UN EUFEMISMO

El cuento que descorre el telón de este libro contiene la palabra “nalgas”. Reconozco que en vez de ese vocablo pude usar un eufemismo: glúteos, ancas, grupa —en uno de sus poemas Ramón López Velarde alude a “la grupa bisiesta”—, antifonario, asentaderas, cachas, posaderas, tafanario o traspuntín, cuando no la cursi y chabacana palabreja “pompis”. Pero ninguno de esos vocablos tiene la potencia de aquel que dije: “nalgas”, razón por la cual lo uso. Igual que los seres y las cosas cada palabra tiene su lugar en el universo. Además el narrador de chistes debe cuidar que el punch line de los suyos, o sea su remate, posea en verdad punch, si me es permitido el uso de tales anglicismos. Para eso le será útil la lectura del gran cuentista O. Henry, maestro de los finales inesperados. Pero veo que me estoy alargando en la presentación del cuento. Voy a él.

Una compañía de teatro itinerante llegó a un pequeño pueblo. Iba a representar una alta comedia —así decía el programa— llamada “Astolfo y Analisa” o “Amor más allá de la muerte”, cuyo autor era el propio director del grupo.

En la función de estreno la carpa se llenó de un público silvestre que nunca había asistido a una representación teatral. El primer acto transcurrió sin contratiempos; la gente seguía con interés el desarrollo de la trama. Pero llegó la escena culminante del poderoso drama. Astolfo, ardiente galán, le reclama con vehemencia a Analisa, doncella pudorosa, su falta de pasión. Ella, desesperada al oír aquel reproche de su amado, profiere con clamoroso acento:

—¡Astolfo! ¡Te he dado mi vida! ¡Te he dado mi amor! ¡Te he dado mi corazón! ¿Qué más quieres que te dé?

Desde el fondo de la carpa se oyó el grito de un pelado:

—¡Dile que te dé las nalgas!

Una estruendosa carcajada selló aquella incivil procacidad, a la que siguieron gritos chocarreros y festivas palmas. La representación se interrumpió. La damita joven se echó a llorar desconsoladamente; el galán esgrimía, iracundo, el puño contra el majadero; entre bambalinas doña Sara Bernárdez, actriz de carácter, le reclamaba al director del grupo haberlos llevado a esa “aldea de hotentotes”. El jefe de la compañía tuvo que salir a escena a suplicar al culto y exigente público que se abstuviera de hacer demostraciones ofensivas, por respeto a los actores y gentiles actricitas que lo habían dejado todo: fortuna, hogar, familia, para llevar a esa hermosa ciudad un mensaje de cultura y civilización. A duras penas la función pudo seguir hasta su desairado final.

A la mañana siguiente el director se apersonó ante el alcalde del lugar, un hirsuto señor de nombre don Mercurio. Le contó lo que había sucedido el día anterior y le pidió que hiciera algo para evitar que en la representación de esa noche volviera a acontecer lo mismo. El munícipe le prometió que por sus propios pies iría a la función, y que él mismo se encargaría de imponer respeto. En efecto, esa noche el edil llegó a la carpa y ocupó con su frondosa cónyuge sendos asientos de primera fila. Empezó la función. Por la presencia de la primera autoridad del pueblo la gente guardaba un silencio respetuoso. Llegó la escena culminante. Con emotivo acento le dijo Analisa a su enamorado:

—¡Astolfo! ¡Te he dado mi vida! ¡Te he dado mi amor! ¡Te he dado mi corazón! ¿Qué más quieres que te dé?

Se puso en pie el alcalde, se volvió hacia el público, y al tiempo que esgrimía una pistola gritó con voz de trueno:

—¡Al que diga que le dé las nalgas se lo va a llevar su rechingada madre!

UN CUENTO

Soy puro cuento. Eso lo sabe bien la gente, como sabe también que del cuento he vivido siempre, y vivido bien, gracias a Dios. Mi padre pasó toda su vida haciendo cuentas, y con ellas nos dio casa, vestido, sustento y buena escuela. A su ejercicio yo le cambié una letra nada más: si él hacía cuentas yo hago cuentos, y me la he pasado linda y bonitamente haciéndolos.

La verdad es que yo no los hago. Desde que Homero narró sus dos enormes cuentos, el de Ilión y el de Odiseo, es muy difícil hacer un cuento original. Hasta Cervantes y Shakespeare, y no se diga Saramago o Borges, son eco de ecos de ecos. El único modo que tiene ahora un escritor de ser original es confesar que no es original. Yo conocí a un escritor que presumía de originalidad. Y la tenía, es cierto, pero en la ortografía nada más. La que usaba era muy original. Creo que fue Charles Lamb quien después de leer el texto de un escritor novato le hizo el siguiente comentario: “Tu obra es original, y es buena. Pero lo que es bueno no es original, y lo que es original no es bueno”.

Los cuentos que yo cuento me los cuentan. Algunos los invento yo, naturalmente. Nadie podría contarme todos los cuentos que cada día cuento. Pero los cuentos que hago no son tan buenos como los cuentos que oigo. Y es que esos cuentos —los mejores— son obra del mejor escritor que hay: el que se llama “Anónimo”. Quiero decir que son los cuentos que hace la gente común, o sea el pueblo.

La otra noche mi esposa y yo fuimos a cenar al Café “Viena”. Las cenas ahí, como las comidas y los desayunos, no son desayunos, comidas o cenas: son banquetes. Estábamos gozando el nuestro cuando se acercó un amable señor que en su mesa hacía lo propio y me dijo que quería contarme rápidamente un cuento relativo a cierto pelotero que jugó en la Liga de Beisbol del Norte.

Al tal beisbolista le decían “La Yapa”. Su apodo le vino del lastimero quejido que decía de niño cuando su papá le pegaba en castigo por sus travesuras. Clamaba gemebundo el muchachillo. “¡Ya’apá! ¡Ya’apá”. De ahí le vino lo de “Yapa”.

El caso es que La Yapa se murió, y llegó al Cielo. En la puerta de la morada celestial lo recibió San Pedro.

—Déjame pasar —le pidió el recién llegado.

—¿Quién eres —le preguntó el portero—, y qué hacías en la Tierra?

—Soy La Yapa —respondió él—, y fui pelotero de beisbol. Déjame pasar.

—No te conozco —le dijo el de las llaves—. Tendré que consultar tu caso.

Llamó San Pedro a Dios Padre por el interfón del Cielo y le dijo:

—Señor: tengo frente a mí a un pelotero que le dicen La Yapa. Dime: ¿lo paso?

—No —le contesta el Eterno—. Píchale. Lo he visto jugar varias veces, y no batea nada.

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Cuando acabó la guerra volvió el soldado al pueblo. Regresó él solo: su hermano gemelo, con quien fue a combatir, había perecido en la contienda. Otra desgracia sufrió el pobre: un golpe de metralla en la cabeza lo hizo perder la memoria, de modo que no recordaba nada de su vida anterior.

Surgió un grave problema: ¿cuál de las dos esposas de los gemelos se quedaría con él y con la jugosa pensión de invalidez que iba a recibir? Las dos lo reclamaron como suyo; cada una invocaba señas de identidad secretas e íntimas, y aportaba pruebas diversas para probar ser la mujer del sobreviviente.

No se pudo dilucidar el caso. Entonces las madres de las dos muchachas intervinieron en el pleito, pues ninguna deseaba que su hija fuera la viuda y la otra la afortunada dueña del marido y el dinero. Como ya casi llegaban a las manos, acordaron llevar el caso ante el juez del lugar, un hombre famoso por su sabiduría y su prudencia.

Después de interrogar al soldado y a las dos mujeres el juez determinó que era imposible establecer con certidumbre la identidad del joven y decidir con cuál de las dos mujeres debía irse.

—Entonces —dijo— para que se acabe el pleito voy a hacer lo que Salomón.

Ante la expectación de todos los presentes hizo llamar al carnicero del pueblo y le ordenó partir en dos al muchacho.

—Entregaré un trozo a cada una de las dos esposas —indicó, severo—. Así se arreglará el problema.

—¡Oh, no! —clamó angustiada una de las madres—. ¿Cómo vamos a cometer tal crimen? ¡No puedo permitir que se le quite la vida a este pobre muchacho! ¡Prefiero que mi rival se quede con él para su hija!

La otra mujer, en cambio, se desató en alaridos destemplados.

—¡Sí! —gritaba con ferocidad—. ¡Que lo maten! ¡Que lo hagan pedazos! ¡Que lo descuarticen! Al oír eso el juez suspiró.

—Entréguenle el soldado a esta mujer —sentenció con voz llena de tristeza—. Ella es la verdadera suegra.

ÍNTIMO SECRETO

Don Abundio cuenta historias tan reales que hasta parecen sacadas de la imaginación. Yo ya no sé si creerle o no. Lo que hago es someter todos sus relatos a la duda cartesiana. Esa duda metódica sirve mucho para no irse uno con la finta.

Por ejemplo don Abundio dice que cuando se casó quiso poner a prueba la discreción de su mujer. Para ello ideó una estratagema que parece sacado de los cuentos de Bocaccio, de Chaucer o de Juan de Timoneda. Una mañana fingió preocupación. Le preguntó su esposa con solicitud:

—¿Qué le sucede, Abundio? ¿Por qué anda usté tan serio?

Debo decir que en tiempos de la juventud de don Abundio no se usaba el tuteo entre los casados. Los esposos se hablaban de usted aun en los momentos de la mayor intimidad. “Muévase”... “¿Qué ya acabó?”... Y así.

Le preguntó, pues, doña Rosa —así se llamaba la mujer del campesino— a su marido qué era lo que le preocupaba.

—Fíjese —respondió él— que me salió una espinilla en la mera puntita de aquello que le platiqué. Me perdonará, entonces, si no hago obra de varón hoy en la noche, y tampoco a lo mejor mañana, hasta que se me quite la hinchazón.

Lamentó la muchacha en su interior aquella calamidad inesperada que la privaría, quizá por varias noches, de las recias atenciones de su fornido y cumplidor esposo, pero dijo lo que dice toda mujer del campo, lo mismo ante una gran desgracia que ante un insignificante contratiempo. Dijo:

—Sea por Dios.

—Una cosa le pido —demandó el ranchero—. No le vaya a contar esto a nadie, porque me da vergüenza.

Doña Rosa le aseguró que ella con nadie hablaba ya, según su nueva condición de mujer casada, y que a nadie por tanto contaría aquella cuestión tan íntima que sólo a los dos interesaba.

No olvidemos que aquella cosa tan íntima no era cierta: don Abundio no tenía ninguna espinilla en aquel punto —o punta— tan sensible. Había inventado la mentira sólo para poner a prueba la discreción de su mujer.

Ese mismo día, al caer la tarde, se dirigió él a la tienda del rancho, lugar donde solían reunirse los hombres al terminar la jornada de trabajo para comentar los sucesos del día y jugar unas manitas de conquián. Tan pronto entró le preguntó don Nacho, el de la tienda:

—¿Cómo seguiste de ese tumor que te salió en la pija? A lo mejor es lepra. Vete a Saltillo a que te vea el doctor; no sea que se te caiga aquello.

En ese mismo punto supo don Abundio que no podría confiar nunca en la discreción de su mujer. Y es que la atribulada muchacha le contó a su madre lo de la espinilla. Ella le repitió la historia a su marido. En esa segunda versión la tal espinilla se había convertido ya en feo grano. Luego, de versión en versión, el forúnculo fue creciendo hasta volverse llaga de leproso. Ahí confirmó don Abundio que es cierto lo que dice la sabiduría popular: “Secreto de dos es secreto del diablo, no de Dios”.

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Don Senescio y su esposa Pacianita cumplieron 50 años de casados. Esa es hazaña grande, sobre todo en estos tiempos. Antes los jóvenes se conocían, se trataban, se casaban y tenían un hijo. Ahora tienen un hijo, se casan, se tratan, y luego se conocen. Quizá por eso aquel señor le contó a su hijo: “Durante 25 años tu madre y yo fuimos absolutamente felices. Pero luego nos conocimos y…”.

Cuando llegaron a sus bodas de oro don Senescio le dijo a Pacianita:

—¿Recuerdas, mi amor, que el día que nos casamos salimos de luna de miel en aquel cochecito de segunda mano que tenía yo?

—Claro que lo recuerdo —contestó ella.

—¿Y recuerdas, viejita —prosiguió el añoso marido—, que a poco de haber salido me acometió la urgente gana de hacer una necesidad menor, y la desahogué junto a un arbolito? Tú, inocente y pudorosa, volviste la mirada hacia otro lado para no ver aquello.

Replicó doña Pacianita:

—Todo eso lo recuerdo bien.

Don Senescio sugirió, romántico:

—¿Qué te parece si repetimos eso mismo para celebrar nuestro feliz aniversario?

Ella aceptó, gozosa, la proposición. Salieron, en efecto a la carretera, y poco después vieron el arbolito aquel, que ahora era un árbol grande y frondoso. Detuvo el automóvil don Senescio y fue a hacer lo mismo que había hecho hacía 50 años. Lo estaba haciendo cuando escuchó un gemido lastimero. Era doña Pacianita, que se había echado a llorar desconsoladamente. La impresión de don Senescio al oír el súbito llanto de su esposa fue tan grande que se le cortó el chorro, si me es permitido sacrificar la corrección en aras de la descripción. Lleno de alarma le preguntó:

—¿Por qué lloras, viejita?

Respondió ella entre sus lágrimas:

—Es que hace 50 años te measte el sombrero, y ahora te estás meando los zapatos.

UNA HISTORIA DE AMOR

Esta muchacha es bella. Y es buena esta muchacha, y está llena de sueños y esperanzas. ¿Cuántos años tendrá? Quizá 17, pienso, o 18 a lo más. Su cuerpo es grácil, y ella es graciosa.

Vive en Madrid esta muchacha. En ese tiempo —la década de los veintes del pasado siglo— la capital de España es como un pueblo de provincia, grande. La ciudad llora con los dramones de Echegaray y ríe con las comedias de los hermanos Álvarez Quintero. La alusión viene a cuento porque a esta muchacha le gusta mucho el teatro. Quiere ser actriz. Ya ha hecho papeles pequeñitos, de damita joven.

Una de esas veces la vio un muchacho y se prendó de ella con sincero amor. Es de buenas familias este joven. Pertenece a la nobleza, a esa rancia aristocracia de la vieja España, profusa en títulos. Adinerados son sus padres, dueños de casas y cortijos.

Se hacen novios la linda actricita y el muchacho rico y noble. Se aman; son felices amándose. Pero en la España de aquel tiempo un noviazgo como éste es disparejo. A las actrices se les llama “cómicas”. Los padres del joven, cuando se enteran de la relación, se la prohíben. Él se empecina: quiere casarse con la muchacha. Le ha prometido matrimonio.

Súplicas de la mamá y cólera del padre, cuyos blasones serían maculados por esa desigual unión. Mandan al hijo al campo. Ella llora su soledad. Un día aparece en los periódicos de Madrid una noticia triste. El joven Fulano ha muerto en trágico accidente. Su funeral será mañana, en la iglesia tal. Se llevan a cabo las exequias, y la muchacha mira desde lejos el ataúd de aquel a quien tanto había amado.

Pasan los años. Ella viaja a Cuba, y luego llega a México en una compañía teatral. Aquí se queda, y aquí se convierte en actriz de renombre. Sale en obras de teatro y con el tiempo aparece en películas como El padrecito, con Cantinflas. Hace giras por diversos países. Una de esas giras la lleva a España. Su retrato y su nombre están en las carteleras. Cierta noche recibe en su camerino la visita de un elegante caballero:

—¿No te acuerdas de mí?

Es el antiguo novio, el hombre a quien ella creía muerto. No murió. Obligado por sus padres, que temían la venganza de la familia de la joven, aceptó el fingimiento de su muerte. Se fue a Francia y ahí se casó. Viudo, venía ahora por ella para cumplirle la palabra dada.

Esto parece teatro, pienso tras de leer lo que hasta ahora llevo escrito. Pero, ¿qué cosa en la vida no parece teatro? Sigamos, pues, con la siguiente escena, la final. Ella lo rechaza. Le reprocha su falta de entereza para enfrentar la oposición de su familia y le hace ver que ahora todo es diferente, que es demasiado tarde ya. Él se marcha, apenado, y ella regresa a México, a seguir con su vida de artista.

Lo que he contado es la historia de Angelines Fernández, la actriz que hacía el papel de “la bruja del 71” en El Chavo del 8. ¿Será cierta esa historia? Pienso que sí, porque no parece real. En todo caso le queda bien el nombre que le puse: “Historia de amor”. Y también es muy válido el subtítulo: “Caras vemos, penas no sabemos”.

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Firulito era un adolescente típico. Incurro en equivocación: no existe un adolescente típico. Todos son diferentes: un mundo cada quien, o varios. Lo vi en mis hijos; lo veo ahora en mis nietos. Una cosa en común tienen, eso sí, todos los adolescentes: nos desesperan. La Biblia omite el dato, pero cuando Yahvé le ordenó a Abraham que sacrificara a su hijo Isaac, el patriarca le pidió: “Caray, Señor; por lo menos espera a que sea adolescente”. Por eso pienso que los nietos son el premio que el Señor nos da por no haber asesinado a nuestros hijos cuando eran adolescentes.

Firulito tenía muy preocupada a su mamá, pues el muchacho se veía pálido, ojeroso, laso y escuchimizado. Se encerraba todos los días en su cuarto y echaba llave a la puerta de la habitación. El hecho de que no se escuchara ningún ruido en el aposento inquietó también a la señora, y más cuando cierto día halló bajo el colchón de Firulito numerosos ejemplares de las publicaciones que en seguida se enumeran: Playboy, Penthouse, Hustler, Men Only, Lui, Escort, Razzie y Asian Babes. Todas esas revistas estaban llenas con fotografías de mujeres desnudas, algunas de esas fotos tan explícitas que la publicación, más que erótica o pornográfica, parecía de anatomía ginecológica.

Al ver aquello la señora pronunció una frase inédita: “¡Ahora lo comprendo todo!”. Y es que supo sin lugar a dudas que su hijo estaba incurriendo en lo que Monseñor Tihamer Toth llamó “el vicio de Onán”, que por cierto no es vicio, sino práctica instintiva y natural con que el adolescente se inicia en la sexualidad, y que a nadie debe preocupar si no se abusa de ella y no da origen a indebidos sentimientos de culpa. Tampoco esa práctica es de Onán, pues pese a que la palabra “onanismo” es sinónimo de masturbación la verdad es que ese personaje bíblico no se masturbaba; lo que hacía era derramar su líquido seminal fuera de la mujer que había sido de su hermano, para no engendrar hijos en ella. (Génesis, 38:4—10). Relatos como ése, dicho sea de paso, me llevan a pensar que la Biblia es lectura sólo para personas de criterio amplio. Por eso yo, que no tengo amplio criterio, leo mejor a Shakespeare y Cervantes. Pero me he ido por los cerros de Úbeda. Regreso a mi relato.

La mamá de Firulito, preocupada por los trabajos manuales de su hijo, lo llevó con el padre Arsilio a fin de que el sacerdote le hiciera ver lo pernicioso de ese hábito. El señor cura empezó por amenazar a Firulito con las penas del infierno y con otras más terrenales e inmediatas. Le dijo lo acostumbrado y consabido: que se quedaría ciego (Firulito pensó: “Le seguiré hasta que necesite anteojos”); que le saldrían pelos en la palma de la mano (pensó Firulito: “Usaré guantes”).

En eso llegó el sacristán y le entregó al padre Arsilio un regalo consistente en una charola con suspiritos de monja, sabrosos panecillos que una feligresa le había llevado, pues era el día de su santo. Prosiguió el buen sacerdote riñendo a Firulito por el grave pecado que cometía al consentir en su vicio solitario. En eso entró de nuevo el sacristán y le dijo al señor cura que la presidenta de la Asociación Gaudiana quería hablar con él unos momentos. El padre Arsilio le pidió al muchacho que lo esperara, pues debía seguir cumpliendo el caritativo deber de maltratarlo.

Cuando después de un cuarto de hora regresó el señor cura se indignó al ver que Firulito había aprovechado su ausencia para comerse todos los suspiritos de monja, aquellos panecillos que, se había prometido el sacerdote, iba a disfrutar en la merienda con una taza de chocolate de El Oso, uno de los tantos riquísimos productos gastronómicos que en Saltillo se elaboran.

—¡Desdichado! —le gritó el padre Arsilio al jovenzuelo con no muy santa indignación—. ¿Por qué te comiste mis suspiritos de monja, malnacido?

Firulito balbuceó una disculpa:

—Tardaba usted mucho en regresar, padre, y yo no tenía nada qué hacer.

—¿Que no tenías nada qué hacer, cabrón muchacho? —estalló el padrecito—. ¡Desgraciado! ¡En vez de comerte mis panes pudiste haberte hecho una cascaroleta!

ENTRE SANTA Y SANTO...

Esto que voy a relatar es cierto. Cuando leas la historia te parecerá cosa inventada, pero no lo es. Lejos estoy de poseer la imaginación que se requiere para crear una ficción así. La realidad en cambio, es imaginativa —la más grande novelista que hay— y muchas de sus historias, con todo y ser tan reales, tienen frecuentemente los visos de la irrealidad.

Cambiaré, eso sí, los nombres de los pueblos donde sucedió este tan verdadero suceso. Y cambiaré también los nombres de la santa y el santo que en él salen, pues no es cosa de desprestigiar a nadie, y menos a quienes por sus virtudes ejemplares alcanzaron la gloria inmensa de la santidad.

Hay en el sur de la República dos pueblos vecinos y por lo tanto enemigos el uno del otro. Los llamaré Amaneo el Alto y Amaneo el Bajo, para no dar lugar a confusiones.

Los dos son lugares muy católicos, donde la religión se practica con mucha devoción. Con demasiada, quizá, debo decir. Algún narrador menos dado que yo a los eufemismos hablaría de fanatismo. Yo no, pues soy de natural pacífico y no quiero meterme en dimes y diretes.

El santo patrono de Amaneo el Alto es San Prócoro. Su imagen preside el altar mayor de la parroquia lugareña. En ella aparece el mártir con traza dolorida, la mirada puesta en las alturas, portando en la mano derecha el hacha con que —según la piadosa tradición— le cortaron la cabeza antes de ahorcarlo. A veces no entiendo yo las piadosas tradiciones, pero ésta pone el degüello antes que el ahorcamiento.

En Amaneo el Bajo es venerada Santa Dulia. El Flos Sanctorum —vida de los santos— dice que esta doncella nació en Numidia, en el siglo tercero de nuestra era. Ofreció al Señor la perfumada flor de su virginidad, pero su padre la prometió en matrimonio a un centurión. Ella le pidió a su celestial Esposo un milagro que evitara aquellos desposorios. La víspera de sus bodas se le cayó a Dulia su hermosa y larga cabellera rubia, y su cabeza quedó monda y lironda, hagan ustedes de cuenta hueso de aguacate. El centurión no quiso ya casarse con la pelona. Él mismo se buscó otra de melena leonina, y se largó con ella, no dice a dónde la piadosa tradición. Por todo eso las muchachas de Amaneo el Bajo se cortan las trenzas para la fiesta de la santa —el 2 de julio— como señal de devoción. El boticario, sin embargo, que es librepensador, y por lo tanto escéptico y positivista, dice que se cortan las trenzas para poder lucir después los peinados a la moda, y no el trenzado campesino que les imponen sus mamás.

Santa Dulia y San Prócoro son causa de la tremenda enemistad que hay entre los dos pueblos de mi historia. Los de Amaneo el Bajo afirman que Santa Dulia es más “milagrienta” que San Prócoro. Los de Amaneo el Alto dicen que los milagros de Santa Dulia son de vieja; que para milagros de hombre los de su santo patrono, Procorito.

Los curas de los dos pueblos, apremiados por el señor obispo, buscaron la manera de poner fin a aquel grave conflicto. Una idea brillante se les ocurrió: casarían a los dos santitos. El matrimonio de Santa Dulia con San Prócoro seguramente haría terminar el pleito, y los dos pueblos podrían vivir por fin en paz.

El párroco de Amaneo el Alto fue el primero en plantear a sus feligreses la cuestión. Les expuso la idea de la boda y les preguntó su opinión sobre el asunto. La cofradía de San Prócoro se reunió en sesión plenaria y ahí deliberaron los cofrades. No les pareció mal el proyecto. El santo era ya señor de edad, consideraron, y de seguro no le saldría otra oportunidad como ésta. Además Santa Dulia era muchacha de buen ver. ¡Aquellos ojos suyos, tan azules; aquellas redondeces que bajo la túnica se adivinaban! Así, dieron su consentimiento al desposorio. Ipso facto el padre nombró una comisión para que fuera al pueblo vecino a pedir la mano de la doncella para San Procorito.

Faltaba lo más difícil, sin embargo. Antes de proceder a esa petición el señor cura de Amaneo el Bajo tenía que obtener el visto bueno de sus fieles. Los juntó en el salón de actos de la parroquia y les manifestó la idea de casar a Santa Dulia con San Prócoro. Aquel matrimonio sería muy ventajoso, declaró. El santo era señor de buenas costumbres, respetable, y si bien era cierto que estaba ya algo entrado en años eso era prenda de formalidad. Además, a juzgar por sus vestidos, era hombre de posibles —el “san” sin el “son” no vale nada—, y eso ayudaría a dar mayor lucimiento a la fiesta de Santa Dulia que, como muy bien sabían ellos, cada año costaba más, sobre todo en el renglón de las flores y la pólvora.

Los abajeños oyeron en silencio las argumentaciones de su párroco. No olvidaban los fieros combates que habían tenido con los devotos de San Prócoro, a quienes juzgaban infieles o paganos. Nadie habló. Las palabras del cura fueron recibidas por un silencio tan denso que se podía partir con un cuchillo. Y ahí había varios.

—Necesito que me den su respuesta ahora mismo —los conminó el párroco—. Mañana van a venir los de Amaneo el Alto a pedirnos la mano de nuestra patrona celestial para San Prócoro.

Los feligreses se miraron unos a otros. Finalmente, haciéndose intérprete de la voluntad de todos, uno de ellos le pidió al cura que los dejara solos a fin de discutir más libremente el caso. Al término de la deliberación le llevarían su respuesta.

El sacerdote accedió. Se fue a la casa parroquial a esperar el resultado de aquel solemne cónclave. Pasó una hora; pasaron dos y tres. Cerca de la medianoche, cuando el padre desesperaba ya, llegó la comisión encargada de darle la contestación. Preguntó el párroco:

—¿Qué pensaron, hijos, acerca del matrimonio de Santa Dulia Virgen con San Prócoro Mártir?

—Señor cura —respondió solemnemente el portavoz de la feligresía—. Con el mayor respeto, hemos determinado que preferimos ver a la santita metida a puta que casada con ese cabrón.

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Urso era el gladiador favorito de los romanos. Cuando luchaba en el Coliseo el circo se llenaba a su máxima capacidad y aumentaba mucho la venta de cerveza. La multitud, entusiasmada, aplaudía a aquel gigante, triunfador en todos sus combates.

Urso pertenecía al establo de Nerón. El emperador se enorgullecía de él. Solía decir: “Es el lauro mayor de mis laureles”. Le compuso una oda en versos yámbicos, e hizo que se erigiera en honor suyo una estatua de mármol en tamaño heroico. Y sin embargo se decía que Urso temblaba en presencia de su esposa, y vaya que era una mujeruca que no levantaba del suelo siete palmos de estatura. Eso no amenguaba la fama del coloso, antes bien hacía que las mujeres lo adoraran más. “Volo cum te!” —le gritaban cuando salía a la arena. Eso significa en latín: “¡Quiero contigo!”. Le decían también: “Pater magnificus!”, lo cual equivale a: “¡Papasote!”.

Sucedió algo, por desgracia, que afectó irreparablemente la imagen del gladiador. Se supo que Urso había ingresado en la clandestina secta de los cristianos. Abjuró de los mil dioses y diosas que formaban el panteón romano y se cambió el nombre: ya no se llamaba Urso; ahora su nombre era Staurofilo, que quiere decir algo así como amante de la cruz.

Cuando Nerón supo eso montó en cólera. Quemó una mesa de sándalo preciosa, regalo del prefecto de Tunisia, y a la luz de las llamas compuso otra oda, ésta en versos trocaicos, contra el gladiador. Lo hizo poner en la cárcel Mamertina, atado con cadenas y sin más alimento que un mendrugo y un trago de agua infecta cada día. Además —colmo de la crueldad— el emperador ordenó que en la celda acompañara a Urso su mujer. ¡Hasta dónde puede llegar la maldad de los poderosos!

En cuatro meses que estuvo sometido a ese tormento Staurofilo enflaqueció de tal manera que ya no parecía Arnold Shwarzenegger, sino Woody Allen. Fue entonces cuando Nerón ordenó que lo llevaran ante él. Le dijo que tomando en cuenta sus antiguos servicios le perdonaría la vida si luchaba contra el nuevo campeón del Coliseo, el gran Irrumatio, y lo vencía. Eso sí: debería darle una ligerísima ventaja, tomando en cuenta que pesaba 50 gramos más que él. Irrumatio lucharía con armadura, casco, cáligas y escudo, y sus armas serían espada, puñal, daga, tridente, bolas de fierro, lanza, arpón, clava, arco y flechas, hacha, honda, jabalina y resortera, en tanto que Urso —o sea Staurofilo— combatiría sin armadura ni armas y además sería enterrado en la arena hasta el cuello, de modo que sólo sacara la cabeza. Además sería rapado, pues el pelo podía estorbar la acción de las armas de Irrumatio y eso le daba a él una ventaja indebida.

Staurofilo aceptó las condiciones del combate. ¿Qué más podía hacer? Confiaba en que una legión de ángeles bajaría a luchar junto con él. Se llegó el día del encuentro. Cuando Urso apareció en la arena el público, ahora su enemigo, lo recibió con un grito estentóreo: “¡Puuuuuuuto!”. El cristiano bajó la cabeza mansamente y murmuró: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”. Luego se volvió hacia la muchedumbre y le gritó: “¡Chinguen todos a su madre!”.

Los sayones procedieron a despojarlo de sus vestiduras y lo enterraron en la arena según lo convenido, con lo que sólo le quedó afuera la cabeza. Se presentó entonces Irrumatio. Iba acompañado por un lucido séquito de ayudantes y lindas porristas. Dio una vuelta a la palestra aclamado con entusiasmo por la multitud. Nerón dio la señal para que empezara el combate. Se hizo un profundo silencio.

El gladiador arrojó su lanza contra la cabeza de Urso, que esquivó el golpe. Le dirigió luego las flechas de su arco, que igualmente evadió. Lo mismo sucedió cuando Irrumatio le tiró piedras con su honda y su resortera: ninguna acertó a dar en la cabeza de Urso. No le quedó entonces más remedio al gladiador que arriesgarse a ir contra Staurofilo con su espada, y más porque Nerón y el público empezaban ya a impacientarse.

Se acercó, pues, aunque temeroso y con cautela, y se dispuso a darle un espadazo en la pelona. Urso hizo un supremo esfuerzo. Sacó la cabeza todo lo que pudo y le dio una tremenda mordida a Irrumatio en los testículos. El gladiador lanzó un ululato de dolor. Y gritó la enardecida multitud, furiosa:

—¡Pelea limpio, méndigo cristiano!

EL JABÓN DE PALOMITA

La Villa de Santiago ya no es Villa, pero sigue siendo Santiago. Ahí en Santiago vivió José Almaguer Cepeda, maestro peluquero del lugar y el más sabio sabidor de sus historias, tradiciones y leyendas. A don José Almaguer Cepeda nadie lo conocía por tan sonoro nombre: todo mundo le decía “Chumino”.

Llegaba usted al restorán de Tavo —también Tavo disfruta ya la paz de Dios—, frente a la plaza de Santiago, a degustar los sabrosos tacos que vendía. Los había de barbacoa, de chicharrón, de asado, de chile con rajas, de picadillo, de frijoles, de machacado, de huevo con chorizo... Y otros tacos había ahí absolutamente inéditos, cardenalicios. Los hacía Tavo poniendo un chile jalapeño relleno con carne o queso en una tortilla. Esos tacos habrían merecido capítulo especial en los tratados gastronómicos que escribieron Alfonso Reyes, Salvador Novo o Fuentes Mares.

Usted estaba disfrutando aquella espléndida muestra de la cocina norestense y en ese momento llegaba don José Almaguer Cepeda, o sea “Chumino”. Llegaba porque sentía que era su obligación enterarse de quién estaba en Santiago y averiguar por cuanto medio era posible —incluso preguntándoselo a bocajarro al visitante— de dónde venía y qué iba a hacer en el pueblo. La peluquería de don José estaba al lado de la taquería de Tavo, y como la taquería tenía mesas en la acera no le era difícil a don José enterarse de que había recién llegados.

“Chumino” tenía ocurrencias portentosas. Sus hechos y sus dichos andan en boca de la gente. Sucede que una vez llegó un sujeto a su peluquería. Don José tenía permiso de la autoridad para vender refrescos y cerveza en su establecimiento, y el parroquiano pidió una. Le dio un trago y luego le preguntó a “Chumino” si podía usar el baño. Autorizado para tal uso fue el cliente a ese lugar y después de hacer lo que tenía que hacer regresó a lavarse las manos en el lavabo de la peluquería. Vio el jabón que estaba ahí y preguntó a don José si no tenía por casualidad un jabón nuevo. Explicó que no le gustaba usar jabones que hubiesen lavado ya otras manos.

Sin muchas ganas sacó “Chumino” de uno de los cajones de su estantería un jabón nuevo, fino y caro, de la muy conocida marca Dove, americano, de los de palomita, y lo entregó al señor. Con parsimonia lo sacó éste de su envoltura y con la misma parsimonia se lavó las manos. Regresó a donde estaba su cerveza y le dio otros dos tragos. Otra vez fue al baño, y otra vez regresó a lavarse las manos con el jabón de la conocida marca Dove. Muy concienzudamente se lavaba aquel señor: frotaba con vigor la pastilla una y otra vez, hasta el punto en que casi se podía apreciar a simple vista cómo se iba desgastando el jabón con aquellos tan vigorosos frotamientos. Regresó el tipo a su cervecita, le dio otros dos tragos; otra vez fue al baño y regresó de nuevo a lavarse las manos.

—Oiga, señor —le dijo “Chumino” ya picado—. Usté es muy limpio ¿verdá? Ya casi se está acabando el jabón.

—Discúlpeme, máistro —se justificó el sujeto—. Es que como voy al baño y me agarro... ya sabe usted qué, entonces tengo que lavarme las manos, para poder seguir tomándome mi cervecita.

Sugirió con enojo don José:

—Y ¿no sería preferible que mejor se lavara usté la picha? De ese modo usaría el jabón sólo una vez.

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Ésta era una familia de campesinos formada por el padre, la madre, y tres hijos varones. Todos vivían gracias a la protección de un hada madrina que los preveía de todo lo necesario.

Cierto día el jefe de la familia despertó y vio por la ventana algo que lo llenó de angustia: el hada madrina yacía en el prado, muerta. Pensó el hombre que no iba a poder ya sostener a su familia; buscó un árbol y se suicidó colgándose de una de las ramas.

Poco después la madre despertó y vio en el prado al hada ya sin vida y a su marido muerto. Desolada fue hacia el árbol y se colgó también.

Pasó media hora y el hijo mayor se levantó. Vio que el hada había muerto y miró en la rama del árbol a su padre y su madre. Poseído por el dolor se dirigió al río con intención de ahogarse. Cuando llegó a la orilla, sin embargo, vio ahí a una hermosa nereida de las aguas. La bella ninfa lo llamó y le preguntó qué le sucedía. Respondió el desdichado:

—Murieron mis padres y pereció el hada que nos mantenía. Me voy a echar al río para morir también.

—No lo hagas —le dijo la nereida—. Los dioses del agua me dieron la facultad de obrar prodigios. Si me haces el amor cinco veces seguidas resucitaré a tus padres y al hada.

El joven se empeñó con todas sus fuerzas en obsequiar el erótico deseo de la nereida, pero no pudo hacerle el amor más de tres veces. Entonces la airada ninfa lo ahogó sumergiéndolo en las aguas.

En eso el segundo hermano despertó. Vio a sus padres muertos, al hada sin vida allá en el prado, y a su hermano igualmente difunto junto al río. Loco de pena fue él también a lanzarse a las turbulentas aguas. La nereida lo detuvo y le dijo lo mismo que a su hermano: si le hacía el amor cinco veces seguidas haría que sus padres y su hermano volvieran a la vida, lo mismo que el hada. El muchacho quiso cumplir el capricho de la insaciable ninfa, pero sólo pudo hacerle el amor cuatro veces. En la quinta no pudo ya seguir. La nereida, entonces, lo ahogó en las aguas lo mismo que a su hermano.

Despertó el hijo menor, fornido mocetón en flor de edad, y vio aquel funesto espectáculo: sus padres en el árbol, muertos; en el prado, sin vida ya, el hada, y a la orilla del río sus hermanos, ahogados ambos. Fue hacia la corriente con intención de morir en las aguas él también. Pero la ninfa lo detuvo y le dijo lo mismo que a los otros:

—Si me haces el amor cinco veces seguidas haré que tus padres resuciten, y que vuelvan a la vida tus hermanos y el hada.

El muchacho se extrañó sinceramente:

—¿Cinco veces nada más? Es poco para mí. Si quieres puedo hacerte el amor diez veces seguidas, y aun más.

—¿Diez veces? —se asombró la nereida—. Lo dudo. Pero acepto tu ofrecimiento, y te prometo que si me haces el amor diez veces haré que resuciten tus padres, tus hermanos y el hada.

El robusto mocetón empezó a despojarse de su ropa a fin de proceder a lo acordado. Pero en ese momento una duda lo asaltó.

—Espera —le dijo a la nereida—. Si te hago el amor diez veces seguidas ¿qué garantía tengo de que no te sucederá lo mismo que esta mañana le sucedió al hada?

LOS CULICHIS

“Culichi…” Nadie se alarme ni se exalte nadie. La palabra “culichi” sirve para designar a los nacidos en Culiacán o a quienes se han avecindado ahí. Sirve a los dos géneros la voz: culichi para el hombre, culichi para la mujer. En la mujer pega mejor: “Mucha nalga y poca chichi, de seguro que es culichi”.

En los estados del noroeste hay una variadísima laya de adjetivos que hacen las veces de nombres gentilicios. A los varones de Mexicali, por ejemplo, se les llama “güevosfríos”, por la costumbre que tienen de llevar en la entrepierna, cuando van manejando, la botella o lata de cerveza helada.

Los culichis son dueños de travieso ingenio. “Culiacán —dice Chuy Andrade— es ciudad de las seis de la tarde pa’ delante”. Eso quiere decir que ahí gustan las tertulias, los saraos, las noches de bohemia. Como consecuencia de esa alegría nocturnal se ven cosas de gran efecto. En cierto periódico de Culiacán se publicó una noticia con este titular: “Navolato a oscuras por falta de luz”. El modo de hablar de los “culichis” es sabroso. Dicen “le echó agua sucia” por decir que lo calumnió. Dicen “topón” por decir encuentro inesperado. Llaman “anclada” a la que nunca se casó. La expresión “Tiene angora” significa que alguien es persona de mucha calidad. Si alguien te pregunta muy serio: “¿Está usted arranado?”, es porque quiere saber si estás casado. “Aperingarse” algo quiere decir robárselo. A los que se llaman José no les dicen Pepe, sino Chepe. Estudiante “chilutero” es el que aquí llamamos machetero. Las urracas son cachoras. Al muy gordo le dicen “buenpalrastro”. A la muchacha en edad de merecer, pero soltera aún, la llaman “cuerpodioquis”. Y escuchen esta frase: “Fulano de Tal es afaltepán”. La palabra “afaltepán” es síncopa de “a falta de pan”. Con ese nombre, “afaltepán”, son designados los que antes de que hubiera derechos humanos eran llamados jotos o cuarentaiunos. Permanece un antiguo resto de lo español: en las carreras de caballos de los ranchos la voz de arranque se da con este grito: “¡Santiago!”.

Y va de cuento. Un cierto señor llamado don Vidal, viudo y añoso él, vecino de Ahome, quedó prendado de una muchacha “pechisacada” y caprichosa que se llamaba Lica, o así le decían, porque ése no es nombre de cristiana. Bailaba la muchacha. Eso quiere decir que trabajaba en el zumbido, en la zona de tolerancia. Tan en locura vino don Vidal, se obnubiló de tal manera, que le propuso casorio a la tal Lica. Ella aceptó el pedimento, seguramente porque don Vidal añadía el din al don. Jamás había oído la perendeca aquella copla que dice: “No te cases con viejo por la moneda: la moneda se acaba, y el viejo queda”. Tampoco don Vidal se sabía esta otra copla: “El viejo que se casa con mujer niña, él mantiene la parra, y otro vendimia”. Fueron inútiles los empeños de sus hijos —y de sus hijas más— por disuadir del intento al carcamal. Le dijeron: “Pero, ‘apá: esa vieja está toda agujerada”. Replicó don Vidal, pragmático: “No la quero pa’ traer agua”. Y se casó.

¡Cuán cierto es el poema lépero que mano anónima escribió en el mingitorio de la cantina del Hotel Central, en Mazatlán! Rezan así esos impublicables versos:

Dice un doctor de Bolivia

que los males del amor

no los cura el alcanfor

ni los baños de agua tibia;

que al que padece de amor

sólo un culito lo alivia.

Tampoco se exalte nadie, ni se alarme, por el uso de ese diminutivo. La musa popular no reconoce límites; se aparta de los convencionalismos que a nosotros nos atan y sujetan. Libérrimo poeta es Su Majestad el Pueblo: cuando el relato así lo pida debemos aceptar lo que según los cánones de la moral y la retórica son plebeyeces que hacen fruncir el ceño y todo a los puristas y a los puritanos. A la misma especie pertenecen ambos: el purista es un puritano del lenguaje; el puritano es un purista de la moralidad. Entre unos y otros yo me siento incómodo. Narré esta historieta porque en libros y conversaciones he recogido por años y años el genio y el ingenio de la gente de México, caudal inagotable con que he llenado libretas y cuadernos de los que saco a veces estos cuentos. El que he contado a mí me lo contaron. Caiga sobre el narrador original la damnación de puritanos y puristas.

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Cuitlazintli, joven indio en edad casadera, estaba en vísperas de desposar a Petlazulca, indita de muy buen parecer. Fue el muchacho al pueblo en día de mercado y vio una tela que le gustó para hacerse con ella un taparrabos. Le pidió al marchante que le vendiera medio metro, suficiente para hacer la prenda, pero el hombre le dijo que la tela sólo se vendía por metro. Así, mal de su grado, el mancebo hubo de comprar el metro completo.

De regreso en su casa cortó la tela en dos partes: con una se hizo el taparrabos, y guardó la otra parte para hacerse otro y estrenarlo el día de sus desposorios.

Muy orgulloso salió luciendo aquella flamante cobertura y fue a enseñarle el taparrabos a su novia. La halló en las afueras de la aldea lavando ropa en la clara corriente de un arroyo. Corriendo fue hacia ella —se le zangoloteaba todo—, pero en la prisa no se percató de que el taparrabos se le había atorado en la espinosa rama de una zarza, de modo que el desdichado llegó junto a su novia sin cosa alguna que le cubriera lo que de consuno la moral y la civilidad demandan que se cubra. Le dijo con orgullo a la muchacha:

—Mire lo que tengo, Petlazulca.

Ella, de rodillas sobre el lavadero, volvió la vista y vio lo que sus ojos de doncella jamás habían mirado. Con turbación apartó la vista y la fijó otra vez sobre la piedra en que lavaba.

—¡Que mire, le digo! —repitió él, imperativo.

La muchacha, confusa, obedeció la orden y miró de soslayo.

Cuitlazintli, pensando en la calidad y color de la tela con que se había hecho el taparrabos, le preguntó a su novia:

—¿Le gusta?

—Sí —respondió ella ruborosa.

Le dijo entonces el galán:

—Y p’al día que nos casemos le tengo reservado medio metro más.

CASTILLOS EN EL AIRE

Hay locos muy cuerdos, digo yo. En Saltillo, por la calle de Obregón —¿o era Purcell?—, entre Aldama y Venustiano Carranza, hoy Manuel Pérez Treviño, vivía un loquito, pariente de cierto compañero mío de la Anexa. El tal loquito, condenado a perpetua reclusión en una casa vacía, se asomaba todas las tardes a la ventana de la calle. Llegábamos nosotros, escolapios, y él nos ayudaba con la tarea. Resolvía para nosotros los problemas de quebrados; hacía con pasmosa facilidad aquellos abstrusos cálculos del interés compuesto. Yo lo admiraba mucho. Estaba loco aquel loquito, pero sabía muchas cosas. Mejor eso que saber muchas cosas y estar loco.

Nadie me ha podido decir si otro loquito que conocí en Arteaga, el máistro Pico, estaba en verdad loco. Pico no era apellido; era el diminutivo de su nombre: Pacífico. En Arteaga ese nombre fue de mucho uso; se podían contar en la Villa al menos tres Pacíficos. Uno era de apellido Valdés, otro Dávila y el tercero Flores. Éste era el máistro Pico.

De oficio albañil, se dedicaba a hacer remiendos. Hay zapateros remendones, y hay también, por causa de utilidad pública, albañiles remendones. El máistro Pico podía hacer una casa. Al menos eso decía él. Pero nadie se lo creía, y lo llamaban sólo para tapar una gotera, componer un enjarrado caído o pegar unos ladrillos sueltos.

—Si quiere le hago una casa —decía él invariablemente a quien lo contrataba. Pero nadie quería que el máistro Pico le hiciera una casa. Estaba loco. ¿Quién anda por ahí diciendo: “Si quiere le hago una casa”? Nadie. Y ¿quién le encarga a un loco que le haga una casa? Nadie.

Lo más probable, sin embargo, es que el máistro Pico no estuviera loco. Estaba solamente un poco aireado. Así llamaban antes a los que no eran ni cuerdos ni locos. “El inocente está aireadito”, decían las gentes, con ternura, de aquellos niños que mostraban debilidad mental. Y los querían mucho. Así querían a Pico. En cierta ocasión un forastero que presumía de gracioso se refirió al máistro Pico llamándolo “el loco Pacífico”. Nadie le celebró tal ocurrencia.

Un cierto sucedido —sucedido cierto— me hace dudar de la locura del máistro Pico. Por divertirse con él, como los duques con don Quijote y Sancho, un rico señor de Arteaga le encargó, en presencia de sus amigos, la casa que el máistro Pico ofrecía siempre hacer. Le mostró unos enrevesados planos, que él miró con atención reconcentrada. Después de verlos, el albañil dijo que él podía hacer esa casa.

—Pero hay un detalle, máistro Pico —le dijo el que encargaba la obra—. Como ve usted, la casa no tiene cimientos. Y es que la quiero en el aire.

—¿En el aire? —dudó el máistro.

—Sí —confirmó el burlón—. Suspendida en el viento, sin columnas, amarres ni cualquier otro punto de sustentación; a unos metros de altura —no muchos, unos 100—, para poder ver hasta Saltillo y Monterrey. ¿Puede usted hacer esa casa?

—Claro que puedo —replicó sin dudar el máistro Pico—. Nomás necesito algunos pesos de adelanto —no muchos, unos 100—, como señal para cerrar el trato.

—Aquí los tienes —dijo el otro al tiempo que le entregaba con ademán de suficiencia la dicha cantidad—. Pero ¿de veras te comprometes a hacerme esa casa tal como la quiero, en el aire?

—Sirvan estos señores como testigos de que me comprometo —respondió Pico embolsándose el billete—. El lunes mismo la comienzo. Y si no la comienzo no será por mi culpa. Sólo un favor le pido: vaya subiéndome los materiales. Cuando estén allá arriba empezaré el trabajo.

Y así diciendo el maistro Pico se retiró, feliz. Llevaba en los labios una sonrisa socarrona, y en el bolsillo un billete de 100 pesos.

Como dije: a lo mejor el loco Pico tenía más de pico que de loco.

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Llegó un señor a cierto restorán a la hora de la cena. El mesero, diligente, le ofreció el menú, pero el cliente lo rechazó. Tomó los cubiertos que había sobre la mesa —cuchara, cuchillo y tenedor—, se los llevó a la nariz y los olfateó por un momento. Luego le dijo al sorprendido camarero:

—En la comida sirvieron ustedes consomé de pollo, lomo de cerdo en salsa de manzanas, y de postre arroz con leche. Me gustaría cenar lo mismo.

El mesero fue a la cocina y le dijo con enojo a la mujer encargada de lavar los platos y cubiertos:

—Por tu culpa acabo de pasar una vergüenza grande, Cuca. Vino un señor, y sólo con oler la cuchara, el cuchillo y el tenedor supo lo que servimos en la comida de hoy. Eso quiere decir que no estás lavando bien los cubiertos.

—Claro que los estoy lavando bien —replicó ella—. Pero en fin, es cuestión de lavarlos aún mejor.

La noche siguiente llegó otra vez el cliente. El mesero, apurado, le presentó el menú ya abierto, pero igual el señor declinó verlo. Tomó de nueva cuenta los cubiertos, los olió y dijo luego con acento de seguridad:

—En la comida de hoy hubo sopa de poro y papas, albóndigas en salsa de chipotle, y de postre duraznos en almíbar. Quiero eso mismo para mi cena.

Ahí va a la cocina el camarero.

—¡Cuca! —le reclamó airadamente a la mujer—. No hiciste caso de lo que te dije. Volvió a venir el señor ése; olió los cubiertos y supo lo que tuvimos en la comida del día, señal de que no estaban bien lavados. ¿Por qué no pones más cuidado?

Dijo ella, molesta:

—Recordé lo que me dijiste y lavé muy bien los cubiertos. Incluso usé dos detergentes. Pero mañana los lavaré aún mejor, por si regresa el cliente.

Al siguiente día, con puntualidad de tren inglés, volvió a llegar el individuo. El mesero materialmente le metió el menú en las narices. Sucedió lo mismo que en las pasadas ocasiones: el señor hizo la carta a un lado, tomó los cubiertos, los olfateó y dijo al punto:

—Ahora sirvieron en la comida caldo tlalpeño, costillas de carnero asadas, y de postre jericalla. Tráigame lo mismo.

Hecho una furia el mesero fue a la cocina.

—¡Cuca, Cuca! —estalló—. ¡Tú no haces bien tu trabajo, y yo soy el que paso las vergüenzas allá afuera! Por tercera vez vino el señor, y con sólo oler los cubiertos adivinó de nuevo lo que tuvimos de comer. ¡No los estás lavando bien!

Respondió hecha una furia la tal Cuca:

—¡Ya me tienen harta tú y el sujeto ese! Yo estoy lavando bien los cubiertos, y no voy a seguir tolerando esta situación. Mira: si mañana viene otra vez el tal señor, avísame cuando lo veas llegar. Verás lo que le voy a hacer.

El mesero se asustó. No quiso ni imaginar lo que Cuca iba a hacer. Al día siguiente, cuando vio por la vidriera que el parroquiano llegaba al restorán, fue apresuradamente a la cocina y le dijo a Cuca:

—Ahí viene el señor ese.

La mujer tomó entonces unos cubiertos y sin cuidarse de la presencia del asustado camarero se los pasó por —digamos— el arco del triunfo. Fue luego a la mesa donde el señor solía sentarse y los puso en ella. El mesero, aturrullado, no supo cómo reaccionar. Entró el cliente y ocupó su sitio. El camarero, desesperado, le puso el menú frente a los ojos. Fue inútil: una vez más el señor desechó la carta, tomó aquellos cubiertos y, ante el espanto del mesero, que pedía que la tierra se lo tragara, se los llevó a la nariz y los olfateó. Por un instante se quedó pensando. Los volvió a olfatear, y le preguntó luego al camarero:

—Perdone usted: ¿qué aquí trabaja Cuca?

HAY COSAS QUE CUESTAN MUCHO

Era un flojo, lo que sea de cada quien. Para calificar a los que son como él existe una palabra más rotunda, terminada en “ón”, pero no la digo por decoro. De cualquier modo era un flojo. Lo que sea de cada quien.

Y era un borracho. Tampoco eso nadie se lo podía quitar. Hay una máxima que dice: “El vino eleva el espíritu, convéngale al cuerpo o no”. Bien podía él suscribir en todas sus letras ese aforismo vinícola.

No es una buena combinación la de ser perezoso y amigo de la copa. Por eso el hombre de mi historia andaba siempre a la cuarta pregunta. Esta expresión que ya nadie usa, “andar a la cuarta pregunta”, proviene del antiguo interrogatorio a que sometía la Iglesia, por boca del vicario, a quien iba a contraer matrimonio. Las tres primeras preguntas se referían al nombre, domicilio y oficio del contrayente. La cuarta hacía referencia a los medios con que contaba para establecer un nuevo hogar. Cuando alguien carecía de todo se decía que andaba a la cuarta pregunta.

Cierto día iba por la calle el personaje de este cuento cuando se topó con un amigo que lo conocía bien. Aquel hombre iba de prisa, de modo que casi no se detuvo a saludarlo.

—Voy al banco a depositar un dinero —le dijo a las volandas—. Luego debo asistir a una junta importante de negocios. Perdóname que no me detenga. Después platicaremos.

—Hombre, Juan —le dijo el vago a su próspero amigo—. Si tan de prisa vas y temes llegar tarde a esa junta yo puedo ahorrarte el trabajo de ir al banco. Permíteme depositar por ti el dinero.

Su amigo pareció vacilar por un momento, pero seguramente consideró que si iba al banco no llegaría a tiempo a aquella reunión. Así, aceptó la sugerencia.

—Son dos mil pesos en efectivo —le dijo al tiempo que le entregaba un sobre con billetes—. La señorita del banco sabe cuál es mi cuenta; nada más dile que vas de mi parte.

Y así diciendo le entregó el dinero y le dijo que le llevara a su oficina la ficha del depósito.

De esa manera el hombre de mi historia se vio con dos mil pesos en las manos. En su vida había tenido tal dinero. Pero, fiel a su encomienda, se dirigió al banco a depositar la cantidad. Por desgracia en el camino pasó por una de las cantinas donde solía dar alientos a su afición etílica. Ahí una cuba costaba 20 pesos.

—¿Qué son 20 pesos? —se preguntó—. Juan no se enojará si los deduzco de la suma. Es como una propina por el servicio que le hago.

Entró, pues, y pidió una cuba. Pero las copas son como el busto de la mujer: una es muy poco, y tres son demasiadas. Dos es la cantidad justa. Así, pidió otra cuba.

Y otra... Y otra... Y otra... Llegaron amigos —el cantinero se encargó de llamarlos— y, para no hacer largo el cuento, en unas cuantas horas se esfumaron los dos mil pesos.

Al día siguiente el tal Juan buscó a su amigo para preguntarle si había hecho el depósito. Desde luego no lo halló. Más veces lo buscó en los días siguientes a fin de preguntarle qué había hecho con el dinero. La búsqueda fue en vano.

Pasó un mes. Cierto día el vago iba por la calle cuando vio venir a Juan. Antes de que éste pudiera decirle una palabra el sinvergüenza abrió los brazos y le dijo con dolorido acento.

—¡Pero si ya me conoces! Por pendejo me confiaste ese dinero. Y la pendejez cuesta.

De veras que cuesta. Y mucho.

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Don Recesvindo, soltero contumaz, tenía un perro al que dio un nombre tradicional: Fido.

El caniche no sólo era muy listo: era también animalito honrado. Todas las tardes su dueño le colgaba un canastillo al cuello y lo enviaba a la panadería a traer el pan de la merienda. En el canastillo ponía don Recesvindo la cantidad exacta para pagar lo que solía merendar con el chocolate: dos panes de esos que en unas partes se llaman “conchas” y en otras se denominan “bombas” o “volcanes”. El panadero conocía los gustos de su cliente y tras recoger el dinero del canastillo ponía en él una concha de vainilla y otra de chocolate.

Pese a la sabrosura de los panes jamás se supo que Fido se comiera alguno, aunque tuviera hambre. Por eso me duele decir que el animalito tenía esa honradez a la cual don Jacinto Benavente llamaba “de la cerradura”. En efecto, la cerradura guarda con fidelidad la puerta hasta que alguien llega con la llave adecuada. Entonces la cerradura cede, como cede la honestidad de algunos hombres cuando alguien les toca el punto débil: dinero, poder, fama, una mujer, etcétera. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él.

Sucedió que una tarde don Recesvindo no tenía moneda fraccionaria para pagar el pan. Puso entonces en el canastillo un billete de 100 pesos, sabedor de que el tahonero se cobraría las conchas y le devolvería el correspondiente cambio, vuelta o feria.

Fue pues el perrito a la panadería, y don Recesvindo se aplicó a hacer su cotidiano soconusco, pues nunca tardaba Fido en regresar. Se extrañó mucho el solterón cuando el perrito se demoró ese día más que de costumbre. Lo esperó cinco minutos, diez, un cuarto de hora, y del can ni sus luces. Don Recesvindo, inquieto, fue a buscarlo.

Cuando llegó a la panadería se quedó estupefacto: en la acera del frente estaba Fido follando vigorosamente con una finísima perrita de la raza poodle.

—Pero, Fido —le dijo consternado—. Nunca habría esperado de tu persona una conducta así, tan reprensible. ¿Por qué haces esto, y en plena vía pública?

Para asombro del solterón le contestó el perrito sin dejar de hacer lo que estaba haciendo:

—Perdóneme, don Reces. Siempre había tenido la gana, pero nunca había tenido la lana.

(Nota aclaratoria: cuando digo que la perrita era de raza poodle no pretendo en modo alguno sugerir que las hembras pertenecientes a ese linaje sean particularmente proclives a ligerezas o frivolidades. En todas las razas caninas, inclusive la de San Bernardo, con todo y su respetable nombre, es posible encontrar ejemplares así, dados a veleidades de conducta. Lo hago constar para no herir la susceptibilidad de nadie).

EL FANTASTMA

Este hombre vivía en una callada desesperación. Entiendo que muchos hombres —y mujeres— viven en una callada desesperación. Sobre esto, sin embargo, no hay estadísticas confiables. Según algunas, el 90 por ciento de la gente vive en una callada desesperación. El dato me parece exagerado, pero en fin...

El caso es que este hombre vivía en una callada desesperación. Tenía un buen trabajo, una buena esposa y unos buenos hijos. Pero el corazón humano es cosa extraña, y el hombre andaba siempre inquieto y desasosegado. Un día desapareció. Simple y sencillamente desapareció.

Esa mañana salió en su automóvil de la casa para ir a trabajar, pero no llegó a su trabajo, y a su casa ya no regresó. La familia dio aviso a la policía. Inútilmente se le buscó aquí y en las ciudades vecinas. Todas las pesquisas fueron infructuosas: el hombre se había esfumado en el vacío, como si la nada lo hubiese devorado.

Hago una pausa para reponerme de esta última frase: “Como si la nada lo hubiese devorado”. Es tan dramática que me provocó un repeluzno. Pensé: ¿qué tal si la nada me devora alguna vez a mí? Oscuro pensamiento es ése; procuraré apartarlo de la mente... Ya me repuse del escalofrío. Continúo.

Unas semanas después el automóvil del hombre fue localizado en la carretera entre Acapulco y México. El vehículo había caído en un hondo barranco y el cadáver del conductor estaba calcinado, pues el auto se incendió al caer. La identidad del automovilista fue conocida por un pequeño maletín que cayó fuera del automóvil, y que por tanto no se quemó. En él fue encontrada una credencial con la fotografía y el nombre del accidentado. Era el hombre que había desaparecido. El cuerpo fue entregado a su familia, y ésta le dio en su ciudad cristiana sepultura.

Pasó un año. La esposa del difunto se había quitado ya el luto que vistió durante 12 meses, según era entonces uso obligatorio para la madre, la viuda, las hijas, las hermanas, las tías, primas, sobrinas, abuelas, cuñadas y concuñadas de un fallecido. La vida recobró su ritmo acostumbrado. Suceda lo que suceda, la vida, tan rítmica ella, recobra siempre su ritmo acostumbrado.

Un día, sin embargo, algo rompió el acostumbrado ritmo. He aquí que el muerto apareció. Apareció de pronto, igual que había desaparecido. Y no apareció como fantasma, sino como hombre de carne y hueso y todo lo demás. Cierta noche la mamá y los hijos estaba cenando en la cocina mientras oían en el radio El monje loco, programa con relatos de ultratumba que en aquellos años nadie dejaba de escuchar. Alguien llamó a la puerta. La hija mayor fue a abrir. Lanzó un grito espeluznante —en estos casos los gritos deben ser espeluznantes—, y cayó al suelo privada de sentido. El que estaba en la puerta era su padre. En esa ocasión el Monje Loco se había excedido.

Cuando la familia se repuso del espanto y le contaron al aparecido que todos lo habían dado ya por muerto, el tipo se sorprendió bastante. Lo que pasó, dijo con toda naturalidad, fue simplemente que se aburría, y decidió tomarse unas vacacioncitas. Sin avisar a nadie —ni en su casa ni en su trabajo le habrían dado el permiso necesario— se fue a Acapulco, lugar de mucha moda en aquel tiempo. El día que llegó le robaron su automóvil con todo lo que llevaba en él. No quiso denunciar el robo a la policía, pues él mismo se habría descubierto. El cuerpo que encontraron en el coche, y que recogió su familia para darle cristiana sepultura no era el suyo: era el del ladrón que al escapar con el coche tuvo aquel accidente fatal. Con el vehículo se había llevado también el maletín donde iba la identificación del propietario, de ahí la confusión habida.

Se disculpaba el aparecido, claro, si con su breve ausencia había ocasionado algún inconveniente a su familia, y pedía que le dieran de cenar, pues traía mucha hambre. “Aparte de eso por mí no se molesten. Anden, sigan oyendo El Monje Loco”.

Desde entonces a aquel hombre se le conoció con el mote de “El muerto”. Yo lo conocí; vendía casimires y corbatas. Cuando alguien le recordaba su historia sonreía como si le hubiera hecho a la vida una galana broma. “El muerto” se veía alegre y satisfecho. Ya no vivía en una callada desesperación.

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Lord Feebledick llegó a su casa después de la cacería de la zorra y encontró a su mujer, lady Loosebloomers, en concúbito coital con Wellh Ung, el fornido mocetón encargado de la cría de los faisanes. Iba de mal humor el caballero, pues su yegua Prissy, que de ordinario se mantenía siempre en los límites del más estricto decoro victoriano, había cedido a los galanteos de un plebeyo caballo de tiro, y éste, al subir sobre la yegua, puso en riesgo tanto la integridad física como el honor personal de su jinete.

El hecho de ver a su mujer en trance irregular con aquel criado, hombre igualmente plebeyo, aumentó el disgusto de Feebledick. Pensó que el mundo debía andar muy mal, cuando ni hombres ni animales respetaban ya las reglas del buen trato social.

¡Qué daño estaban haciendo las deletéreas prédicas de Mister Bernard Shaw, cuyas tesis sobre igualitarismo y libertad socavaban los cimientos del Imperio!

Se propuso enviar al Times una carta al respecto. Pero un asunto de mayor urgencia lo reclamaba en ese instante. Fue a la caballeriza a ver si el maldito jamelgo que se le había subido a su preciosa yegua no le hizo algún perjuicio. Al parecer Prissy no sufrió menoscabo alguno, antes bien se veía feliz y satisfecha.

—¡Ah, las veleidades del sexo femenino! —pensó lord Feebledick. Luego, asustado por ese pensamiento, manifestó en voz alta:

—Desde luego exceptúo de esa consideración general a nuestra amada reina, Victoria, cuya firmeza y rigidez en cosas de moral son conocidas en todos los confines de su reino, quizá con excepción de Canadá.

Tras confirmar el buen estado de la yegua, milord recordó que había dejado otro detalle pendiente de atención: el del comercio carnal de su mujer con el mancebo de los faisanes.

Volvió a la alcoba y advirtió que los amantes seguían en su refocilación con empeño digno de más noble causa. Reprendió con acritud al mozalbete.

—¿Para esto te pago, bellacón? —le dijo airado.

—No, milord —replicó el toroso joven—. Esto lo hago gratis.

—Y en su tiempo libre, además —lo secundó lady Loosebloomers—. Es la hora de su lonche.

—Pues hacen muy mal los dos —reprobó lord Feebledick—. El muchacho necesita alimentarse bien, y en lugar de consumir las viandas que con tanto sacrificio y tan amoroso cuidado le prepara su señora madre viene aquí a dejar las energías que debe aplicar en el trabajo.

Declaró con voz firme el mocetón:

—Le aseguro, milord, que puedo bien con las dos cosas. Por eso no pase usted cuidado.

Contestó, severo, el propietario:

—Iré mañana mismo a revisar tu labor con los faisanes. Cualquier irregularidad que note motivará que pierdas el empleo.

Declaró lady Loosebloomers:

—Por lo que hace a este otro departamento no hay ninguna queja.

—Menos mal —se tranquilizó lord Feebledick—. Ya llevamos un 50 por ciento de ganancia.

Y así diciendo fue nuevamente a los establos a vigilar que el plebeyo caballo de tiro no anduviera de nuevo por ahí.

EL CUIDADO

Era un matrimonio desigual, es cierto, pero en alguna forma todos los matrimonios son desiguales. Si no quieres que tu matrimonio sea desigual cásate contigo mismo. Éste, sin embargo, era más desigual que otros, pues él tenía 70 años y ella 20. Medio siglo es bastante diferencia. A él le habían pasado muchas cosas, y a ella casi ninguna. Lo que él sabía lo sabía por ser viejo; lo que ella sabía lo sabía por ser mujer.

Don Antonio —así se llamaba— era hombre de posibles. La única tienda de abarrotes del pueblo era suya. Viudo de mucho tiempo, sin hijos ni querida, de modesto pasar, falto de vicios, había hecho caudal. Tenía su casa, y se decía que en ella —no en el banco, pues era desconfiado— guardaba muy buenos dineros. De alguna manera todos los dineros son buenos —si los sabes manejar, claro—, pero los suyos eran mejores, pues de ellos no tenía que dar cuenta a nadie. Mejor que el dinero, sin embargo, es la salud, y él la estaba perdiendo. Un achaque le resultaba hoy, otro mañana. Esos ajes le sorprendían mucho. ¿Por qué el dolor continuo en las espaldas? ¿Por qué esa tos? Entonces sintió un temor que nunca había sentido: el miedo a estar solo. ¿Qué tal si le pasaba algo en medio de la noche? ¿Quién le daría auxilio? ¿Iba a morirse solo, con una rata en la boca, como había oído decir que mueren los avaros? Necesitaba alguien que lo cuidara en sus últimos años.

Decidió entonces buscarse una mujer. Y pronto la encontró. En las afueras del pueblo vivía una muchacha huérfana, sin parentela, de buena fama y hacendosa. Buscó a la joven y con escueta parquedad de comerciante le propuso que se casara con él. Estaba viejo y enfermo, le dijo; seguramente no tardaría mucho en irse “al otro barrio”. Así ella quedaría dueña de todos sus bienes: la casa, la tienda, el dinero que había ahorrado a lo largo de su vida y el que en adelante se allegara; todo. No era mucho sacrificar cinco o seis años de su vida, quizá menos, a cambio de aquella regular fortuna. Después de su muerte ella podría hacer lo que quisiera, al cabo él ya no iba a estar presente para verlo. Además, le dijo, ni siquiera la iba a molestar en la noche. Ya estaba más allá de lo de acá. No sufriría ella, por lo tanto, ni ascos primero ni bascas después. Saldría del matrimonio tan entera como entró, y podría luego ofrecer a otro hombre la flor que él, por su edad, no podía ya cortar. Precisó: “Me caso contigo para que me cuides”.

Ella le pidió unos días de plazo para pensar su ofrecimiento. Consultó el caso con las vecinas y con el cura párroco. Aquéllas y éste le aconsejaron que aceptara la proposición. Don Antonio no se veía muy bien. “Bien pronto lo despacharás —le dijo con gran sentido práctico una de sus amigas—, y quedarás joven, rica y señorita. Podrás escoger luego el partido que quieras”.

Se casó, pues, con el abarrotero. En los primeros meses todo fue a pedir de boca, como antes se decía. Él tenía para ella finas atenciones y, tal como había prometido, nunca la molestaba con “aquello”. Una noche, sin embargo, la molestó. A consecuencia de la molestia, que ella no pudo evitar, pues era esposa del molestador, y además también sintió ganitas, quedó en estado de buena esperanza. Es asombroso lo que una mujer de 20 años puede provocar en un hombre de 70. Y de 80 también, a lo mejor.

A esa inicial molestia siguieron luego otras, y otras, y otras, hasta que la pareja completó seis hijos. Con eso el señor agarró —también así se decía antes— su segundo aire. Y su tercero: vivió hasta los 97. Solía celebrar sus cumpleaños en la cantina, con una gran parranda que duraba días. La primera vez que eso sucedió no fue a dormir a su casa dos noches seguidas. Ella, preocupada, fue por él a la cantina. Don Antonio se molestó bastante, pues sus amigos lo embromaron. Le dijo a la muchacha que jamás volviera a hacer tal cosa. Ella, que nunca pudo hablarle de tú, por aquello de la edad, le recordó: “Usted me dijo que se casó conmigo para que lo cuide”. “Pa’ que me cuides, sí —replicó él con enojo—, pero no pa’ que me andes cuidando”. Tenía razón: una cosa es el cuidado; otra muy diferente es la vigilancia. A todos los hombres nos gusta que una mujer nos cuide, pero no que nos ande cuidando.

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Los hombres de la antigüedad pensaban que cuando los dioses querían perder a alguien le daban todo lo que les pedía. El cuento que en seguida voy a relatar, perteneciente a nuestro tiempo, ilustra esa creencia.

Un individuo entró en un bar. Aquello no habría llamado la atención del cantinero de no ser porque el sujeto iba acompañado por un avestruz. Se sentó el sujeto en un banco de la barra y el avestruz ocupó otro a su lado.

—Me da un tequila —pidió el recién llegado— y le sirve otro a mi amigo.

Atendió la orden el del bar. Hombre y avestruz bebieron su tequila, y luego el tipo le dijo al tabernero:

—Me da la cuenta por favor.

Le dijo él:

—Son 95 pesos con 80 centavos, incluido el impuesto.

El hombre metió la mano en el bolsillo y sacó la cantidad exacta: 95 pesos con 80 centavos.

Al día siguiente, a la misma hora, regresó el sujeto al bar, seguido igualmente por el avestruz. Ordenó en la barra:

—Sírvame por favor un whisky, y dele otro a mi amigo.

El cantinero sirvió las bebidas. Cuando las terminaron pidió el tipo:

—Dígame cuánto es.

—Son 140 pesos con 35 centavos, impuesto incluido.

El cliente echó mano al bolsillo y sacó exactamente la cantidad citada: 140 pesos con 35 centavos.

Lo mismo sucedió al siguiente día: llegó el hombre con el avestruz; pidió las bebidas de ambos —ahora cervezas—, las bebieron los dos, y luego el sujeto preguntó:

—¿Cuánto debo?

—70 pesos con 90 centavos, incluido el impuesto.

Igual que las veces anteriores el tipo se sacó del bolsillo 70 pesos con 90 centavos, la cantidad exacta. El del bar ya no se pudo contener. Le dijo al cliente:

—Perdone la indiscreción, señor. No puedo menos que decirle que dos cosas acerca de usted me han llamado profundamente la atención. La primera, que viene usted con un avestruz. La segunda, que siempre se saca usted del bolsillo la cantidad exacta del consumo, aun sin conocerla. ¿Por qué lo de esa ave, y cómo hace usted para sacar exactamente la suma que necesita para pagar sus copas?

Respondió el hombre:

—Le explicaré primero lo de la cantidad exacta, y luego lo del avestruz. Mire usted. Un día caminaba yo por la playa, y las olas depositaron a mis pies una lámpara de forma extraña. La froté para limpiarla, y de la lámpara salió un genio del oriente. Me dijo: “Gracias, amo. Me has liberado de mi prisión eterna. Pídeme dos deseos, y te los concederé”. Le respondí: “¿Dos deseos? ¿Qué no son tres?”. Me dijo: “Antes eran tres, en efecto, pero con la crisis nos hemos visto en la necesidad de reducirlos, y ahora son solamente dos. Pide el primero”. Le dije: “Quiero que cuando vaya yo a comprar algo me pongas en el bolsillo la cantidad exacta que necesito para pagar”. El genio me obsequió ese deseo, y ahora cuando compro algo, cualquier cosa, desde un pañuelo hasta un yate de lujo o un jet, una villa en la Toscana, un chalet en París, un departamento en Nueva York o una casa en Saltillo, siempre encuentro en mi bolsillo la cantidad exacta para pagar la cosa.

