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Ester también fue llevada al palacio del rey.

ESTER 2:8

LUNES, 14 DE FEBRERO DE 1944

El hedor era inconfundible.

Colándose por las paredes de la pequeña casa de dos pisos y acedándose al calor de una caldera, el insidioso olor llegó hasta la planta de arriba, donde Stella dormía junto a una ventana. La peste le llenó la nariz y la despertó de golpe. Se incorporó con dificultad, protegiéndose los ojos de la brillante luz que atravesaba el vidrio.

El alba. La quema había comenzado.

Más allá del cristal helado se extendía una blancura infinita. Stella echó un vistazo al interminable manto de nieve, que sólo interrumpían unos grupos de árboles con las ramas desnudas, varias granjas y, en la distancia, la cúpula con forma de cebolla de san Jacobo. Al oeste, el cielo nublado se ocurecía por el humo denso que las pilas del Krematorium de Dachau escupían contra el sol descolorido, impregnando el aire de un olor asquerosamente dulzón.

Stella se imaginó las pequeñas hojuelas incineradas elevándose, volando hacia quién sabe dónde.

El desconsuelo la golpeó como un puño enfurecido; Stella se aferró al alféizar, sintiéndose mareada y sin aliento, y presionó su frente amoratada contra el frío cristal. ¿Cómo era posible que aún sintiera algo?

La náusea pasó pronto, y Stella le dio la espalda a la ventana, a la muerte, para contemplar las austeras paredes encaladas que la acorralaban. No estaba en el tren ni en el bloque de Dachau donde estuvo presa durante meses, sino en un cuarto, su prisión temporal durante quién sabe cuánto tiempo.

¿Por qué estaba ahí, y por qué la eligieron a ella? Las insistentes preguntas la asediaron disparando su ansiedad, y Stella comenzó el ritual diario de explorar los alrededores en busca de pistas.

Una vez, el tío Morty le dijo que las posesiones de una persona dicen mucho sobre ella. Stella creía que su carencia revelaba aún más. Por ejemplo, ese cuarto estaba tan vacío como su dignidad, salvo por un catre vencido y una caja de fruta maltrecha que hacía las veces de buró. No había nada más, mucho menos comodidades femeninas que pudieran llamar su atención. Ni un tocador con un asiento con holanes, ni botellas de perfume, tubos de labial o cosméticos que atestaran su superficie. Incluso sintió la fragilidad del cristal de la ventana en contacto con su piel, desprovisto de unas delicadas cortinas de encaje. Con la guerra en pleno auge, no había medias de seda colgadas con descuido en el respaldo de una silla (si hubiera tenido una silla) ni asomando del cajón abierto de una cómoda (si hubiera tenido una cómoda). Ni siquiera un pedazo de espejo adornaba la pared desnuda. A Stella simplemente la habían encerrado en un cuarto vacío en la planta de arriba, como a la legendaria Rapunzel en su torre. Salvo por el cabello…

«Difícilmente podría considerarme una princesa», pensó con amargura mientras se pasaba las llagadas puntas de sus dedos por el cabello que comenzaba a nacer en su cabeza. Revisó sus extremidades alargadas, unos brazos y piernas apenas visibles que brotaban de un vestido de algodón azul de manga corta que le llegaba hasta las rodillas. Ella se veía como el cuarto: un cascarón vacío, sin vida, sin género. Pasajera…

El leve zumbido del motor de un coche llevó su atención hacia la ventana. Un Mercedes negro se acercaba a la pequeña casa, abriéndose camino en la nieve que cubría la carretera. La cruz blanca y desarticulada de la Hakenkreuz, la esvástica, decoraba su puerta.

