Ester no reveló su nacionalidad ni su historia familiar, pues Mardoqueo le había prohibido hacerlo.
ESTER 2:10
—¡Alto!
El Mercedes se detuvo frente a una puerta custodiada en la frontera con Checoslovaquia, que estaba bloqueada. Un soldado con el uniforme café de las Sturmabteilung avanzó hacia su coche.
Stella le lanzó una mirada nerviosa al coronel.
—Deje de parecer culpable —susurró él, pero su sonrisa mostraba una tensión notable.
La ansiedad de Stella se intensificó. Su seguridad dependía del coronel. Él era el enemigo, cierto, pero cualesquiera que fueran sus motivos, hasta ahora le había mostrado bastante consideración.
El guardia fronterizo que estaba parado afuera de la ventana del coche era otra cosa. Si su ardid fallaba, ni siquiera el coronel podría salvarla. Los soldados nazis la asesinarían.
El soldado la aplastó con una mirada de odio mientras le ordenaba al sargento Grossman que le mostrara sus papeles de identificación. Las aletas de la nariz de Stella vibraron ante el intenso olor a miedo. Comenzó a juguetear con los mechones rojos de su cabello hasta que el coronel tomó su mano y se la estrechó con suavidad. Ya fuera un regaño silencioso o una señal de apoyo, el pequeño gesto la ayudó a recuperar un poco el control.
—¡Herr coronel!
La puerta del lado de Stella se abrió de golpe.
—¿Dónde están los papeles de la mujer? —El soldado nazi sacudió los documentos en su mano.
—Fräulein no necesita papeles. Viene conmigo.
El joven guardia se sonrojó.
—Pero esto es muy irregular, Herr coronel. ¡Debe tener papeles!
—Voy tarde, cabo. —Ahora el coronel sonaba aburrido—. ¿Está retrasando a propósito un asunto urgente para el Führer?
—Nein, por supuesto que no. —El soldado echó un vistazo detrás del coche. El alivio inundó su rostro—. Por favor, espere aquí un momento, Herr coronel.
El sargento Grossman miró por el espejo retrovisor.
—La Gestapo.
Stella siguió la mirada del coronel hacia un coche negro sin marcas que se detenía justo detrás de ellos.
El coronel masculló una grosería y luego dijo:
—Lo que me faltaba…, esos perros rastreadores. —Tomó a Stella por el hombro—. Era necesario romper unas cuantas reglas a fin de sacarla de Dachau. Pase lo que pase, no les diga nada, ¿entendido?
A Stella se le erizó el vello de la nuca. Asintió, ignorando el dolor que le causó el coronel al hundirle los dedos en su piel.
Un hombre chaparro y de rostro regordete, vestido de cuero negro, apareció frente a la puerta abierta. Stella tuvo el fugaz pensamiento de que ese cerdo de la Gestapo parecía realmente un cerdo. Tenía una nariz con forma de hocico entre un par de lentes redondos y, detrás de los cristales, los ojos le brillaban como cuentas negras y húmedas. Esos mismos ojos escudriñaron al coronel y luego la miraron a ella.
—Salga del coche, Fräulein.
El hombre con la nariz de cerdo pronunció la orden sin matices con unos labios demasiado rojos y gruesos para considerarlos masculinos. Stella no pudo moverse. Se congeló, incapaz de mirar a otro lado.
Él entrecerró sus pequeños ojos mientras sus fosas nasales soltaban un par de chorros de vapor que ascendieron, serpenteando, hacia la tarde fría. El tipo desenfundó su revólver, jaló hacia atrás la corredera y apuntó.
—Salga, ¡ahora!
El instinto hizo que Stella se echara hacia atrás, apoyándose en la solidez del coronel. Se giró hacia él, sabiendo que su rostro exangüe dejaba entrever su pánico.
El músculo de la quijada del coronel se endureció con furia mientras le hacía un rápido gesto de asentimiento a Stella.
El hombre con la nariz de cerdo dio un paso atrás mientras Stella salía del coche.
