es estudiante, lo cual equivale a no traer dinero en el bolsillo, y solo así puede viajar.
En esos viajes aprende más que en la universidad. Si supiera escribir escribiría de aquel amable señor que lo llevó una vez de Puebla a la Ciudad de México. Tendría 80 años, y era zapatero; hacía calzado especial para personas que tenían más corta una pierna que la otra. Cuando se detuvo para que el estudiante subiera a su automóvil —un venerable fordcito— le hizo dos advertencias. La primera: “Manejo muy despacio, joven. Nunca paso de 80 kilómetros por hora”. La segunda: “Llego siempre a una fondita a la orilla de la carretera, y ahí me quedo un rato. Tendrá usted que esperarme”.
El viajero sabe viajar: no tiene nunca prisa, y las esperas no lo desesperan. Así, sube al cochecito. El anciano le cuenta su vida. Una de las cosas que el viajero ha aprendido es que toda la gente está ansiosa de contarle su vida a alguien, sobre todo si es un desconocido. Por eso también —porque jamás se volverán a ver— el señor le revela al estudiante por qué llega siempre a esa fondita a la orilla de la carretera.
—La dueña es muy mi amiga —le dice—. Nos vamos a su cuarto y nos acostamos en su cama. Usted entenderá que ya no le hago nada. Yo ni siquiera me desvisto, y ella nomás de la cintura para arriba. Tiene unas tetas fabulosas, joven. Se me sienta encima, y así me estoy una hora, como un becerrito. El paraíso, joven; el paraíso.
El viajero, que por ser joven no sabe nada de la vida, sabe ahora que en el hombre no se acaba nunca el deseo por la mujer, o la nostalgia de ella. Y es que la mujer es la vida, o la nostalgia de ella.
Ha transcurrido un mes. Ahora el viajero se dirige a Acapulco. Va en el camión de un camionero que lleva una carga de maíz. Es medianoche ya, y pasan por un lugar cercano a Tierra Colorada. Dice el hombre:
—Voy a saludar a unos compadres que tienen angelito.
El muchacho no ha oído nunca esa expresión. Por un camino pedregoso llegan a un caserío de una sola calle mal alumbrada por unos cuantos focos amarillosos. En la última choza se ve gente. El camionero invita al viajero a acompañarlo. Entran los dos en el jacal. Al centro, sobre una mesa, está tendido el cuerpecito de un niño. Parece que duerme, con su vestido blanco y su corona de flores. No: está muerto. Si estuviese vivo estaría en su cuna, que se mira vacía en un rincón.
Sentados en el suelo, recargados en la pared, hombres silenciosos beben de una botella que va pasando de mano en mano. El camionero y el estudiante se sientan también, y los dos beben cuando les llega el turno. Las mujeres, de pie en torno del angelito, rezan y dicen cosas que el viajero no alcanza a escuchar. Quienes llegan saludan ceremoniosamente a un hombre hosco y a una mujer triste. Los abrazan tocándoles apenas los hombros, e inclinan la cabeza ante ellos. Luego les dicen lo mismo: que el angelito se mira muy chulo.
Tres veces ha bebido de la botella el viajero, y el aire de la habitación se ha hecho denso con la gente. Sale a respirar el viento de la noche. Sale también la mujer triste, y se dirige a él.
—Joven —le habla con timidez—. Me dice Chón —Chón es el conductor— que usted es estudiante, y que ha leído muchos libros. Perdone la pregunta. ¿Por qué mueren los niños? Yo nada más tenía este, y se me murió. ¿Por qué sería, joven?
El viajero ha bebido demasiado. Escucha la pregunta como venida del final del mundo, como llegada del final del tiempo. Farfulla con torpeza algunas vaciedades: la voluntad divina; ya tiene usted un ángel en el Cielo; seguramente Dios le mandará otro hijo…
—No, joven. Cuando tuve este que se me murió quedé muy lastimada de los dentros. Me dijeron que ya no podré tener otra criatura. Y aquí los maridos largan a las mujeres que no pueden tener hijos.
Ahora el viajero, que no sabe nada acerca de la vida, ha aprendido que tampoco sabe nada acerca de la muerte. Y se pregunta si habrá alguien que sepa algo acerca de la muerte y de la vida.

“… Una señora le pidió a su marido hablando de una película: ‘Quiero ver Terremoto’…”.
El individuo alzó un dedo
y dijo a su contraparte:
“Hoy tendrás que conformarte
con verme nomás repedo”.

San Virila cultivaba el jardín de su convento. Solía decir: “En ninguna parte estoy tan cerca de Dios como en mi jardín”.
Los otros frailes decían mal de los gusanos que hallaban entre las hojas de las coles, y cuando veían uno lo aplastaban con el pie. San Virila tomaba delicadamente a las pequeñas criaturas entre los dedos y las llevaba afuera. Sus hermanos le preguntaban por qué se tomaba tal trabajo. Y contestaba san Virila:
—Yo no le di la vida al gusanito. Por eso no se la puedo quitar.
Los frailes murmuraban por lo bajo; decían que san Virila exageraba. Pero él pensaba que la vida es sagrada, y que su santidad está lo mismo en un pequeño gusano que en un hombre. “Venimos de la vida —predicaba— y vamos a la vida. En eso consiste la verdadera eternidad. Nos pertenece a los humanos; le pertenece también al gusanito”.
Los frailes oían aquello y murmuraban por lo bajo; decían que San Virila exageraba.

Aquel toro gozaba de fama en los rodeos. Ningún jinete había aguantado más de cinco segundos sobre él. Quienes lo montaban siempre caían por tierra tras sufrir violentas laceraciones corporales. (NOTA: En inglés la palabra “jineteo” se dice scrambled eggs). Cobró renombre legendario el terrible animal: cuando su nombre oían —se llamaba Berserk, los más rudos vaqueros se echaban a temblar, y a más de uno lo acometía un accidente súbito de pringapiés, o sea despeño ventral, cursos. Cierto día el toro fue llevado al gran rodeo anual de Donna, Texas. Cuando supieron que Berserk estaba ahí, todos los jinetes desaparecieron como por ensalmo. Ninguno se atrevía no ya a montar a aquel furioso endriago, sino ni siquiera a acercarse a él. El emcee del rodeo anunció por el micrófono que la empresa ofrecía un premio de 100,000 dólares al jinete que aguantara diez segundos sobre el lomo de Berserk. Nadie respondió a la convocatoria. Entre el público estaba un ancianito a quien sus nietos habían llevado al espectáculo. Declara el veterano: “Yo puedo montarle a ese toro”. Nadie lo oyó al principio, pero el viejecito repitió su manifestación. “Yo puedo montarle a ese toro”. “¿Qué dice usted, abuelo?” —le pregunta un nieto—. “Que yo puedo montarle a ese toro”. Se rio el muchacho, y con él sus hermanos y quienes alcanzaron a oír lo que decía el anciano. “Pero, abuelo —le indica uno—. Berserk ha derribado a los mejores jinetes del Oeste. Ni siquiera el gran Jim Ironrump Buttocks fue capaz de durar sobre él más de tres segundos. ¿Y dice usted que le puede montar?”. “A Jim no —precisó el señor— pero al toro sí”. “¡Está usted loco, abuelo!” —clama el muchacho—. Insistió el viejecito, con voz cada vez más alta. La gente se empezó a interesar, y algunos en el público exigieron que los nietos respetaran los derechos humanos de su abuelo: si él quería jinetear al toro debían dejarlo. “Se va a matar” —opuso uno de los muchachos—. “Es su problema” —replicó la gente—. Cedieron por fin los muchachos, y bajó a la arena el viejecito. El empresario se asombró. ¿Aquel anciano iba a montar a Berserk? Sería bajo su propio riesgo, dijo. Montó, pues, en el toro el ancianito, se abrió la puerta y salió rebufando el animal. Sus saltos y corcovas eran espantosos, lo mismo que las coces y cornadas con que batía el aire. Pero el viejecito no caía: ante el asombro de la gente se mantenía sobre los lomos de la bestia. Pasaron cinco segundos, ocho, diez, y el ancianito seguía firme. Voy a acortar el cuento: a los tres minutos se agotaron los arrestos de Berserk, y el toro se echó en la arena, rendido y fatigado. Una ovación saludó la hazaña del anciano, que recibió los 100,000 dólares del premio. Regresó a la tribuna con sus nietos. “¡Abuelo! —le dice lleno de admiración uno de los muchachos—. ¡No sabíamos que era usted jinete de toros bravos!”. “Nunca lo fui —responde con gran modestia el ancianito—. Lo que sucede es que a la abuela de ustedes le daban ataques cuando yo le hacía el amor. Y si ella no logró desmontarme nunca, menos aún me iba a desmontar este animal”.

Con la muerte de Miramón acabó un periodo de la historia mexicana. Adalid el más acendrado de la causa conservadora, murió con él un sentimiento de amor patrio fincado en profundas esencias nacionales: la religión católica, la hispanidad, la convicción de que se debía preservar la soberanía de México ante la constante amenaza proveniente de Estados Unidos.
La muerte de su esposo causó vivísimo dolor en Concha Miramón. Cayó postrada en cama. Doce días tardó en reponerse. Tan pronto se sintió mejor emprendió el triste viaje de regreso a Querétaro a fin de recoger los restos mortales del compañero de su vida. Aunque Miramón le había pedido que se casara otra vez, Concha jamás volvió a tomar estado. Joven, bella, de buena condición social, le sobraron pretendientes. Ella los rechazó a todos y se dedicó a venerar la memoria del héroe a quien amó.
En los primeros días de julio de 1867 Concha Miramón regresó a la ciudad donde su esposo halló la muerte. En la estación de diligencias la esperaban su hermano Alberto y sus amigas más queridas. Su cuñada Naborita llevaba en los brazos a la hija menor del general, una bebita que apenas tenía tres meses de edad. Verla Concha y tomarla en sus brazos fue todo uno. Arrebatadamente la besó en la carita para recoger así los besos que su marido había dado a la pequeña una noche antes de morir.
En la iglesia de Santa Teresa estaba depositado el cuerpo de Miramón. Concha se abrazó al ataúd y así permaneció largas horas hasta que sus amigas la separaron de ahí “con cariñosas instancias”.
Al día siguiente Alberto hizo entrega a su hermana de un triste despojo: el corazón de Miguel conservado en alcohol en un frasco de cristal. El corazón estaba casi partido en dos. Varias balas le pegaron ahí, tanto porque los soldados dispararon muy de cerca como porque Juárez había pedido que los mejores tiradores fueran asignados a Maximiliano. Cuando el emperador cedió a Miramón su sitio, aquellos fueron los que le dispararon al general.
El propósito de Concha era llevarse a Europa el corazón de su marido y conservarlo a su lado.
Incluso había dicho a sus amigas que lo tendría siempre en su recámara. Cuando el padre Ladrón de Guevara conoció aquella determinación reprendió a la joven mujer con gran severidad.
—Señora —le dijo—, ese corazón ya no le pertenece a usted. Quien lo llevó en el pecho ha sido juzgado ya por Dios. Su corazón debe encontrar el descanso que merece en el sosiego de una tumba.
Concha quedó desolada, pero no respondió. En aquellos tiempos una indicación así proveniente de un sacerdote era una orden que no admitía apelación. Viendo la docilidad de Concha el padre Guevara apagó de un soplo la lámpara que ardía junto al frasco, tomó el recipiente y entregándolo a la cuñada de Concha le recomendó que hiciera sepultar el corazón tan pronto se aplacaran un poco los ánimos, que ardían aún de indignación por la muerte de Maximiliano, Miramón y Mejía.
Tiempo después Naborita hizo llevar el corazón a San Luis Potosí, donde lo recibieron Lupe, hermana de Concha, y su esposo Romualdo. Fueron ellos quienes finalmente dieron sepultura a aquel ardiente corazón en la capilla de la hacienda de Cerro Prieto. Lo depositaron en una caja labrada en maderas preciosas y ornada con una corona de laurel —símbolo de la victoria— hecha de plata. La caja ostentaba una inscripción latina cuya traducción castellana es la siguiente:
“Mi muerte fue temprana, pero mi nombre vivirá por siempre”.

Don Inepcio no conseguía que su mujer se emocionara en el curso del amoroso trance. Alguien le aconsejó que la llevara a Venecia y le hiciera el amor en una góndola al tiempo que el gondolero cantaba la barcarola intitulada Peppona, éxito de Enrico Caruso. Ese evocador ambiente, le dijo, seguramente despertaría el instinto romántico que la señora tenía adormecido. Siguió las instrucciones don Inepcio. Con su mujer hizo el viaje a la Perla del Adriático (Venecia) y contrató los servicios de un joven y guapo gondolero. La noche era de plenilunio, pero además había luna llena, dos circunstancias que rara vez se dan al mismo tiempo. El gondolero bogó hasta ponerse bajo el puente de Rialto y ahí empezó a tañer su mandolina, y procedió a cantar la primera estrofa de Peppona. Con ese fondo musical don Inepcio se aplicó a hacerle el amor a su esposa bajo el toldo colocado ex profeso. Pero la señora no daba trazas de sentir emoción. Después de un rato ella misma le hizo una propuesta a don Inepcio: “¿Por qué no dejas que el gondolero venga conmigo, y tú cantas las siguientes estrofas de Peppona?”. A don Inepcio no le pareció mal la sugerencia, y cambió de sitio con el gondolero. Se puso a cantar Peppona y el apuesto mancebo fue hacia la señora. En un dos por tres la llevó a un estado de amoroso éxtasis. “¿Cómo estás, mujer?” —le preguntó don Inepcio desde afuera. “¡Muy bien! —respondió entre acezos la señora—. ¡Síguele! ¡Tú sí sabes cantar!”.

Sale mi nieta pequeñita de su jardín de niños. Ha habido fiesta en el jardín: ella es una princesa con vestido de encaje blanco y zapatillas de cristal. Su cabellera es un pequeño sol que la acompaña a todas partes; su sonrisa hace que sonría el mundo, y con sus ojos podría hacer que la más nocturna noche se convirtiera en día.
La ve una señora que va pasando y exclama contristada:
—¡Ay, cómo a mí no me dio Dios una niña!
No esté triste, señora. A todos nos da Dios una niña. Nos la puede dar en la forma de una madre, de una esposa, de una hija o una nieta. En toda mujer hay una niña, lo mismo que en cada niña hay ya una mujer.
Yo tomo de la mano a mi nieta. El corazón se me hace blanco igual que su vestido, y mi alma tiene ahora la misma transparencia de sus zapatillas de cristal.

La señora va con el médico. “Doctor —le dice—, tengo un problema serio. Cuando mi marido llega al final del amoroso trance lanza un grito tal que a su lado los alaridos de Tarzán, el Rey de la Selva, son apagados murmullos, susurros inaudibles”. “Ese no es ningún problema, señora —le responde el médico—. Antes bien debería usted sentirse orgullosa y satisfecha de que su marido manifieste su éxtasis y su plenitud con ese penetrante grito de salvaje”. “¡Pero es que me despierta, doctor!” —se queja la señora.

Eran los tiempos en que a los niños católicos se nos enseñaba a no pisar la acera de los templos protestantes. Cuando por fuerza debíamos pasar frente a uno —el bautista, el presbiteriano, el metodista— nos bajábamos de la acera y caminábamos por el arroyo de la calle, aun con riesgo de los automóviles, hasta dejar atrás aquel sitio prohibido. Algunos, más radicales, se cruzaban a la acera de enfrente. Los que aspiraban a ganar el Cielo eran más papistas que el Papa, y escupían en la acera de aquel vitando sitio.
Por aquellos años todas las casas de Saltillo mostraban tres cosas en los ventanales que daban a la calle: un caracol marino —nostalgia del remoto mar que nunca se conocería—, la ollita de la leche y, en el cristal de la ventana, un letrero bien visible. El caracol servía de silencioso mensajero a los enamorados: “Si el caracol apunta al barrote noveno de la reja, es que saldré a las 9 de la noche. Si está puesto bocabajo es que hoy no podré salir”. ¡Cuántos noviazgos se trastocaron y murieron porque los muchachillos de la calle cambiaban los caracoles de lugar! La ollita era para que el lechero dejara ahí su albo líquido (¿en qué otra forma se puede decir “leche” sin repetir el vocablo?). La ollita estaba en alto, suspendida de un gancho para protegerla de los perros y gatos callejeros. El letrero en la ventana decía: “En esta casa somos católicos. No admitimos propaganda protestante”.
Era la época en que a los católicos se nos decía que fuera de la Iglesia no había salvación. Aún se usaban las llamadas “esquelas”, pliegos mortuorios en los que se participaba la muerte de alguien. “Esqueletas” las llamó alguna vez cierta señora americana casada con uno de los Madero de Monterrey. Sin saberlo hizo una greguería que a don Ramón Gómez de la Serna le habría gustado mucho. Aquellas esquelas —yo las recuerdo aún— eran impresionantes. De gran tamaño, iban dentro de un sobre con severa orla negra. Algún familiar o amigo de la persona muerta iba casa por casa y entregaba aquellas fúnebres misivas “en propia mano” de quienes conocieron al difunto. Invariablemente las esquelas decían que el interesado —tan desinteresado ya— había muerto “en el seno de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana”.
Ahora pienso que la influencia religiosa, presente siempre en la vida cotidiana, hacía que se rindiera más culto a la muerte que a la vida. Cuando nacía un niño a nadie se le ocurría enviar alegres pliegos coloridos anunciando la llegada de un nuevo ser al mundo. La criada de la casa, o un hermano mayor del advenido, iba con los vecinos a decirles que ya tenían un nuevo criado a quien mandar, y eso era todo. Nada de cartulinas, ni que “Nació en el seno...”, etcétera... Lo dicho: las religiones hacen más bombo —y desde luego más platillo— con la muerte que con la vida.
A lo que voy es a decir que por aquellos años se ponía en la plaza del mercado una mujer morena, muy morena, vestida siempre con ropas enlutadas, como si fuera a repartir esquelas. Se colocaba en el ángulo noreste de la plaza, casi bajo el alto cedro que la colonia libanesa regaló a la ciudad allá en los años veinte. Ahí se estaba la mujer, de pie, hora tras hora, sin moverse del mismo sitio, sin hablar. Vendía una revista que, nos decían nuestros padres como advirtiéndonos de un grave riesgo, era “de los aleluyas”. La mujer decía en voz baja el nombre de la publicación, como temerosa de ser oída. Su expresión era inmutable.
Nadie le compraba la revista, claro. Nadie tampoco miraba a la mujer. Los niños atisbábamos de soslayo a la enlutada, con cierto miedo, y algún señor o señora de buena sociedad se detenía frente a ella y le dirigía una mirada hostil para ganarse de ese modo un minuto de remisión en las penas que sufriría en el Purgatorio. ¿Era aquella mujer un apóstol —apóstolas no hay— de su credo? ¿Le pagaban los gringos por difundir su mensaje? Quién sabe. Pero extrañamente sigue en mi memoria aquella mujer morena y enlutada, inmóvil y silenciosa bajo el alto cedro, ahí, en la plaza del mercado.

“… Una señora lloró en el avión porque un pasajero le dijo que su niño era la criatura más fea que había visto en su vida…”.
El sobrecargo, expedito,
tranquilizó a la mujer.
Dijo: “Le voy a traer
cacahuates al changuito”.

Llegó sin avisar y me dijo de buenas a primeras:
—Soy una grande bendición.
Ni siquiera pude mirarle el rostro. Antes de que acertara a ver quién era desapareció.
No había pasado ni un minuto cuando volvió de nuevo. Dijo ahora:
—Soy una grande maldición.
Era aquel mismo de la vez primera. Lo supe por su traza y por su voz. Le pregunté:
—¿Quién eres tú, que dice ser una bendición muy grande y también una grande maldición?
Me respondió.
—Soy el dinero.

La muchacha y el muchacho recién casados se veían exangües y agotados. Fueron a consultar al médico, y un breve interrogatorio sacó a la luz la causa del desfallecimiento: hacían el amor dos veces diarias. El doctor les recomendó una prudente abstinencia temporal. La guardaron durante cuatro días, tiempo durante el cual, para alejar la tentación, la muchacha durmió en la segunda planta de la casa y él abajo. En la noche del quinto día, sin embargo, ella no pudo más. Anhelante, llena de apasionado amor, se dirigió escaleras abajo hacia su esposo. A la mitad de la escalera encontró al muchacho, que subía. “¡No puedo más, Libidio! —gimió ella desesperada cayendo en los brazos del marido—. ¡Prefiero morir!”. “¡Qué bueno, Rosibel! —contestó él igualmente emocionado llevándola hacia la alcoba—. ¡Yo ya venía a matarte!”.

Voy a contar ahora la historia de un brasier, también llamado sostén, portabustos o sujetador. El relato está dividido en dos partes, lo mismo que el protagonista. La primera se refiere a los antecedentes; la segunda a los efectos. Antes, sin embargo, debo hacer alusión a la doctrina de la anágke, creencia de los griegos orientales según la cual todas las cosas obedecen a una ley inexorable fijada desde el principio de los tiempos. La vida de los hombres —el hombre es solo uno entre la multitud de seres y de cosas que existen en el universo— sigue esa ley. Nadie puede escapar a ella. En Nuestra Señora de París, Victor Hugo menciona la anágke, y le da el nombre de “fatalidad”.
Característica de la fatalidad es ser fatal, o sea inevitable. De todo se vale el hado para cumplir su obra. Tanto puede usar el iceberg del Titanic como la vaca de la señora O’Leary, que al derribar con la pata en el establo una lámpara de queroseno causó el incendio que destruyó Chicago en 1871.
También puede el destino valerse de un brasier. Y el brasier no tendrá ninguna culpa. Es instrumento de la fatalidad, lo mismo que el iceberg del Titanic o la vaca de la señora O’Leary. ¿Acusó alguien al iceberg de haber causado la tragedia de aquel gran barco cuyo hundimiento puso fin a la bella época? ¿Fue llevada a juicio la vaca por pirómana? Eso sería como encarcelar al piolet con el cual Jacques Mornard mató a Trotski. Instrumentos todos: la vaca, el iceberg, el piolet, Mornard… También nosotros: somos al mismo tiempo sujetos del destino y su instrumento.
¿Extrañará entonces que la fatalidad se haya valido de un brasier para imponer su ley ineluctable? Desde ese punto de vista no hay diferencia entre una vaca y un brasier. Digamos mejor entre una vaca y un iceberg. Porque habrá quien encuentre alguna vaga relación entre una vaca y un brasier, pero de plano es imposible establecer alguna liga entre un iceberg y una vaca. Para eso se necesitaría mucha imaginación. Veamos cómo actuó la fatalidad en la historia que me dispongo a relatar. Esta joven mujer trabaja en un taller de lencería. Hoy se halla distraída: es soltera, y acaba de saber que está embarazada. Por tanto no se concentra en su labor. Ahora cose un brasier. Deja floja una de las varillas. Este detalle, al parecer insignificante, habrá de cambiar el rumbo de ocho vidas.
Vayamos ahora a otro lugar. Una señora de sociedad se está vistiendo. Hace unos días compró el brasier que dije. Miremos a otra parte, pues ahora se está poniendo el brasier. Siente una ligera molestia en la parte correspondiente al lado izquierdo, pero no le da importancia. Hace mal. Ha ido a una fiesta con su esposo, y ahí la molestia aumenta hasta el punto de hacerse inaguantable. Va al baño la señora, se revisa y advierte que la varilla le está causando una irritación en la piel. Se quita el brasier. Con la blusa y el chaleco de punto que se ha puesto nadie notará la falta de la prenda. ¿Qué hará con ella? No cabe en el pequeño bolso que ha llevado. Sale al jardín, busca el automóvil de su marido, convertible, y esconde el brasier entre los dos asientos. Las consecuencias de esa pequeña acción serán muy graves. Han pasado cinco años. Un señor bebe su copa, solitario. El cantinero del bar le pregunta la causa de su tristeza y soledad.
—Ha de saber usted —cuenta el señor— que yo amaba a mi esposa. Cierta noche fuimos a una fiesta. Al terminar regresamos a la casa. Yo tenía un precioso auto convertible. Mi esposa dormitó en el trayecto. Cuando llegamos buscó algo entre los asientos del coche, y no lo halló. Me dijo que había dejado ahí su brasier, y ya no estaba. La única explicación era que yo lo había tirado en el camino a casa. Seguramente había estado con otra mujer, y pensé que el brasier era de ella, por eso lo tiré. Yo juré y perjuré que no había hecho tal cosa, pero desde ese día ella me perdió la confianza; se fueron enfriando nuestras relaciones y aquello terminó en divorcio. No he vuelto a ser feliz.
En otro bar, otro bebedor solitario le cuenta su historia al cantinero.
—Ha de saber usted que yo amaba a mi esposa. Cierta noche fuimos a una fiesta. Al terminar regresamos a la casa. Yo tenía un precioso auto convertible. Mi esposa dormitó en el trayecto. Cuando llegamos a la casa vio que había algo entre los dos asientos. Lo sacó. Era un brasier. Me preguntó quién lo había puesto ahí. Yo no lo sabía. Me acusó de estarla engañando. Seguramente había estado en el coche con otra mujer, y ella olvidó la prenda. Yo juré y perjuré que no había hecho tal cosa, pero desde ese día ella me perdió la confianza; se fueron enfriando nuestras relaciones, y aquello terminó en divorcio. No he vuelto a ser feliz.
Nosotros podemos explicar lo que aquellos dos infelices no pueden entender. Los coches de ambos eran exactamente iguales: convertibles los dos, de igual modelo, de la misma marca, el mismo color y el mismo año. Como estaban en su club, los dueños de los coches dejaban las llaves en el auto. La señora, con la prisa de esconder el brasier, fue al coche del otro señor en vez de ir hacia el de su marido, y ahí escondió la prenda. Por eso no la encontró en el auto de su esposo; por eso la otra señora halló el brasier en el coche del suyo. Nada de eso habría pasado si la muchacha que participó en la hechura de aquella prenda hubiera hecho bien su trabajo. Pero no lo hizo bien porque no estaba pensando en su tarea; estaba pensando en lo que haría, pues acababa de saber que estaba embarazada.
¿Entonces el culpable fue el hombre que embarazó a la muchacha que no cosió bien la varilla del brasier que irritó la piel de la señora que se lo quitó y lo escondió en un coche que no era el de su esposo? No digo eso. Lo que digo es que el destino —la anágke que decían los griegos— anduvo en esto y determinó el rumbo de las cosas. Y también el de las vidas: las de los dos hombres, las de las dos esposas, y las de los hijos de ambos matrimonios. Todo por un brasier mal hecho. De cosas mayores —y menores— se vale la fatalidad.