El cantinero exclamó lleno de admiración:

—¡Qué inteligente fue usted, señor! Otros, en circunstancias semejantes a la suya, piden millones sin pensar que se los pueden acabar. Usted en cambio le pidió al genio tener siempre en el bolsillo la suma que necesita para pagar sus compras. De ese modo el dinero nunca se le acabará. Pero ahora dígame, si no es un gran secreto: ¿y lo del avestruz?

—Me apenará contarle lo que sigue —respondió el individuo—. Sucede, aquí en confianza, que yo fui pobremente dotado por la naturaleza en la parte correspondiente a la entrepierna. Eso me apenaba mucho, pues en los baños del club mis amigos me hacían objeto de inmisericordes burlas —lo que ahora se llama bullying— por la menguada medida de mi parte varonil. Eso, sin embargo, era nada comparado con las vergüenzas que pasaba en mi trato con las damas. Me preguntaban siempre: “¿Ya estás ahí?”, aunque ya estaba ahí desde hacía rato. Algunas, después de verme, me decían: “Mejor vamos a ver qué hay en la tele”. Cuando el genio que le digo se me apareció, y luego de haberle planteado mi primer deseo, le pedí el segundo. Le dije: “Quiero tener un pájaro bien grande”. Ésa es la historia. Y ahora sírvame un tequila doble, y dele otro al avestruz.

 

UN SACERDOTE ATEO

Una mañana se dio cuenta de que había dejado de creer en Dios. Recordaba la hora en que lo supo: las 8:40. Acababa de decir la misa de ocho y vio el reloj de la sacristía; por eso pudo registrar el momento exacto en que hizo ese descubrimiento.

No sintió ningún sobresalto, cosa rara. Se preguntó solamente, más con curiosidad que con inquietud, si habría otros sacerdotes como él, que tampoco creían en Dios. Creer en Dios, pensó mientras se despojaba de los ornamentos, era algo al mismo tiempo fácil y difícil. Fácil, si crees en él porque otros creyeron y te trasmitieron la creencia. Dios, se dijo, pasa de padres a hijos, como el reloj del abuelo o las recetas de cocina de la abuela. En cambio si te pones a pensar, y ves las cosas que ves, y oyes lo que oyes, creer en él se vuelve más difícil.

Se dirigió a la casa parroquial; bebió el acostumbrado café y echó una ojeada al periódico local. Después subió a su cuarto y se tendió en la cama. En el buró, a su lado, estaba la fotografía de su mamá. Por ella entró en el seminario. Alguien le dijo a la buena señora que si daba un hijo a la Iglesia se ganaría el Cielo.

Tenía 11 años cuando salió de su casa para ir a aquel lugar que visto desde fuera parecía prisión y que visto desde dentro era prisión. El primer día que estuvo ahí hizo a un lado la porción de aguacate que le sirvieron con la sopa de arroz en la comida. El padre rector notó eso y le preguntó por qué no se comía el aguacate. “No me gusta” —respondió él con la naturalidad con que decía eso en su casa. A una señal del sacerdote uno de los sirvientes que atendía la mesa le retiró el plato y le trajo otro donde había solamente aguacate. Lo mismo le sirvieron en la cena, y en el desayuno y la comida y la cena del siguiente día, y del siguiente, hasta que empezó a vomitar a fuerza de comer sólo aguacate. El padre rector le dijo que ojalá hubiera aprendido su lección y le advirtió que en adelante debía ser humilde y obediente.

Lo fue todos los años que duraron sus estudios. Quizá nunca aprendió a ser verdaderamente humilde, pero aprendió a simular la humildad, y en tales casos es lo mismo. La obediencia no le costó trabajo. El que obedece no se equivoca, le dijeron, y las enseñanzas que ahí recibía llevaban todas al abandono de la propia voluntad.

Se ordenó finalmente. No podía recordar sin emocionarse el día de su ordenación. Su madre, llorando, le besó las manos —esas manos que ahora podían tocar a Dios—, y luego se arrodilló ante él y le pidió su bendición. Otra cosa recordaba. Entre los asistentes a su cantamisa estaba aquella muchacha, hija de una amiga de su madre. Creyó advertir en ella una mirada de piedad que no entendió. ¿Por qué lo veía así, como con compasión, si ahora él era un representante de Cristo en la Tierra?

Se entregó a su ministerio con devoción de apóstol. Un temor reverente lo poseía cuando consagraba la hostia y convertía aquel disco hecho de harina y agua en la carne y la sangre de Jesús. Cumplía fervorosamente —por no decir “apasionadamente”— sus deberes sacerdotales. Quería salvar todas las almas. Luego, con el tiempo, vino esa enemiga solapada: la rutina. Ni siquiera se percató de su llegada, de modo que no luchó contra ella como luchó contra las tentaciones de la carne.

Y entonces, anciano casi ya, sucedió lo de aquella mañana: se dio cuenta de que ya no creía en Dios. Siguió hablando de él, claro, en los sermones de la misa, pero lo hacía automáticamente mientras pensaba en otra cosa. En la misma forma oficiaba los rituales que debía oficiar. Sólo sentía una extraña inquietud cuando casaba a una pareja o bautizaba a un niño.

Llevaba a cabo sus tareas cotidianas con la misma actitud con que un albañil pone ladrillos para levantar una pared. Sólo que él ni siquiera veía los ladrillos que iba poniendo. Un día enfermó. ¿Por qué vomitaba tanto, pensó con sonrisa de tristeza, si ni siquiera había comido aguacate? Lo llevaron al hospital. El obispo no fue a visitarlo —estaba muy ocupado, y envió a un auxiliar—, pero eso no le preocupó demasiado. En la duermevela de la fiebre veía a aquella muchacha que lo miró con compasión. Murió a la hora en que cada mañana acababa de decir la misa de 8. Su último pensamiento, antes de no pensar ya nada, fue éste: “Perdóname, Señor, por haber dejado de creer en ti”.

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Don Frustracio sentía siempre el urgente apetito de la carne. Doña Frigidia su mujer, en cambio, se mostraba en ese aspecto muy inapetente. Cuando él le solicitaba la realización del acto prescrito por las leyes humanas y divinas a fin de perpetuar la especie, ella aducía toda suerte de excusas y pretextos para incumplir esa demanda, no sólo las tradicionales evasivas —”Me duele la cabeza”, “Estoy en mis días” o “Me siento muy cansada”—, sino otros regates inéditos de su invención: “Hoy se celebra el aniversario luctuoso de doña Josefa Ortiz de Domínguez y sería impropio faltar en esa forma al decoro de la fecha”, o: “Es día de San Pudente, patrono de la castidad y desde joven le hice la promesa de no realizar nunca en su fiesta un acto impúdico”.

Así, el pobre de don Frustracio veía siempre insatisfechos sus naturales rijos de varón, y si no los aliviaba por sí mismo era sólo porque pensaba que con eso hacía agravio a la Legión Civil, agrupación de la cual era portaestandarte, que prescribía en su reglamento:

“Los socios deberán observar a todas horas del día y de la noche una conducta moral irreprochable”.

Sucedió cierta noche, sin embargo, después de largo tiempo de abstención, que don Frustracio se atrevió a pedirle a su consorte el cumplimiento del débito conyugal.

—¿Otra vez? —preguntó con acrimonia doña Frigidia.

—Pero, mujer —repuso el infeliz marido—, la última ocasión en que lo hicimos fue cuando nació el habitante número seis billones de la Tierra, y eso fue el 12 de octubre de 1999.

—¿Y ya quieres de nuevo? —se escandalizó ella—. ¡Eres un erotómano, un enfermo de satiriasis, un maniático sexual!

Don Frustracio insistió en su justificada petición, hasta que por fin ella accedió a hacer “eso” —así dijo— a cambio de la promesa de su esposo de llevarla de compras a Laredo. Puso, eso sí, una condición: lo harían con la luz apagada, por la devoción que ella le guardaba al arriba citado San Pudente.

Así, a oscuras, se llevó a cabo el inusual suceso.

A la mitad de la acción don Frustracio empezó a oír que su esposa profería ciertos sonidos que daban a entender que estaba disfrutando el trance. Intentaré poner en letras esos ruidos:

—¡Fzzzz! ¡Shhhishhh! ¡Izzzzz! ¡Shhhlurp!

Se sorprendió gratamente el esposo al escuchar esas emisiones y encendió la luz a fin de contemplar a su mujer en el deliquio del arrebato lúbrico.

Lo que vio fue algo bien distinto: doña Frigidia se estaba comiendo una rebanada de sandía; de ahí los ruidos que estaba produciendo.

LADRÓN QUE ROBA A LADRÓN

Yo, la verdad, no entiendo con claridad eso del bien y el mal. Admiro mucho a quienes pueden distinguir entre ellos, pues al mal lo miran absolutamente negro, y absolutamente blanco al bien. No es que yo los vea grises a los dos; sé que son muy diferentes uno de otro, pero ambas categorías me resultan bastante complicadas. No tienen la sencillez, digamos, de las altas matemáticas, que pertenecen al mundo de lo exacto, y cuyos problemas, con todo y ser tan altos, admiten una sola solución.

La cuestión del bien y el mal, en cambio, presenta más dificultades. Consideren ustedes, por ejemplo, el caso de este muchacho de provincia que fue a estudiar a la Ciudad de México. Su padre le hizo una recomendación: “Cuídate de los rateros. Los del Distrito Federal son capaces de robarte los calcetines sin quitarte los zapatos”. Su mamá, por su parte, le pidió encarecidamente: “No vayas a ir con las mujeres malas”. Abroquelado con esas sabias prevenciones el joven llegó a la Capital y empezó a vivir la metódica vida de estudiante. Tal método se interrumpió una noche. Diré por qué y cómo.

Cierto sábado en la noche entró en un bar, pues acababa de cobrar el giro telegráfico de la mensualidad que le enviaban de su casa. Sufría penas de nostalgia y quiso disiparlas con una copa o dos. Ni una más, se prometió, pues eso era ya disipación. En el bar lo abordó una dama muy agradable, muy atenta, que le preguntó de dónde era y qué hacía ahí tan solito. Él, ya con dos copas encima, le confió sus cuitas de estudiante solitario. Le invitó una copa y bebió con ella tres o cuatro más —¿o fueron cinco o seis?—, hasta que se sintió ya muy tomado y no quiso beber más. Entonces ella le sugirió que fueran a otra parte a continuar la plática. Sacó él su cartera para pagar la cuenta, y la mujer, con ojos diestros, la vio muy bien nutrida.

El lugar a donde lo llevó para seguir la plática fue su departamento. Ahí bebieron otras dos copas —¿o fueron cuatro o tres?—, y luego la anfitriona lo llevó a la cama. A pesar de lo tomado sucedió lo que en tales ocasiones suele suceder. Tras de lo sucedido ella le dijo: “Ya es muy tarde para que te vayas. Quédate a dormir”. Él se durmió inmediatamente: tras Baco y Venus suele venir Morfeo, si me permiten el culteranismo. Su sueño, sin embargo, no fue tan pesado como esperaba la mujer. Tuvo la ligereza del recelo. El muchacho se despertó al sentir que ella se levantaba de la cama. En la penumbra de la habitación alcanzó a ver, con ojos entreabiertos o semicerrados, según se considere, que aquella dama tan gentil, tan amable, le sacaba la cartera del bolsillo del pantalón y tomaba los billetes. Luego, caminando de puntillas, fue a donde se hallaba una pequeña maceta. Levantó la planta artificial que ahí estaba y puso abajo los billetes. Los cubrió con la planta, regresó a la cama y se acostó.

Él, asustado, siguió todos sus movimientos sin moverse. ¿Qué hacer? —pensó con angustia. Eso le sucedía por no haber seguido el consejo de su santa madre. Bien pronto la mujer se quedó profundamente dormida. Oyó él su respiración acompasada, y aun cierto ronquido. Temblando se levantó, cauteloso, se vistió sin hacer ruido y con los zapatos en la mano se dispuso a escapar. Pero antes fue a donde estaba la maceta, levantó la planta y tomó los billetes. Luego salió del departamento, a toda prisa bajó las escaleras y corriendo llegó a la calle. Tomó un taxi y fue a la casa de asistencias donde vivía.

En su cuarto, latiéndole de prisa el corazón, contó su dinero. La mensualidad que le enviaban sus papás era de 300 pesos. En el bar había pagado —lo recordaba bien— 55. Debía traer entonces 245 pesos. (Los problemas de matemáticas, lo dije ya, son muy sencillos). Pero lo que traía no eran 245 pesos: eran 2 mil 70. No sólo había recuperado su dinero: había tomado también el botín de otros saqueos hechos por la amable dama, que escondía en la maceta el fruto de sus latrocinios. Ahora bien: ¿debió el muchacho devolverle a la mujer ese dinero? A mí no me pregunten. Ya dije que me resulta muy difícil la cuestión del bien y el mal. Mejor pónganme un problema de cálculo integral, diferencial o infinitesimal, a escoger. Eso es más facilito.

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Doña Clitemnestra jugaba todas las tardes a las cartas con sus amigas. Un día el juego se prolongó más que de costumbre y cuando Clitemnestra vio el reloj se asustó mucho.

—¡San Alfonso Rodríguez! —exclamó llena de sobresalto.

Tenía el piadoso hábito de invocar al santo del día, y el de la fecha era ese fraile mallorquín, espejo de obediencia. Se cuenta de él que en cierta ocasión fue a la iglesia del pueblo a escuchar a un célebre orador sagrado. El templo estaba atestado, de modo que cuando llegó el superior de la orden no halló asiento. Alfonso se levantó para cederle el suyo.

—No se mueva usted de ahí —le dijo el prior.

Esa noche los monjes se extrañaron al no ver al frailecito. Lo buscaron en su celda y no lo hallaron. Tampoco estaba en el huerto, ni en parte alguna del convento. No apareció el siguiente día, ni el que le siguió. El superior fue al pueblo a dar cuenta de la desaparición de Alfonso. Le dijeron que estaba en la iglesia, y allá fue.

—¿Dónde andaba? —le preguntó irritado—. Hace dos días lo buscamos.

Respondió él:

—Usted me ordenó que no me moviera de aquí.

¡Ah, santa obediencia! Pero advierto que me he apartado del relato. Vuelvo a él.

—Tengo que irme —les dijo doña Clitemnestra a sus amigas—. Mi marido llega a las ocho de la noche y no le he preparado la cena.

En su casa la señora se dio cuenta de que no había nada en el refrigerador, aparte de un tomate y unas hojas de lechuga. He ahí las funestas consecuencias del juego. En eso oyó el automóvil de su esposo, que llegaba. ¡San Alfonso Rodríguez! Lo único que la mujer tenía a la mano era una bolsa de croquetas para perro. Puso una porción en el plato, con el tomate rebanado y la lechuga. Y sucedió un milagro que doña Clitemnestra atribuyó al santo del día: el hombre cenó muy a su sabor.

—¡Qué rica ensalada! —comentó al terminar—. Deberías dármela todas las noches.

Obediente —como San Alfonso—, la señora le preparaba todas las noches la tal ensalada, que el esposo comía con fruición sin saber que estaba comiendo croquetas para perro. Cuando doña Clitemnestra les contó aquello a sus amigas todas se escandalizaron.

—¡Qué locura! —le dijeron—. ¡Vas a matar a tu marido!

—A él le gusta eso —adujo la mujer—, y yo me ahorro el trabajo de hacerle de cenar.

Pasaron varios meses, y un buen día las amigas se enteraron de que el esposo de doña Clitemnestra había pasado a mejor vida. Se entristecieron mucho: seguramente esa tarde no habría jugada. Fueron a darle el pésame. Le dijeron:

—Te advertimos que esa dieta de croquetas para perro acabaría por enviar a tu marido al otro mundo.

Replicó doña Clitemnestra:

—No fueron las croquetas. Se rompió el cuello cuando se agachó para lamerse la entrepierna.

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Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, llegó a una farmacia y le dijo al encargado:

—Hoy en la noche recibiré en mi departamento la visita de dos hermosas féminas. Ambas son lúbricas, ardientes, lascivas, voluptuosas, sensuales y diestras en toda suerte de artes de erotismo. Necesito algo que fortalezca mi líbido y dé vigor a mis arrestos de varón, pues hemos acordado llevar a cabo lo que en francés se llama un ménage à trois y en inglés un threesome, y debo estar a la altura de las circunstancias. Con eso del ménage à trois mis amigas y yo no estamos descubriendo el agua tibia. Personajes famosos han realizado dicha práctica, entre ellos el poeta Ezra Pound con su esposa Dorothy y su amante Olga, así como el pintor Max Ernst y el literato Paul Éluard con la mujer de éste, Gala, que luego sería pareja de Dalí. Al hacer esta referencia no pretendo justificar mi acción, sino recordar la enseñanza del Eclesiastés: “Nihil sub sole novum”. “No hay nada nuevo bajo el sol”.

Respondió el farmacéutico:

—El mejor roborativo de la libídine que existe son las miríficas aguas de Saltillo. Quien bebe un centilitro de esas linfas taumatúrgicas puede dar buena cuenta en una noche de 10 huríes, ninfas, náyades, sílfides, musas u odaliscas y repetir la hazaña airosamente a temprana hora del siguiente día. Pero esas aguas prodigiosas las reservo para mí, pues me veo ya en la edad que lamentó el poeta cuando dijo: “¿Por qué, Amor, cuando expiro desarmado de mí te burlas?” No obstante eso, figuran en mi vademécum ciertas pastillas azulinas que pueden surtir también un buen efecto. Tres horas antes de su cita con aquellas lujuriosas damas tómese una de las pastillas que le digo, y estoy cierto de que hará usted frente al compromiso con gallardía de brioso semental.

Afrodisio adquirió las potenciadoras pastillas que el farmacéutico le aconsejaba. Temeroso, sin embargo, de no poder librar cumplidamente el sensual combate con sus dos bellas enemigas, no se tomó solamente una pastilla, sino tres, para mayor efecto y certidumbre. Pasó la noche, y al siguiente día Pitongo acudió de nueva cuenta a la farmacia y le pidió al farmacéutico un linimento para aliviar los dolores musculares. Le preguntó el hombre, curioso:

—¿Le duele el cuerpo a consecuencia del threesome o ménage à trois que anoche llevó a cabo?

—No —respondió Afrodisio, mohíno—. Las mujeres no se presentaron y ahora me duele mucho el brazo.

LOS CABALLITOS

Mi amigo tiene un caballito en la sala de su casa. Es un hermoso caballito de carrusel, grande y colorido. Su presencia domina sobre los finos muebles y las carísimas alfombras, no deja casi ver la gran chimenea y quita protagonismo a los trofeos de cacería que él ha traído de África, de Alaska, de Mongolia. El caballito lo trajo de Sarasota, Florida. Sucede que mi amigo es accionista principal de un banco de Miami y fue invitado al viaje inaugural de un crucero en el mayor barco del mundo. En ese barco vio una exhibición que mostraba el proceso de fabricación de los caballitos de carrusel. Preguntó dónde se hacían y le dijeron que el fabricante estaba en Sarasota. Lo primero que hizo al regresar fue ir ahí y encargar uno, pero especial, de lujo. Es el que ahora está en la sala de la casa.

A su esposa no le gusta el caballito. Dice que ocupa demasiado espacio. Pero él le ha dicho —en broma, claro— que primero lo saca a él de la casa que al caballo. Y es porque el caballito tiene historia. En realidad la historia del caballito es más bien la de mi amigo.

Nació él en un pequeño pueblo mexicano, hijo de padres pobres. De niño andaba descalzo; vestía casi andrajos. La escuela le gustaba y no faltaba nunca a clases aunque sus compañeros ni siquiera le dirigían la palabra: ellos traían huaraches y no mostraban parches en la ropa. Un día llegó al pueblo un circo que traía “atracciones”. Así se llamaban los juegos mecánicos: la rueda de la fortuna, las sillas voladoras, el avión del amor. Y los caballitos. Los caballitos no eran mecánicos: había que empujarlos. Para eso el dueño contrataba tres o cuatro muchachos que hacían girar el carrusel. Él, aunque era niño todavía, le pidió que lo dejara empujar también, aunque no le pagara. El hombre se encogió de hombros y se lo permitió.

El niño era el que empujaba más. Los otros se reían al mirar su esfuerzo. Es que quería hacer bien su trabajo. Al término de la jornada el dueño —que se hacía llamar “el empresario”— les dio 20 centavos a los otros y 10 a él. Se sintió orgulloso con la moneda.

Uno de esos días subió al carrusel un niño rico. Lo vio a él empujando y al terminar las vueltas les dijo a sus papás que él quería también empujar los caballitos, “como ese niño”. Lo oyó él y le dijo: “Ándale, ven conmigo”. Y juntos los dos empujaron, divertidos, mientras los papás del pequeño sonreían felices. Le preguntaron luego al niño cómo se llamaba y dónde vivía. Se los dijo, y ellos lo invitaron a su casa y lo ocuparon de mocito en las horas que la escuela le dejaba libres.

Él hacía bien lo que tenía que hacer: barrer la acera y regarla —si las criadas hacía eso los pelados de la calle les decían cosas—; recoger en el jardín las hojas caídas; poner alpiste y lechuga en las jaulas de los pájaros.

Cuando acabó el año escolar, y él sacó puros dieces, su madre le dijo que les llevara las calificaciones a sus amos. Así dijo: sus amos. Él les llevó las calificaciones y ellos lo cambiaron de escuela: lo pusieron en el mismo colegio al que iba su hijo; le compraron ropa nueva y zapatos. Cuando llegó el día de su primera comunión el señor fue su padrino. Se volvió otro hijo para ellos.

Ya jovencito lo enviaron a estudiar a Irlanda, a Canadá, a Estados Unidos. Luego, al término de sus estudios en una universidad americana, el señor lo recomendó con un amigo suyo, banquero de Miami. Aprendió bien la profesión. La gente lo quería. Prosperó. Puso una casa de bolsa. Se hizo rico. Entonces se construyó aquella mansión, pero no antes de hacerles una preciosa casa a sus padres, en su pueblo, y otras muy buenas también a sus hermanos. Puso en la sala de la suya el caballito de carrusel. Pensaba que ponerlo ahí era un capricho de rico, pero la última vez que lo visité nos tomamos unas copas —de tequila, claro— y él me contó la historia. Mientras me la narraba volvía el rostro a un lado para que no le viera yo los ojos y luego se levantaba, salía unos momentos y regresaba al tiempo que guardaba el pañuelo en el bolsillo de su pantalón.

Le pregunté, por cambiar la conversación, cómo le estaba yendo en sus negocios. Él no cambió la conversación. Me respondió: “Muy bien. Sigo dándoles vueltas a los caballitos”.

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En la Ciudad de México un norteamericano abordó un taxi y le dijo al conductor en un español tan mocho como el que hablamos muchos mexicanos:

—Yo querer que usted llevarme a un lugar alto, en las afueras, pues yo haber oído que de noche la ciudad verse muy hermosa, llena de lucecitas.

—¡Cómo no, jefe! —respondió el taxista—. Lo llevaré al Ajusco. Desde ahí la ciudad se ve preciosa.

En efecto, lo condujo a ese sitio. Tan pronto se vio en aquel solitario paraje el gringo sacó una pistola Smith y Wesson .44 Magnum, modelo 629 (la que usa Harry el Sucio), y al tiempo que con ella le apuntaba le dijo con ominoso acento al infeliz taxista:

—¡Usted bajarse pantalones y demás!

—¡De ninguna manera! —profirió, vehemente, el hombre—. ¡Segundo muerto antes que sacrificar mi honor en aras de sus perversos apetitos!

Nótese que no dijo “primero muerto”: dijo “segundo”. Como eso abría una interesante opción el yanqui repitió su amenaza:

—¡Si no obedecer, yo volarle la cabeza, y además matarle.

Así, doblemente amenazado, el taxista hizo lo que el americano le pedía, y éste had his way con el desventurado tipo.

Terminado aquel penoso trance el estadounidense le ordenó a su víctima:

—Ahora llevarme de regreso a mi hotel.

Cuando llegaron, el gringo sacó la cartera y le entregó al taxista, uno tras otro, 25 billetes de 100 dólares.

—Por la molestia que yo haberle inferido —le dijo lleno de cortesía.

—Caramba, jefe —declaró el taxista—. Pensará usted que soy un descarado, un cínico, pero mi situación económica se ha vuelto tan difícil que si desde el principio me hubiera usted ofrecido este dinero no habría necesitado sacarme la pistola: por propia voluntad habría yo hecho lo que por fuerza me vi en la precisión de hacer.

—¡Oh no! —replicó el gringo con mucha seriedad—. Pistola ser muy importante. Con pistola usted ponerse apretadito apretadito.

HISTORIA DE UN METICHE

No hay peor cosa en el mundo que un metiche. Claro que ser narcotraficante también está muy mal, o ser asesino o violador. Pero a veces no hay peor cosa que un metiche.

¿Te has encontrado alguna vez, amigo lector, lectora amiga, con un metiche? ¿Se ha metido en tu vida un metijón? Entonces sabes bien los graves daños que suelen causar esos entrometidos, o entremetidos, que de las dos formas se puede llamar a esos que los ingleses llaman busybodies, lo cual, traducido literalmente, quiere decir “cuerpos ocupados”. En cosa mejor podrían esos chismosos ocupar sus cuerpos.

Acabo de saber de un gran metiche. Se llamaba René Sibi y era dueño de la joyería más famosa de la Ciudad de México en los finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Esa tal joyería se llamaba “La Esmeralda”, y estaba en la esquina de las calles de Isabel la Católica y Madero.

Una vez llegó ahí una dama de mucho timbre y nota, doña Paz García Teruel de Sánchez Navarro y Osio. Era poblana la señora, y rica, dueña por herencias de familia de grandes haciendas en la comarca de Atencingo. Estaba casada con uno de los señores más linajudos de la República, don Manuel Sánchez Navarro, descendiente directo de aquel don Carlos, Gran Chambelán y Ministro en la Corte de Maximiliano, y de otro Carlos, el mayor propietario de tierras en la Nueva España, tantas que su hacienda era casi tan grande como España. Charles Harris III (hijo de Charles Harris II, nieto de Charles Harris I y bisnieto de Charles Harris 0) llegó a decir que esa hacienda era la más grande del mundo, un verdadero imperio.

Pero esa es otra historia. La que estoy contando dice que doña Paz García —y todo lo demás— llegó una mañana a “La Esmeralda”, pues gustaba de ver las novedades traídas de París por René Sibi. Estaba entonces de moda el art nouveau y doña Paz —y todo lo demás— quería ver si había llegado algo en ese estilo.

Aquí es donde entra el metiche. El joyero hizo pasar a su despacho a doña Paz y en voz bajita, con tono de complicidad, le dijo:

—Voy a revelarle un secreto, pero debe prometerme que a nadie dirá que yo se lo conté.

Abrió la caja fuerte y sacó un hermosísimo pendentif de esmeraldas, una preciosa joya que esplendía como una constelación de luceros verdes.

—Lo diseñé yo mismo a pedimento de su esposo don Manuel. Seguramente se lo obsequiará el día de su cumpleaños que, según muestran nuestros registros, ya está próximo.

En efecto, se acercaba la fecha del cumpleaños de doña Paz, de modo que ella se emocionó con el regalo.

—Guárdeme usted el secreto —volvió a pedirle don René—. Cuando su esposo le entregue el pendentif muestre una gran sorpresa, como si nunca jamás lo hubiera visto.

Prometió la debida reserva doña Paz, dio las gracias al señor Sibi por la revelación y regresó a su casa muy contenta. Pero llegó el día de su cumpleaños y Mamito —así llamaba ella a don Manuel, su esposo— no le hizo el regalo. “Seguramente —pensó la señora— me lo reserva para el día de mi santo, al que yo doy más importancia que a mi cumpleaños, y que también está cercano”.

Una noche fueron al teatro. Actuaba Virginia Fábregas, que entonces no era doña, sino una joven cupletista de muy buen ver y de mejor tocar. Cuando apareció en escena la vedette doña Paz perdió la de su nombre: lucía la Fábregas el hermoso pendentif encargado por su esposo al dueño de “La Esmeralda”.

No será difícil para nosotros explicar el hecho. Don Manuel —a quien su esposa y sus amigos llamaban “Mamito”— se había enamorado de la diva, entonces en apogeo de su belleza, y le regaló la joya. El principal y más sobresaliente atributo de Virginia —¿hablaré en singular o en plural?— era un busto generosísimo. Al portarlo debía hacer prodigios de equilibrio la canzonetista. Su tetamen excedía notablemente cualquier descripción. Pasarían los años, entraría en ellos doña Virginia —ahora sí, doña—, y Salvador Novo haría burla amable de esa característica corporal, la de su prominente busto. Diría Novo que en el teatro “Virginia tardaba en entrar lo que Prudencia en salir”. Se refería a doña Prudencia Grifell, que así como la Fábregas tenía grande proa ella tenía prolongada popa. Pero al hablar entonces de doña Virgina aludía Novo al viejo tetamento, y yo hablo del nuevo.

Sobre ese levantado promontorio lucía, espléndida, la joya que don René Sibi había mostrado a la esposa de “Mamito”. No había ninguna duda. Ella, furiosa, se levantó de su asiento y abandonó el palco que ocupaba con su marido. La siguió él, todo confuso. Ya en la casa la señora, entre lágrimas y reproches, dio a conocer a don Manuel lo que el dueño de “La Esmeralda” le había revelado. El pobre “Mamito” no tuvo para dónde hacerse. Tres meses pasó castigado en su hacienda de Molino de los Caballeros, en Michoacán, pues doña Paz le vedó no sólo el acceso a su cama, sino también a la casa, a la colonia Roma, donde vivían, y hasta a la Ciudad de México.

De aquella relación de Manuel Sánchez Navarro con la Fábregas nació otro Manuel, a quien el rico señor reconoció antes de morir. Este Manuel fue padre de Manolo Fábregas, el conocido artista del cine y la televisión. Lo tuvo con la artista Fanny Schiller.

Doña Paz perdonó a su marido. Únicamente Dios excede a las mujeres en el hermoso ministerio del perdón. Cuando “Mamito” cayó en su lecho de muerte y le pidió a su esposa que le perdonara sus desvíos, ella lo despidió de la vida con estas hermosas —y muy femeninas— palabras:

—Me hiciste sufrir mucho, Manuel, pero ¡cómo te quise!

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Impericio quería mejorar su desempeño en el renglón del sexo. Para eso se compró un libro llamado El hombre y la cama, que resultó ser un manual para prevenir el insomnio.

Luego adquirió la película Juegos prohibidos, pensando que ahí encontraría algunos tics —así decía él, no “tips”— para efectuar debidamente el acto de la generación, que no es espontánea, pues requiere de ciertas técnicas y artes para llevar a cabo el foreplay, necesario prolegómeno, y luego el performance propiamente dicho. Otra decepción sufrió Impericio: ese film, lejos de ser erótico, es una obra maestra de la cinematografía universal. Dirigida por Réne Clément en 1952, la película trata de una pequeña huérfana de guerra que… (Nota del editor: Nuestro estimado escritor se extiende por seis páginas en el relato del argumento del mencionado film, narración ciertamente interesante, pero que nos vemos obligados a suprimir por falta de espacio).

Finalmente Impericio se consiguió un ejemplar de The joy of sex, el utilísimo manual escrito por Alex Comfort, y en él encontró interesantes sugerencias para elevar el acto del amor, de meramente instintivo o animal, a la categoría de acto hermosamente humano: la imaginación al servicio del erotismo, y éste al servicio de la plenitud amorosa basada al mismo tiempo en la carne y el espíritu, ambos valiosos y dignos por igual. Quizá por eso —porque el libro enseñaba a dar y recibir placer— numerosos grupos religiosos de Estados Unidos acudieron a los tribunales para impedir que las librerías mostraran esa obra en sus escaparates y que estuviera en el catálogo de las bibliotecas públicas. Y es que muchos hombres de religión piensan que el placer del cuerpo es pecado. Cuando un ministro religioso felicitó a Groucho Marx “por la alegría que ha dado usted al mundo”, el genial comediante respondió: “Es para compensar la que ustedes le han quitado”. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él.

Tras imponerse bien de las enseñanzas de The joy of sex Impericio fue a una marisquería. Ahí consumió dos caldos de pescado; tres cocteles grandes de pulpo y otros tantos de camarón; cuatro docenas de ostiones en su concha, y luego cinco porciones de la combinación de mariscos llamada “Vuelve a la vida”. Seguidamente fue a la farmacia y pidió una potente pastilla erógena para usarla en el momento oportuno. Sólo entonces llamó por teléfono a su esposa y le dijo:

—Prepárate, vieja, porque hoy en la noche disfrutarás de una sesión de sexo como nunca has conocido.

—¡Fantástico! —se alegró la señora—. ¿Con quién?

FILOMENA

Se llamaba Filomena, porque nació un diez de agosto, pero todos la llamaban Filito. Era la tonta del pueblo. Muchos tontos había ahí, pero ella era la única certificada. Estaba aireadita. Esa expresión se usaba para explicar la debilidad mental. Se suponía que en el momento de nacer le había entrado aire a la cabeza —por las orejas, por la nariz; quién sabe—, y ese viento ocupó buena parte del lugar que le correspondía a la sesera.

Filito vivía en un perpetuo estado de beatitud. Era feliz. “¡La inocente!”, se condolían las vecinas. A sus 30 años andaba siempre con una sonrisa en los labios. A todos, grandes y chicos, míseros y potentados —porque en el pueblo había potentados: el dueño de la tienda de abarrotes, el notario, el recaudador de rentas—, a todos, digo, Filito los saludaba con las mismas palabras y con igual sonrisa: “¿Cómo te va?”. Al señor cura lo saludaba igual: “¿Cómo te va?”. El sacerdote se amoscaba. Decía en su interior: “¡La tonta!”. En su exterior no decía nada, por aquello de la caridad cristiana.

Filito iba todos los días a la iglesia. Pasaba frente a las imágenes de los santos y las santas y les daba el saludo acostumbrado: “¿Cómo te va?”. Les sonreía, como a las personas. Saludaba a Santa Eduwiges, cuyo manto mostraba las flores en que se convirtieron los panes que su marido le prohibió dar a los pobres. Saludaba a San Pedro Mártir, con el hacha clavada en la cabeza y a sus pies la palabra “Credo” que con su sangre escribió en la tierra cuando cayó herido de muerte. Saludaba a San Nicolás de Tolentino y saludaba también a la perdiz que el santo llevaba sobre el hombro como símbolo del milagro que hizo cuando en una comida alguien negó que Cristo hubiera resucitado. ¿Quién puede vencer a la muerte? Para probar que la resurrección de la carne es posible San Nicolás volvió a la vida a la perdiz que estaba ya en el plato, cocinada.

Al santo que Filito saludaba más, y con mayor sonrisa, era a San Antonio. Era muy bonito y tenía en los brazos al Niño Jesús, que sonreía también. Circulaba en el pueblo un dicho irreverente. Cuando a alguien le preguntaban: “¿Cómo estás?”, el interrogado solía responder: “Como el Niño de San Antonio: riéndome, pero con la estaca atrás”. Y es que el imaginero que hacía las efigies del santo clavaba al Niño de nalguitas en una pequeña estaca, para que ahí se sostuviera. San Antonio era muy visitado por las muchachas del lugar. Le llevaban un listón para que les consiguiera marido. El listón medía lo que debía medir el anhelado esposo. Las doncellas sobornaban al santo llevándole 13 monedas y secretamente lo amenazaban con que si no les enviaba un hombre lo pondrían de cabeza.

Cierto día el cura se quedó pasmado al ver que Filito llegaba y le ponía un listón a San Antonio. Fue hacia ella y le preguntó con sorna: “¿Andas buscando novio, Filito?”. Respondió ella: “¿Cómo te va?”. Y le sonrió. “Te pregunté —repitió el párroco, molesto— si andas buscando novio”. “Oh, no —dijo Filito—. Yo no puedo tener novio. Soy tonta”. “Y entonces ese listón ¿para qué es?”. Contestó Filito: “Es para que San Antonio encuentre esposa. Pobrecito, está muy solo. No tiene quien le lave y le planche, y le haga la comida, y le cuide a ese niño. Necesita una mujer. Todos los hombres necesitan una mujer”.

El cura hizo un gesto de disgusto y se marchó. Iba pensando: “¡La tonta!”. Y miren ustedes lo que sucedió. Fue en la feria del pueblo. De la ciudad vino un matrimonio que tenía también un hijo aireadito, de la misma edad que Filomena. Lo vio Filito y le dijo: “¿Cómo te va?”. Y le sonrió. El tontito también le sonrió a ella, feliz. Luego se tomaron de la mano, igual que si se conocieran desde siempre.

Sus papás no los cuidaron bien —o de intención los descuidaron, no lo sé—, el caso es que poco tiempo después tuvieron que casarlos. Y el niño que llegó no nació aireadito. Milagro de San Antonio, dijo el cura. Lo dijo al exterior, pero en el interior se dijo: “Menos mal que el listón le consiguió marido a Filito, y no mujer a San Antonio. A él la Iglesia lo necesita célibe”. Y pensó luego con algo de tristeza: “Igual que a mí”.

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Lady Godiva (1040—1080), la bella esposa de lord Leofric, señor de Coventry, le pidió a su marido que rebajara los onerosos impuestos que pesaban gravemente sobre los pobres habitantes del lugar. Le respondió lord Leofric:

—Cuando baje los suyos el gobierno mexicano yo bajaré los míos.

Amenazó lady Godiva:

—Si no haces lo que te pido, en protesta saldré desnuda a la calle montando uno de tus caballos.

—Hazlo —autorizó el lord—. Nada más por favor no te lleves al Flamazo, porque ése lo reservo para la carrera del domingo. Llévate a Man O’Peace, que es el peor de la cuadra, pero no le tiene miedo al ridículo.

Salió, pues, lady Godiva en ese caballo, sin ropa, cubierta sólo por su undosa y larga mata de cabello color caoba. Todos los varones de Coventry cerraron caballerosamente sus puertas y ventanas para no mirarla. Sólo un villano llamado Tom se asomó por una rendija de su postigo a verla. Desde entonces todos los que incurren en voyerismo —o sea mirones— son conocidos en inglés con el nombre de Peeping Tom. El caso es que lady Godiva regresó a su casa después de su famosa cabalgada. Le preguntó, atufado, su marido:

—¿Dónde andabas?

—Bien lo sabes —contestó la hermosa dama—. Fui desnuda a caballo por las calles para protestar por los impuestos.

—Eso ya lo sé —replicó mohíno el esposo—. Pero el caballo regresó hace tres horas.

VIDA Y LITERATURA

“No hay un solo milímetro de tu cuerpo que no haya tocado yo con mis labios o mi lengua”. Ella meneaba la cabeza en simulado gesto de reproche y me decía: “¡Ay, Gustavitoa! ¡Quién te viera!”. Eso de Gustavitoa era porque me llamo Gustavo Adolfo. Mi padre le recitaba a mi mamá aquello de “Volverán las oscuras golondrinas”, y en recuerdo de Bécquer me pusieron ese nombre. Cosas de ellos. Lo de “¡Quién te viera!” se debía a que siempre he tenido aspecto de persona seria, incapaz de locuras de erotismo, y yo con Ana Lilia me volvía loco. La recorría toda con mis manos y mi boca; me la bebía entera; la comulgaba apasionadamente. Ella se abandonaba a mis caricias y me dejaba hacer lo que quisiera. Ninguna audacia mía conoció un “no” suyo. Si fuera yo más literario te diría que planté mis banderas de amor hasta en sus más escondidos territorios. Eso lo saqué de unos versos que intenté escribir para ella, pero no me salieron bien y los rompí. Porque has de saber que le escribía versos. Imagínate: yo, contador público y auditor, haciendo versos. A lo mejor me vas a decir también: “¡Ay, Gustavitoa! ¡Quién te viera!”.

Desde la primera noche de casados la cubrí toda de besos. Se entregó a mí sin reticencias, y eso que era señorita. En aquel tiempo —¿sabes?— no se acostumbraban las anticipaciones. Mi vida de casado fue feliz. Por la mañana y por la tarde mi esposa era mi esposa, pero en la noche era mi amante. Y mi locura era su locura. Ella también me comulgaba a mí, si me permites esa ambigüedad retórica que me libra de tener que expresar lo que no debo. Ganas me daban de decirle a veces: “¡Ay, Ana Lilia! ¡Quién te viera!”. No se lo decía para que luego no fuera a contenerse.

Así vivimos cinco años. Cinco nada más, figúrate. Ni siquiera los diez que Amado Nervo disfrutó a su musa. Él tuvo mejor suerte que yo. Un día Ana Lilia empezó a sentirse mal. Tenía dolores en todo el cuerpo. Se acabaron las noches buenas y empezaron los malos días. Vimos a un médico, y a otro, y a otro. Con los análisis de laboratorio que le hicieron habríamos podido llenar el baúl grande le dio su abuela como regalo de bodas.

Nunca supimos cuál fue su enfermedad. “Es un virus”, decían los doctores. El caso es que se fue yendo poco a poco. Una mañana desperté y ella estaba a mi lado, igual que siempre, pero ya no estaba. Se murió en el sueño. Pensé que era mi deber llorar, pero no pude ni cuando se la llevaron los de la funeraria. En el velorio y el sepelio sentía que yo no era yo y que ella no era ella. Imaginaba que estábamos en el funeral de alguien a quien habíamos conocido tiempo atrás. Me parecía que de pronto Ana Lilia iba a tocarme el brazo y a decirme: “Vámonos. Ya cumplimos”. Las personas me decían: “Lo siento mucho”. Y luego se iban. Ya habían cumplido.

Cuando todo acabó volví a mi casa. La sentí vacía, como si ni siquiera yo estuviera ahí. Y ¿sabes qué hice aquella noche? Puse en la cama su ropa, figurando su cuerpo junto a mí: su blusa, su falda, sus prendas íntimas, sus medias, sus zapatos… Y lo mismo la siguiente noche. Y así todas las noches, hasta ahora. Si mis amigos y compañeros de trabajo supieran eso pensarían que estoy loco.

Me preguntan a veces: “¿Por qué no te vuelves a casar?”. Respondo con alguna broma de las que se usan siempre. La verdad, aunque suene cursi, es que después de Ana Lilia ya no puedo querer a nadie más. Por la noche pongo su ropa en la cama y luego me acuesto junto a ella. Por favor no me vayas a decir: “Ay, Gustavitoa! ¡Quién te viera! ¡A ti, que eres contador público y auditor!”. Pero tú me conoces desde los tiempos de la juventud y sabes que siempre he tenido mis rarezas. En fin, vamos a tomarnos otra copa. Hay que celebrar que nos hemos encontrado después de tantos años de no vernos.

La verdad yo no quería contar lo que ese día me contó mi amigo. El relato tiene una vaga semejanza con aquel viejo poema, algo macabro, que se llama Bodas negras. Sé que la muerte está presente siempre en nuestra vida, pero prefiero pensar que la vida está presente siempre en nuestra muerte. Además, la literatura propone y la vida dispone. Y la vida puede más que la literatura.

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Don Recelio Zelante era el marido más celoso del planeta. Comparado con él Otelo era un bonachón, un cándido, un ingenuo, un paparulo, un crédulo, un bobalicón. Y es que el señor Zelante, que pasaba ya de los 70, había contraído matrimonio con una mujer en flor de edad que todavía no llegaba a los 30. Jamás oyó quizá el añoso marido aquel sabio refrán admonitorio que a la letra dice: “Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura”. Así, andaba siempre inquieto y desasosegado. En todo hombre veía a un posible seductor de su mujer y de continuo le preguntaba a ésta con tono de fiero inquisidor:

—¿A quién estás mirando, eh? ¿A quién estás mirando? —aunque la joven esposa estuviera dormida.

Terrible sentimiento son los celos. Quien los padece, hombre o mujer, ni vive ni deja vivir.

Recuerdo a aquella esposa que celaba a su marido. Buscaba en las solapas de su saco para ver si traía en ellas algún cabello de mujer. Como no encontraba ni uno le decía rompiendo en llanto desgarrado:

—¡Canalla! ¡Me estás engañando con una mujer calva!

Shakespeare, colega a quien admiro mucho, llamó a los celos “el monstruo de los ojos verdes”. Ser celoso es amar a alguien como si lo odiaras. Un hombre puede no haber mirado a su mujer en años, pero se enfurecerá si otro la mira.

Tan celoso era don Recelio que había hecho del tango Celos su himno personal. Esta famosa pieza es de la inspiración del maestro Jacob Gade, compositor dinamarqués que la estrenó en 1925, y que pudo vivir el resto de su vida —murió en 1963, a los 84 años de edad— con las regalías que le ganó su conocida obra. Sorprende que haya sido un músico danés quien compuso este tango tan lleno de pasión y de un espíritu tan argentino.

A pesar de que el tango Celos era su melodía favorita, don Recelio jamás podía oírlo, pues cuando le pedía a algún pianista o violinista: “Maestro, toque Celos” el artista, en vez de proceder a la interpretación, se llevaba la mano a la entrepierna, vaya usted a saber por qué, y el pobre señor Zelante se quedaba sin escuchar su pieza predilecta.

Los artistas, y en especial los músicos, tienen caprichos que los simples mortales no entendemos. Don Recelio era viajante de comercio —vendía agujetas para zapatos—, trabajo que lo obligaba a ausentarse con frecuencia. Era entonces cuando los celos lo atormentaban más. Al salir de su casa para emprender un viaje le parecía que aún no se había enfriado el calor de su cuerpo en el lecho conyugal cuando ya el amante de su mujer había ocupado su sitio. Con febricitante imaginación elaboraba toda suerte de visiones en las cuales la joven esposa se refocilaba con su torpe amador en toda suerte de eróticos excesos que no son para ser aquí descritos, por su extremada libídine y encendida voluptuosidad. Baste decir que ni el Aretino, ni Casanova, ni el director de cine Pasolini —el que hizo Salo— fueron capaces de urdir tan lúbricas lucubraciones. Cada día el desdichado llamaba por teléfono a su esposa para preguntarle, ardiendo en celos y sospechas:

—¿Dónde estás?

Le respondía siempre la señora:

—¿Dónde voy a estar? En la cocina.

—¿Ah sí? —recelaba el marido, suspicaz—. A ver: echa a andar la licuadora para oírla.

Hacía funcionar la esposa el aparato y con eso el marido sosegaba su inquietud. Al día siguiente lo mismo. Llamaba otra vez el hombre a su mujer:

—¿Dónde estás?

—En la cocina, como siempre.

—Echa a andar la licuadora, a ver si es cierto.

En el teléfono se oía el ruido del artefacto y don Recelio quedaba ya tranquilo. Cierto día el señor Zelante regresó de un viaje. Cuando llegó a su casa se encontró con que su joven mujer no estaba en ella. Poseído por la ansiedad y la zozobra le preguntó a su hijo:

—¿Dónde está tu mamá?

—Salió —le contestó el chamaco—, igual que todos los días.

—¿Todos los días sale? —se azaró el esposo—. ¿A dónde va?

—No sé —respondió el hijo—. Lo único que te puedo decir es que siempre se lleva la licuadora.

EL CRISTO Y EL SACRISTÁN

Quien del cuento vive muchos cuentos oye. Vale la pena contar éste que oí… Érase que se era un sacristán. Todos los días llegaba con su escoba a barrer la iglesia de aquel pequeño pueblo y todos los días miraba a un pobre hombre que postrado de hinojos ante el gran crucifijo que presidía el altar gemía y lloraba deprecativamente. “¡Señor! —clamaba el infeliz ante el doliente Cristo—. ¡Quiero confesarme! ¡Pero no ha de ser ante un humano, mortal y pecador como soy yo! ¡Únicamente tú puedes oír mi confesión! ¡La culpa que llevo sobre mí es tan grande que sólo tú, Señor, la puedes perdonar!”.

El sacristán se conmovía mucho al escuchar la súplica del lacerado. Decía para sí: “Muy grave ha de ser el pecado que este hombre cometió si nada más puede confesarlo ante Nuestro Señor”. Cotidianamente se repetía la escena: llegaba el sacristán al templo y ahí estaba ya aquel desventurado, de hinojos ante el crucifijo, elevando al cielo su gemebunda súplica: “¡Señor! ¿Por qué no me oyes? ¿Por qué guardas silencio? ¿No llegan mis súplicas a ti? ¡Escúchame, Señor! ¡Quiero confesarme contigo para que de mis labios oigas mi pecado y lo perdones con tu infinita misericordia!”. Sollozaba el hombre de tal modo que al sacristán se le movían hasta las fibras últimas del alma. Sentía el impulso de abrazar al pecador para llorar con él.

Un día ya no se pudo contener y fue a hablar con el párroco y su vicario. “Reverendos padres —les dijo lleno de emoción—. Todas las mañanas llega al templo un desdichado. De rodillas ante el crucifijo del altar le pide a Nuestro Señor que lo oiga en confesión, pues tiene una gran culpa que solamente el Altísimo puede perdonar. Si su plegaria no es oída pienso que el infeliz perderá la fe, y quizá morirá desesperado. Se me ha ocurrido, padres, un medio para darle consuelo en su tribulación. Les pido permiso para quitar de la cruz la imagen del Señor y ponerme yo —aunque indigno—en su santísimo lugar. Escucharé la confesión de ese pobre hombre y le daré la absolución. Sólo de esa manera encontrará la paz. Sé que lo que propongo es una gran irreverencia, pero los caminos de Dios son inescrutables, y quizás fue Él mismo quien me inspiró la idea”.

Los buenos sacerdotes, confusos ante aquella insólita petición, se resistían a obsequiar el deseo del sacristán. Tan vivas fueron sus instancias, sin embargo, que accedieron por fin a poner al rapavelas en el sitio del crucificado, para que recogiera la confesión del hombre y le diera el perdón que con tanta aflicción solicitaba. Así, la mañana siguiente el párroco y su asistente quitaron al Crucificado de su cruz; luego tomaron unas cuerdas y con ellas ataron de brazos y piernas en el madero al compasivo sacristán.

Poco después, en efecto llegó el pecador y se arrodilló, igual que todos los días, ante el crucificado. “¡Señor! —empezó a clamar como hacía siempre—. ¡Escúchame en confesión! ¡Oye mi gran pecado, y que tu infinita bondad me lo perdone!”. Entonces el sacristán habló con voz grave y profunda. “Está bien, hijo mío. Te escucho. Dime tu pecado”. El hombre quedó estupefacto. “¡Gracias, Señor! —prorrumpió lleno de gozo—. ¡Mis oraciones han sido escuchadas! ¡Por fin voy a poder confesarte mi gran culpa, y a recibir de ti la santa absolución!”. “Habla —replicó el sacristán con el mismo tono majestuoso—. Por grande que haya sido tu culpa, mayor es mi clemencia. Dime tu pecado, y te lo perdonaré”.

El hombre inclinó la frente y dijo lleno de compunción y de vergüenza: “Acúsome, Padre, de que me estoy cogiendo a la esposa del sacristán”. “¡Ah, maldito! —rugió entonces el fingido Cristo desde lo alto de la cruz—. ¡Desamárrenme, para bajar de la cruz y matar a este cabrón hijo de la rechingada!”. El pecador, espantado, salió a todo correr de la iglesia y escapó del pueblo. Al paso del tiempo comentaba lleno de confusión al narrar lo que le había sucedido: “La verdad, yo no conocía a Nuestro Señor en ese plan”.

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¿Quiénes son estas dos mujeres que hablan con gravedad, muy serias, en el locutorio del convento de la Reverberación?

Mujeres más distintas que ellas será difícil encontrar. Una es Sor Bette, superiora de la orden; la otra es Facilda Lasestas, hembra que a ningún hombre le ha negado nunca un vaso de agua, pues es liviana de su cuerpo, complaciente.

En su celebrado film El árbol de la vida Terrence Malick propuso una tesis filosófica. Según él cada uno de nosotros debe optar en su vida entre dos caminos radicalmente opuestos entre sí: el de la gracia o el de la naturaleza. El primero nos eleva; el otro nos degrada. Lejos de mí la temeraria idea de contradecir al gran cineasta —¿quién soy yo para andar por ahí contradiciendo a grandes cineastas?—, pero pienso que en este mundo todo es gracia. La idea no es mía, desde luego. Es de Bernanos, quien la expuso en su bellísima novela El cura de aldea. Y tampoco, para decir verdad, es suyo el pensamiento. Lo tomó de una mujer —mejor dicho de una flor— llamada Thérèse de Lisieux, a quien los católicos rendimos afectuosa devoción con el nombre de Santa Teresita del Niño Jesús. Fallecida a los 24 años de edad, su sabiduría y espiritualidad fueron tan grandes que se le designó Doctora de la Iglesia. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él.

Sor Bette había elegido el camino de la gracia; Facilda, en cambio, el de la naturaleza. Mujeres hay que consiguen —bendito sea el Señor— reunir en sí esas dos vías. Ramón López Velarde, máximo poeta, alababa, sin conocerla aún, a la mujer que sería barro para su barro y azul para su cielo, o sea carne y espíritu a la vez. El hombre que encuentre una mujer así encontró el paraíso terrenal. Ahora bien: ¿de qué hablan estas dos mujeres, la espiritual Sor Bette y la carnal Facilda?

Sucede que en el pueblo había un solo cura, el Padre Incapaz, llamado así porque las hinca y ¡paz!, y Facilda incurrió con él en pecado de carnalidad. ¿A quién confesar su culpa, si no había en el pueblo otro sacerdote? Facilda no halló mejor camino que pedirle consejo a la reverenda madre, pues estaba sinceramente arrepentida de su falta. Una cosa es pecar con un quisque cualquiera y otra hacerlo con un ministro del Señor. (Aunque la verdad, decía en su interior Facilda, a la hora de la hora todos son iguales).

Pidió, pues, ser recibida por Sor Bette. La religiosa se sorprendió bastante: ¿por qué la requería esa mujer, cuya fama de pública llegaba a todos los confines de la circunscripción municipal? La curiosidad pudo en ella más que la prudencia y accedió a hablar con la daifa. La recibió, conforme a la severa regla de su orden, en compañía de otra hermana, pero escogió a Sor Dina, que no oía absolutamente nada. (Cierto día que la madre hortelana estaba indicando con las manos el tamaño de los pepinos que había cosechado, Sor Dina preguntó con interés ansioso: “¿Quién? ¿Quién?”).

Tras disculparse profusamente con la madre superiora por la molestia que causaba a “vuestra reverencia”, Facilda le confesó su mala acción: había faltado al sexto mandamiento con el cura párroco.

La sóror se escandalizó al oír aquello. (Las culpas de la carne escandalizan más a las personas religiosas que los pecados del espíritu, siendo que aquéllas —la lujuria, por ejemplo— son tan endebles que basta el tiempo para acabar con ellas, en tanto que las faltas del espíritu, como la soberbia, se hacen más graves con los años).

—¡Insensata! —clamó la reverenda con voz tan fuerte que despertó a Sor Dina—. ¡Has cometido sacrilegio carnal, violatio personae, rei locive sacri per actum venereum! ¡Te aguardan penas de eternal condenación comparadas con las cuales los castigos que imaginó Alighieri son tingo lilingo! Pero dime: ¿qué recibiste del pobre señor cura, a quien seguramente tus malas artes sedujeron, pues él es hombre devoto dedicado a su sagrado ministerio? ¿Qué te dio él a cambio de la entrega de tus dudosos encantos de inverecunda pecatriz?

Respondió Facilida, avergonzada:

—Me dio mil pesos.

—¡Mil pesos! —prorrumpió Sor Bette en paroxismo de ira—. ¡Mira qué hijo de tal! ¡A nosotras nada más nos da estampitas!

Esta irreverente historietilla muestra que en lo espiritual hay siempre algo de carnal, y que en la carne brilla, siquiera sea tremulante, la luz radiosa del espíritu. De cielo y tierra estamos hechos. Reconocer eso es conocernos.

MARCIALA

“Oye, Marci”. “Me llamo Marciala”, respondía con enojo. Y nos amenazaba, terminante: “Si me dicen Marci no voy a voltear”. Los niños le decíamos entonces, por travesura: “Está bien, Marci”. Ella hacía un gesto de disgusto y murmuraba: “¡Éstos!”. Marciala era de rancho, pero se crió en la casa de mis abuelos. Era la criada.

Esa palabra ya no se usa: se le considera políticamente incorrecta. En nuestros tiempos muchas cosas correctas son consideradas políticamente incorrectas, lo cual, si bien no limita las conductas, sí limita bastante los vocabularios. Las mujeres que antes se llamaban “criadas” se llaman ahora “trabajadoras domésticas”. Las putas de ayer son las “sexoservidoras” de hoy. Los únicos que no han cambiado de nombre son los políticos. A pesar del desprestigio de su oficio —desprestigio mayor que el de las… sexoservidoras— se siguen llamando con el mismo nombre: políticos. Deberían buscarse otro. “Procuradores del bien comunitario”, por ejemplo. Así podrían decir, abreviando: “Soy PBC, y si me dicen ‘político’ no voy a voltear”.

Marciala pasó a ser nuestra criada. Cuando mi madre se casó sus papás le regalaron tres cosas para que se las llevara a su nuevo hogar: la vajilla grande que recibieron ellos como regalo de bodas; el cubrecama que tejió la abuela y, finalmente, Marciala. De las tres cosas Marciala resultó ser la más útil. Mi mamá, joven y mimada, no sabía de la casa, y cuando tuvo hijos tampoco supo de ellos. Marciala sí sabía. Sabía de la casa y de nosotros. Pero entonces no nos dábamos cuenta de lo que sabía: nos fijábamos sólo en lo que no sabía. Para divertirnos le mostrábamos el periódico y le decíamos: “Mira lo que dice aquí”. Ella pedía siempre: “Léemelo, porque traigo perdidos los anteojos y no veo bien”. Lo que pasaba es que no sabía leer.

Cuando algo la asombraba decía: “¡Haiga cosas!”. “Fíjate, Marci, que el hombre llegó a la Luna”. “¡Haiga cosas!”. Inventábamos acerca de ella historias chocarreras, como aquella de la vez que le dolía la cabeza, y el doctor le iba a poner una inyección. Quiso saber Marciala: “¿Dónde me la va a poner?”. Respondió el médico: “Ahí”. Y señaló el lugar. Ella habría preguntado, recelosa: “¿Y qué tienen qué ver las nalgas con la cabeza?”. A nuestros amigos les contábamos esas invenciones para reírnos. Ella lo sabía, y no se enojaba. Nos volvía a decir: “¡Éstos!”. Mi padre viajaba mucho por razón de su trabajo, y mi madre lo acompañaba siempre. “Para que no te falte nada” —le decía. Pero a Marciala le confiaba su temor: “No sea que se encuentre por ahí alguna vieja”. Así, Marciala nos crió. Fue para nosotros papá y mamá. Mis padres faltaron, pero ella no nos faltó nunca. Ahora, anciana ya, vive en mi casa.

El otro día vino a visitarme un amigo de tiempos de la juventud. Heredó los negocios de su padre; tiene mucho dinero; aparece frecuentemente con su mujer en las páginas de sociales y en las revistas de lujo. Había conocido a Marciala en casa de mis papás. Cuando la vio sentada en la mesa donde íbamos a comer, con las ropas humildes que acostumbra usar, tímida, cortada por la presencia de aquel señor tan importante, mi amigo me llevó aparte y con voz que no cuidó de bajar para que Marciala no lo oyera me dijo: “Oye: yo no me voy a sentar al lado de una criada”. “Despreocúpate —le respondí—. No te vas a sentar con ella porque ahora mismo vas a salir de mi casa”. Se lo dije con una rabia fría que ni siquiera tuvo el mérito de la indignación. No lo empujé, pues no soy dado a las violencias físicas, pero le abrí la puerta de la calle. Él salió mascullando maldiciones. Yo pude decirle otras mayores —incluso la mayor— pero no lo hice. Volteé solamente hacia Marciala y le dije: “¡Éste!”. Ni ella ni yo dijimos más, pero ella me miró en un modo que me conmovió.

Hasta aquí el relato. Ahora soy yo el que habla —el que escribe—, y digo que cuando mi amigo me contó lo que acabo de contar lo elogié con palabras quizá más expresivas de lo necesario. Le dije que era hombre bueno, agradecido, etcétera. Él hizo el ademán de quien aparta de sí algo que lo molesta y me dijo con una sonrisa: “¡Éste!”.

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Diré cómo era esa mujer. Hermosa, de agraciado rostro y cuerpo tentador. No me detengo a dibujar el rostro —ojos, nariz y boca regulares—, pero el cuerpo merece acabalada descripción.

Empezaré por el busto, lo primero que convocaba las miradas masculinas. Parecía la enhiesta proa de una galera de combate; era como dos altas montañas; semejaba la doble cúpula de un elevado templo. ¡Y su cintura! Estrecha y fina, podía abarcarse juntando los dedos pulgar y cordial de las dos manos. ¿Y qué decir de sus caderas? Firmes, ubérrimas, opimas, prometían delectaciones inefables por cuyo goce cualquier hombre habría perdido otra vez, gustoso, el paraíso. Y sus piernas… ¡Ah, sus piernas! Eran columnas de mármol, pórfido, alabastro, sardónice y marfil. Terminaban por abajo en unos pies pequeñitos, del tamaño de un beso, y por arriba… (Nota del editor: Nuestro estimado autor emplea 12 fojas útiles y vuelta en la descripción de los encantos que en el remate superior de sus piernas tenía la dama. Pese al innegable interés que tiene tal relación nos vemos en la penosa precisión de suprimirla por falta de espacio).

Se llamaba Taisia esa señora, nombre que evocaba el de Thais, la más célebre cortesana de Alejandría, mencionada por Sor Juana en sus famosas Redondillas.

Pues bien: cierto día su marido llevó a Taisia con un renombrado médico, el doctor Ken Hosanna, y le dijo que desde hacía tiempo su esposa había perdido todo interés en lo concerniente al sexo, hasta el punto en que lo rechazaba cuantas veces él buscaba el acercamiento connubial que tanto la ley civil como la iglesia prescriben como un deber a los casados. En efecto, la mutua dación de los cuerpos en el matrimonio es el único medio lícito y moral de perpetuar la especie, y a más de servir para sedar la natural concupiscencia de la carne protege a los cónyuges de los peligros que… (Segunda nota del editor: El autor hace un larguísimo encomio de la institución matrimonial, elogio que por falta de espacio —y también por no compartir el entusiasmo del escritor— nos vemos igualmente obligados a cortar).

El caso es que el doctor Hosanna hizo que la señora entrara en su gabinete privado, y ahí, sin la presencia del marido, procedió a interrogarla.

Quien esto escribe no es médico, pero habría empezado por pedirle a la atractiva paciente que se despojara de su vestimenta, tras de lo cual la habría auscultado con detenimiento por espacio de tres horas, para así estar seguro del diagnóstico. La ciencia médica es muy exigente en este punto. Le preguntó el doctor Hosanna a la paciente:

—Dígame aquí en confianza, señora, la razón por la cual se niega usted a tener relación carnal con su marido.

Respondió la guapísima mujer:

—Se lo diré, doctor, pero le ruego que no le vaya a revelar a mi esposo la causa por la cual nunca quiero tener sexo con él, pues eso acabaría con nuestro matrimonio. Ha de saber usted que mi marido es avaro, cicatero. Aunque yo le entrego todo mi sueldo —y gano más que él—, para ir a mi trabajo me da sólo para ir en autobús. Yo prefiero ir en taxi. Cuando llego al lugar donde trabajo y le confieso al taxista que no traigo dinero, él se enoja y me dice: “Bueno: ¿me va a pagar o qué?”. Yo escojo el “o qué”, usted me entiende. Debido a eso llego tarde al trabajo. Mi jefe me pregunta: “Bueno: ¿te despido o qué?”. Otra vez escojo el “o qué”. De regreso a mi casa tomo otra vez un taxi, y vuelve a suceder lo mismo: cuando el taxista se entera de que no traigo dinero me repite la pregunta: “Bueno: ¿me va a pagar o qué?”. Por tercera vez en el día escojo el “o qué”. Al llegar la noche, cuando nos vamos a la cama, mi esposo se acerca a mí con intención erótica. Usted entenderá, doctor, que después de haberlo hecho tres veces durante el día me siento demasiado cansada para hacer el amor por cuarta vez. Esa es la razón por la cual lo rechazo.

Al oír eso el facultativo paseó la mirada por los pródigos encantos de la dama y luego le dijo con ominoso acento:

—Bueno, señora: ¿le cuento esto a su marido o qué?

DOÑA MATI

“Soy una romántica”. Así decía doña Mati: “Soy una romántica”. Al decir eso echaba la cabeza hacia atrás, como Greta Garbo en Camille y guardaba luego un silencio grandilocuente.

El problema es que doña Mati —abreviatura de Matilde— no se parecía nada a Greta Garbo. Ignoro cuánto pesaba esa famosa actriz, pero Doña Mati pasaba de las diez arrobas. Uso esa medida de peso para no decir que pesaba más de 120 kilos, lo cual se oye poco digno. Cuando iba por la calle doña Mati los que venían en dirección contraria debían bajar al arroyo de la calle, pues ella llenaba toda la acera con su profusa humanidad. Tenía una gran papada, y el busto y el abdomen se le confundían en una misma voluminosa mole. Si se sentaba en su sillón el pobre mueble gemía con ese triste llanto de las cosas cuando abusamos de ellas.

Pese a su peso, doña Mati era en verdad una romántica. Después de oír la Serenata de Schubert (“¿Quién es el autor?”, solía preguntar) se enjugaba con la puntita del pañuelo una furtiva lágrima y al escuchar El seminarista de los ojos negros trataba en vano de ocultar sus emociones, pues por causa de los sollozos contenidos el copioso seno se le sacudía con movimientos sísimicos de 8 grados en la escala de Mercalli.

Doña Mati tenía en su casa una tertulia literaria. Todos los jueves por la tarde, de 5 a 7, recibía a un selecto grupo de señoras y caballeros que gustaban de las cosas del espíritu. Los atendía con cortesía antigua, y acabada la sesión de poesía, canto y música les hacía el obsequio de una taza de chocolate y “unas pastitas”, decía ella con elegancia. Las tales pastitas eran galletas marías.

A veces no faltaba algún importuno en la tertulia. Cierto día las muchachas Valdés llevaron a su padre, un labriego de nombre don Pacífico, originario y vecino de un rancho comarcano. En esa ocasión doña Mati leyó rimas de Bécquer. Con acento desmayado recitó aquélla de: “Los suspiros son aire y van al aire. / Las lágrimas son agua y van al mar. / Dime, mujer: cuando el amor se olvida / ¿sabes tú a dónde va?”. En medio del silencio que se hizo arriesgó solemnemente don Pacífico: “Se va al carajo, creo yo. Y al amor que se va no hay que buscarlo. Hay que decirle: ‘Muchas gracias, y al cabrón’”. “¡Ay, papá!” —se apenó una de las hijas. Y la otra, a la concurrencia: “Discúlpenlo, por favor. Es ranchero”. Añadió él, sin turbarse: “Lo que dije es la pura verdá”.

Doña Mati era viuda, según declaraba frecuentemente con voz de pesadumbre a la que añadía un suspiro hondo. Tenía una hija de edad indefinida: lo mismo podía tener 20 años que 40. La vestía como a niña, con vestidos ampones, calcetitas y moños de complicado barroquismo. Al hablar de ella, incluso en su presencia, decía siempre: “Esa pobre huérfana”. Y volvía la vista hacia una mesita esquinera en la cual conservaba el retrato de su difunto esposo, un señor de agradable rostro, frente despejada y bigotito fino. “¡Era un caballero!” —decía siempre con otro suspiro pesaroso.

Una tarde mi madre me llevó al cine Palacio. Tendría yo unos 10 años. Daban una película que se llamaba, lo recuerdo bien, “Bailando en la oscuridad”. Apareció de pronto en la pantalla un rostro que creí reconocer. Exclamé con el gozo y el orgullo de quien ha hecho un gran descubrimiento: “¡Mira, mamá! ¡El esposo de doña Mati!”. No era, claro, el esposo de doña Mati. Era el actor Adolphe Menjou. De él era la fotografía que mostraba doña Matilde para decir que era su difunto marido. Al salir del cine mi mamá me dijo: “Cuando vayamos a la casa de doña Mati no digas nada de esto”. Sólo eso me dijo, sin darme explicación alguna para justificar el silencio que me pedía. Yo, sin entender nada, entendí todo. Cuando se está en edad de no entender se entienden muchas cosas. No es cosa de la razón. Es otra cosa. Entendí que debía callar. Yo quería a doña Mati, no sabía por qué. Ahora sí sé. Ahora sé cosas que a los 10 años no sabía. No muchas, pero sí algunas. Y nada dije nunca. Aquel día aprendí de mi mamá que a veces eso que llaman “el amor al prójimo” toma la forma del silencio.

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El amor es un arte. Lo supieron los grandes artistas, desde Ovidio hasta Rimbaud, y lo supieron mejor los grandes amadores, desde Petronio hasta Don Juan.

El hombre trata de enamorar a la mujer hablando. La mujer —más inteligente— enamora al hombre oyendo. No es de extrañar por eso que Meñico Maldotado le haya dicho a Pirulina la noche de sus bodas:

—Te voy a enseñar el arte del amor.

Lo miró ella como estaba, al natural, y le preguntó:

—¿Con ese pincelito tan pequeño me vas a enseñar?

Poco sensible se mostró la joven. ¿Acaso quería brocha gorda? Luego ella misma hizo una enumeración:

—Trato de amigos; declaración de amor; noviazgo; proposición de matrimonio; anillo de compromiso; petición de mano; un año de preparativos para la boda; matrimonio civil; ceremonia religiosa; banquete nupcial: baile… Todo ¿para eso?

Y señaló con desdén la minimalista parte.

El novio no se dio por aludido y procedió a colocarse en posición de consumar las nupcias. Pirulina le dijo entonces algo capaz de abatir la bandera del varón más esforzado. Le preguntó:

—¿Ya estás ahí?

Al terminar el trance la muchacha le espetó a su maridito estas palabras:

—Eres un pésimo amante.

Él replicó, molesto:

—¿Cómo puedes decir eso después de sólo diez segundos?

Ella encendió el televisor.

—A ver si aquí hay algo que valga la pena —comentó—. Sólo una buena serie podría salvar la noche.

Como se ve, el matrimonio de Pirulina y Maldotado no empezó bajo los mejores auspicios. Cuando regresaron del viaje de bodas ella le reclamó a su madre:

—Me dijiste que ésa sería la noche más hermosa de mi vida, y ni siquiera había luna.

—Hija mía —suspiró la señora—, no seas exigente. Mírate en este espejo.

—¿En cuál? —buscó por las paredes Pirulina, que no tenía oído para el lenguaje figurado.

—Quiero decir —explicó la matrona— que consideres la vida que he llevado con tu padre. Ha sido de constante sacrificio y más ahora que los años se le han venido encima. El otro día, por ejemplo, no encontraba su aparato auditivo. Si no me he dado cuenta de que traía un supositorio en el oído jamás habríamos sabido dónde lo puso.

—Cosas de la edad —reflexionó Pirulina.

—La edad no importa —replicó la señora—, a menos que seas vino o queso. Pero ése no es el tema que tratábamos. Estábamos hablando de tu matrimonio. ¿Qué me dices de tu esposo?

—Me preocupa mucho —declaró Pirulina—. Aparte de sus insuficiencias físicas es un heterodoxo religioso. No cree en el infierno.

Despreocúpate —la tranquilizó la suegra—. Entre las dos lo convenceremos de que existe.

—Además —continuó la muchacha— no disfruto la relación matrimonial.

Declaró la señora:

—En cuanto a la relación matrimonial yo la disfruté sólo fuera del matrimonio. Pero no sigas mi ejemplo: la moderna ciencia médica ha determinado que el adulterio es causa de sordera en la mujer.

—¿Qué? —dijo Pirulina llevándose una mano a la oreja para oír mejor—. No te oigo bien. Habla más fuerte.

—Lo que me temía —alzó la madre la mirada al cielo—. La nueva generación está siguiendo los pasos de la antigua. O tempora, o mores!

—Dime las cosas en español —se impacientó Pirulina—. Recuerda que nunca me dejaste tomar clases de inglés. Precisamente acabo de pasar por tu culpa una vergüenza. Un norteamericano me preguntó en el bar: “¿Hablas inglés?”. “Poquito” —le respondí. “¿Cuánto?” —volvió a preguntar él. Y yo le dije: “Dos mil pesos”.

—Hija, hija —suspiró la señora—. ¿Qué ganas con esa vida que llevas?

—No he hecho el cálculo, mamá —dijo la chica—, pero es bastante.

—Piensa —le recordó la madre— que no vale arriesgar una eternidad de llamas por una hora de placer.

—Estoy a salvo —repuso Pirulina—, porque a mí ningún hombre me dura una hora. Antes bien cuando estoy empezando apenas a calentar motores mi galán ya aterrizó y guardó el aeroplano en el hangar.

—Lo mismo me pasaba a mí —evocó la señora—. Yo hacía que en la noche tu padre, en vez de piyama, se pusiera un traje de jockey de carreras, por lo mucho que se apresuraba.