El aire se heló en sus pulmones, la nieve derretida encharcó sus pantuflas y sintió que el dolor de sus articulaciones calaba hasta sus huesos. Stella respiró entrecortadamente varias veces y levantó la mirada hacia el hombre.
Él contempló su ridículo calzado.
—Deme sus papeles, Fräulein.
Dos agentes uniformados se pararon a los costados del hombre, quien la miró con rabia. Stella luchó contra la gravedad y levantó el mentón para encontrarse con su ceño fruncido. La fría humedad recorrió su espalda mientras el paso de los segundos jalonaba el silencio con un sonido perceptible, como el pulso que retronaba en sus oídos.
Ella no escuchó que la puerta del coche se abría. Apenas notó que el coronel avanzaba hasta ponerse junto a ella.
—Aquí está lo que busca, capitán. —Y lanzó los papeles de identificación de Stella hacia la palma abierta del hombre.
El hombre de la nariz de cerdo leyó los documentos.
—Fueron marcados con la palabra judía, Herr coronel.
Estiró su mano enguantada con violencia y le arrancó la peluca pelirroja a Stella. El frío taladró su cabeza expuesta, lastimando sus oídos.
—Y según parece, ella también.
Detrás de los lentes, su mirada turbia apenas mostró sorpresa.
—Quítese el abrigo.
Con un jalón, Stella se quitó la prenda tibia. Entonces el hombre de la nariz de cerdo la agarró de su muñeca izquierda, revelando el número que tenía tatuado cerca del codo.
—Tiene todas las marcas.
El hombre le lanzó otra sonrisa burlona a sus pantuflas sucias y empapadas antes de arrugar sus papeles y lanzarlos al piso. Stella observó cómo los restos de su vida se empapaban y se manchaban en la nieve sucia sin oponer resistencia.
El hombre le señaló el coche del coronel al guardia que estaba a su derecha.
—Necesitaremos más detalles sobre este asunto, Herr coronel. Usted y su grupo vendrán con nosotros de regreso a la oficina de la Gestapo de Ratisbona. Mis hombres lo acompañarán.
Más palabras corteses; su ominoso peso cayó sobre Stella como una avalancha. Ella se esforzó por respirar, notando el sabor a peligro, la promesa de la muerte.
—Eso no será necesario, capitán.
El tono afable del coronel fue un grato alivio. A Stella le temblaban las piernas, exhaustas y adormecidas por el frío.
—Solicité que me enviaran a Fräulein Müller hace meses desde Austria —continuó el coronel con amabilidad. Ella le lanzó una mirada mientras él la prevenía dándole un apretón en el brazo—. Era la secretaria de mi hermano en Linz, y él generosamente me compartió el uso de sus servicios en Theresienstadt, donde fui asignado como Kommandant por el Reichsführer. Desafortunadamente, ella fue arrestada en su camino a Múnich, donde debíamos encontrarnos. Si revisa sus papeles con atención, verá el error.
Sonrió con frialdad.
—El mismísimo Himmler admitió que fue una gran suerte que la encontrara por casualidad en Dachau, aunque le molestó que el error de la Gestapo retrasara mi incorporación a mi nuevo puesto.
¡El coronel mentía mejor que ella! Stella observó que la insinuación de su cercanía con el poderoso hombre que controlaba la Gestapo tenía el efecto deseado. La sonrisa roja del hombre de la nariz de cerdo se desvaneció. Alisó su cabello y enfundó su arma.
Con expresión pensativa miró de uno a otro, a Stella y al coronel. Luego chasqueó los dedos y le señaló los papeles de Stella, arrugados y mojados, al hombre que estaba junto a él, que los recogió. El hombre con la nariz de cerdo montó un gran espectáculo y fingió leerlos antes de lanzárselos al coronel junto con la peluca roja de Stella.
—Confío en que le informará a Herr Reichsführer que el capitán Otto Meinz de la Gestapo de Ratisbona no le provocó más retraso, ¿verdad, Herr coronel?
—Claro, reportaré su eficacia en este asunto, capitán.
