Él le asignó a ella el mejor lugar del harem.
ESTER 2:9
Era el cuarto más encantador que Stella había visto en su vida.
Se recargó contra la jamba de la puerta y se maravilló ante la opulencia de las cortinas de encaje color marfil que colgaban a los lados de la ventana alargada que estaba sobre la cama. Había unas almohadas del mismo color sobre una colcha de chenilla azul, mientras que junto a la cama había un buró de caoba; en su pulida superficie, había una espléndida lámpara Girandole, junto con un pequeño libro y un exquisito reloj con incrustaciones de perla. Un ropero de la misma madera en tono miel se encontraba en la pared opuesta.
Cruzando el umbral, Stella lanzó su abrigo prestado a la mesa. Una acuarela enmarcada junto al guardarropa llamó su atención: una chica joven con un sombrero rojo de paja con listones estaba tendida en la hierba de un prado soleado. Estaba rodeada de flores amarillas cuyo brillo contrastaba con un arroyo azul.
La pintura parecía tranquila y pacífica, maravillosamente silenciosa. Muy diferente del ruidoso y abarrotado bloque de Dachau donde Stella y otras prisioneras se apiñaban como si fuera una caja de sardinas. Soltó un melancólico suspiro. La soledad era un lujo que había subestimado.
Al entrar en el cuarto, Stella observó una estrecha puerta a lo lejos: ¡su propio baño! Corrió al interior y se paró en medio del pequeño cuarto con azulejos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se había bañado en una tina real, o dormido en una cama cómoda?
¿Era un truco? ¿Por qué Dios la tentaba ahora con esperanza…, después de todo por lo que había pasado? Aun así, no podía negar esa sensación, tan ajena y vaga como su propia libertad.
Stella volvió a la habitación. El chico aún estaba parado en la puerta.
—¿Tú eres Joseph?
Él la contempló; luego bajó la mirada y asintió.
—¿Cuántos años tienes?
Levantó la cabeza y bajó ligeramente sus largas pestañas cafés.
—Diez.
«Es mayor que Anna». Stella reprimió el recuerdo tan rápido como llegó. El niño vestía ropa limpia aunque gastada, que colgaba con amplitud sobre su pequeña figura. Se veía muy frágil. No cabía duda de por qué al principio había pensado que era más joven.
Tampoco había notado que no tenía oreja derecha.
—¿Cuántos años tiene usted, Fräulein?
Stella sonrió a pesar de tener los labios partidos.
—Nunca debes hacerle esa pregunta a una dama.
Sus mejillas color aceituna se llenaron de color.
—Veintitrés —admitió—. ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí, Joseph?
—Un año, al menos en el gueto. Estoy con Herr Kommandant desde hace más o menos un mes.
—¿Te trata bien? —Stella intentó no quedarse mirando la costra sanguinolenta que tenía donde antes estuvo su oreja. Si el coronel le hizo eso, entonces seguro que su propio destino sería peor.
—Me gusta estar aquí. El trabajo es fácil y puedo comer todo el Käsespätzle que quiera. Incluso tengo mi propia cama.
Quizá no había sido el coronel quien hirió al niño. Stella pensó en los dos soldados que acababan de ver afuera. Se le aceleró el corazón mientras luchaba por recordar sus nombres, un capitán… ¿Hermann? Sí, y el sargento Koch. Suspirando, le preguntó al chico:
—¿Y los otros nazis?
Sus rasgos se tensaron, y Stella acortó la distancia que los separaba.
—Escúchame, Joseph —dijo mientras se agachaba para quedar a su altura—, sé lo crueles que pueden ser. Te doy mi palabra de que no repetiré lo que me digas. Pero debo saber qué puedo esperar aquí.
Sus inteligentes ojos cafés la estudiaron con una intensidad que no se correspondía con su tierna edad.
—Es judía, ¿verdad, Fräulein?
—Nein! —respondió con enojo como una reacción automática, cargada de miedo, que había practicado cientos de veces como Morty se la enseñó. Y ellos ni siquiera le habían preguntado…
Se paró con los demás en el puesto de control de Mannheim, lamentando su decisión de dejar la seguridad del departamento de Marta Heidelberg para volver a buscar a su tío. El lugar estaba lleno de nazis. Un hombre gordo de la Gestapo avanzó hacia ella en la fila mientras sus compañeros vociferaban para animarlo. Stella ahogó un grito cuando la boca sucia y húmeda del hombre rozó su cuello con un aliento que apestaba a cerveza rancia y tabaco. Cuando comenzó a tocarla, ella perdió el control. Como un gato salvaje sin atar, Stella se dio la vuelta y lo atacó antes de que varios pares de manos se la llevaran a rastras. Su satisfacción por los sangrientos moretones que dejó en la cara del hombre se convirtió en una explosión de dolor tras el primer golpe; el segundo la derribó por completo en el piso.
