Poco se sabe sobre la niñez y adolescencia de Catarino. Nació en un rancho cercano a Matamoros y cursó la educación básica en el Instituto Científico y Literario llamado Colegio San Juan de esa ciudad fronteriza. En 1885, en una carta que escribe a su padre, Encarnación Garza, desde un barco rumbo a Veracruz, le recuerda: «No olvido que nací en un rancho. Me eduqué y me crié en él; pero sin embargo la humildad de mi cuna es probable que sea una estrella precursora que más tarde me guíe al punto que ambiciono».1
El aspecto más conocido de la historia de Catarino se verifica cuando, a los 18 años de edad, se muda al otro lado del Río Bravo; primero a Brownsville, y luego a varias ciudades texanas, como él mismo narra en sus apuntes o memorias, de 1877 a 1888. En este periodo, Catarino terminó de formarse en la escuela de la vida. Enfrentó la realidad, tomó conciencia social y definió sus convicciones para llegar a ser un hombre fuera de lo común, controvertido y excepcional. De la enseñanza familiar, mantenía valores morales elementales, muy comunes hasta hace poco en nuestro pueblo; por ejemplo, repetía y llevaba a la práctica el «hacer el bien sin mirar a quién».
En una ocasión, cuando llegó a estar en bancarrota, un joven se acercó a pedirle limosna. Solo llevaba consigo 50 centavos. Sacó la moneda y la entregó, quedándose sin nada. En sus memorias, narra también que ofreció ayuda a una joven que había llegado a San Luis Missouri para estar con su madre moribunda en sus últimos días y que hizo lo mismo con una viuda en El Paso, Texas, sin dejar de señalar que «entre estos primos [los estadounidenses] son costumbres abolidas ayudar al huérfano o proteger a las viudas».2
En esta región fronteriza, la otra enseñanza mayor, adquirida en la familia y en la escuela, tenía que ver con el profundo amor que se inculcaba a la patria mexicana. Catarino estaba imbuido de ese sentimiento nacionalista y antiyanqui, muy propio de quienes vivieron de cerca el gran agravio que significó el despojo de un buena parte de nuestro territorio. José Vasconcelos refiere que, en aquellos tiempos, los vecinos de Piedras Negras y de Eagle Pass llevaban relaciones poco respetuosas: «el odio de raza, los recuerdos del cuarenta y siete, mantenían el rencor. Sin motivo y solo por el grito de “greasers” o de “gringo”, solían producirse choques sangrientos».3 Este mismo escritor, con el esplendor de su prosa –según expresión de Sergio Pitol–, describe el temple de los estudiantes fronterizos de entonces; hablando por sí y su experiencia –había estudiado de niño en una escuela de Eagle Pass–, rememora que:
[…] cuando se afirmaba en clase, con juicio muy infantil, pero ofensivo para otro infante, que cien yanquis podían hacer correr a mil mexicanos, yo me levantaba a decir: «Eso no es cierto”. Y peor me irritaba si al hablar de las costumbres de los mexicanos junto con las de los esquimales, algún alumno decía: «Mexicans are a semi-civilized people». En mi hogar se afirmaba al contrario, que los yanquis eran recién venidos a la cultura. Me levantaba, pues, a repetir: «Tuvimos imprenta antes que vosotros».4
Como es lógico, este orgullo o resentimiento se expresaba más en la generación de Catarino, quien era 23 años mayor que Vasconcelos y creció en tiempos más cercanos a la anexión de Texas y al 47. Catarino mantenía muy presente el gran agravio. Jamás lo ocultó o intentó superarlo; por el contrario, lo convirtió en su causa predilecta. Siempre fue un auténtico nacionalista. Toda su vida combatió con firmeza –y, a veces en extremo– la discriminación contra los mexicanos, y defendió con determinación y valor nuestra independencia y soberanía.