¡Caramba, qué bonito es cuando una madre y su hija hablan de corazón a corazón!

PECADOS

¿Qué edad tiene Lucita? La suficiente para que la llamen así: Lucita, y no Luz, como cuando era joven, o doña Luz, como la llamarán cuando sea vieja. No cuenta más de 40 años, pero tampoco —¡ay!— menos de 30. Es lo que antes se decía una “solterona”, palabra que suena rara en nuestro tiempo. Ahora hay muchas solteras, pero ninguna solterona.

Lucita todavía está en muy buenas carnes. Al ir por la calle no falta algún majadero que le diga un piropo subido de color. Ella finge no haberlo oído, pero por dentro —y en ciertas partes de por fuera— se sobresalta en forma que la inquieta. Después le confiesa los sobresaltos a su director espiritual. El sabio sacerdote —jesuita él— le aconseja no dar oído a esos requiebros. Son voces de Satanás, le dice. Fuerte señor es el demonio, sin embargo: mientras Lucita reza la penitencia sigue escuchando, mezcladas con las avemarías y los padrenuestros, aquellas palabras encendidas que tanto la excitaron. Y ahí, en plena iglesia, su cuerpo palpita y se estremece.

No entremos en detalles. Para desviar la conversación voy a citar las agrupaciones a las que pertenece esta piadosa señorita. Es hija de María; miembro —“miembra” dice ella— de la Adoración Nocturna, y socia fundadora del Ropero del Pobre. Todos los días oye misa y comulga; todas las tardes va al rosario; todas las noches asiste a la hora santa. La vida de Lucita es una continua devoción. Pero ella siente en el fondo aquel otro llamado. Es la voz de la vida. Y es que no se han apagado en ella los ardimientos de la juventud. A veces tiene sueños que la turban. Despierta llena de confusión. Entonces, a la sombra de la noche o en la penumbra del amanecer, la misma mano con que reza el rosario y se persigna va por caminos diferentes.

Esto último, curiosamente, no la angustia mucho. Lucita podría vivir muy bien sin la virtud, pero no puede vivir sin el pecado. Sucede que la culpa es la materia prima para confesarse y el sacramento de la confesión le encanta. Eso de estar a solas con un hombre, de hablar con él en voz baja, de sentir su presencia cerca de ella y que en esos momentos es sólo para ella, la llena de sensaciones inefables. Por eso si no tiene pecados los inventa, igual que esas señoras que imaginan enfermedades para hablar de ellas con el médico. Y es que Lucita, sin saberlo, es “lópezvelardeana”. Su vida oscila como péndulo entre el cuerpo y el alma; entre la carne y el espíritu. A veces pone su ideal en la vida religiosa; otras anhela tener un hombre que le haga hijos. O que le haga “aquello”, aunque no le haga hijos. En ese dilema se debate permanentemente.

Reza todos los días en la iglesia ante la imagen de la Virgen. La Señora tiene en los brazos a su divino Hijo. Virgen y madre fue María, y Lucita le envidia tanto su pureza como su maternidad. Se postra ante ella y le pide una señal que le muestre lo que debe ser. ¿Dedicará su vida a la oración, seclusa en algún santo convento, o conocerá varón por medio del sacramento —también santo— del matrimonio, establecido por el Señor en las bodas de Caná? Le pregunta a la Virgen, con angustia: “¿Monja o casada, madre mía? Dime, por tu divino Hijo: ¿casada o monja?”. Todos los días le suplica a la Virgen que le señale el rumbo. Lo que ella le diga que haga, eso hará. “¿Casada o monja? Dime, Madre Santísima: ¿Monja o casada?”.

Un día el milagro se hace. Lucita pensaba que la edad moderna ya no era tiempo de milagros como los que hizo Jesús, como los que obraron los santos en su época: convertir panes en flores, como Santa Eduviges; resucitar perdices, como San Nicolás de Tolentino. ¡Qué equivocada estaba! He aquí que los milagros existían aún. La Virgen escuchó la súplica constante de Lucita y por medio de su Hijo dio respuesta a la pregunta que la atormentaba, y aclaró su lacerante duda. El Niño Jesús —¡oh prodigio!— cobró vida de pronto en los brazos de su Madre, puso en Lucita sus claros ojos infantiles, y luego le dijo con voz al mismo tiempo dulce y firme: “Debes irte de monja, Lucita. Monja debes ser”. Al oír esa inequívoca declaración que la llevaba a la vida religiosa Lucita se encalabrinó. Le dijo al Divino Infante con enojo:”¡Usté cállese, chamaco entremetido! ¡Los niños no deben intervenir en las conversaciones de las personas mayores!”.

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Aquel fue un mal día para don Astasio. Desde que salió de su casa en la mañana supo que las cosas no irían nada bien para él.

En la calle vio a un perro y una perra pegados por efecto del rijo natural, y según la creencia popular eso es anuncio cierto de calamidades. (Según historiadores serios —Bugiardo, Verlogen, Pettegolo y otros—, Napoleón se topó con una pareja de canes en pegamiento al llegar a Waterloo y ya se sabe cuál fue el final de esa célebre batalla).

En la oficina don Astasio cometió un error al sumar a lápiz dos cantidades grandes —la calculadora ya no tenía papel— y eso hizo que su jefe, don Algón, lo reprendiera ásperamente en presencia de sus compañeros.

No paró ahí la cosa. Al término de la jornada, cuando esperaba en una esquina el autobús, le cayó en la cabeza una caca de paloma —los edificios vecinos estaban llenos de esas aves— y la fuerte y nociva deyección le hizo en el cabello un rodete tan grande que el pobre don Astasio parecía monje tonsurado. Sus desgracias apenas empezaban.

Al llegar a su casa encontró a su mujer en apretado trance de libídine con un mozalbete en el cual don Astasio reconoció al repartidor de pizzas.

Fue al perchero donde colgaba el sombrero, el saco y la bufanda que solía usar incluso en los días de calor canicular y luego se dirigió al chifonier en cuyo cajón guardaba una libreta que le servía para anotar vocablos denostosos con los que afrentaba a su mujer en tales ocasiones. Últimamente había registrado los siguientes: arepera, bagasa, cantonera, chuquisa, dama del achaque, entretenida, falena, gorfa, hurgamandera, iza, jaña de ésas, leperuza, mariposilla, nachasprontas, ofrecida, peliforra, quelite, retozona, sacapuntas, taconera, del vacile y zumbidera. De todos esos voquibles escogió uno que no había usado antes y que le pareció sonoro y expresivo.

Regresó a la alcoba y le espetó a su mujer el terminajo:

—¡Peliforra!

La palabra es castiza; aparece en el lexicón de la Academia.

—¡Ay, Astasio! —dijo con impaciencia Facilisa, que así se llama la pecadriz esposa—. ¿Ya vas a empezar con tus indirectas?

El mozallón, por su parte, solicitó con mucha cortesía:

—Por favor, señor, no me la distraiga, que debo acabar pronto esta entrega para seguir con otras.

Lo apostrofó, molesto, don Astasio:

—Carece usted de verecundia, jovenzuelo. Presentaré una queja en la pizzería.

—Le ruego que no lo haga, caballero —suplicó el repartidor muy asustado—. Ya se han quejado de mí por esto mismo 72 maridos. Una queja más podría hacer que perdiera mi trabajo. Tengo a mi madre enferma y a una hermana estudiando corte y confección de ropa.

—Que eso le valga, zascandil —repuso don Astasio, que además de mucho vocabulario tenía un buen corazón—. Debería usted ejercitar la virtud de la prudencia, sobre todo si su santa madre y su hermanita dependen de sus ingresos.

—Y yo dependo de sus egresos —le dijo doña Facilisa a su marido—. Lo que podemos hacer es que el muchacho venga más temprano, cuando tú todavía no llegues del trabajo.

—El problema, señora —razonó el repartidor—, es que no siempre las pizzas están listas a esa hora, sobre todo la de salami y la de anchoas. Pero, en fin, se hará lo que se pueda.

—El que hace lo que puede hace lo que debe —moralizó don Astasio—. Vaya usted a cumplir con su tarea, joven imberbe, y que lo sucedido le sirva de lección.

Salió, contrito, el visitante, no sin antes tomar la siguiente orden de doña Facilisa, y ésta procedió a vestirse mientras su esposo tachaba en la libretita la palabra que en esa ocasión había usado, “peliforra”, para no exponerse a repetirla. Cuando su mujer estuvo ya decente le preguntó don Astasio:

—¿Qué hay de cenar?

—Pizza —declaró ella—. De cebolla.

Consideró el esposo que después de aquel penoso incidente eso de comer pizza —sobre todo si era de cebolla— lesionaba en alguna forma su dignidad, de modo que le informó a doña Facilisa que él cenaría solamente un poco de cereal con un té de manzanilla y unas galletas de avena, y que luego se pondría a ordenar su colección de estampillas postales. Con eso, pensaba, se le recogería la bilis. En cambio la esposa cenó cumplidamente: se despachó ella sola toda la pizza, y en seguida se puso a jugar Candy Crush, el segundo juego que le gustaba más. Afuera la ciudad iba sosegando poco a poco su trajín y se disponía a dormir.

¡Caramba, qué bonito es el matrimonio, y cómo contrastan su paz y su sosiego con el desorden que reina ahí donde esa institución no es respetada!

A LA SOMBRA DE UNA SOMBRILLA

Las flores y los abanicos servían a nuestras abuelas para enviar mensajes a sus galanes usando el secreto idioma de los enamorados. García Lorca escribió en “Doña Rosita la soltera, o el lenguaje de las flores”:

‘Sólo en ti pongo mis ojos’,

el heliotropo expresaba.

‘Soy tímida’, la violeta.

‘Soy fría’, la rosa blanca.

Dice el jazmín: ‘Seré fiel’,

y el clavel: ‘¡Apasionada!’.

El jacinto es la amargura;

el dolor, la pasionaria…

Las flores tienen su lengua

para las enamoradas.

Unas llevan puñalitos,

otras fuego, y otras agua…

También con el abanico decían cosas las mujeres de antes. Abierto, el abanico daba esperanzas. Cerrado era un rotundo “no”. Movido con lentitud daba a entender que la dama estaba recordando aquel momento que él sabía. Agitado con violencia manifestaba celos, despecho, enojo o desesperación. Otros ocultos medios de expresión había a más de ésos. En mi ciudad, Saltillo, la gente acostumbraba poner tras las rejas ferradas de los grandes ventanales saltilleros caracoles marinos —nostalgia del océano jamás visto— que las novias usaban para trasmitir mensajes a sus galanes. “Si el caracol apunta al barrote noveno, es que saldré a las nueve. Si está puesto boca abajo, es que hoy no podré salir”. ¡Cuántos romances se trastocaban y morían porque los muchachillo de la calle cambiaban los caracoles de lugar!

Pues bien: en este pequeño pueblo de Veracruz que apenas vi de paso y cuyo nombre se me fue de la memoria —¿me lo podrá decir alguno de mis cuatro lectores?—, las muchachas se valen de sus sombrillas para decir que sí o que no. Aquí siempre brilla el sol. Brilla todo el santo día y hasta de noche brillaría quizá si la luna lo dejara. Las muchachas en edad de merecer evitan a toda costa que ese sol sempiterno les oscurezca el cutis, pues no les gusta ser morenas; su orgullo de doncellas es tener rostro de alabastro. Así, primero saldrían a la calle sin calzones —perdón por la crudeza de la frase— que sin sombrilla. Ni a la puerta se asoman sin llevarla. Con ella se defienden de los exuberantes rayos de aquel unánime sol.

Es un gozo verlas ir por la calle principal del pueblito —no hay otra calle— luciendo sus coloridos quitasoles. Sin palabras hablan esas sombrillas. Por principio de cuentas nos dicen que la mujer que lleva la sombrilla es soltera. Una vez que se casan las mujeres no se molestan ya en llevarla. ¿Para qué? Ya pescaron marido. ¿Qué caso tiene entonces seguir cargando el adminículo? Blancas o morenitas, nada importa: ya con marido les da igual. Como se ve, el mundo es el mismo en todo el mundo. Las muchachas de las ciudades cuidan también su aspecto cuando están de novias. Se peinan de salón; se pintan con el esmero que pone en su trabajo un falsificador de moneda. Pero, tan pronto se casan, algunas se vuelven fodongas, descuidadas; ya no se arreglan ni maquillan; andan dadas al catre en vez de andar dadas a la cama, es decir bien presentadas, atractivas. El atribulado maridito busca por todos los rincones de la casa a aquella hechicera encantadora que apenas ayer contemplaba con arrobo, y encuentra sólo una gorgona en piyama de franela y pantuflas de peluche cuya sola vista convencería a cualquier hombre, aun al más urgido de mujer, de vivir en perpetuo celibato. Lo mismo sucede con el varón, hay que decirlo, pero ése es otro cantar.

U otro contar. Regreso a las sombrillas. En este pequeño pueblo de Veracruz, me cuentan, las jóvenes casaderas usan sus quitasoles para enviar mensajes a sus cortejadores. Si un muchacho voltea a ver a una chica, y a ella le gusta el galán, la joven coloca la sombrilla de modo que el afortunado pueda mirarla a su sabor. Le está diciendo sin palabras: “Tú también me gustas. Ven; te espero”. Si a la chica el hombre no le gusta, entonces pone el quitasol de modo que no pueda mirarla, y así declara que no admitirá los galanteos del infeliz.

Cuando me contaron eso procuré fijar la vista al frente, y no mirar a ninguna de las muchachas que iban por la calle, no fuera que se tapara con la sombrilla y luego pidiera otras tres o cuatro adicionales para cubrirse aún más y expresar con claridad mayor aquel mensaje de rechazo. ¡Quién me iba a decir que alguna vez iba a sentir yo temor de una sombrilla!

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El tío Camacho, originario y vecino del Ojo de Agua, el barrio más antiguo y tradicional de mi ciudad, Saltillo, era juez pedáneo, esto quiere decir de jurisdicción pequeña, apenas la que comprendía su vecindario.

Juzgaba con equidad, como lo hacía Salomón, y usaba el mismo sentido común de Sancho Panza en Barataria.

Si la justicia consiste en dar a cada quien lo suyo, el tío Camacho, que no tenía saberes de los que se aprenden en la escuela, era dueño de esa suprema sabiduría.

En cierta ocasión le presentó una mujer. Iba deshecha en lágrimas. Llevaba de la mano a su hija, muchacha en edad de merecer. Según esto había merecido ya. Entre hipos y gemidos la señora le contó al tío Camacho que un falaz mancebo había logrado con engaños que su hija le hiciera cesión —a título gratuito— del preciado tesoro de su doncellez. Labioso, aquel aprovechado seductor había conseguido con untuosas y melíferas palabras que la muchacha se le rindiera toda, sobre todo de la cintura para abajo, que es lo que menos se debe rendir. De la tapia lo que sea, pero de la huerta nada. ¿Qué pedía la señora? Pedía que el doncel fuera llamado a fin de que lavara con las lustrales aguas del matrimonio la fea mancha que había puesto en el honor de su hija. Tras decir eso la señora añadió, ahora con voz más queda:

—O si no, que me pague una indemnización.

Esas palabras hicieron parar oreja al tío Camacho. ¿De modo que la cuestión era de dinero? Con eso se tranquilizó, pues los problemas que con dinero se pueden arreglar no son realmente tan problemas.

Así, ya más seguro de la naturaleza del asunto, el tío Camacho ordenó ipso facto que dos gendarmes fueran por el mancebo.

Bien pronto lo trajeron los jenízaros. El muchacho venía algo asustado. Le preguntó el tío Camacho si era cierto lo que la muchacha decía; si con ella se había refocilado. Respondió el mozalbete que sí, que no lo podía negar. Le preguntó en seguida el juzgador si había dado a la doncella palabra de casamiento. Contestó él que no: incluso, dijo, antes de que la muchacha le entregara lo que le entregó él le había advertido que no podía desposarla, pues se iba a ir de bracero a los Estados Unidos. Aun bajo esa premisa la chica accedió al trance y le dijo que lo hacía con todo desinterés, por puro amor al arte. Ars gratia artis, como decía el lema de la Metro—Goldwyn—Mayer.

—Bueno —intervino en ese punto la madre de la ex doncella—. Si no se puede casar, entonces que me pague lo que disfrutó.

Le preguntó el tío Camacho:

—¿Qué opina de esto su señor marido?

Dijo con cierta vacilación la mujer:

—No tengo esposo. Soy madre de siete hijos, pero nunca he sido casada.

Al oír eso el tío se levantó del alto sillón frailero en el que se sentaba cuando cumplía su función de juzgador.

—Entonces no hay indemnización —sentenció terminante—. Por donde tiró la cabra vieja, por ahí tiró la nueva.

UN REMORDIMIENTO

Cuando mi amigo bebe se saca del corazón un remordimiento. Yo le doy varias razones para disipar esa culpa que lleva, pero sucede que las razones no pueden nada contra los remordimientos y así mi amigo sufre cuando bebe y sospecho que cuando no bebe sufre más. Era muy joven todavía. Se había casado con una chica de buena sociedad, y tenía dos hijos pequeñitos. Solían ir los fines de semana al rancho de su padre. Ahí se sentía feliz; la gente lo quería, pues entre ella había crecido. Todo lo conocían desde niño; decían que era bueno.

Había ahí una muchachita. Se llamaba Angelina. Debe haber tenido por entonces 17 años. Era muy bella, de agraciado rostro y armoniosas formas. Peinaba sus cabellos en una larga trenza que le llegaba a la cintura. Mi amigo la veía, y Angelina lo veía a él. Cuando la miraba ella no bajaba la vista como hacía con los demás. Le sonreía. No había provocación en su sonrisa, sino entendimiento. Sin palabras se decían muchas cosas. Una mañana él acertó a pasar por el arroyo cuando ella se bañaba. Se cubrió la muchacha el bajo vientre con las manos, pero dejó a la vista sus senos de doncella, blancos y de color de rosa, lo mismo que palomas que se disponen a emprender el vuelo. No se turbó al verlo. Sonrió lo mismo que hacía siempre. Él sintió un extraño respeto y se alejó de prisa. Pero no pudo resistir la tentación y volvió la vista para mirarla nuevamente. Ella, sonriendo todavía, levantó una mano. Mi amigo no supo si era para llamarlo o para decirle adiós. Huyó.

Desde ese día cada vez que se encontraban ella lo saludaba igual. Él se turbaba y ella sonreía más. Por la noche le hacía el amor a su mujer, pero en verdad se lo hacía a Angelina. Debía apretar los labios para no decir su nombre. Sucedió que una tarde se encontraron. Estaban en el camino, solos; no había nadie cerca. Ella le habló primero. Le dijo con sencillez, sin ninguna palabra previa: “Si quiere me voy con usted a donde sea”. Muchas cosas le pasaron en ese instante a mi amigo por la mente. Le pondría casa en la ciudad vecina. Iría a verla una o dos veces por semana. Los padres y los hermanos de ella entenderían y no dirían nada. Mejor con él que con alguno del rancho, con el que de seguro pasaría pobreza. Pero pensó en su esposa y en sus hijos. Podía tener dos mujeres; lo que no podía era tener dos familias. Todos lo conocían; tarde o temprano la cosa se sabría y él no estaba para esas aventuras que siempre terminaban mal. No contestó. Huyó otra vez. Cuando volteó a mirarla ella no sonreía ya. En su rostro había un gesto de tristeza, de callada desesperación.

Pasaron unos meses y él se enteró de que Angelina se había casado con un hombre del rancho bastante mayor que ella. Tuvo un hijo, y luego otro, y otro más. El marido era borracho; la trataba mal. Un día mi amigo la miró al pasar por la casa donde vivía, y apenas pudo reconocerla. Había envejecido; parecía una anciana, aunque no llegaba aún a los 25 años. Se le veía muy delgada; caminaba con lentitud, como encorvada. Ya no le sonrió a mi amigo. Le volvió la espalda y entró en su casa apresuradamente. Él se sintió muy mal.

Poco después supo que Angelina había muerto, al parecer por una golpiza que le dio su esposo. El hombre se fue del rancho; los padres de ella recogieron a sus criaturitas. La niña se parece mucho a su mamá. Oigo la historia —varias veces la he oído— y no sé qué decirle a mi amigo. Él se tilda de cobarde; piensa que su cobardía mató a aquella muchacha. Debió habérsela llevado, dice, por encima de todos y de todo. Habría sido feliz con ella, la habría hecho feliz y el mundo que rodara. “Ahora la llevo en la conciencia —dice—. La veo otra vez como aquel día que se bañaba en el arroyo, y me maldigo”.

Yo trato de convencerlo de que hizo lo que tenía que hacer; le hablo de su mujer y de sus hijos; de sus padres. Él calla, calla siempre. Le da otro trago a su copa y pierde la mirada en el vacío. Entonces pienso que a veces lo que parece bueno es malo, y lo que parece malo es bueno. Me pierdo en esos pensamientos y bebo también, como mi amigo. Callamos los dos. Y en ese silencio una muchacha nos mira con tristeza. Son cosas de la vida, digo. Y no entiendo a la vida.

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Vivir con un santo o —peor todavía— con una santa, debe ser muy aburrido, pero puede llevar a cualquiera a alcanzar la santidad, si es que ejerce la encomiable virtud de la paciencia.

Avidio casó con Goretina, piadosa joven dada a las devociones. Con tal asiduidad se entregaba la muchacha a sus ejercicios de piedad —triduos, novenas, octavarios— que se olvidaba de darle de comer a su marido y tampoco le daba de follar, si me es permitida esa expresión que en jerga de rufianes equivale, en orden alfabético, a arrempujar, bombear, celebrar un H. Ayuntamiento, changar, desgastar el petate, enchufar, follar, gerquear, hacer el foqui foqui, ir a desvencijar la cama, jugar al balero, lijar, machucar, ninfar, ñoquear, ocuparse, piravar, quilombear, revisar los interiores, subir al guayabo, trincar, untar, venerear, yogar o zoquetear.

Las cosas de tejas arriba, digo yo, son muy buenas si por ellas no se olvidan las de abajo. Y de las cosas de abajo —lo digo sin segunda intención— estaba muy olvidada Goretina. Por tal motivo el matrimonio se iba a pique, pues Avidio no tenía nada qué picar, tanto en el sentido de comer como en el de sedar la natural concupiscencia de la carne. De soltero tal sedación estaba al alcance de su mano, pero ahora le parecía impropio de su condición de hombre casado recurrir a ese expediente, que no deja de tener algo de solipsismo. Es cierto que con dicho sistema de self service no tienes que hacerle conversación a nadie después de concluida la ocasión, ni dar las gracias, ni pagar. Tampoco debes preocuparte de las eventuales consecuencias del erótico suceso, a la manera de aquel chico llamado Garañel que le dijo con acento burlón a la muchacha luego de terminar el amoroso trance:

—Si de esto te resulta algo le pones Garañel.

Respondió ella:

—Y si de esto te resulta algo a ti le pones penicilina.

El caso es que Avidio, que amaba con ternura a Goretina, quiso salvar el matrimonio, y, acompañado por su esposa, acudió a la consulta de un celebrado de un celebrado consejero familiar, hombre de mucha experiencia, pues se había casado cinco veces, tres de ellas con mujer. El especialista los entrevistó por separado. Avidio entró primero y le contó su problema al doctor Duerf, que tal era el nombre del facultativo. En lo tocante al sexo, le informó, su esposa era una monja: nunca quería hacerlo.

—En ese caso, joven —suspiró con doliente tono el médico— yo estoy casado con la madre superiora. Mi mujer piensa que el sexo es algo sucio. De nada me ha servido prometerle que me pondré gel antibacteriano ahí.

Yo —repuso el joven— soy respetuoso de las creencias y costumbres de mi esposa, de modo que sólo le pido relaciones una vez al mes. Aun así ella se niega: dice que sólo me admitirá en su lecho dos veces al año: el equinoccio de otoño y el de primavera.

—Pues lo envidio bastante, amigo mío —replicó el consejero—. La mía me recibe únicamente los días 29 de febrero, vale decir una vez cada cuatro años. Lo peor es que a veces olvido la fecha y ella no me dice nada. Siento pena al decirlo, pero ahora traigo un cordoncito atado a la alusiva parte a fin de no olvidar el día la próxima ocasión.

Ofreció el muchacho:

—Si usted me da su correo electrónico me comprometo a enviarle un memo la víspera de esa importante fecha.

Es usted muy amable —agradeció el terapeuta—, pero confío en que no me falle el cordoncito. En fin, permítame ahora hablar con su esposa, a fin de oír su punto de vista sobre la cuestión.

Salió el muchacho y Goretina entró. El doctor Duerf anotó el nombre de la chica en su hoja clínica y escribió luego al tiempo que decía en voz alta:

—Paciente del sexo femenino.

—¡Ah, hombres! —exclamó con disgusto la piadosa joven—. ¡No piensan en otra cosa más que en sexo!

El médico no hizo caso de la observación y le dijo a Goretina:

—Entiendo, señora, que su esposo le pide sexo una vez al mes.

—Así es, doctor —respondió ella, apenada—. Pero yo no tengo la culpa, créame. ¿Cómo podía yo saber que mi futuro esposo era un maniático sexual?

EL GRAN SHOW

En ningún sitio del planeta, creo, ha habido un espectáculo como ése. La gente del lugar lo llamaba “El espectáculo más Brandi del mundo”, en alusión al nombre de la película El espectáculo más grande del mundo, de Cecil B. DeMille. ¿Por qué lo de “Brandi”? Sucede que el abarrotero de la localidad, uno de los dos protagonistas de mi historia, se llamaba Hildebrando y su mujer le decía Brandi. De ahí el título: “El espectáculo más Brandi del mundo”.

¿En qué consistía? Voy a decirlo, pero antes haré la descripción del pueblo donde se celebraba. Debe haber tenido en ese tiempo cuatro mil almas, según decía el cura párroco, o cuatro mil habitantes, en palabras del Venerable Maestro de la Logia. Las casas se acomodaban a ambos lados de una sola calle, la de Hidalgo, antes el camino real. Había una plaza con un quiosco y árboles a los que un viejo jardinero daba forma esférica o de cono, lo cual enorgullecía mucho a los lugareños, pues veían en eso una evidente seña de modernidad. En el costado oriente de la plaza estaba el templo parroquial, dedicado a San José. Frente a él se levantaba el edificio de la Presidencia Municipal. En el lado sur se veían las casas de los ricos y al norte los portales: sus once arcos recordaban los once años que duraron las guerras de Independencia. Ahí se hallaban una fonda, la cantina, la peluquería y los principales comercios del pueblo: la botica; una mercería llamada El Koynor y la tienda de abarrotes de don Hildebrando.

Terminada esta larga descripción ha llegado el momento de decir en qué consistía “El espectáculo más Brandi del mundo”. El abarrotero y su mujer vivían en el segundo piso de la tienda. No tenían hijos. Él andaría por los 50 años, por los 40 ella. Robusto señor era don Hildebrando y su esposa mostraba buenas carnes. De pronto, sin aviso previo, la pareja cerraba la tienda. El dueño ponía en la puerta un letrero que decía: “Cerrado momentáneamente por causas de fuerza mayor”. Al ver eso la gente ya sabía que el espectáculo iba a comenzar. Los vecinos se acercaban, presurosos —casi todos traían silla para disfrutar la ocasión con mayor comodidad—; los que tomaban el sol en la plaza acudían también, y llegaban igualmente algunos forasteros que habían oído hablar de la función.

A ella asistían únicamente hombres. La recámara del abarrotero y su mujer daba a la calle. El público empezaba a oír primero ayes contenidos; después gritos sonorosos y por último elocuentes expresiones en voz de la señora, que decía una y otra vez: “¡Así, así!”; “¡Dale más aprisa!”, etcétera. Y es que don Hildebrando y doña Mela estaban haciendo el amor. Sus manifestaciones de pasión se escuchaban hasta la calle en tal manera que la gente, divertida, se reunía ya por costumbre a gozar el erótico suceso. Los esposos lo sabían, pero no se recataban, antes bien se enorgullecían de su desempeño. No actuaban —eso habría sido incorporar al acto un elemento artificioso—, pero tampoco se cuidaban de moderar sus arrebatos.

Aquello, si bien no se podía ver, era cosa muy de oírse. La gente festejaba con palmas y risas algún ululato más fuerte que los otros y comentaba regocijadamente las diversas frases que se oían. Cuando los gritos cesaban es que la pareja había llegado ya al culmen de su acción, y la concurrencia aplaudía con entusiasmo. Entonces don Hildebrando salía al balcón, cubierto con una bata de terciopelo rojo, en pantuflas, y hacía graciosas reverencias al tiempo que se llevaba la mano al corazón para agradecer la cariñosa ovación del público presente.

Doña Mela jamás salía a recibir los aplausos, y eso que ella hacía la mayor aportación al espectáculo, pues gritaba más que su marido, y sus frases eran considerablemente más expresivas. Pero estaba de por medio su pudor. Por eso mismo —por pudor— no le molestaba que la gente dijera: “El espectáculo más Brandi del mundo”, refiriéndose a su esposo nada más, sin darle a ella el crédito debido.

Todo eso lo sabía el padre Lalo y no lo tomaba a mal, como tampoco reprochaba que doña Mela —así se llamaba la señora de don Hildebrando— no mencionara aquello del espectáculo cuando iba a confesarse. Se veía que no lo consideraba pecado. Tampoco él lo juzgaba así: uno de los fines del matrimonio es la sedación de la concupiscencia y aquellos esposos tenían derecho a celebrar el acto conyugal en cualquier momento que su deseo los inclinara a ello, no importaba que fuera a media mañana o media tarde. Si sus naturales expansiones trascendían las cuatro paredes de su alcoba y pasaban a ser del dominio general eso no tenía ninguna significación. Peores eran muchas cosas que sucedían en el pueblo —él las conocía— y que se hacían en silencio y en la oscuridad. Antes bien había que felicitar a esos cónyuges que daban ejemplo de buen matrimonio mientras otras parejas —muchas— andaban como perros y gatos y a veces ni siquiera se dirigían la palabra.

Sucedió, sin embargo, que por sus años el Padre Lalo fue retirado de su parroquia y el obispo envió en su lugar a un curita recién ordenado que traía frescas las enseñanzas del seminario y estaba poseído por el celo que caracteriza a los apóstoles y más cuando son jóvenes. Bien pronto el nuevo párroco se enteró de aquello de “El espectáculo más Brandi del mundo”, y se escandalizó. En su sermón del siguiente domingo, sin decir nombres pero fijando la mirada en doña Mela —don Brandi raras veces iba a misa—, habló de un “torpe espectáculo” que sucedía en el pueblo, “obscena inmoralidad contraria a la decencia”. Luego, cuando la esposa del abarrotero se acercó a recibir la comunión, no le dio la hostia. Ella quedó confusa, avergonzada, pues todo mundo se dio cuenta de eso. Salió llorando de la iglesia.

Le contó a don Hildebrando lo que había sucedido y al día siguiente fueron a hablar con el sacerdote. Éste los recibió, pero no los dejó hablar. Los reprendió ásperamente; les prohibió tener trato carnal en horas en que hubiera gente en la calle; les ordenó esperar a que el pueblo estuviera ya dormido para hacer uso de sus cuerpos —así dijo— y les mandó que bajo pena de pecado refrenaran sus expansiones. Ellos obedecieron, pues doña Mela era devota feligresa y necesitaba comulgar.

Pasaron los días. Los clientes de don Hildebrando le preguntaban en voz baja: “¿Cuándo?”. Él respondía, pesaroso: “Ya no”. Si doña Mela iba por la calle los señores la saludaban con tristeza. Las señoras, por su parte, le negaban ahora su saludo, pues temían indisponerse con el cura. Aunque nunca asistieron a ver —a oír— el espectáculo, siempre habían envidiado secretamente a doña Mela porque gozaba algo que para muchas de ellas era molesta obligación. Así acabó “El espectáculo más Brandi del mundo”. Murió, como ustedes ven, por motivos religiosos. Una pena.

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Un bochornoso incidente hubo de sufrir don Sinople Gules en su reciente visita a Cuitlatzintli.

Ahí se encuentra la ex hacienda de los ancestros de su esposa, doña Panoplia de Altopedo, ilustre familia de noble y antiguo abolengo que hizo su fortuna con el comercio del tequesquite y la venta de chichicuilotitos vivos.

Sucedió que don Sinople salió a pasear por el parque del pueblo. No tomó en cuenta que tal es el sitio donde se juntan los bellacos del lugar, ociosos léperos sin oficio ni beneficio que se ocupan sólo en urdir maldades y desgarrar honras ajenas.

Pasó frente a ellos don Sinople. Vestía traje blanco de franela inglesa, calzaba botines de charol con guardapiés, lucía cuello de pajarita, se cubría con un finísimo panamá y llevaba en la mano derecha su bastón de junco y en la izquierda sus guantes de cabritilla.

Al verlo así ataviado un individuo que estaba en el corro de los majaderos profirió un obsceno ruido a modo de trompetilla o pedorreta que hizo soltar el trapo de la risa a sus infames contlapaches. Quien tal hizo era un vulgar sujeto conocido con el mal nombre de “El Charifas”, famoso por sus truhanerías y maldades.

Enrojeció don Sinople hasta la raíz de los cabellos por esa sonorosa ofensa, y más por las risotadas de los pícaros. Volvió sobre sus pasos y se encaró al “Charifas”.

—¿A mí esa burla, señor mío? —le preguntó tratando de contener la cólera.

—Voy, voy —le contestó, cínico, el tunante.

—A ningún lado irá usted, bribón tunante —le respondió el ofendido caballero—, sin darme cumplida satisfacción por su profazo.

Y así diciendo le cruzó el rostro con uno de sus guantes, tras de lo cual le hizo entrega de su tarjeta de presentación.

—Designe usted padrinos —le indicó—, a fin de que acuerden con los míos los términos del duelo. Como yo soy el ofendido escojo la pistola, a diez pasos, acortando tres en cada disparo fallido. El lance se regirá por las prescripciones del Código Nacional del Duelo, obra del Coronel de Caballería don Antonio Tovar, editado el año de 1891 en la Imprenta de Ireneo Paz, callejón de Santa Clara número seis. Lo espero antes del amanecer en el panteón. Ahí será el campo del honor.

Eso dijo don Sinople y luego se alejó con dignidad. El Charifas se quedó como quien ve visiones.

—¿Qué trae este loco? —preguntó, estupefacto, a sus amigos.

—Te está retando a duelo —le explicó uno—. Tendrás que ir mañana y agarrarte con él a balazos hasta que alguno de los dos caiga. Y de seguro serás tú, pues nada sabes de duelos ni pistolas.

—¡Uta! —se consternó “El Charifas”—. Y precisamente mañana, que mi compadre Nabor mata cochino y se va a poner buena la cosa. En fin, mañana será otro día.

Brilló al siguiente el primer rayo del sol. En el cementerio estaban ya don Sinople y sus padrinos, acompañados por un médico y un juez de campo. Vestían todos de riguroso frac, con sombrero de copa y guantes blancos. Sendas pistolas estaban dispuestas ya sobre una mesa, lo mismo que los instrumentos quirúrgicos, vendas y medicinas que traía el galeno para atender a quien resultara herido.

En eso llegó un sujeto en una bicicleta. Venía silbando despreocupadamente; traía playera de rayas, pantalón roto y gorra desteñida. Preguntó:

—¿Quién es Sinople Gules?

—Don Sinople Gules, si me hace usted favor —respondió con ofendida dignidad el aludido remarcando la palabra “don”.

Manifestó entonces el otro:

—Soy “el Chirolas”, y vengo de parte del “Charifas”. Le manda decir que se da por muerto y que su última voluntad es que vaya usté a chingar a su madre.

ALEGRÍA Y DOLOR

Me topé el otro día con la vida. Tengo con ella encuentros diarios, pero a veces no me doy cuenta. Esta vez, sin embargo, se me presentó de cuerpo presente. Y de alma. Diré cómo fue eso, pero primero hablaré de los antecedentes.

Era yo reportero joven. Trabajaba en Saltillo, mi ciudad, en un periódico que ya no existe, El sol del norte. Iba todos los días a mi trabajo en un cochecito de segunda, tercera o cuarta mano. Jamás se me descomponía ese carrito, hasta que un día se descompuso. No recuerdo ahora cómo se llama la ineluctable ley según la cual todas las cosas que pueden descomponerse se descompondrán tarde o temprano. Tuve que ir a mi trabajo, pues, en autobús. Unas esquinas después de haber subido yo subió al camión una hermosísima muchacha. En ese momento oí una voz: “Con ella te vas a casar”. No la oí dentro de mí: la oí afuera; llenaba todos los ámbitos del mundo. Me sorprendió que nadie más que yo escuchara esas palabras, pues resonaban en todo los ámbitos del mundo. Cuando la bella chica descendió del autobús bajé tras ella y le pregunté: “¿Me permites que te acompañe?”. Ella, un poco desconcertada, respondió: “Sí”. Le dije: “Pero que te acompañe toda la vida”. La muchacha sonrió. Salimos los siguientes días. Una semana después de haberla conocido le propuse matrimonio. Me aceptó —¿puedes creerlo?—. Mi esposa María de la Luz y yo cumplimos 50 años de casados. ¿Lo puedes creer?

Desde entonces habito en el territorio llamado la felicidad. Quise agradecer el venturoso azar que determinó mi residencia en tan confortable sitio a ese designio misterioso que algunos conocen vagamente con el nombre de Dios y le pedí a mi mujer que conforme a nuestros usos y costumbres encargara una misa de acción de gracias en el Santuario de Guadalupe, el templo donde nos casamos. No sería una misa especial, con alfombra, reclinatorios especiales, flores y música en el coro; no. Sería la misa ordinaria, la de todos los días, la de toda la gente.

Asistimos con nuestros hijos y nuestros nietos. Llenamos cuatro o cinco bancas de la iglesia, pues en total somos 23, contando yerno y nueras. Bastantes somos, si se considera que todo eso lo empezamos solamente dos. Estábamos felices. Sonaron las 12 en el reloj del templo, y apareció el sacerdote. En vez de ir al altar se encaminó a la puerta de salida. Volví los ojos, y vi un ataúd. Aquella misa iba a ser de difuntos. “Qué pena” —se afligió mi esposa. “No te apures —le dije—. Ellos en lo suyo; en lo nuestro nosotros”.

Entraron los dolientes acompañando el féretro. Hombres apesarados y mujeres llorosas formaban el cortejo. Me conmovieron sus lágrimas y su tristeza. No pude menos que comparar su pena con nuestra alegría. Pensé que de los dos materiales está hecha la vida. Empezó la misa. No conocía yo al sacerdote, pero seguramente es hombre sabio y generoso. Después supe su nombre: el Padre Rafael Ledezma Barajas, Misionero del Espíritu Santo. Con tino delicado se dirigió a ambos grupos. Sus palabras hicieron sentir consuelo a los que sufrían e inspiraron gratitud a los que nos alegrábamos en nuestra dicha.

Luego sucedió algo hermoso. Terminó la celebración y en el atrio del templo quienes habíamos estado en la misa nos abrazamos unos a otros. Los dolientes nos felicitaban por nuestro aniversario y nos deseaban muchos años más de vida; nosotros les dábamos el pésame por su pérdida y les decíamos que los acompañábamos en su sentimiento. Sin conocernos, sin habernos visto nunca, ellos compartían nuestra alegría y nosotros su dolor.

Ha sido ése uno de los momento más bellos que he vivido, de plenitud mayor. Percibí el latido del corazón humano y la armonía perfecta de la vida: alguna vez nosotros seremos los que sufran y otros los venturosos. La vida y la muerte van siempre de la mano. Son una misma cosa. Hay muerte para que pueda continuar la vida. Así como damos gracias por la vida deberíamos también agradecer la muerte. ¿Cómo darle las gracias a una sin darle igualmente las gracias a su hermana? En el atrio de la iglesia vi cómo se abrazaban las dos y me pareció advertir entre ellas al dueño de la vida y de la muerte.

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Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. Una tarde fue al cine a ver la película Los últimos días de Pompeya (1935, con Preston Foster y Alan Hale), y en esa ocasión el Vesubio, en vez de arrojar lava, lanzó un alud de nieve que llenó la sala e hizo huir despavoridos a los asistentes entre furiosos gritos de: “¡Cácaro! ¡Cácaro!”.

Recientemente don Frustracio, el sufrido esposo de doña Frigidia, se atrevió a solicitarle la realización del acto conyugal.

—Lo acabamos de hacer —respondió ella con sequedad.

—Mujer —opuso él tímidamente—, la última vez que lo hicimos fue cuando Bob Beamon hizo su famoso salto de 8.90 metros, y eso sucedió en la Olimpiada de México, el 18 de octubre de 1968, a las 3:45 PM. La noche anterior el gran atleta había hecho el amor, cosa que nunca hacía en vísperas de una competencia importante. En el preciso momento del orgasmo le asaltó el horrible pensamiento de que sus posibilidades de ganar medalla de oro habían quedado ahí, sobre la cama. Y sin embargo rompió por 55 centímetros el récord mundial de salto de longitud, siendo que entre 1935 y 1968 no se habían ganado más que 22 centímetros en esa competencia.

Doña Frigidia ponderó esas palabras. Dijo luego:

—1968… ¿Y ya quieres otra vez? ¡Eres un maniático sexual!

Pero, mujer —suplicó el pobre don Frustracio—. Amor non si compra nè si vende; / ma in premio d’amor, amor si rende. Eso quiere decir que amor con amor se paga. ¿No corresponderás al mío aunque sea una sola vez?

—Está bien —cedió de mala gana la gélida mujer—. Lo haré en memoria de Bob Beamon y para celebrar el 45 aniversario de su gran hazaña. Pero con una condición.

—¿Cuál es? —quiso saber, ansioso, don Frustracio.

Replicó ella:

—Que mientras tú me haces el amor yo pueda estar jugando Candy Crush.

—Juega —accedió de buen grado el infeliz esposo—, con tal de que me dejes acercarme al íntimo santuario de tu femineidad.

Se llevó a cabo, pues, el inusual consorcio. Entre jadeos cumplía don Frustracio el rito natural del in and out, en tanto que su mujer se afanaba en aquel absorbente juego, el Candy Crush. De pronto ella lanzó un tremendo grito o ululato. El esposo se puso feliz: pensó que finalmente había conseguido por primera vez, luego de 30 años de matrimonio, llevar a su mujer al culmen del deliquio erótico.

—¿Qué pasó? —le preguntó con ansiedad.

Respondió ella, jubilosa:

—¡Al fin logré pasar de nivel!

Aquellas palabras le causaron gran decepción a don Frustracio. Al día siguiente citó a un compadre suyo en “Las visiones de John Milton”, el bar donde solían reunirse, y le habló acerca de la frialdad sexual de su mujer. Le preguntó el compadre:

—¿Ha probado usted a darle una serenata de mandolina antes del acto? Las mujeres son románticas por naturaleza, y un recital así las pone in the mood for love.

Don Frustracio le pidió a su compadre que fuera a su casa llevando la mandolina que había usado en la estudiantina del colegio. Cuando llegó el invitado don Frustracio le dijo a su mujer:

—Queremos hacer un experimento.

La convenció de que le permitiera hacerle el amor mientras el compadre interpretaba en la mandolina dos lindas piezas: “Torna a Surriento” y “Mattinata”. La mujer escuchó las melodías como quien oye no llover, y siguió muy concentrada en su Candy Crush. Le dijo entonces el compadre a don Frustracio:

—Permítame usted, compadrito, que sea ahora yo quien esté en su lugar con mi comadre y toque usted la mandolina.

Don Frustracio tomó el leve instrumento y empezó a tañer las emotivas notas de “Al di la”. No sé qué habilidades o dotes naturales tendría el tal compadre, el caso es que bien pronto doña Frigidia olvidó su indiferencia. Arrojó a un lado la tableta en que jugaba Candy Crush; poseída por intensa pasión clavó las uñas en la espalda de su viripotente yogador y entre grandes acezos sonorosos se soltó himplando, churritando, orneando, rebudiando y otilando, presa de ignívomo ardor carnal, como si por primera vez sintiera el fuego de la sensualidad. Al oír eso don Frustracio hizo más emotiva su cálida interpretación de aquella sentimental romanza, “Al di la”, y dijo para sí lleno de íntima satisfacción:

—Eso es lo que hacía falta: ¡alguien que tocara bien la mandolina!

AVENTURAS DE UNA DIFUNTA

—El día de su muerte mi mamá fue a una cantina, un cabaret y un motel de paso.

Cuando mi amigo me dijo eso quedé muy sorprendido. Yo conocía a la señora. Era mujer virtuosa, devota de la religión, no sólo de misa y comunión diarias, sino también de rosario cotidiano. Terciaria franciscana, ocupaba los fines de semana en sus devociones y en enseñar el catecismo a los niños. Era presidenta de la Congregación de Hijas de Santa Clara. ¿Cómo, entonces, pudo suceder aquello del motel de paso, el cabaret y la cantina? Sucedió, sin embargo. El relato que mi amigo me hizo del acontecimiento es uno de los más raros que en mi vida he oído. Raro, sí, pero con esa lógica implacable que tienen las cosas de la vida, aun las más ilógicas. Voy a decir cómo pasó lo que pasó.

Murió la buena señora. Eso no tiene nada de extraordinario. Todos lo haremos cuando nos llegue el tiempo: la muerte se apellida Segura. Los hijos decidieron sepultarla el mismo día de su fallecimiento, que fue en sábado. Una de las nueras sentenció: “Al mal paso darle prisa”. Se celebró, pues, a las cinco de la tarde, la correspondiente misa de difuntos —en la iglesia de San Francisco, claro—, y luego el cortejo fúnebre se encaminó a pie hacia el panteón, que estaba cerca. En aquel momento aparecieron en el cielo algunas nubes de tormenta. Esa señal fue oscuro presagio de lo que después sucedería.

Llegaron los dolientes al cementerio. El chofer que conducía la carroza la detuvo junto a la abierta tumba, y después de sacar el ataúd hizo lo que siempre hacía: ir a fumarse un cigarrito con el administrador del camposanto mientras los tristes actos del entierro se cumplían. Ahí se desencadenaron los acontecimientos. Cuando los sepultureros iban a depositar la caja en la fosa cayó de súbito la lluvia con una fuerza tal que hizo que todos corrieran a protegerse en el interior de la pequeña capilla que había en el cementerio. Los hombres del panteón, por respeto, pusieron otra vez el féretro dentro de la carroza y fueron a cubrirse también. En la administración el chofer acabó de fumarse su cigarro. Se asomó, y al no ver gente en la tumba —todos estaban en la capillita— supuso que el sepelio había terminado y que los asistentes se habían ido ya. Corrió entre la lluvia, subió al vehículo y se fue. No se dio cuenta de que el ataúd con la difunta estaba otra vez en la carroza.

Fue entonces cuando empezó el interesante recorrido póstumo que hizo la madre de mi amigo. Era sábado, lo dije ya, día en que el chofer acostumbraba tomarse con sus amigos una copa —varias, bastantes, muchas— en cierta cantina de su barrio. Se dirigió tranquilo al establecimiento, pues por ser fin de semana su patrón no iría a la funeraria sino hasta el siguiente lunes, y él podía disponer del vehículo a su antojo.

Dejemos al chofer en la taberna con sus contlapaches y regresemos al panteón. Cuando cesó la lluvia los familiares de la señora, sus parientes y amigos salieron de la capillita. Cuál no sería su sorpresa —la frase aquí es obligada— al ver que la carroza ya no estaba, y que de mamá ni señas. Se apresuraron a ir a la funeraria. Ahí el encargado les informó que el chofer no había regresado todavía. Enterado de lo sucedido llamó apuradamente por teléfono a la casa del muchacho —entonces no había celulares—, y sus padres le dijeron que no sabían dónde estaba, ni si regresaría pronto. Inútiles resultaron las demás pesquisas que se hicieron. Nosotros sí sabemos dónde se hallaba el irresponsable conductor: en la cantina, con la carroza estacionada afuera, y en ella la señora en su ataúd, ignorante de lo que pasaba. Y qué bueno, pues lo que en seguida aconteció la habría puesto fuera de sí, a ella, que tan dentro de sí estaba siempre.

El chofer se había conchabado con una amiguita suya para ir a bailar a un cabaret y después a ver qué salía. Bailaron cumplidamente ahí sabrosas piezas: “Nereidas”, “Amor perdido”, “Perfume de gardenias”… Después, ya bien bailada, la pareja se fue a un motel. Ahí pasaron la noche del sábado y todo el domingo, encuevados. ¡Ah, la juventud! Cuando el lunes por la mañana el chofer, también ya bien bailado, se presentó en la funeraria con la carroza —y con la difuntita—, cuál no sería su sorpresa, etcétera. Y mejor pongo aquí punto final, antes de que sucedan otras cosas.

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Don Heliohades —con hache intermedia, por favor— gustaba de las cosas del cielo y de la tierra. Quiero decir que era hombre al mismo tiempo carnal y espiritual. ¿Alguno acaso habrá que no lo sea? Ansias de trascendencia lo llamaban, e igual lo convocaba la animalia que en nosotros va, recordatorio de nuestro ser original.

Este señor era hombre de cultura y de natura. Dado al tono altílocuo, solía decir con sonoroso acento:

—Tres cosas me han impresionado en la vida: el Partenón, la Capilla Sixtina y las nachas de mi comadre Cuca.

No tuve la fortuna de conocer a la señora, pero quienes alguna vez miraron su abundante popa comentaban llenos de emoción:

—Quien la vio no la pudo ya jamás olvidar.

Don Heliohades, claro, se prendó de la región glútea de su comadre y aun se dice que le escribió un soneto. No a la totalidad de la comadre, sino a la dicha parte nada más. Cierto día la señora declaró su esperanza de vivir en una patria más libre, más democrática y más justa. Don Heliohades puso los ojos en blanco, a semejanza de Groucho Marx cuando estaba junto a Margaret Dumont, y luego dijo con mucho sentimiento: “¡En ésas nos viéramos, comadre!”. Pero al decirlo miraba las pomposas pompas de la declarante.

Cosa muy natural —y muy de la naturaleza— es la atracción que los varones sienten por la grupa femenina. No piensan —¿quién puede pensar en nada cuando contempla ese maravilloso encanto?— que su diseño no obedece a estética y menos aún a erotismo, sino a un sabio cálculo de ingeniería: la profusión de carnes en la parte posterior de la mujer servirá para equilibrar su cuerpo cuando lleve en su seno el milagro del hijo por nacer. Si eso se debe a invención divina, gratias agimus tibi, Domine; gracias te damos, Señor. Si es obra de la naturaleza, felicidades, madre. Sea cual fuere el caso, en el momento de pasar las manos por la tersura de esa suave y redondeada pasta no habrá varón que sienta que está acariciando una ecuación.

Todo esto viene a cuento para evocar el día en que la comadre de don Heliohades lo invitó a visitarla esa noche en su casa.

Vivía sola la atractiva dama, por lo cual el maduro señor concibió la esperanza, si no de vivir en una patria más libre, más democrática y más justa, sí de refocilarse con la comadrita, haciendo especial énfasis en su magnificente geografía sur.

Temeroso de no estar a la altura de las circunstancias, acudió esa tarde a una marisquería llamada “Las glorias de Neptuno” y ahí dio cuenta de los siguientes nutrimentos: un coctel doble de ostiones, uno de camarones, uno de pulpo y uno de caracol, a más del coctel llamado “Vuelve a la vida” y otro elaborado con variedad de mariscos nombrado “Viagra marina”; una sopa de pescado, una de almejas, una de jaiba y una de langosta; un filete de huachinango, uno de tilapia, uno de robalo, uno de mero, uno de atún y uno de salmón, y, finalmente, cuatro docenas de ostiones en su concha. Todo eso lo roció con seis botellas de vino blanco y dos cartones de cerveza.

Pasados unos días relató don Heliohades:

—A eso de las seis de la tarde estaba yo así.

Y levantó el brazo en alto.

—¿Firme? —le preguntó un amigo.

—No —replicó gemebundo el buen señor—. ¡En el hospital, con suero en la vena!

NADA

Esta historia sucedió, pero igual pudo no haber sucedido. O no sucedió, pero igual pudo haber sucedido. Todo empezó con una coincidencia. En el fondo todas las historias empiezan con una coincidencia. “Coincidencia” es otro de los nombres que recibe el azar y el azar determina muchas historias. Es el único determinismo que hay. Es la verdadera fatalidad.

Sucedió que en cierta ciudad de cuyo nombre no debo acordarme una chica soltera de buena sociedad quedó embarazada. Lo hizo antes de tiempo: unos 50 años antes de tiempo. Quiero decir que quedó embarazada cuando las chicas solteras de buena sociedad no debían quedar embarazadas. Eso era muy mal visto. La que incurría en tamaño desacato a las reglas del buen trato social era excluida de ese trato. Sus padres se avergonzaban de ella; sus hermanos la repudiaban; sus familiares y amistades le retiraban la familiaridad y la amistad. Ya no podía ir a misa y menos aún comulgar. Se le condenaba a un ostracismo permanente. Se volvía invisible. Por eso cuando una chica así iba a tener un niño sin estar casada, una de dos: o se le casaba apresuradamente o se le escondía hasta que tuviera al bebé. Luego se ocultaba a la criatura, o se le hacía pasar como nacida de la mamá de la muchacha. Muchas niñas bien tenían como hermanito menor a su hijo y muchos hijos tenían como mamá a su abuela. Eso se explicaba diciendo que en la familia había habido un santanazo. Se aludía a Santa Ana que dio a luz a la Virgen ya en la edad madura.

En el caso que digo la coincidencia consistió en que por esos días una criadita joven y bonita llegó a servir en la casa de la chica que se embarazó. La embarazada fue enviada a la Ciudad de México con una tía que accedió a hacerse cargo de ella “mientras salía de su apuro”. A quienes tenían relación con la familia se les dijo que había ido a estudiar en un colegio americano. A la criadita se le ofreció dinero a cambio de hacerse pasar como la futura madre. La señora de la casa le hacía rellenos que iban aumentando en tamaño según transcurría la supuesta preñez. No era vergüenza que una muchacha pobre tuviera un hijo sin estar casada. Eso se consideraba cosa natural, casi obligada. “Ya ves cómo son ellos. La tenemos aquí por caridad; pobrecilla, la corrieron de su casa y no tiene a dónde ir”. “¡Qué buena eres!”. “Ni lo digas; somos una familia cristiana”.

Llegado el tiempo del parto la chica de buena sociedad dio a luz en un buen hospital; secretamente se le trajo de regreso y el niño fue llevado al rancho de donde había venido la criadita. Se hizo una fiesta para dar la bienvenida a la hija, que había terminado felizmente sus estudios de inglés en “el otro lado”. En esa fiesta la muchacha conoció a un galán. Meses después se casó con él —de blanco— y aquí no ha pasado nada.

A veces pasan muchas cosas y parece que no ha pasado nada. Creo recordar que el día que estalló la Revolución Francesa el rey Luis XVI escribió en su diario la palabra “Rien”, que significa “Nada”. Otras cosas sucedieron. No en Francia, sino en mi historia, que es bastante menor que la de Francia. El niño fue creciendo en el rancho, como rancherito. La muchacha —su madre— y su marido no tuvieron hijos. Al parecer hubo algunas complicaciones cuando aquel parto de la chica y no pudo ya volver a ser mamá. Un día ella y su esposo perecieron en un accidente de automóvil. Los padres de la muchacha, desolados, fueron al rancho por el niño, su nieto. Hubo gran sensación en el caserío cuando un automóvil de lujo llegó y unos señores muy finos se llevaron al chiquillo. Fin de la historia.

Este relato tiene extraño parecido con el que narra un escritor jesuita, Luis Coloma, en un libro ya viejo que se llama Jeromín. Ahí cuenta la vida de don Juan de Austria, el vencedor de Lepanto, hijo natural de Carlos Quinto y por lo tanto medio hermano de Felipe Segundo. Este don Juan creció en una aldea lejos de la corte, como hijo de campesinos, hasta que fue reconocido por su ilustre padre. Parece cosa de película, pero así sucedió. Muchas cosas de la vida se antojan cosa de película. En la que he relatado se ve que la vida de los reyes y la vida de la gente común se parecen mucho. En el fondo, sea vida de emperador o vida de campesino, aquí no ha pasado nada. “Rien”, en francés.

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Don Cálamo Cano, poeta municipal, hizo un sensacional anuncio en la tertulia de la rebotica, anuncio que al punto corrió por todo el pueblo: había decidido suspender la confección —esa palabra usó— de la oda en versos ferecracios que estaba escribiendo sobre la bicicleta (en homenaje a ella, quiero decir, no montado en ella), poema que el alcalde le había pedido para que se dijera en el acto de entrega de bicicletas a la gendarmería. La razón por la cual el poeta interrumpió su oda es que después de concienzuda reflexión había decidido participar en el concurso de obras teatrales a que convocó el Iculo (Instituto de Cultura Laboral y Obrera) en la capital del Estado.

La gente se llenó de orgullo y entusiasmo: en su poeta iban a tener ahora un dramaturgo. Le preguntaron a don Cálamo cómo se llamaría la obra que se proponía escribir, y cuál sería su argumento. Él dijo que estaba vacilando entre dos títulos: “Tierno amor” o “¡Muere, maldita desgraciada, muere!”. En cuanto a la trama, la esbozó a grandes rasgos: el marqués de Montesaltos asedia con deshonesto fin a la institutriz francesa de sus hijos, mademoiselle Grandpompier, quien está secretamente enamorada del joven Ataúlfo, el señorito de la casa, que a su vez ama a la condesa de Pitiminí, sacrílega amante del abate Duveteux, el cual sostiene una relación adulterina con la marquesa de Montesaltos.

Se aplicó don Cálamo, en efecto, a la escritura de su drama.

Todos los días los contertulios de la rebotica le pedían informes sobre el avance de la obra y él se los iba dando a conocer: la institutriz se negaba a acceder a los infames propósitos del marqués y reprobaba en aritmética a sus hijos; Ataúlfo, enterado de la pecaminosa relación de la condesa de Pitiminí con el abate, se vengaba del infame clérigo dejándole caer desde el balcón el contenido de una bacinica; la marquesa reprendía con acritud a su hijo, quien la amenazaba con atraer la deshonra sobre la familia lanzándose como candidato a diputado.

¡Qué argumento! El pueblo, ansioso, aguardaba a conocer el desenlace de aquella tremenda lucha de pasiones.

Luego de seis semanas de ardua labor don Cálamo llegó por fin a la escena cumbre del último acto. En el comedor del palacio del marqués se han reunido todos los personajes de la obra. Montesaltos le reclama a la marquesa su traición con el abate y éste le arroja a la cara una copa de vino tinto, por cierto de baja calidad. Ataúlfo saca un revólver y va a dispararle al eclesiástico. Su madre se lanza sobre él y le desvía el brazo. “¡No lo mates! —le grita con desgarrado acento—. ¡Es tu padre!”. La condesa de Pitiminí le dice al abate que caerán sobre él todos los castigos infernales. La institutriz rompe en lágrimas y Ataúlfo la toma en sus brazos para consolarla. El marqués abofetea a su hijo y lo llama “descastado”. Todos gritan, juran y amenazan. La gente no acertaba a imaginar en qué forma don Cálamo remataría su drama. Alguien le hizo la pregunta:

—¿Cómo termina la obra, señor Cano?

Respondió él, imperturbable:

—Entra un oso y se los come a todos.

PERDÓN, VIDA DE MI VIDA

¿Cuál es tu pecado capital? Te lo pregunto porque todos tenemos una culpa máxima ante la cual somos mínimos. Hay quien es irascible; otro es soberbio; aquél es avaricioso y este pobre infeliz sufre de envidia: a más de pecador es tonto, pues todos los otros pecados brindan al pecador algún deleite y la envidia sólo da tristeza, tristeza del bien ajeno. Me dirás que no he mencionado a la lujuria y te responderé que en mi opinión la lujuria no es pecado: es obediencia dócil a la ley que Dios —o la naturaleza, su representante personal— puso en nosotros para perpetuar la vida. Las infinitas variaciones que algunos introducen en ese apetito natural no son motivo para calificar a la lujuria de pecado. Igualmente me resisto a poner a la gula en la lista de las culpas capitales. Hay que comer para vivir. ¿Por qué va ser pecado comer bien? De lo bueno poco, y de lo poco mucho.

Me olvidaba de la pereza. También es pecado de la carne y por lo tanto inocuo, inofensivo. Los verdaderos pecados son los del espíritu; aquellos que dije de ira, soberbia, envidia y avaricia. Ésos se agravan con el tiempo y duran lo mismo que la vida de quien los lleva en sí. Los pobrecitos pecados de nuestro cuerpo, en cambio, son tan débiles que basta el paso del tiempo para acabar con ellos. Y sin embargo las religiones condenan con más dureza las culpas de la carne — sobre todo la lujuria— que las faltas del espíritu. No entiendo.

El personaje de mi historia es un perezoso. Haragán mayor que él no he conocido. Trabajaba para ganar la vida, es cierto, pero lo hacía de mala gana, y economizando esfuerzos. En su casa se la pasaba echado en un sillón viendo la tele. Su mujer se daba a los mil diablos por haberse casado con ese grandísimo holgazán que por pura pereza jamás la llevaba al cine, o a cenar, y que por lo mismo casi no le dirigía la palabra. Resultado de esa desatención fue que la señora se buscó quien la atendiera. No tuvo gran problema en encontrarlo: abundan los hombres ansiosos por atender a las esposas desatendidas. La mujer del haragán encontró a uno y se fue con él. Dejó su casa.

El marido abandonado pensó en principio que su deber era sentir indignación, pero indignarse le dio mucha flojera y continuó la vida sentado en su sillón viendo la tele. Su único movimiento siguió siendo el que hacía con el pulgar para accionar el control remoto del televisor. A la mujer no le fue bien con el cambio. El hombre que la atendió la desatendió también al poco tiempo. Volvió arrepentida a pedirle perdón a su marido, pero éste se negó a escucharla. Pereza no quita dignidad. Insistió la mujer en su arrepentimiento y el holgazán se mantuvo en su altivez. “¡Perdóname!” —clamaba ella. Y él, con la vista fija en la pantalla del televisor: “No te perdono”. La señora se iba, llorosa. Regresaba a los pocos días. Otra vez le pedía a su marido que la perdonara, y otra vez él le negaba su perdón.

Una noche estaba el perezoso, como de costumbre, viendo la televisión, acostado ya en su cama. Hacía mucho frío; el cuarto parecía refrigerador, pero él estaba calientito entre las colchas. El programa que veía era muy aburrido. Buscó el control remoto para cambiar de canal, y se dio cuenta, irritado, de que lo había dejado sobre el televisor. ¿Cómo abandonar la tibieza gratísima del lecho para ir por él? Salir de la cama, dar los pasos que debía dar para ir por el aparato y regresar luego al cómodo acogimiento de las cobijas le pareció empresa insuperable. Pero ¡qué aburrido estaba aquel programa! Y ¡qué sacrificio enorme debía hacer para traer el control remoto!

En eso oyó pasos en la escalera. Reconoció los de su mujer. Entró la esposa y se echó de rodillas, gemebunda, al pie del lecho. “¡Perdóname, por favor!” —clamó una vez más, desesperada. Con tono grave habló el marido: “Te perdonaré con una condición”. “¿Cuál es?” —inquirió, temerosa, la mujer. Dijo el ofendido esposo: “Que me alcances el control de la tele”. Se lo trajo la señora; se desvistió luego, se metió en la cama y le preguntó a su marido: “¿Qué estás viendo?”.

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He aquí una historia interesante. Posiblemente sea apócrifa —más de un indicio así lo hace suponer—, pero al menos en ciertos aspectos el relato se ajusta a los hechos, motivo por el cual, y también por el travieso encanto que posee, lo comparto con mis cuatro lectores.

Sucede que un Papa murió y llegó al cielo. San Pedro, el apóstol de las llaves, lo miró con extrañeza, pues el recién llegado lucía todos sus ornamentos de pontífice. Le preguntó:

—¿Quién eres, y por qué vistes así?

El Papa quedó asombrado y al mismo tiempo algo ofendido en su vanidad de quien todavía no dejaba de tener debilidades de hombre.

—¿Acaso no sabes quién soy? —contestó, irritado—. ¡Soy el Papa! ¡El obispo de Roma!

San Pedro, imperturbable, declaró:

—Jamás he oído hablar de ti. No te conozco.

—¡Imposible! —profirió el jerarca—. ¡Todos me conocieron en el mundo! ¡Ahora mismo la catolicidad está de luto por mi muerte!

—Ignoro qué sea la catolicidad —manifestó el apóstol—. Y te lo dije ya: no sé quién eres, ni qué títulos son esos de Papa u Obispo.

—¡Reconóceme! —clamó el vicario—. ¡Soy el Santo Padre! ¡Tu sucesor! ¡Soy el representante de Cristo en la Tierra!

—¿Representante de Cristo? —frunció San Pedro el entrecejo—. Eso se lo tienes que decir a Él. Voy a llamarlo.

Entró el apóstol, y volvió a poco acompañado por Nuestro Señor.

—¿Quién es el que se dice mi representante? —preguntó Jesús, severo.

—Soy yo, Maestro —se adelantó el vicario lleno de turbación.

—Yo no tengo representantes —dijo el Rabí—. Quien se ostente como tal o diga que hablo por su boca incurre en culpa de soberbia y toma mi nombre en vano. Deberás explicarme eso que dices.

—¡Acuérdate, Señor! —suplicó el Papa—. Cuando te hiciste hombre y bajaste al mundo formaste una comunidad de apóstoles para que fueran pescadores de hombres. A uno de ellos, Simón —por cierto pescador de oficio—, lo escogiste entre los demás y le dijiste: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”. Después de tu muerte y tu ascensión al cielo, San Pedro se hizo cargo de tu nave en la tierra. Desde entonces no se ha interrumpido la línea de sucesores del apóstol. Yo soy el último de ellos. Acabo de dejar vacante el cargo, pues se me acabó la vida, pero en unos días más otro vendrá a sustituirme y tu iglesia seguirá viviendo.

Al escuchar esa explicación Jesús volvió a entrar en la morada eterna. Presuroso fue hacia su Padre y le dijo con una gran sonrisa:

—¿A que no sabes qué? ¡Aquel club de pesca que fundé en la Tierra hace dos mil años todavía sigue funcionando!

EL BESO

Cuando el médico le dijo que se iba a morir se sintió más vivo que nunca. No se le vino el mundo encima, como dicen; antes bien se prometió que él se le vendría encima al mundo. Todo empezó con aquel dolorcillo leve que sintió en el pecho, y que creyó era efecto del frío del invierno. Pero pasó el invierno, y el dolorcillo no pasó. Se convirtió en dolor. En primavera un dolor es más dolor, de modo que fue a la consulta de un médico. Exámenes. Radiografías. Pruebas de laboratorio. Y al final el diagnóstico: cáncer de pulmón.

Se sorprendió. Jamás había fumado. Hizo deporte cuando joven. Aun ahora solía ejercitarse; salía a caminar todos los días. Se había considerado siempre un hombre sano. Y ahora el médico le decía que le quedaban seis meses de vida, cuando más. “¿Hay algo que se pueda hacer?”. “Nada. Ya es demasiado tarde”. Él no tenía miedo de morir. Temía, sí, a la enfermedad, a los dolores e indignidades que con ella vienen. El médico lo tranquilizó. Había formas de evitarle el sufrimiento, le indicó, y se emplearían todas. Cuando llegara la hora se iría sin darse cuenta, rodeado de sus seres queridos.

Él iba a decir: “No tengo seres queridos”, pero se contuvo. Hacía años se había divorciado de su esposa; los dos hijos que con ella tuvo vivían lejos; nunca los veía. ¿Amigos? Apenas algunos conocidos con quienes se reunía a veces para intercambiar tedios y soledades. Además en trances como éste los amigos dejan de ser amigos: se vuelven sobrevivientes que en el fondo se alegran de no haber sido ellos a los que les cayó el rayo. Te dicen a lo más: “Qué mala suerte”, y luego se van a ver los resultados del futbol.

Fue entonces, en la presencia de la muerte, cuando le llegó la vida. En el patíbulo, como quien dice, se sintió hombre nuevo. Una extraña seguridad en sí mismo lo invadió. ¿Saben qué hizo? Buscó a la primera mujer de la que estuvo enamorado. Ya no era, claro, la que había sido cuando él la conoció, aquella muchacha hermosa, de cuerpo apetecible y rostro de madona. Viuda, marchita ya, mostraba en el paso y en el peso el peso y el paso de los años. No había sido su novia, ni siquiera su amiga, pero fue su amor platónico en la juventud, cuando el amor acaricia más el alma y hace que te duele más.

La buscó y le dijo que había estado enamorado de ella cuando empezaban ambos a vivir. Ella sonrió y le agradeció el recuerdo. Le preguntó después: “Y ¿para qué me buscas?”. Había en su voz una cierta nota de inquietud. Dijo él: “Soy hombre viejo y no quiero irme de este mundo sin tocar tus labios con los míos. No se trata de un beso, no. Un roce nada más; apenas una insinuación de beso. Con eso realizaré el sueño de mi vida. ¿Te costará tanto sacrificio cumplirle esa ilusión a alguien que se va?”. Ella sonrió otra vez. Se llegó a él y le tomó las manos. Luego acercó su rostro al suyo. Él puso sus labios en los de la mujer. Fue casi un beso y casi no lo fue. Cuando se separaron, en los labios de los dos había una sonrisa y en sus ojos una luz.

Me gustaría decir que se siguieron viendo; que nació en ellos el prodigio del amor y que eso puso en él la esperanza de la vida. Me gustaría decir que luchó contra la enfermedad y la venció y que los dos vivieron una existencia nueva y feliz; feliz por ser nueva, nueva por ser feliz. No fue así. Eso sucede sólo en las historias que andan en la red y que la gente comparte para disipar el miedo de la muerte y más aún el miedo de la vida.

Aquí eso no pasó. La enfermedad hizo lo que tenía que hacer: matar, y él hizo lo que tenía que hacer: morir. Pero se fue del mundo con el recuerdo de aquel beso que casi no fue beso; con agradecimiento para la mujer que cumplió, sin saberlo, la última voluntad de un condenado a muerte. También me gustaría decir que con el aliento final él pronunció el nombre de la mujer amada. Tampoco sucedió eso. Murió en silencio y solo. Pasó del sueño intranquilo de los medicamentos al tranquilo sueño de la muerte. No sé qué sueño sea ése, pero si en verdad es sueño en él estará el sueño de aquel beso, de aquel breve momento de vida que iluminó la eternidad de la muerte.

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A veces los hombres incurrimos en un error muy grande: olvidamos que nuestras esposas envejecen. Eso hace que sea más difícil para ellas lo relativo al cuidado del hogar. Ante esa inevitable realidad debemos ser considerados. Yo creo que lo soy, por eso me permito compartir con otros maridos algunas reflexiones tendientes al bien de sus compañeras.

Mi nombre es Capronio. Hace unos meses decidí adelantar mi retiro, aunque me faltaba mucho tiempo para llegar a la edad de la jubilación. Pensé que merecía ya un descanso, por eso no vacilé en renunciar a mi trabajo, por más que sólo percibiría como pensión una tercera parte de mi sueldo.

Eso obligó a mi esposa Ancila a buscar un empleo de tiempo completo a fin de que mi tren de vida no cambiara.

Quizá el cansancio de trabajar ocho horas diarias, seis días a la semana, hizo que empezaran a manifestarse en ella los primeros síntomas de envejecimiento, lo cual me causó a mí varios problemas. Suelo jugar al golf todos los días, incluso sábados y domingos. Regreso a casa a la misma hora en que mi esposa vuelve del trabajo. Ella sabe muy bien que el esfuerzo de jugar me pone hambriento, pero aún así siempre insiste en descansar 15 minutos antes de prepararme la cena y servírmela. Luego, mi mujer acostumbraba lavar los platos inmediatamente después de cenar. Ahora se queda sentada unos instantes, como si los platos se fueran a lavar solos. Tampoco eso le reclamo: soy muy considerado y no la apresuro. Eso sí, le digo que no podrá irse a la cama si antes no los lava y deja la cocina perfectamente limpia. No puede uno permitir que el hogar ruede. Otra cosa: los 18 hoyos de golf que juego cada día me hacen llegar a casa muy cansado, pero después de una dormitadita, una buena cena y una ducha estoy listo para todo, si ustedes me entienden. Ella en cambio, por su envejecimiento se duerme de inmediato. Yo, considerado que soy, no la despierto, pero de cualquier modo obtengo mi satisfacción. Así todos contentos. También dice que está cansada cuando le pido que me planche la camisa que necesitaré para ir a comer los martes en el club, o para visitar los lunes a cierta personita que ustedes se imaginan, pero cuya existencia ella ni siquiera sospecha. Lo mismo parece inconformarse cuando le ordeno que me prepare la ropa que llevaré al juego de póquer con mis amigos los martes, jueves y viernes, o de dominó los miércoles y sábados. No toma en cuenta que mis salidas le dejan bastantes horas libres para acabar las faenas del hogar, o para hacer otras cosas igualmente placenteras, como pasear al perro, cortar el césped del jardín, arreglar los desperfectos de la casa, sacudir las alfombras, aspirar los pisos, o lustrar mis zapatos de golf cuando se ensucian por haber estado lodoso el campo. Otra cosa de la cual se queja Ancila es que no le alcanza el tiempo para pagar los recibos y cuentas de mis gastos. Yo le sugiero que lo haga en la media hora que en el trabajo le dan para comer. Así, le digo, dejará de comer por lo menos tres días a la semana, y eso la ayudará a guardar la línea. Más considerado que yo no se puede ser.

