CAPÍTULO 1
«YO NO CRUCÉ LA FRONTERA,

LA FRONTERA ME CRUZÓ»

Catarino Erasmo Garza Rodríguez tiene una historia verdaderamente ejemplar y fascinante como revolucionario y combatiente internacionalista. Su vida pública es poco conocida. Se trata de un héroe anónimo que, por haber sido opositor al régimen y no triunfar, fue condenado al olvido, al ostracismo.

Recrear la historia de Catarino en estos tiempos –cuando se pretende borrar del pensamiento las gestas de los revolucionarios o no informar a las nuevas generaciones de los grandes sacrificios de los próceres– significa no solo reafirmar nuestro pasado glorioso, sino demostrar que, en cualquier lugar de la Tierra, y en los momentos de mayor autoritarismo y desdicha, han surgido hombres extraordinarios, guías espirituales o líderes políticos que, desafiándolo todo, enaltecen la dignidad y el decoro de los pueblos.

Catarino nació el 24 de noviembre de 1859, en un rancho de su familia ubicado cerca de Matamoros, Tamaulipas. La mayor parte de su apresurada vida se desenvolvió en los pueblos de la ribera del Río Bravo y en el valle de Texas, en la frontera de México con Estados Unidos. En ese entonces, cruzar el Río Bravo en cualquier sentido no implicaba dificultad alguna; la frontera todavía era imaginaria. Texas se había separado de México en 1837 y se anexó a Estados Unidos en 1845, apenas 14 años antes de que Catarino llegara al mundo.

En Texas, no olvidemos, comenzó la triste historia de la pérdida de más de la mitad del territorio de México, tanto por la mala actuación de sus gobernantes –en particular, la del dictador Antonio López de Santa Anna–, como por el afán expansionista y la ambición de los grupos de poder estadounidenses. En 1835, al término de la Primera República Federal, se estableció en México el sistema de gobierno centralista. Los colonos del vecino país que habitaban Texas encontraron el pretexto para exigir la separación de ese amplio territorio de la nación mexicana. En principio, condicionaron su permanencia como parte de nuestro país al restablecimiento de la Constitución Federalista de 1824 y, meses después, el 2 de marzo de 1836, de manera unilateral y arbitraria, en una convención celebrada en Washington declararon la Independencia de Texas. En esa asamblea se eligió a David G. Burnet como presidente y a Lorenzo de Zavala como vicepresidente del nuevo país.

Al conocerse la noticia de la Independencia de Texas, tropas mexicanas comandadas por Santa Anna marcharon rumbo al norte con el propósito de someter a los separatistas. El 6 de marzo de 1836, el ejército mexicano cercó a los texanos en la fortaleza de El Álamo y, después de una hora de combate, los mexicanos salieron victoriosos. En juicio sumario y sin pérdida de tiempo, los prisioneros fueron fusilados. Esta batalla se convertiría en todo un mito de la historiografía estadounidense: nunca ha dejado de recordarse la llamada «matanza azteca»; es decir, la forma como los santanistas se ensañaron con los vencidos.

El caudillo mexicano continuó su marcha y tomó Harrisburg sin mayores dificultades. Pero, en San Jacinto, fue sorprendido por las tropas de Samuel Houston, las cuales propinaron al ejército mexicano una rotunda derrota: 400 muertos, 200 heridos y 730 prisioneros, entre ellos, el mismo Santa Anna.

Pocos días después, el 14 de mayo, Santa Anna firmó en Puerto de Velasco un convenio con el presidente de Texas donde, para obtener su libertad, se comprometió a «no tomar las armas, ni influir en que se tomen contra el pueblo de Texas, durante la actual contienda de Independencia», así como a cesar de inmediato las hostilidades entre las tropas mexicanas y las texanas. Asimismo, suscribió un convenio secreto por el cual se comprometía a gestionar el reconocimiento de la Independencia de Texas ante el Congreso Mexicano y a celebrar un tratado de comercio, amistad y límites entre México y Texas; además, establecía que este último país no debía extender sus fronteras más allá del Río Bravo. Con ello, de hecho, reconocía al Bravo como la frontera entre ambas naciones, cuando hasta los mismos texanos sabían que esta era, en realidad, la fijada por el Río Nueces, más al norte que el Bravo.

Este escandaloso acto de entreguismo gratuito, pensado quizá como una forma de salvar su vida, le costó a México, años después, la pérdida de más territorio: al firmarse el tratado de paz, Estados Unidos exigió como límite el Río Bravo y no el Nueces, como alegaba la delegación mexicana.