«Matajudíos». Stella se congeló cuando el coche de los nazis se detuvo junto a la casa. Fragmentos de recuerdos se estrellaron contra su recelo creciente: el rostro duro del Kapo, el judío al que los nazis encomendaron la vigilancia del bloque de prisioneros de Dachau y que le puso el vestido azul. La tibieza de la lana contra su piel mientras se la llevaban envuelta en una cobija. La oscura cajuela de un coche…

El conductor llevaba el uniforme negro de la Schutzstaffel y fue el primero en salir y correr hasta el otro lado para abrir la puerta del pasajero. El hombre que salió a continuación se irguió cuan largo era, con un pesado abrigo que cubría sus anchos hombros. Su presencia daba toda la impresión de autoridad. De dominio. Ni siquiera el bastón que sostenía con su mano derecha lograba disminuir su halo de poder.

El hombre levantó la vista hacia la ventana. A Stella le latió el corazón con más fuerza. ¿Un golpe de intuición le había revelado dónde se escondía ella? ¿O él ya lo sabía? Stella se alejó del alféizar, pero pronto cambió de parecer y buscó su mirada.

Su cara era un retrato de la fuerza: facciones duras como la roca, intensificadas por el gesto adusto de su boca y la tensión de su quijada cuadrada. Facciones muy acostumbradas al dolor. «Más a provocarlo que a sufrirlo», pensó Stella.

Bajo una gorra militar negra con la insignia de la muerte formada por una calavera y unos huesos cruzados, unos ojos de un color indiscernible observaron a Stella durante un largo momento. Sin desviar la mirada, el hombre levantó la mano que tenía libre y chasqueó los dedos, haciendo que su chofer se acercara como un animal entrenado. El hombre le pasó el bastón a su subordinado sin decir nada y luego avanzó a grandes pasos hasta la puerta principal.

Abajo sonó la campana, y cada nervio del cuerpo de Stella se estremeció. Oyó la voz agitada del ama de llaves, su carcelera, dándoles la bienvenida a los nazis.

Con las palmas agrietadas presionadas contra sus muslos, apenas notaba la humedad del sudor que empapaba su delgado vestido de algodón. Sus latidos retumbaron en su garganta cuando el primer escalón de madera rechinó bajo el peso del hombre. Stella sabía que se practicaban experimentos médicos con prisioneros. ¿Ese hombre era un doctor? ¿Por eso la habían llevado ahí?

Una llave giró en la cerradura. El cuerpo de Stella reaccionó estremeciéndose, impulsándola a levantarse. Oyó un sonido jadeante, una corta y rápida ráfaga de aire, y comprendió que era su propia respiración.

Gut, estás despierta.

La Hausfrau, una mujer robusta y de mejillas sonrosadas, apareció en el umbral. No era el matajudíos.

A Stella casi se le vencieron las rodillas.

—Tienes una visita importante. Acompáñame abajo.

Ella no reaccionó a la orden de inmediato. El miedo la paralizó junto a la ventana como si fuera un retoño enraizado en la tierra. Sólo pudo parpadear ante la mujer, que estaba parada en la puerta con gesto amargo.

—¿Estás sorda, judía? ¡Dije que me acompañes!

Las afiladas palabras abrieron los grilletes invisibles de Stella y ella avanzó, tragándose el nudo de terror que se alojaba en su garganta. «En la sumisión está mi supervivencia, en la sumisión está mi supervivencia».

—Los de tu clase sólo traen problemas —dijo el ama de llaves con odio antes de darse la vuelta para irse.

Stella apretó los dientes para no hablar. No le sorprendía la hostilidad de la mujer. Incluso pronunciar la palabra «judío» se había convertido en algo peligroso. Mortal.

Mientras seguía a la Hausfrau escaleras abajo, Stella sentía que el pánico crecía en su interior a cada paso. Lo enfrentó de la única forma que conocía: arrullándose hasta alcanzar el estado de ensueño que tantas veces había protegido su cordura. Ni siquiera vio las litografías con marco de oro que había a lo largo de la escalera ni escuchó el lamento de la madera que se vencía bajo sus pies descalzos. También le pasaron desapercibidas las partículas de polvo que se arremolinaban en un rayo de luz invernal que se colaba por una ventana de la planta alta.

Cuando un clavo que sobresalía en el escalón le causó un dolor que la arrancó al fin de su entumecimiento, Stella parpadeó y bajó la mirada hacia la sangre que salía de su piel herida. Una ráfaga de recuerdos aplastó su pecho. Manos ensangrentadas…, un disparo…

—¡Muévete!