“A ver, Pepito —pide la maestra—. Escribe en el pizarrón la cualidad más grande que tengas”. Pepito escribe: “La cualidad más grande que tengo es mi...”. La profesora se indigna. “¡Pepito! —exclama—. ¡Al terminar las clases te quedarás a hablar conmigo!”. Pepito vuelve a su lugar. Al pasar les guiña el ojo a sus compañeritos y les dice en voz baja: “¿Lo ven? ¡Da resultado la publicidad!”.

—Maestro —le preguntó a Hu-Ssong uno de sus discípulos—. ¿Qué estabas haciendo cuando recibiste la iluminación?
Le contestó el filósofo:
—Estaba podando las ramas de un árbol.
Volvió a preguntar el estudiante:
—Y ¿qué hiciste después de recibir la iluminación?
Respondió Hu-Ssong:
—Seguí podando las ramas del árbol.
Meditó el discípulo las palabras de su maestro, y de ellas sacó una conclusión: las cosas de la tierra no deben apartarnos del cielo, pero las cosas del cielo tampoco deben alejarnos de la tierra.

“… Un pescador al servicio del conde de Nápoles sacó en su red una sirena, y de inmediato la devolvió al mar…”.
“¿Per qué?” —le preguntó el conde
lleno de gran estupor.
Le respondió el pescador
con laconismo: “¿Per dónde?”.

Patíbulos y aduanas tus esferas,
tasas las horas y las horas cazas.
Aprisionando edades la edad pasas,
y tu cárcel no admite prisioneras.
Di: ¿medirás tan solo primaveras
y en el invierno cerrarás tus casas?
Pues ¿cómo puedes ser reloj de veras
si al paso de una nube te retrasas?
Reloj de sol, osario fecundado,
vientre que pare el tiempo no llegado,
esqueleto del tiempo fallecido:
lección de eternidad me has enseñado
al entregarme el sol petrificado
y el tiempo en peña dura convertido.

Estaba una mujer en cierto bar y se sentó a su lado un tipo de aspecto extravagante. “Advierto en ti algo raro” —le dice la mujer—. “Eres buena observadora —responde el individuo—. Soy uno de esos que ustedes llaman aliens. Acabo de llegar de Marte”. Se pusieron a platicar los dos, y tras un par de copas la charla se volvió íntima. “Dime —pregunta la mujer—. ¿Cómo hacen el amor ustedes los marcianos?”. “Con el dedo —responde el extraño ente—. Tocamos a nuestra pareja y así se consuma la unión corporal”. “Me gustaría probar” —sugiere la mujer—. El marciano pone su dedo en el brazo de la chica. Esta comienza a sacudirse toda y a respirar con agitación. Pone los ojos en blanco; lanza luego un ululato de éxtasis y enseguida su cuerpo se afloja y ella queda lasa, lánguida, agotada, como quedan los cuerpos tras el deliquio del amor. “¡Estuvo sensacional! —alcanza apenas a decir—. ¡Házmelo otra vez!”. El marciano le muestra el dedo dobladito y le dice: “Tendrás que esperar una media hora”.

Mi nieta pequeñita rompe a llorar de pronto. Alguien le dijo una palabra dura, a ella, que es toda suavidad, toda blandeza.
Yo la tomo en mis brazos y le digo:
—No llores. Cada lágrima tuya vale un millón de pesos.
Luego traigo el pañuelo especial que —le he dicho— tengo para limpiar lágrimas de princesas, y enjugo las que corren por sus mejillas de durazno. Le pregunto a fin de distraerla de su llanto:
—¿Cuánto te dije que vale cada lágrima tuya?
Me responde sin dejar su sentimiento:
—Ya no me acuerdo. Pero es bastante.
Tienes razón, pequeña: es bastante. Mejor dicho, es todo. Una lágrima llorada por ti es todo el mundo del pesar para este abuelo tuyo que no quiere que te roce la tristeza, ni siquiera la mínima tristeza que cabe en esta diminuta flor que ahora le ofreces, entre risas, a una mariposa que pasa volando sobre ti.

Don Algón, salaz ejecutivo, invitó a una linda chica a cenar. Su intención era aviesa; tenía propósitos de lubricidad. Se arriscó don Algón al ver que en el restaurante la muchacha pedía los platillos más caros de la carta, y además con gula insólita: pidió un aperitivo, dos sopas, tres ensaladas, cuatro platos fuertes, cinco postres, y luego seis licores bajativos de los de mayor precio. Para rematar aquel banquete pantagruélico solicitó un cafecito —espresso, solamente— pues le había quedado, dijo, un huequito en el estómago. “Oye, linda —le preguntó amoscado el invitador a la gargantera—. ¿Así te dan de comer en tu casa?”. “No —respondió la muchacha—. Pero en mi casa nadie tiene intención de follarme después de cenar”.

Los hijos del Heroico Colegio Militar han hecho siempre honor a su plantel. Este relato así lo muestra.
El año de 1892 murió don Carlos Fuero. Una calle en mi ciudad lleva su nombre. Ese homenaje y más merece por un hecho que ahora voy a narrar.
A la caída de Querétaro quedó prisionero de los juaristas el general don Severo del Castillo, jefe del Estado Mayor de Maximiliano. Fue condenado a muerte, y su custodia se encomendó al coronel Carlos Fuero. La víspera de la ejecución dormía el coronel cuando su asistente lo despertó. El general Del Castillo, le dijo, deseaba hablar con él. Se vistió de prisa Fuero y acudió de inmediato a la celda del condenado a muerte. No olvidaba que don Severo había sido amigo de su padre.
—Carlos —le dijo el general—, perdona que te haya hecho despertar. Como tú sabes me quedan unas cuantas horas de vida, y necesito que me hagas un favor. Quiero confesarme y hacer mi testamento. Por favor manda llamar al padre Montes y al licenciado José María Vázquez.
—Mi general —respondió Fuero—, no creo que sea necesario que vengan esos señores.
—¿Cómo? —se irritó el general Del Castillo—. Te estoy diciendo que deseo arreglar las cosas de mi alma y de mi familia. ¿Y me dices que no es necesario que vengan el sacerdote y el notario?
—En efecto, mi general —repitió el coronel republicano—. No hay necesidad de mandarlos llamar. Usted irá personalmente a arreglar sus asuntos y yo me quedaré en su lugar hasta que usted regrese.
Don Severo se quedó estupefacto. La muestra de confianza que le daba el joven coronel era extraordinaria.
—Pero, Carlos —le respondió emocionado—. ¿Qué garantía tienes de que regresaré para enfrentarme al pelotón de fusilamiento?
—Su palabra de honor, mi general —contestó Fuero.
—Ya la tienes —dijo don Severo abrazando al joven coronel.
Salieron los dos y dijo Fuero al encargado de la guardia:
—El señor general Del Castillo va a su casa a arreglar unos asuntos. Yo quedo en su lugar como prisionero. Cuando él regrese me manda usted despertar.
A la mañana siguiente, cuando llegó al cuartel el superior de Fuero, general Sóstenes Rocha, el encargado de la guardia le comunicó lo sucedido. Corriendo fue Rocha a la celda en donde estaba Fuero y lo encontró durmiendo tranquilamente. Lo despertó moviéndolo.
—¿Qué hiciste, Carlos? ¿Por qué dejaste ir al general?
—Ya volverá —le contestó Fuero—. Si no, entonces me fusilas a mí y asunto arreglado.
En ese preciso momento se escucharon pasos en la acera.
—¿Quién vive? —gritó el centinela.
—¡México! —respondió la vibrante voz del general Del Castillo—. Y un prisionero de guerra.
Cumpliendo su palabra de honor volvía don Severo para ser fusilado. El final de esta historia es muy feliz. El general Del Castillo no fue pasado por las armas. Rocha le contó a don Mariano Escobedo lo que había pasado, y este a don Benito Juárez. El Benemérito, conmovido por la magnanimidad de los dos militares, indultó al general y ordenó la suspensión de cualquier procedimiento contra Fuero. Ambos eran hijos del Colegio Militar; ambos hicieron honor a la gloriosa institución.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, conoció en una fiesta a cierto médico joven y no feo. “Debería usted compadecerse de mí, doctor —le dijo con un mohín de otoñal coquetería—. Sufro de sinusitis”. Respondió el facultativo: “No advierto en usted ninguno de los síntomas de la sinusitis”. “Sí, doctor —insistió la señorita Himenia—. Soy célibe y doncella. Sin-usitis”.

¿Recuerdas, Terry, aquella vez que, perro tú y aprendiz de humano yo, fuimos al prado que llaman El Rodeíto, en el Potrero?
Había llovido mucho durante los meses del verano; la hierba estaba alta y se mecía en el aire, unánime bailarina acompasada. Llegó volando una calandria y se posó en la tierra, muy cerca de nosotros. Ya conocía yo el maternal ardid de esas aves de amarillo pecho: a la vista de un posible predador se posan cerca de él y lejos de su nido, para que el enemigo las busque a ellas y no a sus pajarillos.
Tú, Terry, con la infalible guía de tu olfato, hallaste el nido y me llamaste con ladridos leves para que fuera a verlo. Luego de demostrar tu hazaña me jalaste por la pernera del pantalón para que nos fuéramos de ahí y dejáramos el nido en paz.
Todos los animales son perfectos como tú, mi Terry, y como la calandria madre. Y todos los hombres, Terry, son imperfectos como yo. Alguna vez quizá, si recibimos el don de la humildad, los humanos tendremos la sencilla perfección del perro y la calandria.

“¿Cómo te ha ido en tu trabajo de escritor?” —le pregunta uno a su amigo—. “Bueno —contesta este—. Por los menos no tendré problemas para comer el próximo mes. Vendí tres artículos”. “¿Ah sí? —se alegra el otro—. ¿Cuáles?”. “El anillo, un juego de plumas y el reloj”.

“Estoy embarazada”. Así me dijo. Yo era estudiante entonces. Cursaba el cuarto semestre de la carrera. Ella estaba un semestre más abajo. Teníamos de novios desde la prepa, aunque, la verdad, yo a veces me aburría y salía con otras, y la dejaba de ver por algún tiempo. Pero siempre volvía con ella. Una noche fuimos a una fiesta. Cuando la acompañé a su casa me dijo: “No está mi mamá. Si quieres pasa”. Yo me había tomado unas cubas, así que se me hizo fácil. Entramos, nos sentamos en el sillón de la sala, con la luz apagada, y ahí empezó la cosa. Ya andábamos bien entrados cuando sonó el teléfono. Era su mamá. Le dijo que estaba en la casa de otra hija que tiene, casada, y que se iba a quedar con ella porque ya se iba a aliviar y le daba cuidado dejarla sola. Que ya no la esperara, que se fuera a acostar. Y se fue a acostar. Conmigo.
Pasaron unas semanas, y entonces fue cuando me dijo: “Estoy embarazada”. Lo hicimos nomás una vez, pero con eso hubo. Qué puntería ¿verdad? Y no estoy presumiendo; lo que pasa es que así sucede: hay parejas de casados que se pasan años queriendo tener un hijo, y nada, y acá su servidor con una sola vez ya estuvo. Parece cosa adrede, pero pasa.
“¿Y ahora qué?” —me dijo muy enojada su mamá—. ¿Le vas a cumplir o no?”. Yo le dije que sí, que me iba a casar. Y me casé. No me arrepiento. Dejé los estudios, claro. Mi suegra me consiguió este coche, y me metí a taxista. Y viera que no me ha ido mal: tres, cuatrocientos pesos cada día. ¿Dónde más saca uno eso? Empiezo a las 6 de la mañana, y pa’ las 3 de la tarde ya acabé. El resto del día me lo paso con m’ijo.
En mi casa lo adoran porque es el vivo retrato de mi padre. Lo único que tiene de mí son las manotas, grandes. Manos de hombre. Dice mi apá que las mujeres deben tener las manos chicas, pa’ que todo lo que agarren de su marido les parezca grande. Como el dinero, no sea usté mal pensado. Bueno, señor, ya llegamos. Son 100 pesos”…
Breve es el trayecto entre el hotel y el aeropuerto. Tan breve que en él cabe una vida. O varias. De muchas vidas se entera uno en la legua. Cuando la gente sabe que no te volverá a ver te cuenta muchas cosas. En el avión voy recordando lo que me contó el joven taxista. Es una historia vulgar, lo cual quiere decir que es una historia maravillosa. Es pan de cada día, y el pan de cada día es prodigioso. Con historias como esta no se puede hacer una telenovela, pero de esas historias está hecho el mundo. En todos los tiempos y en todos los países hay muchachos y chicas que fueron a una fiesta y luego...
Lo que me falta es el nombre para la narración. Después de considerar el hilo de los acontecimientos —la casa sola, la invitación a pasar— he pensado ponerle a esta historia el mismo nombre que lleva una canción de Sinatra: The tender trap. La tierna trampa. Esa tierna trampa es el amor. A primera vista parece que quien pone la trampa es la mujer, para pescar a un hombre, casarse con él y de ese modo resolver su vida. Quien eso piense estará acusando falsamente a la mujer. La tierna trampa la pone la naturaleza. La mujer, con su coquetería y sus recursos para atraer al hombre, lo único que está haciendo es cumplir el oculto llamado que hace la naturaleza para perpetuar la especie.
Obedecer esa convocatoria no es pecado. El verdadero pecado está en desoírla, pues eso equivale a apartarse de la corriente de la vida, y la vida es sagrada. Lo que el muchacho y la muchacha hicieron fue cumplir el mandato de la naturaleza, que para el creyente es voz de Dios. No llegaré al extremo de decir que lo que hicieron en la sala, y en la cama luego, fue por mandato divino. Pero si me apuran un poco diré que a lo mejor sí fue. Quién sabe. Eso pertenece al campo de la teología, y yo no llego más allá de transcribir lo que me contó un taxista en el camino del hotel al aeropuerto.

“… Un hombre presentó demanda de divorcio contra su esposa porque habla mucho en el momento del amor…”.
“Y no quiere practicar
—añadió en escrito anexo—
ninguna forma de sexo
que la pudiera callar”.

Llegó el otoño a mi ciudad, inesperado. Anticipó su viaje y se presentó acompañado por un leve cortejo de niebla y lluvia gris. En el jardín los árboles se sobresaltaron, pues no lo aguardaban todavía. Les dio pena mostrarse ante él con su atavío de verano, con sus galas de verdes hojas y flores encendidas.
A mí me gustan estos cambios súbitos del tiempo. También me gusta cuando en invierno se abren las nubes de repente y sale el sol a hacer un veranillo que no dura. Disfruto estos caprichos de la Naturaleza, tan femenina ella en todos los aspectos. Con mis pequeños nietos miro pasar la niebla por la calle y con mi vaho pongo mi propia niebla en la ventana. Sobre el cristal empañado dibujo un corazón.
—¿Qué es? —me pregunta esta nietecita mía.
Le respondo:
—Soy yo.

Le cuenta un amigo a Babalucas: “Estoy desolado. Encontré manchas de aceite en mi recámara. Sospecho que mi mujer me engaña con un mecánico”. “No imagines cosas —lo tranquiliza el badulaque—. El otro día yo encontré a un charro debajo de mi cama. ¿A poco eso significa que mi mujer me está engañando con un caballo?”.

A las alumnas de la academia de piano les sorprendía mucho que a su maestra le gustara tanto el circo. ¿Por qué la señora Margarita, que siempre andaba triste, que apenas esbozaba una sonrisa leve cuando alguna de sus discípulas lograba dominar aquella pieza tan difícil, por qué, se preguntaban, cuando llegaba un circo a la ciudad jamás dejaba de ir a todas las funciones, y se sentaba, sola siempre, en un lugar de los más caros, en las primeras filas?
Recuerdo bien a esa maestra. Murió hace muchos años. Vivía cerca de la casa de mis padres. Cuando iba yo al colegio pasaba frente a su estudio —así llamaba ella a su academia— y me detenía a ver a través de la ventana a las lindas muchachas que frente al teclado repasaban el Beyer, o que sentadas en una silla estudiaban el Solfeo de los Solfeos. A veces me cruzaba con la profesora, y la saludaba, pues sentía admiración por ella. Todo lo que se relacionara con la música me causaba admiración. Años después oí su historia, y supe por qué iba siempre al circo cuando alguno venía a la ciudad.
La maestra Margarita era todavía joven cuando llegó con una compañía de opereta un músico italiano apellidado Sardinelli o algo así. Violinista él, pianista ella, el común amor a la música los unió en otro amor. Se casaron, y al año fueron padres de una niña rubia y hermosa como el sol. ¡Qué dicha aquella, que felicidad! La maestra de música no había oído nunca música más bella que la vocecita de Tina, aquella niñita suya, angelical.
Pasaron dos, tres años de ventura. Algo sucedió después. Ella no supo qué. Tampoco él le dijo nada. Actuó con esa frialdad y alevosía con que actúan algunos hombres que han dejado de amar a su mujer. Siguió tratándola como siempre la trataba, con afectuosa deferencia. Un día le avisó que irían los tres a la Ciudad de México. Ella necesitaba distraerse, le dijo, divertirse un poco, alejarse de la rutina de la ciudad y de sus clases. Y allá fueron, a la capital. Tomaron habitación en buen hotel, cenaron agradablemente. Al día siguiente, por la mañana, el violinista tomó en brazos a la niña y le dijo a su esposa que mientras ella se arreglaba saldría un momento con la pequeña para pasearla un poco y mostrarle los escaparates de las tiendas vecinas, arreglados ya para la Navidad.
Esa fue la última vez que Margarita los vio. Esperó todo la mañana, pensando que él se habría distraído. Después salió a buscarlos, inútilmente. Luego, desesperada, le informó al gerente del hotel lo que le sucedía. Él la ayudó en una búsqueda telefónica por los hospitales. Luego el hombre llamó a la policía, que también buscó sin resultados. Después de algunos días ella tuvo que regresar, enloquecida, a su ciudad.
Ninguna noticia tuvo ya de su marido y de su hijita. Por meses, por años prosiguió la búsqueda. Escribió a todos los consulados; pidió ayuda en todas partes. En vano, todo en vano. La niña, su niña, su adoración, había desaparecido llevada por aquel hombre al que ella amó sin conocerlo.
Siguió la vida, triste y vacía, para la maestra Margarita. Un día alguien le dijo que su marido, hecho un guiñapo de hombre, empobrecido, dado al vicio del alcohol, andaba tocando en la orquesta de un circo, y que su hija era artista ahí también. Desde entonces la maestra Margarita se aplicó a ir a todos los circos que llegaban a la población. Clavaba la mirada ansiosa en las muchachas que aparecían en el espectáculo, tratando de reconocer en una ellas los rasgos de su hija. Pasaron los años.
Pasaron todos sus años. La visité una vez, viejecita ya, reclinada en el lecho del que no habría de levantarse más. Poco tiempo después me enteré de que había muerto. Me contaron que unos minutos antes de cerrar los ojos para siempre le dijo con sonrisa iluminada a alguien que la visitaba, al tiempo que señalaba una silla vacía que estaba a un lado de la cama: “Mira, tantos años que me pasé buscando a Tina, y ahora ella está conmigo aquí”.

En su noche de bodas Popeye se veía sentado al borde de la cama, apenado, cabizbajo, cariacontecido. “Pero, Olivia —pregunta—. ¿Y dónde voy a conseguir espinacas a estas horas?”.

Quisiera conocer la flor nombrada “munisté”, que nuestros antepasados indios llamaban tlapalisquixóchitl. Moctezuma, amigo de las plantas y de los animales, quiso tenerla en su jardín. Le pidió a Malinal, señor de Tlaxiaco, que le regalara un ejemplar. El rey negó el obsequio. Entonces Moctezuma armó un ejército, atacó la ciudad de Malinal y se llevó la flor.
¿Qué flor sería esta, tan hermosa que motivó una guerra? Yo la imagino más bella aún que la más bella orquídea. Sus pétalos deben ser suaves como caricia de virgen, y su aroma ha de tener el perfume que el amor tendría si se volviera flor. Alguna día veré una flor maravillosa que jamás en mi vida he contemplado, y sin que nadie me lo diga sabré que estoy mirando la flor de munisté.

Don Geroncio, señor de edad madura, fue a una casa de mala nota y contrató los servicios de una de las señoras que ahí profesaban el muy antiguo oficio de las daifas. Con ella se dirigió a uno de los habitáculos o accesorias del local. Pasó una hora; pasaron dos y tres, y la pareja no salía del aposento. La dueña de la negociación, inquieta, va y da unos discretos golpecitos en la puerta. Pregunta: “¿Se puede?”. Desde adentro responde don Geroncio: “Se trata”.

