Tal vez la parte más difícil en la relación que establecimos Sebastián y yo, y que en apariencia debía ser sólida y duradera, tuvo que ver con las infinitas explicaciones que había que dar todos los días. Y que me obligaban a revisar mis más viejos conocimientos de física, química, ciencias naturales, botánica, zoología, filosofía, matemáticas y otras muchas materias que no había revisitado desde que era un adolescente.
Estoy haciendo la secundaria de nuevo sin querer, junto con ese muchachito de trece años y medio que tiene una biblioteca y un tío. Y a veces licenciatura, maestría y doctorado de un solo golpe.
Un niño es una máquina de hacer preguntas. Y espera respuestas.
«No sé», es la peor de las opciones.
Por qué el jabón hace espuma, cómo se reproducen los caracoles, de quién es primo un número primo, cómo se forman las olas, por qué hay palabras largas y palabras cortas, cómo es que los elefantes no tienen dedos, y tal vez la más difícil de todas, la que tiene siempre implícita más preguntas que respuestas: ¿qué es el amor?
Y con esa salió Sebastián un día mientras comíamos un plato de arroz caldoso con pescado y camarones que me había quedado buenísimo.
Justo la soltó así, de golpe, sin premeditación ni alevosía, por puras ganas de saber, de entender.
—¿Qué es el amor? —dijo poniendo una cara angelical. Esperando, por supuesto, una larga respuesta.
A partir del momento en que comenzamos a vivir juntos yo ya había desechado la posibilidad de emparejarme. No iba a hacer una falsa familia para darle al niño una falsa sensación de seguridad. Nos teníamos uno al otro y eso bastaba. Pero tengo que confesar que yo me había enamorado más de una vez, a veces con resultados espectaculares, y otras con tormentas terribles que me dejaban siempre como un náufrago varado en una isla desierta, sin posibilidad alguna de salvación.
Explicar los sutiles y complejos mecanismos que se desarrollan dentro de tu cabeza y que determinan ese sentimiento no es tarea fácil. Desde el punto de vista de la química, y particularmente de la química cerebral, hay pequeñísimas fluctuaciones dentro de nuestro cerebro de ciertos elementos que hay allí dentro y que enloquecen a la vista de alguien que te gusta. Y según unos médicos ingleses, las feromonas, esas sustancias que todos los humanos segregamos, hacen que al percibir su muy tenue olor caigamos rendidos frente a otros.
Pero también está la dopamina, un neurotransmisor y una hormona que está ligada a un sistema de recompensa y placer que activa el cerebro, así que cuando la secretamos nos sentimos muy bien. Y babeamos literalmente por la persona amada. Igual que el resto de los mamíferos. Con la diferencia de que nosotros podemos explicarlo (o intentar explicarlo con palabras), y ellos no. Pero de que sienten, sienten.
Pero esta bonita explicación no me sirve nada a la hora de decírsela a un jovencito que va a cumplir trece años y que siente cosas inexplicables dentro de su cuerpo y de su cabeza cada vez que ve a la chica pelirroja de Segundo C. Y que se muere de ganas de entenderlo.
Explicar el amor es tal vez la más dura tarea de todos los tiempos. Filósofos, poetas, músicos, novelistas lo han intentado con métodos diversos y muchos y variados resultados, y cada una de sus obras es una suerte de declaración al respecto.
Hay tantas maneras de contar el amor como cabezas que lo piensan.
Antes de contestar la endiablada pregunta de mi sobrino (o de intentarlo, para ser más exactos), que ha sacado canas verdes a miles de personas a lo largo de la historia de la humanidad, decidí hacer una prueba.
Fui hasta mis discos y rebusqué durante un buen rato mientras él me miraba sorprendido.
—¿Vas a poner una canción?
— No. Voy a poner una declaración de amor.
—Así que no me lo vas a explicar… —Y puso esa cara de disgusto que ya voy conociendo.
—Oír es otra manera de explicar. No comas ansias, joven romántico.
Tardé un poco. Pero lo encontré. Un disco de la Sinfónica de Berlín.
En cuanto vio la portada se quejó.
—¡Música clásica! Puajj.
—Se llama clásica no por vieja, sino porque ha pasado de generación en generación sin envejecer ni un poco. Vale tanto hoy como el día en que fue compuesta y ejecutada por primera vez. —Y mientras hablaba saqué el disco de la funda y lo puse en el plato; seleccioné la pista y con inmenso cuidado dejé caer la aguja mágica sobre el surco donde comenzaría, en instantes, la maravilla.