Catarino comenzó a protestar desde el día en que cruzó la frontera para radicar en Brownsville. En esa ocasión, confiesa que:
[...] no conocía enteramente el trato social de los señores americanos, y por consiguiente me sorprendí al llegar al muelle de Texas, y cuando el Celador de la Garita, sin más explicaciones, abriera mi baúl y trastornara de una manera descomunal mi vestuario que por cierto no consistía en gran cosa; cuando ya concluyó la escrupulosa revisión de todos los departamentos de mi desdichado baúl, que a decir verdad no era más que uno solo, porque era de aquella moda vieja o vieja moda como diría un americano, pues me lo había legado mi abuelito como único patrimonio, me despachó con la purga en el cuerpo, como dicen los boticarios que no han estudiado farmacia, diciéndome «all right» a cuyos terminachos hice yo la siguiente y supuesta traducción: «dispense usted la molestia» pero no, señor, quiere decir que todo estaba arreglado, lo cual era una solemne mentira, visto el desorden en que dejó mi ropa.5
Poco después la emprende contra los políticos texanos que, en vísperas de las elecciones en condados o distritos, otorgaban a mexicanos la ciudadanía estadounidense con tal de contar con sus votos. Les molestaba que entre los requisitos les exigían protestar en inglés, lo que en castellano se traducía en:
«¿Protesta usted, y jura bajo el nombre de Dios defender la bandera de los Estados Unidos de América en caso de una guerra con alguna otra nación y principalmente con la suya [México]?» A la que contestan, «sí señor», porque así se lo han aconsejado los cínicos agentes electores.6
Con indignación, explicaba que, «después de tan degradante ceremonia», los llevaban a registrar como electores. Así, el día de las votaciones, los bandos políticos los acarreaban a las urnas; agregaba que, en los sitios donde se celebraban las juntas generales, se tocaba el himno de México, había tamborazos y los emborrachaban:
[…] los directores procuran prolongar las sesiones hasta las cuatro de la mañana siguiente, día en que se reparte whisky para el mayor y menor y para cuando las casillas electorales están instaladas, ya los politiqueros tienen diez o más carruajes para llevar a aquella chusma de ebrios a que depositen su voto libremente, como dicen con el mayor cinismo. En las casillas se disputa con soeces palabras la propiedad de los votantes, y en resumen es un desorden. Qué vergüenza da decir que México ha sido la patria de seres tan degradados.7
En 1878, con apenas 19 años de edad, llevó a cabo su mayor protesta hasta entonces contra la discriminación de mexicanos en Estados Unidos. En ese tiempo, cundía una epidemia de fiebre amarilla en la costa del Golfo de México, por lo que el puerto de Veracruz se puso en cuarentena y las autoridades de Brownsville, en forma unilateral, cerraron la frontera del Río Bravo que comunica a Matamoros. Luego de dos meses de rigurosa «cuarentena», la gente de ambos lados empezó a protestar y las autoridades vecinas convocaron a una asamblea ciudadana para tratar el asunto. Un abogado estadounidense apellidado Rossell, bastante indignado porque se proponía levantar el bloqueo, tomó la palabra y sostuvo:
Señores, se asegura que en Matamoros se han dado varios casos de fiebre amarilla, en consecuencia no nos conviene levantar la cuarentena por ninguna de las razones que se han expuesto: si el pueblo obrero se perjudica o se muere de hambre nada nos importa, lo que debemos ver es que no nos invada la fiebre amarilla, porque bien puede morir alguien americano, y como «un blanco vale más que un mexicano»; así es que yo protesto contra la idea de levantar la cuarentena.8
Terminó la junta general sin que nadie protestara, pero apenas lo supo, Catarino, actuando como de oficio, tomó cartas en el asunto:
[…] viendo yo la impunidad en que quedaban semejantes insultos a la raza y considerando verdaderamente ultrajada mi dignidad nacional me senté al escritorio a escribir un remitido, en el que contestaba enérgicamente contra las frases vertidas por Mr. Rossell.9
En su escrito, Catarino aseguraba:
He sido informado por personas de toda veracidad que un Sr. Lic. Rossell, de esta ciudad, en la reunión que tuvo lugar hoy en los altos del mercado, contestando a varios otros señores que se interesan por levantar la cuarentena entre esta ciudad y Matamoros dijo «que protestaba contra la idea de levantar la cuarentena, supuesto que podría sufrir la ciudad algunos desastres con motivo de la fiebre amarilla ya en Matamoros, y que si el pueblo mexicano (the Mexican People) se moría de hambre por falta de trabajo, nada importaba, que lo que debía tomarse en consideración era de que al levantarse la cuarentena se infestaría fácilmente esta ciudad y que podrían morir alguno o más americanos» y que la vida de «un blanco valía más que diez mexicanos, etc. etc.» éstas y otras que supe que fueron vertidas por la boca de un hombre que al parecer es educado; pero con profundo sentimiento debo decir a usted, Sr. Editor, que hombres semejantes al que me refiero no merecen penetrar en la sociedad justa; porque desde luego atropellan a la cortesía, a la delicadeza y al respeto a sí mismo. Sepa ese abogado blanco que miente villanamente al asegurar que un americano vale más que diez mexicanos, pues en la casa de los señores Blowmberg and Raphael está un mexicano (sin ser negro) que puede probarle en el terreno que quiera que vale tanto como él o cualquiera otro de sus correligionarios.10
