Luis Goyena y Elorrio, hijo de un médico de una aldea guipuzcoana próxima a Oyarzun, era un tipo casi autodidacto. Al estudiar su bachillerato, no quiso estudiar medicina, como le indicaba su padre. Le parecía un oficio incómodo, trabajoso. Decidió motu proprio hacerse licenciado en Filosofía y Letras, materias por las que tenía más afición, y mal pagado vivió dando lecciones de latín y de griego.
El padre era un tipo de médico de pueblo, seco, mal humorado, tirando a carlista. La madre una mujer fanática y la hermana de Luis también.
Esto hacía que él no pudiera vivir a gusto en su casa. No se entendía con nadie de la familia. Al padre le parecía una traición que su hijo se hubiera hecho periodista y escribiera con sentido liberal exagerado.
Luis era hombre trabajador, constante, de voluntad.
Había estudiado latín y algo de griego; y de los idiomas modernos, el francés y el inglés. Más tarde comenzó a escribir en los periódicos, unas veces con su nombre y apellido, Luis Goyena, y otras con el seudónimo de Juan de Oyarzun. Goyena había dejado en el pueblo a una muchacha a quien escribía y con la que esperaba casarse si sus asuntos marchaban bien, pero al comienzo de la República y durante ella, la familia de su novia y su novia tomaron una actitud de intransigencia y de fanatismo y las cartas de la chica escasearon y al último cesaron.
Al parecer, los de la familia leyeron o les contaron lo que decía Luis Goyena en sus artículos, y obligaron a la muchacha a que rompiera con su novio. Goyena entonces para colaborar en los periódicos empleó el seudónimo de Juan de Oyarzun. Luis Goyena era bastante conocido entre los periodistas por sus artículos.
Publicó también un libro en el que se mostró brusco e independiente, lo que no era grato para los lectores de la derecha ni de la izquierda. Cuando vino la revolución de 1936, pensó que no le convenía persistir en la actitud que había mostrado en sus artículos y en su libro, y dejó de firmar Oyarzun y comenzó a llamarse Juan Elorrio. Pensaba que el cambio de apellido le podía dar un poco de suerte o por lo menos de tranquilidad. Ya vio que la revolución española no era cosa de broma y que no se podía jugar con ella. Suspendió su colaboración en un periódico hispanoamericano porque había censura y era peligroso mostrarse independiente. Todo el que expusiera una pequeña duda o dijera una orema era considerado en Madrid como un reaccionario digno de fusilamiento.
El desarrollo de los acontecimientos en el Madrid revolucionario se había agriado de tal manera, y fue evolucionando a un final tan de catástrofe, que resultaba ya más que razonable el que toda persona prudente pensara en buscar una salida que le colocase a cubierto y en seguridad de los trastornos que de modo tan claro se anunciaban.
Luis Goyena, ahora en la vida periodística Juan Elorrio, que había tomado el pulso al medio social en que se movía, comenzó a planear un viaje a la Argentina, solución por la que se inclinaba debido a los medios económicos que, en esa difícil ocasión, podría facilitarle el agente madrileño del periódico de Buenos Aires donde desde hacía algún tiempo venía publicando artículos.
Al ver el mal cariz que iba tomando la revolución, porque no se sabía qué es lo que atacaba y qué es lo que patrocinaba, decidió marcharse de Madrid. Pensó primero ir a la aldea donde ejercía su padre, pero en ella le tenían por un tanto heterodoxo y anárquico, y decidió ir a Valencia y de aquí al extranjero. Comenzó a planear el viaje. Iría a pie hasta Cuenca, allí, si podía encontrar un vehículo, lo tomaría y si llegaba a Valencia sano y salvo vería de encontrar un barco que le llevara a Marsella o a Génova.
Se decidió a comenzar su ruta lo más pronto posible.
Elorrio, hombre de cabeza clara, tenía buena memoria. Antes de estallar la guerra había vivido en una pensión de la calle de la Cruz. Solía frecuentar mucho en aquel tiempo el Ateneo, donde pasaba buena parte del día leyendo, y por ese motivo había escogido un hospedaje en las proximidades de la Docta Casa. De la suya al Ateneo apenas necesitaba unos minutos para trasladarse cruzando las plazas del Ángel y la de Santa Ana.