—¿Qué vamos a oír? Porque mis papás me llevaron una vez a un concierto y me desperté con los aplausos finales —preguntó inquieto Sebastián.
Puse mi índice derecho sobre la boca para pedirle silencio. Subí el volumen a tres cuartas partes de su capacidad y dejé que el espacio que nos circundaba se llenara con esas notas inmensas y bellas.
Conforme iba pasando la melodía los ojos de Sebastián se entrecerraban sucumbiendo al embeleso de la música.
Al terminar, completamente emocionado me dijo:
—Eso. Eso es lo que siento.
—El Adagio de Albinoni —dije—. Una de las más bellas piezas del mundo. Compuesto en 1945 por el musicólogo italiano Remo Giazotto. ¿Viste que la música también explica, de otra manera?
—Ya. Pero sigo sin saber qué hacer con Julia. ¿Le pongo la música?
—¿La pelirroja se llama Julia?
—¿Cómo sabes que es pelirroja? —gritó, poniéndose a la defensiva.
—Te veo mirarla. Eso es suficiente.
—¿Y cómo soy viéndola, según tú?
—Igual que un borrego detrás de una cerca mirando una paca de heno fresco del otro lado.
—¡Qué comparación, no jodas! —dijo Sebastián ofendido. Usando esas palabras «domingueras» que se le dan tan bien.
—En cuestiones de amor, todos los que caen en sus redes y su embrujo se vuelven un poco idiotas, y son capaces de hacer los ridículos más feroces o los actos más heroicos y valientes que te puedas imaginar.
—¿Mandar poemas es ridículo? —pregunta inquieto el muchacho.
—No. Por el contrario. Mandar poemas es heroico. Porque dejar por escrito lo que sientes es un acto de valentía absoluta. No cualquiera se atreve. El truco es que estén bien escritos, que no sean muy cursis y que no estén llenos de lugares comunes ni de metáforas absurdas o muy obvias.
—¡Ejemplo, ahora! —Esa es la manera de Sebastián de exigirme aclaraciones importantes cada vez que yo hablo como adulto y me olvido de que él, por más que no lo parezca, sigue siendo un niño.
—Las perlas que se asoman de tus labios. O, ese manantial de miel que corre por tus hombros. O, el tambor que golpea dentro de mi pecho…
—Párale. Ya entendí. Esas son metáforas. Y son obvias. Es decir algo usando otra cosa.
—Afirmativo. Para poder escribir poesía hace falta leer mucha poesía.
Y el muchacho, con una ciega determinación, pone una palma al aire, extendida, diciéndome que le dé muestras palpables de mi dicho.
Y voy hasta la biblioteca. Y sin dudarlo siquiera un instante saco del librero 20 poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda.
Se lo pongo en la mano.
—Te dejo a un verdadero jefe en eso del amor y las palabras. Chileno. Premio Nobel. Un hombre íntegro y valiente.
—¿Me lo puedo llevar a la escuela? —preguntó con un brillo en la mirada.
Y lo dudé un poco, lo confieso. Ese libro me acompaña desde tiempos inmemoriales y me ha sacado de algunos bretes, aunque también me ha metido en no pocos problemas. Perderlo sería como perder un trozo de mi alma. Pero, por otro lado, había que invertir en la construcción de sólidos cimientos de la relación que entre Sebastián y yo apenas comenzaba.
—Por supuesto. Cuídalo mucho.
Y el muchacho sonrió de oreja a oreja. Encontraba en mí no solo a un tío que hacía de comer y le decía que se lavara los dientes antes de acostarse. Un cómplice.
Y eso no es algo que abunde, como los chicles de sabores en la tienda de la esquina.
No me dijo nada durante un par de días; lo vi pasar con el libro bajo el brazo rumbo al baño (el mejor lugar del mundo, desde mi humilde opinión, para leer), e incluso por la rendija de su puerta entreabierta vi luz en la madrugada, y el característico, único, irrepetible y espectacular sonido de las hojas al pasar.
Lo estaba leyendo, con pausas y sin prisas, saboreándolo me parece, exactamente como debe leerse la poesía.
Luego encontré, en la parte de atrás de su cuaderno del colegio que estaba abierto sobre la mesa de la cocina (yo nunca husmearía entre sus cosas, ese es un principio básico de la complicidad que no puede romperse por ningún motivo ni bajo ningún pretexto), algunas palabras de esas que no se escuchan todos los días por la calle, palabras de poeta. Y al lado, un viejo diccionario que había pertenecido a mi familia por lo menos durante tres generaciones.
Supuse que las había copiado de Neruda. Que no debía conocerlas y que buscaba su significado. Ávida, socava, pubis, sucumbir, estupor, estival, frenesí. Tenía una dura tarea por delante; no es poesía facilona la del maestro Neruda.