En fin, amigos: para nosotros los hombres el matrimonio es una carga muy dura de llevar. Eso no debe hacernos olvidar la consideración que debemos a nuestras esposas. Con ellas nos casamos para bien o para mal.

Sé lo frustrante que puede ser para cualquier marido una esposa como la mía, en proceso de envejecimiento, y sé también que algunos de ustedes encontrarán difícil ser tan considerados como yo. Pero hay que permitir que nuestras compañeras envejezcan con dignidad y eso lo podemos lograr con sólo guardarles algunas consideraciones como ésas con las que acostumbro yo consentir a mi mujer.

Seamos considerados con nuestras esposas. Después de todo vinimos a este mundo a ayudarnos los unos a los otros.

Afectuosamente, su amigo Capronio.

Nota del editor. Nos vemos en la penosa necesidad de informar a nuestros lectores que el señor Capronio perdió la vida en forma repentina. Fue encontrado muerto en su casa. Tenía un palo de golf metido en el culo, con perdón sea dicho. El fiscal acusó a Ancila de haberlo asesinado, pero un jurado compuesto totalmente por mujeres la absolvió. Tanto las integrantes del jurado como la jueza que decretó la inmediata libertad de la acusada tomaron en cuenta la sólida argumentación de la abogada defensora en el sentido de que Capronio se sentó accidentalmente en el palo de golf.

AMOR EN LA NOCHE

Se le entregó por fin una noche sin luna, al filo del aire, en medio de la sombra. Si hubiese sido escritor habría escrito que el amor se cumplió bajo el dosel nupcial del cielo. En las tinieblas ella fue fulgor de llama. Resplandecieron sus ojos de lumbre y su sinuoso cuerpo de serpiente se volvió paloma. Fue la esclava que se da, sumisa, a su señor. El arrogante orgullo de macho triunfador apenas le dio tiempo a él para asombrarse. ¿Por qué se le rendía ahora, cuando todas las veces que quiso hacerla suya se le había mostrado arisca, desdeñosa? Recordó aquella noche que, ebrio de pasión y despecho, pretendió hacerla suya por la fuerza. Se defendió ella como gata boca arriba; en el pecho llevaba aún la marca de sus uñas. Y sin embargo ahora lo recibía humilde y mansa. Su abandono fue total. Ninguna caricia suya encontró en ella resistencia. Se oían a lo lejos los sonidos nocturnos. Pasó una ambulancia con su sirena gemebunda; el eco repetía el ladrido de los perros. En la distancia las luces de las calles parecían estrellas y figuraban un cielo constelado que hubiese caído sobre la ciudad.

Él no veía ni escuchaba nada. Con la certeza de la segura posesión prolongaba el momento del amor para que aquel instante fugitivo se volviera eterno. Ella temblaba con la ansiedad de quien espera la felicidad que tarda. Arqueaba el cuerpo; lo acercaba a él, ardiente y anhelosa, para que la tomara ya. Dejó escapar algo que parecía un gañido: la queja del deseo insatisfecho. Después de prolongar esa agonía unos momentos más él la acometió por fin, incapaz también de esperar ya. La penetró con violencia, como si quisiera cobrar venganza de su pasada altanería. No supo si lo que oyó fue grito de dolor o de placer.

La posesión fue rápida. Tras el orgasmo quedó sobre ella ahíto, con la fatiga dulce que sigue a la plenitud carnal. Ella no se movió. Siguió tendida, quieta. Quiso dejarla así, en silencio, inmóvil. Pero ella no tenía esa languidez que llega cuando el deseo ya no desea más. La sentía tensa bajo él, vibrante todavía. Su corazón latía de prisa; temblaba el pulso de su sangre. Y es que esperaba una segunda posesión. El deseo que sentía la hembra lo excitó de nuevo. La penetró otra vez. Ahora el deliquio se prolongó como un adagio. Él puso en ejercicio todas sus sabidurías; ella lo dejó hacer con la morosa delectación de la hembra que conoce por instinto los ocultos misterios de la vida.

Al terminar quedaron los dos hartos de amor. Después de un largo silencio desmayado se separaron igual que se separan los oficiantes de un rito que termina. Ella se alejó sin volver la vista. Se detuvo él a verla: caminaba con lentitud, con el cansancio del amor cumplido. ¿La vería de nuevo alguna vez? Quién sabe. La vida es breve; las horas son oscuras. Una cierta melancolía lo invadió. La tristeza sigue siempre a la pasión. Reposó unos minutos su fatiga. La luna había salido, y entraban las estrellas. En aquel claror la noche era ahora menos noche. Una extendida nube empezaba a pintarse con el color del día. ¿Tanto había durado aquel encuentro que duró tan poco? Sintió que se vaciaba de aquel sentimiento pesaroso que por un rato lo llenó. Volvió a ser el másculo orgulloso que se ensoberbece de sus victorias amorosas.

Encaminó sus pasos a la casa. Ahí lo esperaba la mujer, inquieta por no saber dónde había pasado la noche, pero feliz al verlo regresar. Le sirvió un tazón de leche tibia. Era un buen alimento —solía decir— para empezar el día. Bebió la leche a tragos despaciosos. Luego se echó a dormir, cansado y satisfecho. Ya con los ojos llenos de sueño no pudo evitar una especie de ronroneo de placer. La mujer que se creía su dueña le acarició la cabeza y él respondió, adormilado, con otro semejante ronroneo. Al parecer eso la ponía contenta. Otra vez se estremeció su cuerpo cuando creyó sentir a su lado el de aquella a la que había poseído la noche anterior. El recuerdo de la suavidad de su piel, de la cálida tibieza de su grupa, de su entrega, sus quejos y arrebatos, lo hizo evocar el paraíso terrenal. Entonces el gato de mi historia se sintió feliz y se durmió con el sueño sin sueños de los gatos.

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En los primeros tiempos, los del Antiguo Testamento, Yahvé tenía por principal ocupación inventar castigos para los humanos. Hacía caer sobre ellos plagas espantosas; les incendiaba sus ciudades y cultivos; les confundía las lenguas; tornaba en sangre el agua de sus ríos; los convertía en estatuas de sal. Cierto día se le ocurrió un castigo nuevo: haría llover sobre hombres y animales de modo que se ahogaran todos y no quedara ningún ser vivo sobre la superficie de la tierra. Salvaría únicamente a un varón, no porque fuera totalmente justo —Noé también tenía sus pecadillos—, sino porque el Señor necesitaba un testigo que narrara después lo sucedido y que sus hijos no se apartaran ya de sus mandatos por el miedo de ahogarse ellos también. Ese temor subsiste todavía. En mi caso, cuando hago algo que se sale del reglamento y empieza a lloviznar, me pongo muy nervioso y digo en mi interior: “¡Uta! ¡Ya supo!”.

Sucede que Noé hizo entrar en el arca a una pareja de cada especie de animales. Era muy previsor ese patriarca. Se preparó para el Diluvio a pesar de que su esposa le decía con tono agrio: “A ver si ya dejas de estar haciendo ese adefesio y te metes a la casa. ¿No ves que va a llover?”. Tan prudente era Noé que quiso evitar desde el principio que ya en el arca los animales se entregaran a sus efusiones amorosas, pues eso —pensemos, por ejemplo, en los elefantes, los hipopótamos y los rinocerontes— haría peligrar la estabilidad de la nave.

Así, convocó a todos los machos y les pidió que le entregaran el atributo que los distinguía como tales. Él no se despojó del suyo (“Mi mujer casi no se mueve” —declaró a título de justificación), pero a cada animal le entregó un papelito que decía: “Vale por un pito de…” y el nombre de cada espécimen.

Cuando acabó el Diluvio y se secó la tierra el buen Noé hizo que los machos se formaran para bajar del arca, y según iban saliendo les entregaba su correspondiente atributo de másculo. El monito descendió del arca y le dijo lleno de sobresalto a la monita:

—¡Noé me dio por equivocación el vale del asno, y mira lo que me entregó!

Respondió la monita, presurosa:

—¡Tú hazte tonto y camina más aprisa!

JURARÍA QUE…

Este hombre es escritor. Se llama Gustave Flaubert. Ha escrito una novela cuyo título es Madame Bovary. Su libro llegará a ser muy famoso. Trata de una mujer de nombre Emma que vive en un pequeño pueblo de provincia. Está casada con un médico cuyo carácter, metódico y poco imaginativo, contrasta con el de su mujer, frívola y fantasiosa. Ella se aburre. Al parecer el autor de aquella obra piensa que una mujer que se aburre es peligrosa para sí misma y para los demás, sobre todo para su marido.

Del tedio de Emma, sentimiento al parecer inocuo, el escritor toma el hilo que la conducirá ineluctablemente a la tragedia. El doctor Bovary lleva a su mujer a una ciudad más grande, para que cambie de clima. Ahí Emma conoce a otro hombre y se hace su amante. No diré que en eso hacía consistir ella el cambio de clima —decir tal cosa sería irreverencia ante la obra maestra—, pero sí diré que el amasiato terminó desdichadamente, lo cual no equivale a decir que el amasiato desdichadamente terminó. La mujer cae enferma, de desilusión quizá, y aunque sana gracias a los solícitos cuidados de su esposo muy pronto vuelve a aburrirse nuevamente, como lo prueba el hecho de que se consigue otro amante. A lo mejor si Emma Bovary hubiese vivido en este tiempo se habría puesto a jugar Candy Crush en su tableta. De ese modo no se habría aburrido y eso la habría alejado del adulterio. Alguien deberá investigar la aportación que hace ese juego a la moral del mundo, aporte seguramente mayor que el de los predicadores.

La cosa termina mal para la señora Bovary. Su nuevo amante se le aleja por el temor que le provocan los arranques de Emma; ella está hundida hasta el hermoso cuello en deudas motivadas por la forma desordenada en que gasta el dinero de su esposo. Total que, como dice el dicho, a la infeliz se le cierra el mundo y no halla otra salida que el suicidio. Se envenena con arsénico.

La novela, ya se ve, es realista, muy realista. En cierta ocasión Flaubert charlaba en el café con un amigo acerca de la actualidad política y social de Francia. Interrumpió de pronto la conversación y dijo: “Pero volvamos a la realidad. Hablemos de Madame Bovary”.

Yo sé de otro escritor que llegó hace años a un pequeño pueblo en el interior de la república. Era de mediana edad, algo regordete; usaba amplio bigote y, aunque calvo, lucía una breve melena que le cubría el cuello por atrás. Llevaba consigo un ejemplar de la novela de Flaubert. Vivía en ese pueblo una muchacha, hija de un granjero, casada con el dueño de la única farmacia que había en el lugar. A esa joven no le gustaba la vida que llevaba. Le parecía que era poco para ella. Soñaba con ir a la capital; quería bailar en aquellos sitios que le habían dicho, tan alegres, conocer gente interesante. El escritor que digo no la conocía. Sin embargo al ir pasando por la calleja donde ella vivía experimentó de pronto una rara sensación y dijo en su interior: “Juraría que he estado antes aquí”.

Al día siguiente el forastero tomó el autobús para volver a la ciudad. Su viaje coincidió con el que hicieron el farmacéutico y su esposa. El escritor y la muchacha ni siquiera se vieron. Él iba pensando en sus cosas; ella en las suyas. Por su parte el marido no pensaba nada: iba dormido. ¿En qué iba pensando el escritor? Pensaba en la extraña sensación de déjà vu que tuvo al pasar por aquella calleja donde jamás había estado. ¿En qué iba pensando la muchacha? En la vida que llevaría en aquella gran ciudad donde seguramente no se aburriría nunca, donde quizá —pensó con inquietud sabrosa— conocería a un hombre que se enamoraría de ella con un amor apasionado, no con el metódico amor de su marido, amor de una vez a la semana. En eso el vehículo llegó a la central. Bajaron de él los pasajeros. El escritor dejó olvidada ahí la novela que llevaba. Al ir a descender del autobús la esposa del farmacéutico vio sobre el asiento el libro. Leyó el título de la portada: Madame Bovary, y una extraña sensación la hizo estremecerse levemente. Pensó: “Juraría que he estado antes aquí”.

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Don Gerolano era el miembro más viejo de la mesa de café conocida con el nombre de “los Minifaldos”. La llamaban así porque todos sus integrantes estaban a cinco centímetros del hoyo.

¿Qué edad tenía don Gerolano? Lo ignoro a ciencia cierta. Y también incierta, pues él nunca reveló sus calendarios. Cuando alguien, indiscreto, le preguntaba: “¿Cuántos años tiene usted?”, él respondía igual que don Artemio de Valle Arizpe, conterráneo mío: “Perdone que no se lo diga. No me gusta hablar de mis enemigos”.

Era hombre viejo ya don Gerolano. Desde luego también eso es ambiguo: viejo es el que tiene 15 años más que tú, sea cual fuere tu edad, así tengas 90. Por eso hay que celebrar siempre la vida y vivirla con plenitud hasta lo último.

Ronald Reagan dijo en un discurso cuando ya era hombre de edad muy avanzada:

“Me da muchísimo gusto estar aquí. De hecho, a mis años me da muchísimo gusto estar en cualquier parte”.

Dylan Thomas escribió esto que cito de memoria:

Do not go gentle into that good night.

Old age should burn and rave at close of day.

Rage, rage against the death of light.

(No te entregues dócilmente a esa amable noche.

En la vejez hemos de arder también, apasionarnos.

¡Rebélate, rebélate contra la muerte de la luz!).

Por eso merece encomio esa ancianita que inquietaba a sus hijos y sus nietos porque pese a ser casi centenaria solía bajar del segundo piso deslizándose como una niña por el barandal de la escalera. A fin de evitar que hiciera eso sus familiares enredaron alambre de púas en el barandal. Días después alguien le preguntó a una de sus nietas:

—¿Ya no se resbala tu abuelita por el barandal?

Se sigue resbalando —respondió la chica—. Pero al menos ahora lo hace más despacio.

Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él.

Sucede que don Gerolano dejó de asistir unas semanas a la tertulia del café. Cuando volvió lo hizo acompañado por una estupenda rubia en flor de edad y en plenitud de carnes. Por supuesto a las leguas se veía que la muchacha era una de esas que en inglés se llaman “bimbo”, mujer frívola, llamativa, interesada sólo en el dinero. Grande fue la sorpresa de los tertulianos cuando don Gerolano les presentó a la fémina como su esposa. Uno de los amigos lo llevó aparte y le preguntó al mismo tiempo con admiración y envidia:

—Ya sabemos que eres rico, pero ¿cómo lograste que esa preciosidad se casara contigo, a tus 80 años?

Respondió don Gerolano con una gran sonrisa:

—Le dije que tengo 90.

Mal negocio hizo la codiciosa mujer. Con las delicias de himeneo el provecto señor cobró un segundo aire, y luego, merced a las miríficas aguas de Saltillo, un tercero y un cuarto. Todas las noches sin faltar ninguna hacía en su mujer obra de varón, y eso lo revitalizaba aún más, de modo que el carcamal andaba fresco y rozagante, y en cambio la güera se veía pálida, ojerosa y escuchimizada, al borde mismo de la emaciación. Acudió la agotada mujer con un doctor y le preguntó si no había en el vademécum alguna especie de Viagra al revés, una pastilla que le quitara a su verraco esposo el impulso de libídine.

—Señora —le informó el facultativo, pesaroso—, contra las miríficas aguas de Saltillo no hay fármaco que valga. Tan grande virotismo poseen esas taumaturgas linfas que, por ejemplo, no se puede cocinar en ellas pasta, porque los espaguetis quedan tiesos, erguidos, firmes; enhiestos como pértiga, mástil o alabarda, y es imposible enredarlos en el tenedor para comerlos.

A falta de auxilio de la ciencia médica la rubia fue entonces a buscar ayuda espiritual y le preguntó al Padre Arsilio si le sería lícito —a ella, claro— negarse a las demandas de erotismo de su esposo. El buen sacerdote le contestó que no: tanto el derecho civil como el canónico, le dijo, exigen a los casados la mutua dación de sus cuerpos.

—Lo que te recomiendo, hija mía —concluyó con un suspiro—, es que te resignes cristianamente a padecer los rijos de ese hombre. Ofrece al cielo tus fatigas de alcoba como sacrificio por la expiación de los muchos pecados de tu vida. Le pediré al señor Obispo que emita en tu favor una indulgencia por la cual cada vez que tu marido se te suba, te sea quitado un día de purgatorio.

No haré larga la historia: entiendo que la rubia tiene ganada ya la salvación eterna. Se aplica aquí la copla popular que dice:

No te cases con viejo por la moneda.

La moneda se acaba y el viejo queda.

LA HERENCIA

Este irlandés vive en Irlanda. Hacer esta declaración no es perogrullada: la mayoría de los irlandeses viven fuera de Irlanda. Muchos de ellos son habitantes de Nueva York, y policías por tradición familiar, según se ve en muchas películas de Hollywood. Sucede que a fines del siglo diecinueve hubo en Europa una plaga terrible que acabó con los cultivos de la papa, alimento principal de Irlanda. Se desató entonces una hambruna. Los irlandeses que no murieron de extenuación juntaron sus escasas fuerzas y recursos y viajaron con su pobreza a América, es decir a Estados Unidos. Quienes habían sido campesinos encontraron ahí su nueva vocación: la de gendarmes. Para eso eran grandotes y pugnaces. Algunos también se hicieron gangsters. Para eso eran pugnaces y grandotes.

Este irlandés que digo no vive en Nueva York, ni es policía ni gánster. Vive en un pequeño lugar al sur de Dublín y es campesino. Un campesino acomodado, pues aquella plaga papal desapareció hace mucho y los cultivos entraron en bonanza. Ahora este hombre tiene 95 años; es rico y va a morir. En el lecho de muerte llama a sus hijos y nietos, y a un notario. Les hace una extraña petición: cada uno debe llevar una grabadora. Todos piensan que el señor va a dictar su última voluntad y desea que en esos aparatos grabadores quede el testimonio de sus disposiciones postrimeras. Seguramente por eso pidió también la presencia de los tres principales notables de la aldea: el alcalde, el maestro y el cura párroco. También ellos deben llevar su grabadora. La fortuna es cuantiosa, razonan los convocados, y el campesino, desconfiado como todos los hombres del campo en todo el mundo, quiere dar certidumbre y fijeza a sus palabras. Reunidos todos en torno del lecho donde el anciano yace, éste les pide poner a funcionar sus grabadoras. Obedecen. En el silencio de la habitación se escucha sólo el ruido de las maquinillas. Algunos esperan las palabras rituales con las que empiezan los testamentos: “Yo, Fulano de Tal, en pleno uso de mis facultades…”. Otros piensan que el agonizante les dirá su despedida, o quizá palabras de consejo. Nada de eso sucede. El anciano, los ojos cerrados como para recordar mejor, empieza a cantar una canción.

Es una antigua canción gaélica que nadie entre los presentes ha escuchado. Las palabras y la música salen con claridad de los labios del agonizante. ¡Qué hermosa es la canción! Habla del amor y de la vida, dos temas que son en verdad un mismo tema. Escuchan todos, conmovidos, y sin darse cuenta acercan un poco más sus grabadoras a fin de que recojan mejor aquella pequeña joya de belleza. Termina el canto. Ahora el anciano sonríe. Abre los ojos y con una señal pide a los circunstantes que apaguen sus grabadoras. “Es una vieja canción nuestra —les dice—. Una canción irlandesa. La aprendí de mis abuelos, y ellos de los suyos. Nunca la he vuelto a oír; estoy seguro de que nadie ya la sabe. Tuve miedo de que algo tan bello desapareciera del mundo al irme yo. No tengo ya ese temor. Podemos pasar ahora a cosas menos importantes, el dinero y las cosas terrenales”…

Esta historia me la contó Alejandro Souza, mexicano, desde ese país tan lejano del nuestro, y tan cercano, que es Irlanda. Me la envió en un correo que guardo aún como se guardan las cosas buenas de la vida. Siempre he pensado que quien escribe una canción hermosa al morir se va derechito al cielo, con todo y zapatos, como antes se decía. Llegará este hombre, o esta mujer, a las puertas de la morada celestial y el Señor le preguntará: “¿Qué hiciste en la Tierra para merecer estar aquí?”. Responderá él, o ella: “Compuse una canción”. El buen Dios querrá saber: “¿Cómo se llama esa canción?”. Dirá él: “Se llama ‘Solamente una vez’”. Dirá ella: “Se llama ‘Bésame mucho’”. Al Señor se le iluminará el rostro. Exclamará con entusiasmo: “¿Tú hiciste esa canción? ¡Entra en mi casa, por favor! ¡Yo soy tu fan!”. También se salvará quien guarde una canción para que no se pierda. Lo sé por esta historia, que más que historia parece una canción.

CADA QUIÉN…

La gente le decía don Tolo. Pensaban los vecinos que su nombre era Bartolo, pero no: se llamaba Anatolio, nombre excesivo para aquella colonia de clase media baja donde vivía el señor con su mujer y sus tres hijas. Le envidio a don Anatolio sus tres hijas. Con ellas tenía él asegurados tres platos de sopita. Hay una famosa película del viejo cine mexicano que se llama Cuando los hijos se van. Los hijos, fíjense ustedes bien, no las hijas. Nunca se filmará una película que se llame Cuando las hijas se van. Porque las hijas no se van nunca. Son como los árboles.

Muy buena suerte tuvo don Anatolio, digo yo. Y mala, muy mala, la tuvieron su esposa y sus tres hijas. Porque el tal don Anatolio era un rufián. Veía en su mujer a una sierva y en sus hijas a tres esclavas prestas a obedecerlo siempre. Y bien que lo obedecían todas, pues si no lo hacían menudeaban los golpes, los cintarazos y aun los palos. Se escuchaban a diario gritos en la casa, pero los vecinos pensaban que las muchachas estaban peleando entre sí. Pobrecitas, maduras ya y solteras. Seguramente no se aguantaban ni solas. A nadie se le ocurría pensar que don Tolo, tan educado, tan correcto, era la causa de aquellos llantos y lamentaciones. “Buenos días, vecino”, o: “Buenas tardes, vecinita”, saludaba él con mucha urbanidad al tiempo que se llevaba la mano al sombrero y se inclinaba en una pequeña reverencia. Todos se hacían lenguas al encomiar la buena educación y cortesía de don Tolo, tan amable, tan afable. Mentira todo, puro fingimiento. El señor era candil de la calle y oscuridad de su casa.

Un buen día —buenísimo— don Tolo amaneció muerto. Bien muerto. Me habría gustado decir que su mujer lo asesinó, o que las hijas, hartas de sus malos tratos, se conjuraron para mandarlo al otro mundo. Eso le daría interés al relato. Pero no. Fue la naturaleza la que se lo llevó. La sabia señora usó un infarto masivo al miocardio para sacudirse a ese canalla que ante el mundo pasaba por fino caballero. Aquella mañana doña Teresa, su mujer, despertó cuando el sol ya estaba alto. Había dormido como jamás lo hacía, a todo su placer. Le extrañó que su marido no la hubiese despertado a las tres de la mañana para que le hiciera un té, o a las cuatro para que le sobara los pies, pues los tenía frío, o a las cinco para que le diera masaje en la espalda, que le dolía mucho. Eso hacía cotidianamente el muy maldito. Pensó la señora que su esposo dormía. Se levantó, salió de la recámara procurando no hacer ruido, pues si lo hacía se despertaría furioso el hombre, y a eso seguiría la golpiza de cada día. En la cocina se tomó un cafecito muy a gusto. Le extrañó que su marido no saliera, aunque estaban sonando ya las 12 del mediodía en el reloj de Catedral. Volvió a la alcoba y se acercó, temerosa, al hombre que yacía en la cama. Fue entonces cuando se dio cuenta de que don Tolo estaba muerto.

Llamó a las muchachas y les dijo lisa y llanamente, con voz fría. “Murió su padre”. Las tres empezaron a llorar. Pensaban que era su obligación. “Momento —las interrumpió doña Teresa—. Aquí no caben lagrimitas. El muerto era un cabrón. Acuérdate, Susana, de cuando no te dio permiso de estudiar. Y tú, Rosa María, recuerda aquella vez que golpeó a tu novio porque te trajo serenata y el muchacho ya no quiso volver. Chela: no se te olvide que te quebró la quijada con el puño. Así que nada de llorar. Antes bien deberíamos estar contentas y felices. Si no reímos y cantamos, si no pegamos saltos de alegría, no es por respeto al muerto, que ninguno merece, sino por respeto a la muerte”. Así habló doña Teresa.

Las hermanas se vieron entre sí y luego movieron la cabeza en señal de asentimiento. Aquel día, por vez primera en muchos años, nadie oyó gritos ni llantos en casa de don Tolo. Y eso que había muerto tendido. Hay hombres —y mujeres también— que con su muerte dan felicidad a quienes tuvieron la desgracia de vivir con ellos. Sus deudos ponen cara seria en el velorio y el sepelio, por aquello del qué dirán, pero por dentro están dando gracias a Dios de que se llevó al difunto, o a la difunta. Pero allá cada quien con su vida. Y allá cada quien con su muerte.

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Meñico Maldotado sufría de cortedad porque su bibí sufría de lo mismo. ¿Qué es bibí? En judeo-español esa palabra sirve para designar al atributo del varón. Si un hombre le reclama a otro por mirar a su esposa o a su novia, éste responderá:

—No hago daño al mirarla, caballero. El ojo no es bibí.

Se angustió el pobre Meñico pues una linda chica había aceptado ir con él al Ensalivadero, solitario paraje a donde solían ir las parejas a practicar eso que en inglés se llama “necking” (“Quien le puso ese nombre no sabe nada de anatomía”, comentó Gorucho Marx), y en español mexicano se conoce como pichoneo, cachondeo o guacamoleo.

—¿Qué sucedería, —pensaba con aflicción Meñico— cuando la chica descubriera su escaso capital de entrepierna?

La noche de marras, en el Ensalivadero, los dos se pasaron al asiento de atrás del automóvil. En la oscuridad Meñico le dijo a la muchacha:

—Tengo algo para ti. Y así diciendo le guió la mano hasta ponerla en la consabida parte.

—Gracias —respondió ella—. No fumo.

¡La chica pensó que lo que su galán le ofrecía era un pitillo, dicho sea sin juego de palabras!

Meñico no es el único que padece esa minusvalía. Recordemos a aquel señor que al responder una encuesta acerca del tema declaró:

—El tamaño no importa; importa la técnica.

La chica que hacía la encuesta anotó:

“Uno más de pija pequeña”.

Otro pobre hombre que sufría de esa misma indigencia fue a la consulta de un urólogo. La cosa empezó mal: cuando le vio la mencionada parte el médico le pidió a su asistente que le trajera una lupa (la de 42 potencias, para colmo). Le preguntó al paciente:

—¿Tiene usted algún problema a causa del ridículo tamaño, perdón, del reducido tamaño de su parte?

—Sí, doctor —respondió el tribulado consultante—. Por la mañana batallo mucho para hallármela cuando voy al “pipisrúm”.

—¿Y por la noche? —inquirió el facultativo—.

Respondió el lacerado:

—Por la noche el problema es menor, porque entonces somos dos los que buscamos.

Hablando de carencias, un toro de lidia fue indultado por su bravura, y el ganadero lo dedicó a semental. Una tarde el toro vio a una luciente vaca que al parecer estaba en la temporada grande, pues se acercó a él, incitante. El problema es que la vaca era de la ganadería vecina, y los dos campos estaban separados por una cerca de alambre de púas. Pero Omnia vincit amor. El amor todo lo vence. El toro retrocedió unos pasos, tomó impulso y saltó sobre la cerca. ¡Oh desdicha! Amor et melle et felle fecundus est. El amor es rico lo mismo en miel que en hiel. No alcanzó el infeliz bovino a trasponer la cerca y en las afiladas púas del alambre quedaron sus testes, dídimos o compañones. Al escuchar los bramidos de dolor del animal acudió el ganadero y llegó también el mayoral de la otra ganadería. Vio el dueño a su semental —ex semental ahora— y dijo apesadumbrado:

—Ni modo: el animal quedó castrado y ya no puede cumplir su natural función. Tendré que sacrificarlo.

—No lo haga —le aconsejó el mayoral—. El toro fue bueno en la plaza y fue bueno también en el campo bravo. Ciertamente no puede ya hacer lo que hacía antes, pero no se deshaga de él, siquiera sea en atención a lo que fue. ¿Por qué en vez de sacrificarlo no lo deja de asesor?

EL APARATITO

Se aburría. Se aburría mortalmente, que es un modo muy vivo de aburrirse. Una mujer que se aburre es peligrosa tanto para sí misma como para quienes la rodean. A ella la rodeaba por todas partes su marido, lo cual era uno de los motivos de su aburrimiento. Ese tedio se traducía en silencio. Pasaba días sin decir más palabras que las necesarias. En un principio a él le preocupó su mutismo. ¿Qué te sucede? Nada. ¿Te duele algo? No. Pero acabó por acostumbrarse —los hombres acaban por acostumbrarse a todo—, y optó por callar él también.

Cuando llegaba del trabajo se encerraba en su cuarto (tenían habitaciones separadas) y encendía el televisor. Ella, por su parte, leía. Esa costumbre, la de leer, fue la causa remota de su divorcio. La causa próxima fue que la mujer rompió el silencio. No con palabras, sino en una forma que él no pudo tolerar. En cierta librería la señora vio un libro cuyo título le llamó mucho la atención. Se llamaba Sacudidas. La autora hablaba de la agobiante rutina que sufren las mujeres que pasan la vida en su casa, y proponía una serie de medidas para romper su hastío. Algunas de las sugerencias eran —digamos— extremadas: saltar en paracaídas; emprender un viaje en bicicleta por el país; fumar mariguana. Las más, sin embargo, eran muy asequibles, y no presentaban riesgo alguno: aprender a tocar las castañuelas; tomar lecciones de chino mandarín; vender seguros. Había otras recomendaciones que a ella le interesaron grandemente, pues tenían contenido erótico: tomarte tú misma fotografías desnuda; ver películas porno (sin acompañante); acostarte con un hombre 20 años menor.

Fue ahí donde encontró el consejo que finalmente decidió seguir: comprarse un vibrador. La autora declaraba que el uso de juguetes sexuales data de los más antiguos tiempos: se conoce un dildo —artilugio en forma de pene— proveniente del paleolítico inferior. No sé cuándo haya sido eso, pero todo indica que fue hace mucho. ¡Anímate!, incitaba la escritora a sus amables lectorcitas. La mujer tiene derecho a buscar el goce sexual en la manera que le acomode más y un vibrador es un medio fácil, seguro y económico de conseguir ese deleite. Visitar una sex shop es hoy tan natural como ir al súper. Ahí podrás adquirir cosas que enriquecerán tu intimidad y le darán nuevo sentido a tu existencia.

Fue la señora, pues, a una de esas tiendas —se puso lentes negros, pues era católica y así sentía menos remordimiento— y compró un vibrador de la marca Twist and Shake (placer garantizado o la completa devolución de su dinero). Esa misma noche lo probó. Aquello fue un descubrimiento. Sintió cosas que jamás había sentido. Volvió a tener vida sexual, que hacía mucho tiempo no tenía. Al marido no le extrañó escuchar aquel ruidito en el cuarto de su esposa; pensó que se estaba secando el pelo. Pero una vez las vibraciones lo despertaron a las dos de la mañana. Esas no eran horas de secarse el pelo, razonó. Fue a donde estaba su señora y la encontró ocupada en aquel solitario menester. Ella le dijo que no podía dormir y que el aparatito era un somnífero muy recomendado por la ciencia médica.

El tipo no creyó la explicación. Se molestó bastante. Que tu esposa te engañe con otro hombre es cosa seria y más que te sea infiel con otra mujer; pero que te ponga el cuerno con un artículo de plástico, aunque sea americano, es algo inadmisible. Le ordenó a su consorte que se deshiciera del vibrador. Ella invocó sus derechos de mujer. Dijo el marido: O él o yo. La señora no respondió y su silencio fue interpretado por el esposo como señal de que ella prefería el aparato. De ahí vino el divorcio. Ahora él sale a la calle buscando un cariño, buscando un amor, y ella se está en casita feliz con su Twist and Shake. Desde luego —lo juro por lo más sagrado— este texto no es para hacer propaganda a los vibradores, ni de esa marca ni de ninguna otra. Tampoco es un relato pornográfico. Menos aún constituye un alegato feminista. Trata solamente de las infinitas formas que puede tener el erotismo, una de las mayores riquezas de lo humano. Con ese espíritu lo escribí. Con ese mismo espíritu se debe leer.

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En cierto pequeño pueblo de Tamaulipas, bello estado donde hay ahora otro estado dentro del estado, había un señor cura que tenía un vicio. No era pederasta, ni trataba carnalmente con hombre o con mujer, ni se embriagaba en tristes borracheras de buró. Su vicio era el dominó.

Ese juego es al ajedrez lo que la cumbia a la ópera, pero sus combinaciones enloquecían al presbítero en tal modo que dedicaba por lo menos dos horas cada día a su entretenimiento.

Lo dominaba como maestro consumado; era el Lasker, el Capablanca o Kasparov del dominó. Conocía a la perfección el argot, jerga, caló, jiria o tatacha del juego. Sabía que “la Kitty de Hoyos”, “el queso gruyer” o “la cacariza” es la carreta de seises (al cacarizo o picado de viruelas se le llamaba en el pasado siglo “la mula de sietes”); que “la encuerada” es la carreta de blancas; que “el catre” o “cuajo” es el cuatro; que “dar changüí” es jugar con la intención de dejarse ganar y que “ponerle número a la casa” es anotar cuando ya te ibas a quedar “zapato” o “zapatero”, esto es a terminar la partida sin haber obtenido un solo punto.

Afrontaba un problema el señor cura: el único lugar del pueblo donde se jugaba al dominó era la cantina, sitio que ciertamente no se podía contar entre los santos lugares.

Vencía sus escrúpulos el párroco —las tentaciones son para caer en ellas— y diariamente iba a las 12 horas en punto a “La sacristía”, que tal era el nombre de la taberna. Se lo puso su dueño a petición del sacerdote. Así, si el señor obispo le hablaba al padre por teléfono, la encargada de la oficina parroquial podía decirle al dignatario sin mentir: “El señor cura está en La sacristía, Su Excelencia. Voy a llamarlo”.

Tenía el tonsurado tres amigos; con ellos hacía el cuarto de dominó. Cierto día —desdichado día— su compañero usual faltó a la cita. El prebendado se afligió: ¿iba a perder el juego? Primero se perdería la eterna bienaventuranza o, más importante aún, la comida de langostinos, cauques, piguas, chacales, camarones de río o acamayas que Pascuala, su sabia cocinera, le preparaba los domingos y fiestas de guardar.

Volvió la vista y vio en la barra de la cantina a un mocetón que, solo, bebía su Palfísico. Así llamaban los parroquianos a la rica cerveza Pacífico. Fue hacia él y lo invitó a hacerle el cuarto en el dominó.

—Discúlpeme, padre —respondió el muchacho—, pero no sé jugar.

—Es la cosa más fácil del mundo, hijo —argumentó el presbítero—. Es más fácil que el pecado. Aprenderás en menos que se persigna un cura loco.

Le digo que no sé jugar —repitió el joven—. Conmigo va usted a perder.

—Anda, ven —porfió el párroco—. Una de las obligaciones del creyente es acatar los designios del Señor, o en su lugar de sus ministros.

Velis nolis se sentó el muchacho a jugar como compañero del sacerdote. Excuso decir el resultado: se apostaba dinero y los rivales del cura y su aprendiz les pusieron una zapatería de padre y señor mío. El ministro del Señor por poco pierde hasta la sotana. Se levantó de la mesa hecho una furia y con ignívoma iracundia le reclamó al novato su crasa ineptitud; le dijo que por su pendejez había perdido las limosnas de toda la semana.

—Perdóneme, señor cura —se disculpó, contrito, el infeliz.

—¡En la iglesia te perdonaré, cabrón —le contestó en paroxismo de cólera el presbítero—, pero aquí vas y chingas a tu madre!

AMOR DE LOS DOS

Comenzaron a platicar hace 50 años y no han terminado todavía. Casi siempre su conversación empieza con las mismas palabras: “¿Te acuerdas?”. Los sorbos a la taza de café le van poniendo puntos suspensivos al recuerdo de los pasados tiempos. Hablan. Hablan de cuando eran novios, del día que se casaron, de las penurias iniciales, de la llegada de los hijos y los nietos. Y al final siempre la misma reflexión: “¡Cómo se va la vida!”.

Yo me pregunto si en verdad se va y acabo por pensar que no. La carne y la sangre de este hombre y esta mujer seguirán viviendo en la sangre y la carne de aquellos a quienes dieron vida. Y son muchos. La nietada, como ellos dicen, es muy grande. Los días que la familia se reúne en la casa paterna —en la casa materna, más bien—, aquello parece una ruidosa convención. Y pensar que todo principió con aquella pregunta que él le hizo con vacilante voz por el temor de que lo rechazara: “¿Me permites que te acompañe?”. Ella se lo permitió. Y se lo sigue permitiendo cada día. Para él eso es como un milagro, un regalo permanente de la vida. ¡Su mujer es todavía tan bella! La sonrisa con que cada mañana lo saluda hace que en la casa brille el sol aunque afuera esté lloviendo o tiriten las calles por el frío. Hay en sus ojos la misma luz que tenía de muchacha y en su voz la misma música de la juventud. Antes era muy bonita; ahora es muy hermosa. La mira él y no advierte en su rostro la marca de los años, ni ve en su andar el peso de la edad. Para él es la misma mujer de la que se enamoró al verla por primera vez y de la que sigue enamorado.

No se explica por qué le llegó ese prodigio. Él no era guapo, ni tenía dinero, ni su familia era de buena sociedad. Y sin embargo fue él quien recibió el milagro y no otro. Un amigo que fue vecino de ella en aquel tiempo le dice cada vez que se lo topa: “En el barrio todos te odiábamos. Te llevaste a la muchacha más bonita”. El día que se casó con ella ha sido es el más feliz de todos los días de su vida y vaya que ha vivido muchos. No se apena al decir que fue un sueño. Ni siquiera lo sacó de su éxtasis la travesura que le hizo aquel fotógrafo que retrató la boda. Cuando acabó la fiesta, cuando con su novia subió feliz al coche en que harían el viaje de luna de miel, le dijo al fotógrafo: “Me haces un buen trabajo”. Respondió el hombre con pícara sonrisa: “Tú también”.

Cuántas cosas han sucedido desde la fecha en que emprendió el camino con su compañera. Ha habido horas de reír y horas de llorar. Han tenido días serenos y noches de tormenta. Pero han gozado la felicidad y han afrontado las penas tomados de la mano. Cuando la dicha se comparte es más grande y cuando se comparte el sufrimiento es más pequeño. Ella bromea a veces acerca de su vida juntos. El otro día le dijo él: “¿Te acuerdas de que yo no quería comprar un televisor de control remoto, porque era más caro que el que no tenía control, y tú al fin me convenciste de comprarlo?”. Ella le contestó, como recordando: “Se ha batallado; se ha batallado”.

Es cierto. Ella ha batallado con sus pequeñas impertinencias de marido y con sus grandes equivocaciones de hombre. Para las pequeñeces ha tenido el don de la paciencia; para los errores graves la sabiduría del perdón. Cuando les preguntan: “¿Cómo han durado tanto?” responde su mujer: “Gracias a Dios”. Y contesta él: “Gracias a ella”. El final del camino ya está cerca. Su paso es ahora lento. Ella batalla un poco para caminar, pues le duele una rodilla. (“Esta pata no me quiere”, dice). Él tiene problemas de columna y a veces su respiración se vuelve fatigosa. Pero ninguno de los dos tiene miedo de morir, así como nunca tuvieron miedo de vivir. Cuando hablan de la muerte lo hacen con serenidad y sin temores. Tienen la certidumbre de que su vida continuará en otras vidas. Quizás es eso lo que lo que las religiones llaman “vida eterna”. Y es que el amor que los unió es eterno. De dos que se aman nace una eternidad. En esa eternidad seguirán platicando, como ahora. En esa eternidad seguirán preguntándose uno al otro: “¿Te acuerdas?”.

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Doña Gastona debería tener en su recámara un altar con la imagen de James Rouse. A este señor se le atribuye la invención del mall comercial, así como al demonio se le imputa la creación del mal, que es más comercial aún que el mall. Lo digo sin ánimo de comparación.

Cada semana, sin fallar ninguna, doña Gastona se iba de shopping al mall, ya sola, ya en compañía de sus amigas.

¿Habrá algo que le guste más a la mujer que ir de compras? Nadie rebaje a lágrima o reproche eso que digo. Lejos de mí el ánimo peyorativo. Si para algo debe servir el dinero del hombre es para que se lo gaste la mujer. En la Constitución debería figurar el derecho de la esposa a tantos años de viudedad como le sean necesarios para acabarse lo que le dejó su marido. Eso es ley natural; corresponde a la naturaleza de las cosas.

Sé de una encuesta en la cual se preguntó a un buen número de damas qué preferían: el placer del sexo o el placer del shopping. Todas, incluso las encuestadoras y otras tres mil mujeres que nada tenían que ver con la encuesta, respondieron que preferían ir de compras antes que a la cama. Parece ser que a las señoras les gusta más vestirse que desvestirse. (Los señores viceversa). Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él.

Doña Gastona era bastante fea: le daba un cierto aire a Margaret Hamilton, prototipo de las brujas en El mago de Oz. Pero tenía una amiguita de muy buen parecer: joven, de rostro agraciado y bonancibles curvas. Aquel sábado las dos fueron de compras al centro comercial. A media tarde doña Gastona le dijo a Guinivére, que así se llamaba la muchacha:

—Vamos a tomarnos un cafecito, Guini, mientras se enfrían las tarjetas y dejan de echar humo.

En el curso de la conversación la joven esposa le confió a su madura compañera:

—Mi marido me va a matar cuando sepa todo lo que me gasté.

—Conozco bien a los hombres —la tranquilizó doña Gastona—. Me he casado con tres, y ya tengo visto el próximo. Sé por tanto cómo se les maneja y dónde tenemos la rienda para conducirlos. Cómprate un juego de ropa íntima provocativa, preferentemente de encaje rojo con aplicaciones negras; brassiére de media copa y pantaletita crotchless; ponte medias de malla, liguero y zapatos altos de tacón aguja. Verás que con eso se derrite.

Guinivére siguió al pie de la letra las instrucciones de su sapiente amiga. Esa noche se le presentó a su marido luciendo aquel erótico atavío. Le preguntó él de inmediato:

—¿Cuánto gastaste hoy en el mall?

¡Ah, mujeres! ¡Creen que nos embaucan! (Y sí). A la requisitoria de su esposo respondió Guinivére con ronroneo de gatita:

—¿Acaso importa el dinero cuando tenemos el amor?

—Sí importa —replicó Moneto, que así se llamaba el individuo—. Sirve para pagar muchas cosas, incluso algunas imitaciones bastante aceptables del amor. Tendrás que devolver lo que compraste.

—Olvídate por ahora del dinero —contestó Guinivére al tiempo que dejaba como por descuido que se le deslizara uno de los tirantes del brassiére—. Anda, ven a mis brazos y a todo lo demás. Haremos lo que quieras y lo que quieras te haré.

Todo hombre, debo decirlo, es un eterno Adán. El marido de mi cuento, Moneto, guardaba de mucho tiempo atrás un oculto deseo de erotismo que no se había atrevido nunca a revelar a su mujercita, pues ella había estudiado en el colegio de las Adoratrices y un currículum así hace que apliquen restricciones.

—Está bien —cedió Adán; quiero decir Moneto—. Dejaré que conserves lo que compraste, pero…

Se inclinó sobre Guinivére y le describió su deseo, tan largamente contenido. La joven esposa se turbó toda al conocer esa práctica sexual, tan opuesta a sus principios, pero luego pensó en sus fines —especialmente en aquel bolso de piel, precioso, que de seguro le envidiarían sus amigas—, y aceptó participar en ella. Pero ¡ah, la ingrata condición humana! Cuando Moneto se disponía a gozar el inédito deliquio, quién sabe si por las ansias del momento o por alguna escondida inhibición no pudo izar la vela del navío que lo conduciría al anhelado puerto del placer. Frustrado, desguarnido, se dejó caer de espaldas sobre el lecho y le dijo a Guinivére con acento hosco:

—Ni modo, linda. Parece que después de todo tendrás que devolver lo que compraste.

AA

“Y te vamos a comprar tu vestido en La Gardenia”. Así le dijo su hija, la mayor. Todos rompieron a reír y él más que todos. Porque La Gardenia era la tienda que vendía los vestidos de las quinceañeras y él cumplía 15 años. No de edad, claro, sino de no probar una gota de alcohol.

Recordaba lo que fue su vida antes de dejar la copa y se espantaba. Había sido él lo mismo que fue su padre, igual que fue su abuelo: un borracho. Aun ahora, cuando hacía tanto tiempo que sus antepasados estaban muertos, seguían latiendo en su sangre y sentía por ellos una mezcla de odio y compasión. Con frecuencia los soñaba. Los veía frente a él, ebrios, llamándolo con la mano y ofreciéndole una bebida. Él se despertaba, tembloroso, y ya no podía dormir. La memoria le llenaba la noche de fantasmas. Aquella noche que tundió a golpes a su mejor amigo porque le dijo que se quitara de la borrachera. Las tantas veces que fue a dar a la cárcel por pleitos de cantina. El día que asistió ebrio al examen público de su hijo y quiso decir un discurso en el salón de clases y no pudo pronunciar palabra mientras estuvo a punto de caer. Los niños se rieron de él; su hijo, avergonzado, salió corriendo del salón.

Fue entonces cuando se decidió por fin a ir a una junta de Alcohólicos Anónimos. Mil veces se lo había pedido su mujer y él se había negado siempre. Aquello le parecía inútil: borracho hoy, borracho siempre. Recordaba a su padre cuando llegaba cayéndose a la casa. Los dos hijos mayores se ponían frente a la mamá para evitar que el hombre la golpeara; los pequeños se escondían debajo de la cama para que no los viera y los abrazara entre lágrimas, babeando, antes de pegarles también. Ahora aquel borracho era él. Sus compañeros de parranda le decían: “No puedes negar tu sangre”. Pero llegó el día en que supo que eso no podía seguir. Quería a su mujer y a sus hijos y le daba vergüenza que sintieran miedo de él, igual que él sintió siempre miedo de su padre.

Asistió a una sesión de los AA. Oyó a los alcohólicos que narraron sus experiencias. Al hombre que había estado años en prisión porque al ir manejando ebrio atropelló a una anciana y la mató. A la mujer que había perdido para siempre a su familia, por borracha. Y sin embargo ellos y los demás que hablaron se habían liberado del alcohol. ¿Por qué no se liberaba él? ¿Acaso no podía matar aquella maldición que le corría por las venas? Siguió yendo a las juntas de AA. Y finalmente hizo la prueba: dejó de beber un día. Un día nada más. El siguiente tampoco bebió ni el otro. Aquello fue difícil, pero se sentía apoyado. Su esposa y sus hijos iban todos los días a la iglesia a pedir por él. En la casa lo llenaban de cariño y eso lo fortalecía. A veces lo asaltaba la tentación; sentía como un cuchillo que le cortaba por dentro. Pero la resistía.

Cumplió un año sin beber. Le organizaron una fiesta, con pastel de una velita, como si hubiera cumplido un año de nacido. Su familia y sus compañeros de AA lo hicieron sentir un héroe. A un año siguió otro, y otro, y otros más. Y ahora iba a cumplir 15 años sin beber. Fue entonces cuando su hija mayor le dijo aquello de que le iban a comprar su vestido en La Gardenia; fue entonces cuando todos rieron jubilosos, y él más que todos.

En este punto debería terminar la historia. Pero es aquí cuando el demonio que todo escritor lleva consigo se me posa en el hombro y me dicta las siguientes líneas. Me dice que la víspera de la fiesta el hombre de mi historia cayó en la tentación de beber una copa —una nada más— para celebrar el acontecimiento, y que se embriagó, y recayó, y volvió a ser un borracho, y otra vez fue la desgracia y vergüenza de los suyos. Ese final es muy dramático, lo sé. Le da fuerza al relato, en la línea de Dostoievski o de Zola. Pero no sucedió así. La vida es casi siempre más misericordiosa que los escritores. A éstos les gusta el color negro; la vida usa, si no un imposible tono eternamente blanco, sí al menos un compasivo y rutinario color gris. El hombre cumplió 15 años sin beber y no volvió a probar una gota de licor el resto de sus días. Alguien dirá que el final de mi cuento es de color de rosa. Quizá lo sea, pero así fueron las cosas. Todo sucedió tal como lo he narrado, incluso aquella broma de que le iban a comprar su vestido en La Gardenia.

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Empédocles Etílez era un asiduo bebedor. Nada lo podía apartar de la botella. Sus compañeros de parranda lo veían caer al suelo de borracho en la cantina, privado de sentido y exclamaban llenos de admiración:

—¡Este Empédocles! ¡Siempre sabe el momento preciso en que debe dejar de beber!

El buen Padre Arsilio lo amonestaba siempre:

—Hijo mío, ese nefasto vicio te está matando lentamente.

Oponía el temulento:

—No llevo prisa, padrecito.

El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida —no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que no se consume a menos de 300 pies del templo—, trató igualmente de llevar al briago por el camino de la sobriedad. Le dijo en su español dificultoso:

—Yo recomendarle a usté no beber tanto, míster Etílez. Más de 300 mil personas morir cada año en los Estados Unidos por causa del alcohol.

—¡Pero yo soy puro mexicano, cabrón! —replicó Empédocles con altanero tono de jaque de barriada.

Ni a su madre le hacía caso el ebrio. La santa señora le suplicó un día entre sollozos:

—¡Ya no tomes, por el Sagrado Corazón!

—No, mamacita —contestó el beodo—. Ahora estoy tomando acá por el rumbo de la Medalla Milagrosa.

Cierto día Empédocles fue a un baile. Borracho, invitó a bailar a una muchacha y al abrazarla le colocó la mano derecha en una pompi.

—Levante la mano —le pidió la chica, mortificada.

Empédocles alzó hasta lo más alta la mano izquierda, con que sostenía la de la muchacha.

—La otra —precisó ella con enojo—. Quite su mano de ahí.

El achispado Etílez pasó entonces la mano a la otra pompi de la chica al tiempo que le decía muy solícito:

—¿Qué ésta la traes inyectadita?

Un médico, preocupado por la salud del alcoholizado tipo, le ordenó hacerse unos análisis. Vio los resultados y le informó:

—Parece que tiene usted algo de sangre en su alcohol.

Un amigo le preguntó qué preferiría: hacerle el amor a una mujer hermosa o tomarse una botella de vino. Empédocles ponderó el asunto y luego farfulló:

—¿Blanco o tinto?

Todo esto viene a cuento para narrar lo que anoche hizo el borrachín. Fue a un velorio. Desde el otro lado de la sala un sujeto se sacó del bolsillo trasero del pantalón una de esas anforitas de licor llamadas “nalgueras”, porque están hechas para adaptarse a la curvatura del hemisferio glúteo del portador, y se la mostró a Empédocles en gesto invitatorio. Al ver la anforita el azumbrado Etílez saltó sobre el ataúd para llegar prontamente a ella. Uno de los dolientes se indignó al ver tamaña falta de respeto. Le reclamó, irritado:

—¿Por un trago salta usted sobre el féretro?

Tartajeó el chispo:

—Y por dos se lo brinco a lo largo.

LA MADRE

“Mamá llamó a la muerte”, comentó una de las hijas. Preguntó el hijo mayor: “¿O la llamamos nosotros?”. Yo digo que nadie necesita llamar a la muerte. Viene sola. Nos acompaña desde el día de nuestro nacimiento, y nos sigue siempre como una especie de ángel de la guarda vestido de negro. Yo varias veces he podido ver su sombra. Aquel día en que trepé de niño por la escalera de caracol que lleva al campanario de la catedral, y miré un cubo de luz. Pensé que había llegado arriba; me asomé por él, y era una claraboya que daba al vacío. Estuve a punto de caer desde 30 metros de alto. Habría muerto a los diez años de edad. La otra vez fue cuando se me disparó un rifle de calibre .22 al golpear la culata con el suelo. Sentí junto a mi cabeza el roce de la bala. Habría muerto a los 13 años. Ahora veo esa sombra con mayor frecuencia, pero me parece amiga, y hasta siento el impulso de hacerle un guiño, saludarla con la mano o preguntarle: “¿Cuándo vienes?”.

Pero aquí no se trata de mí, sino de aquella señora que llamó a la muerte. Era viuda, vivía sola en la casa donde falleció su esposo. “Aquí me dejó él y aquí voy a seguir”, dijo con firmeza a las hijas y los hijos cuando le propusieron que vendiera la casa y se fuera a vivir por turno un tiempo con cada uno de ellos. Esperaba que la visitaran de tiempo en tiempo —todos vivían fuera—, pero eso no sucedió. “El trabajo, mamá, tú sabes”. O: “Los hijos, mamá, tú sabes”. La llamaban por teléfono el día de la madre, o en Navidad —de su cumpleaños no se acordaban, o quizá ni siquiera sabían cuándo era—, y pare usted de contar. ¿Cuándo fue la última vez que los vio a todos juntos? Cuando el entierro de su marido. Y de eso hacía ya cinco años. Quizá la siguiente vez que se reunirían sería cuando muriera su madre, y, claro, ella no los vería ya.

Fue entonces cuando se le ocurrió la idea. Escribió en un papel los nombres de sus hijos: Adolfo, María Luisa, Hortensia, Ernesto, Francisco Javier. Era el tiempo en que los mensajes urgentes se enviaban por telégrafo y a cada uno de ellos le puso un telegrama firmado por el hermano que le seguía en edad. El del mayor lo firmaba el hermano menor. Todos los telegramas tenían el mismo texto: “Mamá muy grave (punto). Ven inmediatamente (punto)”. Luego, alegre por la amorosa travesura que se le había ocurrido, se puso a esperarlos. Llegaron todos el día siguiente. Pensó que aquella sería una ocasión feliz. Se equivocó también. Cuando los hijos la vieron buena y sana se enojaron. ¿Por qué los había engañado así? Todos tenían compromisos importantes que dejaron para venir. Habían hecho el gasto inútilmente. ¿Sabía ella lo que costaba el boleto del avión? ¿Y sus trabajos? ¿Y los niños? ¿Y sus maridos o mujeres? La cena, que ella había imaginado una reunión feliz llena de recuerdos bonitos y de risas, fue un ceñudo regaño sin palabras.

Sintió que algo se le rompía por dentro, pero no dijo nada. Murió esa misma noche. Tendrán que perdonarme lo melodramático del sucedido, pero la vida suele ser a veces muy melodramática. Y la muerte más. Fue entonces cuando la hija, con tono de recriminación, dijo aquello de: “Mamá llamó a la muerte”. Fue entonces cuando el hijo mayor preguntó, inquieto: “¿O la llamamos nosotros?”. Por mi parte no sé. Lo más probable es que nadie la haya llamado. Vino solita. Supo que la fruta estaba ya en sazón y la cortó. De eso nadie tiene la culpa. Decimos siempre: “Así es la vida”. Deberíamos también decir: “Así es la muerte”. El caso es que a los hijos los sigue ahora, a más del tenaz ángel vestido de negro, otro ángel sombrío: el del remordimiento. No lo digo a modo de advertencia, para que los hijos visiten a sus mamás. ¿Quién soy yo para andar por ahí dando consejos? Además eso rebajaría este relato al nivel que dijo Borges, de lágrima o reproche (disculpen ustedes la comparación). Lo digo nada más para ilustrar un pensamiento que se me ocurrió hace días: si la vida es caprichosa, más caprichosa aún es su hermana la muerte. Y ni contra la vida ni contra la muerte podemos hacer nada, aparte del inocuo ejercicio de escribir sobre ellas.

EL CHAN

“Niños pobres… Niños ricos…”. Así empezó mi amigo su relato. Y continuó: “Siempre habrá niños de las dos especies. Ni los niños ricos hicieron nada para nacer ricos ni los pobres tuvieron alguna culpa que los hiciera nacer pobres. Mientras el mundo sea mundo habrá esas diferencias. No lo digo yo, lo dijo Jesucristo: “Siempre habrá pobres entre vosotros”. En eso, creo, radica verdaderamente la diferencia entre los hombres y los demás seres de la creación. No en la inteligencia, ni en la palabra o la risa, ni en el alma o espíritu, ni en ninguna de las demás jactancias de los humanos, sino en el dinero. He oído decir que entre los animales hay también clases sociales, pero derivan de la naturaleza, no de esa invención, el dinero, que tantas separaciones establece entre los hombres.

Yo, por ejemplo, fui niño rico. En eso no tengo mérito, pero tampoco responsabilidad. Nací en el seno —así se dice— de una familia acomodada. Por lo tanto mi niñez fue cómoda. Mi amigo “El Chan”, en cambio, nació pobre. No digo ‘nació en el seno de una familia pobre’ porque no sé si las familias pobres tengan seno. Era el hijo del lavacoches del fraccionamiento. Le decíamos “El Chan” por no decirle “El Chanclas”. Usaba unos zapatos viejos, quizá heredados de su padre, que le quedaban demasiado grandes y que por eso hacían un ruido extraño al caminar: “Chan, chan”. “El Chanclas”.

Éramos amigos. Muy amigos. Él era mucho más alto y fuerte que yo, que era niño bajito de estatura y debilucho. Y sin embargo cuando en nuestros juegos revivíamos las aventuras de Tarzán yo la hacía de Rey de la Selva y él de Chita, el chimpancé. Eso era porque yo era rico y él pobre. Al “Chanclas” no le molestaba ser “El chango”. Más aún: se esmeraba en hacer bien su papel. Saltaba con movimientos simiescos; se daba golpes en el pecho; aplaudía torpemente y gritaba con voz chillona y recia. Por mi parte trataba de imitar el grito de Tarzán en la jungla, pero no me salía bien, pues mi voz era tan débil como yo. Pero eso no importaba: por derecho divino yo era Tarzán y por designio de la divinidad el Chanclas era Chita. Así son las cosas y nadie puede hacer nada para modificarlas. “Siempre habrá pobres entre vosotros”. Así de humanos somos los humanos. En fin.

Pasó el tiempo y “El Chan” y yo crecimos. Dejamos de vernos, claro, y ya no fuimos amigos, claro. Yo fui a la universidad y al terminar la carrera me hice cargo del negocio de mi padre. Me casé con una chica que nació también en el seno de una familia acomodada, como la mía. Tuvimos hijos que nacieron igualmente en el seno de una familia acomodada. Ni mi mujer ni mis hijos ni yo tuvimos culpa alguna de esa comodidad. Designio divino, ya lo dije. Un día fuimos al cine, y al término de la función nos salió al paso un individuo sucio, desgarrado, astroso, evidentemente ebrio o drogado. Se puso frente a nosotros y empezó a hacer movimientos de simio: saltaba, se golpeaba el pecho, daba palmadas y chillidos. “¿Ya me reconociste? —me preguntó—. Soy “El Chanclas”. Te vi entrar en el cine y te esperé”. Mi esposa y los niños estaban asustados. “Dale algo y que se vaya”, me dijo ella sin molestarse en bajar la voz.

Saqué la cartera y le entregué un billete. Él lo tomó —me lo arrebató casi— y renovó sus saltos y sus gritos, como si con eso quisiera corresponder a la limosna. “¿Te acuerdas, eh? ¿Te acuerdas?”, me preguntaba una y otra vez mientras nos seguía por el estacionamiento saltando y agitando los brazos. Me acordaba, sí. No sé por qué sentí vergüenza de que viera mi coche. Él sonreía con sonrisa estúpida, de borracho. Cuando eché a andar el automóvil se despidió agitando la mano alegremente, y eso me avergonzó aún más. No dije nada. Mi mujer me preguntó poco después: “¿Por qué vas tan callado?”. Le contesté lo primero que se me ocurrió: “Voy recordando la película”. La verdad es que iba recordando la vida. Ahora pienso que a veces no tiene caso recordarla. Por lo menos en algunas de sus partes. Pero eso es imposible. Siempre te saldrá al paso una sombra que te preguntará: “¿Te acuerdas, eh? ¿Te acuerdas?”.

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El humor político tiene una rica tradición en México. Desde los tiempos de la mal llamada “colonia” los criollos mexicanos sabían zaherir con ingeniosas, sabrosísimas burletas a los virreyes venidos de ultramar.

—A pie y a caballo nadie te gana —le dijeron el marqués de Branciforte—.

Con ese dicho aludían a sus enormes pies y a su corta inteligencia. Pero el tonto señor se puso muy ufano con la frase, pues la entendió referida a su gracia para caminar y montar a caballo.

Otro virrey, Marquina, ordenó construir una fuente en un sitio donde no había agua. Así, la fuente acabó en urinario público. Un anónimo pasquinero perpetró esta cuarteta lapidaria:

Para perpetua memoria

nos dejó el virrey Marquina

una fuente en que se orina...

y aquí se acabó la historia.

Son famosos los dicterios políticos de “El Pensador Mexicano”, don José Joaquín Fernández de Lizardi, y famosos también fueron los desahogos de “El Hijo del Ahuizote” y “El Gallo Pitagárico”. Obra de arte son los grabados políticos, llenos de genio e ingenio, de Posada. Los epigramas de don José Elizondo son recordados aún por los memoriosos. Podría hacerse un museo de la caricatura con las espléndidas que hicieron García Cabral, Guasp, Audiffred, Bismarck Mier, Abel Quezada y muchos más.

Se diría que los mexicanos tenemos el humor como única arma para oponerla a quienes nos lastiman con sus ineptitudes y sus corrupciones. Desastres van y calamidades vienen, y a ellas hace frente el mexicano con su buen humor. Alguien lo dijo ya: ante una tragedia los argentinos hacen un tango y nosotros los mexicanos un chiste... He aquí algunos ejemplares:

Hubo una reunión de ex presidentes de países latinoamericanos en un barco que haría un crucero por el golfo de México. Por desgracia a la mitad del viaje el barco naufragó y dos ex presidentes mexicanos se vieron en una isla desierta. De inmediato uno de ellos procedió a redactar un mensaje para solicitar auxilio. Pondrían el mensaje en una botella y lo confiarían al mar. Tras escribir el mensaje lo leyó a su compañero:

“Estamos en una isla. Favor de venir a rescatarnos. Polibio Loperena y Salustiano Godínez”.

—Oye —se sorprendió el otro ex presidente—. ¿Por qué firmas con esos nombres?

—¡Uh! —responde el otro—. ¿Tú crees que si firmamos con nuestros verdaderos nombres alguien vendrá a rescatarnos?

Iba un desfile de políticos por la calle. Un señor que estaba entre el público sintió de pronto que le sacaban la cartera y vio que dos raterillos salían a todo correr.

—¡Párense, rateros! —grita el señor a voz en cuello—. El desfile tardó más de 15 minutos en ponerse en movimiento otra vez.

Un político invitó a otro a cenar en su casa. Los dos recelaban el uno del otro. Al terminar la cena el anfitrión se disculpó y se levantó de la mesa. Poco después se escuchó un ruido inconfundible: el dueño de la casa había ido al baño y estaba desahogando una necesidad menor. Pero había olvidado cerrar la puerta y aquello se alcanzaba a oír con toda claridad. La esposa, apenada, le dice al visitante:

—Perdone usted. Voy a cerrar la puerta.

—No se preocupe —la tranquiliza el otro—. Por primera vez sé con seguridad lo que su marido trae entre manos.

OYE, SALOMÉ…

La compró por despecho. Otras estatuas las había comprado por bellas, o por raras, o —sobre todo— porque alguno de sus rivales la deseaba. Ésta la compró por rabia de hombre herido que busca venganza y que por no alcanzarla se hiere a sí mismo en vez de herir a quien lo hirió. La estatua representaba a Salomé. El cuerpo de la mujer, embellecido por la maldad, se ofrecía perversamente en la danza a la inútil lujuria del caduco rey. Sostenía en alto, como trofeo que se muestra, la bandeja encharcada en sangre con la cabeza del Bautista. La elevación de los brazos dejaba al descubierto el vello de las axilas de la hembra, donde temblaban impúdicamente algunas gotas de sudor. Sobre las costillas, anuncio de esqueleto, se abrían las ubres, enhiestas y rotundas, primero acercadas con promesa, alejadas después con engaño. En su cintura el hondo ombligo parecía hecho para que un hombre sabio pusiera en él la punta de la lengua. La suavidad del vientre terminaba en el trozo de tela que no alcanzaba a ocultar la leve protuberancia anunciadora del primer fin y el último principio de toda aquella voluptuosidad. Una pierna sostenía el peso de la mujer. La otra, ligeramente flexionada, dejaba ver la planta del pie, destinada al beso del varón esclavo. En el tobillo brillaba, maligna, una ajorca.

¿Hacia dónde miraba Salomé mientras danzaba? Si quien la veía se ponía al frente la mirada de la mujer se dirigía al trofeo sanguinoso. Vista de soslayo la bailarina miraba a quien la miraba y le decía por lo bajo: “Esa cabeza es la tuya”. En la estatua el coleccionista veía a la mujer que lo dejó y en la cabeza del sacrificado se contemplaba él mismo. Él era la víctima; ella la victimaria. Cuando pasaba frente al mármol sentía que se le untaban su dureza y su frialdad. Aborrecía a la efigie y al mismo tiempo se sentía atraído por ella. Mujer y estatua se le confundían.

Una noche de soledad, desnudo, sin más luz que la que despedían los ojos de la Salomé de mármol, le acarició los senos y la grupa y en vértigo febril juntó su cuerpo al de la bailarina y poseyó a la piedra. Desde ese día su odio y su rencor se concentraron en la efigie. Inventó una venganza. Imaginaba que con el tiempo la estatua mostraría el efecto del paso de los años. Los pechos de la mujer perderían su firmeza y se desplomarían, flácidos. En los brazos le saldrían pellejos que colgarían como pingajos de un vestido viejo. Las nalgas se le abultarían, grotescas, y la cintura lisa y grácil se tornaría voluminosa panza. En los pies le saldrían callos; los dedos se le deformarían igual que garras de ave carroñera. Él reiría al ver aquella ruina y esa risa sería su venganza. Cada mañana iba a su galería a revisar la estatua. Acechaba en ella cualquier cambio. Buscaba con ferocidad alguna arruga en el rostro de la mujer de piedra. Medía empecinadamente la cintura y la cadera para ver si habían crecido al menos un milímetro. No pudo ver ninguno de esos cambios.

Un día se dio cuenta, asustado, de que la que estaba envejeciendo era la cabeza del Bautista. Sus ojos, antes abrillantados por el triunfo del martirio, se habían opacado con la edad. Bajo ellos se formaron un par de feas bolsas. Al paso de los meses las lozanas mejillas se agostaron. El pelo de la gloriosa cabellera empezó a caer, y la vellida barba se volvió pelambre hirsuta. La cabeza del joven profeta era ahora la calavera monda de un patético anciano desencantado de la vida.

Corrió el coleccionista a verse en un espejo y vio que su cabeza era la misma envejecida cabeza que estaba en la bandeja sostenida en alto por la mujer, la eterna mujer de airosos brazos y acerados senos, de cintura leve y ancas sólidas, de muslos invitadores y piernas ondulantes, de pies que se adelantaban como sierpes para recibir el beso de sumisión del macho rendido ante el misterio. Y lloró el coleccionista. Lloró el hombre. Por eso no pudo ver que en los labios de la estatua había aparecido una sonrisa. Si la hubiese visto habría sufrido más por no saber si esa sonrisa era de compasión o de perversidad.

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—¿Por qué los hombres aman a las cabronas? ¡Joder, porque no hay de otras!

Eso dice un cierto amigo mío, misógino irredento. Lejos estoy de compartir su drástica opinión. Por el contrario, pienso que los varones, que tan llenos estamos de defectos, mejoramos mucho cuando nos vemos en presencia de una mujer.

Alejados de esa magia llamada “el eterno femenino” los hombres nos volvemos planos, sosos, aburridos. Ah, pero basta que llegue una señora, y más si es de buen ver y de mejor tocar, para que de inmediato respondamos al llamado de la selva —es decir al llamado de la vida— y mostremos nuestras mejores cualidades.

Desdichado el que en la hora lunar

en su lecho no huele azahar.

Eso es de López Velarde.

En una reciente encuesta muchas damas proporcionaron un dato interesante: dijeron que han notado que cuando un hombre les hace el amor se vuelve más inteligente, más perceptivo, más sensible. No me extraña: en ese momento el señor está conectado a una mujer.

Algo más que una leyenda es esa historia según la cual el Señor le dijo a Eva:

—Voy a darte más inteligencia que a Adán, mejor sentido de las cosas, mayor sabiduría. Pero ha de ser con una condición. Preguntó la mujer:

—¿Cuál?

Le respondió el Creador:

—Tendrás que dejarlo creer que a él lo hice primero y que él es el que manda.

Desde luego esto tiene sus variantes. Pepito le pidió a su padre que lo acompañara al jardín a ver a su gatito. Algo le sucedía al minino. Fue el señor y se dio cuenta de que al micho se le habían agotado ya sus nueve vidas.

—Creo, Pepito —le dijo con cautela a su hijo—, que Marrullo murió.

—¿Todo? —inquirió el niño.

—Todo —confirmó el padre—. De la punta de los bigotes al extremo de la cola.

Preguntó Pepito:

—¿Y por qué tiene las patitas tiesas y dirigidas hacia arriba?

—Eso —improvisó el papá— es para que el ángel del Señor pueda tomarlo de una de las patitas y así llevarlo al Cielo.

Al día siguiente el papá de Pepito hubo de salir de viaje por razón de su trabajo. Cuando regresó a casa el niño le tenía una tremenda novedad.

—Mi mami estuvo a punto de morir —le dijo.

—¿Cómo es eso? —se asustó el señor.

Explica Pepito:

—Estaba en su cama con las patitas hacia arriba, como las tenía Marrullo. Y de no haber sido porque el vecino se subió sobre ella y la detuvo, el ángel del Señor habría venido para tomarla de una patita y así llevarla al cielo.

A fin de cuentas, la verdad sea dicha, la mujer impone siempre su natural dominio. Había un curita joven que se parecía mucho a Elvis Presley. Sus parroquianos —sus parroquianas, sobre todo— le decían de su extraordinaria semejanza con El Rey, el ídolo que recientemente había fallecido. Decidió ir a Las Vegas a fin de ver si, en efecto, su parecido con el gran artista era tan grande como sus feligreses afirmaban. No tardó en darse cuenta de que, efectivamente, era el perfecto sosias de Elvis. Tan pronto bajó del avión una adolescente regordeta se lanzó sobre él y le echó los brazos al cuello al tiempo que gritaba entre histéricos sollozos:

—¡Elvis! ¡Era mentira que habías muerto! ¡Vives, vives todavía, y vivirás por siempre!

—Te equivocas, hija —le dijo con amabilidad el joven cura a la chiquilla al tiempo que se deshacía de su estrecho abrazo—. Es cierto: la gente me dice que me parezco mucho a ese gran cantante, pero soy sólo un humilde sacerdote del Señor.

Lo mismo se repitió al hacer su registro en el hotel.

—¡Elvis! —exclamó al verlo el encargado—. ¡Ya suponía yo que lo de su muerte era un truco de publicidad! ¡Qué honor tenerlo con nosotros, míster Presley! Desde ahora le digo que por cortesía del hotel podrá usted pedir todas las hamburguesas y toda la mantequilla de cacahuate que quiera.

—Te equivocas, hijo mío —lo corrigió el curita—. En efecto, todos me dicen que me parezco a ese extraordinario artista pélvico, pero la verdad es que soy sólo un modesto propagador de la Palabra.

No acabó ahí la cosa. En el camino a su habitación se abrió la puerta de un cuarto y apareció una esplendorosa rubia. Vio al curita y exclamó con acento apasionado:

—¡Elvis! ¡Ya sabía yo que estabas vivo! ¡Siempre dije que el día que te viera me entregaría en cuerpo y alma a ti! Sobre todo en cuerpo. ¡Ahora que te tengo frente a mí cumpliré el sueño de mi vida!