Como si hubiera despertado de un sueño de golpe, Stella levantó la cabeza y fulminó con la mirada al ama de llaves. ¿Qué caso tenía la sumisión? Por dentro ya estaba muerta, ¿acaso importaba lo que hicieran con su cuerpo?

El miedo y el asco cruzaron el rostro de la otra mujer antes de que ésta continuara su descenso apresuradamente. Stella la siguió, decidida a acrecentar su resistencia a cada paso.

Hasta que estuvo frente a él.

El terror le enterró sus garras hasta lo más hondo. Mientras el ama de llaves corría a la seguridad de la cocina, ella se aferró al último jirón de su valor recién descubierto y observó al hombre, quien rápidamente se quitó la gorra, lanzando los copos de nieve que se acumulaban en su ala hacia la mejilla de Stella.

Desde la ventana, había creído que el hombre era mucho mayor. Al verle de cerca, le sorprendió comprobar que tendría alrededor de treinta años. Llevaba muy corto su espeso cabello rojizo con destellos dorados, y sus ojos, de un verde vibrante, la estudiaban con descarado interés.

—Buen día, Fräulein.

Sorprendida por la profundidad de su voz, Stella se tambaleó en el escalón. El hombre la tomó de su muñeca huesuda para ayudarla a recuperar el equilibrio. Cuando ella intentó liberarse retorciéndola, él la aferró con más fuerza con sus dedos enguantados. Alzó sus cejas oscuras, desafiante.

—Supongo que se siente mejor.

El hielo del ala de su gorra entumió la mejilla de Stella, quien se esforzó por tranquilizarse mientras pasaba la vista de aquel rostro arrogante a la mano que apretaba con firmeza su muñeca. Podía percibir su aroma a cuero y pino, y la humedad de la nieve.

—Puedo garantizarle que aquí está segura.

¿Segura? Cerró la mano que tenía libre, dejando el puño a su costado. ¿Cuánto habían repetido esa palabra, esa promesa que hicieron y rompieron en Dachau?

Los copos de nieve se derritieron en su piel. Stella levantó el puño para limpiarse la humedad, pero la mano del hombre fue más rápida y ella se encogió ante el contacto del suave cuero contra su mejilla. ¿La golpearía ahora por ser débil, al confundir el agua con lágrimas? ¿O quizá la criticaría primero?

Pero el matajudíos no hizo nada ni dijo nada. Incluso su tacto se sintió sorprendentemente suave. Stella vio que él dirigía la mirada hacia su mano, que aún sostenía la suya. En eso también fue cuidadoso, y abrió uno por uno los dedos de su apretado puño. Volteó su mano para evaluar las heridas que Stella tenía en los nudillos y las articulaciones.

El miedo de Stella luchó contra el extraño consuelo que le proporcionaba su tacto. El calor que sentía a través del guante de cuero lo hacía parecer casi humano.

La gélida rabia que vio en los ojos del hombre rompió la ilusión.

—Tiene mi palabra —dijo él con amabilidad—. Mientras esté aquí, nadie podrá hacerle daño.

Chocando sus talones, asintió con un gesto brusco de la cabeza.

—Permítame que me presente. Soy el coronel Aric von Schmidt, Kommandant de las SS del campo de paso de Theresienstadt, en Checoslovaquia.

Como ella no respondió, agregó:

—Por suerte para usted, en mi camino hacia Múnich hice una parada en Dachau para ver a mi prima, Frau Gertz. También decidí visitar el campo mientras estaba ahí y supervisar el primer traslado de trabajadores a mi cargo.

Un intento de sonrisa murió en sus labios.

—Verá, soy relativamente nuevo en mi puesto, así que no puedo permitirme cometer errores. Además, no soy un hombre que los tolere. Cuando mi sargento me informó que faltaba una persona de la lista de embarque del tren, decidí ir a buscarla yo mismo. ¿Adivina quién era?