El estadounidense eludió el reto de Catarino, quien expresó su «deseo de arrojarle el guante» en el terreno que él aceptara, pues «bastante sentido me consideraba como mexicano».11 Este comportamiento bravucón de los texanos, pero de «mucho juicio a la mera hora», afianzó en él la creencia de que eran cobardes. Hasta se vanagloriaba contando anécdotas en ese sentido. Por ejemplo, recordaba que una vez acompañó a una familia a la ópera en un teatro de Brownsville:
[…] y apenas había pasado el primer acto cuando entraron varios americanos de los que reconocían en nosotros acérrimos enemigos, cuando estos neófitos, a pesar de estar sentado junto a la familia que acompañaba, y cerca del respetable caballero Don Francisco Iturria y su esposa, principiaron a tirarme con cáscaras de naranja, a cuyo acto salvaje protesté enérgicamente parándome a reclamarles tan estúpido procedimiento. Me acerqué con dos o tres de los que vi comiendo naranja y todos se me negaron; pero el portero del Teatro me señaló quién había sido el promotor de aquel atropello y en efecto, apenas me acerqué a él preguntándole si había sido él que sin comedimiento alguno me había tirado por sobre las familias, y me contestó afirmativamente y de una manera grosera, entonces yo le cogí de un brazo y lo llamé afuera a lo que respondió violentamente. Apenas llegamos al pórtico del teatro cuando echó mano de su revólver, a cuyo movimiento contesté sacando el mío, y cuando éste vió que el cañón de mi pistola estaba en contacto con su pecho, hizo lo que la mayor parte de los texanos hacen, gritó de la manera más cobarde.12
Sobre el mismo asunto, añade:
Apenas me había curado ya del susto anterior, [el que tiró la naranja] fue a verme a la casa de los Sres. Blowmberg and Raphael, a donde yo trabajaba y sin más explicaciones me desafió para esta misma tarde, a cuyos deseos accedí, porque de antemano sabía que no pasarían de bufonadas: una hora después me mandó sus padrinos, dos jóvenes empleados de la oficina de Ferrocarril de Punta Isabel, quienes de una manera caballerosa me propusieron un arreglo amistoso, en vista de que yo les dije que no tenía padrinos, pero que a última hora invitaría a dos obreros (de los que llaman allá cargadores) pues estaba satisfecho que entre aquella gente había hombres más dignos que mi adversario. Cuando éstos vieron que la situación por mi parte tomaba un aspecto serio, más se empeñaron en darle una solución amistosa; pero en efecto, dos horas después el valentón texano estaba dándome una satisfacción en presencia de dos testigos.13
En tono hasta soberbio, Catarino afirmaba que los norteamericanos no guardaban agravios cuando tenían miedo, que amaban por conveniencia y que «así como son fáciles para amar, son fáciles para olvidar y abandonar».14 En los hechos, fueron muchas las veces que se enfrentó a golpes, azotó, encañonó o desafió a muerte a texanos en teatros, hoteles, estaciones de ferrocarril, calles y cantinas. En abono a sus desplantes de hombre bragado, no era un buscapleitos cualquiera o vulgar, pues casi siempre se enfrentaba para responder a una ofensa personal o contra los mexicanos. En una ocasión, estaba como injertado de pantera al enterarse de que un periódico texano le reprochaba a un hotelero de Chicago haber hospedado a un grupo de periodistas de México, encabezados por Ireneo Paz y Agustín Arroyo de Anda. Según el diario, se trataba de una «chusma de escritores mexicanos sin precaver que puedan traer piojos».15 Catarino argumentó entonces que, si así trataba la prensa norteamericana a la delegación de periodistas mexicanos que solo iba de visita a ese país, «¿qué no hará a cada momento la prensa belicosa de Texas, con los mexicanos que residíamos aquí sin más representación que la propia nuestra?».16
También, estalló cuando los estadounidenses amenazaron con tomar Piedras Negras, México, en represalia por algún supuesto agravio a sus conciudadanos. Esa vez, en Eagle Pass, donde publicaba el periódico El Comercio Mexicano, respondió a un grupo de veteranos voluntarios de Texas, en forma extremadamente agresiva:
El Galveston News y los veteranos voluntarios de cantinas, han resuelto enteramente el asunto internacional que nos ocupa. El Galveston News dice que la sangre mexicana es demasiado baja y que en quince días los Estados Unidos se apoderarán de México. Los Veteranos borrachos voluntarios dicen que en veinticuatro horas tomarán por asalto a Piedras Negras. ¡Pobres miserables! ¡Perdónalos padre, no saben lo que hacen!