El hombre estiró su brazo.
—¡Heil Hitler!
El coronel le devolvió el saludo mientras levantaba a Stella por la cintura y la metía de nuevo al coche. Le lanzó la peluca, azotó la puerta y se metió por el otro lado.
El hombre con la nariz de cerdo le hizo una señal al guardia para que abriera la puerta. Mirando a Stella, hizo un cortés movimiento de cabeza. Ella oyó que chocaba los tacones de sus botas.
—Mis disculpas, Fräulein.
Inclinando ligeramente la cabeza, Stella se encogió para acomodarse en el abrigo y reprimió su jubiloso alivio mientras el Mercedes avanzaba.
En su camino hacia el este, ascendieron poco a poco desde la base de las montañas Šumava hacia la selva de Bohemia. El cielo se desprendió de su color plomizo, que fue reemplazado por un denso toldo de pinos y abetos que se mezclaban desde cada lado de la carretera. Las sombras bailaban dentro del coche cuando ocasionalmente se abrían huecos entre los árboles, mientras el Mercedes avanzaba a toda velocidad por una carretera ya muy limpia de nieve. Sin duda los Panzers alemanes y los tanques había pasado por ahí recientemente.
—Deme sus pies.
Stella le lanzó una mirada desconcertada.
—Ahora, antes de que queden completamente inútiles.
El coronel tomó sus piernas, haciéndola girar en el asiento para acomodarlas sobre su regazo. Le arrancó las pantuflas empapadas, se quitó la bufanda del cuello y envolvió con ella sus pies desnudos, masajeando con brusquedad sus talones, plantas y dedos. Stella hizo un gesto de dolor cuando la sangre corrió de nuevo.
—Lo hizo bien. —Su expresión seria contradecía el cumplido—. Confío en que ya repondí su pregunta.
Inquieta por el enfrentamiento con la Gestapo y distraída por la sensación de tener agujas clavándose en sus pies adoloridos, Stella asintió con una obediencia pensativa.
—¿Qué pregunta, Herr Kommandant? —preguntó.
El calor se abrió camino hasta sus mejillas ante la reacción divertida de él. Molesta por su propio pozo sin fondo de humillación, agregó lo obvio:
—¿Así que seré su secretaria?
Las sombras desaparecieron del coche junto cuando llegaron a la parte más profunda del bosque. Stella notó que el coronel asentía en silencio y el alivio corrió como miel por su cuerpo. Al parecer viviría, al menos por un tiempo.
—De hecho, una de mis razones para viajar a Múnich era conseguir una asistente, pero entonces la encontré a usted en el campo y vi que sus papeles mencionaban habilidades de oficina.
En la penumbra, Stella alcanzó a notar que él encogía sus anchos hombros ligerísimamente.
—Me estoy arriesgando con usted, Fräulein Müller. —Su brusquedad reprimió la confianza que Stella acababa de recuperar—. Eso no significa que tolere que trabaje poco y mal. Soy un jefe exigente, así que más le vale que lo mejor que pueda hacer sea bastante bueno. Tampoco permitiré engaños. Ya hay suficiente intriga política persiguiéndome en el Reich como para agregar su nombre a la lista. Su lealtad me pertenece a mí. —Se acercó más a ella, de manera que su cálido aliento rozó su mejilla—. Y a nadie más.
Tanto la cercanía del coronel como la posición vulnerable de Stella, con sus piernas inmovilizadas sobre el regazo de él, amplificaron el estremecimiento que recorrió su espalda. Ya le había mentido, toda su vida se había convertido en una gran mentira.
—No lo engañaré —dijo, incapaz de verlo a los ojos.
—Excelente. Porque tan fácilmente como la saqué de esa cloaca de Dachau, puedo volver a lanzarla ahí.
—Entiendo perfectamente, Herr Kommandant.
—Eso creo. —Se recargó de nuevo contra el asiento y siguió masajeando sus pies. Su voz adoptó un tono burlón—. Sospecho que su inteligencia sólo es equiparable a su belleza.
