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Si he hallado su gracia, oh, rey, y si a su majestad le place, permítame vivir.

ESTER 7:3

Stella temblaba en la fila de la Appellplatz mientras pasaban lista y el Moorexpress jalado por caballos se detenía para recoger otro cuerpo. Los cadáveres, apilados en posiciones contorsionadas, brillaban bajo la luz grisácea, cubiertos por la tela traslúcida que formaba en parte la lluvia y en parte la nieve.

Sobre el montón, había un niño muerto.

Stella se metió un puño en la boca. El piso se movió bajo sus pies. «¡Por favor, Dios, no!».

Luego un ligero aliento se elevó como si fuera niebla de entre la pila; ella notó el movimiento casi imperceptible de unas pestañas infantiles. Intentó gritar, pero no salió sonido alguno. Stella se fue de la fila, pero un par de manos fuertes la jalaron para regresarla a su lugar. Se volteó y encontró la mirada del hombre del abrigo. Sus ojos verdes tenían una expresión fría y sus manos la lastimaban.

El Moorexpress llegó al Krematorium. Un fuerte chillido resonó desde el interior de los hornos. El grito de terror de un niño.

«¡Anna!». Stella luchó para liberarse de los brazos que la apresaban. Mordiendo y pateando, agotó cada pizca de fuerza que tenía para intentar salvar a su niñita.

—¡Despierte! —Stella abrió los ojos de par en par al oír sus propios gritos. Vio el uniforme negro de las SS y luchó con más fuerza.

—¡Míreme!

El coronel la sacudió y Stella se congeló. Lo obedeció con el sudor corriendo por su espalda.

Era preocupación, y no crueldad, lo que transmitía el rostro del hombre. El pánico de Stella disminuyó lentamente, llevándose consigo los últimos residuos del sueño. Eran sus propios gritos los que llenaban la pesadilla, y su lucha desesperada fue contra la cama, no contra el monstruo de sus sueños.

Anna seguía muerta.

Stella soltó un grito ahogado y volteó la cara.

—Tranquila. —El coronel la jaló hacia sus brazos, acariciando su espalda como si fuera un niño—. ¿Tuvo un mal sueño? No me sorprende, teniendo en cuenta por lo que ha pasado.

Vergüenza, humillación y otras emociones inquietantes la invadieron. Stella se dio cuenta de golpe de que estaba desnuda bajo la bata, pues se había quedado dormida sobre la colcha después de bañarse.

Se alejó de él, lanzándose hacia la cabecera de la cama. Hubo un silencio incómodo.

—Le traeré otra cobija —dijo él finalmente.

Observó cómo se levantaba de la cama e iba al armario. Imponente con su siniestro uniforme negro, parecía cojear más que antes.

¿Qué quería de ella en realidad? Sus habilidades de secretaria ¿o algo más?

Él volvió a la cama con una cobija militar de lana. Aflojando su corbata negra, dijo:

—Quítese esa bata y acuéstese.

Ella lo miró boquiabierta, incapaz de moverse, paralizada por las antiguas pesadillas. ¿Tendría la fuerza para enfrentarlo? Recargada contra la cabecera, se cerró con más fuerza la bata.

—No lo haré —susurró.

Él le lanzó la cobija, claramente exasperado.

—Sólo pensé que estaría más cómoda.

Se cubrió con la tela con rapidez y desvió la mirada.

—Iba de camino a mi cama cuando escuché sus gritos —continuó él—. Si quiere, me quedaré hasta que vuelva a dormirse.

Ella negó con la cabeza, aún intranquila.

—Le deseo buenas noches, entonces.

Pero no se movió, como si quisiera seguir hablando. Finalmente se dio la vuelta, avanzó hacia la puerta y apagó el interruptor. Un rayo de luz de luna se coló por las cortinas de encaje, proyectando un patrón de sombras por el piso.

—La niña ¿era suya?

Su pregunta partió la oscuridad que se extendía entre ellos como una cuchilla invisible. Stella se agazapó bajo la cobija, respirando con dificultad. No fue hasta que el tifus se llevó finalmente a la madre de Anna que la pequeña niña abandonó su cuerpo frío y gateó hasta el cálido catre de Stella y su corazón.

—Para mí significaba más que mi vida.

La silueta del coronel brilló en la tenue luz del pasillo.

—Quisiera —comenzó a decir, pero su voz perdió fuerza hasta desaparecer—. Buenas noches.