Yo no preguntaba nada y él tampoco me contaba nada. Sobre el libro, aclaro. Hablábamos de muchas cosas todo el tiempo. No parábamos de hablar.
Él preguntaba y yo intentaba contestar de la mejor manera. No había temas prohibidos entre nosotros.
—¿Qué hacen las prostitutas? —decía, por ejemplo, con una sonrisa angelical.
Y yo tragaba saliva e intentaba, sin ser demasiado explícito ni cruento, contestarle de una manera natural.
—Son mujeres que viven de vender su cuerpo.
—¿Un brazo, una pierna, el hígado? ¿Se van quedando sin pedazos?
—No. Quise decir que utilizan su cuerpo para dar placer. Se acuestan con personas por dinero.
—¿Se duermen con alguien por dinero?
—No duermen. Tienen sexo a cambio de dinero. ¿En la escuela no te han hablado sobre eso, sobre cómo se hacen los niños? —Y yo, sin darme cuenta, había comenzado a sudar.
—Ahh. Sí. Pero según la maestra de biología, los niños se hacen cuando un padre y una madre se acuestan juntos por amor.
—A veces no es necesario el amor para tener sexo. Es un impulso natural. Todos los animales del mundo lo hacen. Pero solo los humanos cobran por que otro utilice tu cuerpo para sentir placer.
Afortunadamente Sebastián tiene demasiadas preguntas dentro de la cabeza y cambia de tema como de calcetines.
—Pepe le llevó a Amalia un peluche el otro día. Un peluche rosa. Y todos le dijeron que era un cursi. ¿Cómo se puede ser cursi?
—Búscalo en el diccionario.
Y juntos nos sentamos en la mesa de la cocina a buscar la palabra en cuestión.
Cursi.
1. adj. Dicho de una persona: Que pretende ser elegante y refinada sin conseguirlo.
2. adj. Dicho de una cosa: Que, con apariencia de elegancia o riqueza, es pretenciosa y de mal gusto.
—No estoy muy seguro de que Pepe sea cursi. ¿Qué esperaban de un niño de trece años? ¿Que le diera un diamante a Amalia? —dijo entonces Sebastián con una lógica aplastante.
—Tienes razón —concedí inmediatamente—. Supongo que fue un acto de amor, ¿no?
—Sí. Igual que mandar un poema.
—Exactamente igual que mandar un poema. Hay muchas maneras distintas de demostrar amor. ¿Cómo vas con Neruda?
—Bien. De repente no entiendo del todo. Pero sí se nota que estaba enamorado.
—¿Qué fue lo que más te gustó?
Sacó el libro de su mochila. Impecable. Sin un rasguño ni una mancha delatora de ninguna sustancia de esas que a los niños les gustan.
Buscó unos segundos. Y en voz alta, de corazón, leyó un trozo.
Fragua de metales azules, noches de las calladas
luchas,
mi corazón da vueltas como un volante loco.
Niña venida de tan lejos, traída de tan lejos,
a veces fulgurece su mirada debajo del cielo.
Quejumbre, tempestad, remolino de furia,
cruza encima de mi corazón, sin detenerte.
Me quedé helado. Generalmente todo el mundo cae en el embrujo del poema 20. Y este muchachito había escogido el 11; y particularmente un fragmento que a mí también me fascinaba.
—¿Por qué ese precisamente? —pregunté.
—Así me siento. Cuando veo a Julia no puedo decir ni una palabra. El volante de mi pecho da vueltas locas sin parar. Esa es una metáfora buenísima, poco común. No cualquiera diría eso, ¿verdad?
—No, no cualquiera lo diría. Ni lo entendería como veo que tú lo has entendido. Y ahora, ¿qué vas a hacer?
—Decirle que mi corazón es un volante loco, y que mi cabeza una rueda de la fortuna —afirma resuelto.
—¿Le vas a decir el poema?
—No. Voy a decirle que la amo.
Esa noche no pude dormir pensando en el momento en que Sebastián, mi sobrino y cómplice, se plantara frente a la pelirroja de sus sueños y le soltara, en medio del patio escolar, un «Te amo» salido de lo más profundo de su ser. Subido en esa montaña rusa de emociones que solo son provocadas por ese sentimiento que por traer, nos trae locos a todos, de una u otra manera.
Y todo ello empujado por la gracia y las poderosas palabras de Pablo Neruda, poeta de la tierra y los relámpagos, de las cosas sencillas y de los corazones que palpitan frenéticamente como locos volantes.