Figura grande de la Revolución, muchas cosas se pueden contar del famoso general Francisco Coss. Como don Pancho Coss tenía animales en el corral de su casa de Ramos Arizpe, Coahuila, algunos vecinos quisquillosos se fueron a quejar con Chencho Oranday, que era entonces alcalde del lugar.
Todo mundo quería al general, héroe de la Revolución. La queja, entonces, era cuestión delicada. Llamó Chencho al doctor Homero Guerra, recién llegado a Ramos en calidad de encargado de Salubridad, y le pidió que hablara con el general.
Don Pancho Coss se dio por enterado y firmó sin protesta el acta de apercibimiento. Pero por una oreja le entró el aviso y por otra le salió. Cuando las quejas se renovaron el doctor Guerra habló otra vez con él, y otra, y otra más. Fue como hablarle al cerro. Finalmente el joven, cumplido funcionario, aplicó una multa municipal al infractor. Para su mortificación, el mismo Chencho Oranday la condonó. Cuando el doctor pasaba frente a la casa del general, este lo veía con sonrisilla socarrona. El doctor Guerra, entonces, hizo de aquella una cuestión de honor. Volvió a apercibir al general, y cuando tampoco obtuvo resultados impuso una multa, ahora estatal. El gobernador del estado ordenó su abrogación. Más sonrisas burlonas. Por último, el doctor Guerra, que tenía también funciones federales, impuso al general Coss una multa federal. A los pocos días se recibió un oficio de México en que se decía que por deseo expreso del señor presidente de la República la multa quedaba sin efecto.
Mohíno y apesadumbrado estaba el doctor Guerra en su oficina cuando le fueron a decir que el general Coss quería hablar con él. Fue a la casa del general con sobra de temores: temía una regañada del general o ser objeto de burletas. Don Pancho Coss lo recibió afable, le hizo muchas preguntas acerca de sus estudios y luego le dijo yendo al grano:
—Mire, médico: yo a usté no lo conozco. Pero se me ha ocurrido que si así como ha sido de terco conmigo es de terco para curar enfermedades, ha de ser muy buen doctor. Quiero que sea mi médico.
Y médico fue el doctor Homero Guerra del general Francisco Coss. Recuerda a su ilustre paciente con afecto y mucha admiración. De sus labios oyó narraciones con sabor épico de la Revolución, y él mismo presenció algunas de las ocurrencias del general, que por ser ranchero y por ser anciano era doblemente sabio.
Cuenta el doctor Guerra que unos agricultores “nailon”, como se llamaba entonces a quienes sin saber nada del campo se metían con él, le enseñaron al general unos cultivos de maíz.
—Qué buen chilar —les dijo el general.
—¡Cómo chilar! —exclamó uno algo amoscado.
—Sí —dijo don Pancho—, porque de aquí van a sacar puro chile.
Y en efecto, no sacaron más que eso que los chilares suelen dar, y que en folclórico lenguaje es lo mismo que polvo, cenizas, viento, sobras, nada.

El señor llegó a su casa cuando no era esperado. Al entrar en la recámara vio a un individuo completamente en peletier, y a su esposa en estado de gran agitación. Antes de que el señor pudiera abrir la boca le dice aquel sujeto: “Soy representante del Banco de Hipotecas, caballero. Le estaba diciendo a su señora que así como estoy yo lo van a dejar a usted nuestros abogados si no paga inmediatamente su saldo vencido”.

Vamos por el camino del Potrero mi perro y yo.
Se adelanta él pues su paso es más rápido que el mío; pero de vez en cuando voltea para ver si yo lo sigo.
Me mira; se cerciora de que ahí estoy todavía, y ya tranquilo sigue su trotecillo hacia la casa. No está solo... su dios está con él.
Yo vuelvo también la vista.
Hacia el Occidente el sol se oculta en un incendio morado y púrpura y amarillo y rojo. Ha aparecido la primera estrella en lo alto, ahí donde el cielo es todavía un hondo azul. Sobre el picacho de Las Ánimas empieza a salir la luna, apenas una promesa de luz en la naciente noche.
¡Cuántas maravillas!...
Tampoco yo estoy solo... tranquilo... sigo mi camino hacia la casa.

Cierta vez ante un médico famoso llegose un hombre de mirar sombrío. Era tartamudo, y quería saber si su mal tenía remedio. Después de breve examen dictamina el médico: “La raíz del problema está en su entrepierna. La Naturaleza dotolo con exceso, y es esa demasía la que tensa las cuerdas vocales de tal modo que su tartamudeo se presenta. Tendré que cortar ahí si quiere usted expresarse con normalidad”. Acepta el tartamudo, pues su ilusión era participar en un concurso de oratoria, y el médico procedió a hacer la dicha tala. Al poco tiempo, sin embargo, el individuo se dio cuenta de que había cambiado lo más por lo menos. Antes tartamudeaba, es cierto, pero también dejaba tartamudas a aquellas con quienes tenía trato. Así, regresó al consultorio. “Doctor —dijo al galeno—. Estoy arrepentido. Le pido por favor que me reimplante la perdida parte”. Contesta el médico agitando con energía los brazos: “¡I-im-po-po-si-sible!”.

Polvo es el hombre, y siéndolo, regresa
al polvo, su principio y su retorno.
Este, señores, es viaje redondo:
en polvo empieza el hombre; en polvo queda.
El tiempo es polvo que sepulta todo.
Las cosas que ahora son, las venideras
y las que fueron, todas están muertas,
y cae polvo de tiempo en sus despojos.
Si hombre y tiempo son polvos de algún lodo,
y si todo es de tierra (hasta la tierra),
tengo, pues, mi final bien aprendido:
cuando a mi polvo se le acabe el polvo
yo iré dentro de ti, reloj de arena,
marcando el polvo en polvo convertido.

Un señor de ya avanzada edad llegó a una farmacia. Le pregunta al farmacéutico: “¿Tiene Viagra?”. “Sí hay” —responde el hombre—. “Deme un frasco”. Pregunta el responsable: “¿Trae receta?”. “No” —contesta el señor—. ”Entonces —le dice el farmacéutico— no puedo venderle ese producto”. ”Por favor, no sea malo —suplica el caballero—. Mire que aquí traigo a la enfermita”.

Tomo en los brazos a mi nieto. Me miran sus infinitos ojos de mar y cielo y me hace luego la cotidiana travesura que juntos hemos inventado: con ambas manos me estira los cabellos y ríe jubiloso al ver mis simuladas muecas de dolor.
Si el cielo es como dicen que es el cielo yo imagino una herejía deliciosa: en este preciso instante Dios Padre, convertido en Dios Abuelo, tiene en los brazos a un angelote como el que tengo yo, que le estira los pelos de la barba y ríe con una risa que llena el mundo de pájaros y estrellas.
No puede ser que mi cielo sea más cielo que el de Dios. ¿Cómo puedo yo tener una dicha que no conoce Él? En mi teología personal Dios Padre se me aparece también como abuelito. Y es que ser abuelo es la forma perfecta de ser padre.

“… Después de la corrida un torero llegó a su casa maltrecho y dolorido…”.
Oí a su señora yo
que le preguntó: “¡Tesoro!
¿Acaso te cogió el toro?”.
“¡Nomás eso le faltó!”.

Debería haber un historiador que contara la historia de la gente sin historia. Los hombres y mujeres que no tienen nombre son quienes verdaderamente construyen la historia. Mientras los grandes personajes dicen que 300 siglos os contemplan desde estas pirámides o —más modestamente— que si hubiera parque no estaría usted aquí, ellos, los héroes innominados, hacen el pan, la silla, los zapatos. Sus vidas forman el grande y silencioso río de la vida, ese por el que ahora tú y yo vamos navegando.
Tomemos por ejemplo a esta nana mía. Era pequeña de cuerpo y delgada como una espiga. Parecía una niña que tuviera mucha edad. En las tardes, a la hora de la siesta, juntaba dos sillas y se acostaba en ellas, acurrucadita, y dormía hasta que la casa volvía a despertar para la merienda. Me arrullaba con cantos de la iglesia. Por ella los aprendí; por ella los recuerdo ahora que no los canta nadie ya: “Altísimo Señor, / que supisteis juntar / a un tiempo en el altar / ser cordero y pastor…”.
Estaba yo con mi nana aquella tarde en que de pronto oímos un estruendo sordo. Se había caído la cúpula del templo de San Juan Nepomuceno. Dijo ella: “¡Alabado sea Dios!”. Salimos a la puerta y vimos que venían Lucita y Mariquita López, más temblorosas que nunca, más pálidas que siempre. Nos dijeron que iban llegando ya a la iglesia cuando vieron que la cúpula se venía abajo. “Un momentito más y…”. Los vestidos de las ancianas señoritas, sempiternamente de luto, estaban grises por el polvo que levantó el derrumbe.
En la familia se contaban cosas de mi nana que yo no comprendía. Se la robó un jefe revolucionario, en la villa de General Cepeda, cuando ella no cumplía aún los 14 años. Su familia la vio irse como se ve a un papel arrastrado por el viento. Fueron todos a la estación del tren a despedirla. Ella los miró a lo lejos, y con sonrisa triste les dijo adiós con la mano desde la ventanilla del vagón. Su papá le habló con voz sorda a su mujer, que lloraba sin hacer ruido: “Mejor hubiéranos tenido puros hombres”.
Regresó a los dos años, con un niño en los brazos. Llamó a la puerta de su casa, como una extraña, y cuando su madre abrió ella se arrodilló en la acera para pedir perdón. La señora se arrodilló con ella, se abrazaron y lloraron las dos ahí, en la calle.
Para ganar su vida y la de su hijo, se empleó como criada en casa de mis abuelos maternos. Una y otra vez contaba su historia a las ávidas hijas, que se morían de curiosidad por escuchar nuevos detalles, y una y otra vez la repetía para las visitas, que la oían con los oídos bien abiertos y los ojos más. “Cuando llegamos a la capital nos hospedaron en un palacio que llaman de Chapultepé. A Pancho y a mí nos tocó dormir en la cama de una señora que le decían Carlotita”.
Las muchachas le pedían en voz baja, de complicidad: “Cántanos una canción”. Esperaban oír uno de esos cuplés picosos que las bataclanas de entonces —la Conesa, la Montalván, la Derba— cantaban en los teatros de la capital. Y ella: “Altísimo Señor…”. “¡Anda, tonta!”.
Con el tiempo mi abuela la prestaba a aquella de sus hijas que salía embarazada. La nana se hacía cargo de la casa, y asistía al doctor Farías en los partos. Recibía a la criatura de manos del médico, la lavaba, la liaba con destreza, como a pequeña momia, y le ponía un gorrito. Si la recién parida no tenía leche ella buscaba una nodriza entre sus numerosas conocencias.
Fue nana de todos nosotros. A todos, decía, nos cargó. Ella anunciaba en el vecindario, casa por casa, nuestro nacimiento: “Que dice doña Carmen —o doña Beatriz, o doña Adela— que ya tiene usted un nuevo criado a quien mandar”. O una nueva criadita, si era niña…
Pasó el tiempo. Eso es lo que mejor sabe hacer: pasar, además de curar males del alma. En la cocina de la casa familiar hice poner, en azulejos de barro saltillero hechos por los hermanos García, los nombres de las santas mujeres que siendo criadas nos criaron. Ahí, en el lugar de honor, está su nombre: Lucía. Lo miro y vuelvo a oír la tenue voz: “Altísimo Señor…”. Con el Señor está en lo alto esa mujer humilde que nos dio su vida. Conté su historia porque no tiene historia.

Una mujer visita al psiquiatra. “No sé qué me pasa, doctor —le dice—. Siempre tengo deseos de estar con un hombre. Por la mañana, por la tarde, por la noche, a todas horas siento ese deseo. ¿Qué tengo?”. “Está muy claro —le dice el médico—. Es usted ninfomaniaca”. “¿Cómo dijo?” —pregunta la mujer—. “Ninfomaniaca” —repite el doctor—. “Anóteme la palabreja por favor —pide ella—. Y con todas sus letras, porque la que me dicen se escribe con menos”.

HISTORIAS DE LA CREACIÓN DEL MUNDO
Tomó el Señor el barro de la tierra y con él formó a Adán.
Después de darle vida se dio cuenta de que le había sobrado un poco de barro, y con él hizo al perro.
Tomó el Señor una costilla de Adán, y con ella formó a Eva.
Después de darle vida se dio cuenta de que le había sobrado un poco de costilla, y con ella hizo al gato.

“… Llorosa, una chica le confesó a su mamá que había perdido su doncellez…”.
Con palabras sonorosas
la madre reprendió a su hija:
“¡Tonta! ¿Por qué no se fija
en dónde deja las cosas?”.

No sé cómo se llama esta flor que crece a la orilla del camino. Es tan pequeña que quizá no la vio Adán cuando cumplió el encargo de dar nombre a las cosas, y la diminuta florecilla se quedó sin el suyo.
Algún nombre tendrá, seguramente. Los botánicos deben tenerlo registrado en sus robustos cartapacios. Pero nadie en el Potrero lo conoce. Les pregunto a las mujeres —ellas saben el nombre de las flores— cómo se llama esta, y ninguna me puede dar razón.
Yo quisiera tener el genio de los palabristas que inventan raros nombres, y sonoros. Si lo tuviera haría un nombre para esta flor tan humilde, más humilde aún que la violeta, pues por lo menos la violeta sabe cómo se llama. Esta flor no. Se llama flor, nada más. Pero su desvaído azul orla el sendero. Tal se diría que la pasada lluvia deslavó un poco el cielo, y dejó a la orilla del camino unas gotitas de color celeste.

Frase de moda de cuyo contenido no me hago responsable y que repruebo por un elemental instinto de la conservación: “Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer. Y en medio una esposa ingue e ingue e ingue”.

Don Manolito se dedicaba a juntar cacas de perro. Ese era su trabajo. Iba por las calles con una escoba y un recogedor de hojalata que tenía una tapa, la cual abría y cerraba por medio de un cordón. En ese recipiente recogía don Manolito los excrementos de los canes callejeros. Cuando lo llenaba echaba el contenido en un saco de lona que llevaba al hombro, bien cerrado para que no despidiera tufos que molestaran a los transeúntes.
Don Manolito tenía la concesión municipal de las cacas de perro. Por decreto del cabildo ningún otro ciudadano aparte de él podía recogerlas. Se disgustaba mucho, pues, cuando un barrendero del municipio recogía su monopolio. Y es que para los demás las cacas de perro eran suciedad; para don Manolito eran dinero.
Las llevaba a una tenería, donde le pagaban por ellas buenos centavitos. Yo no sé para qué servirán las deyecciones de los perros. Al parecer, me han dicho, contienen ciertos ácidos o no sé qué sustancias útiles para la curtiduría de las pieles. Ahí hacía sus entregos don Manolito, todos los días, ya al pardear la tarde, y ahí le pagaban el precio de su mercadería.
Don Manolito iba siempre muy bien vestido, quizá para disimular lo ingrato de su oficio. Un albañil puede vestirse de albañil, pero ¿de qué se viste un recogedor de cacas? No hay uniforme propio para el giro. Entonces don Manolito se vestía de señor. Quiero decir que usaba terno —traje con chaleco—, botines, polainas, alba camisa con cuello de pajarita, corbata de moño y bombín negro. A ese atuendo añadía los domingos un bastón de junco, adminículo que el resto de la semana no podía usar, por tener las dos manos ocupadas con el recogedor.
¿Olía mal don Manolito? No, qué va. Se bañaba todos los días —la demás gente lo hacía nomás los sábados— con un jabón de azahar que compraba en el mercado, de marca Venamí, y luego se rociaba generosamente con una cierta agua de rosas, preparación secreta de una vecina suya que le vendía el líquido aromático a precio exorbitante. Tan bien olía don Manolito que ni siquiera las gatitas que iban a hacer las compras mañaneras olían como él. Y, sin embargo, la gente juraba y perjuraba que don Manolito olía a caca de perro a cinco cuadras de distancia, y cuando lo miraban venir se pasaban a la otra acera. ¡Pobrecito!
Alguna vez quiso buscar esposa. Ganaba bien con su negocio —no tenía, según ya dije arriba, competencia—, y era dueño de casa de buen ver, pero nadie se le quería acercar. Eso hacía sufrir mucho a don Manolito. Pero más lo apesadumbraban el acoso y las burlas de la chiquillería. A él le gustaban mucho los niños, los quería bien, pero no había chamaco que no gritara al verlo:
—¡A’i va la caca!
O que no dijeran, con voz de perro que habla:
—¡Guau! ¡Guau! ¡Ptrrr!... Ya hice, don Manolito. Venga usted por lo suyo.
Cuando alguien percibía un tufo ingrato arriscaba la nariz y comentaba:
—Huele a don Manolito.
Decían los chiquillos:
—Fulano pisó una de don Manolito.
Un día don Manolito conoció a una muchacha y cayó en amores. La cortejó de lejos —de cerca no podía— y una tarde de domingo le declaró en la plaza su amor, para lo cual usó términos comedidos y corteses. La muchacha se sorprendió bastante al escuchar aquella declaración de un señor tan bien vestido como don Manolito, pues ella era de condición humilde, y aun con sus trapitos domingueros no se podía comparar con aquel señor que usaba botines de charol, polainas, bastón de junco y bombín. Le dio una cita para el domingo próximo, pero no asistió a ella porque durante la semana sus amigas le hicieron mucha burla a causa de su pretendiente. Olía a caca de perro, le dijeron. Ella también iba a oler igual, lo mismo que sus hijos.
Así, la muchacha dejó plantado a don Manolito. No acudió a la cita. La buscó él, esperanzado, pero la chica lo desengañó: no podía ser su novia, le dijo, ni aunque le ofreciera matrimonio, porque tenía un oficio bajo. Lo habría aceptado albañil, repartidor de botica, y hasta cantinero, pero no recogedor de cacas.
Movido por esa consideración don Manolito renunció a su oficio y se hizo sacristán. Lo recibió en Catedral el señor cura García Siller, que era de bondadosa condición y decidió ayudarlo. Ya no olió a caca de perro don Manolito. La verdad es que jamás había olido a eso, pues era limpio; se bañaba a diario, cosa que en aquel tiempo nadie más acostumbraba. Pero ahora sí olía: a incienso, a las flores con las cuales adornaba el altar, a la cera de las candelas que ardían ante las hornacinas de los santos.
La buena sociedad se enojó con don Manolito. ¿Quién iba ahora a recoger las cacas de los perros? Los empleados del municipio dijeron que ellos no. Al parecer las cacas de perro no estaban en su contrato de trabajo. Siempre habían sido monopolio de don Manolito. Nadie más las debía recoger. Las calles se llenaron pronto con los depósitos hechos por los perros callejeros. Las damas y los caballeros no podían caminar sin pisar una caca. A causa de la situación todos empezaron a cortejar a Manolito.
—¿Cuándo vuelve a su empleo, don Manolo? —le preguntaban con mucho interés al terminar la misa. Gente que nunca se le acercaba, y que se cruzaba de acera al verlo venir, se dirigía a él con acento de súplica:
—Ya vuelva a su trabajo, Manolito, por favor.
Halagado por esa preocupación social don Manolito dio las gracias al señor cura y volvió a su antiguo trabajo. Otra vez se le vio por las calles con su recogedor de cacas y con la bolsa de lona en que las iba echando. Y otra vez la gente volvió a pasarse a la otra acera cuando lo veía venir. Y otra vez el infeliz fue despreciado. ¡Ingrata humanidad!
Jamás se casó don Manolito. Cuando murió, solo unos cuantos fueron a su entierro. En el velorio decían todos en voz baja:
—¿No se te hace que huele?

Iba una vendedora con su canasta por la calle. Le dice a Babalucas: “Vendo huevos”. Contesta burlón el badulaque: “¡Bonito me voy a ver vendado”.

Mi nieta de tres años me llama por teléfono. Le pregunto:
—¿Qué estás haciendo, hijita?
Ella, con voz de ¡vaya pregunta!, me responde:
—¡Pues hablando por teléfono, abuelito!
Qué gran sabiduría. Los niños son dueños del tiempo: conocen el valor del presente. Nosotros, los pobrecitos adultos, nos debatimos entre los recuerdos del pasado y la preocupación por el futuro. Así, el presente se nos va de las manos, lo cual quiere decir que el tiempo se nos va de las manos; lo cual quiere decir que la vida se nos va de las manos.
Alguna vez —espero— seré tan sabio como esta nieta mía, y cuando alguien me pregunte: “¿Que estás haciendo?”, responderé con voz de ¡vaya pregunta!:
—Estoy viviendo.

“… En una iglesia de California se celebrará una boda colectiva de parejas gays…”.
Aunque todos tendrán sillas
seguro se verá que
la mitad va a estar de pie
y la mitad de rodillas.

Historia y leyenda se confunden en la gesta de la Revolución.
Cuando acabó la lectura del Plan de Guadalupe, don Venustiano Carranza puso en él su firma y luego pidió a “los presentes que quisiesen y pudiesen firmar”, que inscribiesen su nombre bajo el suyo.
Documento de historia era ese Plan. Los señores Madero y Pino Suárez habían sido arteramente asesinados, y en Saltillo el gobernador Carranza levantó banderas de rebelión y vuelta a la legalidad. Marchó hacia el norte, y en la Hacienda de Guadalupe expidió el Plan que convocaba a los mexicanos a luchar contra la usurpación. Sucedió eso, lo sabemos, el 26 de marzo de 1913.
Uno por uno fueron pasando quienes ahí estaban a la pequeña mesa, y uno por uno pusieron su firma como se usaba en aquel tiempo, con estudiados arabescos, filigranas y vueltas muy lucidas. Avanzó para tomar la pluma y él también firmar un joven apuesto y bien parecido. Alto, de rostro agradable, frisaba los 30 años de edad. Disponíase ya a firmar cuando don Venustiano lo detuvo. Preguntó luego a su secretario quién era el hombre aquel, y cuando hubo obtenido la respuesta se dirigió al joven y le dijo:
—Tú no puedes firmar. Sabes que tienes una deuda con la sociedad que aún no acabas de pagar.
Avergonzado, el muchacho salió del salón donde ocurría la firma y se quedó en un patio mientras la ceremonia terminaba. Era Hipólito Valdez. Por celos de amante despechado había dado muerte tiempo antes a su novia, una bella muchacha que se llamaba Rosita Alvírez.
Oí esa narración de labios de un veterano de la Revolución en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Me dijo también él que Hipólito militó bajo las órdenes del general Marciano González y que murió en combate peleando contra las fuerzas de Francisco Villa.
Difícil es confirmar lo que por tradición oral nos llega de los pasados tiempos. En todo caso el relato del viejo combatiente cierra el círculo de fatalidades que condujo a Hipólito a arrebatar la vida de la mujer que amó. Yo recogí las palabras del anciano y las guardé conmigo, y ahora aquí las pongo porque hay un punto siempre en que se juntan la historia y la leyenda. La vida quizás habrá reunido en una encrucijada al hombre que hizo historia, don Venustiano Carranza, y al hombre del pueblo que en alas de un corrido, que es la historia escrita por el pueblo, vive todavía en la inmortalidad de una canción.

Una pareja de ancianitos llegó a un restaurante. El viejecito llenaba a la ancianita de atenciones, y se dirigía a ella con palabras de inmenso cariño: “Ven, mi vida... Siéntate, mi cielo... ¿Estás a gusto, reina?... ¿Qué quieres pedir, ángel?”. El mesero observaba aquello y estaba impresionado. Poco después la viejecita se levantó de la mesa para ir al baño. El mesero, sin poderse contener, va con el ancianito y le pregunta: “Perdone usted la indiscreción: ¿cuántos años tienen ustedes de casados?”. Responde el viejecito: “Estamos celebrando 65 años de matrimonio”. “¡Caramba, señor! —prorrumpe el mesero—. ¡Estoy conmovido! Sesenta y cinco años de casados, y ¡cómo le habla usted a su viejita! ‘Mi vida’... ‘Mi cielo’... ‘Mi reina’... ‘Mi ángel’...”. Responde con feble voz el viejecito: “Es que ya no me acuerdo cómo se llama”.