Stella agachó la cabeza, mirando sus manos maltrechas y sus muñecas huesudas. Se volteó para contemplar el paisaje por la ventana trasera, negándose a dejarlo ver cuánto la afectaban sus insultos.
Él hizo una pausa en sus cuidados.
—¿Duda de mi sinceridad?
Stella fingió no escucharlo, pero él tomó su cara, obligándola a mirarlo de frente.
—Debajo de esas mejillas demacradas y sus heridas, se esconde la belleza —dijo él en voz alta como para sí mismo. Sus lúgubres ojos verdes se oscurecieron hasta alcanzar el tono de las profundidades del bosque que acababan de pasar. Stella se negó a analizar la razón por la que la inquietaban.
—Las heridas de la carne terminan por sanar, Fräulein —afirmó, soltándola—. Su belleza volverá tarde o temprano.
—¿Y las heridas del alma, Herr Kommandant?
De inmediato se arrepintió de la pregunta. Aun así, él no se veía enojado. Su rostro registró apenas un poco de sorpresa; luego volvió a su acostumbrada expresión dura.
—Son heridas mucho más complejas —respondió él—. Heridas para las cuales yo aún no encontré la cura.
Su tono abatido hizo que Stella se preguntara por la causa. Desde el momento en que lo vio por primera vez a través de la ventana de la casa, él fruncía el ceño y la boca con un gesto tenso, como si en su interior se librara otra batalla más íntima.
Stella desechó cualquier otra reflexión al respecto. No lo valía, él ya dejó claro que la enviaría de regreso a Dachau sin pensarlo dos veces. Conocía lo suficiente los modos de las ss para saber que hablaba en serio. Ese indulto que le habían concedido podía cambiar en un instante.
Intranquila, quitó las piernas del regazo de él.
—Gracias, Herr Kommandant. Ya estoy mucho mejor. —Desenvolvió sus pies e intentó devolverle la bufanda.
—Quédesela.
Claro que él no la quería de regreso: estaba manchada con su sangre, su porquería. Stella se ruborizó mientras acomodaba la tela en su regazo.
Le lanzó otra mirada. El coronel, considerablemente grande, ocupaba la mayor parte del asiento. Su cabeza descansaba contra el cuero y tenía un maletín cerca de los pies. El mismo bastón con empuñadura metálica que ella había visto antes estaba recargado contra la puerta. Se preguntó cuál sería la historia de su herida. Él había logrado cargarla con mucha facilidad.
Se veía preocupado mientras miraba por la ventana. Su cabeza se balanceaba ligeramente de atrás hacia delante con el movimiento del coche. Quizá estaba planeando la primera ejecución de judíos en su nuevo campo de concentración. O decidiendo las Consecuencias con las que comenzaría a maltratar a su gente, como los guardias de las ss en Dachau.
Sus verdugos inventaron muchas Consecuencias. Era un deporte particularmente sádico que Stella comparaba con el juego de Katz und Maus, pues los guardias se portaban como astutos felinos mientras esperaban que un prisionero cruzara los patios de reunión. Después de torturar lo suficiente a su «Maus», llevaban al Krematorium en una carretilla lo que quedaba de él, a veces muerto, a veces no.
Stella se envolvió las manos con la bufanda. ¿Cuál sería su Consecuencia si no escribía lo suficientemente rápido o si se equivocaba en una de las cartas que le dictara el coronel? La señora Bernstein la regañaba a menudo por su taquigrafía.
—Ya pasó lo peor, Fräulein. Tranquilícese. —El coronel la estudió mientras se apoyaba en el respaldo—. ¿No tiene frío?
Stella negó con la cabeza. Otra mentira, pero qué le importaba a él que los meses que había pasado en Dachau, abriendo zanjas en la nieve con una pala, le hubieran dejado un frío que se negaba a irse.
—Descanse un poco. Estaremos en casa en unas horas.