Al oír eso el joven cura tomó por la cintura a la curvilínea fémina y la llevó a su habitación al tiempo que le canturreaba al oído con melosa voz:

Love me tender, love me sweet…

EL LOCO

“¿Qué llevas ahí?”. La pregunta del loco asustó al niño. Pudo apurar el paso y alejarse sin temor de ser seguido: el hombre estaba encerrado en esa casa; lo único que hacía era asomarse al amplio ventanal de rejas a ver el paso de la gente, acostumbrada ya a mirarlo ahí y a rehuir sus intentos de entablar conversación. Estaba loco, lo sabían todos. Su hermano lo encerró, tras de la muerte de sus padres, en aquella enorme casa, la paterna. Puso en la puerta, por afuera, una cadena de fuertes eslabones y un candado. En los primeros días la cuñada le llevaba la comida. Se la daba a través de la ventana, en un portaviandas. Después de unas semanas dejó de ir, y ya no regresó. Entonces el loco les decía a las vecinas al pasar: “¿Me obsequia un taco por favor, señora?”.

Vivía de esa pregunta, que hacía avergonzado. No inspiraba temor. Se le veía siempre con el mismo atuendo: camisa y pantalón de caqui color café, recios zapatones negros y en el invierno un maquinof de lana a cuadros. Se tocaba con un sombrero de fieltro que no cuadraba con el resto de su atavío. Siempre estaba escrupulosamente limpio. Saludaba con cortesía; al hacerlo se tocaba el ala del sombrero. Nadie contestaba su saludo: el hombre estaba loco. A ninguno le preocupó jamás averiguar la causa de su encierro. Por algo lo tendrían ahí. Alguien dijo que era cuestión de herencias: para privarlo de ellas el hermano lo encerró ayudado por abogados rábulas, con el pretexto de que estaba loco.

En verdad no lo estaba. Era algo extraño, sí. De cualquier modo, cuando los hijos de los vecinos pasaban frente a su ventana lo hacían alejándose lo más posible de las rejas, siguiendo la instrucción materna. Por eso el niño se sobresaltó cuando el hombre le hizo la pregunta: “¿Qué llevas ahí?”. Le dijo que era el catecismo de Ripalda. El loco se lo pidió, lo abrió al azar y leyó en voz alta: “Muerte, juicio, infierno o gloria”. Dijo: “No creo que haya infierno. La misericordia de Dios es mayor que su justicia”. Esas palabras se le grabaron al niño como si el hombre las hubiera escrito en él. Sintió una temerosa inquietud: el señor cura le había dicho que si faltaba a misa un solo domingo se iría al infierno, lo mismo que si hacía cosas malas. Él no sabía qué cosas eran esas cosas malas. Lo atormentaba el pensamiento de hacer una de ellas sin saber que era mala, pues si moría durante la noche despertaría en el infierno.

Eso decía el padre. Y sin embargo el loco no creía que hubiera infierno. En la siguiente clase de catecismo el señor cura repitió su advertencia. Lo hacía cada semana. Si faltaban a misa o hacían cosas malas irían al infierno. El niño se percató, asustado, de que sin darse cuenta había levantado la mano. El sacerdote le preguntó: “¿Qué quieres?”. Dijo él, como si fuera otro el que hablara: “No creo que haya infierno. La misericordia de Dios es mayor que su justicia”. Nunca lo hubiera dicho. El sacerdote lo tomó por una oreja y lo sacó violentamente del salón al tiempo que le decía, furioso, que qué sabía él de esas cosas; que ya vería con sus papás; que de seguro algún protestante le había enseñado esa herejía; que se iba a ir al infierno por decir que no había infierno. Remató la reprensión con una sentencia fulminante: “¡Estás loco!”.

Aquello fue un escándalo. En adelante los demás niños se alejaron de él. Aun sus amigos más cercanos dejaron de tratarlo. Decían que se había hecho protestante, que ya estaba condenado. Entonces, sin amigos, se hizo amigo del loco. Por las tardes, al salir de la escuela, iba a platicar con él. El hombre le prestaba libros. Por él conoció a Verne, a James Fenimore Cooper, a Salgari. Leyó Los tres mosqueteros, y luego Nuestra Señora de París. Aprendió a jugar ajedrez. Memorizó los poemas que su amigo le escribía con una hermosa letra redondilla en un cuaderno. ¡Cuántas cosas supo por el loco! ¡Cuántos caminos se abrieron ante él! Aquella extraña amistad entre el hombre y el niño intrigaba a los vecinos. Empezaron a hablar de “El loco” y “El loquito”. Al loco eso no le importaba. A mí tampoco.

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“¿Cuál es la parte absolutamente insensible que se encuentra en el extremo inferior del atributo varonil del hombre? Es el hombre”.

Esta frase no es mía. La escribió miss Peni Senvy, feminista de la vieja guardia. Yo digo que exagera. Hay hombres sensibles, cultos, refinados, atentos, detallistas, educados. Y generalmente sus novios tienen también esas mismas cualidades.

No todos los varones son como Capronio, sujeto incivil y desconsiderado que afirmaba que la mujer perfecta sería aquella que al terminar el acto del amor se convirtiera en un six de cerveza y una pizza. Pedestre, muy prosaica es su opinión, dicen algunos: mejor sería que la mujer se convirtiera en una copa de vino tinto y algunas lonchas de jamón serrano.

Tampoco es cierta la versión según la cual el hombre actúa con egoísmo al hacer el amor, y que un minuto después de terminar el acto se echa a roncar. No generalicemos: hay algunos que se echan a roncar dos, y hasta tres minutos después. Lo que sucede es que el orgasmo, esa pequeña muerte que dijo alguien, produce en el varón una dulce fatiga que lo enerva y lo sume en una especie de sopor en el cual se siente reconciliado con todo el universo. Difícil es salir de ese nirvana para hacerle conversación a su pareja. Eso no es egoísmo: es naturaleza. Se me dirá que la mujer no actúa así. Concedo. Pero es que, como dice don Abundio el del Potrero, “no es lo mismo dar que recebir”.

Todo lo dicho sirve para evocar a don Geroncio, senescente señor que empleó la totalidad de sus reservas físicas, ahorradas durante mucho tiempo, en hacerle el amor a una frondosa dama amiga suya. Terminado el trance ella no se dio por mal servida y le preguntó al añoso galán:

—¿Cuándo lo hacemos otra vez?

Con feble voz respondió el exhausto caballero:

—Tú dime el día y la hora y yo te diré el mes y el año.

Este cuento trata de un indio piel roja perteneciente a la tribu de los sioux. Se llamaba Un Solo Tiro. Su nombre obedecía al hecho de que había nacido con un testículo nomás. A Un Solo Tiro le disgustaba mucho su nombre, pues proclamaba su condición de chiclán. Nada de malo tiene eso y además tal calidad no le estorbaba en sus tareas de varón. De hecho cumplía con ellas mejor que los demás bravos de la tribu. Su viripotencia le había dado fama en todos los teepees y wigwams. Aun así su nombre encalabrinaba a Un Solo Tiro, de manera que decidió cambiarlo. Se bautizó a sí mismo como Águila de la Montaña, nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo, y amenazó de muerte a todo aquel —o aquella— que lo llamara con su anterior apelativo. El piel roja tenía dos esposas. La más joven era una linda squaw llamada Pájaro Azul, pues tenía los ojos de ese color. Y es que por las venas de la muchacha corrían nueve décimas de sangre blanca: su señora madre había tenido tratos de familiaridad con un misionero, un explorador, un minero, un soldado de la Caballería Americana, un vaquero, un cazador de búfalos, un trampero, un vendedor de aguardiente y un maquinista del Ferrocarril Interoceánico. Sucedió que por pura distracción Pájaro Azul llamó a su esposo con su antiguo nombre. Le dijo:

—Ven, Un Solo Tiro.

El enojado guerrero tomó a Pájaro Azul y le hizo el amor hasta dejarla sin el aliento de la vida.

La segunda esposa del indio, mujer mayor y más fuerte que la primera, se llamaba Pájaro Amarillo, pues tenía la piel de ese tono. Se murmuraba que su progenitora había prestado servicios mujeriles a todos los chinos que participaron en la construcción de aquel ferrocarril. Inadvertidamente Pájaro Amarillo saludó a su marido diciéndole:

—Buenos días, Un Solo Tiro.

Furioso, el indio se lanzó a hacerle el amor vehementemente, con la intención de matarla también. Sin embargo no pudo acabar con la vida de Pájaro Amarillo. Más bien ella lo dejó exhausto, exánime agotado. Y aquí acaba la historia.

Este largo relato tiene una moraleja: no se puede matar dos Pájaros de Un Solo Tiro.

MARGARITA

“¡Qué cursi! ¿Y para colmo se llama Margarita!”. Así dijeron sus amigas cuando se enteraron de que tenía tuberculosis. Y rieron con risa que parecía hecha de cristales rotos. Ella no se angustió al conocer su enfermedad. Después de todo su madre había muerto de lo mismo. Le preocupó su padre, sí. Y es que eran nada más los tres: él, ella y la sombra de la muerta. La difunta señoreaba la casa, oscura de tristezas y silencios. Desde su muerte el hombre dejó de ser quien era. Se hizo nadie. Y casi se hizo nada, de no ser por la rabia que nació en él, por el odio con que miraba al mundo, a la vida, a Dios, a todo. Ni siquiera le fue dado el don del llanto. Cuando la mujer se le fue se fue él con ella. Quedaron sólo su piel, sus huesos y su carne. Caminaba como espectro por la casa, vacía ahora de quien la llenó. La hija se angustiaba al ver el sufrimiento de su padre. Le decía suplicante: “¡Papá!”. Y él: “Déjame”. A veces, sólo a veces, ponía en la muchacha una mirada extraña, como la de aquel que ve sin ver. Ella sabía: no la estaba viendo a ella; miraba a la esposa ida. En los rasgos de la hija quería recobrar a la ausente. Inútil: una palabra, un gesto diferente a los de la muerta rompían aquel espejismo, y entonces él miraba con rencor a la que se parecía, pero no era.

Empezó a beber; dejó de trabajar. Ya no salía de la casa. Andaba sucio, descuidado. Respiraba, pero estaba tan muerto como la muerta que fue todo en su vida. Mientras tanto la enfermedad iba agostando a la hija. La fiebre le ponía en los ojos esa luz que, dicen, aparece de pronto en los agonizantes. Sus mejillas mostraban el rubor de la tisis. Por la noche sus toses mantenían despierta a la casa y en la mañana había marcas de sangre en las almohadas. Su padre veía aquello, pero estaba demasiado hundido en su propia muerte para acompañar a la que iba a morir. Sólo una vez le dirigió unas torpes palabras de consuelo: “Te tengo envidia. La vas a ver antes que yo”.

Un día ella le dijo: “Papá: le pedí a la Virgen de Lourdes un milagro”. Respondió él, hosco: “Los milagros no existen”. Y la muchacha, cierta: “El mío sí me lo concederá la Virgen”. En ese tiempo estaba muy de moda la Virgen de Lourdes. En las casas la gente hacía pequeñas grutas con la imagen de la que daba salud a los enfermos. La muchacha le rogó a su padre: “Hazme en el patio la gruta de la Virgen”. El hombre creyó oír en la voz de su hija el mismo tono suave, pero de firme autoridad que tenían las palabras de su esposa. Quizá fue eso lo que lo movió a ponerse en obra. Salió de su casa —¿cuánto tiempo había pasado desde la última vez que salió de ella?— a buscar lo necesario para hacer la gruta. Consiguió piedras de las llamadas “de agua”, porosas y ligeras. Fue a la tienda de artículos religiosos y compró una bella imagen de la Virgen. Dejó de beber. Aquel trabajo lo volvió a la vida. En la tienda lo había atendido una amable mujer que, se enteró después, era soltera. Cuando acabó de hacer la gruta la invitó a verla. Ella se puso triste al conocer la enfermedad de su hija. Las dos hicieron amistad, y la muchacha se alegró al saber, meses después, que su padre le había pedido a su nueva amiga que se casara con él.

Ahora el hombre era otro hombre. Se le veía feliz; vivía una nueva vida. Ella, por su parte, vivía su muerte. Llegó el día en que no pudo ya levantarse de la cama. Su amiga —la novia de su padre— dejó de trabajar para atenderla. Los tres conversaban en su cuarto. A veces jugaban a las cartas, y reían los lances del juego como si en la casa no hubiera enferma. Una tarde tosió más que de costumbre. Se avergonzó al ver que en su mano el pañuelo blanco se había vuelto rojo. Su padre, angustiado, llamó al médico. Éste, después de auscultar a la muchacha, lo llamó aparte y le dijo que de seguro su hija moriría aquella noche. Volvió a sentir el hombre la misma rabia que sintió con la muerte de la otra mujer amada. Regresó al lado de la enferma. Le dijo la muchacha: “Ya lo sé”. “¿Lo ves? —habló él con voz ronca—. Los milagros no existen”. “Sí existen —sonrió ella—. No le pedí a la Virgen vivir yo. Le pedí que volvieras a vivir tú. Me hizo el milagro”. Murió esa misma noche. La tuberculosis la mató. Qué cursi. Y para colmo se llamaba Margarita.

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A los diez años de casado Inepcio Rutínez se dio cuenta de que su matrimonio se estaba yendo a pique. La causa era el aburrimiento: perdido el interés romántico y erótico de los primeros días (dos), la relación con su esposa se había vuelto un bostezo continuado. Habló Inepcio con un amigo suyo, dueño de mucha ciencia de la vida, y éste le recomendó que tuviera una aventuran extraconyugal. Le recordó la frase de Dumas: “El matrimonio es una carga tan pesada que se necesitan dos para llevarla, y a veces tres”, y le dijo un proverbio del vulgacho: “Culito ajeno hace al marido bueno”. Eso quiere decir que los remordimientos por sus liviandades llevan al marido a tratar bien a su mujer. A la propuesta de su amigo objetó Inepcio:

—No podría yo tener una aventura erótica. Creo que la fidelidad que los casados se prometen al pie del altar es el vínculo más fuerte que los une. Mi esposa es un modelo de virtudes, mujer honesta y casta; no sería yo capaz de pagar su amor y su lealtad con un engaño. Además ella podría enterarse de mi aleve acción y eso no sólo le causaría un infinito sufrimiento, sino que arruinaría nuestro matrimonio.

—Está arruinado ya —insistió el amigo—. Haz lo que te digo. Si temes que tu mujer se entere habla con ella y dile con franqueza lo que vas a hacer.

Después de varios días de vacilación Inepcio se decidió por fin a sincerarse con su esposa.

—Malfacia —le dijo, cauteloso—, no quiero que vayas a interpretar mal mis palabras. Tú sabes que por ti siento / el amor más puro y fino / que ningún hombre sintiera / por la que Dios Uno y Trino / le entregó por compañera. Pero últimamente el tedio se ha apoderado de nosotros, y eso está alejando. Entiéndeme, por favor: te adoro; eres la mujer de mi vida y no te pediría lo que te voy a pedir si no te quisiera como te quiero. Permíteme tener una aventura de carácter lúbrico—sensual. Quizá eso podría salvar nuestra relación.

—Definitivamente no —replicó al punto la mujer—. Yo ya he tenido varias aventuras y te puedo decir que eso no ha ayudado nada a nuestro matrimonio.

EL JUBILADO

Él tiene 80 años. Ella 75, aunque nunca los confiesa. Cuando alguien le pregunta su edad responde con otra pregunta: “Si te la digo ¿te saco de algún apuro?”. No se lo tomo a mal: hasta Santa Teresa de Jesús, con ser quien era, se quitaba años. Era santa, sí, pero también era mujer. Ella y él son esposos. Lo son desde hace medio siglo y más. Él trabajó toda su vida en una fábrica. Empezó de obrero, y acabó —cuatro décadas después— de sobrestante. No se jubiló: lo hicieron jubilarse. Le dieron un cheque sumamente módico y un reloj de pulsera con un nombre inscrito en la carátula. No era su nombre, sino el de la fábrica. Y el reloj era de los que se compran por docenas.

Al principio él siguió yendo todos los días a la fábrica. La fuerza de la costumbre, sabe usted. Se quedaba afuera, frente a la puerta principal, recargado en un poste, y miraba la entrada de los trabajadores. Un día el guardia fue hacia él y le dijo que al jefe le molestaba su presencia ahí. ¿Qué quería? Respondió que nada. No mentía, pero tampoco decía la verdad. Quería seguir haciendo lo mismo de todos los días, para que no cambiara nada. Quería ser el que siempre había sido, para no dejar de ser. Quería atar a la vida para que no se le fuera; quería atarse a la vida para no irse él.

Cuando le prohibieron pararse frente a la puerta de la fábrica sintió que empezaba a morir. A nadie se lo dijo, pero sentía una tristeza rara que no podía explicar. Salía de su casa por la mañana, y no iba a ninguna parte. Regresaba al mediodía. Su mujer le preguntaba: “¿A dónde fuiste?”. Él no podía contestar: no recordaba a dónde había ido. “Se te va la cabeza” —le decía ella. Yo diría que lo que se le iba era el corazón, pero eso suena cursi. Diré entonces que sí, que se le iba la cabeza.

¿Y ella? Para ella toda la vida y todo el mundo eran su casa y su marido. Con él empezó su verdadera vida y en su casa la iba a terminar. Casi no se acordaba ya de cómo había sido todo antes de casarse con él, y ahora no concebía nada sin él. Eso sí: secretamente le pedía a Dios que él se muriera primero, porque sabía que si ella se iba antes su marido no sabría qué hacer. Sería como un niño al que se le moría su mamá. Se perdería; se volvería una sombra. Nadie lo cuidaría; estaría solo. ¿Y los hijos? Ellos tenían su familia, su trabajo, sus cosas. Andaban siempre muy ocupados; casi no los veían. Por eso, aunque sabía bien que también Dios anda siempre muy ocupado, le pedía de vez en cuando que se acordara de su viejo antes de acordarse de ella. No era mucho pedir: él le llevaba cinco años; fumó hasta que el médico le quitó el cigarro; su salud no era muy buena. ¿Qué le costaba entonces a Diosito llevárselo primero? Unos cuantos meses bastarían; un par de semanas. Lo que importaba es que él se fuera antes; que no se quedara solo ni siquiera un día.

Pero ¡ah, vida! La que enfermó fue ella. Cosa de nada creyó que era aquel molesto dolorcillo en la cintura. Pero era cosa de todo, tanto que los doctores le dijeron —ella exigió la verdad— que no le quedaba mucho tiempo por vivir. Se angustió, no por ella, sino por él. ¿Qué iba a hacer el pobre cuando ella se marchara? Entonces sí se puso a rezar fuerte para pedir un milagro. Y sucedió que días después sus hijos se presentaron —todos, cosa rara— en su cuarto de hospital. Habló el mayor y dijo: “Madre: papá murió hoy en la mañana. Tuvo un infarto. El doctor piensa que fue por la preocupación de verla a usted enferma”. Ella no alzó los brazos al cielo para exclamar entre lágrimas conmovedoras: “¡Gracias a Dios!”. Eso sucede en las telenovelas. Dijo tranquilamente: “Gracias a Dios”. Los hijos se miraron entre sí, azorados. ¿Cómo podía su madre agradecer la muerte del compañero de su vida? Lo que pasa es que no sabían que el amor tiene muchos modos de manifestarse, incluso el de pedir la muerte para el ser amado y agradecerla cuando llega. Una semana después ella se fue. “Voy a alcanzarlo” —dijo. Fueron sus últimas palabras. Juntos estuvieron ella y él en la vida, y juntos en la muerte. Yo digo que ésa es una bendición. El amor une hasta la eternidad. Quien ama y es amado se libra para siempre de ese dolor oculto que se llama soledad. Yo le pido a la vida que se vaya de mí antes que de mi compañera, porque sin ella la vida sería muerte. Ahora que lo pienso, me arrepiento de todo corazón de no haber fumado nunca: si lo hubiera hecho, mis posibilidades de irme primero que ella habrían aumentado. Pero Dios es muy grande y seguramente me hará el milagro de llamarme antes.

MADRES SÓLO HAY DOS

Algunas de las historias que se cuentan en el Potrero de Ábrego son tan ciertas que parecen falsas, y otras son tan falsas que parecen ciertas. No sé a cuál de las dos categorías pertenece la que oí esta Semana Santa que pasó.

La tarde era propicia para contar cuentos. Llovía; llovía morosamente —o sea amorosamente—; llovía una de esas lluvias que casi no son lluvias, sino neblina exagerada. Esta lenta lluvia las tierras la agradecen más, por que no sólo les moja la piel, sino también el corazón. Las otras lluvias, los chaparrones súbitos que llegan y se van, dejan caer mucha agua, pero el agua corre, llega al arroyo y de ella queda sólo un vago recuerdo de humedad. Son esos aguaceros —si me es permitida una comparación muy traída de los cabellos— como los marineros de Neruda, que besan y se van. (Ejaculatio prematura, diría alguien poco dado a los romanticismos).

El caso es que llovía y cuando llueve en el Potrero las historias brotan antes que la hierba. Ésta que oí se narra como cierta, no como “relación” o “ejemplo”, que así se llaman por allá los cuentos de imaginación. Sucedió —empieza la historia— que un día se perdió una niña. Tenía 5 años la pequeña. Su madre, que tendía la ropa que acababa de lavar, dejó de oír de pronto sus risas y su voz. No se inquietó; pensó que la chiquilla se habría quedado dormida, o que jugaba calladita por ahí.

Terminó la señora su tarea y entonces sí buscó a la niña. En la casa no estaba. Fue a ver si había ido al jardinillo de las dalias. Tampoco estaba ahí. Se preocupó, y comenzó a llamarla a gritos. Nadie le contestó. Preocupada, la mujer hizo que sus hijos buscaran a su hermanita por las cercanías de la casa, y ella fue por su esposo, que andaba en la labor. Juntos buscaron todos, sin resultado alguno. El hombre entonces bajó hasta el camino, recorrió un largo trecho en ambas direcciones; preguntó a los vecinos si habían visto a su hija. Nadie le dio razón de ella.

Bien pronto la noticia llegó al caserío: una criatura andaba perdida. Jamás en el Potrero había pasado eso. ¿Cómo se puede perder alguien en un lugar donde se encuentran todos? Los hombres dijeron que no había motivo de preocupación: seguramente la pequeña andaba por ahí cerca; no tardaría en aparecer. Las mujeres tuvieron opinión contraria: una recordó viejas historias de robachicos y aseguró que hacía poco una camioneta había pasado muy aprisa por ahí. A lo mejor en ella se había llevado a la niñita. Pero todos, hombres y mujeres, dejaron lo que estaban haciendo y fueron a buscar. En la escuela el maestro suspendió las clases para que los niños mayorcitos se unieran a la búsqueda. Vino don Pablo con sus perros, que habían probado su fama de buenos rastreadores con el venado y con el puma. Les dieron a oler un vestidito de la niña, y fueron ladrando también los perros por el monte.

Llegó la noche y la niña no apareció. Los hombres encendieron antorchas para seguir buscando. De las comunidades vecinas llegó gente. Los hombres se fueron a buscar también y las mujeres se aplicaron a consolar a la angustiada madre, que lloraba como si su hijita estuviera ya tendida.

Amaneció sin que la niña fuera hallada. No había rastro de la pequeña. Todo el día continuó la búsqueda. “Hasta debajo de las piedras buscábamos, y nada” —contarían después los hombres.

La tarde del segundo día llegó temprano a la majada un pastorcito con sus chivas, y le contó a su hermano algo extraño que en el monte le había sucedido.

—Oí risas —le dijo—, como de una niñita que jugaba—. Debe haber sido el fantasma de una niña muerta; por eso me vine.

—¿Dónde fue eso? —preguntó el muchacho, que sabía ya lo de la chamaquita extraviada.

—En la quebrada de arriba, por el pinar grande.

Corriendo fue el muchacho a la casa de los angustiados padres, que lloraban ya la segura muerte de su niña y les dijo lo que su hermano había oído. Se reunieron los vecinos y guiados por el pastor subieron con el papá de la chamaquita a aquel lugar de la quebrada. Al acercarse oyeron, en efecto, risas y palabras infantiles. Apartaron unos arbustos. Ahí estaba la niña.

Se veía buena y sana. Sentadita en el suelo se entretenía en hacer un ramo con flores que había cortado. Pero no estaba sola: junto a ella se hallaba una coyota. Grande era el animal, y fuerte. Sin embargo no parecía amenazar a la pequeña. Antes bien se diría que la estaba cuidando. Pero cuando el padre de la niña fue hacia ella la coyota gruñó en modo amenazante. Erizados los pelos de su lomo le mostró al hombre los colmillos. Lo mismo hizo cuando los perros de don Pablo fueron hacia ella. Asustados, los canes retrocedieron y se echaron a los pies de su amo, como para pedirle protección. Don Pablo no podía creer aquello: sus perros habían hecho frente al jabalí y al puma, y ahora retrocedían ante la coyota.

Don Abundio, el viejo sabidor, fue quien dijo la palabra salvadora.

—Vayan por la mamá de la niña —sugirió.

Trajeron a la angustiada mujer. Cuando la coyota la vio se apartó de la niña, como para dejar que la madre se acercara. Fue ella hacia la niña y la tomó en sus brazos. Entonces la coyota dio media vuelta y se internó lentamente en el pinar.

Ésta es la historia. ¿O debo decir: ésta es la leyenda? Quién sabe. Ya dije que las historias que se cuentan en el Potrero son tan ciertas que parecen falsas y otras son tan falsas que parecen ciertas. La gente afirma que la coyota cuidó a la niña como si fuera su madre y no dejó que nadie, sino su madre verdadera, se acercara a ella.

Sé que este relato es difícil de creer, pero precisamente las cosas más ciertas son las que son más inverosímiles. Yo pienso que esta narración es verdadera. Por eso le puse el nombre que se ve al principio: “Madres sólo hay dos”.

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No sé por qué el adulterio se considera deshonroso, si deriva directamente de una institución tan respetable como el matrimonio. Habrá que revisar a fondo esa institución, la matrimonial. Así como se ha propuesto un debate acerca de las drogas, que tantos daños traen consigo, debería haber otro sobre el matrimonio, que origina problemas tan graves como el adulterio y el divorcio.

Preguntémonos desapasionadamente: ¿habría divorcios y adulterios si no hubiera matrimonio? Desde luego que no. Abolido el matrimonio desaparecerían con él los mencionados males.

Sublata causa tollitur effectus. Anulada la causa se suprime el efecto. El estado matrimonial somete a duras pruebas a los matrimoniados. La más difícil de ellas es la fidelidad. Mis cuatro lectores habrán advertido cómo batallan los novios para decir esa palabra, “fidelidad”, cuando pronuncian los votos de su desposorio. Después las cosas se complican más.

Una mujer casada se estaba confesando con el padre Arsilio. Preguntole el amable sacerdote:

—¿Le eres fiel a tu marido?

Respondió ella:

—Frecuentemente, padre.

En otros casos sucede aún peor. Un señor y su esposa estaban disfrutando el fresco de la noche en el jardín, con sus seis hijos. Los zancudos silbaban, insistentes, en torno del jefe de familia, y lo picaban de continuo. Él al sentir la picadura, se libraba de los mosquitos con fuertes manotazos. Su esposa lo amonestó. Le dijo:

—No los mates, viejo. Son los únicos aquí que llevan tu sangre.

(Recordemos aquella cuarteta dedicada al zancudo:

Haz como piojos o chinches,

que tienen educación:

pícame hasta que te hinches

¡pero no chifles, cabrón!

Este epigrama se atribuye al poeta Marcelino Dávalos).

Otro casado le comentó a su mujer:

—No sé por qué, pero siempre que entro en la recámara tengo la extraña sensación de que hay alguien abajo de la cama.

—Figuraciones tuyas —le dijo ella.

Replicó el marido:

—De cualquier modo le cortaré las patas a la cama para dejarla al nivel del suelo. Así me quitaré esa fijación.

—¡Óyeme no! —protestó con vehemencia la mujer—. La recámara no tiene clóset; si le quitas las patas a la cama ¿dónde acomodaré a mis invitados?”

La relación adulterina es tan usual que forma parte del folclore de los pueblos y da origen a palabras alusivas. Así, por ejemplo, en muchas partes de nuestro país el copartícipe de la mujer adúltera es conocido como “sancho”, aunque curiosamente en otras latitudes el “sancho” es el marido engañado que conoce su situación y la tolera mansamente. A veces, por eufemismo, no se dice “sancho”, sino “Sánchez”.

En un rancho de Texas dos indocumentados mexicanos se quejaban de su suerte. Dijo uno de ellos con tristeza:

—Nosotros acá tan lejos, compadrito, y nuestras esposas allá en el pueblo, solas. No vaya a estar entrando Sánchez.

El patrón texano escuchó aquello y les preguntó en su español chapurrado:

—¿Quién ser ese Sánchez?

Le explicó uno de los compadres:

—Sánchez es el hombre que entra en la casa cuando el marido sale, y se da gusto con su mujer.

Al oír eso el gringo meneó la cabeza en gesto de reprobación y declaró:

—En los Estados Unidos no haber eso.

—¡Uh, míster! —se burló el mexicano—. El Sánchez es una institución universal; existe en todos los países de la Tierra; y si en otros planetas hay vida inteligente también en ellos, de seguro, hay Sánchez. ¿No me lo cree? Haga una prueba. Ahora que su señora no lo espera vaya a su casa y antes de entrar grite en la puerta: “¡Ya llegué, vieja!”. Luego corra hacia la puerta de atrás. Verá lo que sucede.

El gringo, intrigado, subió a su camioneta y fue en derechura de su casa. Se plantó en la puerta, y poniéndose las manos en la boca a manera de bocina gritó con fuerte voz:

I’m home, darling!

Luego corrió hacia la puerta de atrás. Se abrió ésta y salió a toda velocidad un asustado mexicano. Iba completamente en peletier —o sea en cueros— y llevaba en las manos sus botas, su ropa y su sombrero. El texano sacó la pistola y le preguntó furioso:

—¿Quién ser usté?

Tembló el individuo al ver el arma y farfulló:

—Soy Juan Pérez.

—Oh —dijo el norteamericano muy apenado al tiempo que volvía la pistola a su funda—. Usté perdonar, amigo. Yo haber creído que era Míster Sánchez.

NOBLEZA OBLIGA

La historia que voy a contar no debería contarla. Pertenece a un pasado tan pasado que seguramente a nadie habrá de interesar. Sin embargo el pasado cuenta mucho. “Los muertos mandan”, decía Víctor Hugo. Llevamos sobre los lomos a todos nuestros antepsados, digo yo. Contaré esta historia, pues, pase lo que pase. Lo pasado, no pasado.

La historia la oí en una ciudad del occidente del país. Ahí me presentaron a un señor de muy buen porte y rico. “Es de la nobleza de por acá”, me dijo quien me lo presentó, sin hacer caso del gesto de mortificación del presentado. La familia de este señor había poseído una hacienda rica en tierras de sembradura y en ganados. Los provechos que cada año rendía aquella extensa finca servían para dar lujos a las mujeres de la casa y vida disipada a los varones.

Pero vino la Revolución, y con “la bola” llegaron hordas que arruinaron los cultivos y acabaron con las reses y caballadas de la hacienda. “Toditito se acabó”, como dice la dolorida canción “Las cuatro milpas”. La familia se dispersó. Parte se fue a la capital de la República; parte emigró a los Estados Unidos.

—Nosotros —cuenta el señor—, nos establecimos en la Ciudad de México. Pero allá también estaba la Revolución. No había trabajo y si lo hubiera habido no habría servido de nada, pues ni mi padre ni mi madre sabían trabajar. Lo poco que habíamos llevado se vendió; ya no teníamos casi ni para comer. Desesperado, mi padre se entregó a la bebida y acabó pegándose un balazo. Mi madre quedó sola con dos hijos pequeños, que éramos mi hermano y yo.

Un día un militar nos vio en la calle y nos reconoció. Era un antiguo criado de la hacienda. Se había ido a la Revolución y en ella se encumbró. Ahora tenía poder y dinero. Con el mayor respeto saludó a mi madre; le preguntó por la familia y se dolió con sinceridad de la muerte de quien había sido su amo. Preguntó en qué nos podía servir. Mi mamá, confusa, le dijo que en nada, y se despidió.

Pero aquel hombre hizo averiguaciones, y supo de nuestro estado de necesidad. Le consiguió a mi madre una pensión de viuda. Eso fue lo que nos dijo: después sabríamos que el dinero que cada mes llegaba a la casa salía de su bolsa. Estaba pendiente de nosotros; nos visitaba con cortesía y discreción.

Pasó un año y le ofreció a mi madre ampararla con sus hijos si ella le hacía el honor de tomarlo como esposo. Mi mamá aceptó. Encontró en aquel hombre un marido ejemplar, y nosotros un excelente padre. Regresamos a nuestra ciudad de origen. Valido de su influencia recuperó las tierras perdidas, y otra vez las hizo producir. Volvimos a la prosperidad de antes, pero ahora todos trabajábamos. Al paso de los años fundamos más empresas; pues aquel hombre era emprendedor y talentoso, y nosotros nos guiábamos por su ejemplo. Se fue del mundo con la satisfacción de vernos ya casados y con hijos. Cuando murió mi madre, sus últimas palabras fueron para bendecir a aquel que primero fue su criado y luego su señor.

—Como ve usted —terminó diciendo el narrador— efectivamente soy de la nobleza. Pero de la nobleza de mi segundo padre.

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Pregúntate si eres feliz y dejarás de serlo.

Esa mañana Himenia Camafría, madura señorita soltera, se preguntó si era feliz, y a pesar de aquella frase pesimista la respuesta fue que sí. El día era radiante; cumplía el Sol su deber de iluminar al mundo y en el cielo las nubes parecían crisantemos blancos en un gran búcaro azul. Además la señorita Himenia había dormido bien, sin ese sueño malo que la perturbaba a veces, donde se veía sin ropa en medio de una ingente multitud que se burlaba de ella por su desnudez. En la calle sonaba algarabía de niños; soplaba un airecillo tibio que apenas movía las ramas del limonero en el jardín, y en el radio se oía “Collar de perlas”, con la banda de Glenn Miller, pieza que le traía a la señorita Himenia memorias gratas de la juventud. ¿Podía imaginarse algo mejor? En eso el teléfono sonó. Quien llamaba era don Almancio, su caballeroso amigo, quien le anunciaba que esa tarde iría a visitarla para tomar café. Se alegró mucho la señorita Camafría, pues a pesar de su edad —solía fijarla, como Jack Benny, en 39 años, pero lo cierto es que había pasado ya la cincuentena— abrigaba todavía la esperanza de tomar estado. A las cinco de la tarde llegó el señor Almancio. Iba vestido para la ocasión: llevaba traje de casimir príncipe de Gales; botines de charol; reloj con leontina, bastoncillo de junco y sombrero de los llamados derby.

—Pase usted, querido amigo —le dijo la señorita Himenia—. ¿Qué milagro lo trajo hasta mi puerta?

—Vine en taxi —respondió el querido amigo, que al parecer no escuchó bien la pregunta. La anfitriona lo condujo a la sala.

—¿Quiere tomar asiento? —le preguntó.

—De momento nada —contestó don Almancio, que tampoco esta vez pareció haber oído bien—. Más tarde, cuando el crepúsculo encienda el horizonte con sus oriflamas, le aceptaré un cafecito.

—¿Cómo le ha ido? —inició Himenia la conversación.

—Mucho, en efecto —replicó el añoso caballero—. No recuerdo haber visto llover tanto en esta época del año.

En vista del evidente problema de comunicación la dueña de la casa ya no preguntó más. Se aplicó a abanicarse con movimientos que había aprendido de Greta Garbo en la película Camille. Don Almancio, por su parte, se puso a ver con gran dedicación el techo y las paredes. Al advertir la señorita Himenia que aquel incómodo silencio se alargaba le preguntó a su invitado:

—Antes del cafecito, amigo mío, ¿le gustaría tomar una copita de vermú?

Eso sí lo oyó bien el señor. Las buenas maneras, sin embargo, lo hicieron contestar:

—Gracias, querida amiga. Ha de saber usted que procuro apartarme del licor, pues cuando bebo un par de copas soy acometido por igníferas tentaciones de la carne que en ocasiones no puedo sofrenar y que me llevan a lanzarme con intenciones lúbricas sobre la mujer que tenga más cercana.

La señorita Himenia respondió tranquila:

—Conocía ya esa simpática debilidad suya, amigo mío, y me previne para el caso. Sobre la mesa del comedor hallará usted una botella de tequila, una me mezcal, una de ron, una de whiskey, una de ginebra, una de vodka, una de brandy, una de aguardiente, una de manzanilla, una de oporto, una de jerez, una de anís, una de orujo, una de ajenjo, una de champaña, una de sake, una de kummel, una de kirsch, una de baijiu, una de xtabentún, una de metaxa, una de soju, una de grappa, una de ouzo, una de bacanora, una de sotol, una de chínguere, una de marranilla y una de coñac. También tengo preparada una barrica de pulque, y diez six packs de cerveza en el refrigerador. Escoja usted y sírvase con la mayor confianza. Le puse un vaso grande. Y no se mida, amigo mío, que aquí no hay miramientos.

¿Tendré qué decir lo que hizo don Almancio? Aquella “simpática debilidad” a que aludió la señorita Himenia se le adivinaba al visitante en la forma y color de su nariz, roja y bulbosa como la de W.C. Fields. Se echó el señor entre pecho y espalda dos o tres —o cuatro, o cinco, o seis— vasos de whiskey, su bebida predilecta. La señorita Himenia se tendió en actitud voluptuosa de Cleopatra en la chaise longue de la sala, a esperar que las repetidas libaciones le quitaran a su caballeroso amigo la caballerosidad, que tan estorbosa suele ser en ciertas ocasiones. (Ni damas ni caballeros hay en el lecho del amor cuando éste se hace bien). No digo lo demás que sucedió. Repito los versos el poeta: la luz del entendimiento me hace ser muy comedido. Sólo diré que esa noche, terminados los acontecimientos, Himenia Camafría, madura señorita soltera, se preguntó, ya a solas en su alcoba, si era feliz. Una jocunda voz respondió por ella: “¡Sí!”. Y digo yo en su nombre: “Praise the Lord!”.

HISTORIA DE UNA ESCALERA

No debería yo contar esta historia. Pero casi todas las historias que cuento son historias que no debería contar. Y es que quienes lean la que ahora sigue van a pensar que no hay moral en este mundo. Y a lo mejor tienen razón. La verdad es que solamente hay moral en el mundo de la moral. En el mundo mundo, es decir en lo que llamamos mundo, el mundo mundanal, eso de la moral es artículo bastante escaso, si me es permitida esa cínica y triste —todo lo cínico tiene algo de tristeza—, pero al fin y al cabo realista, manifestación.

Este marido de mi historia era celoso. A su lado el paradigmático Otelo era un crédulo, un incauto, un confiado, un cándido, un bonachón, un calzonazos. Y es que el esposo era maduro ya y su mujer muy joven. Casó el señor cuando bordeaba ya la cincuentena y ella apenas pasaba de los 20. Había oído él la frase popular que dice: “Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura”, y no quiso ser muerto ni mitrado. Para conseguir eso sujetaba a su joven esposa a una estricta vigilancia; ponía sobre ella más ojos que tuvo Argos.

Había un grave problema, sin embargo: el hombre era viajante de comercio. Salía de viaje una semana sí y la otra no, de modo que 15 días al mes estaba ausente de su casa. ¿Qué hacer cuando faltaba? El marido no tenía madre o hermanas a quien confiar a su joven esposa. Tampoco podía llevarla con él. Recurrió entonces a un drástico expediente: cuando salía de viaje dejaba encerrada en la casa a la muchacha. La surtía bien de mandado —así se decía en los años cincuentas del pasado siglo, tiempo en el cual sucede esta veraz historia—; le compraba una buena dotación de revistas para que se entretuviera —Pepines, Paquines, Sucesos para todos, Confidencias—, más alguna novela de Pérez Escrich o Hugo Wast, y al irse cerraba la puerta por fuera con llave y con candado.

Al principio la muchacha se distraía haciendo los quehaceres de la casa, oyendo en el radio las novelas de moda: Jesusita en Chihuahua, La intrusa; los programas de complacencias, y por la noche el noticiero Carta Blanca con Nacho Santibáñez, La hora azul de Agustín Lara, y los programas que más se oían por entonces: El cochinito, para adivinar el nombre de las canciones; El risámetro, con chistes cuya gracia era medida por un supuesto aparato que registraba la intensidad de las risas en el público; El doctor IQ, de preguntas y respuestas; El monje loco, de misterio...

También leía a ratos un libro, o sus revistas, especialmente Confidencias, que la hacía soñar por sus historias de color de rosa, invariablemente con final feliz, y por el correo sentimental de quienes buscaban u ofrecían una relación, siempre con intenciones serias, claro.

Pero se aburría, se aburría la muchacha. El ausente marido debió prever ese aburrimiento, y considerar que no hay mujer más peligrosa que una mujer que se aburre. Siempre he pensado que nuestra madre Eva comió de la manzana no por maldad, sino por aburrimiento. Que me disculpen los teólogos, pero si Dios hubiera puesto maquinitas en el Paraíso no habría sucedido lo del pecado original.

Un día la seclusa muchacha oyó pasos en la azotea, en el sentido literal de la palabra. Se asomó al patio, temerosa, y lo que vio la dejó en suspenso.

Reconoció al apuesto muchacho que vivía en la casa de al lado.

—No se asuste, señora —le dijo el guapo mozo—. Estoy poniendo una antena para el radio.

En aquellos años —mediados del pasado siglo— los radios debían tener antena para oírse bien. La antena era un palo que se ponía en lo altos de las casas, con un alambre que bajaba por la pared hasta el aparato.

—Mi radio no se oye bien —dijo la muchacha—. Ya que anda arriba ¿no me haría favor de revisar la antena?

El muchacho, que al parecer sabía de esas cosas, la revisó y dijo que todo estaba bien. Y bien estaba, claro. Aquello de que el radio se oía mal lo había inventado ella.

—Ha de ser cosa del aparato —sugirió el joven.

—¿Por qué no viene a verlo? —pidió la muchacha.

—Señora —respondió como con pena el joven—. La puerta de su casa está cerrada por fuera con candado. No se puede entrar.

—Podría usted bajar por la ventana del corral —propuso ella como con timidez.

No tiene caso que cuente yo el resto de la historia. El radio no tenía nada, pero la solitaria esposa sí. Tenía aburrimiento y una mujer aburrida es capaz de todo con tal de disipar su aburrimiento. Por eso no deben quejarse los maridos cuyas esposas van todos los días a las maquinitas. A otros sitios de mayor riesgo podrían ir.

Este cuento no lleva moraleja. Ninguno de los que escribo lleva moraleja: ¿quién soy yo para andar proponiendo moralejas? No tengo cara para moralizar, aunque supongo que no se moraliza con la cara. El relato contiene, sí, la comprobación de un hecho conocido: cuando la mujer se decide a decidirse no hay poder humano que pueda contenerla. Ni sobrehumano tampoco. Los griegos supieron bien esta verdad. En Leda y Danae representaron la eterna disposición de la mujer a ser visitada por el hombre y en el lascivo Zeus la gana eterna del varón por “folgar con fembra placentera”, según dijo Berceo. Demos gracias a Dios, que tan bien ordenó las cosas de este mundo, por esa sempiterna gana y esa benévola disposición.

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Don Poseidón, ranchero acomodado, tenía un hijo llamado Bucolino. Se casó el muchacho con una linda muchacha campesina y con ella se fue al viaje de bodas. Al regreso de la luna de miel don Poseidón, atusándose el bigote con orgullo, le preguntó a su primogénito cómo le había ido con su novia. Bucolino respondió con vaguedad que bien y cambió al punto la conversación. Eso escamó al viejo, Dejó pasar algunos días, y volvió a hacerle la pregunta. El muchacho se turbó y no respondió nada. Preocupado en extremo don Poseidón le pidió a doña Holofernes, su mujer, que hablara con su nuera para saber qué sucedía. Cumplió doña Holofernes la encomienda y se enteró de una tremenda novedad: la muchacha le dijo que su esposo no había consumado el matrimonio, y que ella, a pesar de ser ya mujer casada, estaba tan entera y virgen como cuando era célibe doncella. Le fue con la noticia la señora a su marido y el añoso señor, sorprendido y molesto al mismo tiempo, llamó a su hijo para saber qué estaba sucediendo. Le preguntó:

—¿Qué no te gustan las mujeres? ¿O acaso sufres de alguna disfunción que te ha impedido izar el lábaro de tu masculinidad y cumplir tus deberes de marido?

—Al contrario, ‘apá —respondió Bucolino—. Mi mujer me gusta tanto y me excita en tal manera, que mi atributo varonil se me irgue y pega al cuerpo en modo tal que ni con ambas manos lo puedo separar de mí para efectuar el acto marital.

No dijo nada don Poseidón. Tomó su navaja —eso asustó mucho a Bucolino—, y con ella cortó una horqueta de una rama. Se la dio a su hijo y le recomendó:

—Esta noche usa la horqueta para separar de arriba hacia abajo tu parte de varón. A mí me pasó lo mismo que a ti y con la horqueta pude cumplir mi obligación.

Al día siguiente tanto Bucolino como su joven esposa lucían una radiante sonrisa de satisfacción.

—La horqueta dio resultado, ’apá —le dijo feliz el muchacho a su añoso genitor—. Tenga la horqueta.

No la aceptó don Poseidón.

—Guárdala, hijo —le dijo a Bucolino—. Llegará el día en que la necesitarás, como yo, para usarla otra vez, pero ahora de abajo hacia arriba.

ANTES ME QUITAS LA VIDA

Yo las llamo “historias de cocina”. Ignoro si alguien les dio ese nombre antes que yo. En el Potrero de Ábrego, cuando en la lumbre del fogón borbotea la olla del café, se narran esas historias de pasados tiempos. O de ninguno, pues quizá son salidas de la imaginación. Afuera sopla el cierzo —así debe decirse—, como en la novela Peñas arriba, de don José María de Pereda, y entonces surgen los antiguos relatos, tan naturales como el viento o la lluvia.

Algunos de esos cuentos no son para contarse. Quiero decir que son ásperos y rudos, igual que quienes los platican. Don Abundio, viejo socarrón, empieza a decir una de esas viejísimas historias y las mujeres del rancho se tapan la boca con el rebozo, o dan la espalda para reír sin que las vea nadie, o fingen escandalizarse. Pero ninguna se va; todas se quedan a escuchar.

Voy a contar la historia de la tía Sola. Quisiera decirla como don Abundio, con la morosidad que pone al relatar, con ese guiño picaresco y esa media sonrisa anunciadora de salacidad. He de conformarme, sin embargo, con dar pálida idea de algo que, dicho en su ambiente propio, tiene sonoridades de Timoneda o de Berceo.

La tía Sola merecía dos veces ese nombre; la primera pues se llamaba Soledad, y la segunda porque vivía sola. Era viuda. Su esposo no quiso ya saber de burros, de chivas o de vacas, y para lograr eso se murió. Quedó muy nueva la tía Sola. Andaba ahora más cerca de los cuarenta que de los cincuenta y estaba entera y bien guarnida. Ni un parto había tenido que le borrara la cintura.

Era dueña de cabras la tía Sola, y fue a cuidárselas un sobrino. Llegado con ella cuando tenía quince años pisaba ya los dieciocho o diecinueve y era alto y espaldudo. Aparecía muy temprano el muchacho, cuando el sol asomaba apenas por el picacho de Las Ánimas, y todo el día se andaba con las chivas por esos montes y quebradas. Volvía al caer la tarde; con pocas palabras daba a cuenta a su tía de la jornada y luego se iba al rancho —ahí vivían sus padres— y la tía Sola se quedaba sola en su jacal, lejos del caserío y de la gente.

Antes de proseguir hago una aclaración muy necesaria a fin de proteger la honra de la tía Sola. Debo manifestar y dejar debida constancia de que el sobrino aquel no era carnal, sino político. No llevaba la sangre de la tía Sola; llevaba la de su difunto marido. Digo eso por lo que va a seguir.

La tía Sola le había echado el ojo a su sobrino. Lo vio de niño, y ni caso le hacía entonces; pero de pronto embarneció el muchacho, y sus facciones infantiles se mudaron en rostro de varón, con sombra azul de barba en aquella tez atezada por el sol del campo abierto. Era guapo y bien plantado el mocetón. Vagos antojos sintió la viuda en un principio, y no sabía a qué atribuirlos. Pronto lo supo: a la vista de su sobrino sentía lo que las cabras en la presencia del rijoso chivo. También ella se alborotaba toda y en sus venas hervía la sangre como en el fuego de la chimenea la olla de oscuro y recio café.

A la tía le vino en antojo gozar de aquel muchacho y desplegó para ello los cerriles encantos que poseía. Se le mostraba con la enagua levantada de modo que dejaba ver la redondeada pantorrilla; le acercaba las turgencias de su pomposo busto de mujer de 40 años, o le mostraba la levantada grupa como de rico galeón cargado de tesoros.

Pero el muchacho era neófito en cosas de la carne. Ni la vista de las cópulas campiranas —las de los animales, digo— lo había puesto en aviso. Por eso no se daba cuenta de los arrumacos de su señora tía, a la que respetaba por ser mayor y ser parienta.

Mas sucedió que un día —para estas cosas siempre hay un día— llegó al aprisco el joven con una cabra menos. Salió a buscarla, y cuando regresó ya era de noche.

—Te quedarás aquí —le dijo la tía Sola.

Había visto llegada su ocasión.

—No puedo, tía —respondió el pastor, inocente—. Me esperan en la casa.

—Bueno —concedió la viuda—. Por lo menos cena antes de irte.

Cenando estaban ambos cuando ¡oh milagro! se desató un fuerte chaparrón. Llovía como si hubiese convención de nubes sobre el Potrero de Ábrego; fulgían los relámpagos y se oía por el pico de Las Ánimas el retumbar del trueno.

—Esto va para largo —habló la tía Sola—. Yo no te voy a dejar ir con esta agua.

Al terminar la cena preguntó el muchacho:

—¿Dónde me voy a acostar?

—Ni modo que a ráiz del suelo, como los animales —replicó la mujer—. Te acostarás en mi cama, conmigo. Yo me volteo pa’ un lado, tu pa’l otro, y así.

Llegada la hora de acostarse apagó el quinqué la tía Sola. Se desvistieron en la oscuridad los dos. Tomó el muchacho el lado de la pared, y se volvió hacia ella poseído por vaga inquietud. La tía se acostó también, de su lado, pero al hacerlo acercó la redondez de sus posteriores hemisferios al cuerpo del arriscado pastor.

Abreviaré la narración, que bien podría alargarse. Sintió el pastor aquella tibieza, aquella suavidad, y lo que tenía que pasar pasó. La tía Sola vio cumplidos bien pronto sus anhelos, pues a poco estaba el muchacho haciendo lo que por vez primera hacía. La naturaleza no admite valladares de respeto, ni de ninguna clase.

Dejó escapar la tía Sola un breve gemido de placer:

—¡Ah!

Se azaró el muchacho, nervioso y apenado por lo que estaba haciendo y que no podía dejar de hacer.

—¿Me quito, tía?

—Primero me quitas la vida —respondió con premura doña Sola—. Tú síguele; luego que acabes te regañaré.

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Nunca sucede nada en el pueblo donde vive Himenia Camafría, madura señorita soltera. Los días pasan bostezando, y con ellos las semanas, los meses y los años. El único acontecimiento memorable que ahí se recuerda sucedió la vez que una ráfaga de viento le arrancó el bisoñé al notario público.

La vida de los vecinos es gris y la de las vecinas más. Cuando menos se acuerdan se mueren más de lo que ya estaban y pasados los nueve días del obligado luto sufren esa segunda muerte que se llama olvido.

Entenderán mis cuatro lectores, por lo tanto, que aquel pueblo tan pobre que ni siquiera tenía un poeta se haya cimbrado cuando a él llegó un príncipe italiano. Nadie supo la razón de su presencia. Él hablaba con vaguedad de un exilio por razones de política. A veces, cuando bebía un par de copas, cambiaba la versión, y entonces decía que estaba ahí para olvidar un amor infortunado. Eso le daba un halo de romanticismo que él acentuaba asumiendo un aire perpetuamente triste.

Quizá por eso —y también porque se parecía a Vittorio Gassman— todas las mujeres del pueblo se enamoraron inmediatamente de él, incluso la señorita Peripalda, catequista, quien en otros tiempos, cuando se convenció de que ya no encontraría marido, había hecho voto perpetuo de virginidad. La esposa del alcalde pensaba en el príncipe cuando su marido, que era gordo y calvo, le hacía el amor. El edil se sorprendía bastante porque su mujer, que siempre tenía un aire ausente en esos trances, ahora suspiraba, gemía suavemente y decía con languidez: “Amore mío”.

El príncipe tenía sonoro nombre: se llamaba Franco de Terioro. Ciertamente sus mejores años habían pasado ya y se veía algo pachucho. Su ropa no era precisamente principesca. Vestía un traje color ala de mosca bastante brilloso ya por las planchadas y en la pensión donde vivía llevaba una chaqueta de pana verde que no parecía de pana ya, pues las rayas de la tela habían desaparecido hacía mucho tiempo. Alguien le preguntó una vez de dónde era, y él respondió que había nacido en la Toscana. (“Ah, sí —dijo Babalucas con tono de enterado—. La de Puccini”. Y pronunció así: Puc-cini).

El caso es que ante el asombro general el príncipe empezó a cortejar a la señorita Himenia. La esperaba a la salida de la misa —él no entraba: decía que era liberal garibaldino—, y después de dar con ella un breve paseo por el parque la acompañaba hasta su casa. Ahí se despedía en la puerta, para no alimentar la murmuración de los vecinos. La señorita Himenia andaba en el séptimo cielo de la felicidad. La llenaba de gozo saber que por fin el amor había llamado a su puerta, y más la alegraba la envidia mal disimulada de sus amigas Solicia y Celiberia. Era buena cristiana, sin embargo, y se propuso que después de casarse con el príncipe les pediría a todos que por favor no le fueran a decir princesa. Cierto día el príncipe la visitó en su casa. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dijo a la señorita Himenia que había recibido un telegrama urgente en el cual le avisaban que su madre estaba enferma de gravedad allá en Italia y pedía verlo para despedirse de él y darle su bendición final. Por desgracia él tenía todo su dinero en el banco, en inversión a plazo fijo que no se vencería sino hasta dentro de 30 días. ¿Podría ella prestarle para el viaje? A su regreso le pagaría y, si ella se lo permitía, le diría un sentimiento que albergaba en su corazón y que no podía ya callar. Al día siguiente la señorita Himenia le entregó todos sus ahorros. ¿Necesito decir qué sucedió después? Casi me apena la obviedad. El fementido príncipe no regresó jamás. Después se supo que no era príncipe, sino plomero, y que lejos de ser italiano provenía de un barrio bajo del Distrito Federal. Es más: ni siquiera se parecía a Vittorio Gassman: se parecía a Totó. La señorita Himenia lloró algunos días, no tanto por el perdido galán sino por sus perdidos ahorros, pero luego se consoló pensando que después de todo ella había sido la escogida por Franco —así le siguió diciendo hasta el final de su vida: Franco— para su cometer su mala acción.

No cabe duda: el corazón de la mujer es misterioso.

QUE HABLE PÉREZ

Muy conocido es el cuento llamado “Que hable Pérez”.

Travieso y picarillo es ese cuento. La historieta tiene el señalado mérito de hacer reír con las mismas palabras repetidas una y otra vez, lo cual es virtud grande, pues así todo queda librado a la imaginación de quien escucha el chascarrillo. Helo aquí.

Sucedió que en la Ciudad de México un diputado federal hizo renuncia de su cargo por motivos de salud. El partido al que pertenecía llamó al suplente, un cierto político de pueblo. Los habitantes del lugar se llenaron de orgullo por la designación de su conciudadano y en masa fueron todos a la estación del tren a despedir el nuevo diputado, que partía a la capital de la República a cumplir su importantísima encomienda. Llegó el flamante legislador entre los vítores de sus paisanos; subió al vagón y desde la escalerilla se volvió a la muchedumbre para despedirse agitando su sombrero con majestuosos ademanes. En eso se escuchó un estentóreo grito salido de la multitud:

—¡Que hable Pérez!

Ese tal Pérez era uno de los notables del pueblo, amigo del recién designado. Aunque nadie lo había oído nunca hablar se hizo un profundo silencio entre la concurrencia para escuchar su intervención. Circunspecto, grave, subió Pérez a la escalerilla, se puso junto al diputado y lo apostrofó, vibrante, en los siguientes términos:

—Aquí estás ya, en posición de firmes, duro, rígido. Así han de estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar es muy grande. Ocúpalo como debe ser, porque si no lo haces aquí estamos tus amigos, y todos juntos, o uno por uno, te empujaremos hasta ponerte donde debes estar.

Una atronadora salva de aplausos saludó el enérgico discurso de Pérez, que al momento quedó consagrado como orador supereminente, a la altura de un Macaulay, un Urueta o un Castelar. Después de unas semanas aconteció que el boticario del lugar pasó a mejor vida. El pueblo entero volvió a congregarse para acompañar al difunto y su familia al cementerio. Cuando ya el féretro iba a bajar a la tumba volvió a escucharse la misma voz, ahora más comedida, por respeto a la ocasión:

—Que hable Pérez.

Poseído de su importancia de orador oficial del pueblo, Pérez se plantó frente al ataúd. Tanto éxito había tenido su anterior discurso que aquel Demóstenes decidió repetirlo. Así, dijo Pérez con acento magnílocuo dirigiéndose al difunto:

—Aquí estás ya, en posición de firmes, duro, rígido. Así han de estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar es muy grande. Ocúpalo como debe ser, porque si no lo haces aquí estamos tus amigos, y todos juntos, o uno por uno, te empujaremos hasta ponerte donde debes estar.

En esta ocasión el discurso —al menos así le pareció a Pérez— no tuvo el mismo efecto de la vez pasada. Transcurrieron los días y se llevó a cabo una boda. Terminado el banquete nupcial, cuando los recién casados se disponían ya a salir a su viaje de luna de miel, se oyó entre los asistentes al festejo otra vez la misma voz:

—¡Que hable Pérez!

Y habló, claro, el célebre orador. Dirigiéndose al novio le espetó aquellas mismas palabras que se sabía tan bien:

—Aquí estás ya, en posición de firmes, duro, rígido. Así han de estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar es muy grande. Ocúpalo como debe ser, porque si no lo haces aquí estamos tus amigos, y todos juntos, o uno por uno, te empujaremos hasta ponerte donde debes estar.

De sobra está decir que Pérez no fue invitado nunca más a hablar en público.

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Los domingos en la mañana son de Mozart; por la tarde le pertenecen a Debussy y al acercarse la noche son de Brahms. El domingo es el día que los cristianos dedicamos a pedir perdón por los pecados que cometimos el sábado y que seguiremos cometiendo el lunes. Los domingos con lluvia torrencial son el día que los golfistas destinan a ir a misa. El domingo es el día del Señor, de ahí su nombre.

La nueva criadita de la casa le dijo a su patrón:

—Por favor avíseme cuándo va a ir a mi cuarto, para bañarme, arreglarme, perfumarme y ponerme ropa interior nueva y sugestiva.

El señor se sorprendió al oír aquello. También se mortificó bastante, pues era hombre de costumbres morigeradas, nada proclive a devaneos eróticos y devoto practicante de su religión. Le preguntó a la chica:

—¿A qué viene eso, Mary Thorn?

Explicó la mucama:

—Es que sobre la cabecera de mi cama hay un letrero que dice: “Prepárate, pues no sabes cuándo llegará el Señor”.

¡Qué dilema el de la muchacha! O se preparaba para un señor o para el otro. Imposible quedar bien con ambos a la vez. “Nadie puede servir a dos señores”. Por eso a algunas señoras les duele la cabeza por la noche, pero en el día no.

A lo que voy es a decir que en alusión al domingo narraré un cuentecillo de contenido religioso.

Trata de un cura católico y un rabino judío que murieron el mismo día y llegaron a las puertas del Cielo. San Pedro, el portero de la mansión de la eterna bienaventuranza, revisó sus libros y les comunicó que no estaban en la lista de los que podían ser admitidos en la casa del Señor. Dijo el cura, amoscado:

—Siempre pensé que la casa del Señor era mi templo.

El rabino, igualmente molesto, replicó:

—Y yo estaba seguro de que era mi sinagoga.

Les indicó San Pedro:

—Quizá a ese pensamiento se deba en buena parte el hecho de que no estén ustedes en la lista de los bienaventurados.

—Seguramente hay un error —protestó el párroco—. Tanto el rabino como su servidor fuimos pilares de nuestras respectivas congregaciones. Tenemos derecho a que nos admitan.

—Nadie tiene derecho a entrar aquí —replicó Pedro—. Si nos salvamos es solamente por la misericordia del Señor. Pero ahora no tengo tiempo para discusiones. Debo ir a darle de comer a un gallo y a sacar una copia de mis llaves, por si se me pierden éstas. Vayan ustedes con buen viento, a ver a dónde.

Así diciendo iba a cerrar la puerta, pero el cura, que era jesuita y por lo tanto estaba lleno de recursos, se lo impidió poniendo el pie en la jamba.

—Momento, Cefas —le dijo con imperioso acento—. Aún no has terminado con nosotros. Piscem natare doces? ¿Pretendes acaso enseñar a nadar a un pez? Llama a tu supervisor, para tratar este asunto con él.

—No estamos en un mostrador de línea aérea —contestó San Pedro—. Pero yo también sé algunos latines. Veo que estás defendiendo tu caso únguibus et rostro, con las garras y el pico. Haremos esto: los enviaré con la competencia. Si el diablo me los devuelve, entonces los admitiré.

El rabino y el cura, pues, encaminaron sus pasos al averno. El socarrón San Pedro se quedó riendo para sí, pues sabía muy bien que el demonio no deja que nadie vaya al Cielo. Grande fue su sorpresa, sin embargo, cuando media hora después el sacerdote estuvo de regreso muy campante.

—¿Cómo hiciste para volver aquí? —le preguntó asombrado.

—No puedo mentirte, Simón —le respondió el jesuita—. Le ofrecí 100 dólares al diablo para que me mandara aquí, y los aceptó. Habrás de perdonarme, pero como dice uno de mis autores predilectos: el fin justifica los medios. Además Íñigo nos enseñó que en la presencia de dos males debemos optar por el menor.

—Jesuíticas frases son las dos —dijo San Pedro—. Sin embargo tratos son tratos. Puedes entrar. Pero antes dime: ¿qué fue de tu compañero, el rabino?

Contesta el cura:

—La última vez que lo vi estaba regateando con el diablo. Ya lo llevaba en 75 dólares.

TÚ FUISTE LA PRIMERA

Ésta es una historia de ayer. De muy ayer.

Eran otros tiempos.

Todos los tiempos son otros tiempos. Decía Manrique:

... Pues si vemos lo presente,

cómo en un punto se es ido y acabado,

si juzgamos sabiamente

daremos lo no venido por pasado... .

Explicación mejor del tiempo no se podría hallar ni disponiendo de mucho tiempo.

Otros tiempos se vivían, digo. La ciudad era pequeñita, y por tanto su alcalde podía darse lujos que ya no pueden darse los alcaldes de hoy. Uno de ellos era acudir todos los días, muy de mañana, a la cárcel municipal a ver quién había caído ahí en el curso de la noche, para juzgar sus casos en forma personal.

Llegó aquella mañana el señor alcalde y se enteró de que no había más detenido que el borrachín del pueblo, asiduo parroquiano de la ergástula.

—¿Otra vez aquí, Juanillo? —le preguntó.

—Señor —respondió con tartajosa voz el temulento—. No soy hombre de costumbres veleidosas.

—Ya lo veo. Deberás salir a la fajina cuatro días y pagar además un peso de multa.

La fajina... Decir “fajina” es lo mismo que decir “faena”. Así se llamaba a la cuerda de presos que salía todas las mañanas a barrer las calles de la ciudad. Tal pena debía ser un ejemplar correctivo para los latosos, pues se les exponía al general ludibrio, y además la municipalidad se ahorraba el costo de la limpieza pública. Entonces no había Comisión de Derechos Humanos y se podían hacer cosas que ahora ya no se pueden hacer.

—Lo de la fajina como quiera —respondió el borrachín tras escuchar la expedita sentencia del alcalde—. Pero el peso de la multa ¿de dónde lo voy a sacar? No tengo ni un cinco. Y si uno tuviera lo gastaría en curarme la cruda.

—Ve a la calle —dictaminó el alcalde— y pídele el peso al primer pendejo que te encuentres.

—¿O pendeja? —inquirió el reo.

—Lo que sea —concedió el alcalde—. Pendejo o pendeja, da lo mismo. Pero deberás pagar la multa, Juanillo.

Salió apresurado el ebrio. Para sorpresa de todos volvió poco después y muy orondo puso en manos del alcalde el peso de la multa.

Transcurrió sin novedad el resto de la mañana. A mediodía el señor munícipe fue a su casa a comer, como hacía todos los días. Lo recibió con una pregunta su mujer.

—¿Para qué querías el peso que me mandaste pedir con Juanillo?

El alcalde alzó los ojos al cielo, suspiró y dio salida luego a estas palabras llenas de cristianísima resignación:

—¡Bendito sea Dios! ¡Tú y yo fuimos los primeros pendejos que se halló!

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Dulciflor se iba a casar. Su mamá, feliz con la boda de la niña, se aplicó a hacerle parte de las donas.

Linda palabra es ésa, ya en desuso: donas. Servía para designar el ajuar que la novia llevaba a su luna de miel, con regalos que le hacían su novio y familiares más cercanos.

En épocas pasadas el ajuar de las novias incluía la llamada “sábana santa”, un lienzo bordado con nardos y azucenas, emblemas de la castidad. Lo empleaba la mujer casada para cubrirse en el lecho conyugal, y así ocultar su cuerpo a las lúbricas miradas del varón y para no tener con él roce de piel, lo cual era impudicia que podía mover a placeres pecaminosos de la carne. Pero como el fin principal del matrimonio es la perpetuación de la especie aquel lienzo tenía una abertura estratégicamente colocada que permitía la realización del acto que por desgracia —así lo consideraba la Santa Madre Iglesia— la naturaleza hace necesario para la procreación.

En tiempos de Dulciflor la sábana santa ya no estaba en uso —O tempora, o mores!—, y entonces doña Narcedalia, que así se llamaba la mamá de la novia, le confeccionó a su hija una bata o camisón de albo tisú.

No puedo pasar por alto un dato de onomástica. El nombre Narcedalia lo inventó cierto cura mexicano que tenía un ama de llaves llamada Candelaria. No le gustaba ese nombre al dicho sacerdote, le parecía demasiado popular y entonces hizo un anagrama, transposición de letras, y formó con las de la palabra Candelaria el sustantivo propio Narcedalia, nombre, a su parecer, alto sonoro y significativo. Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él.

Le hizo la señora a su hija aquella bata —ahora se llamaría negligee—, y la adornó con bordados de diversas flores que tuvo buen cuidado de acomodar por orden alfabético: azaleas, begonias, crisantemos, digitales, esperanzas, fucsias, gladiolas, hortensias, iris, jazmines, lirios, margaritas, narcisos, orquídeas, pensamientos, rosas, siemprevivas, tulipanes, violetas y zinnias. No olvidó poner también, por eufonía, algunos ciclámenes, caléndulas, lavándulas, clemátides, acónitos y anémonas. Se llevó a cabo, pues, el desposorio, y los felices matrimoniados partieron a su viaje nupcial. Cuando regresaron lo primero que doña Narcedalia le preguntó a su hija fue si su novio se había fijado en las flores de la bata.

—Pienso que no, mamá —contestó Dulciflor—, porque se fue directo a la maceta.

UN HIJO DE LA...

En este mundo hay gente muy cabrona. Perdón por la franqueza, pero no hay otro modo más claro de expresar esa verdad. La supo Thomas Hobbes, por eso escribió aquella inmortal frase: Homo homini lupus. El hombre es el lobo del hombre. La supo Margarito Ledezma, por eso escribió aquellos inmortales versos: “Mi corazón también es de cristiano, / y lo tráis humillado y ofendido. / Si le sigues cargándole la mano, / el día menos pensado da el tronido”.

Si todavía conservas la fe en la humanidad, lector amigo, déjame que te cuente una historia. Es la de esta señora que vive sola en su casa. Anciana y viuda, tiene un hijo que casi nunca la visita. Miran por ella las vecinas: todos los días van a preguntarle cómo amaneció; le llevan bocaditos; le hacen los pequeños servicios que a la viejita se le ofrecen: pagarle los recibos del agua y de la luz; cobrarle su pequeñísima pensión; llevarla al doctor cuando lo necesita... También hay gente buena en este mundo. A lo mejor por eso conservas la fe en la humanidad. Pero deja que te siga contando.

Un día va la vecina del otro lado a verla y la viejecita no abre la puerta. Llama con insistencia la señora y sólo alcanza a escuchar un quejido. Se asoma por la ventana y ve a la ancianita caída en la cocina. La anciana la ve y le hace señas desesperadas para indicarle que no se puede mover.

La vecina trae a su hijo, un muchacho alto y robusto. Él le dice a su madre que llame a la Cruz Roja y luego abre la puerta de una patada. Conforta a la ancianita y espera a su lado hasta que viene la ambulancia. Alguien ha dado aviso al hijo, que llega horas más tarde, cuando su madre está ya en el hospital. El hombre ve la puerta y pregunta quién la dejó así. Va con el muchacho y le dice que tendrá que pagarle los daños. La casa es suya. Debió llamarle por teléfono, para venir él y abrir con la llave. La puerta vale mil 500 pesos.

¿Pasas a creer? No que la puerta valga mil 500 pesos; las hay más caras todavía. ¿Pasas a creer que haya alguien así? Peores los hay, tienes razón. Y no me menciones a Hitler, pues no necesitamos ir tan lejos: en todas partes hay gente maldita, de esa infeliz estirpe que —decía Machado— va apestando la tierra.

¿Cómo supe esta historia? Me la contó la mamá del muchacho, que me habló por teléfono ayer, muy apurada, para preguntarme si su hijo tendrá que pagar aquella puerta.

—Usted es abogado. Dígame qué debemos hacer.

Lo de abogado se me quitó hace tiempo, pero consulté el código aplicable en este caso, el del sentido común, y dice en su artículo primero que es más importante una anciana que una puerta de mil 500 pesos. O de 3 mil, para el caso es lo mismo. El muchacho, entonces, no tiene por qué pagar las tablas rotas. Le pedí a la señora que si el hombre pretende obligar a su hijo a entregar ese dinero me avise de inmediato, para poner aquí con letras grandes el nombre del menguado que estima en más una puerta que el bien de su mamá. Ojalá lea esto el cabrón, para que se dé por notificado.

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El cuento que ahora voy a relatar se llama “What Ever Happened to The Great Pharphallon?”. En español: “¿Qué fue de El Gran Farfalón?”.

Las personas pudibundas deben suspender aquí mismo la lectura.

Un agente viajero llegó a un pequeño pueblo. Era domingo en la tarde y los domingos en la tarde suelen ser tediosos hasta en Saltillo o Nueva York. El visitante se aburría en el lobby del único hotel que había en el lugar. Le dice el botones:

—Lo noto fastidiado, señor.

—Así es —admite el viajero—. En este pueblo no hay nada qué hacer.

—Sí hay —lo corrige el del hotel—. Está El Gran Farfalón.

—¿Quién? —se extraña el viajero.

—El Gran Farfalón —repite el botones—. Actúa en el teatro de la esquina.

Pregunta el agente:

—Y ¿qué hace ese tal Farfalón?

Responde el otro:

—Si le digo lo que hace no me lo va usted a creer. Necesita verlo por sí mismo.

Como no tenía nada qué hacer, el vendedor se decidió a ir al teatro. A la hora anunciada comenzó la función. Un maestro de ceremonias anunció, magnílocuo:

—¡Señoras y señores! Esta empresa se enorgullece en presentar a su máxima estrella: ¡El Gran Farfalón!

Aparece en escena un joven atleta vestido con blusa y mallas blancas bordadas con reluciente lentejuela. Se escucha una música sensual y un reflector pone su luz en la figura del artista. Ante el asombro del viajero el musculoso atleta empezó a despojarse de sus atavíos, prenda por prenda, hasta quedar completamente al natural, o sea en “peletier”. Sale una linda ayudante, coloca frente al apolíneo galán una mesita cubierta con un paño de fieltro verde y sobre ella pone cuatro nueces. La música se vuelve más voluptuosa y sugerente. El Gran Farfalón se concentra y con la sola fuerza de su pensamiento pone en alto su masculinidad, tras de lo cual procede a aplastar con ella las cuatro nueces que tenía frente a sí. Una clamoroso aplauso saluda la hazaña del singular atleta.