¿Recuerdas, Terry, cuando íbamos por el campo aquella tarde, en el verano, y súbitamente comenzó a llover? La lluvia fue una fiesta para ti. Corrías jubiloso entre las hierbas húmedas, y tus ladridos acompañaban al lejano trueno.
Ahora que está lloviendo, amado perro mío, te recuerdo como eras en aquellos días. Latía en ti la fuerza de la vida; tu cuerpo era flexible como una vara de membrillo y al mismo tiempo fuerte como el tronco de un pino de la sierra. Cuando corrías parecía que tú mismo ibas adelante de ti y no te podías alcanzar.
Habrá otra tarde como aquella, Terry, y otro verano habrá. Yo iré por algún campo, y lloverá de pronto nuevamente. Escucharé ladridos, y veré un perro fuerte y ágil correr entre las hierbas húmedas. Tú y yo seremos otra vez. La fuerza de la vida, Terry, jamás deja de latir.

El director de la escuela primaria se presentó en el salón de primer año para ver cómo le estaba yendo a la nueva maestra en el primer día de clases. “Todo va bien —le dice la maestra—. Pero tengo el caso de ese niñito, que debería estar en tercero de kínder. Se metió en mi salón, y lo veo tan listo que no sé si deba regresarlo”. “A ver —dice el director a la maestra—. Hágale algunas preguntas para ver si es realmente tan listo como usted dice”. La profesora llama al pequeñito y le pregunta: “A ver, Pepito: ¿qué es lo que un perro hace en tres patas, un hombre hace de pie y yo hago sentada?”. “Saludar de mano” —responde sin vacilar el pequeñito—. “Muy bien —dice la maestra—. Respóndeme ahora esto. Las vacas tienen cuatro y yo tengo nada más dos. ¿Qué son?”. “Las extremidades inferiores” —contesta el chiquitín—. “Perfecto —acepta la maestra—. Ahora esta: ¿qué es lo primero que le mete el hombre a la mujer cuando se casan?”. “El anillo” —replica el muchachito—. En ese momento interviene el director. “Mire, maestra —dice en voz baja a la profesora—. Ponga a este niño no en tercero de kínder, sino en sexto de primaria. ¡Yo me equivoqué en todas las preguntas!”.

“Están ustedes para bien saber, y yo para mal contar; el bien para cada quien, y el mal para quien lo fuere a buscar; si es mentira pura harina, y si es verdad pan será; el pan para los muchachos, el vino para los borrachos, y el chirrión para las mulas y los machos. Éranse que se eran…”. Así empiezan, con esa fórmula solemne que en siglos no ha cambiado, los cuentos que se cuentan en las cocinas del Potrero de Ábrego, cuando afuera Dios pone frío en el mundo mientras adentro el café o el mezcal ponen calor en el cuerpo y en el alma.
Pues bien: éranse que se eran dos compadres. El primero, casado, tenía numerosa prole; el otro, de la misma edad y condición, seguía soltero, pues pensaba que el buey solo bien se lame. Vivían los dos en el rancho. El casado tenía un menguado jacal de paredes de adobe, suelo de tierra y techo de palma en el que apenas cabía con su mujer y sus seis hijos; el soltero, en cambio, era dueño de una casa bien grande, hecha “de material”, con recios muros de sillar, techumbre de vigas y pisos de ladrillo. La mejor vivienda de la comarca —y seguramente de todo el universo, pensaban los lugareños— era la de aquel hombre que vivía solo.
Un día, en el curso de la conversación, el casado le comentó a su compadre:
—Qué buena casa tiene, compadrito. Ya la quisiera para mí.
Le dijo el otro con naturalidad:
—Se la vendo.
El compadre se asombró. ¿Cómo era posible que el rico propietario quisiera deshacerse de aquella valiosa propiedad que todos le envidiaban.
—¿De veras me la vende? —preguntó con súbitos temblores en la voz—. ¿A cómo me la da?
Respondió el otro:
Barata se la dejo. Deme 500 pesos por ella.
Pensó el hombre que se iba a desmayar. ¿500 pesos? ¡Pero si la casa valía 5,000! Él mismo supo lo que le habían costado a su compadre los materiales y la mano de obra.
—¡Se los doy, compadrito! —exclamó al punto—. Ahora mismo, si quiere, le entrego su dinero.
—Démelo mañana, compadre. Pero desde hoy la casa es suya.
Los dos se estrecharon la mano, y cada uno, según el uso del Potrero, se arrancó un pelo del bigote para significar que eran hombres, y que por tanto no faltarían a la palabra dada.
Habló el vendedor y dijo:
—Solo hay una pequeña condición, compadre, que casi ni vale la pena mencionar. En una pared de la casa, la que da a la calle, hay una argolla de metal. En ella, como usted sabe, amarro a mi caballo. Toda la casa se la vendo, menos la argollita. Esa me la reservo. Mi caballo está muy acostumbrado a que lo amarre ahí, y yo no tengo corazón para quitarle el gusto. Espero que acepte usted esa sencilla condición.
—¡Aceptada, compadre! —exclamó el otro con mal disimulado júbilo. ¿Qué importaba que el compadre se reservara aquella argolla, si la casa ya era suya, y además a precio de ganga? Ese mismo día se llevó a cabo la mudanza: el soltero dejó la rica morada, y la ocupó, feliz, el casado con su familia.
No voy a hacer el cuento largo. Todos los días, al empezar la mañana, el anterior dueño de la casa llegaba a amarrar su caballo en la famosa argolla. El nuevo propietario, claro, lo invitaba a almorzar. A mediodía llegaba otra vez el vendedor, y su compadre lo invitaba a compartir otra vez los alimentos: tenía una deuda de gratitud con él por haberle vendido su casa tan barata. Por la noche se aparecía de nuevo el del caballo, y el compadre lo hacía pasar a compartir la cena.
Y así día tras día, y mes tras mes. El antiguo dueño vivía y moraba en la casa, como si jamás hubiera salido de ella. Desayunaba, almorzaba, comía, merendaba, y cenaba ahí. Peor todavía: como él no tenía mujer ya empezaba a ver con ojos tiernos a la de su compadre. Cumplía el pícaro refrán que dice: “Compadre que a su comadre no le anda por las caderas no es compadre de a de veras”. Murmuraban las vecinas; los rancheros se sonreían al paso del nuevo dueño de la casa y le gritaban a sus espaldas: “¡Muuuu!”, como hacen los toros de grande cornamenta. Por fin un día el desdichado propietario ya no se pudo contener. Le dijo al del caballo con voz cargada de rencor: “Oiga, compadre: ¿no me vende también la argollita?”. “Sí se la vendo, compadre —respondió el otro, expeditivo—. Le cuesta 10,000 pesos”. “¡Se los pago!” —aceptó el compadre al punto.
Y colorín colorado, que este cuento está acabado, y el que se quede sentado se queda pegado.

“… Santa Claus bajó por la chimenea y se encontró con una linda chica en negligé…”.
Según afirma un decir
fue tanta su excitación
que con esa conmoción
después no pudo subir.

Mi nieta de cuatro años tiene un caballo de 62.
Ese caballo soy yo. Se sube sobre mi espalda la chiquilla y vamos por todos los aposentos de la casa, trotando yo y riendo ella. Hemos viajado así a remotos sitios: al Oeste salvaje —la cocina—; a las estepas del Asia Central —la biblioteca—; a la pampa argentina, en el jardín...
Ayer nos disponíamos a visitar el continente africano. Me entretuve no sé en qué.
—Ándale, abuelito —me apresuró la niña—. No nos vayan a cerrar el continente.
Puedes estar tranquila, nena mía. Ningún continente estará cerrado nunca para ti. Te pertenece el mundo. Tu abuelo te lo regala desde ahora —a él se lo regaló Diosito— para que lo llenes con tu alegría y tu amor. Ambas cosas necesita este mundo, más viejo aún que tu caballo. Seguiremos paseando por él hasta que Dios lo quiera, juntos, y luego yo me iré, feliz, con esta leve carga de amorosa risa que pusiste en mí.

Preocupada porque su hija, que estaba en la sala con su novio, no había subido aún a su recámara pese a que ya era tarde, la señora le gritó desde la escalera: “¡Susiflor! ¿Tu novio todavía está ahí?”. “Ya no, mami —contestó la muchacha—. Ahora estamos viendo la tele”.

Deja rodar mi corazón. Va ciego
y con la muerte a cuestas. Anda, deja
que si la vida madre se le aleja
la busque a tientas como niño en ruego.
Está al caer el corazón sin fuego.
Solo le queda una memoria vieja
y un torvo grito convertido en queja...
Aquí me tienes, mira: a ti me entrego
todo atado y de todo desatado,
vestido en desnudez y sin orgullo.
Huérfano de mí mismo, ya he borrado
mi nombre de la tierra. Aquí concluyo...
Herido el corazón de lado a lado
quiere dormir bajo la paz del tuyo.

Llegó Babalucas a una casa de mala nota, y llamó a la puerta. Se abre un ventanillo y asoma la cara la dueña del establecimiento. “¿Qué quieres?” —le pregunta—. “Una mujer” —responde Babalucas—. “¿Cuánto traes?” —inquiere de nueva cuenta la madama—. “Cien pesos” —declara el badulaque—. “Con ese dinero —le informa la propietaria— apenas te alcanza para un placer manual”. “Gracias” —dice Babalucas—. Y se retira. Poco después regresa nuevamente. “¿Qué quieres ahora?” —pregunta la madama—. Contesta el tonto roque: “Vengo a pagar”.

Han nacido en mi casa dos golondrinas...
Yo veo a ese par de avecillas diminutas. En su milimétrica dimensión cabe toda la gran grandeza de la vida. Reverente, siento la tentación de persignarme ante ellas como ante una catedral.
Llega la golondrina madre, se posa sobre la sabia alfarería de su nido y me mira como diciendo con orgullo:
—¿Qué tal, eh?
Yo no soy menos. Con mis dos nietos de la mano le digo a ella en igual tono:
—¿Qué tal, eh?
Pienso esto: Dios nos está mirando a todos —a las golondrinitas y a su madre; a mis nietos y a mí; a la tierra con todas sus criaturas y al mar con sus pescaditos; a la espléndida vida generosa— y le dice también a alguien:
—¿Qué tal, eh?

Aquel señor era sobrino de un anciano párroco cuya edad frisaba ya en los 90 años. Un día el señor fue a visitar a su tío en la casa de reposo donde estaba. Se hallaba con él cuando llegó una monjita que llevaba la magra merienda del anciano: un plato de avena, un vaso de leche y dos galletas. Notó el sobrino que en la charola iba también un platito con una pastilla de color azul. Por su color y por su forma le llamó la atención esa pastilla, y se acercó a mirarla. Su sorpresa no tuvo límites: ¡aquella pastilla era de Viagra! Estupefacto, preguntó a la monjita: “Dígame, madre: esta pastilla ¿es para mi tío?”. “Así es, en efecto —contestó la reverenda—. Todos los días, al caer la tarde, le damos una igual”. “Oiga, madre —dice el hombre sin entender lo que pasaba—. Esa pastilla es Viagra”. “Ya lo sé, hijo, ya lo sé” —responde calmosamente la monjita, al tiempo que le daba la pastilla al viejecito para que se la tomara—. “¡Pero, madre! —exclama escandalizado el visitante—. ¡Mi tío es un anciano! ¡Es sacerdote! ¿Y le dan Viagra?”. “Sí, hijo —le dice la religiosa—. Y vieras que nos ha dado muy buenos resultados. Estamos felices, tanto él como nosotras”. “¿Qué está usted diciendo?” —se espanta el sobrino, a punto de caer de espaldas—. “Lo que oyes —repite la monjita—. No sé por qué, pero desde que le damos esas pastillitas el viejito ya no se nos cae de la cama cuando se rueda”.

—De dos mujeres voy a hablar ahora.
—¿De dos únicamente, licenciado?
—¿Quería usted más?
—Bueno, es que...
—Mire: una sola mujer —la que usted quiera, escójala al azar— da material para escribir 50 libros. ¿Y le parece poca cosa que escriba yo de dos?
—Perdón, es que como usted escribe tanto...
—Sí, pero de política y otros temas igualmente aburridos. Eso cualquiera. En cambio, si escribe usted acerca de mujeres debe escoger una nomás. Eso es lo que aconseja Tirso de Molina, que era cura y, sin embargo, sabía mucho de mujeres. Dicen que aprendió a conocerlas —vaya usted a saber— en el sacramento de la confesión, ahora llamado “reconciliación”, término que suena menos policiaco y es más políticamente correcto.
—Tiene usted razón, licenciado, perdone mi necedad. Y ¿de qué dos mujeres va usted a escribir hoy?
—Cualquiera da material en abundancia, ya le digo, sea Cleopatra o sea Malole García, que tiene un estanquillo y ha estado enamorada en secreto desde hace mucho tiempo de Álex Lora.
—Malole dice usted. Ha de ser de Monterrey.
—De Monterrey es, en efecto. Lo felicito por su perspicacia. ¿Cómo supo usted que esta Malole es regia?
—Por el nombre, licenciado. Malole es diminutivo de María del Roble, y la Virgen del Roble es la patrona de Monterrey. Acuérdese usted de cuando iban los saltillenses a los toros, y al entrar en la plaza los regiomontanos les gritaban aquello de: “¡Ya llegaron, hijos del Santo Cristo!”. El zapatero Caifás, gran jefe de la porra saltillera, les respondía con su tremendo vozarrón: “¡Sí, cabrones! ¡Venimos a pedirles la mano de la Virgen del Roble pa’l Patrón!”.
—Por favor, amigo mío, no vayamos a escandalizar a alguien con estas demasías.
—Me extraña su cautela, licenciado. Peores cosas ha dicho usted. Y a lo mejor ha hecho, si me perdona el atrevimiento.
—Nos estamos apartando del tema, compañero. Yo dije que iba a escribir de dos mujeres, y mire usted adonde nos llevó la plática. Y eso que ni siquiera le he dicho todavía de cuáles dos mujeres voy a hablar.
—¿Me lo puede decir ahora?
—Con mucho gusto; después de todo usted es el lector, y para usted escribo. Voy a escribir acerca de una muchacha joven y bonita que tenía en mi ciudad un salón de belleza allá por los años cincuenta del pasado siglo, y salía sin medias a la calle cuando eso era un escándalo en Saltillo. Y voy a escribir también de su vecina, solterona ella, muy devota de san Juan Nepomuceno. Ella veía por la ventana de su casa los ires y venires de la muchacha que no se ponía medias cuando salía a la calle. ¿Le parece interesante el tema?
—Sí, claro. Pero, la verdad, me pareció más interesante aquella Malole, la de Monterrey; la que dice usted que está enamorada de Álex Lora.
—Eso me lo contaron, a mí no me consta.
—Licenciado: perdóneme otra vez. Si escribiera usted solamente acerca de lo que le consta publicaría un artículo por año, cuando mucho, y no cuatro cada día, como hace.
—¡Mire! No había pensado en eso; pero tiene usted razón. En fin, mañana le contaré esa historia, la de la muchacha bonita que salía sin medias a la calle, y la de la soltera quedada que la veía por la ventana. ¿Le parece?
—Sí. Pero me va a dejar picado.
—Le juro que no es esa mi intención.
Y al día siguiente:
—Nos quedamos, licenciado, en que iba usted a contar la historia de la muchacha que salía sin medias a la calle.
—Ah, sí. Y de la señorita quedada que la veía por la ventana. No deja de ser vulgar la historia. ¿Habrá alguna que no lo sea? La de Dante y Beatriz, posiblemente, porque no acaba en posesión, que es lo que echa a perder el sentimiento. No puede haber amor platónico si ya te la echaste al plato.
—Buena frase, licenciado, si bien un tanto drástica.
—Así salió, y ni modo. Tuve una profesora que decía que el matrimonio es la tumba del amor.
—Por algo lo diría.
—Quién sabe. Ella y su esposo se veían bien avenidos, sobre todo cuando iban al cine. El señor usaba cachucha, pues era un poco calvo, y ya ve usted los fríos de Saltillo.
—No perdonan, licenciado, no perdonan. Pero hablábamos de la muchacha que salía sin medias a la calle.
—La recuerdo muy bien. Era trigueña.
—Como el trigo.
—En efecto. Supongo que de ahí viene la etimología. Las mujeres trigueñas son muy interesantes, sabe usted, porque andan entre rubias y morenas. Si las quieres ver rubias las ves rubias; si las quieres mirar morenas las mirarás morenas. Son como aquellas chaquetas que había antes: de dos vistas.
—¿Y a qué se dedicaba la trigueña?
—Tenía un salón de belleza. Luego esos establecimientos pasaron a llamarse “estéticas”.
—¿Sería por influencia de Vasconcelos?
—No lo creo, pero habrá que investigarlo. En esto de los nombres hay caprichos: un pasaporteado que se repatrió le puso a su hijo Usmaíl. Parece nombre de arcángel pero no lo es. Lo que pasa es que en Estados Unidos el señor trabajó en el correo, y quedó muy agradecido.
—¿Usmaíl qué, licenciado? ¿No se acuerda?
—La verdad no. Además el apellido no añadiría interés a la narración. Permítame seguir con el relato. Aquella muchacha salía a la calle sin medias. Entonces eso era gran escándalo, porque ninguna mujer mostraba las piernas así, sin nada. Hasta las viejas de la calle —perdone usted el vulgarismo— traían medias, y a veces no se las quitaban ni en el momento de ejercer su profesión. Como eran de popotillo —las medias, digo, no las viejas— no se les iba el hilo en las evoluciones.
—Qué bonito.
—Deje usted lo bonito: lo práctico. El caso es que la trigueña salía a la calle con las piernas, como quien dice, al aire. Las tenía blancas y bien torneadas; parecían columnas de alabastro. La comparación no es mía; la leí no sé dónde.
—Quizás en la revista Vea, licenciado.
—Calle usted, que nos van a sacar la edad. Frente al salón de belleza tenía su casa una señorita quedada, y veía a la trigueña salir sin medias a la calle. Luego iba a San Juan Nepomuceno y se confesaba con el padre Quiñones.
—Me acuso, padre, de que mi vecina sale a la calle sin medias.
—¿Y por que te confiesas tú de eso? —le decía el severo ignaciano—. La que se debe confesar es la que peca.
—Es que ella no se confiesa nunca, y me da miedo que se vaya a ir al infierno. Por caridad me confieso yo en su lugar. ¿No vale eso?
—No, no vale.
Mire usted a la beata salir ahora del templo de San Juan. Va triste. No tiene pecados que confesar, y los ajenos no se los aceptan. Ella quisiera hacer pecados, pero ¿cómo? Nadie le pone ninguna tentación para caer en ella, o al menos para darse un resbaloncito. La señorita entra en su casa y se sienta en la mecedora de la sala. Vive sola. Sola y su alma, a pesar de lo que le pide el cuerpo. Por la ventana pasa, alegre, la muchacha que no se pone medias. La piadosa beata ya no se asoma a espiarla. Allá abajo el reloj de la Catedral suena las seis.

El jet iba a hacer un aterrizaje de emergencia. La ingenua muchacha le dice a su compañero de asiento: “Perdone usted, señor: efectivamente oí el aviso de que hay que poner la cabeza entre las piernas, pero creo que cada quien en las suyas”.

En el mundo hay dos condecoraciones de importancia. La primera es la Legión de Honor, máxima presea que otorga Francia. La segunda es una condecoración que yo, sin merecerla, recibí este sábado.
Llegué a la casa de mi hija. Tenía prisa, pues iba a desayunar con mis amigos, pero pasé a dejarle algo. Ya me iba cuando mis nietos descubrieron mi presencia.
—Mami —le pidió con ansiedad a mi hija su niño mayor—. Dile a mi abuelito que se quede un ratito.
—¡No! —rogó con más vehemencia la pequeña—. ¡Dile que se quede cinco ratitos!
Hay dos condecoraciones de importancia en este mundo. Los franceses pueden quedarse con la suya. Yo recibí ya la mejor.
(Y perdonen mis amigos que no fui al desayuno).

“… Se incendió un convento…”.
Comentó cierto compadre
al escuchar la noticia:
“Le fue bien a una novicia,
pues salió de ahí hecha madre”.

Es dramático el relato de la forma en que fue aprisionado don Francisco I. Madero por los traidores que se conjuraron en el Pacto de la Ciudadela, urdido por el embajador norteamericano Henry Lane Wilson para tumbar al primer gobierno que los mexicanos habían elegido con su voto. Al hacer caer a Madero, y luego al permitir su asesinato, el nefasto embajador logró evitar que México entrara en el camino de la democracia, y consiguió que nuestro país girara en torno de la órbita de Estados Unidos. En esas seguimos hasta ahora.
En el Salón de Ministros del Palacio Nacional estaba reunido el presidente Madero con algunos de sus más cercanos colaboradores: Ernesto Madero, don Pedro Lascuráin, el licenciado Vázquez Tagle, Serapio Rendón. Se hallaban también miembros del Estado Mayor Presidencial, entre ellos Gustavo Garmendia.
Don Francisco se había retirado un momento a su privado, donde lo esperaba el vicepresidente Pino Suárez. De pronto se oyeron fuertes pasos en el corredor. La puerta del salón se abrió con estrépito y apareció el teniente coronel Jiménez Riveroll.
—¿Dónde está el presidente? —preguntó con voz imperativa.
Madero salió de su despacho.
—Aquí estoy —respondió sereno—. ¿Qué sucede?
Jiménez avanzó hacia él.
—Señor —le dijo—. El general Bravo se ha levantado contra su gobierno y viene hacia acá con 2,000 hombres. Tengo instrucciones de poner la persona de usted bajo la protección del general Blanquet.
Y diciendo así procedió a tomar al presidente por un brazo. A esa hora se sabía ya en el Palacio Nacional que Blanquet era un traidor. Madero reaccionó con cólera.
—¡Suélteme usted! —ordenó airadamente a Jiménez Riveroll—. ¡No se atreva a tocarme!
Con el violento movimiento que hizo para soltarse se le desabrochó a Madero una de las mancuernillas que le sujetaban las mangas de la camisa. El presidente comenzó a abrocharla, pero Jiménez lo asió de nuevo.
—Tengo mis órdenes —repitió—. Sígame usted o lo hago que me siga.
Madero le dio un violento empellón. Garmendia y su gente se lanzaron sobre Jiménez. Este volvió el rostro hacia los soldados que lo acompañaban.
—¡Fuego! —les ordenó.
Los hombres levantaron los rifles y le apuntaron a Madero.
—¡Traidor! —le gritó Garmendia a Jiménez Riveroll.
Y así diciendo lo mató de un balazo en la cabeza. Marcos Hernández cubrió con su cuerpo el de Madero. Sonaron algunos disparos y Hernández cayó al suelo herido mortalmente. Garmendia se interpuso entre los soldados y el presidente. Sin soltar la pistola les gritó con firme voz de mando.
—¡Media vuelta! ¡Marchen!
Y sucedió lo increíble. Los soldados, acostumbrados a obedecer, dieron media vuelta y empezaron a retirarse. Los detuvo Izquierdo, otro de los traidores. Se disponía a ordenarles que volvieran sobre sus pasos cuando el capitán Montes, de la guardia del presidente, le disparó y lo dejó muerto.

El cieguito pedía limosna en la puerta de la iglesia. Llega una viejita, y dice el cieguito con doliente voz: “¡Una limosnita para este pobre ciego que no puede disfrutar el don más grande de la vida!”. “¡Pobrecito! —se conduele la viejita—. ¿A qué edad lo castraron?”.

Don Pedro tiene 80 años de edad, y vive solo.
Casi no sale de su casa: los domingos a misa, y una vez por semana a hacer las compras. Habla consigo mismo en voz muy baja, o le habla al retrato de su esposa en la pequeña sala.
De vez en cuando visita a un antiguo compañero de trabajo que vive en la misma colonia. Toman un cafecito y hablan de los lejanos días, de los bailes a los que iban de muchachos... El amigo le pregunta por sus hijos:
—Trabajando —contesta siempre don Pedro.
Vino un sacerdote a la parroquia y dio unos ejercicios. Joven, no hablaba del Infierno, sí del Cielo.
—A ver —preguntó—. ¿Qué idea tienen ustedes del Cielo? ¿Cómo creen que es el Cielo? Dígame usted, señor.
El señor era don Pedro. Tímidamente respondió:
—Para mí el Cielo es un lugar donde los hijos visitan a sus padres.
Don Pedro tiene 80 años. Vive solo. Dio a sus hijos todos sus días. Y ellos no le dan ni una hora.