Después él recogió los papeles que se le habían caído y fue con ellos hasta la mesa del puesto de control, marcándolos en rojo con la palabra maldita que le había comprado un pasaje en el siguiente tren al infierno…
—No soy judía —le dijo al niño—. Por favor, no digas eso de nuevo.
El dolor destelló en los ojos del pequeño. Stella se sintió avergonzada por su deslealtad hacia los suyos, como si lo dejara solo con el destino de su raza. Pero aun así no tenía otra opción que mentir; no quería cargarlo con esa clase de secreto. No podía arriesgar la vida de otro…
Le ofreció una sonrisa arrepentida.
—Aun así me gustaría ser tu amiga, Joseph. Necesitaré un amigo en este lugar.
El rostro del pequeño se iluminó con una rápida aceptación infantil.
—Tendré que enseñarle las reglas —dijo—. Lo primero es: manténgase alejada del capitán Hermann. Él golpea a los prisioneros con los puños. —El niño inclinó la cabeza—. Y usted se ve como una prisionera, Fräulein.
Stella se ruborizó.
—¿Hay algo más que deba saber?
—También están el sargento Koch y el teniente Brucker. A ellos simplemente les gusta lastimar a las personas. —Bajó la mirada al piso—. Especialmente a los mayores que no pueden defenderse.
—¿Y a los niños, Joseph? —susurró Stella, observando la terrible costra.
Él no la miró.
—A los niños también.
Stella se meció mientras se acuclillaba en el piso y las imágenes explotaban en su cabeza. El dulce rostro de Anna…, la estrella más hermosa y brillante de la escuela provisional de Dachau… Anna…, su amada hija después de que Bella Horowitz murió Anna, aferrándose con sus pequeñas manos temblorosas a un trozo de tela, una blusa con la que cubrir la desnudez de Stella mientras los guardias la arrastraban hacia el área de fusilamiento… Anna…, arrastrándose con los brazos extendidos detrás de Stella. La explosión de un arma.
—¡Nooo! —gritó, jalando al sorprendido niño hacia sus brazos. El dolor la abrumó mientras lo estrechaba con fuerza, de la misma forma en que nunca volvería a abrazar a Anna, ofreciéndole consuelo y pidiéndolo a su vez…
El pequeño se puso rígido durante un instante, luego se aferró a ella con una fiereza muda. Los dos eran desconocidos y, sin embargo, en ese momento estaban más unidos por su anhelo de contacto humano de lo que lo habrían estado por cualquier vínculo de sangre.
Stella presionó su mejilla contra los rebeldes rizos cafés del niño, que se sentían suaves contra su piel.
—¿Dónde están tus padres? —Logró preguntar finalmente.
—Muertos —susurró él—. Mamá y papá se enfermaron mucho cuando estábamos en Neuengamme.
Un escalofrío recorrió la espalda de Stella.
—¿Neuengamme?
—Un campo de trabajo. Cerca de Hamburgo, creo.
—¿Cómo llegaste aquí?
—Herr Van dee Moss dijo que fuera su asistente. Era un pintor famoso en Ámsterdam, así que nos dejaron venir a Theresienstadt. Murió el verano pasado.
Las palabras del niño fueron apagándose en el hombro de Stella, que sólo pudo abrazarlo de nuevo.
Finalmente él levantó su rostro hacia ella.
—¿Rezará por mamá y papá, aunque fueran judíos?
¿Cómo podía decirle que Dios había abandonado a su gente?
—Rezaré —mintió ella, conteniendo su amargura.
—Le prometo por mi honor que la cuidaré mientras esté aquí.
A Stella le ardieron los ojos al ver la expresión seria del niño. De pronto le pareció que tenía muchos más que diez años.
—Gracias, Joseph. Me enorgullece conocer a un hombre que aún valora el honor.
Él se ruborizó ante su cumplido.
—Por favor, debemos irnos. Herr Kommandant está esperando.
Stella se levantó de la cama, sintiendo náuseas ante la idea de volver abajo.
—Dame un minuto. —Luego fue al baño a limpiarse lo mejor posible la sangre y la tierra seca.
Abajo, la cristalería y los cubiertos de plata entrechocaban mientras los llevaban al comedor, pasando a través del arco que lo conectaba con la cocina. Una mujer de cabello plateado, que vestía una pañoleta verde brillante y un uniforme de servicio blanco y negro, trajinaba de un cuarto a otro.