En casa… Mientras dejaban detrás las empinadas cuestas y descendían las montañas hacia Checoslovaquia, Stella miró hacia afuera, a los blancos montones, cada vez más grandes, que había entre las siemprevivas y que pasaban a toda velocidad junto al coche. Le recordaban a una colcha que hizo, un regalo sorpresa para el cumpleaños de su tío. Eso fue antes de que los nazis la destruyeran junto con el resto de sus posesiones, antes de que se llevaran a Morty.
«Dios, ¿por qué no me escuchas? ¿Por qué te llevaste mi alegría?».
La rabia luchaba contra su cansancio, acunados por el movimiento del coche. Su hogar estaba en un lugar que, aunque ella sobreviviera, nunca volvería a ser el mismo.
—Despierte, meine Süsse.
Una voz profunda hizo que recuperara la conciencia. «Dulzura…».
Stella parpadeó, agitando las pestañas hasta que pudo abrir los ojos. La luz de la luna inundaba el asiento trasero del coche. Ella giró la cabeza para mirar por la ventana.
El ocaso había reemplazado al lóbrego sol del día. Ahora, el cielo parecía tan oscuro e insondable como su futuro. Sólo la luna le insuflaba vida al blanco infinito, evidenciando el alambre de púas y los reflectores de Dachau…
—Nein! —gritó incorporándose de golpe en su asiento. La sangre retumbaba en sus oídos mientras su visión se llenaba de puntos negros. Todo había sido una treta cruel…
—¡Respire!
Unas manos fuertes la obligaron a meter la cabeza entre las piernas. Las voces zumbaban junto con el salvaje latido en su cerebro.
—¿Entiende? ¡Está a salvo! —Las palabras del coronel finalmente se adentraron en su miedo—. Estamos en Theresienstadt.
«No es Dachau». La respiración de Stella se calmó. El dolor de su pecho disminuyó. Intentó levantar la cabeza, pero se quedó inmóvil.
—¿Me oyó? No tenga miedo. Éste es su nuevo hogar.
Ella movió el cuello, esforzándose por asentir.
—Ja —dijo sin aliento.
Él la soltó. Stella se acomodó contra el asiento, sintiéndose mareada y vulnerable. Instintivamente se alejó de él.
—Se comporta como si yo mordiera. —Su voz tenía un dejo de burla—. De cualquier modo, prefiero los platos con más carne. ¿Quizá cuando esté bien alimentada?
Stella se abrazó a sí misma mientras el chiste de mal gusto del coronel permanecía en el aire.
El sargento Grossman abrió la puerta.
—Basta. Vamos. —El coronel salió primero, luego le hizo una señal. Antes de que pudiera tomar sus pantuflas húmedas, él la sacó del coche en brazos.
Stella miró atrás, hacia el alambre de púas y los brillantes reflectores que la habían asustado. Más allá de la sección acordonada se elevaba una fortaleza, alta e imponente. ¿Los prisioneros estaban adentro? No parecía un campo de concentración, no había centinelas haciendo sus rondas ni perros ladrando. El lugar parecía desierto.
—Y bien, Fräulein, ¿le gusta?
Stella se tensó antes de darse cuenta de que el coronel no miraba la fortaleza, sino un encantador edificio de ladrillo de dos pisos que tenían frente a ellos. Unas puntas como dientes afilados se elevaban sobre la barda de madera que rodeaba el patio.
—¿Voy a vivir aquí?
—¿Preferiría vivir allá? —Señaló con el mentón hacia la fortaleza.
—Nein! —Stella tuvo una corazonada de lo que se encontraba detrás de esas paredes: carencia y reclusión, dos condiciones a las que renunciaría de buen grado por vivir en esa encantadora casa.
—Entonces confío en que se comportará como es debido. —Pero su voz no sonaba amenazadora mientras la cargaba hacia la casa.
Ya llegaban a la entrada enrejada del patio cuando la voz de un hombre resonó con nitidez detrás de ellos.
—Heil Hitler, Herr Kommandant.
El coronel se dio la vuelta para quedar de frente a dos soldados ataviados con el uniforme negro de las ss. Parecían un par de gruesos robles a la intemperie, oscuros y rígidos frente al Kommandant.