Sepa el Galveston News, que no estamos en la época de Santa Anna: tenemos [un] ejército que jamás se acuerda del Whisky y el tabaco de plancha cuando sabe que el enemigo está al frente.17
Y, en seguida, enfrentó el insulto racista con otro igual de ofensivo y absurdo:
Refiriéndonos a la estupenda barbaridad del Galveston News, que dice que la sangre nuestra es muy baja, le diremos que nos consideramos los mexicanos con más pureza de sangre que los americanos, supuesto que en nuestro país, sólo hay una mezcla, la de español e indio y entre ellos la generalidad son de aventureros irlandeses, mendigos polacos, rusos, prusianos, y más que todo, africanos asquerosos.18
Como es de imaginar, este mal genio se trasladaba al terreno de las armas, implicaba la cárcel o intentos de asesinato. En aquel fin de siglo, los duelos eran muy frecuentes. Catarino sobrevivió de milagro. Había la creencia de que ser hombre de verdad implicaba defender el honor con la vida. Este criterio, tan arraigado en México, también prevalecía, por la influencia de migrantes irlandeses en Texas y en estados de la Unión Americana que, antes de 1847, formaban parte de nuestra República. Los desafíos de Catarino y su personalidad correspondían más a la forma de ser del mexicano del siglo XIX y, en particular, a la generación del Porfiriato. Esa práctica, debe también aclararse, no solo correspondía a gente ruda o iletrada sino que era asumida en cualquier clase social. Recuérdese que Ireneo Paz, periodista y caudillo liberal –abuelo de Octavio Paz–, le quitó la vida, en un duelo, a Santiago Sierra, hermano del ilustre Justo Sierra. También, son conocidos los desafíos a balazos o a espadas que lanzaba a sus enemigos Rafael Reyes Spíndola, poderoso director del periódico porfirista El Imparcial. Este adinerado e influyente editor retó a muerte a don Daniel Cabrera, del semanario El Hijo del Ahuizote; hizo lo mismo e hirió de gravedad a José Ferrel, otro periodista opositor al régimen. Tal vez el pendenciero mexicano del siglo XIX más característico sea Salvador Díaz Mirón, quien se batió contra Agustín F. Migoni y retó al general Luis Mier y Terán y a muchos otros. Estuvo en prisión por el homicidio de Federico Wólter, aunque se habla también de otros asesinatos. Hasta el final de su vida, el poeta sostenía que «el duelo es natural entre los hombres, mientras la defensa del honor esté en juego».19
Incluso existe la «leyenda del Tlacuache», famoso personaje del barrio de Peralvillo en la Ciudad de México, quien no asistió a la cita, «se rajó», y mandó a decir con sus padrinos que lo dieran por muerto y que fueran su rival, malquerientes y zalameros, «a chingar a su madre». Nadie sabe si esto fue cierto.
Lo verídico es que Catarino vivió de los 20 a los 30 años de edad de manera bastante agitada, pero sin muchas angustias porque era valiente, apasionado y emprendedor. En este periodo de su existencia fue alijador y dependiente o encargado de mostrador en una tienda de españoles en Brownsville. El 19 de junio de 1880, se casó con una joven de origen mexicano-americano, con quien nunca pudo congeniar. En el poco tiempo que permanecieron juntos, se mudaron a Matamoros. Allí, Catarino, con el apoyo económico de su madre, María de Jesús Rodríguez, puso una tienda llamada «El Tranchete», pero fracasó por dar fiada la mercancía. Regresó a Brownsville «sin antes haber tenido que romperle las narices a un abogado y a un oficial del ejército ambos mexicanos y de Matamoros, por el simple motivo de que habían dado en llamarme texano; renegado de mi país y no sé qué otro calificativo».20
Después, emprendió un viaje a caballo con un mozo o ayudante, como don Quijote y Sancho Panza, por todos los pueblos del Río Grande hasta Laredo. Iba vendiendo mercancías por las «poblaciones rayanas» de Santa María de Edimburgo, Río Grande, Roma y el Carrizo y, luego de ocho días, llegó a Laredo, donde permaneció cuatro meses.