Herr Kommandant? —Stella escondió su ansiedad en las sombras mientras pronunciaba su pregunta más urgente—. ¿Cuándo podré irme?

La figura se quedó quieta en el umbral.

—¿Tantas ganas tiene de irse?

—Yo… quiero volver a casa.

—Pero no tiene familia, y dudo que los judíos que la criaron aún vivan ahí.

Lo cierto de su comentario la hirió. Un día Stella volvió a casa en el tren después del trabajo y se encontró con que su departamento estaba tapiado, las calles vacías y no había ni rastro de su tío o sus amigos.

—Además, Innsbruck está a muchos kilómetros de aquí, Stella —agregó él—. ¿Qué tan lejos cree que puede viajar en su estado?

No planeaba viajar a Innsbruck, pero él tenía razón en eso también. Apenas pudo subir las escaleras hasta su cuarto después de la cena.

—Pero cuando esté lo suficientemente fuerte, Herr Kommandant

—Podemos discutirlo cuando haya descansado bien y haya engordado lo suficiente con la buena comida de Helen. —La luz del pasillo titiló mientras él se acomodaba contra la jamba de la puerta—. Pero me hiere que elija abandonarme, especialmente cuando estamos aquí, perdidos y rodeados de kilómetros de nieve que nos llega hasta la cintura, y yo necesito desesperadamente una asistente competente. ¿Ésta es la gratitud que recibo por salvar su vida?

—Por supuesto que no, Herr Kommandant. Gracias. —Se tragó su tristeza, comprendiendo lo que él quería decir en realidad. Al fin y al cabo, por ahora seguía siendo su prisionera.

—De nada. —Su perfil sombrío se relajó—. Le deseo dulces sueños.

Después de que él se fue, Stella se acomodó en la cama e intentó dormir, pero la mantuvieron despierta los recuerdos de Anna y el miedo ante los motivos del coronel.

Él le había contado sus planes de conseguir una secretaria en Múnich, un lugar donde sin duda había cientos de personas más cualificadas para el puesto. Y aun así, él se decidió a contratar a Stella, incluso antes de conocer su explicación sobre la palabra JUDÍA estampada en rojo en sus papeles.

¿Por qué la había elegido a ella? No tenía fortuna ni riqueza. ¿Y quién podría desear a una mujer que se veía como un espantapájaros calvo y herido? De otro modo, él la habría violado esa noche en el cuarto.

Stella observó las sombras que bailaban en el techo. Aric von Schmidt la asustaba. También se sentía atraída por él... Ése era un panorama más aterrador que el nazi gordo que la abordó en Mannheim o los guardias que la golpearon con sus porras en Dachau.

Por alguna razón, ese hombre jugaba con aquel lugar de su interior que, hacía mucho tiempo, había quedado enterrado bajo la humillación, la desesperanza y la desconfianza, un lugar tan profundo como su corazón.

La parte de ella que anhelaba amor humano.

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Stella parpadeó varias veces ante el brillo blanquecino del inicio de la mañana y rodó sobre su espalda.

Guten Morgen —susurró una voz desde la puerta.

Volteó la cabeza con brusquedad y luego soltó un sonido de alivio.

—Buen día para ti, travieso.

Los ojos cafés de Joseph se iluminaron, divertidos. Obviamente se sentía a salvo con ella. Eso era algo.

—¿Dónde está Helen?

—Está haciendo el desayuno —respondió Joseph—. Herr Kommandant dice que puede comer en su cuarto esta mañana. Y hoy no tiene que trabajar. —Hizo una pausa—. ¿Tuvo una pesadilla?

Stella se sentó en la cama.

—¿Qué hora es? —inquirió, ignorando la pregunta.

—Seis quince.

—Voy a vestirme y a bajar. —No dudó de las palabras del niño, pero tampoco iba a caer en otra trampa nazi. La idea de volver a Dachau la hacía temblar.

Joseph se veía preocupado.

—Se supone que tengo que… ayudarla, si lo necesita.

Stella reprimió una sonrisa ante su evidente incomodidad.

—Puedes ayudarme a buscar mi ropa interior.

El niño abrió la boca de par en par, y un rubor exaltado tiñó sus mejillas.

—Supongo que puedo arreglármelas sola —admitió, sintiendo lástima por él. El alivio del pequeño fue hilarante—. Dame treinta minutos para arreglarme, ¿sí?

Él asintió antes de darse la vuelta para salir alegremente del cuarto. Stella intentó no pensar en Anna. «Luego —se prometió—, cuando ya no duela tanto».