En los tiempos pasados próximos, para poder procurarse algún ingreso suplementario a lo que constituía la base de su vida, además de sus colaboraciones periodísticas escribió un par de libros que, por prudencia o por lo que fuera, aparecieron sin llevar su nombre en la cubierta. Había que resguardarse contra los azares de un incierto futuro. En el periódico de América firmaba Juan de Oyarzun. En pleno período revolucionario suspendió su colaboración.
En su avatar de viajero, Goyena iba a llamarse Juan Elorrio.
Como escritor no podía decirse que hubiera alcanzado nombre de los que suenan en las conversaciones, pero entre los del oficio comenzaba a estimársele, a ser tenido en cuenta debido a su seriedad, a su competencia, a su cultura y a un estilo claro y preciso, sin adornos y recovecos retóricos.
Era su condición principal la de hombre prudente y claro, poco amigo de meterse en asuntos estrepitosos, ni de atropellar las jerarquías admitidas, por juzgar la época en que el destino le había hecho vivir bastante peligrosa y mediocre. No tenía por el momento interés ninguno en destacarse, prefería pasar como tipo borroso, y ponía empeño en huir de actitudes exageradas y de toda clase de temas políticos y llamativos. Ya se daba cuenta de que el terreno era inseguro y solo con el anónimo se podía entregar a la violencia, aunque esto era también expuesto y peligroso. Se veía el final de la guerra, pero ello no evitaba el peligro, porque llegaba la época de las denuncias, de las delaciones tan gratas al español.
Goyena Elorrio, hombre muy trabajador, era de los que una vez con la pluma en la mano estaban dispuestos a agarrarse a todo lo que saliera para ir viviendo. Había hecho traducciones del francés y del inglés. Dominaba el francés y podía entendérselas con el inglés de una novela o de un libro de ensayos, siempre que no fuera la obra de un esteta alambicado.
Entre los trabajos a que Elorrio se dedicó en aquel tiempo, uno de ellos fue la redacción de una Memoria documentada sobre la guerra civil española. Memoria que debía presentar a la superioridad, como cosa propia, un jefe con el que el periodista había establecido relaciones de amistad, en el tiempo en que ambos coincidieron en torno a la mesa del comedor de la casa de huéspedes de la calle de la Cruz.
Este amigo militar, cuando Elorrio pensó en salir de Madrid, fue el que proporcionó la documentación necesaria. El periodista le rogó que los papeles no estuviesen extendidos a su nombre, sino a otro cualquiera, y el jefe, cuando le entregó los documentos en un bar de la puerta de Atocha, le dijo:
—Aquí está el documento. Viene en blanco, para que de ese modo pueda ser usted mismo quien se bautice. Dígame el nombre que quiera y lo escribiré con mi letra.
Elorrio le dijo que pusiera Luis García Peña y su amigo así lo hizo. Le entregó el militar después cien duros, pagando con esa cantidad en parte el trabajo de la redacción de la Memoria, de la que el militar pensaba sacar consecuencias beneficiosas para el ascenso en su carrera.
Elorrio en su labor periodística última había tendido siempre a escribir sobre temas generales, sin ahondar en ellos mucho, sin mostrar tampoco demasiada pasión por la defensa de los ideales que exponía. Por ese motivo sus escritos se habían censurado siempre como fríos, actitud nada prudente en una época revolucionaria en la que el grito y hasta el aullido eran lo normal.
Dándose asimismo cuenta de la falta de influencias auténticas con que contaba en Madrid, y del peligro que esto suponía en el caso de que algún azar infortunado se cerniera sobre él, decidió marchar a Valencia y desde la capital levantina encaminarse a París. No le faltaría en el puerto levantino algún barco que le sirviera para llegar a Marsella.
Tiempo atrás, Elorrio, que acostumbraba llevar barba bastante crecida y el pelo también un poco largo, había prescindido de su exuberancia capilar. Tenía el pelo rubio, tirando a rojo, y la barba del mismo color. Sin melenas y sin barba parecía otra persona. Así daba la impresión de un hombre de veinticuatro o veinticinco años, pero tenía algunos más. Para salir de Madrid, no solo se cortó el pelo, sino que se lo tiñó de negro y disimuló sus ojos poniéndose gafas de cristales obscuros. No podía sorprender aquello, pues, según algunos maliciosos, en ese tiempo la población madrileña sufrió de repente una epidemia de oftalmias y conjuntivitis más o menos auténticas que les obligaba a taparse los ojos. Pero no era una necesidad terapéutica la que obligaba el tratamiento a los supuestos enfermos, sino una necesidad de disimulo y disfraz.