Pasaron 40 años y otra vez el viajero acertó a hallarse en aquel pueblito. En el hotel reconoció al mismo botones de la vez pasada. Le dice:

—Estuve en este pueblo hace 40 años y vi actuar aquí a un artista singular.

—Ya sé de quién me habla —responde el botones—. El Gran Farfalón.

—Sí —replica el viajero con tono admirativo—. ¡Qué hombre extraordinario!

Le informa el del hotel:

—Todavía trabaja.

—¡No lo puedo creer! —exclama el viajero, estupefacto.

—Compruébelo usted mismo —replica el empleado—. Está en el mismo teatro y la función no tarda en empezar.

Se apresuró el viajero, compró su boleto y ocupó su butaca. Un maestro de ceremonias anuncia:

—Señoras y señores. Esta empresa se enorgullece en presentar a su artista de siempre: ¡El Gran Farfalón!

Aparece en escena el artista. El otrora atleta estaba convertido en un viejo decrépito. Encorvado, senil, caminaba con pasos lentos y penosos. Se escucha la música y el anciano procedió a despojarse de su atuendo, raído y desgastado ya. Su desnudez causaba lástima: se le podían contar las costillas; colgaba su piel, flácida. Aparece una joven y guapa ayudante y coloca frente al carcamal la mesa con el paño de fieltro verde. Pero en vez de poner sobre ella cuatro nueces puso cuatro cocos. Se concentra el viejito, y ¡oh prodigio!: su varonía se volvió a alzar, triunfante, cual la de un hombre en plena juventud y con ella el artista procedió a hacer pedazos los cuatro cocos. Se escuchó la ovación, atronadora. El viajero, entusiasmado, va al camerino del anciano. Todavía sin dar crédito a lo que había visto le dice lleno de admiración:

—Oiga, señor: estuve aquí hace 40 años y lo vi realizar su acto con nueces. Pasan cuatro décadas, regreso, ¡y ahora lo hace usted con cocos!

Responde el viejecito con voz doliente y tono de disculpa:

—Es que ya no veo bien.

COSAS QUE SE DICEN...

La gente de Oaxaca es de pocas palabras. Oí contar de un oaxaqueño cuya esposa amaneció occisa. Una occisa no es una muerta cualquiera. En los periódicos se lee a veces: “La hoy occisa...”. Y eso se dice en relación con una señora que murió de su muerte, es decir de vieja, o de empacho o calenturas. En ese caso la difuntita es una muerta, pero no una occisa. El occiso —o la occisa— es alguien que sufrió muerte violenta, de puñal, por lo menos, o pistola. El vocablo “occiso” tiene un sinónimo: “interfecto”. Con frecuencia también esa palabra se emplea mal: decimos “el interfecto” por decir “el aludido”, la persona de la cual se habla. Ni siquiera en sentido coloquial admite el diccionario ese uso. El interfecto es igualmente una persona que ha sido privada de la vida con violencia.

Pero me estoy apartando de mi cuento por estas “gramatiquerías”. El caso es que la esposa de aquel hombre amaneció bien muerta. El jefe de la policía municipal, que no gustaba de complicarse la vida, propuso la hipótesis del suicidio, tesis que fue desechada luego de breve deliberación, habida cuenta de que la interfecta mostraba 45 puñaladas en el cuerpo, sin contar las demás que no mostraba para no hacerse la víctima.

Entonces las sospechas recayeron sobre el esposo de la occisa. El ya citado jefe policíaco manejaba otra tesis: todo marido tiene razones justificadas para matar a su mujer, y viceversa. Hizo entonces que el cónyuge de la finada fuera detenido y llevado a su presencia. Cuando lo tuvo enfrente le espetó:

—¿Mataste a tu mujer?

Respondió el hombre sin cambiar de gesto:

—Pos eso dicen.

Apretó más el de la policía:

—¿Por qué la mataste?

Y sin cambiar de gesto contestó el sujeto:

—Pos eso no dicen.

Oí también hablar de otro señor que, aunque rústico, era ingenioso y decidor. Su hijo, mocetón en edad de merecer, salió a su padre y tenía también sus ocurrencias.

De oficio arrieros los dos, después de varias jornadas llegaron una vez a su destino. Al nuestro llegaremos todos. Fueron a comer en una fonda. Antes de sentarse a la mesa el muchacho se dirigió al mingitorio a desahogar una necesidad menor. Volvió a la mesa y el viejo le preguntó:

—¿Se lavó las manos m’hijo?

—¿Pa’qué, ‘apá? —respondió el mozallón—. Todo lo que agarré es mío.

El señor era muy ahorrativo. Hay que economizar, sostenía, y más si el artículo que se va a comprar puede tener un sucedáneo gratis. En otra ocasión el papá y el hijo iban por la calle donde estaba una casa de mala fama muy famosa, de un garitero al que llamaban Pano.

El muchacho, que sentía los rijos propios de su edad, le pidió al padre:

—Apá, déme pa’ una muchacha. Aquí cerca está Pano.

—Más cerca tiene la mano —replicó el económico señor con lacónica rima consonante.

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El cuento que narraré en seguida tiene un cierto sabor de fantasía. Me hace recordar la leyenda del flautista de Hamelin, que conocí por primera vez en aquella obra ejemplar, El tesoro de la juventud, maravillosa colección de libros que leí completos antes de saber que el verdadero tesoro de la juventud es otro.

También esta historia trata de una ciudad que estaba llena de ratones. Por todas partes andaban los insufribles bichos: aparecían en las alacenas; salían de entre las colchas de las camas; andaban sobre la mesa en la cocina.

Se formó un comité de vecinos para luchar contra la plaga. Contrató ese comité de ciudadanos a varias empresas especializadas en el ramo y ninguna logró hacer nada contra los ratones. Seguían proliferando los animalejos, con espanto y alarma de la población.

Un día llegó con el presidente del comité un hombre estrafalario. Vestía pobremente y nada hacía ver en él ninguna habilidad.

—Yo puedo acabar con los ratones —dijo con gran seguridad.

El jefe de los vecinos, desdeñoso, contestó:

—Lo mismo han dicho todos, y lo único que han hecho es sacarnos dinero.

—Mi método está garantizado —replicó el raro sujeto.

—¿Ah sí? —dudó el señor—. Y ¿cuánto cobra usted?

Cobro un millón de pesos —declaró.

—Ah, no —rechazó el otro—. Es demasiado.

Dice el tipo:

—Sólo que mi trabajo está garantizado. Si dejo un solo ratón en la ciudad, fíjese bien: un solo ratón, usted no me paga ni un centavo.

Esa cláusula interesó al presidente, quien después de una breve consulta con el comité autorizó al sujeto a poner en práctica su método. De la bolsa de su camisa sacó entonces el tipo una cajita del tamaño de una de cerillos y de ella extrajo un ratoncito diminuto, apenas mayor que la uña de un pulgar. Lo puso en el suelo. Ante el asombro y la estupefacción de los vecinos el ratoncito fue hacia sus congéneres y empezó a matarlos uno tras otro, como fiera incontenible. Ninguno se le podía oponer, ni escapar, pues el ratoncillo a todos alcanzaba y aniquilaba. En un par de horas no quedó un solo ratón en la ciudad: los pocos que no fueron muertos por el feroz pigmeo ratonil huyeron despavoridos y se perdieron para siempre.

El presidente del comité, lleno de asombro, le dice al individuo:

—Amigo: cumplió usted su palabra. No sabemos cómo expresarle nuestro agradecimiento.

—Señor —contesta el otro—: desde que los fenicios inventaron el dinero hay una respuesta para esa duda.

—En efecto —dice el señor—. Tratos son tratos. Aquí tiene usted su millón de pesos.

El sujeto se embolsa la cantidad; toma su ratoncito, lo mete en la cajita y después de guardársela en la bolsa de la camisa se despide con mucha cortesía y se encamina hacia la puerta. En eso el jefe de los vecinos lo llama:

—Oiga, señor.

Vuelve sobre sus pasos el sujeto.

—Dígame usted.

—Por casualidad —pregunta el hombre con tono esperanzado— ¿no tendrá usted un politiquito?

HISTORIA DE UN CABALLO

Don Palemón era hombre ya maduro. Andaba por los 50 años, edad que en nuestros tiempos no es de viejo pero que en aquéllos era ya de plena madurez, umbral casi de la temida ancianidad.

No había casado nunca don Palemón. Soltero, no se le conocían vicios, a menos que su celibato sea considerado tal. En todo caso don Palemón atemperaba su soltería con una visita semanal —los jueves siempre— a cierta casa donde lo recibía una señora que a cambio de algunos pesos lo dejaba sosegado por otros siete días. Encomiable obra de misericordia es ésa, que aparta a los hombres de las tentaciones a que conduce la lubricidad.

Sucedió que llegó al pueblo una muchacha, sobrina del administrador del Timbre. Había quedado huérfana, y el tío la recogió en su casa. No estaba ya en la primera juventud. Tendría 25 años, hoja de calendario más, hoja de menos. No era ni fea ni bonita, lo cual es gran ventaja porque las feas sufren mucho y las bonitas en ocasiones más. La vio don Palemón y sintió ganas de renunciar a su celibato. Estaba dispuesto a incluir en la renuncia aquella discreta visita semanal.

Jinete en su caballo, empezó a rondarle la calle a la muchacha. Es de saberse que don Palemón era mayordomo de la hacienda: cumplidísimo jinete, vestía con propiedad el traje charro de faena, atuendo al mismo tiempo austero y elegante.

La muchacha no torció el gesto con aquellas rondas, antes bien las miró con buenos ojos. Cercana la hora en que solía pasar su galán iba a sentarse frente a la ventana, cuyas grandes hojas abría de par en par, y sonreía con gracia, pero sin coquetería, cuando el jinete se tocaba con el dorso de la mano derecha el ala del sombrero para saludarla.

Cierto día don Palemón se decidió por fin a hablarle a la muchacha. Detuvo su caballo frente a la reja y saludó muy cortesano.

—Buenas tardes, señorita.

—Buenas tardes, señor —respondió ella.

Iba a decir don Palemón algo como: “—¿Cree usted que lloverá?” o: “—Disculpe: ¿llamaron ya al rosario?” cuando sucedió algo terrible: en ese preciso momento al incivil caballo se le ocurrió lanzar por su trasera parte un sonoroso aire que a más de formidable estrépito puso en el aire un tufo ingrato imposible de soportar.

¡Qué pena le dio a don Palemón! Enrojeció hasta la raíz de los cabellos y torpemente farfulló una disculpa. La muchacha, avergonzada también, no supo qué decir. Llena de turbación se levantó de la silla y partió con premura hacia las habitaciones interiores sin siquiera despedirse de su cortejador.

Todavía bajo el peso de la mortificación don Palemón se alejó calle abajo en su cabalgadura. Furioso, iba reprendiendo al caballo por su expansión, tan poco urbana, tan inoportuna.

—Qué bien lo hicites, ¿verdá? ¡Te lucites!

Pasaron unos días. Cierta mañana, al salir don Palemón de la casa grande vio que su caballo —al que había soltado en el repastadero— estaba en trance de amor con una yegua. Corrió don Palemón al sitio donde tenía lugar aquel connubio y reuniendo todas sus fuerzas soltó un estentóreo cuesco junto a los animales. Luego le dijo al caballo con tono vindicativo y de rencor:

—¡Pa’ que veas lo que se siente, desgraciado!

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Doña Pasita, anciana señora de pueblo, mujer muy religiosa, humilde, fue a la capital a visitar a su nieta Candelaria, a quien hacía mucho tiempo no veía. Se sorprendió cuando al llegar vio el edificio donde vivía la muchacha. Era una construcción de lujo situada en el sector de más moda en la ciudad, según le dijo el taxista que la llevó. El portero del edificio —más que portero parecía por su uniforme el comodoro de la flota nacional— frunció el ceño cuando la vio entrar, y más cuando la vejuca le preguntó tímidamente si ahí vivía la señorita Candelaria.

—Aquí no vive ninguna señorita Candelaria —le dijo el comodoro.

Luego se volvió hacia su ayudante y añadió:

—Y hasta donde sé ninguna inquilina de este edificio podría jurar en tribunales que llegó al matrimonio en calidad de señorita.

La anciana no acusó recibo de la dudosa gracejada del portero y eso atufó al hombre aún más. Ella se atrevió a decir:

—Mi nieta me anotó en este papelito el número de su departamento. Es el 14.

—Ya veo —respondió el individuo sin molestarse en ver—. Pero en el 14 no vive ninguna Candelaria. Vive la señora Mixtifori.

Así dijo el portero y dirigiéndose a su ayudante completó sotto voce:

—Y amigos que la acompañan.

No alcanzó a oír doña Pasita el comentario del ujier, comentario que regocijó mucho al asistente.

—¿Podría pasar a preguntar? —inquirió ella.

—De ninguna manera —opuso el tipo irguiendo más su estatura de comodoro de la flota—. Nadie, ni siquiera el sol o el aire, puede entrar aquí si yo no lo autorizo. Y no veo ningún motivo para dar a usted esa autorización. Lo más seguro es que se haya equivocado de edificio.

—Aquí tengo la dirección —mostró de nuevo el papelito la atribulada anciana—. Déjeme entrar a preguntar. Hágalo por su madrecita santa.

El sujeto le dijo a su ayudante:

—Ninguna santa era mi mamá, según supe cuanto estuve ya en edad de conocer las cosas.

Luego se dirigió a doña Pasita:

—Le diré lo que voy a hacer. Llamaré a la señora Mixtifori para informarle que está aquí una viejita que la busca. Ella me dirá si la dejo entrar o no.

Tomó el teléfono, en efecto, y luego de un intercambio de palabras le preguntó a la azorada visitante:

—¿Se llama usted Pasita?

—Para lo que guste usted mandar —respondió ella.

—Puede pasar entonces —concedió el portero haciendo un ademán magnificente—. Pero no entretenga mucho a la señora Mixtifori, pues ésta es la hora en que sale a trabajar.

Se sorprendió doña Pasita al oír aquello, pues eran ya las 11 de la noche. ¿Qué clase de trabajo podía ser aquel que obligaba a su pobrecita nieta a salir de su casa en hora tan inoportuna? Subió con lentitud por la escalera —tenía miedo de los elevadores— y llamó a la puerta del departamento número 14. Le abrió la tal señora Mixtifori. Era su nieta Candelaria, no cabía duda. Apenas pudo reconocerla, sin embargo. Iba vestida en tal manera que por arriba se le veía hasta abajo y por abajo se le veía hasta arriba. Su cabello, antes tan negro —“ala de cuervo” llamaba la gente a ese tono de cabello—, parecía ahora catálogo completo de la conocida marca de pinturas Sherwin-Williams. El profuso maquillaje que llevaba le daba semejanza de muñeca japonesa. Sus pestañas postizas eran tan largas que cada vez que parpadeaba se agitaban violentamente las cortinas de la sala. Gastaba medias rojas, de malla, y calzaba zapatos de tacón aguja atados a los tobillos con cordones. Se cubría los desnudos hombros con una boa de plumas color anaranjado; traía bolsa de chaquira y lentejuelas; mascaba chicle que hacía tronar en cada masticada —chac, chac, chac—, y fumaba un cigarrillo turco en larga boquilla de carey. Doña Pasita quedó como quien ve visiones. Aturdida, pasmada, sorprendida, no acertó a decir palabra. ¿Era aquella la muchachita a quien ella le contaba cuentos de hadas, le cantaba canciones de Cri Crí y a la que le enseñó a pedir las cosas por favor y a decir: “Me llamo Candelaria Maraqueta, para servir a Dios y a usted”? Candelaria —perdón: la señora Mixtifori— sonrió al ver el desconcierto de la anciana.

—¿Qué pasa, abuela? —le preguntó con tono divertido—. ¿Soy o me parezco?

Respondió sin vacilar doña Pasita:

—Pos hija, si no lo eres ¡me cae de madre que lo pareces!

TE ACORDARÁS DE MÍ

Cierto día llegó un amigo a la casa de Pablo Valdés Hernández, en el centro de la Ciudad de México.

—Ven —le dijo—. Quiero que veas algo.

En el automóvil del amigo fueron los dos a la Colonia Juárez, que era en aquellos años —los cuarentas— una de las más elegantes de la capital. Detuvo su coche el amigo de Pablo frente a una residencia y le mostró un letrero que había en la ventana:

Solicito cocinera. Pago buen sueldo. Requisito: que no cante “Conozco a los dos”.

Pablo Valdés Hernández es el autor de “Conozco a los dos”, con aquella su frase final y lapidaria: “... Qué más da que la gente nos diga: conozco a los dos”. Esa frase no la entendía el director artístico de Discos Peerless, y le pidió a Pablo que se la quitara. Él se negó.

También es de Pablo la inmortal canción “Sentencia”. La compuso una madrugada, después de una tremenda farra. Cierto día me contó él:

—Llegué a la casa donde me asistía. El piano estaba en la primera planta; mi cuarto, en el segundo piso. Nomás de ver la escalera me volví a marear, hermanito. ¿Y ‘ora qué hago? Me serví otro vaso de mezcal, que era lo que tomaba, por barato. El de la marca El Sarapito era mi mero amor. Y me puse a escribir lo primero que se me ocurrió. “Te acordarás de mí toda la vida...”. Esa fue la primera frase. Las siguientes ya vinieron solas. Luego me fui al piano y le puse la música. Me salió a la primera. Y al último le hice la introducción, ésa que siempre se toca, sea cual sea la versión de “Sentencia”. Entonces me serví otro vaso de mezcal. Cuando me lo estaba tomando sentí miedo de que la canción se me fuera a olvidar, porque no sabía escribir música, nunca aprendí. Volví a tocar la pieza. En eso alguien llamó a la puerta. Fui a abrir y era Estela Carbajal, una cantante entonces muy de moda, hasta películas hizo. Venía de trabajar y me dijo: “Pablito, ¿no tienes una copa?”. La invité a pasar y le serví de lo mismo que yo estaba tomando, mezcal. Jamás tomé otra cosa, ni cerveza. Le dije: “Estela, acabo de componer una canción y te la voy a cantar”. Y le canté “Sentencia”. Cuando terminé me volví para preguntarle qué le había parecido. Estaba llorando. “Pablo —me dijo—, esa canción va a vivir muchos años después de que tú te hayas muerto”.

Pablo Valdés Hernández nació en Piedras Negras el primer día de febrero de 1913. Fue el hijo mayor del muy fecundo matrimonio que formaron el señor licenciado don Pablo Valdés Espinoza, coahuilense nativo de Morelos, y doña María de Jesús Hernández Barrera, originaria de Guerrero, también en Coahuila. Después de Pablo llegaron diez hermanos más: César, Alberto, Carlos, Mario, Federico, Gloria, María de Jesús, Eva María, Consuelo y Virgilio.

Don Pablo era hombre austero, que por querer lo mejor para sus hijos les impuso siempre normas rigurosas. Fue magistrado judicial y funcionario público. Con don Arnulfo González ocupó el cargo de secretario general de Gobierno. Doña María de Jesús era dulce, inteligente y dueña de una amenísima conversación que salpicaba con gracejos que hacían reir a quien la escuchaba. Ninguno de los dos esposos, sin embargo, tenía aficiones musicales. Por eso se sorprendieron mucho cuando a Pablito, cumplidos los cuatro años, le dio por formar una orquesta con los muchachillos de su barrio: golpeando tinas, baños de hojalata y hasta bacinicas hacían una música del demonio dirigida con toda solemnidad por Pablo.

Por necesidades del trabajo de don Pablo el matrimonio Valdés Hernández vino a Saltillo. En el templo de San Juan Nepomuceno hizo Pablito su primera comunión. Vivía con sus padres en la calle de Allende número 50. En un cumpleaños de su esposa el licenciado Valdés le obsequió a doña Chita un piano. Mientras los invitados a la fiesta admiraban el precioso instrumento Pablito se sentó en el banquillo y de buenas a primeras tocó La Cucaracha. Tenía nueve años.

—Pablo —dijo su madre al licenciado—, este hijo nuestro va a ser músico.

—Ni lo mande Dios, Chita —se asustó don Pablo—. Se muere de hambre.

Cuando me contó eso, Pablo añadió:

—Todo eso eran los preliminares de lo que traía en mi corazón.

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Doña Fecundina era madre ya de 14 hijos. Una trabajadora social la amonestó:

—Señora: está usted contribuyendo mucho a la explosión demográfica.

Ella no entendió que aquello era un reproche. Contestó orgullosa:

—Y eso que mi marido tiene la mecha muy corta.

En otra ocasión un visitante se enteró de la numerosa prole que tenía doña Fecundina y le indicó sonriendo:

—Su esposo debería comprarse un condominio.

—Ya se lo compré yo —declaró la multípara señora—, pero nunca se lo quiere poner, por eso tenemos tantos hijos.

La verdad es que los hijos son un lujo tan caro que ya nada más los pobres se lo pueden dar. La misma trabajadora social que arriba dije reprendió al marido de doña Fecundina. Le dijo con severidad:

—Señor Conejo (así se apellidaba el prolífico señor): cuando lo acometa el deseo de hacer el sexo con su esposa piense que tendrá que alimentar una boca más.

—Señorita —replicó el sujeto—: cuando me acomete ese deseo pienso que puedo alimentar a toda la República Mexicana.

Sucedió, sin embargo, que la carestía de la vida puso a doña Fecundina en el trance de frenar aquel desmesurado crecimiento familiar. Fue entonces con su médico y le pidió que le suministrara algún medio anticoncepcional.

—Señora —contestó el doctor—, ya he puesto en práctica con usted todos los medios anticonceptivos existentes y de seguro no sigue usted mis prescripciones, pues cada año trae un hijo más al mundo, de por sí atestado ya. No se imagina usted lo que se batalla para encontrar estacionamiento.

—Por lo que más quiera, doctorcito —suplicó ella—, hágame una última lucha. ¿Se imagina usted, yo con 15 hijos?

—La verdad, señora —opinó el facultativo— no veo ya mucha diferencia entra 14 y 15. Pero en fin: obligado por el juramento hipocrático voy a emplear con usted un recurso final. Si éste no da resultado ningún otro podrá servirle y seguirá usted poblando el continente americano. Pero una cosa deberá prometerme: ahora sí seguirá al pie de la letra mis indicaciones.

—Se lo juro por mi santa madrecita, doctor —prometió la buena mujer—. Y por la suya también, a quien no tuve el honor de conocer y por lo tanto no puedo decir si fue santa o no.

El facultativo hizo caso omiso de la acotación de su paciente y empezó a decirle los pasos que debería seguir para el nuevo método anticonceptivo.

—Ahora que salga usted de mi consultorio —la instruyó— vaya a una tlapalería.

—¿Una tlapalería? —se sorprendió la mujer.

—Sí —confirmó el médico—. Una tlapalería. (Diré, para uso de mis lectores en el extranjero, que una tlapalería es en México una especie de pequeña ferretería donde se venden artículos relacionados con la albañilería, la pintura, la carpintería y otros oficios semejantes. La palabra viene de la voz tlapalli, que en náhuatl significa color para pintar). En la tlapalería —prosiguió el doctor— cómprese usted una cubeta grande.

—¿Una cubeta? —se asombró nuevamente doña Fecundina.

—Sí, señora —confirmó otra vez el médico—, una cubeta. Un balde o tina de unos diez litros de capacidad. Y fíjese bien: hoy en la noche, al ir a la cama, lleve usted consigo esa cubeta y al acostarse meta en ella los dos pies. Dígale lo que le diga su marido no saque usted los pies de la cubeta. Manténgalos juntos firmemente dentro de la tina. Haga eso todas las noches y ya no tendrá usted más hijos.

Pasaron seis meses de la entrevista reseñada. Un día el médico se topó en la calle con doña Fecundina, y se azoró al ver en ella las evidentes señas de un nuevo y próspero embarazo.

—¡Pero, señora! —exclamó el facultativo, consternado—. ¿Un hijo más?

Pues ya lo ve, doctorcito —se apenó la señora—. Con éste completaré los 15.

—¿No hizo lo que le dije? —se desesperó el médico—. ¿No hizo aquello de la cubeta?

—Sí lo hice, doctor — replicó ella—. Pero fíjese usted que en la tlapalería no tenían cubetas de diez litros, y entonces me compré dos de cinco litros cada una.

UNA CAJA DE JOYAS

—Nadie sabe lo que sigue después de la muerte —postuló el conferencista con solemnidad.

—¡Yo sí sé! —gritó una señora desde atrás—. ¡Siguen la pera, la bandera y el bandolón!

Dicen algunos que todo acaba con la muerte. No es cierto: después vienen los pleitos por la herencia.

Murió un cierto señor. “Morir es una costumbre que sabe tener la gente”, dijo Borges. Prudente y ordenado, aquel señor había hecho testamento, y así su esposa quedó como heredera de sus bienes.

Los hijos, sin embargo —varones todos— reclamaron a su mamá la herencia de su padre. Quizá por ellos mismos no lo habrían hecho, pero esposas tenían, y así la cosa cambia. La viuda, a fin de obviar problemas y mantener unida a la familia, distribuyó a sus hijos las propiedades y el dinero. Hasta la misma casa en que ella iba a vivir la entregó como parte de la herencia. No se quedó sino con lo estrictamente necesario para pasar los últimos años de su vida.

Y sucedió que tan pronto los hijos se vieron con lo suyo, no fueron ya los mismos con su madre. Dejaron de visitarla con la frecuencia con que lo hacían antes de que les repartiera los haberes. “El interés tiene pies”, dice el refrán. Ahora que los hijos ya no tenían interés tampoco tenían pies que los llevaran en dirección de la casa de su madre.

No dejó de afligirse la señora por el abandono. Había desoído el consejo de su esposo, quien le recomendó mantener hasta su muerte aquellos bienes. Que siquiera por interés los hijos la procuraran. Pero es que ellos le recitaron una y otra vez la conocida frase de Anamaría Rabatté: “En vida, hermano, en vida”. Sólo que esa frase alude a muestras de gratitud y amor, no a la dación de bienes materiales.

Se quedó, pues, sin nada la señora. Se quedó sola, por lo tanto. De la higuera no somos amigos, sino de los higos. Y la madre tenía hijos, pero higos ya no tenía que dar.

Cierto día, sin embargo, una de las nueras fue por ella para que le cuidara a los niños, pues la muchacha no había ido, y se dio cuenta, intrigada, de que su suegra llevaba consigo una cajita que no desamparaba en ningún momento. Le llamó la atención aquello, y comentó con sus concuñas lo que había visto. Empezaron a observar a la señora. Llegaban de repente a su casa, como por casualidad. Lo primero que hacía la suegra al verlas era tomar la caja y mantenerla junto a sí. Sonaba la cajita con el ruido de cosas que adentro iban. Deliberaron en cónclave las nueras. ¿Qué tenía en aquel cofrecito la señora?

—Todo nos repartió —dijo una—, menos las joyas.

Entonces empezaron a adularla, cada una por su lado, con la esperanza de ganar lo mejor de aquel tesoro. Iban por ella, la llevaban al cine, la invitaban a comer y cenar, le pedían que las acompañara en las salidas de fin de semana y vacaciones, la cuidaban y asistían con solicitud.

Así pasó el tiempo. Murió al fin la señora con la cajita bajo la almohada de la cama. Las nueras abrieron con avidez el cofre para sacar las joyas que se repartirían. Estaba lleno de piedritas.

Cada uno saque de esta historia la moraleja que más le guste o le acomode. Yo no saco ninguna, pues a mí las moralejas no me gustan. Prefiero decir la historia como a mí me la dijeron.

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Tres mujeres eran vecinas y compartían el mismo jardín. La primera estaba casada con un inglés, la segunda con un irlandés y la otra con un escocés. En una de sus conversaciones surgió el tema de la ropa interior, y las tres estuvieron de acuerdo en que casi no tenían nada qué ponerse. Con femenina astucia urdieron una estratagema a fin de conseguir de sus maridos dinero para comprarse sneakers, undies, knickers, panties, bloomers o skivvies, que con todos esos nombres puede ser llamada en lengua inglesa la prenda más íntima de la mujer. (Muy importante prenda es ésa: ciertamente no es lo mejor del mundo, pero está muy cerca de lo mejor). Las señoras, pues, les dijeron a sus respectivos esposos que iban a colgar un columpio de la rama de un árbol que en el jardín crecía. A tal efecto pusieron una escalera y la esposa del marido inglés trepó por ella. La vio subir su cónyuge y apresuradamente la llamó.

By Jove! —le dijo en voz baja con alarma—. ¡No traes calzón, mujer!

—Es que no me das dinero para comprarme ropa —contestó ella, gemebunda.

El hombre echó mano a su cartera y le entregó unas libras.

Subió por la escalera la esposa del irlandés y éste la vio desde abajo.

Blessed Saint Patrick! —le susurró espantado—. ¡No traes nada allá abajo, descarada.

—Bastante traigo —replicó ella con orgullosa dignidad—, pero nada con qué cubrirlo. Tú no me das para comprarme ropa.

El irlandés sacó algunos billetes del bolsillo y se los dio.

Subió seguidamente la mujer del escocés. No iba muy confiada en la eficacia del ardid: los escoceses, ya se sabe, son muy económicos, ilustres ahorradores de dinero. La vio en lo alto el hombre y al punto la hizo bajar.

Bloody be, woman! —le dijo con mal oculto escándalo—. ¡Se te ve todo, desdichada!

Plañó ella:

—¡Es que nunca me das dinero; por eso no traigo ropa interior!

Abrió el escocés su sporran, nombre de la tradicional bolsa que los escoceses deben llevar siempre, pues su falda o kilt no tiene bolsillos. Se alegró la señora: seguramente su cicatero esposo le iba a dar para que se comprara ropa. Pero en vez de dinero el hombre sacó un peine.

—Ten —le dijo a su mujer—. Por lo menos arréglate un poco.

HISTORIA DE SAN GERÁSIMO

Es tan real esta historia que casi parece una leyenda.

La gente cree que yo invento las historias de santos que a veces suelo relatar. Piensan mis cuatro lectores que San Virila, por ejemplo, es un producto de mi imaginación. No hay tal: San Virila realmente existió. Hay una iglesia consagrada a él en tierras españolas, de Navarra. Su párroco es un sabio y santo sacerdote, el padre Elías Pitillas. La señora Lupita, esposa de don Amado Barrera —hijo de aquel inolvidable Barrerita que vendía billetes de lotería—, le hizo llegar al padre Pitillas algunos de mis artículos sobre San Virila y el señor cura me escribió una hermosa carta de agradecimiento por dar a conocer “en América” la vida de ese santo.

Quiero evocar a otro. Se llama San Gerásimo. Su fiesta se celebra el cinco de marzo, y su historia parece un cuento escrito por Anatole France. Nació en Turquía allá por el año 400 de nuestra era y murió en 475. Falleció de muerte natural. Eso es algo bastante sobrenatural, porque todos los santos y santas de ese tiempo morían de muertes desastradas: los descuartizaban; los echaban en un perol lleno de aceite hirviendo; les cortaban los senos (a ellas, claro); los echaban en un pozo lleno de sierpes venenosas... No así Gerásimo: murió de su muerte, como decían los antiguos cuando alguien se moría de viejo.

Tiene una linda leyenda San Gerásimo. Vivía a orillas del río Jordán, cerca de Jericó. Cierto día oyó rugidos lastimeros: salió al campo y encontró a un león que traía una enorme espina clavada en una pata. Lo curó y el león lo siguió como un manso perro hasta el cenobio donde vivía el santo. Gerásimo lo bautizó con el nombre del río: lo llamó “Jordán”. Le encargó una tarea: cuidar a la mula de la comunidad, animal rebelde y levantisco. Así son las bestias de su ralea. A mí una del Potrero me dio una coz que si me la hubiese dado un poco más abajo me habría dejado sin descendencia.

La mula del relato insistía en escapar del convento para irse libre al monte. Una noche desapareció. San Gerásimo le dijo al león Jordán:

—Ya que no cuidaste lo que debías cuidar, en adelante tú cargarás la leña, el agua; todo lo que la mula cargaba. Y deberás cargarnos también a nosotros.

La gente se sorprendía al ver a los humildes ermitaños a lomos del enorme león, que los llevaba como una mansa bestia.

Pasó el tiempo —el tiempo siempre pasa; ésa es su obligación— y una tarde pasó una caravana cerca del monasterio. Jordán, que en ese momento iba cargando dos grandes cubos de agua, olfateó el aire de repente y luego salió a todo correr en dirección a donde la caravana estaba descansando. Se metió entre ella, causando terror en hombres y animales, y sacó a una mula estirándola por una oreja con el hocico. Era la mula desaparecida. Ya no volvió el león a trabajar: se la pasaba contemplando arrobado a San Gerásimo cuando hacía oración.

Murió por fin el santo. Jordán se echó sobre su tumba y ya no se movió de ahí. Murió poco después, de hambre y de tristeza. En la vieja iconografía medieval aparece San Gerásimo con un león y una mula. Yo tengo un grabado en boj que así lo representa. Lo compré en 1974 en el Barrio Gótico, de Barcelona, por unas cuantas pesetas y adorna hoy uno de los estantes de mi biblioteca.

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Malepigio Charrasqueato era un típico macho mexicano.

Afortunadamente esa especie ha entrado ya en vías de extinción y el machismo está catalogado ahora como una de las muchas formas de lo naco. Aun así Charrasqueato conservaba los anacrónicos modos machistas del pasado. Continuamente le decía a su mujer que el trabajo que ella hacía en la casa no tenía ningún valor. (También, debo decirlo, hay mujeres machos que comparten ese criterio). Añadía que mientras él luchaba en la calle para ganar el pan de la familia ella se la pasaba tranquilamente en casa, tomando cafecito y viendo sus telenovelas.

Harta de ese estribillo machacón la señora le propuso un día que cambiaran los papeles: ella saldría a hacer lo que él hacía —era vendedor puerta por puerta de artículos eléctricos— y él se quedaría en la casa a cargo de los hijos y haciendo las faenas domésticos.

Malepigio, condescendiente, aceptó el reto. El día fijado tuvo que levantarse a las cinco y media de la madrugada a preparar el desayuno y la ropa de los niños mientras ella seguía gozando un último sueñito. Después de arreglar a los hijos y juntarles los útiles escolares, dispersos por todas las habitaciones de la casa, y tras servir el desayuno, Charrasqueato llevó a los niños a la escuela en medio del intenso tráfico de la mañana. Regresó luego a su casa a lavar los platos del desayuno. Tendió las camas; barrió y trapeó los pisos; fregó el baño; aspiró las alfombras. Mal de su grado cumplió, en fin, con los quehaceres matutinos. Después fue al súper a surtir lo necesario, e hizo largas filas en el banco, en la compañía de luz, de teléfonos y para pagar el gas y el agua. Se percató, alarmado, de que era hora ya de hacer la comida. Preparó unos platillos suculentos. Cuando acabó de hacerlos, sin embargo, recibió una llamada telefónica: su esposa le anunciaba que no iría a comer, pues se había topado con unas amigas y comería con ellas en el restorán. Se aplicó entonces a poner en orden los cuartos de los hijos; lavó unas cortinas; juntó las hojas del jardín e hizo otras tareas necesarias. Para entonces ya tenía los lomos quebrantados. Pero era hora de ir por los chiquillos a la escuela. Otra vez a manejar en la hora pico. Les dio de comer a los niños y luego los llevó a la clase de baile, de karate, de computación. Después, a solas de la casa, se disponía a tomar un cafecito cuando recordó que había más ropa qué lavar. En seguida preparó la cena. Cuando la tuvo hecha sonó el teléfono otra vez: su mujer le comunicaba ahora que le había salido una cita de negocios, y no iría a cenar. Malepigio se inquietó: ¿sería aquella cita de negocios de su esposa como las que inventaba él para encubrir sus desvaríos maritales? Fue otra vez a recoger a los niños; los ayudó a hacer sus tareas; les preparó el baño; les dio de cenar, y finalmente consiguió acostarlos. Luego se puso a planchar las blusas y faldas de su esposa. A eso de la medianoche se acostó por fin, hecho un guiñapo. Estaba tan cansado que ni siquiera tuvo humor ya para ver la tele un rato. Apagó la luz y se dispuso a dormir. En eso lo asaltó un espantoso pensamiento. Con gemebundo acento dijo para sí:

—¡Nomás me falta que la cabrona venga con copas y se le antoje follar!

El cuentecillo, queridos cuatro lectores míos, tiene un colofón. Llegó, efectivamente, la señora en horas de la madrugada. El marido, que había logrado apenas conciliar el sueño, despertó al sentir el peso de su mujer sobre él. Experimentó además en la parte baja del cuerpo una serie de extrañas sensaciones. Encendió la luz y vio que ella se le había puesto encima. Con fuerza le aplicaba erráticamente en el estómago, los muslos, las ingles y otras diversas partes alrededor de la entrepierna un desodorante de esos de bolita. Al ver que su marido había despertado la señora le dijo con vengativo acento:

—¡Pa’ que veas lo que se siente, desgraciado!

PRIMERAS VECES

En Estados Unidos fue moda durante muchos años que los recién casados fueran a pasar su luna de miel en Niagara Falls. Esa costumbre venía desde el siglo diecinueve. Oscar Wilde visitó las famosas cataratas en el curso del viaje que hizo a Norteamérica. La gran caída de agua no impactó mucho al flemático escritor. Manifestó:

—Esto sería más impresionante si el agua subiera en vez de caer.

Alguien le dijo que todas las novias yanquis iban a pasar ahí su luna de miel. Y comentó Wilde:

—Seguramente ver las cataratas es la primera decepción que sufren antes de la otra que por la noche sufrirán.

Cuando estuve en España —eran aún tiempos de Franco— los novios españoles de la high iban a Mallorca. Ese sitio tenía aura romántica, pues ahí vivieron sus tristes amores Chopin, que tenía alma de mujer, y Aurora Dupin, que vestía, caminaba y hablaba como hombre y que además usaba nombre masculino: George Sand. Las parejas que no tenían dinero para viajar en barco o en avión iban a San Sebastián y pasaban la noche de bodas —una solamente, pues más no podían pagar— en el famoso hotel “María Cristina”. En cierta ocasión yo me alojé ahí, también una sola noche, y además sin compañía. El botones me dijo:

—A ver si puede usted dormir.

Le pregunté por qué y me dijo que como el hotel era de recién casados las camas se movían solas.

Las parejas bien de Saltillo emprendían en automóvil el viaje de bodas y no se sabe de ninguna que haya pasado más allá de Matehuala. Todavía muchas señoras de madura edad suspiran al pasar frente al Motel “Las Palmas”, pues ahí dejaron la bien guardada gala de su virginidad. Al lugar le decían “El Puerto de Palos”.

Los novios de Monterrey, por su parte, tomaban el tren en la estación “Colón” para ir a disfrutar su luna de miel en la Ciudad de México. Las amigas de las recién casadas les preguntaban a su regreso, llenas de curiosidad:

—Y dinos: ¿dónde sucedió “aquello”?

Contestaban las ruborosas desposadas:

—No sé exactamente dónde fue, pero olía a tabaco.

Y es que los ardientes galanes ya no podían aguantarse más y consumaban “aquello” cuando el tren iba pasando apenas frente a la Cigarrera “La Moderna”, que estaba a seis o siete cuadras de la estación del ferrocarril.

Benditos tiempos en que las cosas pasaban cuando debían pasar, aunque fuera apresuradamente. Las cosas han cambiado —verdad de Perogrullo—, y ahora todo es al revés. Antes las parejas se conocían, se trataban, se casaban y luego tenían hijos. Ahora tienen hijos, se casan, se tratan y finalmente se conocen.

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Mr. Palmery Hogan era muy aficionado a esa tortura disfrazada de juego que es el golf.

Yo intenté jugarlo alguna vez, sin resultados. El médico me aconsejó que jugara golf, y el profesional del club me aconsejó que no lo jugara. Removí cielo y tierra —más tierra que cielo— para tratar siquiera de hacer un tiro de diez yardas y nunca jamás lo conseguí.

Difícil juego es ése. Muchos que empezaron a jugar golf para olvidarse de las dificultades del trabajo empezaron luego a trabajar más para olvidarse de las dificultades del golf.

Mr. Hogan, en cambio, había alcanzado un buen nivel de juego. No es que jugara bien; es que contaba mal. Cierto día debió salir en viaje de negocios. Tan ocupado iba a estar que ni siquiera llevó consigo sus palos de golf. Tres días llevaba ausente de su casa cuando recibió una llamada telefónica de Pancho, su chofer y asistente personal.

—Señor Hogan —le dijo Pancho a su patrón—. Le hablo para informarle que se murió el gato de la casa.

Palmery se entristeció:

—¿Murió Catbird Seat, mi finísimo Kurilian ruso? ¿Qué le sucedió?

Responde Pancho:

—Comió carne de caballo y le dio una congestión.

—¿Carne de caballo? —se sorprendió Hogan—. ¿Qué carne de caballo era ésa?

—La de Horsh It, señor Hogan —contestó el chofer—.

Holy cow! —se consternó el americano, que en su turbación no dudó en mezclar vacas con caballos—. ¿De qué murió mi finísimo ejemplar arábigo, por el que pagué tres millones de dólares, más lo de las herraduras?

Le dijo Pancho:

—Reventó por el esfuerzo que hizo cuando lo puse a estirar la pipa de agua.

—¿Cuál pipa de agua? —inquirió Palmery.

Contestó Pancho:

—La que usé para tratar de apagar el incendio.

—¿Qué incendio? —se inquietó el rico señor.

—La de su casa, míster Hogan —replicó Pancho—. Ardió hasta los cimientos.

—¿Y cómo fue que se quemó la casa? —se afligió el propietario.

Declara Pancho:

—Tumbé una de las cuatro velas que pusimos junto al ataúd.

—¿Qué ataúd? —tembló Hogan.

—El de su esposa, señor. Murió el día anterior.

—¡Qué barbaridad! —dijo mister Palmery—. Pero en fin: sea por Dios. Me resigno a la soledad en que me deja esa santa mujer que siempre estuvo conmigo en las buenas y algunas veces en las malas. Me resigno igualmente a la desaparición de todos los preciados bienes que me has dicho. El Señor dio; el Señor quitó; hágase su santísima voluntad. Pero dime, buen Pancho: ¿de qué murió mi esposa?

—Salió al jardín de noche —relata el asistente—. Yo pensé que era un ladrón; tomé un palo de golf, el que compró usted recientemente y le pegué con él en la cabeza.

—¿Mi nuevo palo de golf? —tembló mister Hogan—. Pancho: si dañaste mi Tiger Woods’ Nike Driver ahora sí vas a estar en problemas conmigo.

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Don Languidio Pitocáido pertenecía al club de los insóplidos. Quiero decir que ya no soplaba. ¡Ah, desdichado! Si hubiera bebido siquiera un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo habría recuperado la viripotencia, ese engallado ardor que se requiere para triunfar en las dulces lides que —lo dijo Góngora— se libran en campo de plumas, o sea en el colchón.

Cierto día su esposa lo hizo tomar una pastillita azul que, le dijo en secreto una vecina, servía para hacer que los varones en edad de senescencia izaran otra vez el abatido lábaro. Aquel empeño resultó infructuoso: cuando el señor Pitocáido tomó el medicamento la pastilla se le atoró en la garganta y lo único que se le puso rígido fue el cuello. Ideó entonces la señora otro recurso: se compró una ropa interior muy sugestiva —babydoll de encaje rojo; corpiño transparente; mínima pantaleta crotchless; medias de malla con liguero; zapatos de tacón aguja que se ataban al tobillo con cordones—, y así vestida le bailó a su esposo una danza sensual como de odalisca o hurí al compás de la sinuosa música del Bolero de Ravel. Ningún efecto tuvo en don Languidio ese lúbrico ballet: siguió más blando que un molusco. Igual hubiesen podido tocarle la Marcha de Zacatecas, cuyos acordes en otras circunstancias son tan vigorizadores. Con pesaroso acento le dijo a su mujer:

—Cierra las cortinas de la ventana, Gordoloba, pues si algún hombre te ve en esas trazas va a quedar insóplido de por vida, como yo, aunque actualmente sea un semental.

Desesperada ya fue la señora a la farmacia de la esquina y le pidió al encargado que le vendiera un ángel custodio, bozal, caja de las contribuciones, gabardina, don Prudencio, Caperucita en carnada, portalápiz o paracaídas. Todos esos eufemismos usó doña Gordoloba para no decir “condón”. Y es que los tiempos cambian. Antaño llegaba un hombre a la botica, que así se llamaban las farmacias, y si había mujeres en el local le pedía en voz alta al encargado:

—Me da unos cigarros, por favor.

Luego añadía bajando la voz:

—Y un condón.

Ahora el cliente llega y pide con voz normal:

—Me da un condón.

Y en seguida, bajando la voz en modo vergonzante:

—Y unos cigarros.

Tanto los hombres como las mujeres compran hoy condones con toda naturalidad. Himenia Camafría, por ejemplo, madura señorita soltera, entró en una farmacia y preguntó:

—¿Tienen condones ultra-súper-extra grandes, king size plus?

—Sí tenemos —le informó el dependiente—. ¿Quiere uno?

Contestó la señorita Himenia:

—No. Pero ¿le molestaría si me siento a esperar que llegue un hombre que los use de ese tamaño?

Advierto, sin embargo, que me estoy apartando de la narración. Regreso a ella.

El farmacéutico le preguntó a doña Gordoloba de qué marca quería el preservativo y ella mencionó un nombre.

—Lo siento, señora —le dijo el de la farmacia—. Esos condones fueron retirados del mercado porque el látex de que estaban hechos producía una gran inflamación en la parte alusiva.

—Precisamente por eso los quería —replicó doña Gordoloba.

Así diciendo salió de la farmacia, resignada ya a no gozar ni siquiera una vez más las dulzuras de himeneo. Lo que no sabía es que en ese momento su marido se dirigía en autobús a un pueblo vecino llamado Santa Bárbara de los Petardos. Le habían dicho que ahí vivía un brujo especializado en el tratamiento de la disfunción eréctil. Se llamaba Salvador de Pirulíes. El hombre sahumó a don Languidio en la entrepierna con ciertos vapores taumaturgos y luego lo hizo que silbara tres veces. Al punto le surgió al paciente una espléndida tumefacción.

—Así quedará usted en forma permanente —le indicó el brujo—. Eso sí: tenga cuidado con los silbidos, pues uno más haría que desapareciera la tumefacción y ningún poder humano conseguiría ya resucitarla.

Muy contento volvió a su casa el venturoso caballero. No era Languidio ya, ni Pitocáido. Se veía otra vez en la feliz edad en que era suyo el tesoro de la juventud. (No la famosa colección de libros). Llegó a su casa y le pidió a su esposa que fueran juntos a la alcoba. Ahí don Languidio se despojó de su atuendo y se mostró a los ojos de doña Gordoloba con su recién recobrada facultad. Miró aquello la señora con jubiloso asombro. En la forma que entonces se usaba para mostrar admiración silbó:

—¡Fiu fiu!

Y aquí termina el cuento.

AB OVO

La gallina es la madre más abnegada que hay: cada hijo le cuesta un huevo. Es también la más romántica: para ser madre necesita que le lleven gallo.

Invoco aquí a Bárbara de Hueva, personaje no inventado por mí, sino real. Fue una pintora española, nacida en Madrid en 1733, cuyo talento la hizo ser admitida —caso insólito en aquel tiempo tratándose de una mujer— en la prestigiosa Academia de San Fernando. La hueva (ahora con minúscula) es el conjunto de los huevecillos de ciertos peces. A los de liza se atribuyen virtudes potenciadoras de la libido en el varón.

La expresión ab ovo significa “desde el huevo”. La usaban los latinos para significar que iban a relatar algo desde sus comienzos. La guerra de Troya, por ejemplo, la contaban a partir del nacimiento de Helena, causante del conflicto entre griegos y troyanos. Su madre, Leda, provocó los rijos eróticos de Zeus, quien se convirtió en cisne para sorprender a la bella muchacha y poseerla. En vez de torcerle el cuello al cisne de engañoso plumaje Leda dejó la entrada libre al pájaro y como consecuencia puso dos huevos. De uno nació Helena; del otro salieron sus hermanos, los gemelos Cástor y Pólux, que todavía andan dando vueltas por el cielo en la constelación de Géminis. Pero vuelvo a mi cuento.

Cierto individuo viajaba en uno de esos trenes cuyos vagones de tercera clase tenían asientos de rejilla. Al lado del sujeto iba una dama que se molestó porque su vecino se removía continuamente en su lugar. Le preguntó, impaciente:

—Oiga: ¿acaso está usted tratando de poner un huevo?

—No, señora —respondió con gemebundo acento el hombre—. Estoy tratando de sacarlo.

Los mexicanos usamos la expresión “a huevo” para decir “a fuerza” o “desde luego”. En Sonora se emplea una palabra equivalente: “áñil”, que significa lo mismo.

Cierta señora de Hermosillo marcó el teléfono de una estación de radio y se quejó de la falta de agua en su colonia. Dijo que sólo había agua por la noche, de modo que debía dejar la cama en horas nocturnales para cogerla en baldes, ollas y cualquier otro recipiente. Le preguntó el locutor:

—¿Y anoche cogió, señora?

Tras una pausa de ponderación respondió ella, orgullosa:

—¡Áñil!

En otra ocasión una maestra les relató a los niños el famoso episodio del huevo de Colón, cuando el gran navegante, puesto en el trance de equilibrar sobre la mesa un huevo, lo plantó en ella quebrándole la parte inferior para que se mantuviera derecho. Notó la profesora que en el curso de la narración Pepito había estado distraído, y le pidió:

—Pepito: háblanos del huevo de Colón.

—¿De cuál de los dos, maestra? —preguntó el chiquillo.

 

 

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Desde que salió de su casa esa mañana don Augurio Malsinado supo que aquel no iba a ser su día. ¿Por qué lo supo? Porque lo meó un perro. Y no un perro fino —digamos un Griffon Bleu, Lhasa Apso o Rafeiro do Alentejo—, sino un desgraciado can corriente, de la calle, amarillo por más señas, sarnoso y maloliente. El perverso animal se acercó a don Augurio, que en la esquina esperaba su autobús, y después de oliscarle la pernera del pantalón alzó la pata y dejó en el fino casimir la profusa señal que empleaba para marcar su territorio. Se alejó luego, impertérrito, como si lo que hizo no hubiera sido una muy reprochable falta de urbanidad, sino una gracia o travesura para ser celebrada con aplauso y risas.

—¡Cabrón perro! —dijo Malsinado para sí, al tiempo que volvía la vista a todas partes a fin de comprobar si alguien había visto aquel desaguisado—. ¡Tu vil acción no va a quedar impune, perdulario! Haré acto de presencia en la municipalidad y pediré que se hagan más severas las sanciones contra los canes que atenten contra el respeto debido a las personas. Camina uno por las calles como por un campo minado, temeroso de pisar alguna deyección canina y para colmo un perro sato viene y sin ningún derecho ni miramiento alguno te mea el pantalón, exponiéndote al escarnio y ludibrio de los arrapiezos y léperos vagantes que por la vía pululan. ¡Pero esto no se va a quedar así!

Regresó a su casa para cambiarse el pantalón, pues el que llevaba despedía ya un tufo ingrato. Y su presentimiento se cumplió: halló ahí a su suegra, que había llegado a pasar “una temporadita” con su hija. La última temporadita que la señora pasó ahí duró, según la cuenta que hizo don Augurio, dos años, cuatro meses, 28 días y 11 horas. Malsinado se sintió desfallecer por la penosa impresión que le causó la llegada de su suegra.

—No supe que estaba usted aquí, suegrita —le dijo, zalamero—. ¿Dónde dejó su escoba, quiero decir su coche?

La mujer hizo caso omiso de la chocarrería. Le ordenó al yerno:

—Lleve mis cosas a mi cuarto.

Así dijo: “Mi cuarto”. Sus cosas eran seis maletas —cuatro de piel y dos de lámina—, nueve cajas de cartón atadas con mecates, un paraguas más grande que el quitasol de Robinson, una sombrerera, un abanico de Pedro Infante y un gato de sospechosa catadura que al ver al dueño de la casa se arqueó, erizado igual que si anunciara el Halloween, y le mostró las uñas y los agudos dientes.

Obedeció don Augurio, pero esa misma tarde fue a una tienda de animales y se compró una serpiente de cascabel, una tarántula venenosa, media docena de alacranes y un escorpión letal. Por la noche los puso a ocultas en la cama donde se acostaría su suegra. Terminada la cena la señora subió a su habitación. Después de un rato se oyó un grito espantoso. La mujer salió del cuarto, enloquecida. Su hija se impuso de lo sucedido y hecha una furia llamó a la policía.

—¡Asesino! —le gritó a su marido.

Llegó al punto una patrulla (ruego a mis cuatro lectores no olvidar que esto es un cuento), y dos corteses y educados agentes de la autoridad llamaron a la puerta de la casa. Abrió la esposa de don Augurio, y con palabras entrecortadas por la ira narró a los policías lo sucedido. Los agentes pidieron ver a la suegra. Vestía la señora una piyama de popelina anaranjada, calcetones morados y pantuflas en forma de tortuga. Llevaba en la cabeza varias decenas de papelillos blancos que la mujer usaba para rizarse la hirsuta pelambrera y traía cubierto el rostro por una espesa crema verdinegra que le daba un asombroso parecido con el Monstruo de la Laguna Negra, según recordó uno de los policías, que en su niñez había visto esa película. (Creature from the Black Lagoon, 1954, con Richard Carlson y Julie Adams).

—¡Detengan ustedes a ese criminal! —clamó la suegra, repuesta ya del patatús—. ¡Puso en mi cama una víbora de cascabel, una tarántula, seis alacranes y un escorpión letal! ¡Llévenlo a la silla eléctrica, a la horca, a la guillotina, al paredón!

El oficial se volvió hacia don Augurio y le anunció:

—Está usted arrestado.

Mientras le ponía las esposas el policía le preguntó a su jefe:

—¿Qué pondremos en nuestro reporte? ¿Que detuvimos a este hombre por intento de homicidio?

—No —replicó el otro echando una nueva mirada a la suegra—. Eso se justificaría y saldría libre. Pondremos que lo arrestamos por maltrato a los animales.

MORIR VIRGEN

No me canso de dar gracias a Dios por haberme regalado el precioso don de la farándula. Con eso, como quien dice, me regaló la tierra, el aire y el mar con todos sus pescaditos. Diome además la ventura de poder encontrarme con mi prójimo, de enriquecer mi vida con la suya y de llenarme la mente con su saber y el corazón con su bondad.

“He caminado leguas y leguas —escribió Valle Arizpe en su precioso libro de memorias— y me siento cansado y un poco triste...”. Leguas y leguas he caminado yo también, pero ni la fatiga ni la tristeza han llamado a mi puerta todavía. Voy por todos los rumbos cardinales y ordinales de este hermoso país, y con los cinco sentidos lo disfruto. Veo sus paisajes, escucho sus canciones, gusto de sus manjares sabrosísimos, toco su piel y aspiro sus aromas. Y luego escribo de lo que miro y oigo, de lo que como y bebo, y escribo también de la caricia y del perfume.

Pero no es esto lo que quiero decir. Lo que quiero decir es un decir que oí decir en Salamanca, Guanajuato. Esa ciudad, como todas las guanajuatenses, es rica en tradiciones. Sus habitantes cuentan cosas muy llenas de gracejo y lo hacen con donaire y galanura.

Se hablaba de un cierto sujeto simulador y vanidoso, de esos que se jactan de ser lo que no son. Y alguien dijo:

—¡Ay, madre, que muero virgen!

Los demás escucharon esa frase como se escucha algo conocido. Yo, que nunca la había oído, quise saber su origen. Y vino entonces el relato.

Había una muchacha que presumía de virtuosa y decente. Ni una ni otra cosa era en verdad, pues si bien ocupaba la mañana y la tarde en oficios religiosos, juntas de asociaciones piadosas y apostolados varios, las noches las empleaba en otros menesteres de menos espiritualidad: tenía este novio y este otro, y este y aquel amigos, y a todos daba más libertades que las que consagra la Constitución.

Pero eso no lo sabía la gente y menos aún lo sabía la mamá de la muchacha, orgullosa de la piedad de su hija y ciega a sus devaneos.

A resultas de uno de ellos la muchacha quedó en estado de buena esperanza, vale decir embarazada. A nadie dijo de su preñez. Se las arregló para ocultarla los nueve meses que duró, y ni el ojo avezado de las cotorronas, que tanto gustan de averiguar vidas ajenas, alcanzó siquiera a sospechar que el vientre de la chica estaba rellenito.

Pero todo día se llega y el de parir le llegó a la embarazada. Una noche, solas ella y su madre en la casa, la acometieron los dolores del parto. La señora se asustó mucho por el súbito parasismo de su hija y fue corriendo a llamar a las vecinas por ver si alguna de ellas conocía aquel mal y su remedio. Acudieron presurosas las comadres y bien pronto llenaron el aposento donde la parturienta sudaba y trasudaba con los trabajos de la parición. Vio ella a las vecinas y quiso conservar ante ellas su fama de virtud. Fue entonces cuando dijo la famos frase:

—¡Ay, madre, que muero virgen!

Ahora en tierras del Bajío se aplica esa expresión a la persona simuladora que trata de engañar a los demás. Cuando alguien presume de ser lo que no es, nunca falta alguien que le espete el expresivo dicho:

—¡Ay, madre, que muero virgen!

Y hasta ahí.

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Un hombre fue a confesarse después de 40 años de no hacerlo. El sacerdote le repasó los Mandamientos para ayudarle a recordar sus culpas. Cuando llegó al noveno —ahí patinamos todos— le preguntó:

—¿Deseas a la mujer de tu prójimo?

—Sí, padre —respondió él muy apenado—. Pero, en compensación, a la mía no la deseo ya.

Cosa extraña es el tiempo, mi querido señor:

la amistad fortalece; debilita al amor.

Ese dístico de mi humilde cosecha, inspirado en una frase de La Bruyère, hace alusión a los ingratos efectos que el paso de los años suele tener sobre nuestros sentimientos. Dijo alguien:

—¡Cómo vuela el tiempo con el amor y cómo vuela el amor con el tiempo!

Don Abundio me comentó una vez:

—Qué raras son las mujeres, licenciado. Cuando me casé ninguna me gustaba, nada más mi esposa. Ahora todas me gustan, menos mi esposa.

De ese sentir proceden cuentos como aquél del sujeto que quería bajar de peso. Un médico, el doctor Ken Hosanna, le recomendó:

—Haga el amor tres veces por semana.

Dos meses después el tipo le dijo al médico que el tratamiento no estaba dando resultado.

—Tres veces por semana hago el amor con mi hermosa secretaria —le contó—, y no he bajado ni un kilo.

—Ah no —repuso el facultativo—. Debe hacerlo con su esposa, para que le cueste trabajo.

Otro individuo le confesó a su señora que al hacer el amor con ella pensaba en otra mujer, para poder excitarse.

—¡Cómo eres malo! —gimió ella muy dolida—. ¡Y yo, que cuando hago el amor con otros hombres procuro siempre pensar en ti para no serte demasiado infiel!

Pese al cambio de los tiempos sigo creyendo en el matrimonio, en la familia, en todo eso que algunos miran ahora con desdén. No soy como aquel tipo que decía:

—Pertenezco a una asociación llamada Solteros Anónimos. Cuando siento deseos de casarme el grupo manda a mi casa a una mujer mal encarada, de humor agrio, con una bata vieja y rota, pantuflas desgastadas, rizadores en la cabeza y una plasta de cremas en la cara y que me sirve un desayuno de huevos mal guisados, café frío y pan quemado. Con eso se me quitan los deseos de casarme y puedo vivir sin matrimonio un día más.

Se ha dicho que el deseo de sexo es lo que hace que el hombre se resigne a casarse, y el deseo de casarse es lo que hace que la mujer se resigne al sexo. Pero cuando una mujer y un hombre viven juntos toda su vida hay más que eso. Mucho más.

MÚSICA DE VIENTO

Se llamaba Joseph Pujol. Era francés, quizá nacido en la Barceloneta, a juzgar por su apellido. Llegó a París al comenzar la última década del antepasado siglo y después de varios intentos infructuosos logró convencer a un empresario de que lo presentara en su teatro.

Empezó a actuar en 1892. De inmediato se dio a conocer como uno de los artistas más extraordinarios que los parisinos habían aplaudido. Quienes lo oían no podían creer lo que escuchaban y una y otra vez regresaban para admirarlo nuevamente.

¿Era pianista este hombre? No. ¿Era violinista? Tampoco. ¿Intepretaba su música en la flauta, el clarinete, el oboe o el trombón? Nada de eso, aunque el sonido del trombón se asemeja a veces al de la música que hacía este hombre. Pero: si no tocaba el piano este genial artista, ni era intérprete del violín o de los otros instrumentos que he citado, entonces ¿qué clase de música era la de este hombre?

Por principio de cuentas diré que era música de viento. Sin embargo para producir esa música Pujol no se valía de instrumento alguno: usaba su propio cuerpo. Este hombre —voy a decirlo de una vez, con perdón de los lectores— era... No. No me animé a decirlo. Trataré de encontrar otro modo de decir quién era este hombre, qué música interpretaba y de cuál instrumento se servía para tocar en público.

En francés la palabra pet sirve para designar el ruido producido por la salida brusca de un aire intestinal. Nótese el parecido con la palabra que en español usamos para el mismo fin. Aquel artista se presentaba en el teatro con su nombre, Joseph Pujol, y el título “Le Pétomane”. La traducción más aproximada de este nombre es —otra vez con perdón sea dicho— “El pedorro”.

Y es que este hombre hacía música con la parte posterior de su anatomía, si ustedes entienden lo que quiero decir. Tenía la peregrina habilidad de aspirar aire “por ahí”, y luego hacerlo salir en forma modulada, tanto que podía graduar el sonido y producir las siete notas de la escala musical, con otros tonos, semitonos y cuartos de tono que habría envidiado el mismísimo Julián Carrillo, autor del inaudible Sonido 13.

El sonido que producía Monsieur Pujol, en cambio, era claramente audible y sin necesidad de magnetófono, así era la potencia eólica del artista. El público se desternillaba de risa cuando lo oía imitar con aquella música de viento el canto de las aves; el ruido que hace una tela al ser rasgada; el estruendo de un fragoroso trueno; el silbato de una locomotora (ya detenida en la estación, ya pasando a toda velocidad), o el ruido que hace el viento entre la fronda de los árboles.

Luego “Le Pétomane” presentaba un vasto repertorio de pets: el de una novia; el de una esposa; el de una suegra; el de una recién casada en su noche de bodas; el de una novicia, el de la madre superiora, etcétera. Aquello era de risa loca. La seriedad volvía al teatro, sin embargo, cuando Pujol ponía expresión lánguida e interpretaba con el mismo personalísimo instrumento la romanza sentimental Bajo el claro de luna.

Había algo muy bueno: aquella música no era acompañada por sensación olfativa alguna, pues el aire que le servía a Pujol para sacar sus notas no provenía del vientre, sino del espacio exterior, lo cual era una gran ventaja.

Hasta 1914 duró el éxito de Monsieur Pujol. Ese año estalló la Primera Guerra Mundial, con otros truenos —de cañón— muy distintos a aquellos con que “Le Pétomane” hizo las delicias de la gente de París durante largos años.

Diré por último que lo que he contado es rigurosamente cierto y está documentado en la historia del espectáculo francés. De modo que nadie me venga con que esto es puro pet.

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Doña Panoplia de Altopedo salió muy afirolada de su casa esa mañana. Ya la conocemos: es una dama de la alta sociedad, con humos de aristócrata. En otros tiempos recibía cada mes un mensaje de la naturaleza que le recordaba que no tenía sangre azul, pero ahora, instalada en la madurez, podía ser inmadura y sentirse por encima del común de los mortales.

Iba doña Panoplia a la casa de su hermana Grímpola, cuya pequeña hija se llamaba Guinivére, nombre que a la señora De Altopedo le pareció siempre vulgar y adocenado. El hecho de que a la niña le dijeran “Guini” no mejoraba esa onomástica. En la casa de doña Grímpola recibió a la visitante su sobrina, la ya citada Guini.

—¿De dónde vienes, tía? —le preguntó la niña con la curiosidad propia de las pequeñas, las medianas y las grandes.

Doña Panoplia dijo lo primero que le vino a la mente. Contestó usando una expresión ya desusada:

—Vengo del salón de belleza.

Después de mirarla atentamente la niña volvió a preguntar:

—¿Y estaba cerrado?

La dama se amoscó, pero no tuvo tiempo de reprender a la chiquilla, pues en ese mismo instante la niña le pidió:

—Por favor, tiíta, quítate los zapatos.

—¿Que me quite los zapatos? —se sorprendió la atufada señora—. ¿Para qué?

Replicó Guini:

—Es que mi papi dice que tienes unas patas de gallo tremendas y te las quiero ver.

Doña Panoplia no supo si molestarse con la niña o con su genitor. Escogió entonces molestarse con los dos. En señal de disgusto no se quitó los zapatos. Guinivére —llamada Guini— volvió a la carga. Le preguntó a la ínclita señora:

—Tía: ¿todavía cantas “Ciribiribin”?

Esta famosa canción, dicho sea entre paréntesis, era la favorita de Ethel Rosenberg, condenada en 1953 a la silla eléctrica por espionaje. Doña Panoplia no era espía, pero igual le gustaba la canción. Le preguntó la señora a su sobrina, halagada:

—¿Por qué quieres saber si todavía canto “Ciribiribin”? ¿Quieres que te la cante ahora? Puedo interpretarla a capella.

—¡Oh no! —se apresuró a decir la chiquilla, que pese a su corta edad tenía sumamente desarrollado el instinto de conservación—. Te pregunté si todavía cantas esa canción porque dice mi tío que cuando la cantas él se sale de la casa, para que los vecinos no vayan a pensar que te está ahorcando.

Ya no quiso oír más doña Panoplia. Se puso en pie muy digna y dio así por terminada la conversación. Se prometió a sí misma que en el próximo cumpleaños de la niña le regalaría una edición barata de Mujercitas, de Louisa May Alcott, a fin de que aprendiera en su lectura las reglas de la buena educación.

CENICIENTAS

El nombre de esta historia podría sugerir que lo que voy a contar es cosa de fantasía irreal. Más bien es cosa de realidad fantástica. Quiero decir que lo que en seguida narraré es rigurosamente cierto.

Sucedió que una cierta señora fue a cierto hotel de cierta ciudad norteña, pues ahí la citó una amiga a la que hacía tiempo no veía, y que, de visita en la ciudad, se hallaba hospedada en dicho hotel. La señora que digo es viuda y no de mucha edad. Digamos que anda por la cincuentena. También diré, así como de pasadita a fin de no faltarle al respeto ni a ella ni al difunto, que está todavía de buen ver.

Su amiga le había dicho que se encontrarían en el bar del hotel. Llegó ella y la amiga no estaba. Fue a a la recepción y pidió que la comunicaran con la señora tal y tal, que estaba hospedada ahí. El encargado marcó el número de la habitación. No contestó nadie. Seguramente, dijo, la huésped había salido.

Entonces la señora fue al bar para esperar la llegada de su compañera. Un mesero le preguntó qué iba a tomar. Ella, a punto de pedir un refresco de dieta, pensó que eso no se vería bien y dijo entonces el nombre de la primera bebida que se le ocurrió:

—Me da unas medias de seda.

El muchacho puso cara de: “¿Qué es eso?”, pero igual fue con el barman y le trasmitió la orden. Sospecho que el joven cantinero tuvo también que consultar un recetario, pero poco después el mesero le llevó a la cliente su bebida, aquel coctel para damas que tan de moda estuvo ya hace muchos años.

En eso la señora advirtió la presencia de un caballero que la miraba con insistencia. Eso la puso nerviosa y más cuando el hombre se levantó de su mesa y fue hacia ella. Se presentó con mucha cortesía y le preguntó si podía acompañarla. Ella, aturrullada, no supo qué contestar y el señor aprovechó ese instante de vacilación para sentarse. Era un americano que había venido —dijo— a dar asesoría a una empresa recién establecida en la ciudad. Se expresaba con mucha corrección en español y se veía a las claras que era un hombre de buena condición social.

La conversación se volvió agradable. Él se había divorciado hacía años, le contó; sus hijos eran ya mayores. Le preguntó su condición civil y ella se la dijo. En eso apareció la amiga. Se saludaron las dos mujeres con afecto y el señor, muy correcto, se dispuso a retirarse. Pero la recién llegada, sabia o intuitiva, se disculpó. Tenía algo que hacer, manifestó. ¿Podría su amiga cambiar la cita y desayunar con ella al día siguiente? Así diciendo la amiga los dejó solos, en estricto cumplimiento del mandamiento número once: no estorbar.

Voy a decirlo de una buena vez: hubo muy buena química entre la señora y el americano. Él se portó con toda caballerosidad. No hubo nada de: “¿Te parece si la siguiente copa nos la tomamos en mi habitación?”. Le pidió que se encontraran al día siguiente y la invitó a cenar en restorán de lujo. Ahí le dijo que deseaba seguir tratándola. Empezaron a verse casi todos los días, sin que jamás el señor traspusiera los límites de la decencia, aunque —lo digo aquí entre nos— más de una vez ella deseó que su caballero no fuera tan caballeroso. Justamente al cumplir un mes de conocerse él le propuso matrimonio.

Aquí podría terminar la historia. Pero la historia no termina aquí. De hecho aquí comienza.

Esta señora mexicana, viuda, se ha casado con este señor americano, viudo también. Ahora el matrimonio vive en Estados Unidos y los dos son muy felices, si me es permitido hacer esa declaración tan absoluta. Quiero decir que están contentos. Él sale por la mañana a su trabajo y ella se queda entregada al cuidado del hogar. Tiene su casa en orden; y todos los días cocina para él. Al señor le encanta lo que su mujer le hace. Llega la noche y otra vez a él le encanta lo que ella le hace. Ambos son ya maduros, pero para todas las edades existen arrumacos, y cuando hay amor, ternura y una pizquita de imaginación se pueden hacer milagros.

Un amigo del señor, divorciado desde hace varios años y solo —o solitario—, le ha preguntado por qué se ve tan alegre, tan feliz. Él le cuenta que se casó con una mexicana. Y las mujeres mexicanas, le dice, son mujeres de verdad (real women). No tienen las complicaciones de las americanas; son dulces, amorosas, están llenas de ternuras. Tampoco son exigentes, y tratan a su hombre como a un rey. “Son como eran nuestras mamás”, remata.

Entonces el amigo le pide que le pregunte a su señora si no tiene allá en México una amiga a quien él pudiera conocer. Esa noche, en la cena, él le trasmite a su esposa la solicitud. Claro que sí, dice ella al punto. Tiene una amiga muy querida, también viuda, que vive sola. Seguramente le interesará el asunto.

La llama por teléfono y la amiga no se sorprende cuando ella le explica la razón de su llamada. A cierta edad la gente ya no se sorprende, pues la vida se vuelve asunto práctico, y no de pura teoría, como en la juventud. Pregunta, primero, si el señor es de posibles. Segundo, si goza de buena salud. Tercero, si es serio y decente. La señora responde que sí a las tres cuestiones. Entonces la de acá autoriza a la de allá a darle su teléfono al señor. Pocos meses después la de allá viene hacia acá con su esposo a servir de testigos en la boda de la feliz pareja. Cero y van dos.

A estas alturas del relato no tiene caso ya alargarlo. Para hacerlo más corto les diré que la noticia de la buena fortuna de aquellos matrimonios se propagó en la ciudad donde vivían los dos felices casados, pues la felicidad les salía al rostro, sobre todo por las mañanas. Otros viudos y divorciados se acercaron a ellos y les pidieron a las esposas que fueran el amable conducto para buscar, ellos también, quién les aliviara la soledad. Las señoras escogían entre las dos una nueva candidata. Y, otra vez, nuevo casorio. Y otro al poco tiempo. Y otro... Y otro más...

El amor tiene extraños caminos, si me es permitida esa frase de telenovela. De aquella primera cita en el bar de un hotel han derivado ya más de una decena de felices matrimonios: John y Lupe; Tim y Rosa; Bob y María, etcétera. Alguien preguntará si no ha habido una pareja Jean y Pedro, por ejemplo, o Margaret y Antonio. Lamento decir que no. Al parecer los varones mexicanos no tienen por allá la misma buena fama de las mujeres nacionales. Sea por Dios.

La historia que he contado es verdadera. No diré la ciudad en que pasó, ni menos el nombre del hotel donde esta amorosa saga comenzó. Si doy esa información alguien podría acusarme de celestinazgo y eso en un hombre de mi edad y condición es cosa fea. Pero a las viudas, solteras de edad madura y divorciadas les diré que no pierdan la esperanza: el amor puede estar a la vuelta de la esquina.

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Quien se sienta de sentón y se levanta de pujido, está jodido.