Se detuvo en seco frente a Stella y luego elevó una ceja inquisidora hacia el chico.
—Helen —explicó Joseph—, le presento a Fräulein Müller. —Y dirigiéndose a Stella, añadió—: No habla, pero sabe escuchar muy bien.
—Helen. —Stella forzó una sonrisa y le ofreció una mano como saludo. La mujer no hizo ningún movimiento para responderle y apenas la miró con sorna.
En la estufa silbó un caldero con agua. El olor a chucrut, cebollas fritas y algo rancio llenó la nariz de Stella mientras seguía esperando con creciente humillación. Fue sólo cuando comenzó a retirar su mano que la regordeta mujer se limpió la suya en el mandil y la extendió con brusquedad. Helen no sonrió, simplemente asintió con gesto adusto y volvió a sus labores.
Stella enrojeció y, apenada, se llevó una mano hacia la pelusa de su cabeza.
—No se preocupe. —Joseph apretó su brazo—. Así es con todos.
Stella lo miró con intriga. Habría apostado a que la mujer no trataba al coronel de esa manera.
Helen pasó junto a ellos lo suficientemente cerca como para jalar un mechón de cabello de Joseph. Señaló hacia el comedor.
—Venga, Fräulein. La cena está lista. Llamaré a Herr Kommandant. —Agarró a Stella para cruzar con ella el arco hacia el comedor antes de desaparecer en la esquina.
Helen podría no ser amable, pero sabía cómo poner una mesa hermosa. Stella observó el mantel de lino blanco. Había un juego completo de porcelana con bordes de plata en cada extremo, mientras que un recipiente blanco lleno de moras rojas estaba en el centro. Un par de velas de cera de abeja ardían a cada lado, reflejando su luz en los pulidos candeleros metálicos.
Una canasta de pan fresco estaba junto al centro de mesa. Stella tocó la orilla de la canasta, resistiéndose con fuerza a la tentación mientras observaba las llamas. Antes, unas velas similares brillaban en su propia casa en la víspera del Sabbat. Recordó la respetuosa espera mientras su tío hacía el Kidush de su vino, declarando la santidad del descanso en el día de Dios. Después ella descubría y bendecía el Challah, el pan que Dios les dio en el desierto…
—Fräulein, usted se sentará aquí.
El coronel le habló desde el extremo opuesto de la mesa. Stella apartó su mano con rapidez. Esto no era ni Challah ni Sabbat. Eso no podía suceder en la casa del matajudíos.
Abrumada por una repentina avalancha de ira, avanzó hacia la silla que él le ofrecía. Los nazis eran el peor tipo de ladrones. Se llevaron todo, desde el talit del rabino, su manto para orar, hasta el último paquete de matzá, y no dejaron nada del modo de vida de los judíos. Destruyeron sinagogas, familias, vidas. «La fe…».
—¿Ya conoce a Helen?
El coronel se inclinó para empujar su silla. Stella se puso rígida, agobiada por su cercanía y el fuerte aroma de su colonia. Le echó un vistazo a la mujer con el mandil que llevaba una jarra de agua y vasos.
—Ja, Herr Kommandant —susurró.
El coronel tomó su lugar en la cabecera de la mesa.
—Helen no es sólo mi ama de llaves, sino también mi mejor confidente.
Su comentario llamó la atención de las dos mujeres.
—Es la mejor cocinera de toda Europa. Pensé en enviarla al frente, armada con su Apfelstrudel al horno. Tan sólo su olor conseguiría que una legión de soldados la siguiera en la batalla.
Helen se ruborizó mientras les servía las bebidas.
—Pero no dirigirá batallones. —Se giró hacia Stella—. Usted será su nuevo objetivo, Fräulein: hojaldres, bizcochos, pasteles, lo que sea necesario. Comenzaremos con porciones pequeñas, pero quiero que esté sana lo antes posible.
«¿Por qué?», quería preguntar Stella. Incluso Helen parecía sorprendida. Aun así, el ama de llaves apenas le devolvió la mirada al coronel y asintió antes de salir de la habitación.
—¿Entiende su parte en este arreglo?
Stella se esforzó por alisar la servilleta sobre su regazo.
—¿Comer?
—¿Y?
Sintió que el calor subía por su cuello.
—Mantener la comida adentro.
—Ah, su sinceridad, aunque no su entusiasmo, es refrescante.
Un brillo divertido le iluminó los ojos y ella no supo qué pensar. Helen reapareció con un platón humeante de comida. Tomándose a pecho las palabras del coronel, le sirvió a Stella pequeñas porciones de cebolla frita, chucrut y un pimiento morrón relleno de carne. A Stella se le retorcieron las entrañas por el hambre antes de identificar el olor peculiar que había percibido antes en la cocina. No era carne de res…
—Helen preparó estos pimientos al estilo austriaco, Gefüllte Paprika —dijo él desde su lugar en la mesa—. Seguro los encontrará deliciosos.