Stella negó con la cabeza, demasiado asustada como para responder.

—¿No? Pues mírese, usted es la prueba de mi buena obra. Y si se pregunta por qué no la puse en ese tren, fue por una irregularidad en sus papeles. Dicen que usted es aria, Fräulein Müller. Así que ahora va a explicarme por qué la marcaron con la palabra JUDÍA.

Stella agachó la cabeza para ocultar su resentimiento. Los papeles de identificación falsos que el tío Morty le había comprado en secreto en Berlín no pudieron salvarla. Había pasado los últimos meses viviendo en espacios que no eran adecuados ni para el ganado, trabajando a la intemperie, vestida con delgados harapos y zuecos de madera que eran mucho más grandes que sus pies. Ni siquiera tenía calcetas para proteger sus pies de las raspaduras o la congelación. Y el hambre; los nazis habían intentado matarlos de hambre a todos.

—¡Respóndame! —le gritó, ya sin nada de su fingida amabilidad.

Stella alzó la cabeza mientras el miedo la ahogaba.

—Gestapo…, en el puesto de control…

—¿La Gestapo le hizo esto? ¿Por qué?

La miró con los ojos entrecerrados. El pánico de Stella estalló.

—Él quería, quería, yo no lo dejé —Luchó contra la mano que la aferraba—. ¡Por favor! ¡No es mi culpa!

—¡Basta! —La sujetaba con la dureza del hierro—. Le dije que aquí está a salvo. ¿Por qué cree que la traje a la casa de mi prima?

Stella dejó de luchar. Comprendió que él se había esforzado mucho por salvarla casi al mismo tiempo que se daba cuenta de que no era médico. En vez de sentirse aliviada, un escalofrío recorrió su espalda. ¿Qué quería ese hombre? Intentó evocar más detalles de aquella noche, pero no recordaba nada antes de despertarse en el catre de la planta de arriba, hacía unos días.

Parecía que su vida había cambiado en un instante, y ese hombre, ese matajudíos, se atribuía el crédito por ello. Aun así, Stella no lo recordaba. Tampoco sentía gratitud.

—No entiendo. ¿Por qué me trajo aquí?

En lo alto de la pared del vestíbulo, un reloj de la Selva Negra marcaba los segundos. Stella contuvo el aliento, aguardando la respuesta del hombre con cada uno de sus nervios en tensión.

Esta vez la sonrisa del coronel sí se concretó. Un blanco resplandeciente y una calidez inesperada sorprendieron y desconcertaron a Stella. Sólo aquellos sombríos ojos verdes disminuían el efecto.

—¿Necesito una razón, Fräulein? —Hizo una pausa—. Muy bien, pedí una explicación y usted me la dio, más o menos. Sé qué clase de hombres son los de la Gestapo, así que puedo completar lo que falta. —La observó por un momento—. Créame si le digo que no es la primera víctima de sus juegos.

La rabia estrechó la garganta de Stella. Su experiencia en manos de la Gestapo no pudo ser una simple broma. Se tragó su ira y dijo:

—Y ahora…, ¿qué hará conmigo, Herr Kommandant?

—Engordarla como si fuera un ganso de los que se asan en Navidad, para empezar. —Echó un vistazo a sus delgadas extremidades—. Pronto haré que vuelva a ser la bella paloma que imagino que una vez fue.

Stella desvió la mirada. ¿Estaba jugando con ella? Morty le dijo en una ocasión que su belleza la salvaría; decía que era como si su joven sobrina hubiera sido cambiada en la cuna, pues su cabello rubio y sus ojos azules eran una rareza entre su gente.

Su tío se equivocaba. La belleza era peligrosa, una debilidad para alguien que estaba desesperada por ocultarse en la multitud, que quería pasar desapercibida ante los ojos de los soldados.

El hombre se volteó hacia ella y Stella ya no pudo contener su amargura.

—Un ganso navideño o una ternera cebada, los dos acaban de la misma manera, ¿o no, Herr Kommandant?