Pero todavía se padecieron otros agravios y vergüenzas, y varios años transcurrieron hasta la implantación de la nueva frontera con Estados Unidos. Antes de la Independencia de Texas, en ese amplio territorio, los pueblos más importantes habían sido fundados en la época colonial, cuando México dependía del dominio español. Del otro lado del Río Grande o Bravo solo existían El Paso, Laredo y San Antonio, tres de las diez ciudades más importantes en la actualidad. Mientras, en la ribera sur del Bravo, ya se habían constituido desde tiempo atrás Paso del Norte (hoy, Ciudad Juárez), Reynosa y Matamoros.

Luego de la separación texana, pronto se levantaron nuevas ciudades: primero fue Houston, que surgió cuando los hermanos Allen, empresarios de Nueva York, compraron 27 kilómetros cuadrados (2 700 hectáreas) de tierras a lo largo de Buffalo Bayou, a un precio de 344.4 dólares por km2 (1.40 dólares el acre). La nueva ciudad recibió su nombre en honor a Samuel Houston, vencedor de la batalla de San Jacinto, quien, además, en septiembre de 1836, fue elegido presidente de Texas. En 1838 se fundó Corpus Christi, un poco más al norte de Houston, donde el Río Nueces desemboca en el Golfo de México. Siguió la capital actual, Austin, en 1839, y en 1840, más al norte, la ciudad de Plano.

Al calor de la euforia colonizadora creció la política expansionista de Estados Unidos. En 1840, utilizando como pretexto la deuda de 2 millones 16 mil pesos por daños reclamados y reconocidos ante un arbitraje internacional, el gobierno del país vecino inició la embestida final para terminar de adueñarse de más de la mitad de nuestro territorio. Esta infamia tuvo su origen en la aceptación del gobierno mexicano de pagar la deuda en plazos y luego de tres puntuales abonos, por la penuria de las finanzas públicas, tuvo que declararse insolvente. Así, la incapacidad financiera de México favoreció los planes expansionistas de Estados Unidos.

También con frecuencia creciente, en el país del norte se justificaba la intervención directa en asuntos políticos. La excusa era extender el sistema democrático para salvarnos de la anarquía, e incluso empezó a cobrar auge la doctrina del Destino Manifiesto, según la cual, por razones teológicas, los protestantes blancos anglosajones eran los elegidos para llevar la libertad a toda América.

Para desgracia del pueblo de México, en 1844 llegó a la Presidencia de Estados Unidos el demócrata James K. Polk, personaje que se caracterizaría por sus notorias ambiciones expansionistas. Desde el inicio, Polk manifestó su deseo de lograr la anexión de Texas, pretensión que se convirtió en realidad el 28 de mayo de 1845, cuando el Congreso aprobó la resolución que admitía a Texas en la Unión Americana. Al mismo tiempo, Polk ordenó la ocupación de California y, de un enfrentamiento ocurrido el 25 de abril de 1846 entre tropas de los dos países, surgió la gran excusa para que el mandatario solicitara la declaratoria de guerra contra México. Polk alegó que se «había derramado sangre norteamericana en territorio norteamericano». De esta manera, el 11 de mayo, el Congreso de Estados Unidos decretó la guerra contra nuestro país. A partir de entonces, sus tropas ocuparon diversas regiones del territorio nacional.

El desenlace de esta canallada mayor fue fatal, trágico. El gobierno de México, sin ejército organizado, armas ni dinero, se vio obligado a expedir, el 11 de enero de 1847, un decreto en el que se ordenaba la incautación de los bienes eclesiásticos hasta por 15 millones de pesos, con la finalidad de utilizar estos recursos para financiar la guerra. Esta disposición del vicepresidente Valentín Gómez Farías provocó la sublevación conocida como la «rebelión de los polkos», en la que participaron los regimientos de la Guardia Nacional de la capital, encabezados por el general Matías de la Peña y Barragán, y formados en su mayoría por jóvenes provenientes de familias acaudaladas. La revuelta, cuyo único propósito era garantizar los bienes del clero, produjo un enfrentamiento interno, en momentos en que la unidad de los mexicanos resultaba indispensable. El movimiento fue apaciguado el 21 de marzo cuando Santa Anna, después de estar a punto de derrotar a los estadounidenses en La Angostura, regresó a México para derogar, a cambio de cien mil pesos que exigió a la Iglesia, las leyes sobre la expropiación de bienes eclesiásticos.