Salió de la cama, estirando sus extremidades adoloridas mientras caminaba hacia la ventana con torpeza. La fortaleza destacaba contra un cielo color peltre como una isla secreta que emergiera de un mar blanco. Stella apenas podía ver los chapiteles más altos de la construcción. El lugar parecía impenetrable.

Se estremeció una vez más al ver el alambre de púas y los reflectores enterrados en la tierra, a la derecha de la entrada. Theresienstadt no era el cielo. Sus paredes no protegían a sus víctimas: las atrapaban, igual que las puertas de Dachau.

En el interior, ¿la gente sufriría lo mismo o más?

Stella se volteó. No quería pensar en eso. De cualquier modo no podía ayudarlos.

Dentro del baño evitó ver su reflejo en el espejo. Alguien había llevado la peluca pelirroja desde el coche hasta el armazón metálico que estaba junto al lavabo. Sin duda, la orden tácita del coronel era que la usara.

Stella se volteó hacia la regadera, sintiendo de nuevo la necesidad de bañarse a pesar de haberlo hecho la noche anterior. El jabón con olor a clavo que le habían dado le recordaba a la Havdalah, cuando el final del Sabbat se bendecía con especias como clavos, nuez moscada y canela, una ofrenda para que la semana siguiente fuera serena y pacífica.

Intentó enfocarse en ese recuerdo mientras el agua limpia y caliente caía sobre su piel. Ignoró el dolor que le causaba la culpa que sentía ante tal lujo. Sufrir se había vuelto una forma de vida. ¿Sería tan tonta como para negarse a la ofrenda del placer?

De nuevo en su cuarto, encontró el ropero lleno de suéteres de colores, pantalones, bufandas y calcetines. En un cajón encontró todo tipo de encajes; mientras rebuscaba entre calzones, brasieres, ligueros y medias de seda auténtica, se maravilló ante la generosidad de Helen.

Cuando encontró un calzón de algodón blanco que no se deslizaba por sus caderas, Stella miró con detenimiento las docenas de trajes sastre que llenaban el ropero. Sintiendo cierta curiosidad por la variedad de tamaños, eligió el más pequeño de todos: un saco con estampado de pata de gallo y una falda a juego.

Tras ponerse el atuendo, tuvo que darle dos vueltas al cinturón del saco alrededor de su cintura. Después ahogó un grito al meter sus pies sensibles en un estrecho par de zapatos de tacón; no usaba zapatos de verdad desde hacía meses. Reprimiendo un gemido, caminó hasta el baño con torpeza y se puso la peluca.

Stella se obligó a mirar en el espejo. Hadasa Benjamin, una Mischling, mitad judía, rebosante de la exuberancia propia de una mujer joven, ya no existía. En su lugar estaba Stella Müller, sumisa contadora austriaca y elemento útil para el Tercer Reich. Un frágil disfraz compuesto por nada más que un pedazo de papel sólo en apariencia oficial, una peluca pelirroja y, debajo de sus heridas, los rasgos blancos heredados de su abuela holandesa.

Mientras observaba a aquella extraña con ojos de mendigo y mejillas hundidas, Stella se preguntó por enésima vez cómo algo tan insignificante como el orgullo nazi había puesto su mundo de cabeza. Lanzada a un vagón de carga que apestaba a cuerpos sucios y excrementos, había pasado infinitas horas de pie entre extraños sudorosos, sofocándose por la falta de aire fresco. Su garganta reseca enfrentaba la creciente presión en su vejiga mientras la bestia que los llevaba a todos en sus fauces se abría paso por los caminos hacia Dachau. «Aquel lugar olvidado por Dios…».

Stella se recargó sobre el lavabo inundada por una súbita ola de cansancio. El coronel tenía razón. ¿Cómo iba a irse si el simple acto de vestirse acababa con sus fuerzas? ¿Qué tan lejos llegaría atrapada en un cuerpo todavía tan débil?

Frustrada, trastabilló de regreso a su habitación. Se sentó en la orilla de la cama esperando a Joseph y de nuevo notó el pequeño libro negro que estaba en el buró. Una Biblia. La había visto la noche anterior, pero estaba demasiado cansada para prestarle atención.

Levantó el libro de tapas de cuero, sintiendo su peso. Su compañera de trabajo, Marta, tenía uno así; muchas veces su mejor amiga había intentado, con todas sus fuerzas y de la manera más amable, convertir a Hadasa a la fe del Cristo.