Frente a la librería se había formado una enorme cola. Centenares de ansiosos compradores pugnaban por adquirir un libro que se había anunciado así: “¡Traducido directamente del francés y lleno de ilustraciones! ¡Compre usted el libro Mil Posiciones Diferentes!”. Asombrado, dice el dueño de la librería a uno de sus empleados, mientras registra en la caja la venta del enésimo libro: “Caray, Soberanes, jamás había visto tal éxito para un libro de ajedrez”.

Don Nabor vivía solo, pues era viudo. Y bien que se las arreglaba. Andaba siempre limpio, era una gota de agua. Él mismo se lavaba, se planchaba y se hacía de comer. Las señoras decían con mucha admiración que a nadie le salía la sopa de arroz como le salía a don Nabor. Cuidaba con esmero de lo suyo, y conservaba viejos usos: solo él fumaba ya cigarros de hoja. Decía que los otros no le sabían.
Un día hubo fiesta en el rancho —la fiesta de la Virgen— y llegó gente de todas partes. Vino una muchacha. La traía Chon, el de la troca. A don Nabor le gustó la muchacha. No era bonita, pero sí de buenas carnes. “La mujer debe tener di’onde se agarre el hombre”, decía don Nabor cuando no había damas presentes. Una vez, con copitas, dijo ese dicho donde había damas. Ellas se taparon la boca con el chal, para que no las vieran reírse, pero al mismo tiempo levantaron lo de adelante, para que se les viera.
Bien que tenía la muchacha de dónde se agarrara un hombre. Don Nabor esperó a que Chon se ocupara y le llevó un refresco a la muchacha. Un refresco en el rancho consistía en un vaso de agua con un terrón de azúcar. La muchacha aceptó el convite y trabó conversación con él. Le preguntó el señor si era casada, y ella le respondió que no. Luego le preguntó si tenía compromiso, y ella le dijo que tampoco: Chon era su amigo, nada más. La había invitado a pasearse, pero hastay. Entonces don Nabor le dijo que si podía vesitarla. Ella le dijo que sí, que cómo no. A don Nabor le inquietó un poco eso de que primero le dijo que sí, que cómo no, y hasta después le preguntó si él no tenía compromiso.
En la segunda visita que le hizo don Nabor le propuso matrimonio. Ella aceptó. Los hijos de don Nabor, y más las hijas, pusieron el grito en el cielo. Hablaron del recuerdo de la madre muerta, pero pensaban en el futuro de la herencia viva. Don Nabor no hizo caso. Los hijos se pusieron a averiguar y descubrieron que la muchacha había tenido dimes y diretes con Pedro, Juan y varios. Se lo dijeron a su padre con frase muy dramática, sacada de una radionovela de la FB:
—Esa mujer tiene un pasado.
Les respondió don Nabor con otro refrán:
—Nunca mires para atrás y contento vivirás.
Se casaron y vivieron felices. Ese podría ser el fin del cuento, que no es cuento, sino veraz historia. Veinte años de plácida vida conyugal disfrutó don Nabor al lado de su segunda esposa. Aquí no se cumplió el refrán de la cornamenta o sepultura. Cornamenta no hubo, y la sepultura llegó cuando debía llegar. A los 86 años de edad pagó don Nabor el obligado censo a la Naturaleza. Quiero decir que se murió. Fue como una vela que ardió sin sobresaltos hasta consumirse. Al día siguiente del entierro su mujer tomó el autobús y se fue a Saltillo con lo puesto. Los hijos y las hijas de don Nabor se juntaron a la orilla del camino para verla pasar, pues no podían creer que se iba y les dejaba todo. Al pasar ella sacó la mano por la ventanilla y les hizo una seña pelada que ya no había hecho desde que se casó.

El señor le compró a su pequeño hijo un juego de química. Días después salió al jardín y vio al niño que levantaba en alto lo que parecía un largo tubo. “¿Qué es eso?” —le pregunta. “Es la manguera —responde el muchachillo—. Con mi juego de química fabriqué un líquido que vuelve rígidas las cosas flexibles”. “Mereces un premio —dice el papá orgulloso—. Tu invento puede tener mucha aplicación en la industria”. Y así diciendo le da 50 pesos. Al día siguiente el señor le entrega al niño otros 500 pesos. “Esos te los manda tu mamá —le dice—. Halló otra aplicación para tu invento”.

En la escuela me enseñaron cuáles son las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Sin más escuela que los años yo he aprendido cuáles son las Siete Maravillas de mi mundo.
La primera es hallarme en ese mundo. Celebro no ser ateo: si lo fuera ¿a quién daría las gracias por esa maravilla y por las otras? La segunda es haber sido hijo de los padres que tuve. La tercera, ser esposo de la mujer que amo. La cuarta, quinta, sexta y séptima maravillas son mis hijos y mis nietos.
Esas son las Siete Maravillas de mi mundo. Junto a ellas cuento muchas más: el gozo del amor continuado; una larga familia pródiga en larguezas; amigos que me regalan su presencia y no me reprochan mis ausencias; un ángel que se disfrazó de perro para que yo pudiera verlo; milagros súbitos que todos los días llegan a mi puerta, inesperados.
¿Qué son las Siete Maravillas del Mundo Antiguo al lado de estas maravillosas maravillas de mi mundo?

“… Un ancianito se toma una pastilla de Viagra todas las noches…”.
“No es por lujuria —reclama—.
Me tomo aquella pastilla
con una intención sencilla:
no rodarme de la cama”.

Santa Malina es una santa de la cual raras veces se oye hablar.
Vivió en el siglo tercero de nuestra era, y dio su vida por la fe. Virgen y mártir, durante mucho tiempo recibió veneración en los altares. Ahora está olvidada.
Nadie lo sabe, pero de vez en cuando santa Malina vuelve al mundo. Entra, invisible, en las alcobas de las jóvenes casadas y mira llena de rubores lo que ahí sucede. También contempla a las madres que arrullan a sus hijos en la cuna.
Los claros ojos de santa Malina se llenan entonces de tristeza, y la doncella se ve más virgen y más mártir que nunca. No lo dice, pero ahora piensa que debió haber escogido la vida y no el martirio. La vida es fuente de la vida. Los martirios solo traen consigo más martirios. Haber aprendido eso es lo que hace que los claros ojos de santa Malina se llenen de tristeza.

Mister Dickless acudió al consultorio del médico Avicénez, famoso cirujano. Le dice: “Estoy angustiado. Sufro una rara enfermedad venérea. Su colega, el doctor Averrocio, opina que tendrá que operarme para cortarme aquello”. “Desvístase —ordena el galeno—. Voy a examinarlo”. Obedece mister Dickless. Tras hacer el examen correspondiente dictamina el médico: “Disiento de mi ilustre colega. Usted no necesita operación”. “¿De veras, doctor?” —suspira aliviado mister Dickless—. “Se lo aseguro —confirma el especialista—. A ver, suba a esta silla”. Sube a la silla mister Dickless. “Ahora salte” —le pide el facultativo—. Salta mister Dickless, y con el golpe del salto se le cae aquello. “¿Lo ve? —declara triunfalmente el médico—. ¡No era necesaria la operación!”.

No era fea ni bonita. No era joven ni vieja. Era Lalita. Así, nada más: Lalita, sin apellido que se le conociera. Estaba, como antes se decía, un poco aireada. Eso significaba que estaba algo ida de la cabeza, sin llegar a tonta o a rematadamente loca. Se sabía que estaba aireadita porque sonreía sin qué ni para qué, y porque entraba en las casas —las puertas de los zaguanes estaban abiertas todo el día en aquella época— también sin qué ni para qué, con su sonrisa a cuestas y con la bolsa de señora que cargaba siempre y en la que nunca traía nada. Se paraba en medio del patio; volvía la vista a su alrededor; miraba y remiraba las macetas, las jaulas de los pájaros, la fuente, y luego preguntaba con su sonrisa clara: “¿De quién fue la idea?”. “De quién fue la idea”… La frase se hizo proverbial en aquella ciudad pequeña en la que todavía podía haber frases proverbiales. Cuando alguien quería manifestar asombro o complacencia ante algo, repetía la frase de Lalita: “¿De quién fue la idea?”.
Lalita debe haber tenido 40 años, o un poco menos. Hija única, sus padres habían muerto, y ella vivía sola en la pequeña casa que le dejaron como herencia. Se mantenía con la exigua pensión que recibía de la caja que estableció la señorita María de Jesús Zamora, cuya fortuna de mujer rica y sin familia sirvió para crear la institución de su nombre, que daba cada mes una modesta suma “a pobres vergonzantes”, según rezaba el acta de su fundación.
Con eso vivía Lalita, y con lo que le daban las señoras que conocieron a sus padres y que se compadecían de aquella pobre muchacha —muchacha cuarentona— que iba y venía por todas partes y que a todas entraba con su sonrisa llena, con su bolsa vacía y con su eterna frase: “¿De quién fue la idea?”.
Cierto día corrió un rumor por la ciudad. Hay que decir que corrió como reguero de pólvora, pues si no se dice así es que el rumor no corrió tanto ni tan aprisa. Lalita traía las bascas. Vale decir que estaba embarazada. Bien pronto la evidente inflamación de su vientre confirmó la especie:
Lalita iba a tener un hijo.
Al punto, claro, surgió la fácil broma: “¿De quién fue la idea?”. Reían todos, y decían: “Tonta, tonta, y mírenla”. Parece que Lalita no sabía bien a bien lo que le sucedía. Se preocupaba solamente porque “Miren, ya no me queda el vestido”. Las señoras le preguntaban quién le había hecho “eso”, y ella no sabía de qué le estaban hablando. El señor cura García Siller se lo preguntó también, y Lalita seguía sonriendo, sonriendo nada más.
Tuvo a su hijo en la maternidad. Lo tuvo, contó una enfermera, con la naturalidad con que los animales paren a sus crías, fácilmente y sin penalidades. “Cómo yo no estoy tonta” —dijo una señora que siempre sufría mucho para dar a luz.
La sempiterna sonrisa de Lalita se hizo más sonrisa cuando le mostraron a la criatura y se la pusieron en los brazos para que la amamantara. Estaba feliz con su niño. Era como un muñeco para ella. Por eso, porque el niño era como un muñeco para ella, se lo quitaron para llevarlo al orfanato y ver después que hacían con él.
Fue entonces cuando Lalita dejó de sonreír. Al entrar en los patios ya no decía: “¿De quién fue la idea?”. Ya no decía nada. Miraba nada más, miraba a todas partes como buscando algo. La gente decía de ella: “Pobrecita”, pero nada más.
Fue enflacando, como si no comiera ya. Dejó de arreglarse; andaba despeinada y con la ropa sucia y arrugada. Las señoras la veían venir y cerraban la puerta de su casa. No la querían ver; nadie quería ver a aquella tonta. Don Gregorio, el administrador de la casa de pensiones, la buscaba para darle su dinerito, porque ella no iba a recogerlo. Ya ni siquiera traía su bolsa, aquella bolsa de señora que traía siempre y en la que nunca traía nada.
Quisiera yo poner aquí: “Una mañana la encontraron muerta”. Con eso terminaría la historia. Pero no sucedió así. Se fue apagando poco a poco, y tanto tardó en apagarse que todos se olvidaron de ella. Nadie sabía ya cómo se llamaba aquella mujer que iba por las calles, desgreñada, y que parecía buscar por todas partes algo que no encontraba nunca. Ni siquiera se supo que había muerto. Yo a veces me pregunto si habrá muerto, o si todavía sigue buscando. Quizá la historia aún no termina… Lalita… Ni joven ni vieja; ni bonita ni fea. Aireadita… ¿De quién fue la idea?...

En la fiesta los jóvenes invitados hablaban del trabajo que cada uno tenía. Todos dijeron de su actividad, menos una muchacha de abundantes y redondeadas formas glúteas. ”Y tú —le pregunta alguien— ¿de qué vives?”. Vacila ella y luego contesta: “De lo que tengo depositado en el banco”.
Una de las invitadas la corrige: ”Es silla”.

Hay dos imágenes que son la perfecta representación de la mujer. Una está en el Louvre; la otra la tengo yo en mi casa.
La primera es la Gioconda. Al hacer el retrato de Mona Lisa no pintó Leonardo a una mujer: pintó a la mujer. En esa sonrisa inescrutable que Nat King Cole cantó está “el eterno femenino” de cuerpo y alma presentes.
La segunda imagen de la mujer en plenitud es una fotografía de esta mi nieta adoradísima. Con su vestido nuevo me mira orgullosa, segura de sí misma, una mano apoyada en la cintura con altivez de reina, y esa sonrisa —que dice todo y nada dice— de pequeña Gioconda de seis años.
Miro a mi nieta, miro a Mona Lisa, y desde mi indigencia de hombre alcanzo a presentir uno de los misterios de la feminidad: en toda mujer vive una niña, y cada niña es ya una mujer.

“… Un sacerdote reprendió en el confesionario a una mujer…”.
Preguntó a la penitente:
“¿Le eres fiel a tu marido?”.
Dijo en tono decidido:
“Sí, padre. Frecuentemente”.

Hace unos días escribí que ante mis ojos hay dos perfectas representaciones de la mujer y su misterio: una es la Gioconda; la otra es una fotografía de mi bienamada nieta.
Sus papás le leyeron el texto a la pequeña, y ella vino a verme.
—Abuelito: leí lo que escribiste de mí.
(Ella no sabe leer aún).
—Qué bueno, hijita —respondí—. Y ¿te gustó?
—Sí —declaró con tono de emperatriz que favorece a un súbdito.
Luego, clavando en mí una mirada penetrante, me preguntó:
—Pero ¿por qué pusiste también a la otra niña?
La otra niña es la Gioconda.
Y mi nieta es la otra mujer. En las dos vive, igual que en todas las niñas y todas las mujeres, el eterno misterio femenino.

Inepcio se quejaba de la frigidez de su mujer. Un cierto compadre suyo le aconseja: “Espere a que su mujer esté dormida. Luego acérquese a ella y murmúrele al oído esta tonada: ‘Turí turí’. Ella abrirá los brazos por el conjuro de esa canción erótica, y usted disfrutará cumplidamente de un amor hecho en la duermevela. Así hago yo con mi señora, y la táctica da resultados asombrosos”. Al pie de la letra siguió el marido la recomendación. Llegó a su casa cuando calculó que su esposa dormía ya; en la penumbra de la habitación se desvistió y entró en el lecho. Acercó sus labios al oído de la señora y musitó: “Turí turí”. Se movió ella en su sueño, abrió los brazos y dijo luego sin abrir los ojos: “Nomás que sea rapidito, compadre, porque aquel ya no tarda en regresar”.

Me tomas de la mano, flor pequeña,
espejo, colibrí, canela, nube;
y me elevas al cielo a donde sube
el alma cuando olvida o cuando sueña.
Abres los ojos, y su luz me enseña
que ya se fue la soledad que hube,
que tu paso es el paso con que anduve;
y a tu sombra mi sombra se despeña.
Si tú no fueras tú yo no sería.
Cegaría si no pudiera verte.
Soy de mí nada más porque eres mía.
Quiero volverme sed para beberte,
y, amanecido en ti de mi agonía,
bajo tu vida sepultar mi muerte.

El banco fue asaltado. Dice el gerente a la linda secretaria: “Señorita Tenderhand: ¿sería usted tan amable de acompañarme al baño? Quiero hacer pipí, y la policía me dijo que no tocara nada hasta que ellos llegaran”.

Los asesinos procuran no dejar huella de su crimen, claro, pero todo indica que en la Embajada de Estados Unidos se tramó la muerte de don Francisco I. Madero y don José María Pino Suárez.
A las diez de la noche del 22 de febrero de 1913 el señor Madero se recostó en su catre y se cubrió hasta la cabeza con la frazada. Pino Suárez y el general Felipe Ángeles pudieron darse cuenta de que Madero lloraba: poco antes se había enterado de la muerte de su hermano Gustavo.
De pronto se encendieron las luces de la habitación, y un oficial apellidado Chicarro, seguido de un mayor de apellido Cárdenas, irrumpió violentamente en la habitación.
—¡Señores, levántense! —ordenó con voz ronca.
El general Ángeles preguntó con semblante descompuesto por el enojo.
—¿Qué es esto? ¿Adónde nos llevan?
Ninguno de los dos sicarios respondió.
—¡Vamos! —repitió Ángeles con voz imperativa de general que se dirige a inferiores—. Digan ustedes qué es esto.
—Los vamos a llevar afuera, a la Penitenciaría —farfulló Chicarro—. A ellos, mi general. A usted no.
—¿Quiere eso decir que allá van a dormir estos señores? —insistió Ángeles.
—Sí, mi general.
—Si así ¿por qué no mandaron antes por sus camas y su ropa?
—No sabemos —balbuceó el mayor—. Después mandaremos por ellas.
El propio general Ángeles haría después el relato de esos momentos terribles. Leamos:
“... La frazada había revuelto los cabellos y la negra barba de don Pancho, y su fisonomía me pareció alterada. Observé huellas de lágrimas en su rostro. Pero en el acto recobró su aspecto habitual. Resignado a la suerte que le tocara volvió a mostrar su valor y entereza insuperables...”.
Madero dio un abrazo de despedida al general Ángeles. Mientras tanto don José María Pino Suárez había sido llevado al cuarto vecino. Ahí unos guardias procedieron a revisarlo para ver si traía armas. Terminada la revisión el señor Pino quiso regresar adonde estaban Madero y Ángeles, pero uno de los soldados se lo impidió con un violento empellón:
—¡Atrás! —le dijo.
Pino Suárez, que no se había despedido de Ángeles, le dijo tranquilo haciendo un gesto de despedida con la mano.
—Adiós, mi general.
Lo que sucedió después ocurrió sin más presencias que las víctimas y los victimarios. Ese mayor Cárdenas, que recibió el encargo de matar a Madero y Pino Suárez, tenía ya experiencia en tales trabajos: durante el porfiriato se hizo famoso por ser quien más veces aplicó la llamada “ley fuga”. La orden de matar al presidente y al vicepresidente se la dio primero Aureliano Blanquet.
Para mayor seguridad habló el tal Cárdenas con Mondragón, y luego con Victoriano Huerta, y ambos le confirmaron la orden que Blanquet le había dado. Honrosa orden: hasta entonces solo había matado a salteadores de caminos, violadores y asesinos. Ahora iba a asesinar un presidente y un vicepresidente.
No se conocen a la segura, por supuesto, los detalles del horrendo crimen. Se sabe que en dos automóviles los prisioneros fueron conducidos por calles extraviadas. En la Penitenciaría algunos reclusos que no dormían aún escucharon 12 o 14 balazos, disparados uno tras otro, lentamente... El crimen se había consumado.

La señorita Celiberia, encargada de dar el catecismo, le pregunta a una niña: “Dime, Rosilita: ¿sabes qué es un falso testimonio?”. “No estoy segura, señorita —responde la pequeña, pero creo que es algo que se les levanta a los hombres”.

Dios es tan bueno, Terry, que seguramente también hay gatos en el Cielo.
Ahí estás tú, mi Terry. Lo sé porque eres perro, y los perros son buenos de nacimiento. Si en un perro llega a haber sombra de maldad, esa maldad la puso un hombre.
No sé si haya en el Cielo algún san Perro. Si lo hay, ese san Perro eres tú, Terry. Yo te canonicé y te puse aureola como la que circunda la cabeza de los santos. Con ella debes andar, ufano, por los jardines celestiales. Si ves un gato por ahí, no lo persigas. Los santos no hacen eso, y además se te podría caer la aureola. En el Cielo los perros y gatos no andan como perros y gatos.
Intercede por mí, Terry, ante el buen Dios. Dile que no soy tan malo. El Señor creerá lo que le dices, y entonces seré salvo. El amor que siente por su perro salva a su amo.

En la fiesta el pescador contaba a los invitados su última experiencia. “El río estaba casi congelado. Cuando entré en el agua aquello que les platiqué se me puso de este tamaño”. Y al decir eso señalaba con índice y pulgar una medida muy pequeña. “¡Cómo! —exclama asombrada su esposa—. ¿Te creció?”.

Este señor tiene sus años. Todos tenemos los nuestros, pero él tiene más. ¿Cuántos años tiene este señor? Tratemos de adivinar. Yo digo que 70. Puede ser.
Este señor ha conocido a una muchacha. La muchacha le dice que siempre ha querido visitar una casona vieja con zaguán, alcobas de altos techos y fuente en el jardín. El señor tiene una casona vieja con zaguán, alcobas de altos techos y fuente en el jardín.
Aquí hago un alto obligatorio. Porque sucede que yo tengo una casa con zaguán, altas alcobas y jardín con fuente. Es menester, entonces, asegurar a ustedes que yo no soy el señor de mi relato. Me gustaría haberlo sido, por lo menos hasta antes del final de la historia; pero no, no soy ese señor.
Los dioses —espíritus chocarreros a veces— empiezan a tejer los hilos de la trama. O a hilar la trama del tejido. O a tramar el tejido de los hilos. Todo es lo mismo cuando los dioses se proponen joder a un humano.
—Señorita —ofrece con gran cortesanía el señor—. Yo vivo en una casa como esa que usted quiere conocer, de zaguán, alcobas de altos techos y fuente en el jardín. Gustosamente la invito a conocerla.
—Y yo con gusto acepto su invitación —contesta la muchacha, coquetona.
—Vaya usted con alguna amiga —sugiere el de la casa—. Mis vecinas son muy dadas al chisme, y mis vecinos más, y no quiero ponerla en trance de que sufra desdoro su buen nombre, o mengua su reputación.
—Ni una cosa ni la otra me preocupan —contesta ella—. Iré sola.
—En ese caso —le advierte el señor— debo decirle algo. Es usted tan bella, que si estamos a solas en mi casa no respondo.
—Me arriesgo —declara con una sonrisa aún más coqueta la muchacha.
—Fíjese bien en lo que digo —insiste el señor, muy serio—. No respondo.
—Y yo no me preocupo —reitera ella. Y así diciendo vuelve a sonreír.
Van los dos a la casa con zaguán y etcétera. Ahora dejemos que el señor siga la historia.
—Llegamos y le mostré la casa. Ella paseó por las habitaciones. Luego fue al jardín, se descalzó y entró en la fuente alzándose el vestido. Al hacerlo mostró, provocativa, las hermosas piernas, fuertes y torneadas, y los muslos, blanquísimos.
—No respondo ¿eh? —le dije.
Ella reía, y no se cuidaba de cubrir lo que había descubierto.
Fuimos a la recámara. La muchacha, con el pretexto de que se había mojado el vestido, se lo quitó.
—No respondo —volví a decirle.
Ella, sonriendo, se tendió en la cama. Estaba cubierta ahora únicamente por su ropa interior.
—No respondo —le dije una vez más.
Aquí entro yo de nuevo, porque es a mí a quien el señor está contando la historia.
—Y ¿qué sucedió? —pregunto con interés ansioso.
Contesta él, mohíno:
—Sucedió exactamente lo que yo le había dicho a la muchacha. No respondí.
La vida tiene historias cómicas, y tiene también historias tristes. No sé si la que acabo de contar es triste o cómica.

“… Una chica le informó a su mamá que estaba ‘ligeramente embarazada’…”.
La madre, con voz tonante:
“¿Dónde tenías la cabeza?”.
Y la hija, con tristeza:
“Creo que bajo el volante”.