A principios de 1882, fue vendedor de máquinas de coser de la compañía Singer, en Ciudad Mier, Tamaulipas. Aunque pronto retornó a Brownsville, en 1883, se separó de su esposa «por disgustos familiares» que, según su testimonio, se «reserva». A finales de ese año, abandona «aquella población para siempre, porque hasta ahora no he vuelto ni muchos deseos tengo».21
De regreso a Laredo, deambuló triste y decepcionado. En ese tiempo, conoció a un hermano masón, el comerciante cubano José Ayala, a quien ayudó a vender mercancías en los pueblos de la ribera. Sin embargo, se alejó de él cuando le propuso el negocio de comercializar santos y mezcal, con el argumento de que no deseaba relacionarse con «asuntos frailescos».
Catarino tenía relativa facilidad para sobrevivir. Hablaba con soltura y le favorecía su físico: medía un metro 83 centímetros, era esbelto y bien parecido. Además de ser galán, en las crónicas de su tiempo de revolucionario, se le describía como un personaje inquieto, audaz, convincente, «de manera y lenguaje fáciles e insinuantes».22 Como solía pasar en esa época, Catarino era todo un caballero. A diferencia del Juan Charrasqueado del corrido –que «en aquellos campos no dejaba ni una flor» y presumía de parrandero y jugador–, Catarino no tomaba ni jugaba a las cartas, y enamoraba a las mujeres con romanticismo y nobleza.
En sus escritos, narra casos de generosidad con las mujeres, como aquel en el cual salvó a dos hermosas damas de la aristocracia texana, cuando un caballo brioso que conducía el buggy o carruaje que las transportaba empezó a brincar en desorden y él intervino con decisión y fuerza para dominarlo por completo. Posteriormente, una de las damas, «la más hermosa», lo invitó a la casa de su familia, lo colmó de obsequios de valor; «nuestras relaciones», escribe, «fueron tan íntimas que no había ni una sola tertulia o función de teatro a donde no tuviera que acompañar yo a Blanche».23 Y remata con una recomendación que no necesariamente aplica para todos, muy al estilo del caballero del XIX:
Hay muchas maneras para que el joven se abra paso en la sociedad, por pobre que éste sea. Yo no contaba con más recursos que mi corto sueldo como gacetillero de un periódico, y sin embargo logré penetrar al seno de la sociedad americana más culta y civilizada.24
En otra ocasión, presumió que en San Luis Missouri, una joven rubia le regaló un retrato y un anillo, agregando jactancioso que no recordaba «si a otra se lo di».25 Pero no es para escandalizarse: en asuntos amorosos, los revolucionarios son iguales a todos los hombres, no se les puede idealizar; hasta los más íntegros y consecuentes llevan su manchita, no han sido inmaculados. León Trotski dedicaba tiempo al espejo; le importaba su imagen y casi frente a Natalia, su esposa, coqueteaba con Frida, la mujer de Diego Rivera. El Che una vez le escribió desde México a un amigo argentino que lo conocía muy bien, expresándole que, como él sabía, no podía vivir sin el sexo.
Se puede asegurar que Catarino fue un hombre clásico, de su época en cuestiones sentimentales. Así lo prueba el hecho, entre otros, de que terminó optando por la vía del noviazgo y del matrimonio. El 4 de mayo de 1888, vio por primera vez a la joven María Concepción González Cadena, en Palito Blanco, Texas. El 28 de diciembre de ese mismo año, ya le había escrito en su álbum «un pensamiento lírico-poético», en cuyas primeras cuartetas rimaba:
Se me ha puesto sin razón,
que yo he de ser el primero,
que te escriba Concepción,
antes de que haya un tercero.
En tu álbum mi pensamiento
te escribo, querida amiga,
y mi único sentimiento…
es que Dios tu alma bendiga.
Eres honesta y virtuosa,
digna de ser mi poema,
¡qué poesía tan hermosa,
formara de tu problema
si un escritor inspirado,
que como yo haya sufrido,
si es vicioso –será honrado,
al haberte conocido!26
Este romance desembocó en matrimonio, pues Catarino y Concepción se casaron el 23 de mayo de 1890, en San Diego, Texas. Al año siguiente, el 26 de abril, nació su hija Amelia. Sin embargo, lo más interesante es que, paralelo a este amorío, se van presentando los acontecimientos políticos que llevan a Catarino a tomar las armas para derrocar a la dictadura porfirista.
Es un hecho que, antes de 1888, no vislumbraba el camino de la insurrección. Aquí, conviene apuntar que un revolucionario no nace, se hace en el transcurso de su vida. Los revolucionarios son como los fenómenos naturales; algo similares a los cometas o a los eclipses, que aparecen, inevitablemente, cada determinado tiempo; o como la erupción de un volcán. Sin embargo, se tienen que alinear o presentar ciertas condiciones y, por lo menos, debe contarse con tres elementos más bien humanos: virtud, fortuna (entiéndase suerte) y, sobre todo, arrojo.