Elorrio pensó primero en marchar por el Metro al Puente de Vallecas, pero todas las estaciones estaban por entonces muy vigiladas.
Estas estaciones se iban convirtiendo en asilo de gentes pobres que llevaban con ellos colchones pequeños o por lo menos una manta, y dormían en un túnel como podían.
La policía pedía con frecuencia la documentación a todos los que se refugiaban en los subterráneos del Metro.
Era en la época del bombardeo de Madrid y de la presentación de las Brigadas Internacionales en otoño.
Elorrio, después de dejar su casa, había pensado ir a vivir unos días o unas semanas, si era necesario, al barrio del Puente de Vallecas. Fue como había dispuesto.
El viaje al Puente de Vallecas no le hizo mucha gracia. El camino estaba solitario con sus chozas derruidas. Todo tenía un aire intranquilizador. La tierra abandonada y sin cultivar. Pasó por delante de un barrio que llamaban California, y de otro conocido con el nombre del de las Letras, con barracas pobres, cuevas y tabernas y con gente de mal aspecto. Elorrio estuvo a punto de volverse a Madrid alarmado, hasta que haciendo fuerzas de flaqueza, se dijo:
—Adelante, pase lo que pase.
Llegó al Puente de Vallecas.
Había sabido que en este barrio, ya incorporado a la capital, había varias casas de huéspedes de gente obrera y de pequeños oficinistas, y fue a una de ellas y pudo notar que los avales del jefe militar para quien había trabajado tenían valor. Tomó habitación en una casa de huéspedes de aquel barrio populoso y dijo que era obrero mecánico. Se dibujaban en el porvenir tiempos difíciles y era preciso administrarse con cierta cautela, tanto en cuestiones de dinero como en la conversación.
Por todas partes se oía este canto con un ritmo pesado y triste:
A las puertas de Madrid,
lo primero que se ve
son milicianos de pega
sentados en el café.
En la casa de huéspedes del Puente de Vallecas se encontró Elorrio con un cómico de la legua, bastante malo en su profesión, quien dijo llamarse Emilio Muñoz. Era este su nombre verdadero, no tenía motivos para ocultarlo y podía afrontar sin disfraces ni prevenciones las incidencias del momento y aun las del futuro, porque no había tomado parte en política.
La única habilidad clara de Muñoz era tocar medianamente la guitarra y cantar con poca voz, pero con cierta gracia.
Un día Elorrio discutió con Muñoz, como si se tratara de un caprichoso deporte, el tema de las facilidades de la caracterización, afirmando el primero que no comprendía cómo la gente no se disfrazaba para despistar a sus enemigos, en lugar de presentarse a ellos a cara descubierta.
—No crea usted —dijo el cómico de la legua— que eso de cambiarse de tipo sea tan fácil. Sobre todo la cara y la actitud para el que conoce a una persona.
Al periodista le tuvo que sorprender bastante aquella declaración. Le chocaba oírla expuesta por un especialista de la farándula que algo tenía que saber de esas cuestiones.
—Sí, yo creo —también dijo Elorrio— que a un hombre que se haya visto con frecuencia no le pueden engañar, porque eso no pasa más que en las novelas de Ponson du Terrail en donde en uno de los tomos de Rocambole hay un tipo que, al entrar bajo un puente de Londres, se frota la cara con un líquido, y al salir, se le pone cara de negro con el pelo ensortijado y todo.
El cómico se rió. Elorrio trataba de aclarar la cuestión porque le convenía.
—De todas maneras pienso que a un hombre a quien se le vea con barba y sin anteojos y que luego se le encuentre afeitado y con anteojos, no será fácil reconocerlo.
El cómico se afirmaba en su opinión, no daba su brazo a torcer e insistía:
—No, no —afirmaba Muñoz—. Siempre es muy difícil, por mucha maña que se tenga para la caracterización, el cambiar de tipo de cara y de movimientos y el despistar a los amigos y conocidos.
Elorrio no quiso discutir demasiado.
Se decía en el barrio que tanto en el Puente de Vallecas como en la villa del mismo nombre había muchos comunistas y muchos emboscados.
No era fácil el comprobarlo, porque la gente del pueblo, sobre todo la pobre, tomaba la actitud general del vecindario. No se iba a poner en contra de los que mandaban, porque todavía el rico se puede defender de la opinión que reina y de la marea que sube, pero el pobre no puede hacerlo y tiene que gritar con el que grita y amenazar con el que amenaza para ir viviendo.