Esta pequeña nieta mía tiene cuatro años, y su cabello rubio es una aureola que pone luz en la rosa y la nieve de su carita de ángel.
Hemos ido a cenar a su casa, y juego con la niña su juego favorito: ella hace como que hace de comer y yo hago como que como su comida. Me ofrece solemnemente: “Hoy tengo pastel de pollo y pastel de chocolate. ¿De cuál quiere?”. Yo digo: “De los dos”. Y ella se alegra, pues me ha gustado lo que cocinó.
Ahora es hora de irnos. “¡Que no se vaya mi abuelito!” —le pide la niña a su mamá. “Hijita —responde ella—. Son ya casi las 12 de la noche”. Y ruega la chiquitina con vehemencia: “¡Que se quede hasta las 13!”.
Si por mí fuera, pequeñita, me quedaría hasta las 14 o 15. Pero ustedes los ángeles también deben dormir. Casi dormida ya la pequeña me dice: “¿Mañana vienes otra vez?”. Mañana, sí, tesoro, y todas las mañanas que Dios me quiera dar. Pero cuando sean las 12 en la noche de mi vida tendré que irme, aunque tú quieras que me quede hasta las 13. También yo debo dormir.

”A ver, Pepito —pregunta la señorita Peripalda, maestra de catecismo—. ¿Adónde van las niñas y los niños buenos?”. ”Van al Cielo” —responde el pequeñín. “Muy bien —aprueba la señorita Peripalda—. Y las niñas y los niños malos ¿adónde van?”. Contesta Pepito: “Vamos a la parte de atrás de la iglesia”.

Este muchacho tenía un raro apodo: le decían “Amor chiquito”. El mote se antoja peregrino, pero —como todas las cosas— tiene su explicación. El muchacho estudiaba Ciencias Químicas. En una clase el maestro le pidió que dijera el nombre de cierto mineral cuyas características le dio. Ese tal mineral se llama valentinita, pero el estudiante no recordaba su denominación. Para ayudarlo le dijo el profesor:
—El nombre de ese mineral se parece al de una canción mexicana muy famosa.
Se refería el maestro, claro, a La Valentina. Pero la canción más de moda en ese tiempo era otra, y el estudiante respondió:
—¡Amor chiquito!
Desde entonces cargó con ese apodo, que llevó hasta el día de su muerte. Cuando esta le llegó decían todos:
—¿Supiste que murió Amor Chiquito?
Ya nadie lo conocía por su nombre. Yo mismo no lo sé. Amor Chiquito fue cuando tenía 18 años, y Amor Chiquito fue cuando murió a los 32.
Voy a contar su historia, que es una historia triste. Cuando era joven Amor Chiquito se enamoró de una mujer casada. Esa mujer no era cualquier mujer: era la esposa de un tío suyo, en cuya casa vivía él, pues no era de aquí. ¡Cómo sufría Amor Chiquito por su amor! Algunas noches pasaba frente a la puerta del cuarto donde dormían los esposos, y se daba cuenta de que no estaban dormidos. Entonces tampoco él podía dormir.
Un amor secreto es una carga muy pesada. Para llevarla se necesita un corazón capaz de llevar lo que un tráiler de 35 toneladas. El Arcipreste de Hita escribió que con razón la gente dice que el amor es ciego, porque del mismo modo que los ciegos gritan con grandes voces para pedir limosna, también el que ama proclama a gritos, aunque calle, el sentimiento de su corazón. Afirma un proverbio de pueblo que hay tres cosas que no se pueden ocultar: el amor, el dinero y lo pendejo.
No tardó la señora tía, claro, en darse cuenta de la pasión de su sobrino. Eso la halagó. Una mujer siempre se siente halagada cuando sabe que un hombre se ha enamorado de ella, aunque ese hombre sea Quasimodo. En este caso, sin embargo, había un elemento de orden práctico. La señora debía levantarse muy temprano para despachar al muchacho a la escuela; y luego tenía que tenderle la cama, arreglarle el cuarto, darle de comer, lavarle y plancharle la ropa, y todo lo demás. Ella nunca estuvo de acuerdo en recibir al muchacho en su casa. Si lo aceptó fue porque su marido quiso ayudar al hijo de su hermana, y en ese tiempo —de esto que digo hace muchos, muchos años— las esposas hacían lo que sus maridos les mandaban.
La tía vio en la pasión que había despertado en el sobrino una buena ocasión para librarse de él. Un día, pues, le dijo a su marido que el muchacho la miraba con ojos amorosos, lo cual era muy cierto, y que una vez lo había sorprendido viéndola por la cerradura del baño cuando ella se estaba bañando, lo cual era muy falso. Al regresar esa tarde Amor Chiquito de la escuela halló todas sus cosas —su veliz con su ropa; sus libros; su lámpara de estudio; todo— afuera de la casa, en la banqueta. Sus tíos ni siquiera abrieron la puerta para explicarle aquello.
Comenzó entonces el calvario de Amor Chiquito. Un calvario es siempre respetable, sea quien sea el que lo sufre, aunque se llame Amor Chiquito.
¿Cómo volver a su pueblo así, fracasado? Buscó asilo con un amigo suyo, que lo admitió en su cuarto haciéndolo entrar en él secretamente para que no se enterara la señora de la casa de asistencia. Debía entrar el infeliz cuando la mujer ya estaba en brazos de Morfeo y de un señor al que recibía discretamente, y debía salir de la casa antes de que ella despertara.
Un día el muchacho paseaba tristemente por la Alameda. Iba rumiando sus cavilaciones cuando una mujer madura se le acercó y le hizo conversación. Lo invitó a tomar un refresco. Después lo llevó a su casa, y ahí lo sedujo. Al parecer a eso se dedicaba la señora: a buscar muchachos para saciar en ellos su otoñal pasión. (Eso de la otoñal pasión no es mío. Lo saqué de una novela de don José María Vargas Vila).
Él le contó sus cuitas, y la mujer le dio un poco de dinero. Volvieron a encontrarse dos o tres veces más —o cuatro, o cinco, o seis—, y un día ella le sugirió que vivieran juntos. Él aceptó. Así pudo continuar sus estudios, aunque con dificultad, pues las demandas amorosas de la mujer eran considerables. Parece que con los años —y con la soledad— se les acrecen a algunas damas los deseos que quizás en la juventud tuvieron adormidos.
Una noche ella le dijo que quería hablar con él. “Amor Chiquito” se angustió: pensó que la señora lo iba a cambiar por otro, y que tendría que dejar la casa. No se trataba de eso: la mujer le dijo que el vecindario murmuraba porque lo tenía en su casa; sus amigas le habían retirado ya el saludo, y no podía comulgar, pues estaba en pecado por su culpa. Antes había tenido aventurillas, era cierto, pero aquello era diferente. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. La única solución era que se casaran. Y ahí tienen ustedes a Amor Chiquito, sin cumplir todavía los 20 años y casado con una mujer 20 años mayor que él.
Ahí no paró todo. Ya bien casada, a la mujer le dio por seguir yendo a la Alameda. El pobre Amor Chiquito debía encerrarse en su cuarto mientras la señora —su señora— se entretenía con los mozalbetes que levantaba en el concurrido paseo popular.
Un día Amor Chiquito decidió morirse. No se suicidó, no. Era demasiado tímido para eso. Sencillamente se dejó morir de una bronquitis mal cuidada. Tenía 32 años. Su mujer lo llevó a enterrar en el panteón, y solo dejó pasar una semana antes de regresar a la Alameda.
Es todo lo que tengo que contar. Nadie se acuerda ya de Amor Chiquito. La historia me la narró su amigo, aquel que lo asiló en su cuarto cuando la tía —la infame tía— le dijo a su marido que su sobrino la veía por la cerradura de la puerta cuando ella se bañaba. Aquello era mentira. ¿Pero eso qué? Toda la vida de Amor Chiquito fue mentira. Quizá si no hubiera llevado ese risible apodo su vida habría sido otra. Algunos apodos joden mucho. A lo mejor ese de “Amor Chiquito” fue lo que lo jodió.

Declara con orgullo el joven boy scout: “Ayer hice mi buena obra del día. Evité una violación”. “¡Maravilloso! —exclama el jefe de grupo—. ¿Cómo hiciste para evitar esa violación?”. Responde el boy scout con una gran sonrisa: “La convencí”.

El Terry, mi amado perro cocker, es un anciano perro. Más de 15 años tiene ya, edad que en los caninos es provecta. Ahora le gusta echarse al sol, dormir la siesta aunque no sea hora de la siesta y caminar despacio por los andadores del jardín.
Pero de pronto pasa una libélula. Recuerda el Terry su temprana juventud y va tras ella. Se hace invisible en el aire la libélula. Mi perro se vuelve a mí, desconcertado, como para preguntarme adónde fue.
¿Qué importa, Terry, adónde fue? ¿Adónde, dime, van los sueños? Lo que importa es no dejar de perseguirlos. Yo también tengo libélulas que pasan y se van. Pero siempre estoy esperando la siguiente, pues si ya no la espero me iré yo. Tú no te vayas, Terry, porque te necesito más de lo que me necesitas tú a mí. Vamos a esperar, juntos los dos, nuestras libélulas. Vendrán y se irán luego, pero aquí seguiremos tú y yo, caminando —aunque sea despacito— por los andadores del jardín.

Afrodisio Pitorreal, hombre dado a lubricidades y fornicación, le dice a un amigo: “Me siento fatigado. Será que hago el amor todos los días, y en ocasiones dos veces cada día”. Le aconseja el amigo: “Debes dejar el sexo por un tiempo”. “¡Imposible! —exclama Pitorreal—. No puedo renunciar al sexo así, tan de repente”. Le recomienda el otro: “Entonces cásate. Así lo irás dejando poco a poco”.

La época revolucionaria fue pródiga en hechos. Aquí se narra uno.
El 8 de enero de 1915 tuvo lugar en Ramos Arizpe una batalla decisiva entre las fuerzas de Francisco Villa, comandadas por el famoso general Felipe Ángeles, y las tropas leales de don Venustiano Carranza, al frente de las cuales estaba don Maclovio Herrera.
Entre la niebla se libró gran parte de la lucha, de modo que los combatientes no se veían bien y hubieron de pelear cuerpo a cuerpo. El coronel Ávila, del ejército de Villa, se topó de repente con el mismísimo Maclovio Herrera, famoso por su arrojo temerario, y casi a boca de jarro le disparó la carga de su pistola sin acertarle un solo tiro. Herrera le disparó solo uno y lo dejó tendido, herido de muerte. Valeroso era don Maclovio, pero nadie superaba al general Felipe Ángeles como brillante táctico y hábil estratega. Ordenó al general Emilio Madero que realizara una maniobra envolvente, yendo de Saltillo hacia Ramos por el camino de la Fábrica de La Libertad, para atacar el flanco izquierdo del enemigo. Eso precipitó la derrota de los carrancistas, su fuga desordenada y la victoria de las tropas de Villa, que al caer la tarde quedaron dueñas del campo. Maclovio Herrera lloraba su vencimiento, y con lágrimas pedía a sus subordinados que dispararan sus rifles contra él, pues no quería sobrevivir a aquella pérdida en que se había perdido todo, menos el honor.
Los villistas hubieron de pagar caro precio por su triunfo. Muchos buenos y valientes soldados encontraron la muerte en Ramos Arizpe. Principal entre los que ahí vieron el final de su vida fue el general Martiniano Servín, que se batió con temeridad desde que la batalla comenzó al despuntar el alba. En la vanguardia siempre de las fuerzas villistas, penetró Servín profundamente en las líneas enemigas, hasta llegar a la estación del ferrocarril en Ramos. Ahí fue recibido junto con sus hombres por nutrida descarga de fusilería. Cayó del caballo el general, su cuerpo atravesado por varias balas de máuser. Sus hombres lo arrastraron para ponerlo al cubierto detrás de unas paredes de adobe hasta donde llegó el médico de la oficialidad, llamado con urgencia para que lo atendiera. Ver sus heridas y saber que pocos instantes le quedaban ya de vida fue una y la misma cosa. También tenía conciencia de su inminente acabamiento el general Servín. Abrió con dificultad los ojos, miró al doctor y le dijo con apagada voz:
—Ya ve, doctorcito. Esto le pasa a uno por andar de patriota y de pendejo.
Y se murió.

“… Un hombre publicó un aviso en el periódico solicitando una esposa…”.
Recibió ese mismo día
mil mensajes, remitidos
por otros tantos maridos:
“Puede venir por la mía”.

Encuentro en mis lecturas mexicanas cosas conmovedoras. Hace unos días, por ejemplo, hallé el nombre en náhuatl de la mano del metate. Se llama “metlalpil”. La palabra se forma con dos voces: “metlatl”, que es metate, y “pilli”, vocablo que lo mismo significa “ayuda” que “hijo”.
En esa etimología hay materia para la reflexión. El hijo, en efecto, es una ayuda para sus padres. Así como ellos lo cuidaron cuando no podía valerse por sí mismo, así el hijo debe cuidar y ver por sus padres cuando ellos no puedan valerse ya.
Ahora veo con nuevos ojos el antiguo metate que en la cocina del Potrero sirvió lo mismo para hacer la masa de las tortillas que para moler el chocolate. La oscura piedra me habla del vínculo que une a los padres con los hijos. Estos son débiles al principio de la vida; aquellos se vuelven débiles cuando se acerca ya el final. Ambos, sin embargo, se fortalecen unos a otros con ese amor humano, paterno y filial, que es un reflejo del más alto Amor.

La señorita Celiberia Sinvarón y su amiguita Solsticia tenían en sociedad una farmacia. Cierto día llegó un sujeto con aire angustiado. Le dice a la señorita Celiberia: “Padezco una erotomanía incontenible: cada hora tengo que hacerle el amor a una mujer, o si no me vuelvo loco. ¿Qué me puede dar?”. “Permítame un momentito” —le pide la señorita Celiberia—. Regresa un minuto después y dice al tipo: “Consulté el caso con mi amiga. Podemos darle un coche y la mitad de la farmacia”.

Hoy hace una semana tuve una cita de amor, y todavía mi corazón está lleno de gozo. La vida es un regalo que da muchos regalos, y a mí me regaló ese día el más hermoso de todos los regalos: la felicidad. Dejen mis cuatro lectores que les diga la historia de esa dicha. Mi nieta adoradísima, la mayor de las niñas, cumplió 10 años de vida, y de hacer más hermosas nuestras vidas. Es una linda niña esbelta y alta. Su rostro parece dibujado por un maestro de armonías. Camina con elegancias de gacela, habla con voz de seda, y brota de ella una serenidad que deja ver su bondad de alma. Le gustan los vestidos, las pulseras y los accesorios de moda entre las niñas, pero le gustan también los libros. Lee todas las noches en su cama, antes de dormir, y a más de sus amigas y amigos de colegio tiene ahora otros que se llaman Alicia y Gulliver, Ben-Hur y Rip Van Winkle, Tom Sawyer y Robinson Crusoe. Cumplió 10 años, pues, y su mamá —que es mi hija— le preguntó cómo quería celebrar su cumpleaños. Ella pidió dos cosas: la primera, que la dejaran organizar una “piyamada” con sus amiguitas. Y la segunda: “Mami: cuando cumplí 7 años mi abuelito me prometió que el día que cumpliera 10 me llevaría a merendar, él y yo solos”. Me recordó mi hija aquella promesa que yo olvidé, pero la niña no. Soy diestro en todos los olvidos; ni los olvidos ya puedo recordar. Mas no hay amor más completo que el de los abuelos, quitando el de las madres. Me puse en obra de inmediato. Fui con mis amigos de la Ford y les pedí prestado el coche de mayor lujo que tuvieran. Fue un Lincoln Town Car, precioso, rutilante, color de plata platinada, tamaño de aquí hasta allá, a cuyo lado la carroza de la Cenicienta es una carcacha ruin, tartana escacharrada o desvencijado carricoche. Luego le pedí a mi amigo don José Luis Hernández, que tiene buena presencia y porte inglés, que fuera el conductor de ese carruaje real. En prestigiada joyería, asesorado por mi esposa y mi hija, compré una pulsera que no es de niña ya, pero tampoco es todavía de mujer, y compré también un ramo de rosas de color de rosa, y una sola rosa roja. Me puse mi mejor traje y mi mejor corbata, y llegué a la cita con una puntualidad que no era fruto de cortesía, sino de ansioso amor. Mi nietecita, que tiene ya artes de mujer, se hizo esperar unos minutos. Apareció después, radiante, y le entregué las rosas rosas, no la roja. Ella, con el reposado ademán de quien acepta el homenaje que merece, puso las flores en un búcaro. Subió luego al automóvil. “Buenas tardes, señorita”, le dijo don José Luis, vestido de riguroso negro, al abrirle la puerta, y fuimos al lugar de nuestra cita. Ella pidió el mejor postre de la carta, y yo pedí un café. Le entregué la rosa roja, y con ella el regalo. Lo abrió sin esperar —ninguna mujer puede esperar a abrir un regalo, tenga 10 años o 95—, se puso la pulsera y la miró por todos lados. Luego hablamos de cosas de niñas y de abuelos. Hablando de esas cosas se nos fue la tarde. Afuera se iba poniendo el sol; adentro el sol salía sobre las tapias de mi corazón. Después volvimos a su casa, y nos tomaron fotos. Yo regresé a la mía, y al regresar iba vestido de felicidad. No sé cuando vendrá el último día, pero ese día recordaré este día. En las oscuridades de la vida horas como esas ponen luz, y el bien que en ellas hay nos redime de las maldades diarias. Esos momentos nos hacen ser distintos, aunque volvamos después a ser los mismos. Si me miraras ahora verías alrededor de mí un halo como aureola: es la luz que emana de la felicidad. Todos los días hago las cosas de todos los días, las cosas que se van, pero ese día hice algo que en el recuerdo queda, y que de ahí nunca se irá.

La viejecita llega con el juez. “Un individuo abusó de mí —se queja—. Primero me hizo objeto de tocamientos lúbricos; después me arrancó la ropa poco a poco y por último cebó en mi cuerpo de doncella sus bajos apetitos de concupiscencia”. “¡Qué barbaridad! —se consterna el juzgador—. ¿Qué edad tiene usted, si me permite la pregunta?”. “Noventa años” —contesta la ancianita—. “Dios santo! —se escandaliza el letrado—. ¡La bestia humana no reconoce límites! Y dígame: ¿cuándo ocurrió la violación?”. “En 1941 —dice la viejecita—, poco antes del bombardeo de Pearl Harbor”. “¿Y hasta hoy viene a denunciar la violación?” —se sorprende el juez—. “Su señoría —responde con un suspiro la viejuca—. Recordar es vivir”.

El amor vivía en aquella casa.
Llegaron a la casa los problemas, y el amor siguió viviendo ahí.
Llegó a la casa la adversidad, y el amor siguió viviendo ahí.
Llegó a la casa la pobreza, y el amor siguió viviendo ahí.
Llegó a la casa el dolor, y el amor siguió viviendo ahí.
Llegó a la casa la enfermedad, y el amor siguió viviendo ahí.
Llegó a la casa la muerte, y el amor siguió viviendo ahí.
Pero un día llegó a la casa el egoísmo.
Y entonces el amor no pudo ya vivir ahí.
Ahora vive ahí la soledad.

Cierto individuo fue a registrarse en un partido como aspirante a diputado. Le pregunta el registrador: “¿Tiene usted antecedentes penales?”. Pregunta el otro con inquietud: “¿Es requisito?”.

La flor sobre el armario tus perfumes aspira.
El cristal de tu carne retrata los espejos.
Y tú me miras. Miras. Y me miras, me miras…
Y yo te beso. Beso. Y te beso, te beso.
Espejo y flor se vuelve tu integridad rendida.
En resplandor y aromas se diluye tu cuerpo.
Y no sé si es de vidrios la luz de tus pupilas,
y si lo que acaricio es la carne o el pétalo.
Por fin tus muslos se hacen lápidas de agonías.
Tu delirio de lirio se agota. Sobre el pecho
se me queda tu larga cabellera dormida.
Entonces pienso la hora en que, muerta la vida,
no quedará en la alcoba, de todo lo que hoy veo,
más que un azogue roto, y una flor derruida.

El niñito presumía de su papá en su salón de clase: “Mi papá es bombero voluntario —decía—. Es muy valiente; cada vez que suena la sirena salta de la cama, se pone su casco, sus botas y su uniforme y sale a toda velocidad en su automóvil para ayudar a apagar el incendio. En cambio nuestro vecino el señor Godínez es un cobarde. Cuando la sirena suena le da tanto miedo que se viene a nuestra casa y se mete a la cama con mi mamá”.

Es un anciano ya mi perro, el Terry. En términos humanos —Dios te libre, mi Terry, de esos términos— andará ya por los 80 años, o más.
A veces representa su edad mi cocker spaniel: se le ve triste, como pensando pesadumbres que nadie más conoce aparte de él. Pero de pronto, como ayer, tiene alegrías de juventud. Entonces salta al vernos, y corre por la casa con brincos de cervato, y lanza pequeños ladridos de felicidad.
Algunos no entenderán tu gozo, Terry. Yo lo entiendo. Mi entendimiento consiste en entender que a nuestra edad no es necesario ya entenderlo todo. Podemos estar muy tristes sin saber por qué, y sin saber por qué podemos llenarnos de alegría.
Yo mismo me siento feliz ahora al verte tan feliz. Si pudiera daría saltos por la casa, como tú. Algunos no entenderán mi gozo. Tú sí lo entenderás.

Los esposos celebraban sus bodas de plata en el casino. Al final del banquete el señor se pone en pie y dice con solemnidad: ”Queridos amigos: permítanme unas palabras. Deseo expresar mi gratitud a la persona que durante estos 25 años ha sido compañía en mi soledad y consuelo en las horas difíciles; que me ha aconsejado siempre; que ha compartidos mis tristezas y mis alegrías; que me ha escuchado y ha soportado con paciencia mis malos humores y mi trato, injusto a veces. Quiero...”. La emoción le pone un nudo en la garganta y el señor ya no puede continuar. En los ojos de su esposa brotan las lágrimas. Para romper la tensión empieza a gritar la gente: “Beso, beso, beso!”. El señor va y muy emocionado le da un gran beso en la mejilla al cantinero del casino.

Aquel hombre tenía una hija, muchacha en flor de edad y en flor también de belleza y hermosura. Viudo el hombre, y padre de aquella única hija, la amaba con ternura; tenía puesto en ella todo su corazón.
Cierto día la muchacha enfermó de gravedad, y tras una semana de agonía murió en los brazos de su padre. El desconsuelo del hombre fue infinito. Lloraba día y noche; sus sollozos resonaban en los vacíos aposentos de la casa como en el fondo de una noria seca.
Se llegó el Día de Difuntos. Los vecinos del pueblo —un pueblo pequeño en Michoacán— pusieron su altar de muertos. Recordaban al padre o a la madre, al hijo, al esposo, a la abuela... En el altar colocaron el retrato de la difunta o el finado; cosas que en vida usaron; manjares de su gusto, los licores que solían beber.
El hombre aquel no puso altar. Vivía ebrio, pues el alcohol le apagaba las brasas del dolor. El recuerdo de la hija muerta le oprimía el alma, y no quería recordar. Aquel día, el de los muertos, bebió más que de costumbre, hasta caer en el pesado sueño de la embriaguez.
Dormía la borrachera cuando escuchó un trueno como de tempestad. Abrió los ojos. Era ya de noche. Salió de su camastro y se asomó por la ventana. A la luz de los relámpagos vio una procesión de sombras que venían por el camino. Iban a pasar por frente de su casa.
¿Quiénes eran aquellos hombres y aquellas mujeres envueltos en mortajas y sudarios que cantaban con alegría? Todos cargaban dones y regalos: ese hombre llevaba una botella de mezcal; esta mujer un plato con un guiso de pollo; aquella niña una muñeca que estrechaba amorosamente entre los brazos.
El hombre entendió al fin. Las brumas de su ebriedad se habían disipado, y supo entonces que aquella procesión era un desfile de difuntos. Eran las almas de los muertos que habían ido al pueblo a recoger las ofrendas que sus deudos les dejaron en su altar.
Al final, separada de la fila, venía una sombra solitaria. No iba cantando como los demás: lloraba tristemente, y sus gemidos eran un llanto continuado. Cuando la sombra llegó frente a la casa el hombre se espantó: aquella sombra era su hija. En vez de dones llevaba en las manos un montón de cenizas apagadas. Al pasar lanzó una mirada dolorida a su padre, como un reproche silencioso. Y era que nadie había hecho una altar de muertos para ella.
Esta leyenda, que parece escrita por una Selma Lagerlöf de México, nos hace ver la hondura y la verdad del culto que en el sur del país se da a los muertos. Ese culto es en verdad la negación de la muerte: los muertos siguen vivos; participan de nuestro mundo y nuestra vida. Están con nosotros aunque no estén ya con nosotros. Viven aunque hayan muerto.
Las ofrendas a los muertos, entonces, son ofrenda a los vivos. Más aún: a la vida. Esos altares encubren una profunda fe en la inmortalidad, no solo del espíritu, sino también de la materia. La muerte no acaba con la vida: esta vuelve, regresa siempre a seguir viviendo. No es, pues, un culto a la muerte esta celebración de México: es un culto a la vida y a su eternidad.