El músculo de la quijada del hombre se tensó. Demasiado tarde, Stella se dio cuenta de lo tonto de su impulso. Horrorizada y sorprendida por su propia audacia, se preparó para las consecuencias. Seguramente la golpearía, o peor.

—¡Frau Gertz!

La fuerza de su grito hizo que Stella casi se fuera de espaldas. Él siguió agarrándola hasta que su prima salió de la cocina con cautela.

—Tráigale un abrigo. Nos vamos.

Frau Gertz asintió como lo haría un campesino frente a su señor feudal y se echó a correr hacia el clóset. Stella sólo observaba, paralizada. El coronel le prometió que estaba a salvo ahí. Y ahora se iban.

La Hausfrau volvió con un desgastado chal blanco que pretendía ser un abrigo.

—¿Tiene zapatos, Fräulein?

Sonaba impaciente. Stella echó un vistazo a sus pies ensangrentados, mientras otros recuerdos que había olvidado se agolpaban en su mente. En Dachau alguien se llevó sus zapatos, su ropa…

Estaba arrodillada en la nieve, desnuda; el alma le ardía por la humillación y tenía el cuerpo entumido por el frío. Los rostros manchados de suciedad y dolor la rodeaban como si fuera una especie de fenómeno de feria. Pronto los guardias se la llevaron a rastras. Le ardía la piel por el dolor, después por el miedo. Miedo por aquellas manitas que le ofrecían un bulto. Una blusa. Unas manitas en peligro…, que lloraban… La lucha con los guardias… El retronar de un revólver.

Las imágenes la atravesaron, cortándola como si fueran trozos de cristal. Se encorvó hacia delante, mareada por el dolor, cerrando los ojos ante la brutalidad del pasado.

—¡No volveré a preguntárselo!

La voz aterradoramente fría del coronel se escuchó a miles de kilómetros. Stella logró salir de su terrible confusión y se esforzó por recordar la pregunta. «Zapatos».

—Los perdí —logró responder antes de que sus rodillas cedieran. Se desplomó justo en el momento en que el hombre la atrapó y la jaló hacia él. Stella hizo un débil intento por alejarse, pero la fuerza del Kommandant era claramente mayor. Exhausta, se dejó caer contra él, casi sin notar que le colocaban el chal sobre los hombros.

Stella gritó como protesta cuando él la levantó en brazos. Eso pareció avivar la ira del hombre.

—Le dio de comer en mi ausencia, ¿verdad?

—Oh, comió. —Frau Gertz apretó los pliegues de su mandil blanco con sus dedos chatos—. ¡Comió lo suficiente para tres personas! Luego lo vomitó en el piso. Ahora se niega a comer nada que no sea caldo.

La Hausfrau le lanzó una mirada acusadora a Stella, como si exigiera que confirmara su historia. Stella se sonrojó. Había pasado mucha hambre. Después juró que nadie, especialmente aquella repugnante mujer, volvería a ser testigo de su humillación. Hasta ese momento, el caldo parecía bastante seguro.

—¿Y la ropa, prima? —El tono del coronel cambió radicalmente—. Asumí que, para la semana que la dejé a su cuidado, el dinero le compensaría de sobra por la molestia.

—Pero dijo que fuera discreta —lloriqueó la Hausfrau—. ¿Cómo puedo ir al pueblo y comprar ropa nueva sin que el vendedor me haga preguntas? Ella es mucho más pequeña que yo.

—¡Basta de excusas! Ahora dele su abrigo y sus zapatos. Schnell!

Su rugido la mandó corriendo de regreso al clóset. Volvió con un voluminoso abrigo de lana negra y un par sucio de pantuflas rosas.

—Mis otros zapatos aún están con el zapatero.

Su voz se fue apagando. El coronel estaba observando las botas que calzaba. La Hausfrau hizo un gesto de preocupación. Stella se sintió ligeramente reivindicada.

—Por favor, primo.

Antes de que ella pudiera seguir suplicándole, él soltó una grosería y le arrancó la ropa de las manos. Se dirigió hacia Stella con rapidez, dejando atrás a una sorprendida Frau Gertz.

