EL PRINCIPIO

Nunca pensé en tener hijos.

Los niños y las niñas me parecían pequeños monstruitos incomprensibles que gritaban a la menor provocación, caprichosos y egoístas, siempre tenían hambre y despertaban en medio de la noche llorando porque había algo en el armario. No dejan escribir a gusto y es raro que disfruten de la ópera o el jazz. Hay que bañarlos, vestirlos, sonarlos, darles comida y medicinas, enseñarles a hacer pipí en el excusado.

Los amigos que los tenían (por decisión o por casualidad) habían cambiado todos sus sueños por una casa segura, un trabajo seguro, una corbata segura, una cadena segura y un montón de obligaciones acumuladas que no les dejaban ver el bosque por andar contando las hojas del árbol que estaba frente a sus narices. Para ellos los hijos eran una suerte de lastre que impedía que el globo de la imaginación y la libertad se elevara, por lo menos un poquito, por encima del suelo.

Así que yo había decidido, desde muy joven, cuando entré a la escuela de antropología, que no traería niños al mundo.

Quería andar a mi aire, sin ninguna clase de atadura, durmiendo bajo las estrellas, comiendo lo que hubiera, contando historias alrededor de la fogata, conociendo personas y culturas diferentes, besando al mayor número posible de mujeres y no preocupado por cambiar pañales o poner la mano sobre la frente de un enano para ver si el motivo por el que lloraba sería fiebre.

Uno decide lo que quiere hacer en la vida. Punto.

Excepto cuando la vida decide por ti.

Y ese fue el caso.

Sin quererlo, de la noche a la mañana, de golpe y porrazo, como dicen, Sebastián llegó para quedarse. Por algún motivo que no alcanzo a discernir del todo, mi hermana dejó una carta en la que pedía que si algo le pasaba yo me hiciera cargo de su único hijo.

No sé en qué demonios pensaba cuando la escribió. A lo mejor fue durante una fiesta en medio de una borrachera y le pareció la broma perfecta para su hermano oveja negra, el más loco de la familia. Ese que había repetido tantas veces en las comidas familiares de los domingos que no le gustaban los niños.

Pero algo debió ver en mí que yo no vi nunca.

Era suspicaz mi hermana, sabía cosas de los demás que los demás ni siquiera se imaginaban en sus más raros sueños.

Y uno puede hacer cualquier cosa en la vida, excepto contradecir la última voluntad de una hermana que te deja a su hijo en prenda para que lo ayudes a transitar por los caminos de la vida. ¡Menuda responsabilidad para alguien que no quiere tener ningún tipo de responsabilidad!

Y de repente recordé una comida hacía mil años, en que ella me había dicho al oído:

—¿Serías capaz de hacer cualquier cosa por mí?

Y yo, sin dudarlo un instante, le había dicho que sí, que lo que fuera, que para eso sirven los hermanos.

Nunca me imaginé que «cualquier cosa» sería esto.

Pero tendría que ser a mi manera, con las reglas que iría inventando en el camino, o rompiendo las reglas que la sociedad impusiera y que no me parecieran justas ni correctas.

Sebastián es un caballerito salido de una novela romántica del siglo XIX; pide las cosas por favor, hace caso a lo que le pides, se suena y va al baño solo y no se despierta en medio de la noche pensando que hay un monstruo en el armario. Hace su cama todas las mañanas y tiene ese aire triste que le cruza la cara, como le debe cruzar a todos los que pierden a sus padres en un trágico y ridículo accidente automovilístico. Hace muchas preguntas y espera muchas respuestas. De vez en cuando lo oigo llorar quedamente en su habitación. Y muchas veces no sé si debo entrar a consolarlo o dejarlo vivir a plenitud su pena.

Tiene casi trece años. Va a una escuela horrenda donde le enseñan cosas inútiles.

Pili, mi otra hermana, quiere llevarlo a vivir con ella. Tal vez sería lo mejor. Se supone que las mujeres tienen un instinto maternal innato que les hace saber qué hacer en cada caso y obrar en consecuencia. Pero por algún motivo fui yo el elegido. Tendremos que descubrir, Sebastián y yo, juntos, ese motivo.

La relación no ha sido sencilla. Yo no quería tener hijos y él no quería tener un padre-madre sustituto.

Y, sin embargo, eso nos tocó a los dos en la ruleta de la vida. Y lentamente nos vamos amoldando.

El primer día, a pesar de que ya nos conocíamos, nos miramos uno al otro durante largo rato, midiéndonos, sopesando nuestras fortalezas y debilidades, calculando hasta dónde podría el otro soportar los sueños, los miedos, los más profundos secretos del que le tocó en suerte para compartir la vida.

Yo no sabía que un niño podía mirar tan fija, tan profundamente. Como si estuviera escudriñando dentro de mi alma para saber si dentro de mí habría un corazón lo suficientemente poderoso para aceptar el más grande reto de todos los tiempos.

E inmediatamente me di cuenta de que rescatar princesas de las fauces de un dragón, organizar una huelga, luchar a brazo partido contra la ballena blanca que golpea en la quilla del barco, volar, aguantar el aire en las profundidades hasta que los pulmones te estallen, saltar sobre un río de lava o ser perseguido por un tigre hambriento; todo, era una pequeñez, una tontería comparado con criar a un muchachito de doce años que acababa de perder a sus padres.

Y me dediqué, lo mejor que pude, a hacer que la cosa funcionara.