«Quizá por eso éramos mejores amigas», pensó con un suspiro nostálgico. Los esfuerzos de Marta no dieron fruto, pero Hadasa siempre se sintió conmovida por su genuina preocupación por su alma.

Dejó que la Biblia se abriera en una página al azar e inmediatamente reconoció las palabras del salmo 22 de su propio Tanaj judío:

Dios Mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

¿Por qué estás tan lejos de mi salvación,

y de las palabras de mi clamor?

Dios mío, de día clamo y no respondes.

Cerrando el libro de golpe, Stella lanzó la Biblia dentro del cajón del buró. El resto se lo sabía de memoria: el rey David hablaba de esperanza y de su fe absoluta en que Dios lo rescataría.

Su única salvación estaba hecha trizas. Las ruinas de su casa en Mannheim, los ojos nublados y hechizados de los muertos y los moribundos en Dachau. El rostro de Anna…

Se escuchó un fuerte toquido en la puerta. A Stella se le secó la boca mientras avanzaba para abrir. ¿Sus habilidades como contadora satisfarían las expectativas del coronel? ¿O sería enviada de nuevo a aquel lugar?

Joseph estaba recargado contra la jamba de la puerta y se enderezó rápidamente cuando la vio. Una sonrisa tímida se dibujó en sus labios.

—Se ve bonita, Fräulein.

Su cumplido tuvo el poder de darle fuerza a su confianza. Los hombros de Stella se relajaron y le ofreció una sonrisa cariñosa.

—Eso es algo que a una dama siempre le gusta oír, Joseph. Danke.

Él agachó la cabeza con timidez, luego se giró hacia las escaleras. Stella respiró profundamente antes de seguirlo para encontrarse con su nuevo jefe.

El coronel estaba en la mesa con un manojo de papeles en una mano, mientras que con la otra sostenía una taza humeante de Kaffee. Sobre la punta de su nariz, que Stella notó que estaba ligeramente torcida, llevaba unos lentes de armazón dorado. Le daban un aire de inteligencia encantador, y a ella le sorprendió el pensamiento desconcertante de que, con otra ropa, él podría pasar por un hombre común tomando su desayuno.

Se veía preocupado por lo que estaba leyendo. Cuando finalmente la miró, se detuvo con la taza de Kaffee cerca de su boca. Lentamente, bajó la taza para dejarla sobre la mesa y luego se quitó los lentes.

—¿Joseph no le dio el mensaje?

—Hizo lo que usted le pidió, Herr Kommandant. Pero elegí bajar.

—Dese la vuelta —dijo tranquilamente.

El pudor luchó contra su hambre mientras notaba los aromas seductores del verdadero Kaffee y las papas fritas. Obedeciendo la orden recibida, se mordió el interior del labio para mitigar el dolor que le causaban sus zapatos demasiado apretados y giró lentamente en su lugar.

Él se levantó de la silla.

—Venga, se sentará aquí —dijo con brusquedad mientras indicaba un lugar junto al suyo—. ¿Tuvo más pesadillas?

Una pregunta cortés. Íntima. El calor asaltó las mejillas de Stella.

—No, Herr Kommandant. —Al pensar que le debía al menos una mínima cortesía, agregó—: Gracias por… anoche.

—De nada.

A Stella le pareció ver el destello de una sonrisa antes de que él volviera a su asiento. Su atención pasó al trinchador, ansiosa por ver qué la forzarían a comer esa mañana. Para su alivio, vio un tazón de avena humeante, rebanadas de pan de centeno con mantequilla y nada de cerdo. Tras servirse, se sentó y comenzó a comer el caliente y espeso cereal con entusiasmo.

—¿No le quiere poner nada, Fräulein? Personalmente me parece que sabe a engrudo a menos que esté enterrada bajo un montón de azúcar.

Ella levantó la vista con la boca llena de avena.

—Pero me complace ver que toma en serio mis órdenes.

Se le iluminaron los ojos, divertido, y Stella casi se ahoga en su apuro por tragar la comida.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que comí tan bien —dijo—. En Dachau nos daban avena.

Una repentina molestia en la expresión de él la detuvo. ¿Le hizo enojar? ¿Cambiaría de parecer y le quitaría la comida? Ella apretó su mano alrededor de la cuchara.

—Lo siento, Herr Kommandant, no quise ser grosera.

—Coma —rugió él. Y luego, suspirando, agregó—: Por favor, Fräulein. Disfrute su desayuno.