La consagración de Catarino como revolucionario se expresó después de cumplir los 30 años de edad. No es casual que, en 1889, escribiera su autobiografía, «temiendo desaparecer del catálogo de los vivos […] por los graves asuntos políticos en que me he visto envuelto […] y por tenaces persecuciones del gobierno mexicano».27 Matías Romero, que sin proponérselo terminó siendo uno de sus principales biógrafos, decía de Catarino lo siguiente:
Este nuevo conspirador es un hombre de muy limitada educación. Nacido en un pueblo de la frontera de México, ha pasado la mayor parte de su vida en la frontera de Texas donde aprendió el oficio de impresor […], agente vendedor de máquinas de coser, comerciante, editor y finalmente revolucionario.
Su preparación como impresor le dio la oportunidad de embarcarse en el negocio periodístico, […] [desde] la oposición al gobierno de México. Debido en parte a su falta de instrucción y en parte a su ilusión ambiciosa de hacerse una fortuna, comenzó por el chantaje a las autoridades mexicanas, y muy pronto sus escritos adquirieron el tono y el carácter más violentos, así como la difamación más indecente de los más distinguidos funcionarios relacionados con la administración de México […]. Gradualmente se convirtió en un monomaníaco por razón de su enemistad con el Gobierno […], y decidió cambiar la pluma por la espada y el santuario editorial por el campo de campaña. De maneras y lenguajes fáciles e insinuantes. […] Garza tuvo éxito atrayendo a su causa, unos pocos de los rancheros ricos de Texas, principalmente su suegro, que le dio algún dinero, caballos y municiones, que fueron distribuidos entre hombres tales como los ya mencionados y así la llamada Revolución empezó.28
En efecto, en la primera etapa de su vida, Catarino estuvo más orientado al comercio; incluso, todavía en 1885, aspiraba a ser cónsul o agente comercial del gobierno de México en San Luis Missouri. Con ese propósito viajó a la Ciudad de México y comenta que se entrevistó con los ministros de Relaciones y de Guerra, Ignacio Mariscal y Pedro Hinojosa. Regresó a la frontera celebrando que estaban por mandarle el nombramiento de cónsul. No obstante, todo fue pura especulación suya porque transcurrieron seis meses y él mismo aceptó que el periódico oficial del gobierno de México confirmaba que «no era cierto» lo de su designación. Cabe mencionar que Catarino, como buen aventurero, era bastante fantasioso. Por ejemplo, llegó a contar que, en México, el ex presidente Manuel González le había encargado entregar algunas cartas al administrador de la aduana de Laredo, lo cual es probable que fuera mentira pues, en ese entonces, el famoso «manco» vivía enclaustrado porque era blanco de una campaña de prensa en su contra, orquestada por su compadre Porfirio para doblegarlo.
Sin embargo, la descripción que hace del viaje a la Ciudad de México es muy interesante. El 19 de marzo de 1885, salió de San Luis Missouri rumbo a Nueva Orleans. Allí visitó la Exposición Universal que, año con año, se celebraba en distintas ciudades de América y de Europa. Acudían los gobiernos de muchas regiones del mundo a exhibir sus productos agrícolas e industriales, y obtenían medallas o reconocimientos.
El 30 de marzo embarcó en el vapor Esteban Antuñano que cruzó el Golfo de México, tocando los puertos de Bagdad, Tampico y Tuxpan y, luego de cinco días, el 4 de abril, arribó a Veracruz. En esta histórica ciudad, Catarino acudió al recinto de la logia del rito escocés, donde conoció a algunos «hh.: de la más alta sociedad veracruzana, pues precisamente el venerable de la Logia en aquel período era el Sr. Gral. Enríquez», gobernador del Estado.29
Catarino se fascinó con el viaje en tren de Veracruz a la Ciudad de México. Según su expresión, era la línea de ferrocarril «más bien construida que jamás haya visto». Debe decirse que era muelle y placentero viajar, en ese entonces, en los ferrocarriles nacionales. Sobre este gozo, poco más tarde, José Vasconcelos diría que «los cojines afelpados del Pullman, con la blanca almohada dispuesta y el botón eléctrico para pedir cerveza helada o comida, parecen el regazo mismo de la civilización».30
Al llegar a la capital, Catarino disfrutó a plenitud su belleza. Afirma que conocía Nueva York y otras grandes urbes de la Unión Americana, pero nada era igual al cielo azul, «a lo poético, romántico y artístico» de la capital mexicana.