Así estaba don Autumnio, asiduo visitante de Solicia Sinpitier, madura señorita soltera. No daba trazas de querer ser más que un buen amigo para ella. Hay quienes piensan que la amistad es imposible entre una mujer y un hombre, al menos si los dos tienen el alma en su almario. Quizá cuando las hormonas han dejado ya de borbotar sea dable que el varón y la fémina sean amigos, pero aunque los dos hayan llegado al siglo de su edad habrá siempre en su trato un viso de sexualidad, elemento que según entiendo desaparece unos 15 días después de haberse apagado el último aliento de la vida. Cansada de aquella ambigua situación, un día Solicia le hizo a su visitante una pregunta a bocajarro:

—¿Cómo sería nuestra vida, amigo mío, si nos casáramos?

—¡Ay, querida señorita! —respondió con un suspiro el senescente caballero—. A estas alturas ¿quién va a querer casarse con nosotros?

Díganme mis cuatro lectores: ¿para qué sirve un hombre así? Muy diferente señor era don Durilio. A sus 80 años casó con mujer joven. La llevó a su casa y le mostró su cuarto, porque —le dijo— dormirían en habitaciones separadas. Ella entendió aquello: la provecta condición de su marido evitaba los goces de himeneo. Grande fue su sorpresa, por lo tanto, cuando a poco de haberse acostado oyó toquecitos en la puerta.

—Adelante —dijo desconcertada.

Entró don Durilio y procedió a hacerle el amor en modo magistral, con depurada técnica, ardientes ímpetus y rijos poderosos. Hasta parecía de Saltillo el longevo señor. Terminada aquella performance de virtuoso el vetusto amante se despidió con mucha cortesía y volvió a su habitación. Ella cerró la puerta de la alcoba y regresó a la cama. Ahíta, sacia, dulcemente cansada, satisfecha, se dispuso a gozar el grato sueño del amor cumplido. Pero no había cerrado aún los ojos cuando volvieron a oírse los toquecitos en la puerta.

—Adelante —dijo ella nuevamente.

Entró don Durilio y otra vez realizó obra de varón con la misma vehemencia y perfección de la pasada vez. La mujer no salía de su asombro. Extática, le dijo a su recio consorte:

—Si he sabido que ibas a regresar una segunda vez no habría cerrado la puerta.

Responde el veterano:

—Y yo no habría regresado una segunda vez si no se me hubiera olvidado que ya había venido la primera.

LOS PELOS DE LA BARBA

En la mesa de la cocina en nuestra casa del Potrero de Ábrego caben veinte almas con todo y cuerpos. Ahí hablamos el otro domingo de la libertad que tienen hoy las muchachas para escoger marido. Los viejos del rancho recuerdan todavía los tiempos de sus padres, cuando eran éstos los que pactaban los matrimonios, a veces desde el nacimiento de los futuros desposados.

—Compadre: ‘ora que va a parir mi comadre, si pare vieja es pa’ m’hijo. ¿Le parece?

—Sí, compadre. Y su hijo p’a m’hija.

—Ya estamos hablados.

Se intercambiaban entonces un pelo de la barba como señal de que ambos eran hombres y no quebrantarían su promesa. Aquellos eran tiempos, no los de hoy, en que todos somos hombres de una sola palabra: “Rájome”.

Los padres hacían los matrimonios; no había apelación posible. Y, cosa rara: aun concertadas sin oír a los interesados esas uniones eran felices. O al menos aparentaban serlo. Cada uno de los contrayentes se avenía a su papel y a’i se la llevaban. La vida, quiero decir. El único divorcio conocido era la muerte. En nuestra época es al revés: con plena libertad los futuros casados se escogen unos a otros y sin embargo abundan las separaciones. “Mí no comprende”, como decía el gringo.

Doña Rosa escucha la conversación mientras echa las tortillas —torteadas con las manos, todavía— y las pone sobre el comal del fogón. En el momento justo las oprime levemente para que se inflen, orgullosas, como si dijera cada una: “—Miren qué tortilla” y las avienta luego con infalible puntería para hacerlas caer en la canasta.

Doña Rosa oye aquello y mete baza de repente.

—Pos yo estoy muy contenta de que mis padres me hayan escogido a mi marido.

Se hace un silencio en la mesa y nos miramos todos. Sucede que don Abundio, el marido de doña Rosa, fue hombre de borrascas, dado a toda suerte de tropelías y excesos. Juan Charrasqueado de estos lares, era borracho, mujeriego y jugador. Hacía mezcal clandestino. Otros lo hacían también, pero él además se lo tomaba todo. En cada rancho tenía mujer con hijos y había muchos ranchos. Y era capaz de perder la cosecha de un año en una carrera de caballos que duraba un minuto.

Yo doy voz al asombro general. Lo hago un poco en broma, un poco en serio, pues don Abundio está presente.

—Pero, doña Rosa, ¿cómo puede usted estar contenta de que sus papás le haya escogido un marido como éste?

—Sí, —confirma ella—. Me habría dado mucho coraje haber sido yo la que escogió a este cabrón.

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Goretina era una joven muy virtuosa. Su director espiritual le había aconsejado que leyera un libro edificante llamado Pureza y hermosura, de monseñor Tihamer Toth, cuyas piadosas enseñanzas, le informó, constituían el mejor escudo para la defensa de ese íntimo tesoro que la mujer doncella debe preservar a costa de su vida y aun de su economía: la virginidad.

Desde entonces Goretina llevaba siempre consigo ese volumen. Lo leía en el autobús cuando iba a su trabajo —era dependienta en una bonetería, “La perla de Damasco”— y los sábados por la tarde, tras de lavar y planchar su ropa de la semana, copiaba en un cuaderno los parágrafos más significativos de la obra. (Lo de “parágrafos” no es cosa mía. El mencionado director espiritual, jesuita culto, como todos, usaba ese vocablo en vez de “párrafos”, y Goretina, con filial obediencia, la hizo suya).

Sucedió que en el camino de la vida de la recatada joven se cruzó un tarambana cuya solo nombre da idea de sus protervos hábitos: se llamaba Lubricio Pitorrango. ¿Quién hizo que en la plácida existencia de la inocente moza apareciera ese túrpido galán? No me lo digáis; lo sé de sobra: fue el demonio. Tampoco me digáis que la palabra “túrpido” no existe. Lo sé bien. Pero ¿a poco no suena a toda madre? (Perdonad mi francés).

El diablo nunca duerme, lo cual explica las ojerotas que trae siempre y los bostezos que a duras penas disimula cuando oye a los predicadores hacerle propaganda en sus homilías. El caso es que, inspirado por Pedro Botero —así se llama Luzbel en España—, el tal Lubricio empezó a seducir a Goretina con untuosas palabras de labilidad. Empezó por prometerle matrimonio, promesa que si no abre el íntimo santuario de cualquier mujer al menos lo entreabre. Por causa de su credulidad hay muchas infelices, como dijo el poeta Julio Sesto, que van por el mundo buscando un cariño, recordando un nombre y arrastrando un niño. El nombre lo deben olvidar, opino yo, sobre todo si el caborón se llama Ventosiano, Cunilingo o Próforo y al niño no lo deben arrastrar, porque qué culpa tiene la pobre criaturita.

Oyó Goretina las sinuosas promisiones del palabrero seductor, pero las escuchó como quien oye llover. Algo mojada la dejaron, sin embargo: la carne es débil, sobre todo a cierta edad y en ciertas partes. Cuando no es por sobra de hormonas es por falta de ellas, pero la carne siempre es débil. Goretina sintió que vacilaba su virtud, pues el habilidoso Pitorrango le había pedido una prueba de su amor y el examen se lo iba a aplicar en la parte que la muchacha se había propuesto guardar incólume para el hombre a quien daría el dulcísimo título de esposo.

A fin de mantenerse firme en esa decisión ella leyó otra vez Pureza y hermosura, de monseñor Tihamer Toth, del primero hasta el último parágrafo, y así fortaleció sus músculos crurales, llamados por algunos “los defensores de la virginidad”. Le manifestó luego al ruin Lubricio:

—Si te doy eso que con engañoso diminutivo llamas “aquellito”, quebrantaré el sexto mandamiento.

—¿Y qué? —alegó el cínico galanteador—. Todavía te quedarían nueve mandamientos más. Una pérdida del diez por ciento no es demasiada merma.

—Pero ¿y mi honor? —inquirió, severa, Goretina.

—Siempre he luchado por causa del honor de las mujeres —respondió con orgullo Pitorrango—. Y muchas veces la lucha ha sido fiera, pues ellas insistían en conservarlo.

Declaró la muchacha firmemente:

—Pues no, y no, y no, y no, y no, y no y no.

—Hablaremos después —dijo Ludibrio—. Veo que hoy estás algo indecisa.

—Muy bien —admitió ella—. Mas desde ahora dime: si te entrego la nunca tangida gala de mi doncellez ¿nos casaremos?

—Claro que sí —aseguró el fementido tenorio—. Tú por tu lado y yo por el mío, desde luego, pero seguramente nos casaremos.

Y así diciendo puso como al desgaire la mano en el muslo de Goretina. ¡Nunca lo hubiera hecho! Asió la joven el libro Pureza y hermosura, de monseñor Tihamer Toth y con el recio tomo le dio al impudente mozo un golpe tal en el cogote que lo dejó privado por varios minutos de las tres potencias del alma —memoria, entendimiento y voluntad— y de todas las del cuerpo, de modo que no le quedaron ganas de repetir sus libidinosos tocamientos.

¡Ah, qué razón tenía el director espiritual de Goretina cuando le dijo que ese piadoso libro sería la mejor defensa para conservar intacta su virtud!

HISTORIA DE UN VALIENTE

Aquel hombre era un hombrón. Proceroso, corpulento, su estatura aventajaba a la de los demás, y su peso podía medirse, como el de los toros, por arrobas. Tenía voz grave y sonora: cuando hablaba parecía que las palabras salían de una olla grande y con gran fondo. Su semblante era adusto; su mirada una amenaza que surgía del bosque espeso de sus cejas. Era aquel hombre, sí, un hombrón.

Cierto día llegó en su caballo a cierto pueblo del norte cuyo nombre callaré por no venir al caso. Sucede que en aquel pueblo el robo de ganado, de toda suerte de ganado: ovino, porcino, lanar y caballar, era práctica consuetudinaria. Se dice que el alcalde de aquel lugar, en trance de dictar un oficio, llamó a su secretario y preguntole:

—Oye, Fulano: ¿se dice “abígeo” o “abigeo”?

—La verdad no lo sé, señor —respondió el interrogado—. Y eso que por las dos cosas he estado ya en la cárcel.

Llegó en su caballo a aquel pueblo el hombrón de mi relato y como había cabalgado la mañana entera decidió refrescarse el gurguñate en la cantina que estaba frente a la plaza del villorrio. Bajó, pues, del caballo —un alazán tostado de buen ver— y lo amarró a una de las argollas que para tal empleo tenía dispuestas el tabernero en la pared de afuera del local.

Entró a la cantina ante la mirada recelosa de los parroquianos, a quienes impresionó su gran alzada, su enorme corpulencia y el firme y ruidoso paso con que fue hasta la barra. Se sentó en uno de los bancos, escupió para el lado en donde no había escupidera y luego pidió con voz tonante una cerveza y un tequila doble.

Sirvió el cantinero lo pedido. El hombre, sin decir palabra, lo apuró. Se bebió el tequila de un trago; la cerveza, de dos.

—Igual —ordenó enseguida con laconismo escueto.

Otra cerveza y otra copa puso el de la cantina frente al hombre, y éste dio cuenta de ellas como de las otras. Se limpió la boca con la manga de la camisa y dijo luego con semejante acento cavernoso.

—Las últimas.

Nueva cerveza y nueva copa de tequila. Con otros tres tragos dispuso de ellas el hombrón. Escupió otra vez por un lado y preguntó cuánto debía. Con cierta inquietud el cantinero le informó el monto de la cuenta, que redujo un tanto por temor a que le pareciera alta a aquel desconocido de aspecto amenazante.

No dijo palabra el hombre. Sacó la cartera y arrojó un par de billetes sobre el mostrador. Luego, sin esperar el cambio, salió de la cantina. No dio las gracias al de la taberna, ni se despidió, ni dijo el acostumbrado “buen provecho” a los usuales parroquianos que bebían morosamente su cerveza helada y comían la magra botana servida por el cantinero.

Salió el hombre y en la calle se encontró con una sorpresa ingrata: su caballo no estaba donde lo dejó. La argolla donde lo había amarrado estaba ahí, pero el caballo no. Su dueño recordaba perfectamente haberlo atado bien, con nudo de dos vueltas, pero del animal ni señas. Alguien, no cabía duda, se lo había robado.

Y sucedió entonces algo que los habitantes de aquel lugar no olvidarían nunca.

El hombre preguntó al sujeto recargado en el poste de la esquina; preguntó al muchachillo que barría la banqueta de la botica; preguntó a los desocupados que conversaban en una banca de la plaza:

—¿No vieron por casualidad un caballo alazán tostado? Lo dejé afuera de la cantina y ya no está.

Todos le respondieron:

—No, pos sabe.

Había en el tono de la respuesta un tono de reticencia, de evasiva, que el forastero no pudo menos que notar. Dijo con hosca voz amenazante:

—Ojalá aparezca, porque si no, va a pasar lo que en China.

No hablaba del país oriental, sino del poblado nuevoleonés que lleva el mismo nombre. Los tres desocupados, el muchachillo y el sujeto del poste oyeron aquel aviso o amenaza, y una expresión de inquietud les salió al rostro. El hombre aquel se veía bragado, muy de armas tomar. ¿Qué habría hecho en China?

El hombrón regresó a la cantina. Se plantó en medio del local y habló con voz tonante:

—Alguien se llevó mi caballo, señores. Ojalá aparezca, porque si no, va a pasar lo que en China.

Se miraron entre sí los parroquianos llenos de temor y de preocupación y nada más uno de ellos se atrevió a balbucir con voz temblante:

—No, pos nosotros aquí estábanos.

El fuereño volvió la vista al cantinero, en gesto de interrogación. Dijo el de la taberna:

—No, pos yo no me he movido de aquí.

Repitió el gigante:

—Pos ojalá y aparezca el animal, porque si no, va a pasar lo que en China.

¿Qué habría pasado en China? se preguntaban todos entre sí. De seguro alguien trató de robarle el caballo al forastero y éste hizo un escarmiento con muerte de cristianos. ¿Iría a pasar igual?

La noticia de lo que sucedía corrió como reguero de pólvora, si me es permitido ese inusado símil. No faltó quien le llevara el cuento al Presidente Municipal. El funcionario se azaró al conocer lo sucedido. Empezó a hacerse cábalas. ¿Y si aquel hombre hacía venganza general entre la población? ¿Y si le mataba a dos o tres vecinos? A él le tocaba evitar tamaño desaguisado. Llamó al gendarme de punto y le pidió que buscara a Tacho, el más notorio ladrón en todo el pueblo. De seguro él se había llevado ese caballo. La certera intuición del alcalde fue confirmada por todos, pues todos vieron cuando Tacho, con inmenso descaro, desató de la argolla al animal y se lo llevó como suyo, despacito, pues decía que las prisas son malas.

Y fue el gendarme, y trajo al alazán. El mentado Tacho se lo había llevado, en efecto, “pa’ que tomara agua el pobrecito y no se fuera a encalmar”, manifestó. El propio alcalde fue a la cantina a informarle al hombrón que su caballo había aparecido ya.

—Qué bueno que salió el animal —dijo el sujeto sin cambio en la expresión—, porque si no, habría pasado lo que en China.

—Perdone la indiscreción, señor —se atrevió a preguntar el alcalde—. ¿Qué pasó en China?

Respondió el forastero:

—Que allá sí me lo chingaron.

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Afrodisio Pitongo, galán concupiscente, aprovechó la publicidad recibida por el último terremoto acaecido en las islas del Pacífico Sur y le pidió a una joven llamada Proserpina que le diera su epicentro. Ella no entendió de pronto aquella alusión sísmica, pero cuando Afrodisio aclaró más los términos de su solicitud se mostró más que dispuesta a obsequiarla. Respondió en forma de pregunta:

—¿Por qué no?

Afrodisio tenía varias respuestas a esa interrogación: “Porque no te voy a pagar”; “porque después ya no me volverás a ver”, pero se las guardó. Así, fueron a un motel de corta estancia o pago por evento llamado “El lecho de Cleopatra” y ahí tuvo lugar el trance erótico. ¡Y qué trance! Proserpina demostró ser, como el reciente seísmo telúrico, un verdadero terremoto. Afrodisio, a pesar de su destreza y labilidad en cosas de fornicio, se vio superado por la chica. Al principio las acciones se contuvieron dentro de los límites de la normalidad, pero de pronto ella se desató en movimientos oscilatorios y trepidatorios realmente extraordinarios. Con la pelvis le dibujó a Afrodisio una letra o; después una sinuosa ese; luego una i con su correspondiente punto y por último una relampagueante doble u. Los meneos y ondulaciones de la joven semejaban los de una contorsionista de circo, sólo que los de esas artistas circenses son movimientos lentos y pausados, en tanto que los de Proserpina eran rápidos y convulsivos. Afrodisio tuvo que recurrir a toda su habilidad y fuerza para no ser desmontado por aquellas tremendas sacudidas semejantes a las que experimenta un charro cuando jinetea una yegua bruta. (Nota: Así se llaman las yeguas no domadas. Si uso ese calificativo, “bruta”, no es con el ánimo de ofender a la yegua, sino para no ser acusado de maltratar a un animal. Tampoco lo de animal lleva intención peyorativa). Cesaron de súbito, igual que habían comenzado, los zarandeos de la mujer. Pensó Afrodisio que su terminación era debida a que ella había llegado ya al clímax del amor. Como él también lo había alcanzado por virtud de aquel rico catálogo de agitaciones y estremecimientos se tendió de espaldas en el lecho y declaró, todavía sorprendido por los sacudimientos y agitaciones de su compañera:

—¡Eres fantástica, Proserpina! ¡Jamás había estado yo con una mujer capaz de hacer los movimientos que haces tú!

—Favor que me haces —agradeció ella con mucha cortesía—. Tiene sus ventajas eso de tener el mal de San Vito.

¡Qué barbaridad! ¡Lo que Afrodisio tomó por erotismo era en verdad corea! Así se llama la enfermedad nerviosa convulsiva con contracciones musculares clónicas, involuntarias e irregulares. San Vito, también nombrado Guido o Guy, fue un cristiano martirizado el año de 303. Su fiesta se celebra el 15 de junio. Parece que Vito tenía mal sueño; era de los que bracean y tiran patadas al dormir. De ahí le vino la fama que lo hizo llegar a ser patrono de bailarines y saltimbanquis. Un latérculo tardío lo ubica en Sicilia y en los sinaxarios ortodoxos aparece como mártir. (No sé que sea “sinaxario”, pero no se oye nada bien. Y “latérculo”, que tampoco sé qué significa, se escucha aún peor).

RECUERDOS ERÓTICOS DE
UN ADOLESCENTE

Una de las más deliciosas caricaturas que recuerdo haber visto la publicó la revista Playboy (yo sí veía las caricaturas). El dibujo mostraba a un chiquillo de primaria que pasaba al frente del salón a leer el ensayo que había escrito como tarea. Ante el azoro de su maestra empezaba el muchachito su lectura:

—”Qué hice en las vacaciones” o “La iniciación sexual de Stanley Quigley”.

Cosa muy importante es, en efecto, la iniciación sexual. Por eso es bueno tener varias. Si la primera iniciación no sale bien quizá la segunda sea mejor. O la tercera, o la cuarta... Hay quienes dicen que tu primer acto sexual —en pareja, quiero decir— determinará la forma y calidad de todos los demás. Una buena experiencia inicial hará que sean buenas también las que le sigan y al revés. Conozco un precioso libro llamado Una casa no es un hogar. Son las memorias de Polly Adler, la más famosa dueña de casas de lenocinio en los Estados Unidos. Ahí se lee que muchos padres de familia le llevaban a Polly a sus hijos en edad de merecer a fin de que los iniciara delicadamente en las complejidades del amor sensual. Dicen que en eso actúa la naturaleza y es muy cierto, pero el arte no estorba nunca.

Otro muy bello libro, mucho más antiguo, lo escribió Longo allá por el siglo IV de nuestra era. Su título es Dafnis y Cloe. Yo lo leí en la traducción que hizo don Juan Valera, hombre de mundo y gran conocedor de las mujeres. Eso le permitió narrar con suprema habilidad los amores de Dafnis, pastor de ovejas, y Cloe, su tímida compañera. Inquietos ambos al ver los bucólicos connubios de los animalitos que ante sus ojos se ayuntaban a porfía —la frase es de Valera; yo no respondo de ella—, trataban desmañadamente de imitar los amorosos movimientos ovejunos, cosa que no los llevaba a ningún lado. Violos —también esta palabra es de don Juan Valera— una cortesana de nombre Lycenia, e hizo una caridad: esperó un día a que el joven pastor se hallara solo y deslizándose mañosamente abajo de él le reveló aquello que por sí mismo el zagal no había sido capaz de descubrir. No había nacido todavía el Padre Ripalda, pero seguramente habría felicitado y aun bendecido a esa Lycenia por haber cumplido con Dafnis una de las más bellas obras de misericordia: enseñar al que no sabe.

A lo que voy es a que el sexo es un misterio. En cada persona la experiencia de la sexualidad es diferente. Por eso cuando le preguntaron a Mae West, actriz de cine, qué opinaba del sexo, ella respondió con magistral sabiduría:

—Del sexo ¿de quién?

Nadie puede jactarse de saber todo acerca de la función sexual, función siempre agradable sea matiné, tarde, moda o noche. Nadie podrá tampoco presumir de que domina todos los rangos de la amorosa acción. Es solamente una humorada la historietilla que conté una vez acerca de aquel mexicano que hacía un viaje en jet. A su lado iba una chica muy guapa que entabló conversación con él. Le dice la muchacha:

—Ha de saber usted, señor, que me dedico al estudio de la sexualidad humana. Y he hecho un descubrimiento muy interesante: en tratándose de ejercicio sexual en el varón, los campeones en potencia son los árabes y los que se llevan la palma en técnica son los mexicanos. Pero, perdone, señor: no le pregunté su nombre.

Responde muy serio el mexicano haciendo una profunda caravana:

—Mohamed Ixtlilxóchitl, para servir a usted.

De la ignorancia de las cosas nacen los mitos. Tan campanuda declaración sirve de exordio para decir que mi adolescencia —y la de todos los de mi edad— estuvo llena de mitos sexuales. Esos mitos, desde luego, eran mayúsculas supercherías, pero las aceptábamos como si fueran el Credo y hasta más.

Uno de esos mitos afirmaba que era posible saber si una mujer era o no virgen. Para eso bastaba ver su forma de caminar.

—Fíjate bien —le decía el iniciado al neófito—. Mira cómo los talones se le desvían ligeramente hacia afuera. Ésa no es señorita.

Magister dixit. El experto había pronunciado la última palabra. Yo me fijaba bien, con atención reconcentrada y no acertaba a saber cómo podía decir mi amigo que ya no era virgen aquella sencilla muchachita que iba caminando delante de nosotros.

Otro gran mito de juventud era una mágica poción a la que llamábamos “yombina” cuyo nombre verdadero, lo supe ya después, es “yohimbina” o algo así. La tal yombina era un bebedizo afrodisíaco. Según la mitología adolescente bastaba administrarle a una mujer un par de gotas de ese brebaje irresistible para que, independientemente de su clase, edad o condición, fuera acometida por un súbito deseo carnal que indefectiblemente la llevaría a echarse en brazos del hombre que tuviera más cercano. Lo único que tenías que hacer era poner con disimulo dos gotas de “yombina” en la coca de la muchacha, en su limonada o licuado de fresa —eso era lo que tomaban las chicas que conocíamos— y cuidar de que ningún otro hombre se acercara en el momento en que hacía efecto aquel elixir. De rodillas se iba a poner la chica para rogarte que le hicieras el amor ahí mismo y en ese mismo instante, aunque le hubieras dado la “yombina” en las graderías del estadio “Saltillo” a la mitad de un juego de futbol americano entre los Daneses del Ateneo y los Buitres de Agricultura.

Un tercer mito sexual de nuestra adolescencia hacía alusión a cierta técnica para excitar sexualmente a las mujeres. La técnica era sencilla, pero había que conocerla. Bastaba acariciar suavemente con índice y pulgar el lóbulo de la oreja de una dama para hacerle sentir la irresistible tentación de dejar de ser dama. Ese procedimiento era particularmente útil en el cine, lugar propicio a toda suerte —o casi— de manifestaciones amorosas. Si conseguías pasar el brazo por encima del hombro de tu acompañante (estamos hablando de mujeres), y si lograbas que te dejara acariciarle así el extremo del pabellón aurticular, de ahí a la consumación de todas tus fantasías eróticas no había más que un paso.

Mentira. Mentira todo. Mentira lo del lóbulo; mentira lo de la yoimbina; mentira todo lo demás. Lo que pasaba es que no había nadie que nos hablara de los misterios inefables de la sexualidad y entonces nuestros conocimientos en ese campo derivaban de oscuras pláticas de esquina. En la escuela nos enseñaban trigonometría, pero jamás nos instruían sobre “esas cosas”. La trigonometría jamás la he requerido, pero con “esas cosas”, a Dios gracias, me he topado frecuentemente a lo largo de la vida y mucho habría agradecido que alguien me hubiera hablado de ellas con prudencia y naturalidad. Eso me habría evitado muchos quebraderos de cabeza. La próxima vez que haga un “Plan de estudio para uso de las escuelas secundarias” lo voy a dividir en dos partes:

I. Educación Sexual.

II. Materias complementarias.

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Había en cierta parroquia un señor cura que no gustaba de los argentinos. Sentía fobia, malevolencia, inquina, malquerencia, tirria, ojeriza y animadversión, si bien no necesariamente en ese orden, por los nacidos en Argentina. Jamás perdía ocasión de mostrar ese rencor irracional. En sus sermones los ponía como palo de gallinero, jaula de perico, trepadero de mapache o lazo de cochino, si bien tampoco necesariamente en ese orden. Decía pestes de ellos; les colgaba toda suerte de inris. Había un problema, sin embargo: bastantes argentinos formaban parte de su feligresía.

Formaron los agraviados una comisión y presentaron su queja al Obispo de la diócesis, prelado ecuánime y juicioso. Su Excelencia les dio la razón en su protesta. Les ofreció que haría cesar los excesos del gárrulo presbítero. Lo hizo, en efecto. El curita recibió del Obispo una severa reprensión. ¿Por qué hablaba mal de los argentinos? ¿Qué le había hecho ese pueblo tan lleno de buenas cualidades, que tantas cosas de excelencia ha dado al mundo, además del tango, en el renglón de las artes y las letras? Le citó los ilustres nombres de José Hernández, Güiraldes, Borges, y otros un poco menos conocidos, como Carriego y don Miguel Cané. ¿Acaso no apreciaba la obra de Ginastera, en música, o la de Prilidiano Pueyrredón, cuyo difícil nombre no resta méritos a su pintura? Confuso, aturrullado, el pobrecito párroco aguantaba con la vista baja aquella justificada regañina.

—Le prohíbo terminantemente, padre —terminó su réspice el Obispo—, que vuelva usted a ofender a los argentinos en sus homilías.

El asustado curita mostró sincera contrición y propósito firmísimo de enmienda. Le juró y perjuró a Su Excelencia que no volvería a mencionar en sus sermones a los argentinos, ni para bien ni para mal.

Cumplió, en efecto, su promesa. Los quejosos observaron con alivio que el malquistado párroco ya no los hacía víctimas de sus prejuicios y su antipatía. Pero llegó el sermón de la Semana Santa. Abarrotado el templo, el cura subió al púlpito y empezó a narrar lo sucedido en la última cena.

—Entonces, queridos hermanos —relató con acento pesaroso—, Nuestro Señor les dijo lleno de sentimiento a los apóstoles: “Uno de ustedes me va a traicionar”. Le preguntó San Juan: “¿Seré yo el traidor, Maestro?”. Le respondió Jesús: “No; tú no serás”. Le preguntó San Pedro: “¿Acaso, Rabí, seré yo el que te traicionará?”. “Tampoco tú me harás traición”, le dijo el Divino Redentor. Lo mismo, hermanos míos, fueron preguntando los demás discípulos y a todos les dijo Nuestro Señor que ellos no lo traicionarían. Le llegó el turno a Judas Iscariote, ese hombre perverso, infame, solapado, pérfido, malvado, protervo, detestable, maligno, maléfico, execrable, fementido, villano, condenable, diabólico, demoníaco, inicuo, reprobable y vil. Y Judas le preguntó a nuestro Divino Salvador: “Pero, che pibe: ¿por qué decís vos que te voy a traicionar?

POR POQUITITITO

Cosa muy rara es la memoria. Recuerda cosas que sucedieron hace medio siglo y olvida lo que pasó hace una semana. Te lleva a olvidar el favor que alguien te hizo el mes pasado y no te deja sacar del corazón la ofensa que recibiste hace 30 años.

Escribió Benjamín Franklin que el acreedor tiene siempre mejor memoria que el deudor.

—¿Ya se te olvidó que te presté mil pesos?

—No, pero si me das un poco más de tiempo te aseguro que se me olvidará.

Decía un individuo:

—Cada vez que llego tarde a la casa mi mujer se pone histórica.

—Querrás decir “histérica”.

—No. Histórica. Empieza a recordarme todas las veces que he llegado tarde.

Se quejaba un sujeto:

—Mi mujer tiene una memoria muy mala.

—¿Todo se le olvida?

—Al contrario: no se le olvida nada.

A mí la gente me pregunta:

—Don Armando: ¿qué toma usted para la memoria?

—Tomo notas.

Las debo tomar, no cabe duda. A un cierto señor alguien le pedía que retuviera determinado dato.

—¡Carajo! —contestaba él de mal humor—. ¡No puedo retener la orina y voy a retener el dato!

Estoy hablando de la memoria por algo que recordé hace días. No sé por qué se me quedó por siempre en el recuerdo lo que nos dijo un señor americano a los alumnos de la señorita Sutton, maestra supereminente que nos daba la clase de inglés en la Normal. Aquel maestro de no sé que universidad americana nos contó la discusión que había tenido con un campesino mexicano. El tal campesino sostenía que el español es un idioma considerablemente más rico que la lengua en que Shakespeare se expresó.

—A ver, máistro —desafió al profesor americano—. ¿Cómo dicen ustedes la palabra “chico”?

Little —contestó el maestro.

—¿Y “muy pequeño”?

Very little.

—Y hasta ahí llegan —concluyó el mexicano—. En cambio nosotros tenemos “chico”, “chiquito”, “chiquitito”, “chiquititito”, “chiquititititito” y por ahí sígale hasta donde quiera llegar.

Todos reímos la ocurrencia —verdaderamente no era tan reíble—, y aplaudimos con largueza al simpático gringo que confesaba inferioridad ante a nosotros.

Se me vino de pronto el recuerdo de aquella conferencia en el salón de actos de la Benemérita, pues sucede que oí una coplilla picaresca en la cual se usa con abundancia algo parecido a lo que don Francisco J. Santamaría llamaba “bidiminutivo”, es decir, un diminutivo duplicado. (Por ejemplo, la palabra “tominejo”, con la cual los españoles venidos a la Nueva España designaron al colibrí, ave que ellos jamás habían visto. Tomín era el nombre de una moneda pequeñita de plata —tercera parte del adarme— y a su vez tominejo es un diminutivo de tomín).

Dice así aquella copla que escuché:

A una monja busqué yo

por tener amor bendito.

La monja se condenó,

y yo por poquititito.

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A aquel señor le decían “El unicornio”. Su mujer lo hacía medio indejo. Don Astasio, en cambio, es cornudo total, pues su esposa no se acota, limita o morigera en eso de entrepiernarse con varón ajeno. Tan frecuentes son tales liviandades que su marido ha terminado por habituarse a ellas. Incluso tiene una libreta que guarda en el cajón del chifonier, en la cual anota inris para decirlos a su esposa cuando la pilla en trance adulterino, cosa que suele suceder tres veces por semana y más si en ella cae un día festivo.

Ayer nada menos el mitrado esposo llegó a su domicilio tras cumplir su dura jornada de tenedor de libros y sorprendió a doña Facilisa —tal es el nombre de la pecatriz— refocilándose con un jovenzuelo en el cual el esposo reconoció al muchacho de las pizzas. Fue don Astasio por la libreta arriba mencionada y de regreso le enrostró a su mujer el nuevo dicterio que había registrado:

—¡Marfusa!

Esa palabra, ya en desuso, significa zorra. Ya se sabe que el dicho apelativo es uno de los más de cien que sirven para nombrar a la mujer de moral sexual dudosa. (Ninguno hay para designar al hombre de dudosa moralidad sexual).

Una señora que se las daba de culterana le dijo a don Jacinto Benavente, cuyas preferencias sexuales eran objeto de comentarios sotto voce, aquellos versos basados en la fábula de Esopo:

Dijo la zorra al busto

después de olerlo:

“Tu cabeza es hermosa,

pero sin seso”.

La mujer, sin embargo, le cambió con sonrisa equívoca una letra a la última palabra:

Tu cabeza es hermosa,

pero sin sexo.

Sin inmutarse le respondió, cortés, el escritor:

En efecto, señora: dijo la zorra.

Pues bien: el arcaísmo marfusa quiere decir eso: zorra. Tampoco se inmutó doña Facilisa. Al oírse llamar así replicó:

—Astasio, yo aquí tratando de despachar a este joven para que la pizza de la cena no se vaya a enfriar y tú con tus interrupciones. ¿No puedes esperar mejor momento para ventilar nuestras diferencias?

—Bastante ventiladas veo las tuyas —respondió con acritud el coronado—. Pero en fin, no quiero que vayas a decir que por mi culpa cenaremos frío. Y usted, joven procure apresurarse, pues si no lo hace presentaré una queja por la lentitud de su servicio.

Malos tiempos vivimos, en efecto. Ya casi nadie hace en tiempo y forma lo que debe hacer.

PASEN A LA BÁSCULA

Las crónicas no recogieron el nombre de este alcalde y si lo recogieron ha caído sobre él piadoso olvido. La verdad, yo prefiero un olvido piadoso a un recuerdo ingrato. No me la mientes, por favor: olvídame.

Este alcalde lo era de un pequeño municipio en el norte del estado. ¿De cuál estado? Puede haber sido de éste o de otro. La localización geográfica no cuenta para la narración. Precisiones como ésta nos llevarían a la Geopolítica, peligrosa ciencia en nombre de la cual un diputado gringo pidió la anexión de Cuba a los Estados Unidos, alegando que la isla se formó con tierras arrojadas al mar por el río Mississippi.

El caso es que este alcalde halló una manera de allegarse recursos económicos. Hizo poner en ambos extremos del pueblo sendas básculas para vehículos de carga. Todos los que llegaban —tráileres, camiones— debían pasar a la báscula a fin de ser pesados. Alegaba el alcalde que si tales vehículos llevaban una carga excesiva, al atravesar el pueblo dañarían irremediablemente el pavimento, con grave daño para la comuna.

Mentiras, mentiras todas. En primer lugar no había pavimento que se pudiera dañar: toda la calle principal era un gran bache de principio a fin. Además la báscula era americana, y marcaba en libras, de modo que por reducida que fuera la carga la báscula marcaba mucho: los encargados le decían al chofer que eran kilos, y como el vehículo pesaba mucho no podía pasar.

Todo tiene arreglo en esta vida, claro, si no es la muerte. Con un poco de buena voluntad no hay problema que no se pueda superar. Los conductores hacían un obsequio en metálico a los de la báscula —por la molestia del pesaje, claro—, y continuaban libremente su camino. De sobra está decir que los obsequios iban a dar a manos del previsor munícipe. Éste se cuidaba menos de los asuntos municipales que de la báscula, fuente principalísima de sus ingresos, hasta el punto de que a veces ni se acordaba de cobrar el sueldo.

Un día se presentó una comisión ante el señor Presidente Municipal. La encabezaba el cura párroco del pueblo, a quien acompañaban varios señores y señoras pertenecientes a diversas asociaciones pías. Le dijeron al alcalde que estaban reparando el templo parroquial, e iban a solicitar su generosa ayuda.

—Cómo no; faltaba más —dijo el alcalde—. A ver, que venga el señor tesorero para que nos diga con cuánto podemos ayudar. No será mucho, perdonarán ustedes, porque las finanzas municipales andan mal, pero algo, aunque sea poco, les podremos dar.

—No, señor Presidente —lo interrumpió el párroco—. Lo que venimos a pedirle no es dinero.

—¿Ah, no? —se inquietó el alcalde—. ¿Entonces?

El señor cura dirigió la mirada a uno de los señores y éste habló:

—Queremos pedirle que nos deje durante un mes la libre administración de una de las básculas.

El alcalde se llevó las manos a la cabeza, escandalizado, y prorrumpió lleno de enojo con estentóreo acento:

—¡Méndigos! ¡Ustedes no quieren arreglar la iglesia! ¡Lo que quieren es levantar una basílica!

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Desde temprano en la mañana supo lord Feebledick que aquél no iba a ser su día: al salir al jardín a revisar el macizo de las rosas le cayó en la cabeza una caca de estornino. Maldijo en su interior el lord al ineducado pájaro y regresó a su casa a limpiarse aquella ingrata deyección. Más le hubiese valido no volver: al entrar en la alcoba halló a su esposa, lady Loosebloomers, practicando eso que master Phileas Gonzo, el pícaro editor de Hoity-Toity, revista hebdomadaria de entretenimiento, suele llamar el “wham-bam, thank you, Ma’am”, o sea un juntamiento erótico rápido y furtivo. En esta ocasión milady estaba yogando con Jock McCock, el toroso mancebo encargado de las perreras de la casa.

Go hifreann leat! —profirió con ira lord Feebledick, que en el Cuarto Regimiento de Calcuta había aprendido algunos juramentos irlandeses (éste quiere decir: “¡Vete al infierno!”)—. ¿No puedo ir a revisar el macizo de las rosas sin que aproveches la ocasión para refocilarte carnalmente y además con un miembro de la servidumbre? Mujer: pese a lo que diga míster Shaw, aún hay clases sociales.

—Miembros son miembros —replicó lady Loosebloomers, impertérrita—. Y te pido que no seas inequitativo: cada quién su macizo.

—Soy un gentleman —declaró muy digno lord Feebledick—, y no puedo ponerte la mano encima.

—Nada me has puesto desde hace muchos años —le recordó milady—. La última vez fue en la víspera de que Don Bradman pasara a mejor vida, y eso fue hace diez años. Para luto ya se me hace mucho. (Nota: Sir Donald George Bradman (1908—2001), australiano, fue un legendario jugador de cricket. Su porcentaje de bateo, 99.94, se menciona en las estadísticas como el más alto rendimiento que cualquier atleta haya tenido en la historia de todos los deportes).

Rebufó lord Feebledick:

—No se habla aquí de cricket. Se habla de adulterio.

—¿Y por qué limitarnos a un solo tema? —opuso lady Loosebloomers—. La variedad de intereses es muestra de cultura. Dickens, por ejemplo, se interesaba mucho en la vida de ultratumba y creía en fantasmas.

—No me cambies la conversación —se molestó el esposo—. ¿Vamos ahora a hablar de aparecidos?

—Está bien —admitió milady—, volvamos al cricket. ¿Sabías que llegó a pensarse en poner un límite a las carreras que The Don, o sea Bradman, podía anotar en cada partido?

—No me sorprende nada —respondió lord Feebledick—. Todo debe tener un límite.

—El mío es tres —intervino en ese momento Jock McCock—, pero milady no quiere aceptar eso. Me veo obligado a advertirles que si la señora no racionaliza sus demandas correrá peligro mi salud.

—Jovencito —lo amonestó con severidad lord Feebledick—, usted no es quién para poner condiciones a sus empleadores. Bastante hacemos con permitirle que descuide las perreras por andar en ejercicios como éste. Redúzcase a los términos de su condición, le ordeno, y no me dé a pensar que para lo único que le sirve la cabeza es para evitar que las orejas se le junten.

—Milord —se atrevió a retobar el mozalbete—, le aseguro que si usted tiene quejas del trabajo que hago, milady está muy satisfecha con mi desempeño.

—A veces, Jock, a veces —acotó ella amablemente—. No pienses, sin embargo, que he dejado de extrañar a Hardon el mayordomo, Futzseeker el chofer, Rubthe Bacon el cocinero, Sukebi el valet japonés, Bigpeter el montero, y otros inolvidables servidores de la casa.

—Tienes razón, querida —se ablandó entonces lord Feebledick, que a sus años era proclive a todos los ablandamientos—. Ya no hay servicio como el de antes.

Así diciendo hizo lo que había ido a hacer —limpiarse el desagradable recuerdo que el estornino le dejó—, y luego fue a ver las rosas del macizo. Con el suyo quedó lady Loosebloomers. Como se ve, nada ha cambiado ahí. Y aquí tampoco.

 

LA CORNETA DE DON MARCIAL

Don Marcial hacía nieve. ¡Qué nieve hacía don Marcial! Los más sabrosos gelati napolitanos son, como reza la definición del agua, incoloros, inodoros e insípidos en comparanza con las nieves de don Marcial. Las preparaba de muchos sabores, entre ellos los tradicionales de fresa, vainilla y chocolate; pero a ellos añadía los de coco y nuez, mango y melón y otros más peregrinos de guanábana, zapote, pistache, caramelo, mamey y —su opus magna— de pétalos de rosa.

En su carrito ostentaba con orgullo don Marcial este letrero: “Nieves de autor”. Declaraba que su producto pertenecía a la nueva cocina mexicana y cuando le servía al cliente un helado de dos sabores afirmaba solemnemente que el tal helado era “de fusión”.

Don Marcial tenía un modo personalísimo de dar a conocer su presencia y pregonar su rica mercancía. Llevaba consigo una corneta y soplaba en ella con la misma fuerza que debe haber empleado Josué para abatir las murallas de Jericó. La estridente nota, única y prolongada, que de esa corneta sacaba don Marcial era seña inequívoca de su llegada al barrio o la colonia y al conjuro de aquella trompetería salían los chiquillos de sus casas e iban tras él, como fueron tras el flautista los de Hamelin.

Ahora cambio de personaje para hablar de la señorita Chagua. Era, según su título designa, señorita, quiero decir doncella, virgen, célibe. Ya que no pudo hallar borracho qué desvestir se dedicó en cuerpo y alma a vestir santos. Muy de iglesia era, de misa y comunión diaria, como antes se decía. Asistente obligada a triduos, octavarios, novenarios y demás similares devociones, hizo del templo su segundo hogar, y de su casa una segunda iglesia.

Impoluta como el cristal era la vida de la señorita Chagua. Aun las lenguas más filosas se detenían frente al amurallado castillo de su integérrima virtud. Sus amigas la tildaban de aburrida, pues nunca daba qué decir. Ella, sin embargo, se juzgaba muy grande pecadora: había leído en algún devocionario que todos los santos y santas se veían a sí mismos como basura humana indigna de presentarse a los ojos del Señor. Escrúpulos de conciencia numerosos atormentaban a la señorita Chagua y con ellos fatigaba a su padre confesor, un jesuita casuístico y ceñudo. Hubo un día en que pidió tres veces el sacramento de la reconciliación, temerosa de morir de repente e ir a la eternal condena por una culpa que a ella le parecía enorme y que no llegaba siquiera a leve falta de educación.

Ahora bien: ¿por qué aparecen juntos en esta relación dos personajes tan disímbolos como la señorita Chagua y el nevero don Marcial? Desde luego ambos son hijos de Dios y eso establece entre ambos un inmediato parentesco. Pero no es ésa la única razón de que aquí salgan los dos juntos. Otra hay más poderosa, de mayor sustancia y entidad.

Un día la señorita Chagua, mujer devota y pía, célibe, de mucha religión, le compró a don Marcial un litro de nieve de chocolate, pues iba a recibir en su casa a varias amiguitas y quiso agasajarlas con aquel manjar del cual todos gustaban.

—Oiga —le dijo la señorita Chagua al vendedor de nieve frente a los vecinos que se habían congregado en torno del carrito—. Yo voy a veces a la Colonia Miraflor a dar el catecismo y por allá anda otro nevero que dice que él es don Marcial.

—La engañó, señora —respondió el de la nieve.

—Señorita, si me hace usted favor —lo corrigió ella con tono de acrimonia—. Y yo no engaño.

—Estoy seguro de eso y le pido perdón —se disculpó el nevero—. Pero no hay más don Marcial que yo. No tengo sucursales; no admito socios y a nadie he dado permiso, franquicia o autorización para vender mis nieves. Ese individuo es un hablador.

—No sé si lo sea —repitió tercamente la señorita Chagua—. Pero él dice que es don Marcial.

—¿Ah sí? —se atufó el nevero—. Pos dígale que le enseñe la corneta.

Al escuchar aquella expresión, que tanto se prestaba al doble sentido, la gente soltó una carcajada. La señorita Chagua se ruborizó. Muy enojada le dijo a don Marcial:

—¡Viejo pelado!

Y así diciendo se retiró con mucha dignidad.

A fuer de narrador veraz no me atrevo a asentar si lo que dijo el nevero fue con intención, o simplemente algo dicho en modo irreflexivo. Menos aún quiero incurrir en la pedantería de poner aquí el lema de la Orden de la Jarretera: Honni soit qui mal y pense (“Caiga vergüenza sobre aquél que piense mal de esto”), frase dicha por Eduardo III de Inglaterra al recoger la liga que en los meneos de la danza se le cayó a su amante. Lo que sí sé es que a sus muchos escrúpulos de conciencia la señorita Chagua ha añadido uno más. En el altar ante el cual suele decir sus oraciones hay a ambos lados del sagrario dos ángeles puestos de rodillas en actitud de tocar sendas trompetas para anunciar la presencia del Señor. Ahora la señorita Chagua no puede ver los dichos ángeles sin pensar en la corneta de don Marcial, si ustedes me entienden. Tal cosa, obviamente, la conturba mucho y pone en ella aflicciones de espíritu muy grandes. Le comunicó a su confesor esa íntima tribulación y ahora también el santo sacerdote se acuerda de don Marcial cuando mira aquellos ángeles. El pensamiento, no cabe duda, juega malas pasadas. Por eso —digo yo— no es bueno pensar mucho.

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En los anales de Popocatzintli, pequeño pueblo del sur de la República, quedó registrado para siempre el celebérrimo caso conocido con el nombre de “El chaparrín verriondo”.

Sucedió que una mujer extranjera se presentó ante el juez local y se quejó de haber sufrido violación irreparable en su cuerpo, con pérdida total de la virtud. Pidiole el juez que declarara cómo se había suscitado el hecho y ella narró que iba por un oscuro callejón cuando intempestivamente le salió al paso un individuo y recargándola violentamente contra la pared, así, de pie como estaba ella, la hizo víctima de su lubricidad. Al juzgador le extrañó aquello, pues la dicha mujer era muy alta: medía más de dos metros de estatura; parecía jugadora de basquetbol. Le preguntó si había reconocido al culpable. Ella dijo que sí y lo denunció. El juez hizo traer al individuo. Cuando lo vio, por poco se iba de espaldas: el acusado era un chaparrito que no levantaba un metro y medio de estatura.

—Oiga, señora —le dijo el letrado, serio, a la extranjera—. Usted tendrá que demostrar su acusación y aportar pruebas fehacientes, porque si mal yo no recuerdo y consta en autos, usted manifestó en el contexto de su declaración que el presunto delito se cometió estando usted de pie. Ya la medimos: dos metros tres centímetros. El chaparro aquí presente no llega a uno cincuenta. Es físicamente imposible de toda imposibilidad que los hechos hayan sucedido, acontecido, pasado, acaecido, tenido lugar o registrádose tal como usted declara.

Acota la extranjera:

—Es que él se ayudó con un cazo de esos para confeccionar chicharrones de marrano.

Ordena el juez:

—Traigan el cazo.

Lo traen, en efecto, y lo ponen bocabajo junto a la mujer.

—A ver, chaparro —le manda el juez al indiciado—. Sube al cazo.

Trepa el petiso al recipiente. Aun subido ahí no le llegaba a su acusadora ni al ombligo.

—Señora —dictamina el juez—, no logró usted probar su acusación. A las claras se ve, en forma palmaria y paladina, que su denuncia es improcedente. No aportó usted las pruebas necesarias para fundamentar su dicho. En tal virtud, efecto y circunstancia no me queda otro camino que emitir una sentencia absolutoria: el chaparro es inocente.

Depreca la mujer con ansiedad:

—¡Permítame explicar!

—No, señora —la interrumpe tajantemente el juez—. La justicia mexicana es pronta, rápida y expedita. La sentencia está dictada y en este mismo momento, por ministerio de ley, ab initio, iuris tantum, inter pares y ex officio, causa ejecutoria. El chaparro sale libre.

La extranjera se va furiosa, echando pestes del país y de sus procedimientos judiciales. El pequeñín también ya se iba, muy escurridito. El juez lo para.

—A ver, chaparro, ven acá, ven aca, ven acá. Mira: te ayudé porque somos mexicanos: Operación Paisano. Pero estoy sospechando que no andas nada bien. A ver: ¿hiciste lo que dijo esa mujer?

—¡No, señor juez! —prorrumpe en juramentos el liliputiense—. ¿Cómo pasa usted a creer que yo...?

—No te hagas el disimulado —lo interrumpe el juzgador—. Mira: ya te dicté sentencia absolutoria. Nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo delito. De modo que, aquí entre hombres, dime la verdad: hiciste eso ¿sí o no?

—Ay caray, señor juez —responde el chaparrito rascándose la cabeza—. Pues... fíjese que sí.

—¿Cómo es posible? —se sorprende el funcionario—. Ella tan alta; tú tan diminuto... ¿Cómo te las arreglaste?

Pues así como ella dijo, señor juez —contesta con desparpajo el chaparrito—. Me ayudé con el cazo.

—¡No me vengas con historias! —replica disgustado el juzgador—. Ya hice que te subieras al cazo y aun así no le llegabas a la mujer ni a la cintura.

—No, señor juez —precisa el chaparrín—. Yo hice las cosas de otro modo. ¡Le eché el cazo en la cabeza y me agarré de las orejas!

LUCÍA

Debería haber un historiador que contara la historia de la gente sin historia. Los hombres y mujeres que no tienen nombre son quienes verdaderamente construyen la historia. Mientras los grandes personajes dicen que 300 siglos los contemplan desde estas pirámides, o —más modestamente— que si hubiera parque no estaría usted aquí, ellos, los héroes innominados, hacen el pan, la silla, los zapatos. Sus vidas forman el grande y silencioso río de la vida, ése por el que ahora tú y yo vamos navegando.

Tomemos por ejemplo a esta nana mía. Era pequeña de cuerpo y delgada como una espiga. Parecía una niña que tuviera mucha edad. En las tardes, a la hora de la siesta, juntaba dos sillas y se acostaba en ellas, acurrucadita, y dormía hasta que la casa volvía a despertar para la merienda. Me arrullaba con cantos de la iglesia. Por ella los aprendí; por ella los recuerdo ahora que no los canta nadie ya: “Altísimo Señor, / que supisteis juntar / a un tiempo en el altar / ser cordero y pastor…”.

Estaba yo con mi nana aquella tarde en que de pronto oímos un estruendo sordo. Se había caído la cúpula del templo de San Juan Nepomuceno. Dijo ella: “¡Alabado sea Dios!”. Salimos a la puerta y vimos que venían Lucita y Mariquita López, más temblorosas que nunca, más pálidas que siempre. Nos dijeron que iban llegando ya a la iglesia cuando vieron que la cúpula se venía abajo. “Un momentito más y…”. Los vestidos de las ancianas señoritas, sempiternamente de luto, estaban grises por el polvo que levantó el derrumbe.

En la familia se contaban cosas de mi nana que yo no comprendía. Se la robó un jefe revolucionario, en la villa de General Cepeda, cuando ella no cumplía aún los 14 años. Su familia la vio irse como se ve a un papel arrastrado por el viento. Fueron todos a la estación del tren a despedirla. Ella los miró a lo lejos, y con sonrisa triste les dijo adiós con la mano desde la ventanilla del vagón. Su papá le habló con voz sorda a su mujer, que lloraba sin hacer ruido:Mejor hubiéranos tenido puros hombres”.

Regresó a los dos años, con un niño en los brazos. Llamó a la puerta de su casa, como una extraña, y cuando su madre abrió ella se arrodilló en la acera para pedir perdón. La señora se arrodilló con ella, se abrazaron y lloraron las dos ahí, en la calle.

Para ganar su vida y la de su hijo, se empleó como criada en casa de mis abuelos maternos. Una y otra vez contaba su historia a las ávidas hijas, que se morían de curiosidad por escuchar nuevos detalles y una y otra vez la repetía para las visitas, que la oían con los oídos bien abiertos y los ojos más. “Cuando llegamos a la Capital nos hospedaron en un palacio que llaman de Chapultepé. A Pancho y a mí nos tocó dormir en la cama de una señora que le decían Carlotita”.

Las muchachas le pedían en voz baja, de complicidad: “Cántanos una canción”. Esperaban oír uno de esos cuplés picosos que las bataclanas de entonces —la Conesa, la Montalván, la Derba— cantaban en los teatros de la Capital. Y ella: “Altísimo Señor…”. “¡Anda, tonta!”.

Con el tiempo mi abuela la prestaba a aquella de sus hijas que salía embarazada. La nana se hacía cargo de la casa y asistía al doctor Farías en los partos. Recibía a la criatura de manos del médico, la lavaba, la liaba con destreza, como a pequeña momia y le ponía un gorrito. Si la recién parida no tenía leche ella buscaba una nodriza entre sus numerosas conocencias.

Fue nana de todos nosotros. A todos, decía, nos cargó. Ella anunciaba en el vecindario, casa por casa, nuestro nacimiento: “Que dice doña Carmen —o doña Beatriz, o doña Adela— que ya tiene usted un nuevo criado a quien mandar”. O una nueva criadita, si era niña…

Pasó el tiempo. Eso es lo que mejor sabe hacer: pasar, además de curar males del alma. En la cocina de la casa familiar hice poner, en azulejos de barro saltillero hechos por los hermanos García, los nombres de las santas mujeres que siendo criadas nos criaron. Ahí, en el lugar de honor, está su nombre: Lucía. Lo miro y vuelvo a oír la tenue voz: “Altísimo Señor…”. Con el Señor está en lo alto esa mujer humilde que nos dio su vida. Conté su historia porque no tiene historia.

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—¿Cuándo se acaba en el hombre el deseo de la mujer?

Así le preguntó un curita joven, angustiado porque continuamente lo acometían las tentaciones de la carne, a un anciano sacerdote de 97 años de edad.

—Mira, hijo —respondió el santo varón—. Por lo que he leído en las Sagradas Escrituras; por mis estudios de la doctrina de los Padres y Doctores de la Iglesia; atendiendo a lo dicho por grandes confesores que conocen profundamente la naturaleza humana; pero sobre todo por mi propia experiencia, puedo decirte que el deseo del hombre por la mujer se acaba posiblemente unos 15 días después de que te has muerto.

¡Cuán sabio juicio es ése y qué ajustado a la naturaleza! Pensaba igual aquel rudo individuo que abordó a una guapa mujer en un bar. Le dijo ella, cortante:

—No pierdas tu tiempo. Soy lesbiana.

—¿Qué significa eso? —preguntó el ignaro sujeto.

—Significa —respondió ella— que me gustan las mujeres. Me encanta acariciarlas, besarlas, sentirlas junto a mí.

—¡Entonces venga esa mano! —exclamó alegremente el tipo—. ¡Yo también soy lesbiano!

Eso mismo intuyó Pepito. Estaba en el parque con su amigo Juanilito cuando pasó una estupenda morenaza de esculturales formas y ondulantes movimientos. La ve Pepito y le dice a su compañero:

—¿Sabes qué? Estoy empezando a sospechar que hay en la vida otras cosas a más del Xbox, el Play Station y el iPod.

Recordemos también el cuento medieval del muchacho que por primera vez fue al pueblo llevado por su padre, con quien vivía, solos los dos, en la montaña. Jamás había visto una mujer el infeliz mancebo. Cuando las vio, lozanas y garridas, preguntó con asombro a su padre qué clase de criaturas eran ésas.

—Son ocas —respondió el padre, temeroso de que su hijo fuese atraído por alguna de aquellas tentadoras.

A fin de distraerlo lo llevó al mercado. Le mostró las ovejas, las vacas, los caballos que ahí había, y le dio a escoger.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

—¡Una oca, padre! ¡Una oca! —respondió con ansiedad el mozo.

Justifiquemos por eso al padre Arsilio. Fue sorprendido por la señorita Peripalda hojeando —y ojeando— un ejemplar de Playboy:

—¡Pero, señor cura! —exclamó azorada la piadosa catequista—. ¡Usted viendo esa revista!

—Hija mía —suspiró el buen sacerdote—. El hecho de que esté a dieta absoluta no significa que no pueda ver el menú.

CORAZONES VEMOS

Theodor Reik era siquiatra. Estaba por lo tanto un poco loco. No tanto, sin embargo, como para no haber llegado a una conclusión con la cual coronó toda su vida de sicoanalista: es imposible entender a las mujeres. (También es imposible entender a los hombres, estoy de acuerdo, pero entender a las mujeres es más imposible todavía).

Reik opinaba, contra la idea establecida, que quienes verdaderamente son sentimentales y románticos son los hombres, no las mujeres. Éstas tienen un sentido práctico que las lleva a manejar la realidad, a tener control sobre ella. Mientras, los hombres andan cazando mariposas mentales. Gustaba el sicólogo vienés de repetir la frase que una vez escuchó en labios de una anciana muy conocedora de la vida:

—Mientras un joven trata de decidirse a declararle su amor a una muchacha ella ya está pensando en el color del tapiz que pondrá en las paredes de la casa donde vivirán.

El mismo Reik experimentó esa verdad. Tenía años adorando en silencio a una linda joven cuya casa estaba cerca de la suya. Jamás se atrevió a hablarle de sus sentimientos: ella era rica y él pobre; ella era refinada y él zafio; ella era hermosa y él poco agraciado. Además la chica ni siquiera lo miraba y menos aún lo saludaba al pasar junto a él. Se mantenía indiferente, lejana como un ángel o una diosa.

Un día, sin embargo, al regreso de una gira campestre en la que coincidieron ambos, se encontraron los dos juntos y solos en una vereda entre el bosque. Caminaron uno al lado del otro por un rato. De pronto, sin poder contenerse él la tomó entre sus brazos y la besó apasionadamente. Pensó que la muchacha iba a gritar, a rechazarlo con violencia, a llorar por la ofensa recibida. Nada de eso. Le dijo en voz baja, pero firme:

—Había aguardado esto tantos años.

“Me quedé atónito —confiesa Reik—. Jamás imaginé que ella esperaba que yo le mostrara mi amor”. ¡Qué tontos somos los hombres en estas cuestiones! Tenía razón una encantadora dama parisina que decía hablando de una amiga poco inteligente: “Stupide comme un homme. Es estúpida como un hombre.

Hago esta referencia a Reik porque un joven amigo me hizo una consulta a la que no supe cómo contestar. Me sentí mal, pues el muchacho me atribuye una ciencia de la vida que estoy muy lejos de poseer. Soy, en efecto, stupide comme un homme.

Sucede que este amigo mío es dueño de un video club en una ciudad pequeña cuyo nombre no diré, por discreción. Con frecuencia le piden películas porno para llevar a casa. ¿Quiénes solicitan disimuladamente esas películas? Dirán ustedes: hombres solitarios que desfogan sus eróticos instintos mirando esos tremendos videos llenos de insólitas acrobacias e inéditas maromas. Error. Las películas marcadas con XXX son demandadas por señoras de buena condición social, muy educadas y correctas.

—¿Cómo explica usted eso, licenciado? —preguntó mi desconcertado amigo.

—No sé —reconocí en forma paladina—. La única explicación que se me ocurre es que las señoras llevan esas películas con la esperanza de que sirvan de motor de arranque a sus maridos.

Lo dicho: es imposible entender a las mujeres. Lo que sí podemos decir es que son dueñas de ese sentido práctico que lleva a manejar la realidad, a tener dominio sobre ella.

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Aquella señora iba a tener bebé. Le dijo al médico que quería dar a luz en forma natural, pero que sentía gran temor por los dolores del parto.

—No se preocupe usted —la tranquilizó el facultativo—. He inventado una máquina por la cual puedo transmitirle al padre de la criatura una parte de los dolores que en el alumbramiento sufre la mamá. Así usted no tendrá que sufrir sola todas las penalidades.

La señora se alegró mucho con la noticia de aquel invento peregrino y de regreso en su casa le habló a su esposo de la máquina inventada por el médico, y le preguntó si estaba dispuesto a compartir con ella los dolores del parto.

—Desde luego que sí —respondió él—. Después de todo yo fui quien te puso en esta condición.

Llegado el día en que el niño iba a nacer el hombre acompañó a su esposa al hospital, y el doctor lo conectó a la máquina. Ella empezó a sentir los dolores del alumbramiento.

—Le pasaré el diez por ciento del dolor a su marido —dijo el médico.

Y luego le preguntó al esposo si podía aguantar ese dolor.

—No siento nada —respondió él.

Dijo el facultativo:

—Le pasaré entonces el 20 por ciento de los dolores de su esposa.

Y así diciendo movió la perilla de la máquina.

—Tampoco ahora siento nada —manifestó el hombre.

—Su señora sí está sintiendo mucho los dolores —declaró el galeno—. Voy a pasarle a usted, entonces, el 50 por ciento del dolor.

Y ajustó la perilla a ese porcentaje.

—¿Puede aguantar eso? —le preguntó al esposo.

—Perfectamente, doctor —declaró él—. Puedo aguantar eso y más.

—¡Caramba! —se asombró el médico—. Tiene usted muy alto el techo del dolor. Como su esposa está sufriendo mucho voy a pasarle entonces a usted el 100 por ciento de los dolores.

—Hágalo, doctor —aceptó el tipo. No quiero que mi esposa sufra y además yo no estoy sintiendo mayor cosa.

Se llevó a cabo, pues, el alumbramiento felizmente, sin ningún dolor para la esposa. Al día siguiente la pareja regresó a su hogar. Cuando llegaron vieron gente en la casa de al lado. La vecina estaba hecha un mar de lágrimas.

—¿Qué te sucede? —le preguntó la esposa.

Responde la mujer:

—¡Mi marido murió ayer! Estaba muy bien, pero de pronto empezó a sentir unos dolores espantosos que fueron creciendo en intensidad hasta que de pronto le vino un dolor terrible y cayó al suelo privado de la vida. Los médicos no se explican a qué puede haberse debido ese dolor.

LA FINADA PAULITA

La gente de Pachuca, y en general la del estado de Hidalgo, usa una frase que en ninguna otra parte del país se emplea. Esa frase es la siguiente:

—Como dijo la finada Paulita...

Daré un par de ejemplos de su uso. Vamos a suponer que un señor encuentra a otro que estrena automóvil nuevo. Le dice:

—Oye, qué buen coche traes.

Responde el otro:

—Pues, como dijo la finada Paulita...

Una señora invita a sus amigas a su casa, y alguna la felicita:

—¡Qué bonita casa tienes!

Contesta la señora:

—Gracias, tú. Como dijo la finada Paulita...

Y dejará en suspenso la frase, lo mismo que hizo el que traía automóvil nuevo, pues en Hidalgo no hay quien no sepa qué fue lo que la finada Paulita dijo.

Su frase tiene historia, como todas las que han alcanzado celebridad, siquiera sea local. La protagonista era una señorita célibe, Paulita, ya de avanzada edad. Vivía en Pachuca con vivir modesto: casa sencilla, costumbres moderadas, atuendo casi humilde... La única diversión que Paulita se permitía era ir al cine una vez al año a ver el último estreno de Cantinflas. Lo demás era la iglesia y recibir de cuando en cuando la visita de algún pariente, pues Paulita vivía sola, sin otra compañía que la de un malhumorado falderillo al que llamaba “Fifí”.

La gente pensaba que, si bien no era pobre, a Paulita apenas le alcanzaría para comer y vestir. Sin embargo ella aseguraba que se había educado en Puebla con las teresianas y tenía el prurito de mostrar aquella formación deslizando de vez en cuando en el curso de la plática alguna expresión francesa no muy bien pronunciada. Al señor cura, por ejemplo, le decía “monpér”; se dirigía a las señoras de la cofradía llamándolas “cherí”, cosa que las impresionaba mucho.

Un día Paulita se puso mala “de un dolor”, y ya no se levantó del lecho. El médico, hombre que no se andaba con medias tintas, le dijo sin más ni más que no iba a vivir mucho: debía prepararse a bien morir. La enferma no se desasosegó. Llamó a “monpér”, hizo con él confesión general de sus pecados y luego el señor cura le administró la extremaunción. En seguida la señorita pidió que viniera un notario para que la ayudara a hacer su testamento.

Cuando llegó el fedatario Paulita le dictó sus últimas disposiciones. Comenzó: “A mi sobrina Fulana le dejo esta casa. A mi sobrino Tal el edificio del centro de Pachuca. A mi primo Mengano, la mina de Real del Monte, con sus accesorios. A mi prima Mengana la hacienda de Apan; a los hijos de mi sobrino Perengano todo el dinero que en el banco tengo...”... Y continuó Paulita repartiendo entre su parentela los abundantes bienes que tenía, añadiendo profusas mandas y legados para la iglesia y obras de beneficencia.

El notario, que conocía a Paulita y la tenía por persona de no muchos haberes, se asombró al conocer la vasta riqueza de la testadora.

—Caray, Paulita —le dijo con admiración—. No sabía que fuera usted tan rica.

Y contestó ella muy orgullosa usando pronunciación francesa:

—Pos ai nomás, señor licenciado, pinchemont.

Por eso cuando a algún hidalguense de Pachuca se le alaba algo que lleva o tiene, responde con aquella frase:

—Como dijo la finada Paulita...

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—¡Aviéntate una de cogederas!

Es incivil a veces el grito de la turba. El eminente declamador del Teatro Tayita, inolvidable carpa, había recitado ya poesías de mucha lágrima “Las abandonadas”, claro; “El seminarista de los ojos negros”, clarísimo; “El brindis del bohemio”, clarisísimo—, cuando salió aquel grito de entre el culto y exigente público (más exigente que culto, hay que decirlo). El eminente declamador quiso obsequiar la petición diciendo el sugestivo “Romance de la casada infiel”, de García Lorca, pero nadie entendió que aquello de “montado en potra de nácar / sin bridas y sin estribos” hacía alusión precisamente al tema sugerido por el solicitante.

Pues bien, el cuento llamado “El perico del cura y la cotorra de la beata” no tiene ese contenido; quiero decir que no es salaz ni pícaro como la mayoría de los chistes de pericos tenidos por curas y beatas. Ese relato, asómbrense mis cuatro lectores, es político, según cuadra a los tiempos que vivimos ahora los mexicanos —desde 1521 los hemos vivido—, en que por encima de todo priva la política, con abandono de otros temas de más sustancia y entidad, por ejemplo el trabajo.

Dice el tal cuento que la señorita Peripalda, célibe piadosa, muy de iglesia, tenía una cotorrita. Cierto día la devota soltera fue a hablar con el señor cura de la parroquia, el padre Arsilio, y le comunicó una inquietud muy grande que tenía. A su cotorrita, le dijo, le había dado por la crítica política. Sin recatarse pregonaba sus opiniones en esa materia, tan delicada, y sus proclamas encendidas eran escuchadas por todo el vecindario. La señorita Peripalda quería saber, y se lo preguntaba al padre Arsilio, si los conceptos vertidos por la facunda pájara no le acarrearían a ella algún perjuicio. Inquirió el buen sacerdote:

—¿Qué es lo que dice tu cotorra?

Explicó la piadosa señorita:

—Dice: “Que se acabe ya el sexenio”. “Que vuelvan la paz y la seguridad a México”. “Que ahora sí se creen empleos”. “Que los hacendistas ya no inventen más impuestos”. “Que no siga subiendo el precio de la gasolina”. “Que ya no haya tan grande corrupción”. “Que no nos bombardeen día y noche con millones de spots de propaganda política y oficialista”. “Que la función electoral no resulte tan cara para el país”. “Que no haya partidillos de mentiras, que son sólo negocios de familia o personales y que se venden al mejor postor”. “Que mejore la calidad educativa”. “Que se acabe el mal sindicalismo, ése que deriva en tantos daños para México”. “Que no haya tantos diputados y senadores”. “Que los partidos políticos no tengan el monopolio de la actividad política”. “Que PEMEX se modernice; que no haya en esa empresa malos manejos y mala administración”. “Que se abata verdaderamente la pobreza”. “Que nuestros recursos naturales sean preservados”. “Que los pueblos indígenas sean tratados con respeto”. “Que se abata verdaderamente la pobreza y que todos los mexicanos tengan acceso a una vida digna”. Todo eso dice mi cotorra, padre y otras muchas cosas más.

Así le dijo la señorita Peripalda al padre Arsilio. Respondió el señor cura:

—Es preocupante ese activismo, hija y puede ponerte en trance de dificultad. Tráeme a tu cotorrita. Yo tengo un loro a quien he imbuido el piadoso espíritu de nuestra santa religión. Él sólo sabe de novenas y trisagios, de letanías y jaculatorias. Estoy seguro de que si los ponemos juntos en la misma jaula tu cotorrita recibirá el influjo favorable de esa católica piedad, y olvidará sus ideas inquietantes.

Así, se hizo, en efecto: la señorita Peripalda le llevó la cotorrita al padre Arsilio y éste la puso en la jaula de su santificante loro. Pasados unos días la señorita Peripalda le preguntó al padre Arsilio cómo iba la relación entre su lorita y el perico de la casa cural y si habían obrado ya en la cotorrita los benéficos efectos de su trato con el apostólico perico.

—Hija mía —se rascó la cabeza el padre Arsilio—, yo creo que tu cotorra tiene razón, porque a cada una de sus peticiones: “Que acabe ya el sexenio”, “Que vuelvan la paz y la seguridad a México”, “Que se abata la pobreza”, etcétera, mi perico responde: “Te lo pedimos, Señor”.

UNA HISTORIA REAL

Esto que ahora voy a relatar sucedió en un pequeño pueblo de Chiapas. Igual pudo haber sucedido en cualquier pueblo mexicano de cualquier estado, desde la a de Aguascalientes hasta la zeta de Zacatecas o la ye de Yucatán.

Había en ese villorrio chiapaneco una panadería. La muchacha encargada de las ventas se precató de que todos los días llegaba un niño y se robaba una pieza de pan dulce. Hacía como que estaba viendo la mercancía; aguardaba el momento en que la dependienta estaba descuidada y luego tomaba el pan con movimiento rápido y salía a todo correr con su botín.

El dueño de la tahona, enterado de aquellos hurtos cotidianos, esperó un día la llegada del chiquillo. A la hora acostumbrada llegó el ladrón de pan. Entró y se puso a ver los anaqueles llenos de las apetitosas piezas: conchas, volcanes, redos, picones, peteneras, monjas, bizcochos, alamares, chamucos, morelianas, panqués, puchas, mamones, trocantes, soletas, campechanas, orejas, roscas, turuletes, apasteladas, cuernos, orejas, trenzas, marquesote, calzones, cuchufletas, buñuelos, polvorones y repostería.

Terminada la simulada búsqueda, cuando creyó que nadie lo veía —desde la puerta lo estaba viendo el propietario— echó mano a una concha, al parecer su presa favorita y presuroso se dirigió a la salida. Ahí el dueño de la panadería le echó mano a él.

El muchachillo trató de desasirse. Empeño vano: el panadero lo tenía agarrado con esa fuerza que los capitalistas usan para defender su propiedad. Llamó el propietario a su empleada y le dijo:

—Ve por “El Municipio”.

“El Municipio” era el gendarme que hacía su guardia acostumbrada en la plaza de la población. Regresó a poco la chica con el jenízaro, y el comerciante le entregó a su prisionero.

—Es un ratero —le dijo con acento de triunfo, como si le estuviera entregando a Napoleón—. Lo acabo de pescar robando.

—¿Ah sí? —habló con hosco acento el polizonte al tiempo que clavaba en el asustado niño una mirada que al mismo Bonaparte habría empequeñecido aún más—. Vamos con “La Autoridá”.

“La Autoridá” era el alcalde. El munícipe hizo llamar a la madre del pequeño delincuente.

—Con la pena, doña Ligia —le dijo delante de toda la gente que esperaba audiencia—, que su hijo aquí presente fue sorprendido robando piezas de pan.

—¿Quesque qué? —se atufó la mujer. Se volvió hacia el chiquillo y le dijo hecha una furia:

—Conque ratero ¿eh? —le dijo echando chispas—. ¿Pos qué t’as creído que sos tú para andar robando así? ¡Anda, chivato, sigue por ese camino y acabarás como estos hombres que estás viendo, que viven sin trabajar ni hacer nada de provecho, nomás robando a la pobre gente! ¡Malhaya sea la madre que te parió!