Afuera, su chofer tenía abierta la puerta del coche. Una vez que el coronel dejó a Stella en el asiento, le ofreció el abrigo y las pantuflas. Ella los tomó antes de moverse a toda prisa hasta la esquina más lejana del coche. La enorme figura del hombre la siguió al interior.

El motor del Mercedes cobró vida con un rugido mientras el calor salía a toda potencia por las ventilas del tablero. Stella ahogó un suspiro de alegría mientras estrechaba el abrigo prestado contra su pecho. Miró de reojo al coronel y se encontró atrapada en sus ojos tranquilos e impenetrables.

Pasaron unos momentos antes de que frunciera la línea de su boca y sus rasgos se endurecieran, como si hubiera llegado a una desagradable conclusión. Las alarmas se dispararon en la cabeza de Stella mientras él metía una mano enguantada en la profundidad de su abrigo…

¡Un arma! ¡Iba a dispararle! Tomó la manija de la puerta y la jaló. ¡Cerrada! Un grito se atoró en su garganta mientras cerraba los ojos, hundiéndose con fuerza en el asiento de cuero.

—Póngase esto.

Abrió los ojos de golpe. Stella ahogó un grito cuando vio que él no sostenía un arma, sino una peluca roja. Se la ofreció.

—Como habrá notado, los papeles significan poco en este momento de la guerra. No queremos que destaque demasiado.

Con manos temblorosas, ella se acomodó la peluca de manera que los mechones caían sobre sus hombros.

—Le permitirá cruzar la frontera checa con seguridad —le dijo cuando ella terminó—. Aunque el color no le queda bien, Fräulein.

Ignorando el insulto poco elaborado, Stella se volteó hacia la ventana y se esforzó por recuperar la compostura.

Afuera, los abetos rojizos y los álamos secos pasaban a toda velocidad junto al coche mientras éste se aceleraba por la sinuosa carretera hacia el área vinatera del sur de Alemania. La guerra aún no había tocado aquellos campos inmaculados; en vez de edificios incendiados y campos llenos de cráteres, Stella sólo vio vides sin frutos que se extendían contra un fondo de blanca nieve. En el verano sus pérgolas enrejadas se cargarían de nuevo de uvas regordetas, ignorando con tranquilidad el sufrimiento que se padecía a sólo unos kilómetros.

Freiheit. Libertad. Stella miró hacia los bosques de las colinas y sintió una punzada de melancolía que era casi como dolor físico. La aceptó, ahuyentando sus miedos, mientras la rabia por los meses pasados los reemplazaba. La rabia hacia el viejo Dios por haberla abandonado. La furia hacia este nuevo dios, el monstruo uniformado que estaba junto a ella y que ahora controlaba su vida. El silencio se extendió tanto como los kilómetros y, aunque las preguntas ardían en su interior, Stella agradeció el descanso. De nada le servía la plática casual con el nazi, y responder más preguntas sólo podía convertirse en una tarea peligrosa.

En Ratisbona, una ciudad cerca de la orilla oeste del río Danubio, el coronel ordenó que se detuvieran en una Gasthaus local. Le pidió a su chofer, el sargento Grossman, que entrara y consiguiera tres órdenes de comida. Luego dirigió su atención a Stella.

—Sus papeles dicen que es de Innsbruck. Yo también soy austriaco, del pequeño pueblo de Thaur, no muy lejos de ahí. —Sus ojos penetrantes contrastaban con su sonrisa—. Una vez conocí a un hombre de apellido Müller: Tag Müller. Él y su familia vivían en Innsbruck, adonde yo iba de niño con frecuencia. ¿Son parientes? Estoy seguro de que yo no la habría olvidado.

Stella negó con la cabeza, mirando sus manos heridas, que descansaban sobre su regazo. En su mente, maldijo sus papeles falsos. Teniendo toda Europa para elegir un lugar de nacimiento, Morty había elegido nada menos que el patio trasero de aquel hombre y el apellido de un amigo de su familia.

—¿Y bien?

Ella se humedeció los labios.

—Müller es un nombre común.