Me mudé a su casa. Para que no resintiera una pérdida más en tan poco tiempo; rodeado de sus juguetes, su ropa, su cama y todo aquello que le resultara familiar y cotidiano, haría, desde mi punto de vista, más fácil la transición. Me queda claro que uno no olvida un evento tan traumático como el que le tocó vivir al muchacho y, sin embargo, el tiempo, ese sabio maestro, que algunas veces puede ser cruel y terrible, pero otras, sirve como una suerte de bálsamo que va haciendo que las cicatrices duelan menos, se hagan más pequeñas, que te acostumbres a llevarlas contigo y sean una parte imprescindible de tu propia piel.

Lo primero que hice fue leer unos cuantos libros sobre la crianza de los hijos, de todos los sabores, colores, tendencias y filosofías.

Tan solo para descubrir que no sirven para nada o para muy poco. Están llenos de frases hechas y lugares comunes.

Llamar al doctor si el niño tiene fiebre de más de 39 grados es algo que haría por puro sentido común; no necesito que me lo diga nadie. Además, estos libros tienen un tonito de suficiencia y se dirigen a mí como si fuera yo un inútil total.

Mira, Paquito, si el niño hace un berrinche marca diablo y patea las puertas, rompe jarrones y tira por la ventana tus discos de Miles Davis, lo que tienes que hacer es preguntarle si algo le molesta, si puedes hacer algo por él en el tono más sosegado y tranquilo posible, y en voz queda y serena pedirle que se tranquilice.

Y yo pienso que el estrangulamiento es un método más efectivo en caso de que algo así ocurriera. Por si acaso voy a poner mis discos bajo llave.

¡Voy a cuidar a un niño, no a Mr. Hyde!

Esos libros se venden como pan caliente. A padres primerizos que están tan asustados que seguirían cualquier clase de instrucción, por más idiota que esta fuera. Utilizaré tan solo los libros que yo considero importantes para fabricar una educación sentimental y el máximo de sentido común.

Y en ese momento, como una iluminación, oí claramente la voz del abuelo dentro de mi cabeza, viniendo de lo más profundo de la noche de los tiempos; tan clara como la mañana que empieza y que veo ahora mismo por la ventana. Y yo, que no creo en lo absoluto en fantasmas o apariciones, tuve que rendirme ante ese acento español que daba consejos como si fueran instrucciones, o instrucciones que bien podrían parecer estupendos consejos.

—A los niños no hay que educarlos. Hay que quererlos.

Y me pareció lo más sensato que había oído en toda mi vida. Ya recibiría la educación en el colegio (y por cierto habría que buscar uno mejor) y yo me dedicaría a quererlo. En el fondo, es lo único que nos hace falta a todos para ser un poco más felices, que alguien nos quiera sin reservas y sin condiciones.

En esas estaba, en el cuarto que me agencié como estudio, cuando apareció Sebastián enfundado en un pijama de anciano, de franela de cuadros y con un montón de botones, incluyendo una bolsa a la altura del corazón. ¿Para qué demonios quieres tener una bolsa en el pijama? ¿Qué vas a guardar allí durante la noche, una pluma fuente por si alguien te pide un autógrafo?

Muy serio me veía desde la puerta, sin atreverse a cruzar la frontera invisible marcada por el inicio de la habitación y la alfombra azul que cubría el piso.

—Paco, ¿puedo pasar? —dijo muy serio.

—Adelante, licenciado —respondí, sin reírme de su pijama, aunque ganas no me faltaban.

Se acomodó de un golpe en un sillón, como un conejo. Y se hizo bolita. Empezó a hablar sin mirarme, con la vista fija en el quicio de la ventana, donde la rama de un árbol indicaba con su verdor que ya empezaba la primavera.

—Mis papás no van a volver, ¿verdad?

—No.

—¿Hice algo malo?

—No. Los accidentes ocurren cuando menos los esperamos. Y la gente se muere. Ni tú ni nadie tiene la culpa.

—¿Tú vas a ser mi papá?

—No. Yo soy tu tío Paco, a los padres no se les sustituye a menos de que no los hayas conocido nunca o sean tan malos que haya que cambiarlos por otros.

—¿Están en el cielo?

Y a Sebastián se le empezaron a llenar los ojos de agua, lentamente, como las filtraciones que ocurren en las paredes de las casas viejas.

Y yo, que no creo en los cielos ni los infiernos, dos fórmulas místicas inventadas por las religiones para asustar o premiar a los mortales, dudé unos instantes.

Si él quería creer en eso yo no era nadie para contradecirlo. Ya habría tiempo para hablar sobre el tema con más calma.

—Nube 427. Subiendo a la izquierda —dije con una sonrisa falsa de oreja a oreja y señalando con el dedo hacia el techo.

Se enjugó las lágrimas con la manga de franela pasando el brazo por los ojos. Y esbozó una breve, tímida sonrisa.

Me levanté de la silla y lo abracé. Lo más fuerte que pude. Dándole a entender con ese abrazo que no estaba solo, que contaba conmigo, que yo no me moriría en un accidente.

Y así sellamos nuestro pacto implícito. Sin una sola palabra de por medio, sin contratos ni averiguaciones ni dudas razonables.

Sentí cómo él me abrazaba, también con fuerza.

Eso no viene en ninguno de los libros que leí. Nadie lo cuenta. Sucede y punto. Dos voluntades que se unen de una manera inesperada.

—Te quiero —dijo.

—Te quiero —dije.

El principio.