A Stella le tembló la mano al estirarse para tomar la sopera de plata con crema y luego el tarro de miel dorada. Después de echar generosas cantidades de cada uno en su tazón, detuvo la cuchara antes de llevarla a sus labios para echarle otro vistazo al coronel.

Él volvía a leer sus papeles. Ella se relajó y comió más lentamente, disfrutando la delicia olvidada. «Mmm… Avena, la tierra de la miel y la leche». Cerró los ojos lentamente mientras se perdía en la cremosa dulzura. No podía recordar la última vez que saboreó tal lujo, y definitivamente nunca le había sabido tan bien.

Cuando abrió los ojos, vio que el coronel, con sus facciones angulosas, la observaba. Como un lobo hambriento… y ella, ¿el cordero?

Desconcertada por su escrutinio, tomó una rebanada de pan tostado y lanzó una mirada resuelta a su alrededor. A la luz del día, las paredes del comedor, de un suave beige, parecían más acogedoras que elegantes. Además del trinchador había una tradicional alacena alemana de nogal pulido. Arriba, una repisa de madera tallada recorría el perímetro del cuarto, exhibiendo una variedad de platos de porcelana pintados a mano con exquisitas flores. Seis pinturas decoraban las paredes con escenas bucólicas muy parecidas a la de las escaleras.

—Eran de mi madre. —Él había seguido la mirada de Stella—. Tuve la suerte de poder traerlas de Austria.

—¿También la pintura del castillo que está junto a las escaleras? —Stella no podía sacarse la tranquilizadora escena de la cabeza.

—¿La pintura de la casa de mi padre? Sí. El barón von Schmidt se lo encargó a un artista local de Thaur. Yo nací ahí; crecí ahí, de hecho. Me quedé hasta que me fui a la universidad de Bonn. —Su expresión se tornó pensativa—. Claro, siendo de Innsbruck, sin duda usted la reconoció.

—Claro —mintió Stella, aliviada de haber adivinado correctamente—. ¿Alguna vez volvió?

—Una vez. Lo suficiente para enterrar a mi padre.

No dijo más, pero Stella notó su amargura. Dijo «la casa de mi padre», no la suya. ¿Era ésa otra pieza del rompecabezas de su carácter?

—Basta de plática. —Le lanzó una mirada al tazón de avena a medio comer de Stella—. Termine su comida, luego vuelva a la cama.

—¿A la cama? Pero yo pensé ¿Y su carta urgente a Berlín?

—¿Lo ve? ¡Ya está demostrando que es una buena secretaria! Con que manteniendo al jefe sin problemas, ¿eh? —Sonrió y las líneas duras desaparecieron de su rostro. Una vez más, Stella se sintió abatida por su atractivo; la nariz ligeramente torcida solamente mejoraba sus facciones rudas.

—Yo me encargaré de Berlín —dijo, y le dio unas palmadas en la mano con un gesto extrañamente cariñoso—. De hecho, darle el día no es tan cortés como podría pensar. Debo irme unos días. Tengo reuniones en Praga. Puede descansar mientras no estoy. Ahora coma. —Recogió sus lentes y tomó el montón de papeles que había estado leyendo detenidamente.

Aric le echó un vistazo a Stella por encima de su informe, notando que las ojeras enfatizaban sus facciones demacradas. Sólo su entusiasmo por el desayuno calmaba su ira cada vez que miraba el lastimado rostro de la mujer o la forma en que su ropa colgaba ampliamente sobre su cuerpo. Le sorprendía haberla encontrado primero; el Lagerfürher debió de ver el error en sus papeles cuando llegó por primera vez a Dachau. Claro que eso implicaba creer que los maleantes uniformados que estaban a cargo tenían la capacidad de pensar.

La imagen de ella parada frente al pelotón de fusilamiento de Dachau lo perseguiría durante el resto de sus días. Medio desnuda, con sólo una blusa sucia para cubrir su cuerpo de largas extremidades, estaba recargada contra una pared salpicada de sangre, aferrándose a la mano de una niña.

Aric se movió con incomodidad en su silla. Llegó en el preciso momento en que dispararon y la pequeña niña se desplomó como una muñeca de trapo. Stella tenía una expresión tensa, sus ojos azules brillaban, pero aun así se negaba a soltar a la criatura. El pequeño cuerpo colgaba de su mano, una imagen que era aún más grotesca por su clara desesperanza.