“... Una monja y cierto monseñor conocieron lo que es el amor...”.
Ella era Madre Superiora.
Desde luego ya no lo es ahora
¡pero sí una mamá superior!

En el Cielo, según es bien sabido, hay varias jerarquías. Están los ángeles y los arcángeles, los serafines y los querubines, los tronos, las virtudes, los principados, las potestades y las dominaciones.
También están los santos: las vírgenes, los mártires, los confesores.
Y luego están los bendecidos, aquellos que por su vida buena ganaron el Edén.
Todos ellos se la pasan cantando eternas alabanzas al Señor.
Hay, sin embargo, otro departamento aparte. Ahí se encuentran los más felices entre todos los bienaventurados. Son los abuelos y las abuelitas. Se la pasan hablando de sus nietos. Para ellos eso es el paraíso.

Nació el primer hijo de mi primer hijo. Se llamará como él y como yo. Y será, si Dios quiere, mejor que él y que yo. Gracias a su mamá, tan linda de rostro como de alma. Y gracias a Dios: con cada niño que viene a este mundo nos dice que la vida seguirá.

”Perdóname, Afrodisio —le dice Susiflor al ardoroso pretendiente que entre acezos le pedía una prueba de su amor—. Me prometí a mí misma que nada me entrará antes que el anillo de matrimonio”.

¿Será cierto que en este sitio hubo una batalla que nunca sucedió? Dicen que fue cerca de aquí, en este lugar que no está cerca de nada. Era una mañana de diciembre, fría y nebulosa. Cuando amaneció el día ni siquiera el día supo que ya había amanecido. Igual podían ser las 5 de la mañana que las 5 de la tarde; lo mismo podía ser el año 1914 que ningún año.
Dos ejércitos que se iban retirando, temeroso cada uno de encontrarse con el otro, se toparon de pronto entre la niebla y trabaron combate encarnizado sin saber por qué ni para qué. Lucharon 24 horas seguidas; primero con fusiles; luego cuerpo a cuerpo, a la bayoneta, a la espada o al machete, según. Los que no traían ninguna de esas armas se mataron con piedras. Uno le machacó a otro la cabeza con un pedrusco enorme y luego se sentó sobre el pedrusco a descansar. Otros usaron para darse muerte lo que tenían más a mano: las manos, y se estrangularon sin verse por la neblina.
Entre la bruma se oían los gritos de los combatientes llamándose unos a otros: “¡Peeedrooooo!...”. “¡Juaaaaaan!...”.
Por todas partes respondían Pedros y Juanes, pero no eran el Pedro ni el Juan que buscaba el de los gritos, y sus voces se oían como cuando uno habla abajo del agua. En el pueblo ladraron los perros. Después comenzaron a aullar. Es que ya había muertos. Cuando cayó sin vida el primer hombre uno de los perros aulló antes que todos los demás, pues tenía mejor olfato para la muerte que los otros. Los perros son muy listos en eso de sentir la muerte. Las personas no. Algunas no sienten ni la vida. Por los aullidos de los perros la gente se enteró de que algo gordo estaba sucediendo. Alguien dijo que a lo mejor se había descarrilado el tren. Otro dijo que no: seguramente se había muerto el Papa en Roma, porque ya otra vez el tren se había descarrillado, y esa vez los aullidos no fueron tantos ni tan fuertes.
Luego de que todos opinaron siguieron haciendo lo que siempre hacían: zapatos el zapatero, el panadero, pan; la comida las mujeres; el carpintero una cajita para un niño que iba a morir con la primera estrella. Nadie supo que todo el día combatieron aquellos dos ejércitos de espectros. Si el zapatero, el panadero, la mujer y el carpintero hubiesen estado ahí habrían visto visiones espantosas. Un caballo despanzurrado atravesó el campo de batalla arrastrando las tripas, que le llegaban a distancia de seis o siete metros. Un hombre con una espada que lo traspasaba de lado a lado iba por todos lados diciendo: “Mamá… Mamá…”. Dos soldados se mataron el uno al otro luchando cuerpo a cuerpo. Cayeron los dos abrazados, y así se quedaron, con los ojos muy abiertos viendo nada.
El general más importante veía la batalla con su catalejo. Ni siquiera sintió la bala que le pegó en la frente. Esa bala fue disparada por un muchachillo de 15 años que jamás había tenido en sus manos un fusil. Recogió uno y disparó a ciegas una única bala antes de escapar corriendo con los pantalones mojados, porque se hizo de las aguas por el miedo. Cuando cayó la tarde y regresó la noche —la noche siempre regresa— no quedaba nadie vivo, ni aun el que anoche me contó esta historia.
Han pasado los años. Nadie sabe cuántos, pues nadie sabe cuándo fue esa batalla que a lo mejor nunca fue. Si hubiera sido, al día siguiente el campo habría amanecido cubierto de cadáveres. Pero no: quienes pasaron por ahí vieron lo de siempre, o sea nada. A la vuelta de la primavera —la primavera siempre vuelve— empezó a nacer en ese campo una planta que nunca nadie había visto por aquí. Se llama sangre de drago, porque su savia es roja como la sangre.
La gente siguió haciendo lo de siempre, o sea todo: el panadero, pan; el zapatero, zapatos; el carpintero, cajas de muertos; las mujeres, la comida... ¿Hubo, pues, esa batalla o no hubo nada? Imposible decirlo: tanto tiempo ha pasado de lo que no pasó que si hubo batalla o no ya da lo mismo. Pero, ¿y entonces la sangre de drago, y los aullidos de los perros, y esos gritos que de repente se oyen en los días de niebla? “¡Peeedroooo!...”. “¡Juaaaaaan!...”… Quién sabe.

Se anunció una conferencia sobre eyaculación prematura. Empezó a las 8 y acabó a las 8 con 12 segundos.

Breve historia de amor en cinco escenas.
1. “¡Oh, Libidiano! ¡Aquí no, por favor!”.
2. “¡Oh, Libidiano! ¡Aquí no!”.
3. “¡Oh, Libidiano! ¡Aquí!”.
4. “¡Oh, Libidiano!”.
5. “¡Oh!...”.

Mi Navidad está hecha de Dickens, de O. Henry, de Norman Rockwell y de Santa Claus, y está hecha también de don Ignacio Manuel Altamirano, de Miguel Bernal Jiménez, de posadas y de Niño Dios. Mi Navidad tiene música de Noche de paz, de Blanca Navidad y de Por el valle de rosas. En mi Navidad hay —gracias a Dios— pavo y tamales, y hay nacimiento mexicano y árbol germánico o sajón. En mi Navidad hay espacio para todo: en ella tienen sitio hasta el comercio y la cursilería. En mi Navidad están Jimmy Stewart y Chevy Chase, y el Milagro en la calle 34; por ella van lo mismo el reno de la roja nariz que los peces que beben y beben y vuelven a beber. Mi Navidad es grande para que quepan todos, y pequeñita, para que quepa yo. En mi Navidad están mis abuelos, y mis padres y hermanos, y mi esposa y mis hijos y mis adorados nietos, y mis tíos y toda su parentela, y mis amigos —los que conozco y los que no—; y están el cielo y la tierra y el mar con todos sus pescaditos. Mi Navidad es feliz. Una Feliz Navidad.

En lo más apasionado de la noche de bodas la recién casada le dice a su flamante maridito: “No me pidas eso, mi amor. Bien sabes que soy vegetariana”.

Cuando los peregrinos llegaron al portal ya estaban ahí los animales —la mula y el buey— como en espera del prodigio.
Lo mismo, cuando el hombre llegó ya estaban en la Tierra las demás criaturas.
En ambos eventos veo un símbolo: la naturaleza precedió a la historia humana y a la Historia de la Salvación. Esta, por tanto, nos incluye a todos. Dios vino para el hombre, pero de seguro su amor llegó igualmente a la mula y el buey, al caballo, el elefante y el camello. Todos somos la vida. Para todos será la nueva vida.
Digo esto porque creo que también hay Navidad para el Terry, mi amado perro cocker. Parece presentirla, y con ojos de luz añade resplandor al árbol navideño. Su inocencia es la de un niño, la de un árbol, la de una piedra... Quisiera tener yo tal inocencia. Sería entonces un portal humilde, y merecería la visita de las bestezuelas de Dios, y de Dios mismo.

“… Una joven esposa dio a luz trillizos…”.
Los tuvo a los nueve meses
de casada, y se extrañó:
“Qué raro. Recuerdo yo
que lo hicimos cuatro veces”.

Don Severo era un solterón empedernido. Vivía en un pequeño pueblo del norte del estado, y entre todos los de su generación él era el único que no se había rendido a los lazos del matrimonio.
La verdad ya daba qué decir. La gente recordaba el refrán que afirma que “Solterón maduro, maricón seguro”, y murmuraba acerca de él. Los díceres llegaron a los oídos del interesado, y tanto para poner fin a los chismes como porque —la verdad sea dicha— ya le pesaban los inconvenientes de la soltería, don Severo se decidió a casarse.
Se aplicó, pues, a buscar una mujer. No quería casarse con cualquiera. Otro dicho conocía él: “De hacendada o hacendosa la segunda es más hermosa”. O sea que para esposa es mejor una mujer trabajadora que una mujer rica. Pero, ¿cómo saber cuál de las muchachas del pueblo era buena para el trabajo de la casa y cuál no?
Se le ocurrió una idea. Pensó que los quehaceres del hogar forman callos en las manos de las que son mujeres de su casa. Y en su búsqueda de esposa don Severo empezó a investigar discretamente. Cada vez que saludaba de mano a alguna de las muchachas casaderas le rozaba discretamente la palma y los dedos a fin de ver si tenía callos, seguros indicadores de que la muchacha sabía de la escoba y el trapeador, del coleador y del plumero, de la alta garrocha que sirve para quitar las telarañas de los techos.
A todas las muchachas les hacía ese examen y en ninguna notaba los anhelos callados. Todas tenían las manos finas y suaves, exquisitas, sin asomo alguno de callosidad. Bien se veía que las dueñas de esas manos de rosa jamás hacían nada; que estaban entregadas a dulce ociosidad.
Se desesperaba don Severo, y ya pensaba que nunca encontraría a la mujer que ansiaba, trabajadora, buena ama de casa, con las manos curtidas por las cotidianas faenas del hogar. Cierto día, sin embargo, alguien le presentó a una muchacha que vivía en las afueras de la población. ¡Oh, sorpresa gratísima! Al darle la mano para saludarla sintió los callos que buscaba. Con hábil discreción examinó muy bien la palma y los dedos. No cabía duda: ahí estaban los callos que él quería. Grandes y duros, mostraban con inequívoca verdad que aquella muchacha barría, trapeaba, lavaba, cosía, planchaba y hacía lo que debe hacer en su casa la mujer.
Empezó a cortejarla, pues; se le declaró, la hizo su novia, le pidió matrimonio y finalmente se casó con ella. Don Severo estaba feliz. De seguro, pensaba, su casa luciría “como una tacita de plata”, limpia y ordenada.
Se equivocó. No tardó mucho en darse cuenta de la amarga verdad: su flamante esposa era floja, descuidada, negligente, perezosa. Se levantaba tarde y no hacía otra cosa más que mirarse en el espejo, peinarse, arreglarse las uñas y acicalarse. La casa andaba de cabeza: el pobre don Severo no hallaba una camisa limpia que ponerse; comía a deshoras, y mal; la cama nunca estaba tendida; reinaba un completo desorden en la casa. Le reclamó eso, y ella respondió de mala gana:
—Yo así soy.
Furioso, don Severo fue a hablar con su suegro. Su hija, le manifestó, era una floja que no sabía hacer nada.
—¿Y entonces por qué se casó con ella? —le preguntó el hombre con actitud desafiante.
—Porque la creí muy trabajadora —explicó don Severo— Le noté callos en las manos, y pensé que los tenía por hacer los quehaceres de la casa.
—Pues se equivocó usted, amigo —le dijo el viejo—. Esos callos se le hicieron de tanto estar agarrada de los barrotes de la ventana viendo pasar a los hombres.
Dura lección se llevó el pobre don Severo. Callos vemos, huevas no sabemos.

Cuáles fueron las primeras palabras que Adán le dijo a Eva? Fueron estas: “¡Ah jijo! ¡Hazte a un lado, no sé esta cosa hasta dónde vaya a llegar!”.

En lo alto de la sierra que circunda a mi ciudad el trazo difuso de los árboles es una larga fila de siluetas. Me decía mi padre lo que el suyo le dijo alguna vez mostrándole el perfil de la montaña:
—Es la caravana de los Reyes Magos, que ya van a llegar.
Yo veía con mis ojos de niño aquellas formas y adivinaba en ellas la de un camello, la de un caballo, la de un elefante... Miraba a los tres sabios del Oriente seguidos de un cortejo de siervos cargados de regalos.
Después yo fui mi padre y mis hijos fueron yo. Les repetí la historia, la misma que ellos dicen ahora a mis pequeños nietos. En esa ingenua tradición familiar estamos todos: mi padre con su padre; yo con mis hijos y sus hijos.
Volverán los tres Reyes en enero, igual que han vuelto siempre. Es un cuento este de los árboles en la montaña y la caravana de los Magos. Y los cuentos siempre vuelven. Para que este se acabe tendría que acabarse la montaña. Tendríamos que acabarnos nosotros, los vivos y los muertos. Quizá se acabe la montaña, pero nosotros no.

Simpliciana, muchacha sin ciencia de la vida, contrajo matrimonio. A su regreso de la luna de miel le confió a su madre una duda que le había nacido después de la experiencia connubial: “No me explico, mami —le dijo— por qué los hombres miran tanto las piernas de las mujeres, y luego es lo primero que hacen a un lado”.

Le dice una señora a su marido: “Oye, Pitorro: con frecuencia cuando volvemos de una fiesta tú te pones romántico, y quieres hacer el amor. Has de saber que no siempre estoy de humor para eso. He ideado, entonces, un sistema de señales para darte a conocer mi disposición o falta de ella. Mira: si me peino con la raya en medio, eso querrá decir que no deseo hacer el amor. Si me peino con la raya del lado derecho, eso significará que posiblemente quiero hacer el amor, dependiendo de las circunstancias. Y si me peino con la raya del lado izquierdo, eso te indicará que no solo estoy dispuesta para el amor, sino también ganosa. ¿Has entendido?”. “Perfectamente —replica el esposo—. Pero ahora déjame decirte yo mis señales, que también las tengo. Mira: si en la fiesta me tomo un jaibol, eso querrá decir que no deseo hacer el amor. Si me tomo dos, eso significará que posiblemente quiero hacer el amor, dependiendo de las circunstancias. Y si me tomo tres jaiboles o más ¡entonces, mi vida, me va a valer madre cómo traigas el peinado!”.

HISTORIAS DE LA CREACIÓN DEL MUNDO
—Señor —se quejó Adán—. Tengo frío.
Entonces el Creador hizo el invierno.
—No te entiendo, Señor —dijo el hombre, atribulado—. Me quejé porque sentía frío, y como respuesta a mi lamentación hiciste el invierno. ¿Por qué?
Ni siquiera había acabado de hablar Adán cuando Eva, su compañera, fue hacia él tiritando. Lo abrazó, juntó su cuerpo con el suyo. Una dulce tibieza sintió Adán, como si un sol pequeño y amoroso hubiese descendido del cielo solo para darle calor a él.
Pasados algunos días el Señor le preguntó a Adán con una sonrisa traviesa:
—¿Ya no tienes frío?
—No, señor —respondía Adán sonriendo igualmente, pero con algo de rubor—. Desde que inventaste el invierno ya no tengo frío.

“… Un señor halló a su esposa en el lecho conyugal con otro hombre. Le dijo al sujeto: ‘¡Esto me lo va usted a pagar!...”.
Respondió como centella
el que usurpaba el lugar:
“Me va usted a perdonar,
pero ya le pagué a ella”.

Conmovedor relato es este de días de Revolución. Una muy importante victoria militar acababa de conseguir el general Pablo González. Fatigado, llegó con sus hombres a un pequeño pueblo de Nuevo León. Quería descansar unos minutos, dar agua a los caballos y seguir luego con rumbo a Estación Leal, donde se hallaba un fuerte destacamento federal.
Iba por la calle principal cuando una mujer morena, de mediana edad y gordezuela, comenzó a gritarle desde la acera mientras seguía el paso de la cabalgadura que montaba el general:
—¡Don Pablo! ¡Don Pablo!
No la escuchaba él, de modo que llegó la mujer al edificio de la presidencia municipal, donde estaba ya Pablo González:
—¡Señor! —le dijo poniendo ansias y angustias en su voz—. Sus hombres hicieron prisioneros a 25 inditos yaquis. Ahí los tienen, general, en el paredón, y ya los van a fusilar. Pobrecitos, general, los federales los cogieron en la leva. No hablan español, y las botas las traen colgadas del pescuezo, porque ni las saben usar. ¡Sálvelos, señor, que no los vayan a matar!
El general ordenó que trajeran a su presencia a aquellos hombres. Tan pronto los vio supo que no eran indios yaquis, y mejor lo supo cuando oyó a la mujer que les decía en baja voz:
—Háganse chaparros, tarugos, y no hablen nada, para que el general crea que son yaquis.
Se sonrió el general. Aquellos no eran yaquis, naturalmente. Pero eran pobres todos, infelices que fueron arrancados de sus parcelas por los federales y obligados a combatir por algo que ignoraban. Así el general González ordenó:
—No fusilen a estos hombres. Mándenlos a la retaguardia y que ahí los traigan cortando leña y cuidando a los caballos hasta que sepamos a qué atenernos con ellos.
Cuando el general Pablo González salió del pueblo una hora después, la mujer lo seguía cogida del estribo al tiempo que le decía jubilosa:
—¡Dios lo bendiga, general! ¡Es usted muy bueno!
—Dios te bendiga a ti —le respondió el general a la mujer—. Acabas de parir a 25 mexicanos.
Y se alejó al frente de sus hombres el general Pablo González. En las últimas casas del pueblo quedaba la mujer, haciendo la señal de la cruz con la mano extendida en una fervorosa bendición.

En la noche de bodas el recién casado, quizás a causa de los nervios, no acertaba a llegar a la fuente de los deliquios amorosos. Le dice su flamante mujercita: “"Ay, Inepcio: yo creí que esta noche ibas a estar muy erótico, y resulta que estás muy errático”.

El día estuvo nublado ayer en mi ciudad.
Los meteorólogos darán varias explicaciones, pero la verdadera causa es esta: en todo el día mi nieta no sonrió. Y cuando no sonríe el sol no sale.
Tiene dos años esta nietecita mía. La semana pasada su mamá le puso un vestido blanco y un moño grande, azul. Le pregunté a la niña:
—¿Quién es la más bonita del mundo?
Para mi asombro contestó:
—Yo no.
—Entonces —repetí desconcertado— ¿quién es la más bonita del mundo?
Respondió ella:
—Mi mamá.
Pequeña nieta mía... Dos años tiene, y es dueña ya de la infinita sabiduría que dan el amor y la humildad.

La serpiente boa decidió dedicarse a la prostitución: haría comercio con su cuerpo. “Fracasarás —le dijo otra serpiente—. No podrás resistir la tentación de devorar a tus clientes”. “Te equivocas” —le respondió la boa—. Y remarcó su afirmación con una sabia frase de aplicación universal: “Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. Llegó el primer cliente. Era un conejito gordo y apetitoso. Hambrienta por varios días de ayuno la boa, en efecto, no se pudo contener, y empezó a tragarse al conejito. Recordó de repente, sin embargo, lo que le había dicho su amiga, y lo regurgitó. Sale a la luz el conejito, todo empapado, lleno de confusión, aturrullado, y exclama: “¡Carajo! Si así estuvo la besadita ¡cómo irá a estar la fornicada!”.

Tienen treinta años de casados. O cuarenta. O cincuenta. Y todavía se toman de la mano cuando caminan por el parque o van al cine.
Empezaron a platicar de novios, y es fecha que no acaban todavía. Hablan de los hijos y de los nietos, pero hablan también de sus recuerdos; del día en que se conocieron, de sus primeros tiempos de casados, de los sueños que no se realizaron y de las realidades que fueron como un sueño. Con la misma serenidad evocan felicidad y sufrimiento, pues aprendieron que de las dos materias se hace la existencia.
Los poetas han sublimado el amor a primera vista, pero nadie se acuerda del amor que vive hasta la última mirada después de muchos años de verse cada día. Y merece un poema ese amor que ya ni siquiera necesita palabras para decirse. Hay mucha poesía en el amor que venció el tiempo y quedó firme, humildemente victorioso, tras todas las tormentas de la vida.

“… El hombre de la funeraria le preguntó al cliente qué tipo de caja quería…”.
Respondió: “Por buena suerte
—perdóneme la pregunta—,
para mi suegra difunta
¿no tendrá una caja fuerte?”.

Llena de inquietud le preguntó la muchacha a su profesor de natación: “¿Es cierto lo que me dice, maestro? ¿De veras me hundiré si me quita el dedo de ahí?”.

El mar está secando su vientre de ballena.
Se tendió panza arriba, voluptuoso y jocundo,
entornó sus mil párpados de hipocampos y arena,
bostezó una marea y se olvidó del mundo.
Y el sol hizo una lengua de su luenga melena
y lamió toda sal en el vientre rotundo.
Con guirnaldas de pulpos en la frente serena
sobre su lecho de algas el mar duerme, profundo.
El mar está soñando. A ritmo de gavota
las sirenas arrullan el sueño del gigante.
Una canción de espuma sobre la espuma flota...
El mar se ha estremecido. Una onda larga brota,
se tiende suave, y borra en la orilla distante
la huella diminuta de la última gaviota.

Se iba a casar Planicia, mujer que no tenía nada de busto. Preocupada porque siempre se había presentado ante su novio luciendo rellenos muy sensuales, fue con un médico que, le dijeron, podía resolverle su problema. “En efecto, señorita —le dice el doctor—. He inventado un sistema de busto inflable. Le pongo unas pequeñas bombas bajo los brazos. Bombeando aire con ellas podrá inflar su busto a discreción”. En efecto, le practica la operación con éxito. La noche de bodas, aprovechando que el muchacho se ha metido en el baño, Planicia comienza a bombear con los brazos: ¡Ffff, ffff, ffff! Le parece poco el tamaño del busto y empieza otra vez: ¡Fffff, ffff, fffff! Se da cuenta de que una mitad le había crecido más que la otra, y bombea con el brazo opuesto, para igualar. Piensa que se vería mejor con el busto más grande, y vuelve a bombear con ambos brazos: ¡Fffff, fffff, fffff! En eso estaba cuando se abre la puerta del baño y su maridito la sorprende en pleno bombeo. Ella se apena. “¡Ni me digas! —la tranquiliza el novio—. ¡El mismo doctor!”. Y empieza a bombear él con las piernas.