En estas condiciones, sin una estrategia militar definida, sin los recursos económicos imprescindibles y sin la necesaria unidad del pueblo, las tropas del vecino país penetraron sin problemas hasta el centro del territorio nacional. El 16 de mayo, arribaron a Puebla sin combatir. Las recibió en la catedral el obispo de la ciudad. Después de las heroicas batallas de Padierna, Churubusco, Molino del Rey y Chapultepec, las fuerzas invasoras se posesionaron de la capital del país. El 16 de septiembre, fecha de la conmemoración de la Independencia, de forma ofensiva e indigna, en Palacio Nacional ondeaba la bandera de Estados Unidos.

El país entero responsabilizó a Santa Anna de la tragedia; el antiguo «Benemérito de la Patria» fue acusado de traidor y desterrado el 6 de abril de 1848 a Venezuela. También surgió, como en otros momentos, el humor hecho verso y denuncia; un panfleto anónimo publicaba un corrido con una simpática estrofa que refería la situación de Santa Anna en esos momentos, haciendo alusión al hecho de que le faltaba una pierna:

Cayó Santa Anna y su fe,
y cayó el desventurado
porque estaba mal parado
solamente sobre un pie.

No obstante, poco después, en 1853, los conservadores irían por él a Colombia (como diez años más tarde fueron por el príncipe Maximiliano a Trieste, Italia). Según ellos, vendría a salvarnos, decisión que no solo resultó un error garrafal sino otro inmenso desastre.

Retomando el tema de la invasión yanqui, agreguemos que, mientras las tropas estadounidenses permanecían en la Ciudad de México, en Querétaro, sede de los poderes de la República, se celebraron las negociaciones de paz. El presidente Polk, quien al principio buscaba solo apoderarse de Nuevo México y California, una vez dueño de la situación, exigía a su enviado Nicholas Trist que presionara para obtener el mayor territorio posible. De esta manera, el 2 de febrero de 1848, el gobierno mexicano se vio obligado a aceptar un vergonzoso acuerdo que puso fin a la guerra, y le permitió a Estados Unidos adueñarse de algo más de la mitad de nuestro territorio (2 millones 400 mil km2), a cambio de una «indemnización» de 15 millones de pesos.

Luego del gran zarpazo, poco a poco empezó a definirse en los hechos y a poblarse la nueva frontera. En 1849, un año después de la firma de los Tratados de Guadalupe Hidalgo, se fundó Brownsville del otro lado del Río Bravo, frente a Matamoros. Su territorio lo obtuvo Charles Stillman como pago por sus servicios de transporte de tropas a través del Río Grande en la guerra contra México. También a la orilla del Río Bravo, pero 521 kilómetros más arriba, se constituyó la ciudad de Eagle Pass y, casi al mismo tiempo, el 15 de junio de 1859, en la ribera de enfrente nació Piedras Negras, Coahuila. Antes, en 1852, se creó el condado de Hidalgo, cuya ciudad «rayana» es McAllen, frente a Reynosa.

Sin duda, la historia más apasionante en la fundación de estas ciudades fronterizas es la de Nuevo Laredo. Luego del despojo y la firma de los Tratados de 1848, los pobladores de Laredo, ubicada del otro lado del Río Bravo y en territorio que iba a pertenecer a Estados Unidos, se negaron a renunciar a su nacionalidad mexicana. No querían ser atrapados por la nueva frontera. Por esa razón, organizaron un referéndum y la mayoría de los pobladores reafirmó su voluntad de no aceptar la ciudadanía estadounidense. Pero el gobierno vecino no reconoció los resultados de la consulta y, en defensa de su libertad, 17 familias de Laredo decidieron trasladarse a vivir al otro lado del Río Bravo, para fundar Nuevo Laredo, México. Se cuenta que se trajeron hasta a sus muertos.

Aun cuando, poco a poco, se instalaron aduanas a lo largo de la línea divisoria de Texas con México, en los hechos, la frontera solo existía en la formalidad. El paso de un lado a otro era normal y franco. Los gobiernos no tenían interés ni podían controlar las entradas y salidas a lo largo del Río Bravo, en cuyas orillas estaban asentadas poblaciones muy relacionadas por la agricultura, la ganadería, el comercio y, sobre todo, por fuertes lazos familiares y de amistad.

En ese tiempo, los apellidos más comunes, tanto en Texas como en la zona fronteriza de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, eran los de las familias Garza, González, Salinas, Benavides, Cadena, Treviño, Elizondo, Longoria, Martínez e Hinojosa, entre otros. En esta tierra de libre comercio o contrabando, de forasteros, poblada por migrantes laboriosos y colonos patriotas que hasta la fecha siguen pensando, como lo dice el corrido de Los Tigres del Norte: «yo no crucé la frontera, la frontera me cruzó», se desenvuelve y busca la vida el personaje principal de esta historia, Catarino Erasmo Garza Rodríguez.