En un principio, quizá fue a buscarla por su atención a los detalles, o por la inconsistencia en los papeles de Stella, o incluso porque conoció a una familia Müller en Innsbruck, pero todo cambió para él en ese instante. Se abrió camino a través del escuadrón armado y obligó a los guardias a que la liberaran; luego evitó que la subieran al tren y en cambio sobornó a un Kapo para que la vistiera antes de meterla en la cajuela de su coche. Grossman manejó a gran velocidad y huyeron a la casa cercana de la prima de Aric, Hilde Gertz.

No podía entender por qué Stella le importaba tanto. La guerra lo había acostumbrado a tanta muerte y crueldad; ella era una desconocida que, por la maldad de la Gestapo, se convirtió simplemente en otro obstáculo de sangre caliente en el camino del Reich.

Aun así, tras regresar a casa de su prima el día anterior para recoger a Stella después de su reunión en Múnich, se sintió abrumado por su propia furia al levantarla en sus brazos. Era la primera vez en mucho tiempo que algo, o alguien, lo conmovía.

Estaba tan delgada que notó que sus costillas sobresalían debajo de su delgado vestido de algodón. Por la mañana aún se veía débil, y eso fue suficiente para que él se alegrara de haber cambiado sus planes.

Aric no tenía planeado dejarla sola, pero la llamada de Eichmann cambió todo. El Obersturmbannführer de las SS pasaría una semana en Praga para asistir a una cumbre antes de continuar a Berlín. Cuando le sugirió que se reunieran en Theresienstadt, Aric lo convenció de que la ciudad sería un mejor punto de encuentro.

Aric no se engañaba sobre sus motivos: quería protegerla a ella, su paloma herida…

El cansancio lo abandonó al verla comer. La noche antes ella quiso irse. Él se negó y le dijo que necesitaba una secretaria. Aric sabía que ésa no era toda la verdad acerca de por qué la había salvado. Aun así, cualesquiera que fueran sus motivos reales, se sintió obligado a terminar la tarea, a alimentarla hasta que los huecos de sus mejillas desaparecieran, a vestirla con ropa elegante, azul para que combinara con el color de sus ojos, y perlas para enmarcar su delgado cuello. Ella olería a fragantes clavos y cigarros finos, no a suciedad y miedo.

Quería que se recuperara con rapidez, pues entre más pronto pareciera alguien de su personal y no una prisionera, mejor. Hasta que su cabello creciera y las heridas se desvanecieran de su rostro y sus manos, estaba en peligro constante.

Stella vació su tazón y luego se dio unos toques en la boca con su servilleta de encaje. Él notó una marcada mejoría en el saludable color rosa de sus labios. Tan prometedores…

—Ya terminé, Herr Kommandant.

Una nota de orgullo tocó su voz. Aric dejó que su reporte se deslizara sobre la mesa. Ella estaba sentada en la silla perfectamente erguida y con las manos sobre el regazo, complacida con ella misma en secreto.

Su miedo hacia Aric había desaparecido… o al menos disminuido. Era un buen inicio.

—Pronto se pondrá tan gorda que usará mi ropa —dijo él en tono de burla.

En las mejillas de Stella florecieron las rosas y su boca se curvó hacia arriba.

—Necesitaré mucha más avena, Herr Kommandant.

Lo impresionó su primera sonrisa tímida, pero se repuso con rapidez.

—Entonces haré que una caravana de camiones traiga el engrudo cada semana, ¡y que traigan dos vacas y un panal para el patio trasero!

La sonrisa de Stella floreció con sus palabras. Era tan encantadora… incluso con el cabello pelirrojo. Aric se levantó de su silla.

—Vamos, es hora de descansar.

Él le ofreció su mano y ella dudó, pero luego la tomó.

A pesar de su fragilidad, se veía elegante y distinguida con aquella ropa con estampado de pata de gallo. Con el tiempo sería aún más encantadora.

Aric reprimió su esperanza tan rápidamente como nació. El tiempo ya no era un lujo que él pudiera darse. Tampoco las emociones; significaban tener que ser humano, sentir. Él era un soldado, una máquina, que no podía alterar aquello en lo que se había convertido ni tenía la voluntad para cambiar lo que debía hacer.

A Stella le sería concedido su deseo; la llamada con Eichmann lo había garantizado. Sí, su paloma perdida debía sanar con rapidez, pues en unas semanas él se convertiría en el monstruo de sus sueños.

Antes de que eso sucediera, él la dejaría libre.