Terry, mi perro cocker, me mira con sus grandes ojos líquidos y luego se duerme otra vez aquí, junto a mis pies, bajo la mesa donde escribo.
Ya no es el Terry aquel camarada jubiloso que iba conmigo por el campo y se gozaba en asustar a los conejos y a las codornices. Tampoco es el Terry que percibía con ansiosa nariz los efluvios de la primavera y se nos iba de la casa para buscar amores heterodoxos, fugitivos. Ahora es viejo ya, y está cansado. Está también, quizás, un poco triste...
Yo amo a mi perro, compañero de tantas caminatas, manso guardián de sueños junto a la chimenea. Alguna vez seré como él, y buscaré también a Dios para dormirme a sus pies, bajo la mesa donde el Señor escribe la vida de los hombres, y de los perros, y de todas las criaturas...

Hubo un terrible incendio en el hotel donde se alojaban Bustolia y Nalgarina, vedettes de mucha moda. Ellas alcanzaron a salir del edificio en llamas, y un entrevistador les preguntó en la calle: “¿Cuál es su impresión de la tragedia?”. Dijeron ellas: “Estamos sobrecogidas”. “Ya lo sé —replicó el entrevistador—. Pero ¿cuál es su impresión de la tragedia?”.

Este muchacho es joven y es apuesto. Egresado del Colegio Militar, tiene el grado de capitán. Ha sido enviado a Los Altos de Jalisco, donde aún merodean partidas de rebeldes tras de que se han apagado ya los últimos rescoldos de la Revolución. A la estación del tren van a despedirlo su padre, viudo, y su hermana, preciosa muchachita de 15 años.
Uno de esos rebeldes a los que el capitán va a combatir goza ya fama de leyenda. Lo llaman el Machete, en parte porque es alto y es delgado; en parte porque se vale de esa arma para el combate cuerpo a cuerpo. Tiene un hermano menor que él. El hermano es un jaque bravucón que gusta de pendencias. Cierto día el capitán está en la cantina de un pequeño pueblo, bebiendo con amigos. El hermano del rebelde, borracho, le busca pleito, y desenfunda su pistola, amenazante. El capitán le da una bofetada y lo desarma. Ciego de ira el muchacho va contra el militar. En el forcejeo la pistola se dispara y el ebrio cae sin vida.
Un mes después un grupo de rebeldes entra de noche al pueblo. Los forajidos irrumpen por sorpresa en el cuartel, apresan en su cuarto al capitán y se lo llevan. La gente dice que ha sido “El Machete” el que ha secuestrado al militar. Seguramente lo matará en venganza por la muerte de su hermano. Sale tropa a buscar al capitán, y no lo encuentran.
Semanas después alguien llama a la puerta de la casa donde vive el padre del joven desaparecido. La criada abre la puerta, pero no ve a nadie. El que llamó, sin embargo, ha dejado una caja ahí, en el suelo. La recoge el dueño de la casa, y la abre. La caja está llena de sal. Entre la sal el padre ve, sanguinolenta, la cabeza de su hijo.
Pasan algunos años. El Machete no es bandolero ya. Se ha acogido a la amnistía del Gobierno, y ahora está dedicado a la cría y la venta de ganado. Todos le temen, sin embargo, y él desconfía de todos. Nunca deja de lado su pistola y aquel machete que le dio fama de leyenda, y que lleva en su funda, a un costado, como quien lleva una espada.
Casi nadie puede acercarse a aquel hombre feroz. De continuo lo rodea su guardia, un grupo de rancheros bien armados. Y es que el Machete no olvida sus robos y sus crímenes, y recela que alguien quiera cobrar venganza de él.
Un día va a la ciudad, y en el paseo mira a una bellísima mujer. Ella le ha sonreído, o al menos al antiguo rebelde le pareció que le sonreía. La sigue hasta su casa, y luego le ronda la calle. Ella asoma la hermosa cara por el vidrio del balcón, y le regala una sonrisa.
Al día siguiente pasa el Machete por ahí con uno de sus compañeros, el de mayor confianza. Le dice:
—En esa casa vive la mujer con la que me casaré. No sé quién es, pero me he enamorado de ella, y voy a hacerla mi esposa.
El otro palidece.
—Machete —le dice a su amigo con voz sorda—. En esa casa fue donde dejé la cabeza del capitán aquel.
Ha pasado tanto tiempo que de seguro la familia que ahora vive ahí es otra. El enamorado habla con la muchacha; le dice que la quiere “a la buena”, y le pide que lo reciba en matrimonio. Ella vacila. Su padre, dice, jamás le permitirá que se case con un hombre como él. Sin embargo, confiesa ruborosa, ella también está enamorada. El Machete entonces, le pide su autorización para robársela. Ella acepta.
Una noche, pues, huyen los dos. El padre, viudo y sin más compañía que la de su hija, casi se vuelve loco de dolor. Rechaza a quien se acerca a consolarlo; le dice que ha dado por muerta a su hija, y a todos les prohíbe hablar de ella.
Ha transcurrido un año. Cierta noche alguien llama a la puerta del dolorido padre. Él mismo la va a abrir, y se ve frente a su hija. Su primer impulso es despedirla con violencia, pero ella le suplica que le oiga unas palabras. El señor, entonces, le permite entrar.
La muchacha lleva en su mano una sombrerera. La pone sobre la mesa de la sala y la abre. Le pide a su padre que vea lo que en la caja trae. El señor se asoma al interior de la sombrerera, y mira en ella la cabeza del Machete.
—Cabeza por cabeza, padre —murmura con vengativo acento la muchacha.
En silencio el padre la abraza. Lo ha comprendido todo. Su hija, sin decirle nada —él le habría prohibido que hiciera aquello—, aplicó toda su astucia femenina para dejarse ver por el bandido; logró que se enamorara de ella, e hizo el supremo sacrificio de casarse con él para poder estar cerca del hombre que tan cruelmente asesinó a su hermano. Ciego de amor, el Machete jamás sospechó nada. Y así, en un viaje que los dos hicieron a la Ciudad de México, una noche, ebrio de vino y exhausto de amor, el criminal se entregó a un sueño del cual ya nunca despertó. Así, dormido, degolló la joven, y le llevó a su padre la cabeza del odiado hombre, antes de huir los dos a Estados Unidos para escapar lo mismo de la ley que de la venganza de los amigos del Machete.
No sé si esta historia que escuché en Jalisco es una historia verdadera. Más aún: ni siquiera sé bien si la escuché, o si este relato sanguinoso salió de mi imaginación. Pero de más fieras venganzas se ha sabido. ¿Qué importa, entonces, una historia más? Verdad o ficción, el relato tiene tintes de tragedia. Con él se podría escribir una novela o hacer una película. Sin embargo, quien esto ha relatado no tiene tiempo para escribir una novela, ni tiene cámara para hacer una película. Se ha limitado, pues, a relatar la historia tal como la escuchó. O tal como la inventó, quién sabe.

“… Una chica le confesó al sacerdote: ‘Cometí un pecado con mi novio’…”.
“Su falta, dígame usted,
¿fue contra la castidad?”.
Ella habló con la verdad:
“No. Fue contra la pared”.

Llueve sobre Saltillo; llueve la mansa lluvia del otoño. Parece que Debussy ha entrado en mi jardín: canta la gárgola una canción impresionista y se vuelve la higuera el pórtico de una capilla gótica en la niebla.
Cuando así llueve mi corazón se moja de recuerdos. Llega otra vez mi padre —yo niño, él todavía joven— y me dice al tiempo que me muestra por la ventana las gotas de la lluvia saltando sobre el pavimento de la calle:
—Mira: son inditos que han venido a danzar para ti.
Se acerca mi nieto, pequeñito aún. Yo lo tomo en los brazos, lo llevo a la ventana y le digo:
—Mira: son inditos que han venido a danzar para ti.
Nada ha cambiado. Yo soy mi padre y soy mi abuelo; mis hijos y mis nietos serán yo. Veremos todos, juntos otra vez, la misma lluvia que ayer miró mi padre, esta lluvia que ahora con mi nieto miro yo.

Muy triste decía un muchacho a sus amigos: “A mi novia Rosibel le gusta hacer el amor en el asiento de atrás del automóvil”. Los otros se sorprenden. “¿Y eso te aflige? —le preguntan—. ¡Deberías estar feliz de que a Rosibel le guste hacer el amor en el asiento de atrás de tu automóvil!”. “Sí —contesta el muchacho—. ¡Pero le gusta hacerlo con otro y que yo vaya manejando!”.

Amable sacerdote fue el padre Roberto García de León. Llegó a Saltillo, mi ciudad, a mediados del pasado siglo. Antes de ser cura fue banquero, por lo cual se convirtió en valioso auxiliar del obispo en la tarea de conseguir dinero de los ricos para aplicarlo al beneficio de los pobres. Era tan bueno para obtener fondos el padre Roberto que el señor Guízar solía decir de él que pertenecía a la tribu de Isacar.
Fundó ese sacerdote el Club de Empleados y Estudiantes de Saltillo, CEES, un centro recreativo para la juventud. Se allegó para el efecto una casona en la calle de Victoria, la de más tono en la ciudad, paseo principal de las muchachas y muchachos en edad de merecer. Había en ese club una cafetería en la cual la radiola tocaba las melodías de moda: Cerezo rosa, Buscando una estrella, Tango azul (no se podía encontrar ahí el Amor perdido). Había mesas de pin-pong —no de billar—, y otras para jugar dominó y ajedrez. Ahí recibí mis primeras enseñanzas ajedrecísticas, impartidas por un sabio maestro, el profesor Alveláiz, que nos decía que el ajedrez es demasiado juego para ser una ciencia, y demasiada ciencia para ser un juego.
Había también en el CEES —¡oh maravilla!— una biblioteca. Estaba llena de libros de devoción, es cierto —lo mismo que sucede con los hombres ninguna biblioteca es perfecta—, pero tenía igualmente obras maestras de la literatura. En esa sala leí los escritos de santa Teresa, la poesía de san Juan de la Cruz, el teatro de Calderón y Tirso. Leí también obras de menos sustancia, pero que me decían más: las Rimas y leyendas, de Bécquer; el Jeromín, de Coloma; el Tenorio, de Zorrilla, obra que estaba ahí por la enseñanza del arrepentimiento como vía de salvación, pero que a mí me gustaba más por lo que decía antes de que don Juan se arrepintiera, especialmente aquello de: “Ah, ¿no es cierto, ángel de amor…”, etcétera. ¡Qué bonito era aquel etcétera!
Una tarde, hurgando en los anaqueles de esa biblioteca —no digo “plúteos” porque se oye mal— di con un par de novelas relacionadas con la guerra de cristeros: Entre las patas de los caballos y Héctor, la primera de Luis Rivero del Val, de Jorge Gram la otra. Su lectura me impresionó vivamente. Había en sus páginas aliento épico y luminosidad de fe. Había también amor a México, a sus raíces y tradiciones, a su pueblo. Conservaba yo un recuerdo de niño: alguna vez vi una “estampita” —así se decía— que mostraba el rostro del padre Pro. Abajo, dentro de un círculo cubierto con papel celofán, estaba un pequeño trozo de tela negra perteneciente a una sotana del mártir.
Ciertamente, en el norte de la República no se vivió el conflicto religioso con la intensidad con que se vivió en otras partes, el Bajío y los Altos de Jalisco, por ejemplo, o la capital misma del país. Sin embargo, yo oía hablar con respeto y admiración de don Felipe Brondo, librero saltillense que solo por sus ideas religiosas fue apresado y conducido a las Islas Marías, y de don Jesús María Dávila, que en Saltillo, un Sábado de Gloria, cuando la gente del gobierno iba a quemar un Judas con figura de sacerdote, se lanzó a toda velocidad en su carretón de mulas, arrancó el monigote y se lo llevó entre los vítores de los católicos. Todo aquello me había puesto en antecedentes de “la guerra santa”.
Las llamadas “guerras santas”, se ha dicho muchas veces, son las menos santas de las guerras. Yo pienso que no hay ninguna que merezca el calificativo. Aquella en que se enfrentaron en México la Iglesia y el Estado fue quizá la más cruenta y enconada de cuantas luchas se han librado en el país.
La Iglesia católica mexicana, que muchos buenos frutos ha dado a lo largo de la historia en el campo de lo espiritual, ha sufrido tropiezos lamentables cuantas veces ha intentado actuar en el campo de la política terrena. Con eso ha hecho daño a la nación.
El Estado, por su parte, más de un vez ha asumido el carácter de dictadura totalitarista, y ha impuesto su poder atropellando el derecho de sus ciudadanos. Su reacción ante las intentonas de predominio temporal del clero ha sido en ocasiones extremada. La injerencia constante de Estados Unidos en nuestra vida nacional trajo consigo en los pasados tiempos hostilidad y ataques contra el catolicismo por parte de gobiernos complacientes y sumisos al poderío del país del norte.
Enfrentados, los hombres de gobierno y los jerarcas eclesiásticos han incurrido por igual en acciones reprobables que han causado enfrentamientos graves entre los mexicanos, discordia y derramamiento de sangre.
El último de esos conflictos fue la guerra conocida como “de los cristeros”, motivada por lo que los católicos llamaron en su tiempo “La persecución”; ocasionada, al decir de la versión oficial, por el afán de los jerarcas religiosos de recobrar sus perdidos privilegios. El enfrentamiento fue cruel, y provocó incontables pérdidas de vidas. Hubo saña en uno y otro lado; maldad y sevicia en ambos. Errores graves cometieron tanto los gobernantes del país como los pastores de la grey católica. Ninguno de los dos bandos tuvo toda la razón; ninguno fue totalmente culpable, y ninguno se salva del juicio de la historia.
Nos quedó de esa inútil guerra, sin embargo, una lección. Debemos rehuir todo fanatismo, sea del signo que sea. Nadie debe perseguir a nadie para mostrar que solo su visión de la vida es verdadera. De la violencia nada bueno surge nunca; únicamente de la paz que deriva de la libertad y la justicia puede emanar el bien de una comunidad.
Este libro contiene esa enseñanza. Su autor, alejado de extremos religiosos y de partidismos políticos, ha querido resaltar una vez más su empecinada idea de que debemos amar a México en la verdad, olvidar las mentiras y mitos que tanto daño nos han hecho, y dejar de lado nuestras diferencias para encontrarnos en el común amor a la patria. Si ponemos ese amor por encima de todo prejuicio, de todo fanatismo, de toda insana ambición de poder, habremos de heredar a nuestros hijos y nuestros nietos un país mejor —más libre, más democrático, más justo—, en el que puedan fincar su búsqueda de la felicidad.

Pepito estaba haciendo la chis en el baño de su casa cuando la tabla del mueble correspondiente se vino abajo y le cayó en la partecita que estaba empleando para el fin que arriba se citó. Lanzó el niño un ululato de dolor, y el grito hizo que su niñera llegara corriendo a ver qué había pasado. Pepito le contó lo que le había sucedido, y la guapa muchacha, dulcemente, empezó a consolarlo diciéndole al tiempo que le frotaba con ternura la parte dolorida: “Sana, sana, colita de rana...”. “¡Nada de sana sana! —protesta entre sus lágrimas Pepito—. ¡Besitos, como a mi papá!”.

Lo recuerdo como si fuera ayer. O como si hubiera sido hoy. O como si fuera a ser mañana, pues seguramente lo mismo sucederá otra vez cuando el aquí sea infinito y el ahora sea una eternidad.
Hoy hace 45 años conocí a mi esposa. Ella era muy bonita, pero no tan hermosa como es hoy. Tenía una rubia trenza que le llegaba a la cintura y unos ojos grandes y luminosos como su corazón.
Me tomó de la mano desde entonces. De la mano me lleva todavía como se lleva a un niño que no puede ver.
Hay quienes no creen en las mujeres. Por mi esposa yo creo en la mujer.
Hay quienes no creen en los ángeles. Ella es mi ángel guardián.
Hay quienes no creen en Dios. Yo creo en Él. Si no, ¿entonces quién puso en mi vida a esta perfecta compañera?
María de la Luz, la mujer que me aparta de las sombras...
Ella es la gracia de Dios en mi vida. Por ella le doy gracias a Dios.

Tres amigas estaban conversando. Una de ellas era un poco sorda. Dijo una: “En el súper vi unos pepinos de este tamaño”. Y señaló con las manos. Dijo la segunda: “Yo fui al mercado y vi unas sandías enormes, así”. Y señaló también con las manos. La sordita pregunta con interés: “¿Quién? ¿Quién?”.

En esta casa ocurrió un crimen.
Las casas en donde ha habido un crimen son sombrías. Ya puede entrar en ellas todo el sol del mundo, ya pueden entrar todos los niños: la casa seguirá oscura siempre, como si navegara por un eterno mar de noche.
La casa es grande, con aposentos espaciosos de altos techos. Tiene un patio. Alguna vez crecieron en él flores y hierbas de olor, y hasta un breve naranjo que daba azahares en la primavera y pequeñas esferas de oro en el otoño. Había una fuente que cantaba a veces, cuando las mujeres de la casa iban de maceta en maceta llevando el agua de la regadera.
Ahora ya no hay flores, ni hierbas para aromar el caldo. El único resto del naranjo es un truncado tronco de color blanco mortecino donde se ven gusanos más blancos todavía. La fuente, ya sin recuerdos de agua, está agrietada. El otro día se posó ahí un cuervo como el de Poe y graznó tres veces.
Hay un espejo que quedó olvidado cuando vinieron aquellos hombres y se llevaron los muebles de la casa. El espejo está en el zaguán, colgado de un clavo en la pared, junto a la puerta. Los hombres no lo vieron, pues quedó oculto tras unos helechos ya marchitos. Si lo hubieran visto se lo habrían llevado también seguramente. Pero nadie lo vio, y así el espejo sigue reflejando nada. Antes sí reflejaba. Reflejaba vida.
La muchacha salía de casa todas las mañanas. Lo último que hacía, ya en el zaguán, era ver por su cuerpo y por su alma. Se miraba la cara en el espejo, y se arreglaba el pelo, o se quitaba una mota de la blusa. En la puerta estaba una pequeña estampa de la Virgen. Se persignaba ante ella y decía una breve oración que comenzaba así: “Creo, adoro, espero y amo...”. Creía ella, de veras, y adoraba. Esperaba y amaba. El rezo se lo decía al Señor, pero no pensaba en Él. Pensaba en él. La esperaba en la esquina de la plaza y la acompañaba al trabajo. Se saludaban con una sonrisa, y él le daba la mano para un saludo formal, como a cualquiera, por el qué dirán. Pero se la apretaba levemente y la retenía unos segundos más de lo debido. Ella se llenaba con el calor de aquella mano de varón, y con su fuerza.
No lo veía más durante el día. En la noche, cuando el reloj de la catedral daba las 8, llegaba él otra vez y le silbaba quedamente. Ella iba a la sala —sus padres aprobaban el noviazgo—; abría la alta hoja del ventanal y se acercaba a la reja. Platicaban. ¿De qué? Pasado el tiempo ella intentó recordar de qué hablaban, y no pudo. Recordó, sí, que a ella se le iba el tiempo como al jardín el agua. Sonaba el reloj las10 y él le tomaba las manos otra vez y se las estrechaba entre las suyas; luego volteaba a ver si nadie lo veía y las besaba con un ardor que a ella la estremecía y a veces le quitaba el sueño.
Ninguna otra cosa sucedía. Y ninguna otra cosa sucedió. Cierto día él no regresó ya. Una tarde lo miró en la calle. Él volvió sobre sus pasos apresuradamente, como quien huye, y se alejó. Tuvo miedo de preguntar a alguien por él; a nadie le preguntó nada. Cierta noche sus tías, que fueron de visita, le dijeron a su mamá en voz baja que lo habían visto con otra mujer en misa. Pocos meses después ella supo que se había casado.
No volvió a tener novio. Se fue agostando al lado de los suyos, de su padre y su madre, de sus hermanos. Todos se fueron yendo poco a poco. Un día quedaron solas las dos, ella y la casa. Ambas, la casa y ella, eran ancianas ya. Después, quedó la casa sola. Ahora está en ruinas, igual que estuvo ella durante tantos años.
Por eso dije que en esta casa se cometió un crimen. Nadie lo supo nunca. Ni siquiera ella lo supo, así de resignada se quedó, así de triste. Yo escribo esto y siento la vergüenza que debió sentir aquel que cometió crimen de abandono. Como este se han cometido muchos crímenes. Hay por ahí muchas muertes en vida. O muchas vidas en muerte, da lo mismo.

La señora le dice al consejero matrimonial: “No hago el sexo a gusto. Mi marido me mira en forma extraña, y eso me pone muy nerviosa”. “¿Cómo la mira?” —pregunta el consejero. Responde la señora: “Desde la ventana”.

Visité en su santuario a la Señora para llevarle mi amor de hijo. Ante ella estaba cuando vi algo que me conmovió. Llegó un hombre de edad madura con un bebé en los brazos. A su lado iba una muchacha joven. El hombre alzó al pequeño y lo mostró a la Virgen. Después de hacer una oración salieron.
Salí enseguida yo. En el atrio del templo bailaban los matachines su danza intemporal. Otra vez vi a la muchacha: llevaba al niño a que viera los danzantes coloridos. El hombre me reconoció, y entablamos una breve conversación.
—Soy viudo —me contó—. Vine con mi hija y su bebé. Ella es madre soltera. Un individuo la sedujo y la dejó. Vine a decirle a la Virgen que si mi nieto tiene dos mamás, que son Ella y mi hija, también tendrá un papá, pues eso seré yo para este niño.
Hay héroes del amor cuyo heroísmo nadie ve. En el santuario de la Señora vi uno de esos heroísmos.

Llegó una chica de generoso busto con el médico y le dijo que le pasaba un caso muy extraño: cuando se quitaba el brasier su busto, en vez de caer, subía, se levantaba, se elevaba, ascendía, iba hacia arriba. Ante el asombrado galeno hizo, en efecto, la demostración. “¿Cómo ve, doctor? ¿Qué será esto”. “Mire —responde muy intrigado el médico—. No sé qué sea. Pero es contagioso”.

Silepen. Glacis. Bella Helena. Kardino. Merker. Alba. Lotus. Momo. Meriflame. Pelfi. Prince of Orange...
Seguramente mi abuela nunca supo que hay todas esas variedades de geranio. Ella cultivaba los suyos en macetas que hacía con las tinas que el uso agujereaba, y los cuidaba con el mismo esmero que a sus canarios y gorriones.
A cambio de sus cuidos los geranios le regalaban flores encendidas, y las aves le daban su canción. Las pequeñas criaturas poseen la sabiduría del agradecimiento, que a veces los hombres olvidamos.
Ahora veo un geranio, o escucho el aria de un pájaro canoro, y evoco a la madre de mi madre. Las flores también florecen en recuerdos, y las canciones en nostalgias.

En su minúsculo auto compacto el joven Afrodisio llevó a Rosibel a un romántico paraje. Ella descendió del cochecito y se tendió voluptuosamente sobre el césped. Pero el galán no descendía del auto. “¡Afrodisio! —llama ella—. Si no bajas del coche se me van a quitar las ganas”. Responde él: “Y si a mí no se me quitan las ganas no voy a poder bajar del coche”.

Un pedazo de tierra para posar mi planta
y ahí una huella sabia que conduzca la mía.
Un rincón en el cielo donde anidar mis ansias,
con una estrella, para saber que Tú me miras.
Sobre mi frente un techo; bajo el techo una llama,
un pan que nunca falte y una esposa sencilla.
La esposa como el pan: alegre, buena, cálida;
el pan como la esposa, de suavidad benigna.
Un amigo y un libro. Salud, pero no tanta
como para olvidar que he de morir un día.
Un hijo, que me enseñe que soy Tu semejanza.
Sosiego en el espíritu. Gratitud en el alma...
Eso pido, Señor, y al final de mi vida
dártelo todo a cambio de un poco de esperanza.