«Cerdo». Stella contempló su plato, mientras su estómago se debatía entre el hambre y una súbita náusea. Levantó su tenedor e hizo a un lado el pimiento antes de mordisquear las cebollas y chucrut.
—Probará todo, Fräulein.
Ella miró de reojo la expresión rebelde del coronel.
—No puedo…
—¿No puede o no quiere? Helen se esforzó mucho preparando esta comida. Y teniendo en cuenta lo que usted tuvo que comer en el pasado, esperaría que estuviera agradecida.
Ella bajó la mirada.
—Lo estoy…, es sólo que el pimiento me da urticaria —mintió—. Además, no tengo mucha hambre.
—No me importa si tiene hambre o no —respondió él ignorando su comentario—. Puede dejar el pimiento, pero cómase el relleno.
Ella picó el pimiento relleno y miró el resto de su comida con tristeza. Había pasado mucha hambre en Dachau; los nazis usaban el hambre como arma, haciendo que los débiles cayeran víctimas de la enfermedad y la muerte, mientras que los fuertes se volvían lo suficientemente débiles para ser manejados con facilidad.
La vergüenza la aguijoneó. Cualquiera de los que aún sufrían en ese lugar comería perro con gusto si se lo sirvieran rostizado en una vara.
«Pero los mansos heredarán la tierra».
Solamente los fuertes sobrevivían. Stella le dio un mordisco al cerdo y resistió el impulso de vomitar. Otros tres y se le revolvió el estómago.
—Lo siento. —Su tenedor repiqueteó sobre el plato—. Ya no puedo más.
—No fue tan terrible, ¿verdad? —dijo él con aire seductor—. Pronto recuperará su fuerza.
La desesperanza la recorrió como un viento gélido. Ese hombre había hecho que se manchara a los ojos de Dios.
—Necesitará nueva ropa para su trabajo como secretaria. Helen le buscará el guardarropa adecuado.
Ella apenas lo escuchó. Había permanecido fiel y ahora había fallado.
—Está exhausta. —Se levantó de su lugar y fue a pararse detrás de ella—. Suba. Duerma. La mañana llegará muy pronto.
Helen volvió con una bandeja de queso y fruta seca.
—Helen, por favor, acompañe a Fräulein Müller a su habitación —ordenó.
—Yo puedo sola. —Pero mientras se levantaba, sus rodillas se vencieron y tuvo que tomarse de su brazo para evitar caerse.
—Está muy delgada y demasiado débil —dijo él con brusquedad—. Helen la ayudará hasta que esté más fuerte. Mientras tanto, no quiero que se caiga por las escaleras y se parta la cabeza.
—Por favor, estoy bien. —Odiaba que la trataran como a una niña, o peor, como si estuviera inválida. Se alejó y subió las escaleras con cuidado.
En la pared del pasillo observó una pintura que no había notado antes. La escena al óleo era más grande que la acuarela de su cuarto, pero también era muy diferente. Unas montañas con picos cubiertos de nieve (los Alpes bávaros, supuso Stella) se levantaban detrás de un castillo de argamasa y piedra gris que se alzaba sobre una verde pradera. Las nubes acolchadas se deslizaban por el cielo azul y más allá de la pradera había un monasterio, con un campanario visible desde lejos.
Extrañamente, Stella encontró la imagen tranquilizadora. Imaginó el aroma fuerte y terroso del pasto mientras el tañido de una campana solitaria anunciaba la hora. Su hogar en la animada ciudad de Mannheim era muy diferente de esa escena bucólica.
De nuevo sintió una violenta melancolía por todo lo que había perdido: su tío y el alegre departamento sobre su tienda en la Roonstrasse; su trabajo como vendedora en la imprenta, la Schnellpressen AG, en las afueras de Heidelberg; su mejor amiga, Marta Kurtz. Las fiestas. La música. Todo se había ido, como si su vida anterior no hubiera existido más que en sueños.
Sólo quedaba la incertidumbre, tangible, opresiva, que la apretaba como un grillete, de que algún día la descubrirían en una mentira o provocaría algún desaire. O quizá, sin razón alguna, el nuevo monstruo simplemente se cansaría de ella.
Cuando eso pasara, ni siquiera Dios podría salvarla. Stella se estiró para agarrarse del barandal, jalando su cansado cuerpo escaleras arriba.
Quizá estaría mejor muerta.