Oí cómo llegó de la escuela. La puerta se cerró con un sólido golpe. Y yo confié que fuera el viento y no una de esas terribles decepciones que provocan furia golpeadora de puertas.
Me puse a hacer como que escribía.
Pasó un rato y Sebastián no aparecía. No quería yo apresurar las cosas. Pero ardía en deseos de saber cómo le había ido con la pelirroja y la poesía.
Lo encontré en la mesa del comedor. Con las manos trenzadas en la cabeza. ¿Estaba llorando?
Llegué por detrás. Haciendo ruido para no sorprenderlo.
No lloraba.
Me senté frente a él.
—¿Y? —dije lo más naturalmente que pude.
—¿Y qué de qué? —contestó.
—¿Cómo te fue?
—¿En la escuela?
—En la escuela y con Julia.
—En la escuela bien, aprendimos sobre montañas, cómo se forman y cuáles son las más altas del mundo. Lo de siempre.
—Eso es muy importante por si algún día estás encima del Everest y te entra la duda de cuánto mide. ¿Y Julia?
—Bien, gracias.
Tirar un sobrino por la ventana no se vería bien, aunque en ese momento ganas no me faltaron. Era obvio que no quería hablar del tema.
Opté por la graciosa huida gastronómica.
—¿Pasta con tomate y aceitunas o a los cuatro quesos?
—Como quieras.
Así que me puse a trajinar en la cocina mientras él se cambiaba de ropa. Yo que sé bien cómo son las decepciones, notaba sobre su cabeza esa nube negra característica que acompaña a los amantes despechados. Pero no le diría ni una palabra sobre el tema. Cada quien debe guardar luto por los amores perdidos a su manera y a su modo, gritando o en el más absoluto silencio. Comimos pasta con tomate, aceitunas y chorizo. No teníamos cuatro quesos.
Y mientras comíamos, otro fragmento del poema 11 vino, como una gaviota, a anidar en mis pensamientos.
Ansiedad que partiste mi pecho a cuchillazos,
es hora de seguir otro camino, donde ella no sonría.
El amor y el desamor vienen casi siempre en la misma bolsita, y si te descuidas te dan uno por otro en el momento menos oportuno.
Sebastián miraba la pared buscando respuestas. Como si por arte de magia fueran a aparecer en ella jeroglíficos ancestrales que contuvieran todas las respuestas del universo, y sobre todo, las respuestas que los mortales buscan desde siempre. Pero no pasaba nada.
Al final, soltó un suspiro que pareció la exhalación final de Moby Dick, largo y profundo.
Y se animó a hablar.
—¿Cuánto cuesta un peluche?
—¿Perdón? —dije, abriendo los ojos.
—Me oíste, Paco, no te hagas güey.
—No tengo ni idea. ¿Trescientos pesos? ¿Veinte dólares? ¿Dos mil pesetas? ¿Cincuenta mil yenes?
—Chistoso…
—No. Gracioso tal vez, chistoso no. ¿Qué pasó?
—Le escribí un poema. Lo leyó, me dio las gracias, se lo guardó en una bolsa y me pidió un peluche.
—¿No cayó rendida a tus pies?
—Para nada. Quiere un peluche. Un oso.
—Hay que pensar seriamente si nos conviene esa niña, por más pelirroja que sea. La poesía funciona nueve de cada diez veces. Y parece que nos encontramos la excepción que confirma la regla.
—No todos sentimos igual. Ni escuchamos lo mismo cuando nos lo dicen o cuando suena en el aire. Algunos se ponen a bailar con una canción y otros le cambian a la radio.
—Exactamente así funciona la vida. —Tenía frente a mí a un joven poeta que se había llevado un chasco y, sin embargo, lo tomaba con una filosofía estremecedora.
Le serví una nueva ración de pasta. Cuando las cosas quedan claras en tu cabeza regresa el hambre, siempre.
Al terminar, puso esa cara de resignación habitual de los que se dan cuenta de que han caminado mucho rato por el camino equivocado y que es más penoso tener que volver que encontrar un nuevo destino.
—No le voy a dar un peluche. Lo siento. Sería cursi. Y ridículo.
—Haces bien.
—Buscaré a otra pelirroja a la que sí le guste la poesía.
Me empezaba a gustar este niño.
Se quedó para siempre con mi libro de Neruda. Lo releía de vez en cuando y seguía anotando palabras en su cuaderno. Nunca apareció otra pelirroja. Pero la voz de Sebastián se volvió casi tan clara como sus convicciones.
Ese libro mío pasó a ser suyo. De su propiedad, en su biblioteca.
Pero esa es otra historia.