—Ah, capitán Hermann. Confío en que mi campo siga de una pieza.
—Jawohl, Herr Kommandant —dijo el oficial que lo recibió—. Sólo unos cuantos buscapleitos. —El capitán mantuvo una expresión fría, impasible—. El sargento Koch y yo nos encargamos de la situación.
Junto a él, el sargento sonrió, y un diente frontal cubierto de oro brilló a la luz de la luna.
Hermann dirigió su gélida mirada hacia Stella. Un escalofrío rozó su nuca al darse cuenta de que se había dejado la peluca pelirroja en el coche.
—¿Capturó a una judía fugitiva, Herr Kommandant? —preguntó con una sonrisa de superioridad.
—Nein, capitán. —Tensó sus fuertes brazos, mientras la sostenía—. Una secretaria.
—Con todo respeto, parece una j…
—No lo es, capitán. —El tono del coronel era severo—. Es tan sólo una víctima de las circunstancias. Debe confiar en mí, ¿o duda de mi lealtad al Reich?
—¡Por supuesto que no, Herr Kommandant!
—Bien. —Abrió la reja con una patada de su lustrosa bota—. Si no hay nada más...
—Nein, Herr Kommandant —dijo el capitán, y él y el sargento le ofrecieron un saludo militar.
El coronel se dio la vuelta y avanzó con Stella por el camino que llevaba a la puerta principal, que habían limpiado con una pala. Ella echó una mirada sobre su hombro hacia el par que seguía en la puerta. Incluso a la luz de la luna, pudo ver su desprecio. Todos sus instintos femeninos retrocedieron al ver que la dura expresión de Hermann se volvía reflexiva, codiciosa…
—¿Teme que la tire, o intenta estrangularme?
Lo miró y, al ver la expresión divertida del coronel, se dio cuenta de que estaba rodeando su cuello con sus brazos con mucha fuerza. Ruborizándose, dejó de apretar.
—Herr Kommandant, yo…
La puerta principal se abrió de golpe, derramando una luz dorada sobre el pórtico. En el umbral apareció un chico escuálido con una estrella Mogen Dovid cosida a su chamarra azul. No tendría más de siete u ocho años.
«La edad de Anna». Stella hizo un sonido de sorpresa y alejó de golpe el recuerdo.
El niño la miró con curiosidad mientras se quitaba una boina de tweed café demasiado grande y daba un paso atrás para dejarlos entrar.
—Guten Abend, Herr Kommandant.
—Buenas noches, Joseph.
El coronel hablaba con una calidez genuina, lo cual la sorprendió. Cruzó el umbral hasta llegar al vestíbulo antes de bajarla y dejarla a su lado. Stella notó que los dedos de sus pies se hundían en una gruesa alfombra Aubusson, cuyas lujosas fibras reconfortaron sus heridas.
—Adelante, póngase junto al fuego.
Aunque estaba renuente a moverse de su lugar, Stella lo siguió hasta la sala principal. El fuego chisporroteaba en la chimenea; su tibieza acogedora le puso la carne de gallina. El olor a pan recién horneado llegó hasta la estancia, y de repente ella sintió un hambre voraz. Los cólicos subieron desde su estómago hasta su garganta, y la saliva inundó su boca con tal potencia que Stella tuvo que tragar. Respiró profundamente para mitigar su ansiedad. ¿Haría el ridículo en la mesa?
—Joseph, pídele a Helen que prepare un plato extra para la cena.
El niño, que antes había tomado el bastón del coronel y el maletín del sargento Grossman en la puerta, los dejó ahora junto a la chimenea y desapareció en la cocina.
—Le traeré una silla. —Con unos cuantos pasos largos, el coronel cruzó la sala, tomó un pesado sillón de cuero del vestíbulo y lo llevó hasta la chimenea—. Siéntese.
Ella le obedeció y se preguntó de nuevo para qué necesitaría el bastón. Parecía arreglárselas bien sin él.