—Es cierto. ¿Su familia aún está allá?

De nuevo, ella negó con la cabeza sin querer mirarlo. Stella deseó con desesperación que confundiera su silencio con pena y dejara de hacerle preguntas. Su ardid falló.

—¡Hable! —Tomó el mentón de Stella y giró su rostro hasta que sus ojos se encontraron—. Confío en que, ya que tiene la capacidad de hacer comentarios impertinentes, también pueda mantener una conversación inteligente.

Temblando por el contacto, Stella no desvió la mirada.

—Mis padres murieron cuando yo tenía cinco años. —Eso era cierto—. No tengo más familia, así que los amigos más cercanos de mis padres me llevaron con ellos y me criaron. —En un arranque temerario, agregó—: Eran judíos.

Como esperaba una reacción violenta, Stella se sorprendió cuando la mano con la que él la sujetaba dejó de apretarla con tanta fuerza. De hecho, sólo parecía ligeramente intrigado.

—Sus papeles también dicen que hizo trabajo de oficina. ¿Fue a la escuela en Innsbruck?

—Sí. —Otra mentira, aunque Stella sí recibió una educación, pero no en una escuela, ni después de los trece años, cuando la ley de Núremberg prohibió que los judíos fueran educados. En vez de eso, la señora Bernstein, una maestra retirada que vivía en el piso de arriba de su antiguo departamento en Mannheim, fue su tutora en los fundamentos de la contaduría y las habilidades de oficina.

—¿Qué tan bien escribe a máquina?

Stella se incorporó en su asiento. ¿Por qué quería saber sus habilidades?

—Muy bien, Herr Kommandant. También sé taquigrafía y contaduría general. —Intentó reprimir su optimismo, dolorosamente consciente de las trampas verbales de los nazis.

Él parecía genuinamente complacido.

—No esperaba menos, Stella.

El sonido de su nombre en los labios de él la perturbó, como si eso los uniera de una manera íntima. Stella no quería que hubiera nada personal entre ellos. Por mucho, prefería odiarlo.

El sargento Grossman volvió con sus paquetes de comida. Al entregarlos por la ventana del coche, Stella notó que no tenía mano izquierda; el gancho de acero que la sustituía a la vez la asustó y la conmovió cuando lo vio moverse con dificultad con su carga.

El coronel le ofreció una caja de comida. Stella negó con un gesto brusco de la cabeza.

—Comerá —gruñó él—. No sólo me picó con sus huesos mientras la cargaba, sino que pesa menos que un par de botas. Y si se deja morir de hambre, bueno —Le lanzó una mirada deliberada—. No podremos planear su futuro, ¿verdad?

«Un estratega astuto». Tomó la caja, odiando que él hubiera adivinado que la curiosidad ante su declaración sería más fuerte que cualquier riesgo de náusea. Se concentró en dar pequeñas mordidas al sándwich de queso y a las rebanadas de manzana que contenía el paquete, mientras su atención vagaba de regreso hacia los kilómetros que habían recorrido.

—Relájese. —El coronel leyó sus pensamientos—. Dachau es tan sólo un punto en la distancia.

Stella se detuvo con una rebanada de manzana seca a medio camino hacia sus labios. «¿Y aquellos que aún sufren?». Para ellos no había esperanza. A diferencia de ella, no serían rescatados.

Pero ¿estaba realmente a salvo? Stella contempló al hombre que tenía a su lado, ese matajudíos que se había apoderado de ella. Con o sin papeles falsos, su vida podía alargarse sólo hasta la siguiente hora. ¿Qué quería de ella? ¿Por qué la había sacado de Dachau?

¿Alguna vez la dejaría libre?

Le dolió la garganta ante la insoportable incertidumbre. «Dios, por favor, permíteme saber cuál será mi destino».

Silencio. ¿Acaso esperaba otra cosa?

—¿Cuál será mi futuro, Herr Kommandant? —logró preguntar en un susurro.

—Eso depende de usted, Fräulein. —Tenía una sonrisa enigmática—. ¿Sabe actuar, además de escribir a máquina?