Los edificios no tocan las nubes, porque el que más tiene son cuatro pisos, pero cada casa de familia es un jardín lujosísimo: el pueblo mexicano de la clase alta y media sabe vestirse con gusto, es cortés y educado, generoso y humanitario. Si los escritores extranjeros describieran a México juzgándolo por la capital y quisieran ser imparciales, mucho mejor sería el concepto de los americanos del Norte respecto a mi país.31
Insistimos, en su primera juventud Catarino tenía mayor inclinación por el comercio y la «empleomanía». De hecho, en 1886, fue organizador de una convención nacional de criadores de borregos y fomentadores de la industria lanar del estado de Missouri. Con objetividad puede decirse que, a pesar de sus instintos y sus actos en favor de la justicia, era un hombre común, que se buscaba la vida como podía, un «luchón» que, poco a poco, fue tomando conciencia hasta convertirse en un auténtico revolucionario.
En su proceso de definición contó mucho su incorporación a la masonería, su trabajo en la creación de varias sociedades mutualistas y, sobre todo, su paso por el periodismo. En este oficio, empezó desde abajo, como tipógrafo, y en mucho tiempo no pasó de «gacetillero», como él mismo se califica. Además, su carrera en el periodismo también la enfocó al comercio. A finales de 1886, fundó en Eagle Pass el semanario El Comercio Mexicano y al inicio, Adolfo Duclós Salinas se ocupaba de la sección política y él, de la comercial o económica.
Con el tiempo, cuando se peleó con Duclós, tuvo que hacerse cargo de toda la edición, lo cual le resultaba difícil porque no era tan buen escritor. Por cierto, cabe anotar que en los archivos de Porfirio Díaz aparece una carta de Adolfo Duclós dirigida a Enrique Creel, cuando era secretario de Relaciones, en la cual le pide 500 dólares para radicarse en San Antonio, Texas, y publicar un periódico con la aportación de cien dólares mensuales, para «propagar entre los mexicanos de la frontera ideas sanas de moralidad y de amor a la patria».32
Fue en Eagle Pass donde Catarino empezó a perfilarse, con más claridad, como adversario del régimen porfirista. Antes, apenas hablaba en abstracto, en términos generales, de que no había democracia en México. Pero, luego, se asumió como abierto opositor. Sus primeras expresiones en ese sentido las manifestó con motivo de una polémica con el Eagle Pass Times: si lo desterraban de Estados Unidos no podía ir a México, donde no lo quería el gobierno, se leía en una editorial. En respuesta, Catarino esgrimió que, en caso de presentarse tal situación, «quebrantados los principios democráticos [...], nos iríamos a la isla de Cuba antes de pedir el arribo a un gobierno que desconocemos justo y legal, como el tuxtepecano».33
Más tarde, sobre todo, en el año de 1887, cuando Catarino emprendió una campaña periodística contra Jesús María Garza Galán, el gobernador de Coahuila, a quien acusó de contrabandista, se intensificaron los atentados contra su vida y los encarcelamientos. Ya para entonces, también era abierta y frontal su aversión a los estadounidenses. En un discurso, el 15 de septiembre de 1887, en la celebración del Grito de Independencia de México, en tono desafiante y vulgar, llegó a decir que se homenajeaba a los héroes y, al mismo tiempo, se hacía dicha ceremonia para «probarles a nuestros primos que somos patriotas, dignos y capaces de escupirles el rostro en su propio escritorio».34
Pero, aun con estos temerarios desplantes, en aquellos tiempos, la represión a Catarino solo provenía del gobierno mexicano. El Porfiriato tenía en toda la frontera una amplia red de espionaje y su persecución la manejaba el general Bernardo Reyes, gobernador de Nuevo León y jefe de la Zona Militar que abarcaba los estados de Tamaulipas y Coahuila, entre otros. Este procónsul norteño del Porfiriato, con la colaboración de Garza Galán, traía acosado a Catarino, al grado de que, en diciembre de 1887, pocos días después de salir de la cárcel, tuvo que abandonar Eagle Pass para evitar ser asesinado.
Por esos tiempos, Catarino padeció una represión parecida a la que resistieron con heroísmo, dos décadas después, los magonistas en la frontera.