El coronel se quitó el abrigo y adoptó una actitud imponente junto a ella. Contempló el fuego; el silencio que ambos compartían sólo era interrumpido por el chasquido y crujido de las llamas naranjas que lamían los troncos jóvenes.
Stella se giró para mirarlo sin disimulo. Aun sin el pesado abrigo, seguía siendo un hombre de hombros anchos. Las condecoraciones llenaban su uniforme negro hecho a la medida; entre las filas de medallas y distintivos que cubrían el área sobre su corazón, también llevaba la muy distinguida Cruz de Caballero.
Con rapidez, dirigió su atención a la chimenea de nuevo. Aquella condecoración tan poco común sólo les era concedida a los oficiales que demostraban un destacado valor en la batalla. Morty también había recibido una Cruz de Caballero, la más codiciada de todas: la Gran Cruz. Se ganó la prestigiosa medalla durante la primera gran guerra, cuando luchó por Alemania, el mismo país que ahora le daba la espalda por su sangre judía.
El miedo y el resentimiento inundaron a Stella. ¿El coronel había recibido ese reconocimiento por mostrar verdadero valor…, o por matar judíos? Un hombre de su tamaño y fuerza podría matar con facilidad a alguien como ella.
—Hay un estudio contiguo a la biblioteca que me sirve como lugar de trabajo.
Stella reorganizó sus pensamientos mientras él le señalaba una puerta doble al otro lado de la sala.
—Encontrará todo lo que necesita en el escritorio que instalé ahí. Si le hace falta algo más, hágamelo saber. El desayuno se sirve a las siete todos los días. El trabajo comienza a las ocho. —Le lanzó una mirada intensa—. Si falta a cualquiera de los dos descubrirá los límites de mi buen carácter. Los fines de semana son sus días libres. Claro que estará limitada a los confines de la casa. Con un escolta armado puede visitar el bosque de la parte trasera de la propiedad.
Estiró el brazo para rozar con un dedo la rubia pelusa de la cabeza de Stella.
—Sólo hasta que suba de peso y su cabello crezca un poco más. Es para protegerla. No podemos arriesgarnos a cometer un error.
No percibió ningún indicio de crueldad en su voz, lo cual hizo que el peligro del que hablaba fuera más real. Ella se pasó los brazos alrededor de su cintura y asintió.
—Joseph le mostrará su cuarto en el piso arriba. —Señaló al chico, que volvía de la cocina—. Estoy seguro de que le gustaría… refrescarse antes de la cena.
Stella echó un vistazo a la hermosa casa del coronel antes de bajar la mirada hacia sus pies ensangrentados: había ensuciado su cara alfombra.
—Claro, Herr Kommandant —susurró.
—Schnell, Fräulein. La cena está lista y muero de hambre.
Ella se negó a mirarlo mientras se levantaba trabajosamente de la cómoda silla y caminaba hasta donde Joseph esperaba en las escaleras.
—Quince minutos, Fräulein Müller. Si se retrasa, iré por usted yo mismo, porque va a comer. Tengo que enviar una carta importante a Berlín por la mañana y no quiero que se desmaye de hambre en mitad del dictado.
Stella se volteó ante la amable amenaza del coronel. Su humor y su consideración la desconcertaban. También le molestaba que, cuando sus facciones estaban relajadas, era un hombre atractivo. Prefería conservar su imagen como el asesino de rostro adusto cuya sola presencia haría que los ejércitos corrieran en dirección contraria.
Finalmente siguió al chico por las escaleras alfombradas, embestida por nuevos sentimientos que no estaba preparada para enfrentar. Salvo la culpa... Ese peso amenazaba con asfixiarla. Tenía una casa cálida, una comida que olía deliciosamente y un lugar donde dormir mientras los demás morían de frío.
El coronel le había dicho cuál era su razón para rescatarla, que necesitaba una secretaria. Pero cuando ya no pareciera una prisionera, ¿le permitiría irse?
Y mientras tanto, ¿podría olvidar quién era él, lo que los suyos le habían hecho?
Jamás.