Ante la persecución, Catarino decidió radicar en Corpus Christi. Allí fundó un nuevo semanario, El Comercio Mexicano, en su segunda época, y siguió cuestionando al gobierno de Porfirio. En ese tiempo, conoció y estrechó amistad con la familia de don Alejandro González y Martínez, un ranchero de Palito Blanco que, a la postre, sería su suegro y su principal financiero, para sostener buena parte de los gastos de su guerra de guerrillas. La primera comunicación entre Catarino y don Alejandro fue en abril de 1888, con motivo de la celebración del triunfo de las tropas mexicanas contra los franceses en la Batalla de Puebla, el 5 de mayo de 1863. El texto-invitación a Catarino explica que:
Reunidos varios mexicanos de esta localidad con el fin de discutir la manera de conmemorar con mayor lucidez el 26º. Aniversario del 5 de Mayo, se acordó nombrar en Junta Patriótica cuya Presidencia y Secretaría recayeron en los que tienen la honra de dirigirse a usted en esta vez, con el propósito de participarle que en la última junta se le nombró a usted unánimemente orador oficial para la próxima y citada conmemoración.
Conocido como nos es su patriotismo, no dudamos que aceptará usted el nombramiento, honrándonos así con su presencia.
Aprovechando esta oportunidad, nos es grato ofrecernos de usted Afmos. Amigos y S. S.
Alejandro González
Presidente35
En su estancia en Palito Blanco, Catarino había conocido, como se recordará, a su futura esposa, Concepción, a Mauricio, su hermano y a los primos Vidal Canales y Francisco P. González. Asimismo, se reunió con Albino Canales, Marcial Hinojosa, Andrés Canales, Víctor González, con los hermanos Cadena y Quiñones, con Rafael Saenz y Jesús Hinojosa, entre otros. En referencia a este grupo, Catarino manifestó que, en ninguna de las poblaciones «rayanas» de la frontera de Texas, «había visto mexicanos más patriotas que los que residen en los condados de Nueces y Duval».36
De igual manera, en esos tiempos, conoció al doctor y general Ignacio Martínez Elizondo quien, aun cuando había secundado a Porfirio en los planes de La Noria y Tuxtepec, para derrocar a los presidentes Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada, ya para entonces actuaba en Laredo, Texas, como abierto opositor a la dictadura.
En un libro publicado en Costa Rica, en 1894, titulado La era de Tuxtepec en México, o sea, Rusia en América, Catarino exclama: «¡Desde cuándo estoy siendo víctima de Don Porfirio Díaz!», y, en dos párrafos, resume la forma como padeció persecución e intentos de asesinato:
En Eagle Pass, Texas, fui más de veinte veces reducido á prisión á solicitud del Gobierno Mexicano: unas veces para juzgarme por delitos de imprenta; publicaba entonces dos periódicos de oposición, «El Comercio Mexicano» y «El Libre Pensador», y tenía ó adolecía del defecto de llamar ladrón al que robaba […]; y otras veces para aplicárseme la ley de extradición: fue entonces allá por los años de 86 y 87. Se atentó varias veces contra mi vida: se me mandaron distintas veces esbirros para que me provocaran á duelo; nunca rehusé batirme con nadie, no precisamente porque me pese la vida, sino por probarle al señor Díaz que siempre he estado resuelto á cargar con mis responsabilidades.
El día 21 de Septiembre de 1888, á las tres de la tarde, estando yo en una peluquería afeitándome, en la ciudad de Río Grande, Texas, fui asaltado por dos bandidos americanos, Leebre y Diliard, quienes apoyados por los esbirros de México, pretendían asesinarme: […] lograron herirme de muerte con tres tiros; pero como todos los asesinos pagados, huyeron cobardemente cuando, después de herido, les disparé mi revólver. De este y otros muchos atentados he sido víctima. Entre mis mismas fuerzas consiguieron meterme varios esbirros mandados exclusivamente por Bernardo Reyes para asesinarme, y recuerdo que una vez que batíamos al enemigo en Vallecillo, un tal Marcial Cisneros me disparó dos tiros por la espalda, con mal éxito, por supuesto, para el Chacal Reyes.37
Como constancia de que era real la persecución contra Catarino, no sobra apuntar que, el 4 de noviembre de 1888, la comunidad mexicana de Laredo, presidida por el doctor Ignacio Martínez, y cuyo secretario era el periodista Justo Cárdenas, «se reunió en sesión ordinaria» y publicó un desplegado:
La Sociedad Mexicana protesta con toda la energía de que es capaz, contra el infame conato de asesinato verificado en Río Grande City en el escritor mexicano Catarino E. Garza, por el guardia (custom house officer) Víctor Sebree; y contra la impunidad en que ha quedado el delincuente, tanto por este crimen como por el asesinato que á principios de este año verificó en la persona de Abraham Resendez. El asesino se encuentra actualmente en Brownsville, Texas, en pleno goce de sus derechos, desempeñando un empleo y con su sueldo en corriente.38