La madre que lo parió era ella, pero en su furia no se acordaba de esa circunstancia. Atónitos, el alcalde y el gendarme oían aquella sarta de dicterios en que eran puestos como ejemplo de malvivientes y rateros, en medio del regocijo de la concurrencia. El azorado munícipe aprovechó que la mujer hizo una breve pausa para tomar aire, y le dijo sudando de bochorno:

—Mire doña Ligia, mejor váyase.

La señora le soltó un sopapo a su hijo y mientras lo arreaba a empujones hacia la salida lo siguió reprendiendo con rigor:

—¡Muchacho sinvergüenza! ¡Robando al prójimo! ¿Pos qué se habrá creído este hijo’eputa? ¡Ni que fueras alcalde o polecía, grandísimo bribón!

“DAR POSADA AL PEREGRINO”

¿Qué hacían los saltillenses —y las— cuando no había hoteles de paso? Lo que en esos hoteles se hace se ha hecho siempre. Quiero decir que siempre han existido los amores clandestinos, los que buscan la sombra.

Eso de “la sombra” es un decir. En Monterrey, ciudad muy dada a la estadística, se ha comprobado que la mayor ocupación de los hoteles y moteles de paso se registra en las horas de la mañana, entre 9:00 AM y 12:00 PM. Tal es la hora —extraña coincidencia— en que muchas señoras van al supermercado, o a desayunar con las amigas. Al menos eso dicen después a sus maridos: que fueron a desayunar con las amigas o que andaban en el supermercado. A lo mejor algunas son parte de la estadística que dije.

Permítanme presentarles ahora a una señora de Saltillo. Hace ya muchos años que murió, pero se las presento de cualquier manera. No puedo decir su nombre y en la presentación ella lo dice en voz tan baja, y tan de prisa, que no se alcanza a escuchar bien. Esta señora es de la clase media. No es ni rica ni pobre. Vive en casa de renta.

La señora tiene marido, pero no hijos. “Dios no me los mandó” —responde con acento apesarado cuando alguien le pregunta que cuántos hijos tiene. Y añade: “Hágase Su Divina Voluntad”. (Las mayúsculas son mías. Las cuatro).

El marido trabaja y gana poco. En aquellos años todos en Saltillo ganaban poco, menos los pocos que ganaban mucho. La señora quiere ayudar a su marido en la misma forma que el pequeño escribiente florentino ayudaba a su papá: sin que éste lo supiera. Vamos a ver cómo lo ayuda.

Se ha detenido un carro de sitio frente a la casa de la señora. De ese carro baja una dama que entra en la casa, presurosa. Se va el carro y al punto llega un caballero, que entra también. La puerta se ha abierto a su llegada, lo que nos hace pensar que la señora de la casa lo esperaba, y que no quería que se advirtiera su llegada.

Entremos también nosotros en la casa. Es nuestro privilegio: mirar sin ser mirados. La señora conduce al caballero y a la dama a la recámara y ahí los deja. Luego ella sale de la casa. ¿Qué haremos nosotros entretanto? Sigamos a la señora. Va al mercado y compra algunas cosas. Se pone luego a ver los aparadores de las tiendas. Llega de pasadita a San Esteban, “nomás a persinarme, porque tengo prisa” dice a la amiga a quien encuentra a la salida. Luego vuelve a su casa, porque ha pasado ya una hora.

El caballero ha salido de la casa, y la dama ha salido también poco después. Entra la señora, y en la mesita de la sala encuentra un billete de diez pesos. Eso es lo que cobra por el alquiler de la alcoba conyugal. Va a la recámara, quita las sábanas y pone otras. Así ayuda esta señora a su marido, como el pequeño escribiente florentino, sin que el ayudado sepa.

Cierto día no llega la dama. Le dice el caballero a la señora:

—Ya no vino.

Luego dirige la mirada a la recámara y pregunta:

—¿Cómo ve?

Y dice la señora:

—Bueno.

Dos billetes son mejores que uno.

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Los refranes están hechos con un mínimo de palabras y un máximo de buen sentido. Eso significa que las máximas deben ser mínimas. “Los dichos de los viejitos —dice un dicho— son evangelios chiquitos”. No es por llevar la contraria (más bien suelo traerla), pero yo no me fío mucho de los refranes. Por principio de cuentas algunos se contradicen entre sí. Uno afirma: “A quien madruga Dios lo ayuda”. Otro niega: “No por mucho madrugar amanece más temprano”. Luego, el refranero de los diversos pueblos es bastante misógino, como lo sabe bien el estudioso de la paremiología. Se ve que los adagios están hechos por hombres, desde Salomón, que después de salir de la cama de la reina de Saba se ponía a dictar proverbios sobre el peligro del trato fornicario con pendangas, hasta el rústico filósofo machista que postuló aquello de “La mujer, como la escopeta, cargada y en un rincón”. Finalmente, los dichos generalizan siempre; postulan reglas fijas y no admiten eso que da a la vida su sabor: las excepciones. Por fuerza debe haber habido algún camarón que se durmió y no se lo llevó la corriente, o una golondrina que sí hizo verano.

La llamada sabiduría popular tiene a veces mucho de popular y poco de sabiduría. Blanquita Morones, primera actriz del inolvidable Teatro Tayita, al dirigirse con gran cortesía al “culto y exigente público” añadía por lo bajo: “Más exigente que culto”. Una antigua sentencia, por ejemplo, condena al que anda a la vuelta y vuelta, “como burro de noria”, y que por tanto a ninguna parte llega. Pepito, sin embargo, contradijo ese concepto. Su padre, viajante de comercio, regresó cierto día de un viaje y vio a su crío en una flamante bicicleta, de dos ruedas, para mayor seña.

—¿De dónde sacaste ese biciclo? —preguntó el señor, que no gustaba de ver la misma palabra repetida en un mismo parágrafo.

—La compré con mi dinero —repuso, ufano, el muchachillo.

Inquirió —que no preguntó— de nuevo el genitor:

—Y ¿cómo obtuviste esa suma?

—Dando vueltas —replicó Pepito.

—No entiendo —se intrigó el papá.

—Cuando tú sales de viaje —explicó el niño— el vecino viene a visitar a mi mamá; me da 50 pesos y me dice: “Anda, Pepito; ve a dar una vuelta”.

Otro dicho señala, categórico: “Los extremos se juntan”. Pero a veces los que se juntan son los centros. Eso sucede en el acto del amor humano. (“Con que los centros se junten, aunque los holanes cuelguen”, decretó mi señora abuela, mamá Lata, cuando una nuera suya le expresó su inquietud porque su hija, muchacha muy bajita, se iba a casar con un proceroso galán de 1.90 de estatura). Debo reconocer, no obstante lo ya dicho, que a veces los extremos sí se juntan. El león era el más fuerte animal de la selva y el monito el más débil. El feroz felino oyó decir que el mico era un gran conversador y fue a buscarlo. Cuando el mono lo vio venir se trepó apresuradamente a lo alto de una palmera, temeroso. El león lo tranquilizó; le dijo que lo único que deseaba era charlar con él.

—Si bajo de aquí —respondió el monito— me comerás, seguramente.

—Podría hacerlo —replicó la fiera—, quia nominor Leo (porque me llamó león), pero no es esa mi intención. Y para probarte la bondad de mi propósito me ataré yo mismo las patas delanteras y traseras con estas fuertes lianas y así podrás bajar de tu refugio para tener un rato de palique.

—¡Eso es peor! —se asustó el mono.

—Palique, amigo mío —aclaró el león—, quiere decir conversación intrascendente, charloteo. Anda, baja, que estoy atado ya y sin movimiento.

Cauteloso, con recelo, se avino el mono a dejar el amparo de la altura y descendió de la palmera. Se cercioró muy bien de que el león estaba impedido de todo movimiento, atadas como tenía las cuatro patas por las resistentes ligaduras que él mismo se había puesto, y se le acercó, tembloroso.

—¿Por qué tiemblas así? —le preguntó el león—. Ya ves que estoy atado firmemente, y no puedo moverme. ¿Por qué das tantas vueltas alrededor de mí? ¿Por qué estás tan nervioso?

Tímidamente respondió el monito con vacilante voz:

—Es que es la primera vez que voy a despacharme a un león.

GRITOS Y SUSURROS

(JADEOS, SOBRE TODO)

Una muchacha recién casada le confió a su mamá un secreto de alcoba: su marido le decía que actuaba con frialdad en el amor. La madre, mujer muy sabidora que al parecer había aprendido sobre el matrimonio tanto dentro como fuera de él, le dio un útil consejo:

—Al hacer el amor quéjate —le sugirió—. Eso les gusta a los hombres, pues los hace sentirse dominadores y potentes.

Esa misma noche la joven esposa puso en práctica la recomendación materna. En el momento más ardiente del trance connubial, y ante el asombro de su esposo, empezó a quejarse así:

—¡Caray, qué caro está todo! ¡Lo que cuestan las cosas en el super! ¡Si vieras cómo vino el recibo de la luz! ¡Y este gobierno, que no hace nada para frenar la carestía!

Sería muy interesante un estudio que mostrara lo que dicen —o murmuran o gritan— las mujeres cuando hacen el amor. Jardiel Poncela recordaba el caso de una amiguita suya que en el curso de la coición bajaba del empíreo a toda la corte celestial. Parecía que estaba rezando una devota letanía: “¡Dios mío! ¡Cielo Santo! ¡Virgen Santísima de Covadonga!” y por ahí. El caso no es extraño: en las películas pornográficas americanas se oye decir una y otra vez a las pujantes daifas que en ellas participan: “Oh my God!”. Las gringas en general son muy asertivas cuando follan; tienen un gran sentido de lo positivo. Siempre dicen: “Oh yes!”. Y si no: “Yea, yea!”. Qué bonito es estar de acuerdo con la situación.

Hasta hace pocos años en Ramos Arizpe había plañideras, mujeres que lloraban en los velorios a cambio de una módica retribución. Una vez iban tres de esas mujeres a un velorio. En el camino que va del barrio de Guanajuato a Ramos una les preguntó a las otras cómo se sentían para la ocasión.

—Yo no ando muy capaz —confesó una.

—Yo tampoco —reconoció la otra.

—Pos vamos a calarnos —propuso la primera.

Y ahí mismo, sin muerto ni nada, como quien dice en seco, procedieron a soltar el sollozo y los gemidos a título de ensayo.

Recordé eso porque un cierto amigo mío se quejaba de su mujer y de la mujer en general. Nos contó que él se sentía muy ufano porque a su esposa le daba por lo oral cuando tenían sexo. No se confunda nadie: quería decir mi amigo que su señora gritaba al hacer el amor y además gemía, plañía, gañía y sollozaba. Su gama de oralidad era extensísima; iba desde el suspiro lene hasta el clamoroso ululato. Ni Yma Sumac, aquella cantatriz peruana cuya voz abarcaba desde la tesitura de la soprano coloratura hasta la del barítono dramático, tenía tan vasto diapasón. A él eso le gustaba mucho.

Cierto día llegó de un viaje, y al entrar en su casa —eran las seis ó siete de la tarde—oyó todo ese variado repertorio de sonidos.

—Pensé —relataba desolado— que mi mujer estaba con otro hombre. Abrí la puerta de la alcoba. Y lo que vi fue peor: mi esposa estaba ensayando los gritos que esa noche daría al estar conmigo.

De ahí dedujo el infeliz que su señora simulaba todo lo relativo al acto conyugal, desde los arrumacos iniciales hasta el éxtasis final.

—¿Y qué le dijiste? —le preguntamos ávidos.

—Nada —respondió él con honda filosofía—. Recordé aquella canción de nuestros tiempos: “Miénteme más, que me hace tu maldad feliz”.

Lo dicho: nos gusta que se quejen.

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Tetonina Dobledé es una mujer de busto mayestático. Ubérrimas son las prominencias pectorales de la señora Dobledé, tanto que alguna vez le reclamó al mesero por su tardanza en traerle la pizza de pepperoni que pidió. El camarero le informó que hacía media hora se la había llevado y si no se veía es porque la pizza (de pepperoni) estaba abajo de sus voluminosos hemisferios.

Pues bien: a doña Tetonina le sucedió algo insólito: un buen día le apareció una tercera bubi, exactamente entre las otras dos. No debe extrañar tanto ese fenómeno: por documentos de rigurosa exactitud histórica se sabe que Ana Bolena, segunda esposa de Enrique Octavo de Inglaterra, tenía tres tetas —a más de un sexto dedo en la siniestra mano— con las cuales hacía las delicias del cachondo monarca.

El marido de la señora Dobledé, al ver aquella tercera chichi en su mujer, la llevó de inmediato con un cirujano plástico.

—Doctor —le dijo—: mire lo que le salió a mi esposa.

Ella dejó al descubierto su región torácica, con lo que el facultativo pudo ver la nueva bubi de doña Tetonina, que para entonces ya había alcanzado el tamaño de las otras dos. Se puso el médico la mano en la barbilla y dijo:

—Mm, mm.

Con esa actitud meditativa y de concentración podía añadir 200 pesos —100 por cada “Mm”— a la cuenta de sus honorarios.

—Ya entiendo —declaró seguidamente—. Quiere usted que le quite a su señora esa mama adicional.

—¡No, doctor! —se asustó el marido de doña Tetonina—. ¡Quiero que me implante a mí una tercera mano!

EL AMOR ES UNA COSA ESP...

ELUZNANTE

Esta historia es una historia de amor. Eso la hace interesante. Y es una historia de amor prohibido. Eso la hace más interesante todavía.

Habrá que preguntar primero si hay amores prohibidos. Lo dudo, dicho con el mayor respeto para el amor legal. ¿Amores prohibidos? La autoridad correspondiente nos puede prohibir estacionar el coche aquí o allá, pero ¿quién le puede prohibir al corazón que se estacione donde le dé la gana? Hay sinrazones del corazón que la razón no conoce.

Ahora bien: no siempre debemos culpar al corazón. En esto de los amores prohibidos generalmente las entrepiernas tienen que ver más que la calumniada víscera cardíaca. Y es más fuerte esa parte corporal: a veces el corazón te da tiempo de pensar, pero las entrepiernas no. Es muy difícil dejar de oír el antiguo llamado de la selva, que es el llamado del instinto, que es el llamado de la naturaleza, que es el llamado de la vida. Y contra eso no hay ley que valga, ni de la Iglesia ni de la sociedad. Sólo la edad nos vuelve un poco sordos a esa voz. Pero como ahora hay medicinas y aparatos para contrarrestar la sordera...

Sucede que este hombre joven, casado y con familia, conoció a una muchacha. La conoció en el sentido en que el Génesis dice que Adán conoció a Eva. Y además la reconoció una y otra vez, pues conocerla y reconocerla —es decir volverla a conocer— era ejercicio placentero. Sólo que aquí sucede lo que con los ladrones: tarde o temprano cometen algún error que los delata. La comparación del amante furtivo con el ladrón no es mía; pertenece al Derecho Romano. Los descendientes de Rómulo y Remo le daban más importancia al derecho de propiedad que a la moral y castigaban el adulterio del marido no por haber faltado a la fidelidad, sino por robarle a su esposa —para depositarlos en otra mujer— los líquidos vitales varoniles, líquidos que por virtud del contrato matrimonial le pertenecían en propiedad legítima a la cónyuge.

Resígnense, entonces, quienes en malos pasos andan: tarde o temprano serán descubiertos. Lo que de noche se hace de día aparece. Esto que digo no es acre admonición de moralista: es dato con validez científica probada. Siempre sucede. Así que vayan buscando desde ahora una explicación plausible. Lo mejor es negar todo y amacizarse en esa negativa.

—¡Pero si con mis propios ojos te vi con esa vieja, descarado!

—Mi vida: ¿les vas a creer más a tus ojos que a mí?

Lo que lleva a la perdición es la confianza: pensar que nadie te va a ver. Es como cuando te emborrachas: te sientes invisible. Por eso los entrepiernados no tardan en abandonar la cautela y se traicionan. Después de ser cuidadosos por un tiempo, quienes andan en plan húmedo dejan el discreto nido de amor y salen a los lugares públicos. Ése es su Waterloo: no pasa mucho tiempo sin que alguien —casi siempre una mujer— los vea y vaya con el chisme.

—Señora, no tengo el gusto de conocerla, pero fíjese que su marido...

Prosigo con la historia. Aquel hombre que dije conoció a una muchacha. Después del necesario discreteo ella le pidió que la llevara a comer en un restorán de nota. Accedió el galán: la chica le daba dos cosas, ¿por qué negarle una? A cambio del placer y de la compañía que ella le brindaba (las dos cosas que dije), bien podía él obsequiar aquel sencillo deseo. No sabía el insensato lo que le esperaba.

He oído que en el Juicio Final cada uno de nosotros será llamado a ocupar el banquillo de los acusados —supongo que por orden alfabético—, y un ángel leerá con voz potente la relación de sus pecados. ¡Qué bochorno! Se va a oír: “El día 23 de octubre de 1975 Fulano de Tal estuvo en el cuarto diez del Motel ‘Royal’ con Fulanita”. Y ahí tu esposa, y el marido de Fulanita, y tu mamá, y la de ella, y la tía Etelvina, y el señor director del colegio al que fuiste cuando niño, y todos. Nomás de pensarlo me brota un sudor frío. Ojalá haya semáforo, como en la aduana, que solamente los pecadores a quienes les toque foco rojo tengan que oír la relación de sus pecados. Desde ahora rezo por que me toque el verde.

Fueron, pues, los dos personajes de mi historia al restorán que dije. Ella sonreía, feliz de hallarse ahí. Él llevaba la cara que siempre ponen los que andan en plan húmedo. Son inconfundibles: miran de sololayo —que es de soslayo, pero más soslayado todavía— para ver si hay alguien conocido; caminan como sobre huevos, casi sin pisar el suelo; escogen la última mesa, la del rincón, y se sientan de cara a la pared. Con eso se delatan. Preferible es a veces el cinismo. Si actúas con naturalidad y desparpajo la gente piensa que estás en una cita de negocios. Como ahora hay mujeres ejecutivas, eso ayuda.

Al marido de mi cuento le tocó muy mala suerte: cuando entró en el restorán estaba ahí una hermana de su esposa, esperando a unas amigas que no llegaban todavía. Lo vio la cuñada y le puso una cara como para congelar el Niágara. El infiel, sin embargo, actuó con sangre igualmente fría, y fue a saludar a la cuñadita.

—¡Cabrón! —le dijo ella a modo de saludo—. ¿Cómo te atreves a hacerle esto a mi hermana?

Él no perdió la calma. Respondió:

—¿No sabes que tu hermana y yo nos vamos a divorciar?

La otra se consternó.

—¿Cómo? —preguntó con afligido tono.

—Bueno —completó él—. De ti depende.

La cuñada entendió las cosas y nunca dijo nada. Guardó el secreto, en lo cual hizo muy bien. Y aquí termina esta historia. Tiene, como se ve, final feliz. Pero no todas lo tienen. De modo que no te fíes, ni te sirva de estímulo para el pecado lo que con intención virtuosa narré aquí.

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Don Trisagio era un meapilas. Ese expresivo término sirve para designar al santurrón. Una vez se quejó ante el juez de la colonia porque su vecino estaba silbando una tonada.

—Y la letra de esa canción es absolutamente obscena —reclamó. (Se trataba de “Virgen de medianoche”, un éxito de Daniel Santos, también llamado El Jefe o El Inquieto Anacobero).

Casó don Trisagio, a edad madura ya, con una jovenzuela de quien prendose con amor senil. Ella le hizo creer que era tan devota como él, y doncella además. Cuando le dijo esto último todos los ámbitos del mundo soltaron una sonora carcajada que llegó a la Luna, pero don Trisagio, obnubilado por el sentimiento (de sus dictados no escapa ni la razón más pura), le dio crédito a Langarina, que así se llamaba aquella fácil cusca que nunca a ningún hombre le negó un vaso de agua. Contrajeron nupcias, pues, y fueron los desiguales desposados a pasar su noche de bodas en cierto hotel de la localidad. Lo escogió el novio por ser un hotelito familiar, y de prestigio moral establecido. Ya en la habitación quiso don Trisagio dejar sola por un momento a su flamante esposa a fin de que dijera sus oraciones nocturnales. Para tal fin entró en el baño. Cuando salió después de un rato prudencial, la vio desnuda, tendida voluptuosamente sobre el lecho, descarada, a la manera de la Maja Desnuda salida de los pinceles de Goya (supongo que usó varios).

—¡Pero Langarina! —le dijo con asombrado escándalo—. ¡Yo pensé que te iba a hallar de rodillas!

—¡Ah no! —respondió ella—. En esa posición siempre me duele la cabeza.

REDONDEO

Ahora les presento a esta señora. ¿Qué edad tiene? Difícil es decirlo. Difícil es decir los años de cualquier señora. Cosa de mala educación es preguntar tal cosa, y además será difícil hallar una mujer que en ese delicado punto se conduzca con verdad. Santa Teresa misma —la de Ávila—, con todo y ser doctora de la Iglesia, y santa, se quitaba los años, según lo prueban curiosos documentos hallados por sus biógrafos.

No diré, pues, la edad de esta señora. Por principio de cuentas no la sé. Y si la supiera tampoco la diría. “¿Te saco de algún apuro?” —decía Mariquita, maestra célibe, de Arteaga, cuando alguien le preguntaba los años que tenía. De ningún apuro sacaría yo a nadie al decir la edad de la señora de mi cuento. Diré, sí, que andaba en la vecindad de los 40, edad interesante en la mujer, cuando se han alcanzado ya todas las sabidurías de la vida y no se ha llegado aún a ninguno de sus achaques.

Esta señora viste muy bien, y se adorna mejor. Los accesorios no son para ella cosas accesorias: los compra de marca, igual que sus atuendos. Y no se piense que las cosas que lleva son apócrifas: legítimas son todas, compradas a precio alto en tiendas de Monterrey, o de McAllen, y aun de San Antonio.

Algunas amigas suyas —envidiosas que son— se preguntan entre ellas de dónde saca esta señora para vestir así. Su marido, es bien sabido, tiene un empleo modesto en cierta dependencia pública. Ella explica sus lujos diciendo que vende artículos de perfumería. Pero a ninguna de sus amigas le ha vendido nunca nada. La señora dice que no quiere molestarlas, pero en cierta ocasión una de ellas, por probar si era verdad lo que decía, le pidió que le vendiera uno de sus perfumes, y ella nunca se lo llevó. ¿Qué les parece?

Yo voy a develar ese misterio y para que no haya dudas filológicas lo voy también a desvelar. La señora se dedica al lenocinio, si me es permitido develar el misterio así, tan francamente. Tiene un catálogo de niñas —ya no tan niñas— cuyos servicios ofrece con discreción a caballeros solitarios y a algunos no tan solitarios, pero deseosos de conocer otros jardines aparte del que tienen en su casa.

La comisión que percibe la señora por su intermediación es substanciosa: el 50 por ciento de lo que el caballero paga. Justifica su ingreso diciendo que ella se encarga de todo lo administrativo, y que además por ella no afrontan las muchachas riesgo alguno, pues dispone de una especie de servicio de seguridad para su protección. También da sabios consejos a las chicas, de modo que no expongan su salud ni la de su clientela.

—No hago esto para darme lujos —me dicen que dice esa señora—. Lo que sucede es que mi esposo gana poco. Y esto es el redondeo.

Tiempos difíciles son éstos. Tiempos difíciles son todos. La gente se las ha ingeniado siempre para enfrentar las necesidades de la vida. Por eso no voy a moralizar. Mal podría hacer eso quien, como yo, está necesitado de que lo moralicen y el que lo moralice será un buen moralizador. Diré, sí, que en cosas de la entrepierna todo tiempo pasado fue igual.

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Este hombre joven se llama Komo Keyá. Su nombre nos indica que padece un serio problema de eyaculación precoz. Su caso no es raro: en algunos países hay estadísticas al respecto y se sabe que cerca del 40 por ciento de los varones padecen esa disfunción sexual. Muchos ni siquiera se dan cuenta de que la tienen: piensan que las cosas son así y no se percatan de la insatisfacción de su pareja. Sin embargo la eyaculación precoz es una causa de desajustes matrimoniales más frecuente que la disfunción eréctil. Esta última afección recibe mayor publicidad que la eyaculación prematura, sobre todo a raíz de la aparición del Viagra, cuyo uso es ahora tan común que las instituciones de salud pública han puesto ese producto, y otros semejantes, en el cuadro básico de sus medicamentos. (Nota. En mi ciudad esos remedios no se necesitan, pues las miríficas aguas de Saltillo elevan la potencia de los hombres a la cuarta potencia, por lo menos, aun la de los más valetudinarios y provectos).

Uno de mis cuatro lectores, joven y músico en una orquesta que toca música de la nostalgia, me contó que fue a cierta población a tocar en un baile para personas de la tercera edad. Se rio bastante cuando entró en el baño de señores y vio el suelo tapizado de sobrecitos de Viagra, Cialis y otros fármacos de la misma especie: los maduros bailarines se preparaban para hacer honor al grato compromiso que seguiría a las románticas cadencias de la danza.

Es poco sabido que la eyaculación prematura se presenta en los varones en mayor medida que los problemas de erección. Oiremos más acerca de ella cuando surja un medicamento que la alivie. Antes la disfunción eréctil no se mencionaba y ahora se le cita por su nombre hasta en los anuncios de la televisión. Pero advierto que me estoy apartando del caso de Komo Keyá.

Sufría él ese problema, el de eyaculación temprana. Un especialista en problemas de orden sexual le preguntó:

—¿En qué momento de la relación termina usted?

Respondió el muchacho:

—Entre “¿Cómo te llamas?” y “¿De qué signo eres?”.

Dijo Komo Keyá que su problema era tan grave que cualquier alusión sexual lo hacía terminar. Al oír eso el facultativo no pudo reprimir una exclamación admirativa, y dijo:

—¡Coño!

Al punto el paciente hizo:

—¡Oh, oh! ¡Ughhhhh! ¡Ijjjjjj! ¡Ahhhhhhhhh! —y otros sonidos onomatopéyicos que acompañan al orgasmo masculino.

¡Con sólo escuchar aquella palabra el menso había terminado!

DON CHU

El Padre Peñalosa, querido amigo ya ido con quien jamás hablé, lamentaba que no hubiera ataúdes donde se pudiera estar de rodillas. “Porque hasta muerto —explicaba— seguiría yo arrodillado dando gracias a Dios por tantos beneficios”.

Lo mismo digo yo: nueve vidas podría tener, como los gatos, y las nueve no me alcanzarían para agradecer los incontables dones que de la vida (es decir de Dios) y de Dios (es decir de la vida) he recibido.

Entre esos bienes, lo he dicho muchas veces, está el de ser un cómico de la legua. Comparto la ventura de todos los juglares que en este mundo han sido, desde Micer Berceo, que cantaba para ganarse un vaso de bon vino y para poder folgar con fembra placentera, hasta el irlandés Walter Starkie —con él recorrí el camino de Santiago—, que tocaba en su violín lacrimosas baladas de su tierra y luego pasaba el sombrero entre la gente. Así viajó por toda Europa y escribió luego maravillosos libros que llegué a aprender casi de memoria.

Dime tú, querido lector: de no haber sido yo un caminante ¿habría oído hablar alguna vez de don Jesús Valdez, conocido más bien como don “Chu” —así, sin la ye—, originario y vecino de Huasabas, un pueblo de la sierra de Sonora?

Este señor don Chu era político en la primera era del PRI. Fue alcalde de su solar nativo. Cuando andaba en campaña organizó un mitin, y no asistió a él su compadre más querido. Fue el ausente después a disculparse. Y le dijo don Chu:

—No se preocupe usted, compadre. Me sobró burrada.

En la misma campaña, las fuerzas vivas de Huasabas —las muertas ya pa’ qué— le ofrecieron a don Chu un almuerzo. Las viandas las preparó un jamaiconcito. Así, “jamaicones”, son llamados los homosexuales en la sierra sonorense. Muy modoso se le presentó a don Chu el experto en el arte culinario y con voz atiplada le describió el menú a fin de que escogiera:

—Hay menudo, cabeza, tamales, huevos, enchiladas, tacos, tostadas, quesadillas y frijoles.

Contestó don Chu acomodándose bien en la silla al tiempo que se aflojaba el grueso cinturón para que nada le estorbara la capacidad ventral:

—Así en ese orden está bien.

Don Chu fue electo alcalde. El primer día de su gestión —un primero de enero— fue a saludarlo su compadre, aquel que faltó al mitin. Llegó el señor cubierto con el tradicional sombrero de fieltro, de ala ancha, que usan para las ocasiones especiales los campesinos acomodados de Sonora.

—Descúbrase usted, compadre —le espetó don Chu antes de saludarlo.

Confuso y apenado, el compadre se quitó el sombrero. Y añadió el flamante munícipe para justificar la orden:

—Si no se quita el sombrero por su compadre, quíteselo por esa reata encerada que tengo atrás de mí.

La “reata encerada” que don Chu tenía tras de sí era don Benito Juárez, cuyo hierático retrato presidía por entonces todas las oficinas públicas.

Dime, lector amigo, lectora queridísima: si no anduviera yo en la legua ¿llegaría a tener noticias de gente como don Chu, llena de ingenio y genio popular? No cabe duda: lo mejor para el buen caminante, aparte del camino, es el regreso.

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El rey Jackoff, joven monarca de Sidonia, se veía, pálido, macilento, demacrado, laso, exangüe y enjutado. Los protomédicos de la corte, inquietos por la flaca salud del soberano, acordaron observar discretamente los hábitos del rey a fin de encontrar la causa de su debilidad. No tardaron en dar con ella: los espías de cámara informaron al protomedicato que el inexperto mancebo solía entretenerse consigo mismo en solitarios goces, y lo hacía en modo tan frecuente que sus fuerzas mermaban cada día, y su salud desmejoraba.

Trajeron los doctores al obispo Gaffer, y éste impartió al muchacho las sabias admoniciones de la religión: si seguía incurriendo en aquel pernicioso hábito le saldrían pelos en la mano culpable —o en las dos, si ambas participaban en la falta— y aindamáis se quedaría ciego, o por lo menos bastante miope. Además, remató, el pueblo lo bautizaría con algún mote despectivo, por ejemplo “Jackoff Pulseras”, en vez de decirle “Jackoff el Grande”, “Jackoff el Magnífico”, o cualquier otro de los epítetos que habían acompañado el nombre de sus predecesores de feliz memoria.

El réspice del dignatario no pareció impresionar al desvaído monarca, que —según informes de la policía secreta— no sólo persistió en su inveterata consuetudo (costumbre arraigada), sino arreció en su práctica.

El Primer Ministro, entonces, propuso un remedio radical: en tanto que el joven rey contraía matrimonio, lo cual poco a poco le haría perder interés en la cuestión del sexo, había que ponerle al lado una mujer diestra en las artes amatorias, a fin de que lo rescatara de aquella concentración erótica en sí mismo.

Del reino vecino fue traída una notoria dama, lady Bumpfuzz, de quien se decía era capaz de poner en trance de tumefacción viril hasta al mismísimo David, la marmórea estatua de Miguel Ángel.

Condujeron a la sapiente cortesana a una cámara cuyo mueble principal era un lecho en forma de corazón. Sobre él había espejos venecianos y en su torno las paredes estaban decoradas con picantes dibujos sugeridos por las obras del Aretino. Se dispuso una mesa con viandas que el caballero Casanova y otros conspicuos cipridólogos tuvieron como afrodisíacas: ostras; chocolate de las Indias; vino español amontillado; hueva de esturión aderezada con pimienta y clavo, etcétera. Ya se sabe que, como dijo Terencio, Sine Cerere et Libero friget Venus, sin Ceres y Baco —o sea sin comida y bebida— se enfría Venus.

Llegó el joven rey, fue presentado a la experta mesalina y quedaron los dos en aquel discretísimo aposento. Afuera el primer ministro y el obispo aguardaban con ansiedad el curso de los hechos: seguramente la señora descubriría al rey otros placeres más godibles que aquellos de Narciso a que se dedicaba.

Pasó una hora y como no se oyó señal de ruido el funcionario y Su Excelencia abrieron con cuidado la puerta de la habitación y se asomaron. Lo que vieron los dejó estupefactos: la señora yacía en el lecho, derrengada, y el soberano estaba haciendo lo mismo que consigo mismo hacía siempre. Preguntó, consternado, monseñor:

—¿Qué sucedió, sire?

Y respondió el joven rey sin dejar su ocupación:

—A la señora se le cansó el brazo.

MÁTALAS CALLANDO

Mi historia se llama “Mátalas callando”. También se podría llamar “Mosquita muerta”, o “Del agua mansa cuídame, Señor”. Cualquiera de esos tres títulos le vendría bien al relato, pues se refiere a un hombre que tuvo tres mujeres, y en vida del señor ninguna de ellas supo de la existencia de las otras dos.

No diré el nombre del protagonista, pues aunque ya murió tiene familia que lo sobrevive. Mejor dicho: tiene tres familias que lo sobreviven. Tanta sobrevivencia me obliga a ser discreto. Le daré, pues, al señor un nombre falso. Diré que se llamaba, digamos, don Honorio.

Don Honorio era viajante de comercio. Vivía en Saltillo. Eso es un decir, pues aquí pasaba únicamente tres días de la semana: domingo lunes y martes. Los otros días se la pasaba viajando. Al menos eso le decía a su esposa. Lo cierto es que los miércoles y jueves se iba a Concha del Oro. Ahí tenía otra señora. Y los viernes y sábados se iba a Monterrey, donde completaba la tercia.

Don Honorio era hombre cumplidor, tanto en lo diurno como en lo nocturno. A ninguna de sus tres mujeres le faltó jamás el pan de cada día y tampoco a ninguna le faltó nunca el amor de cada noche. Misterio grande es cómo se las arreglaría don Honorio para mantener tres casas en tiempos —mediados del pasado siglo— en que era difícil sostener una sola. Mayor misterio, sin embargo, es cómo le haría para hacer que sus tres señoras amanecieran, las veces que les tocaba la visita conyugal, barriendo la acera de su casa con una sonrisa de oreja a oreja y canturreando, satisfechas, la canción de moda.

Jamás se enteró nadie de aquella doble vida —triple, más bien— que llevaba don Honorio. Tanto en Saltillo como en Monterrey y en Concha pasaba por ser hombre formal. Traía bien vestidas a sus tres esposas y procuraba la mejor educación para sus hijos. Porque debo decir que con las tres tuvo familia. Y numerosa. Entiendo que su prole pasó de la veintena.

Un día don Honorio viajó a Nuevo Laredo. No sé si fue allá con el propósito de convertir su trío en cuarteto o si sus afanes de comercio lo llevaron a la ciudad fronteriza. El caso es que estando ahí le dio a don Honorio un ataque cardíaco. La camararera del modesto hotel donde se alojaba lo encontró ya sin vida cuando entró a hacer la limpieza de la habitación. El dueño del establecimiento revisó la cartera del muertito y ahí encontró tres direcciones y otros tantos teléfonos. Llamó a los tres para avisar de la muerte de su huésped.

Fue entonces cuando cada señora supo de la existencia de las otras dos, pues las tres acudieron con presteza a recoger el cuerpo de su esposo. Diré en abono de las señoras que ninguna de ellas incurrió en alguna descortesía con las otras. Acordaron que la de Saltillo se hiciera cargo del difunto, pues su matrimonio era el más antiguo y ya se sabe que el primero en tiempo es primero en derecho. Las otras dos asistieron al sepelio con sus hijos y juntos todos lloraron a su marido y padre. Abierto el testamento del finado se encontró que había proveído por igual a sus tres familias. No cabe duda: don Honorio era hombre formal.

Las tres viudas del señor siguieron viéndose. Cada dos de noviembre se juntaban aquí e iban al Panteón de Santiago a dejar sus ofrendas al desaparecido. Todas las tumbas de maridos muertos tenían una corona; la de don Honorio tenía tres.

Por este medio rindo homenaje a su memoria. No apruebo su conducta, no, y menos aún lo envidio. ¿Qué haría yo con 20 hijos? Y dejen ustedes: ¿qué haría yo con tres mujeres? Pero quiero dejar constancia de una frase que don Honorio le dijo a un amigo suyo que tenía el grave defecto de ser moralista. Ese áspero censor le reprochó a don Honorio su infidelidad. Respondió él: “A ninguna de mis tres mujeres le he sido nunca infiel. Cuando estoy con cada una, sólo en ella pienso”. Lo dicho: don Honorio era hombre formal.

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¿Cómo se enteró don Cornífero Astifino de que su esposa lo engañaba? En muchos y muy variados modos los maridos mitrados llegan a conocimiento de los devaneos de su mujer. Un señor, por ejemplo, le reclamó a la suya:

—Me dicen que tienes relaciones ilícitas con un radioaficionado.

Respondió la señora:

—No es cierto. Cambio y fuera.

Lo cierto es que el varón —y en eso lo acompaña la sociedad entera— no es imparcial en tratándose del adulterio. Ve el suyo como travesura y el de la mujer como punible crimen que no se puede perdonar. Es de saberse que tal actitud tiene raíces económicas. (Todo, diría Marx el malo —el bueno es Groucho— tiene raíces económicas). El derecho romano, que no tomaba en cuenta el adulterio del esposo —de Julio César se decía que era “el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos”—, castigaba con rigor el de la esposa, pues su infidelidad podía introducir en la familia al hijo de otro hombre, hijo que —sin derecho— heredaría los bienes del paterfamilias. Pero veo que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él.

Don Cornífero supo que su esposa, con el pretexto de ir a cuidar a su madrecita enferma, se iba todas las noches a ofrecer sus encantos en una casa de lenocinio. Lo hacía a fin de tener dinero para jugar en las maquinitas o ir de compras al otro lado. Cierto día la siguió cautelosamente, y la vio entrar en el local donde ejercía su ilícito comercio. Al primer hombre que pasó por ahí le dijo, suplicante:

—Amigo: quiero pedirle un gran favor. Mi esposa está ahí dentro, bailando “Amor perdido”. Si voy yo a sacarla provocaré un escándalo, y no me gusta la publicidad. Le ruego que con cualquier pretexto la traiga acá afuera. Ya me entenderé yo con ella. Es una mujer alta, delgada; lleva un vestido rojo que parece de terciopelo, pero que en realidad es de nansú. Se lo digo porque yo mismo lo compré.

El tipo entendió la íntima tragedia del solicitante —en ese renglón hay en los hombres una especie de masculina solidaridad—, y obsequió de buen grado la demanda. Entró en el establecimiento, y salió al punto. Iba empujando con violencia a una mujer a la que llenaba de mamporros, guantadas, testarazos, puñetes, mojicones, cachetadas, tortazos, molondrones y trompadas. La dicha fémina era de baja estatura, regordeta, y lucía un vestido azul de popelina.

—¡Oiga! —le dice don Cornífero al sujeto—. ¡Ésa no es mi esposa!

¡Pero es la mía! —ruge hecho una furia el individuo.

¡Ah, cuán cierto es el refrán que dice: “Lo que no has de querer en tu casa lo has de tener”!

SINVERGÜENZADAS

En Saltillo suceden cosas que en otras ciudades no suceden. (También en Chilpancingo, Morelia, Tijuana, Tapachula, Reynosa, Colima y Tehuacán suceden cosas que en otras ciudades no suceden. Y lo mismo en Buenos Aires, Seattle, Nápoles, Melbourne, El Cairo y Singapur).

Muchas de las cosas que aquí suceden no son para contarse. Por eso las cuento. Vean ustedes, por ejemplo, lo que le sucedió a este señor. En los años cincuentas del pasado siglo vino a Saltillo a trabajar y trajo con él a su mujer. Un día este señor que digo oyó hablar de una casa de citas en donde —le dijeron— había señoras de muy buen ver y de mejor tocar. Podía pedirlas a domicilio, como el mandado, a condición de que pagara el carro de sitio —entonces no se decía “taxi”— que llevaba a la señora al lugar del encuentro.

Fue pues aquel señor a un hotel, tomó una habitación y enseguida llamó a aquella casa que le habían recomendado. Pidió que le mandaran compañía al hotel tal, habitación número tal; y luego dejó en la administración dinero suficiente para pagar el traslado de la dama. Hecho eso se puso a esperar la llegada de la susodicha. Hizo el señor sus cálculos: era la media tarde; disponía de buen tiempo. Llegaría a su casa a la misma hora en que siempre llegaba del trabajo. Su mujer no sospecharía nada.

Sonaron de pronto unos discretos toques en la puerta. La abrió el señor, y se vio cara a cara con su esposa. No cabía duda: lo había sorprendido en la maroma.

—¿Cómo supiste que estaba aquí? —le preguntó, azorado.

Ella le respondió con toda calma:

—Te vi entrar en el hotel. ¿Qué haces en este cuarto?

El hombre, aturrullado, no supo qué contestar. Al advertir su turbación le dijo ella:

—Me imagino a qué viniste. Eres un sinvergüenza.

El señor se disponía a echarse de rodillas para pedirle perdón, pero en ese momento llegó el botones del hotel y dijo al hombre:

—Aquí tiene el cambio del dinero que dejó para pagar el carro de sitio que trajo a la señora.

Entonces fue la esposa la que se aturrulló. También ella era una sinvergüenza.

Esta historia me la contó el administrador del hotel en que sucedió el hecho que narré. Ya no supo el final de la historia. Tampoco yo la sé. Y no la sabes tú, por consecuencia. Podemos quizá imaginar ese final. En aquellos años las esposas solían perdonar los pecadillos de sus maridos. “Es hombre”, razonaban, pues desde niñas se les enseñaba que los hombres tenían todos los derechos y la mujer ninguno. Difícil cosa, en cambio, era que el hombre perdonara la infidelidad de la mujer. Ese agravio se consideraba enorme crimen, pues exponía al marido al ludibrio general. Pero ¿qué sucedería si ambos esposos faltaban a la fe conyugal, como en el caso del señor del hotel y la señora del carro de sitio? Quién sabe... Pon tú el final que quieras a la historia. El final que yo he imaginado es un final feliz: ambos esposos se perdonan; el marido sigue con sus aventurillas y la señora sigue contribuyendo con sus escapadas al presupuesto familiar. Pero este final es muy a la francesa y Saltillo —¿necesito decirlo?— no ha sido nunca —y todavía no es— París.

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Este es el cuento del padre de familia y el playboy.

El genitor se presentó, ceñudo, ante el adinerado quita naguas. Le dijo que su hija creía estar embarazada y que también creía que él era el responsable de su gravidez. Replicó, cachazudo, el seductor:

—Veo que su hija es muy creyente. Y en cierto modo comparto su creencia: bastantes oportunidades me dio ella para ponerla en estado de preñez.

—¡Le exijo a usted que le responda! —bufó el padre.

—¿Cómo puedo responderle —opuso el otro— si no me ha preguntado nada?

—No salga usted con evasivas —se indignó el paterfamilias.

El tenorio se encrespó, y habló con altivez:

—En estos casos, señor mío, jamás he echado mano de evasivas. Si me pide usted que responda del embarazo de su hija le diré que el culteranismo es un estilo literario que se caracteriza por el uso atrevido de metáforas, la continua transposición de las palabras y el empleo quizá abusivo de alusiones mitológicas.

—Eso no viene a cuento —respondió el señor—. Y menos lo de las metáforas, que en estos tiempos ya ni se usan, golondrinas ausentes del cielo literario. Si es usted hombre dígame cómo hará frente a su responsabilidad.

—Hombre soy —dijo el burlador—, aunque sin fanatismos. Le hago, pues, un honroso ofrecimiento acorde con la época crematística en que nos ha tocado vivir. Si en efecto su hija está embarazada y da a luz una niña, le daré dos millones de pesos. Si es niño, le entregaré un millón. En cualquiera de los dos casos le haré llegar a usted un automóvil último modelo para ayudarlo a llevar el peso de su inquietud paterna.

Después de una pausa dice el severo genitor:

—Oiga: y en caso de que no esté embarazada ¿podría usted darle otra oportunidad?

NO SE CONFUNDA USTED

Hace algunos años un señor de Monterrey estaba esperando el autobús en una esquina. Se hallaba parado sobre la tapa de una alcantarilla. En ese preciso instante a la tal alcantarilla se le ocurrió hacer explosión por la acumulación de gases. El infeliz salió disparado. Habría sufrido a lo mucho algunos golpes si no es porque fue a dar contra los cables de una línea de alta tensión. Al caer ya venía muerto; se había electrocutado. Y la cosa no acabó ahí: pasó entonces el autobús que esperaba y lo atropelló. De veras: hay cosas imposibles que sin embargo suceden.

Otras hay que no son trágicas, como ésa, sino cómicas. Por ejemplo, lo que a un cierto amigo mío, también de Monterrey, le sucedió. Fue a comer a un restorán y pagó con tarjeta de crédito. Ya de regreso en su casa se dio cuenta de que no le habían devuelto la tarjeta. Buscó en el directorio el teléfono del restorán, y marcó el número.

—¿Bueno? —le contestó una voz sombría.

—Páseme por favor con el señor de la caja —solicitó mi amigo.

—¿Cómo dijo? —preguntó la voz, queda.

—Que me pase con el señor de la caja.

Una pausa, y en seguida la voz, igualmnte en tono grave:

—No le entiendo, señor.

—¿Cómo que no me entiende? —se impacientó mi amigo—. Le estoy pidiendo que me pase con el señor de la caja.

—Oiga —le dijo entonces la voz—. No esté jugando, por favor. Eso no se puede.

—¿Por qué? —empezó mi amigo a irritarse.

—Pues porque no se puede —le replicó la voz—. Si quiere le paso a algún empleado.

—No —insistió mi amigo con enojo—. Yo quiero hablar con el señor de la caja.

—Si gusta le paso a algún familiar —ofreció el de la voz.

—Le repito que quiero hablar con el señor de la caja —repitió mi amigo ya enojado.

—Por favor no moleste —le pidió el otro—. Voy a colgar.

—¿Cómo que va a colgar? —se enfureció mi amigo—. ¿A dónde estoy hablando?

—A la Funeraria Tal —le contestó el de la voz—. Se está velando aquí un difunto. ¿Y quiere usted que le pase al señor de la caja?

Colgó la bocina mi amigo, avergonzado. Volvió a consultar el directorio para confirmar el número del restorán y luego lo cotejó con el de la funeraria. Los números eran iguales, salvo por un dígito. Se había equivocado; por marcar el número del restorán marcó el de aquella empresa de pompas fúnebres. Con razón no lo podían pasar al señor de la caja.

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¡Cuántas cosas no se usan ya; ah cuántas cosas!

Desapareció la garrocha, aquel largo carrizo con el cual se quitaban las telarañas que la hacendosa araña costurera tejía en los rincones del alto techo de las casas.

No se usan ya los huevos de madera que empleaban las mujeres para zurcir los calcetines de sus esposos e hijos.

Cayó en desuso también la bacinica —con perdón sea dicho—, igualmente nombrada borcelana, nica, taza de noche, perica, o necesaria. (Doña Panchita, señora de rancia prosapia saltillera, consideraba insufrible vulgaridad citar ese adminículo y para referirse a la bacinica decía “el tibor”).

¿Qué se hizo la vara de varear, usada por hoscos y silenciosos vareadores para tundir mil veces la lana de las almohadas y colchones, que dos veces al año se sacaba a orear y vareándola se le quitaba lo apretado y quedaba otra vez muelle y esponjada?

¿Qué fue de la armoniosa melodía del caramillo cantado por María Enriqueta, la alondra de Coatepec, aquél con que el afilador de tijeras y cuchillos anunciaba su paso por la calle?

¿Dónde está la lámpara “de Aladino”, que tenía esbelto tubo de cristal y capuchón inconsútil, a cuya clara luz hacíamos la tarea en las noches de apagón, frecuentes en tiempos de la Segunda Guerra? Había que ahorrar energía eléctrica y a los niños nos alegraba hacer nuestros deberes a la luz de una lámpara de petróleo, pues de ese modo contribuíamos a derrotar a Hitler.

¡Ah, nostalgia! De no ser por ti el pasado sería tan prosaico y tan gris como el presente. (Si nos ponemos tristes al evocar los días del ayer no es porque las cosas ya no sean lo que fueron: es porque nosotros ya no somos los que fuimos).

¿Recuerda alguno de mis cuatro lectores las bolsas de agua caliente? En cada casa había por lo menos una. Servían esas bolsas para calentar la cama antes de meterse en ella en las noches de frío. Se usaban también para aliviar los cólicos de la mujer o para hacer menos intensos los dolores de la ciática. (“Mi esposo no lo puede recibir. Estuvo toda la noche con una ciática que no lo dejó dormir”. “Entiendo, señora. Esas orientales son tremendas”).

La tía Lola, señorita de las de antes, explicaba por qué nunca se casó:

—¿Para qué necesito un marido? —decía—. Tengo un perico que me grita, un perro que me gruñe y para las noches frías una bolsa de agua caliente.

Pero estoy divagando. A lo que voy es a contar que Babalucas fue de visita a la ciudad y se alojó en casa de un amigo que por esos días iba a salir de viaje. Se consternó al advertir que había olvidado poner en la maleta su bolsa de agua caliente.

—La necesito mucho —le dijo muy apurado a su anfitrión—. Sin ella no puedo dormir, porque no logro conciliar el sueño si tengo los pies fríos. En mi casa, antes de ir a la cama, caliento agua hasta que hierve; la vierto con un embudo en la bolsa; me la pongo en los pies y así duermo muy bien.

—No te preocupes —lo tranquilizó el amigo—. Tengo un gato persa, morrongo grande y de pelaje espeso y suave. Póntelo en los pies por las noches. Como el gato es manso y tranquilo hará la misma función de tu bolsa de agua caliente. Prueba esta noche, y veremos si funciona lo del gato. Si no, quizá en alguna farmacia encontraremos alguna bolsa como la tuya.

A la mañana siguiente Babalucas se apareció en la cocina donde su amigo estaba preparando el café. El dueño de la casa se espantó al ver a su visitante. Babalucas tenía el rostro tinto en sangre, y surcado por terribles arañazos que le dejaron la cara como cuera tamaulipeca: hecha tiras.

—¡Fuego de Satanás! —exclamó el amigo, que en su juventud había leído novelas de Salgari—. ¿Qué te sucedió?

Responde con pesaroso acento Babalucas:

—No me dijiste la verdad cuando afirmaste que tu gato era manso y tranquilo, y que podría hacer las veces de mi bolsa de agua caliente. Aunque la mala bestia opuso resistencia, logré al fin meterle el embudo. Pero cuando empecé a echarle el agua caliente ¡mira cómo me dejó!

EL PADRE JÁUREGUI

¡Cuántas cosas se cuentan de aquel buen padre Jáuregui! Ejerció su ministerio sacerdotal sobre todo en Saltillo y Piedras Negras y en ambas poblaciones dejó felicísima memoria por su bondad afable y por sus ocurrencias.

Yo las oí contar en las sabrosas charlas de la sobremesa familiar. Mi tío Alberto recordaba con regocijo la ocasión aquella en que una cierta dama de la mejor sociedad saltillera se estaba confesando con el padre Jáuregui. De pronto el buen sacerdote salió del confesonario como impulsado por un fuerte resorte al tiempo que daba voz a una sonora declaración de escándalo:

—¡Ah, bárbara! ¡Déjame ver quién eres!

Es cosa seria el apostolado de la nalga. Así se llama en argot sacerdotal la ardua tarea de oír las confesiones de los fieles. Ciertamente se necesita mucha caridad cristiana para no perder la paciencia ante tanto dislate de los fieles. En Guanajuato me contaron de aquel señor cura de carácter firme. Cierto día un individuo le confesó una culpa:

—Me acuso, padre, de que ando diciendo que usted es muy pendejo.

—A lo mejor lo soy, hijo —respondió con bondad paternal el sacerdote—. Te perdono de todo corazón que hayas dicho eso de mí. Quizá dijiste la verdad. De penitencia reza tres padrenuestros, y ve mucho a tiznar a tu madre.

A otro confesor lo importunaba una cáfila de beatas que lo buscaban todos los días para contarle en confesión sus escrúpulos y tiquismiquis de conciencia. Se libró de ellas poniendo en la puerta del templo un gran letrero:

“CONFESIONES PARA MUJERES: De lunes a viernes, adúlteras, borrachas y chismosas. Los sábados, confesión normal”.

En adelante tuvo libre toda la semana.

Un padrecito hubo que utilizaba ejemplos reales para ilustrar sus homilías.

—El pecado, hijos míos, es muy feo. A ver, don Fulano —le pedía a un hombre que estaba en una de las bancas delanteras—, póngase usted de pie, si es tan amable.

Obedecía el hombre, desconcertado.

—Ahora —le ordenaba el sacerdote— dése usted la vuelta para que lo vea la gente.

Con más confusión hacía el hombre lo que se le solicitaba. Y decía el padrecito:

—¿Ya ven lo feo que es don Fulano? Pues el pecado es más feo todavía.

Otra anécdota se cuenta de aquel buen padre Jáuregui. Debía pasarse todo el tiempo oyendo la confesión de faltas nimias:

—Me acuso, padre, de que le envidio sus matas a mi vecina.

—Me acuso de haber dicho que mi cuñada es intrigosa.

—Me acuso de no haber ido a la Hora Santa.

Y luego los chiquillos:

—Eché una mentira.

—Falté a misa el domingo.

—Desobedecí a mi mamá.

De pronto, entre aquella inane tropa de pecadores veniales, apareció un hombre.

—Me acuso, padre —dijo— de que anoche maté a mi mujer.

—¡Vaya! —exclamó con alivió el padre Jáuregui con voz que pudo oírse en todo el templo—. ¡Hasta que me llegó un pecador como Dios manda!

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—¡Cachirula!

Así le dijo don Astasio a su mujer cuando la sorprendió en agitado trance de entrepierna con un desconocido.

Linda palabra es cachirulo. Nos evoca la figura de un queridísimo artista mexicano, Enrique Alonso, cuyo Teatro Fantástico puso fantasía en la vida de incontables niños y que escogió ese vocablo, “Cachirulo”, como su nombre artístico. Entre otras acepciones del vocablo, cachirulo es la moña que con los colores de su ganadería se pone a los toros de lidia cuando salen al redondel y es también el levísimo juguete que en México llamamos papalote, en alusión al vuelo de la mariposa y que en otras partes se nombra paloma, birlocha, pandorga, barrilete, milocha o volantín; el cometa que los niños —tengan cinco años de edad, u ochenta y cinco— hacen subir por los hilos del aire en cumplimiento de la innata vocación del hombre de alcanzar la altura. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él.

La esposa de don Astasio, Facilisa, acostumbrada a los dicterios que su marido le enrostraba cuando pillábala en aquellas ilícitas refocilaciones, le rogó que le explanara el significado de aquella palabra, “cachirulo”, usada en femenino, pero que no se lo dijera en ese instante, pues de momento estaba muy atareada y no tenía tiempo para ocuparse en gramatiquerías.

—¿De modo —le preguntó, severo, don Astasio— que prefieres el adulterio a la cultura?

—Cada cosa a su tiempo —replicó ella.

—Es cierto —pensó el mitrado esposo, quien recordó el proloquio latino que había leído en la carátula de un reloj antiguo a manera de juego de palabras: “Tempora tempore tempera”. El tiempo alivia de los (malos) tiempos. Se prometió, sin embargo, decirle a su mujer que la palabra “cachirulo” se emplea también para tildar a la persona que tiene relaciones amorosas ilícitas.

SE MIRA RELAMPAGUEAR...

Don Nicolás vive en las afueras de Ramos Arizpe. Tiene una pequeña labor por el rumbo de la salida a Monterrey. En esa tierrita siembra chile.

Don Nicolás no parece de Ramos. Quiero decir que no es trabajador. Los hombres de Ramos Arizpe son muy laboriosos (y las mujeres más). Don Nico es la excepción a esa regla. Y yo no se lo tomo a mal: bien vistas las cosas, al no trabajar expresa su profunda confianza en la Divina Providencia. Si las flores del campo no hilan y a pesar de eso el Señor las reviste de galas mejores que las de Salomón; si las aves del cielo no siembran ni cosechan y aun así el Creador les manda su alimento ¿por qué entonces don Nicolás tiene que trabajar? Ya Dios proveerá.

La esposa de don Nicolás no sabe apreciar la fe de su marido en la bondad divina. Ella quisiera verlo trabajar. Le pide que vaya a la labor, a ver cómo va el chile, pero don Nico retrasa la visita con pretextos peregrinos: debe oír las noticias para saber si hay guerras en el mundo; espera información secreta de Saltillo sobre el destape del próximo gobernador (faltan cinco años para la elección); es el aniversario de la muerte del gran piloto aviador Emilio Carranza y sería grave desacato trabajar en fecha tan solemne.

—Nicolás —le dice de continuo la señora—. ¿Por qué no te vas a trabajar?

—Mujer —responde él dándole otro sorbito a su café—. A nadie le falta Dios.

Y es cierto. Sólo que en este caso la obra de Dios es completada por la esposa de don Nicolás, que se la pasa todo el día haciendo tamales para vender. Si no fuera por esos tamalitos, la Divina Providencia habría tenido problemas para acudir en auxilio de don Nico y poner sobre su mesa el puchero nuestro de cada día.

—Nicolás: ¿por qué no te vas a trabajar?

Y don Nico responde: se cumple un año más de la promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción; es martes, día de mal fario: en martes, hace 40 años, su compadre fue a desyerbar su milpa y se hirió con el azadón en el pie izquierdo. O si no: ¿trabajar hoy, día del equinoccio de primavera?

Pero se le van acabando los pretextos a don Nicolás. Cada vez tiene mayor dificultad para hallar justificante a su pereza. Un día, sin embargo —más bien una noche— encuentra una maravillosa excusa para no ir a trabajar al otro día: está relampagueando juerte p’al rumbo de su labor. Seguramente lloverá esa noche y el campo amanecerá anegado. ¿Qué caso tiene ir?

A la noche siguiente —¡bendito sea Dios!— vuelve el relámpago.

—Míralo, vieja. Ai tá la tronazón, que no me dejará mentir.

La señora se asoma y, en efecto, mira a lo lejos el resplandor. Relampaguea, sí. Relampaguea una y otra vez.

Aquel providente relámpago se repite noche tras noche, sin fallar. Y día tras día lo toma de pretexto don Nicolás para no ir a trabajar. ¿Qué caso tiene? Con tanto relámpago de seguro la labor está inundada.

Y se mete don Nico a su casa, y se mete en la cama muy contento por no tener que ir a trabajar al día siguiente. En el Aeropuerto “Miguel Ramos Arizpe” el faro recién instalado da vueltas y vueltas. Visto desde el pueblo su resplandor parece el de un relámpago.

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Lord Feebledick volvió a su casa en Uppity Hills después de participar en la cacería de la zorra. La jornada estuvo llena de incidentes. La perra que llevó Miss Dumby se hallaba en celo y los perros, en vez de ir tras la presa, fueron tras ella, con lo que la zorra quedó en último lugar en la carrera, incluso atrás de los jinetes que la perseguían. El anfitrión, lord Highrump, ofreció como único refrigerio sándwiches de lengua, y aunque alguien recordó la frase de Dickens en The Pickwick Papers: “Tongue: well, that’s a very good thing when it an’t a woman’s”, lo cierto es que el condumio no fue muy del agrado de lord Feebledick. Regresó, pues, con ánimo desabrido a su finca rural, sólo para encontrar a su mujer, lady Loosebloomers, en refocilación carnal con Wellh Ung, el toroso mancebo pelirrojo encargado de la cría de los faisanes. Requirió milord su rifle de caza, un Pieper de fabricación belga, y con él apuntó al acezante mozallón, que ni siquiera advirtió el peligro en que se hallaba, pues había llegado ya a la fase conocida como “de ojos en blanco”, en la cual no hay regreso posible. (Evoquemos el caso de aquel desdichado hombre que no tenía piernas. Explicaba esa falta diciendo:

—Yo ya estaba llegando; ella ya estaba llegando y el tren ya estaba llegando).

Por su posición en el lecho, lady Loosebloomers sí pudo ver a su marido, y le reprochó con acrimonia su conducta.

—¿No ves que el muchacho está ocupado? —le dijo—. Espera al menos a que acabe su quehacer.

Se sentó, pues, lord Feebledick en un sillón Voltaire, y se entretuvo en revisar si su arma estaba bien aceitada. El trance adulterino llegó bien pronto a su culminación, por la fogosa juventud del amante. Desmadejado por la debilidad que sigue a la culminación de la pasión carnal (“La petite mort” llaman los franceses al orgasmo), Wellh Ung se dejó caer de espaldas sobre el lecho, y entonces sí se dio cuenta del peligro que corría.

Bloody be, gov’nor! —exclamó asustado—. ¡No me dispare, por piedad! ¡Espere al menos al final de mes, para cobrar mi última quincena y dejar algo a mi pobre madre ciega, a quien mi padre abandonó desde antes de nacer nosotros, sus nueve hijos!

Así clamó el desesperado joven. Y añadió suplicante con su acento cockney:

—Be a sport, man!

Replicó, enérgico, lord Feebledick:

—No puedo esperar tanto. A lo más que aguardaré es a que cobres fuerzas para dejar ese lecho que tú y mi babilónica mujer han convertido en revolcadero fornicario.

—¡Ay, Feebledick! —profirió lady Loosebloomers con lamentoso acento—. ¡Qué cosas tan feas dices! ¿Cómo puedes hablar de revolcaderos, si las sábanas son de seda, y de satín la colcha? Anda, deja que el joven se reponga un poco y luego haz tu voluntad.

Se sentó otra vez lord Feebledick en el sillón Voltaire y esperó paseando la mirada por las paredes del aposento, al tiempo que apuntaba con el rifle a las flores del empapelado para probar la mira. Por fin Wellh Ung se sintió con arrestos y dejó el lecho donde se había celebrado aquella indebida coición.

—No te dispararé del todo —le anunció, magnánimo, lord Feebledick—. Tiraré sólo a dar en las partes que te han servido para tu insana refocilación. Y otra ventaja te concederé: abre las piernas y muévete de modo que esas partes adquieran un movimiento pendular. Así el tiro será más difícil. Antes que vengador soy deportista.

UNA HISTORIA DE AMOR (OTRA)

Cuando salgo de viaje la vida me acompaña y me cuenta siempre alguna historia.

Esta vez he ido a un puerto del Pacífico. Me recibe en el aeropuerto un hombre de edad madura y buena presencia, muy alto de estatura. En su automóvil vamos al hotel donde me alojaré. Llegamos, me instalo y bajo a la cafetería donde me espera mi anfitrión.

—¿Qué quiere tomar, licenciado? —me pregunta.

Son las 12 del mediodía. Demasiado tarde ya para un café y demasiado temprano aún para un tequila.

—Voy a pedir una cerveza —digo.

Las 12 del mediodía son la hora perfecta para una cerveza.

Llama el señor al mesero y pide una cerveza para mí y un café para él. Le pregunto:

—¿No me acompaña con otra cervecita?

La respuesta es lisa y llana:

—No puedo tomar cerveza, licenciado. Soy doble A.

El señor me está diciendo que es alcohólico y que pertenece a esa benemérita organización, Alcohólicos Anónimos. Me cuenta su historia:

—Empecé a beber muy joven. Me casé y seguí bebiendo. Llegaron los hijos, y no dejé de beber. Me convertí en alcohólico; no podía estar sin la bebida. Todos los días llegaba ebrio a mi casa. Perdí trabajos; perdí amigos... Peor todavía: perdí el respeto de mi esposa y mis hijos. Poco antes de cumplir 30 años de casados ella me dijo un día: “No puedo ya vivir contigo”. Le pregunté: “¿Quieres el divorcio?”. Ella, llorando, me contestó que sí. Le dije entonces: “Te entiendo. Tienes toda la razón al querer separarte de mí. Pero quiero decirte esto: hoy mismo dejaré de tomar. No te pido que me lo creas, pero lo voy a hacer. Cuando cumpla diez años sin beber voy a buscarte, cualesquiera que sean las circunstancias en que entonces vivas, y te pediré que vuelvas a casarte conmigo”. Me dijo ella: “Que sean cinco años”.

El hombre pide otro café y concluye su relato:

—Ese mismo día dejé de beber. Me costó mucho trabajo; tuve que internarme en una clínica de rehabilitación. Luego ingresé en Alcohólicos Anónimos, y ni una sola semana he dejado de ir a sus sesiones. El mes pasado se cumplieron los cinco años, licenciado. En todo ese tiempo no sólo no he tocado una copa: tampoco he tocado a otra mujer. Y sé que ella tampoco ha tenido otro hombre. Anoche fueron mis hijos y pidieron la mano de su madre para su papá. Ella aceptó. El próximo viernes nos vamos a casar. Y ese día será el más feliz de mi vida, más feliz que aquel en que me casé la primera vez.

Termino yo mi cerveza y no pido otra. Pido un café también. Cuando vi a aquel hombre en el aeropuerto, ya lo dije, me pareció muy alto. Ahora me parece todavía más alto.

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Melvina, romántica doncella, amaba con todas las fuerzas de su corazón —y con fuerzas adicionales provenientes de otras partes menos poéticas de su cuerpo— a Teobaldo, joven trovador que por las noches le cantaba en su laúd tiernas endechas como “O let me weep” y “Love arms himself in Celia’s eyes”, de Purcell. Por desgracia una sombra se abatió sobre la felicidad de los enamorados. ¡Ah, el amor y el dolor van siempre juntos! Bien dice el antiguo proverbio francés: “Aimer n’est pas sans amer”. No hay amor sin amargor. Don Ludovico, padre de Melvina, la prometió en matrimonio a don Adelmo, hombre de edad madura ya, pero de noble estirpe, y dineroso. Esta segunda cualidad hacía que saliera sobrando lo de la noble estirpe. Igual habría podido don Adelmo ser político. Cuando Melvina supo las intenciones de su progenitor le pidió a Teobaldo que la raptara.

—Imposible —respondió el joven trovador—. Mi mula no consiente llevar jinete en ancas. ¿Voy a imponer una carga adicional a esa noble bestia que ha sido mi compañera fiel en todos los caminos de Provenza?

Melvina acudió entonces a su madre, doña Ulrica. Le confesó su amor por Teobaldo y le pidió que la salvara de aquel indeseado matrimonio.

—Hija mía —respondió la alta señora— ¿acaso piensas que el laúd de ese hombre va a darte la felicidad?

—¡Oh madre! —dijo Melvina con tono ensoñador—. Otras cosas tiene él, aparte del laúd, de las cuales he derivado grande gozo.

—Alguna vez no le quedará más que el laúd —repuso doña Ulrica— y ese instrumento de cuerda será lo único que le interesará tocar. Te lo digo por experiencia: a los tres años de casados tu padre abandonó la senda que conducía a mi lecho. De no haber sido por el cochero, el jardinero, el montero, el despensero, el copero, el abacero, el carpintero, el camarero, el pregonero, el cantero, el campanero, el jornalero y el herrero, mi vida en todos estos años habría sido de completa soledad.

—¿Qué me aconsejas entonces, pobre madre mía? —se angustió Melvina.

—No sé qué contestarte, hija —respondió la augusta dama—. El personal se ha reducido mucho últimamente. ¿Por qué no hablas con tu padre? Es un imbécil, lo sabemos, pero en el fondo es malo. Nada pierdes si le confías tu desesperación. Movida por el sabio consejo de su santa madre fue la doncella, y llorando se echó a las plantas de su genitor.

—¡Padre mío! —deprecó gemebunda—. ¡No quiero casarme!

—Yo tampoco quería —replicó don Ludovico—. Si lo hice fue sólo porque tú ya venías en camino. ¡Los sacrificios que uno hace por sus hijos! Pero dime: ¿por qué no quieres desposarte?

Sintió miedo Malvina de confesar su amor por el tañedor de laúd, pues su padre no tenía oído musical, así que profirió con desgarrado acento:

—¡No quiero separarme de mi madre!

Quedó en silencio, entonces, el hidalgo. Después de un rato declaró, solemne:

—Hija mía, lejos de mí la temeraria idea de interponerme en el camino de tu felicidad.

Al escuchar esas palabras una luz de esperanza brilló en el corazón de la muchacha. Añadió el caballero:

—Si no quieres separarte de tu madre, cuando te cases con don Adelmo ¡llévatela!

EL CAFÉ Y LA LECHE

“Tiene fácil el sollozo”.

Así decía Darío de un romántico joven que se ponía a llorar a la menor provocación.

Yo no tengo fácil el sollozo, pero sí el recuerdo. Con cualquier cosa se me abre la espita de la recordación. Eso es cosa de la edad, lo sé. Me pasa que no me acuerdo ya de lo que hice la semana pasada, pero sí de lo que hice aquella tarde —o más probablemente aquella noche— de hace 20 años.

Ayer veía una película en mi casa. La trama comenzaba en el presente y luego retrocedía, por virtud del flash back, a los años cuarenta. Esa ventaja tiene el cine, heredada del teatro del romanticismo. Victor Hugo y sus secuaces se pasaron por el arco del triunfo el viejo principio aristotélico de la unidad del tiempo en la relación dramática. Los autores clásicos disponían de sólo un día para agotar todo el argumento de su obra. Los románticos, en cambio, podían poner: “Primer acto: hoy. Segundo acto: diez años después. Al principio, es cierto, muchos espectadores se salían al terminar el primer acto. ¿Quién iba a esperar una década a que siguiera el segundo? Pero poco a poco aquella libertad acabó por imponerse. Yo actué en obras cuyo autor escribía en el libreto: “PRIMER ACTO. Escena primera: En el presente. Escena segunda: En el futuro, o sea después. SEGUNDO ACTO. 50 años antes de empezar la segunda escena del primero. TERCER ACTO. Cualquier instante de la eternidad”.

Veía en mi casa ayer una película, lo dije, y apareció de pronto una escena en que el protagonista iba a desayunar. Sacó de la nevera un frasco de leche. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía yo, ni aun en película, uno de esos frascos en que se repartía la leche? Eran, naturalmente, de cristal, y se tapaban con una ruedita de cartón delgado, color crema. Recuerdo como una música presente el ruido que hacían aquellos frascos al chocar entre sí dentro de sus cajas de madera con cuadrícula de alambre.

Las señoras dejaban en las ventanas enrejadas las ollas de la leche, y las llenaba el lechero madrugador antes de que luciera el alba. Si nos fijamos advertiremos en la parte alta de esas rejas —muchas quedan aún, afortunadamente, en las casas saltilleras— un gancho de metal o garabato. De ahí pendía una cadenita para colgar la olla y evitar que los aviesos gatos callejeros o los humildes perros sin dueño dieran cuenta del albo líquido. (El albo líquido es la leche).

Ahora, en estos empecatados tiempos nuestros —todos los tiempos han sido empecatados— vamos en camino de acabar tomando un líquido hecho de polvo y agua que poca o ninguna semejanza tendrá con aquella rica leche que daba una gruesa capa de nata, inmarcesible gala de mi gula de ayer. Ya no hay aquí ranchos lecheros. Se van las villas lácteas. Me parece oír el sonar de los antiguos frascos, y una vaga nostalgia me invade el corazón. A fin de disfrutar más esa tristeza —la tristeza es para disfrutarse— me preparo un café. Sin leche, desde luego.

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El trasero de la mujer siempre ha fascinado al hombre. Dígalo si no el abundante nalgatorio de la arqueológica Venus de Willendorf; díganlo también los muy profusos glúteos de la Afrodita Morpho, que inspiraban pensamientos de molicie incluso a los espartanos. Uno de los adjetivos que a Venus aplicaban los antiguos griegos era el de “Calipígica”, que significa “la de hermosas nalgas”.

Aun los bardos, gente de refinada sensibilidad, han sucumbido a ese encanto. Ramón López Velarde, católico poeta, confesaba su devoción por la grupa bisiesta de Zoraida.

Hasta los más circunspectos caballeros se rinden al mórbido atractivo. Sir Neville Chamberlain, primer ministro que fue de la Inglaterra, solemne señor, y mesurado, caminaba cierto día en un parque londinense atrás de una bella muchacha conocida por su ingenio y su cultura, pero dueña también de redondeadas formas. Oyó la joven los pasos tras de sí, y volvió la cabeza para mirar quién la seguía. Se sorprendió mucho al ver a Chamberlain.

—¡Sir Neville! —le reclamó asombrada—. ¿Usted?

—Perdona, linda —respondió él—. Es que no sabía si gozar de la conversación o de la vista.

¡Y eso que era inglés! Muchos hombres se han enamorado de una mujer a primera vista cuando ni siquiera le han visto la cara. Mi abuela Liberata amonestaba a sus hijos varones en edad de buscar novia. Les decía:

—La mujer por lo que valga, no por la nalga.

Con eso les quería enseñar que debían escoger esposa mirando a los valores que tuviera la doncella, no a su belleza física. Los exhortaba:

—Búsquense una muchacha de buen fondo.

—Pero, mamá —oponía mi tío Rubén—. ¿El fondo quién se los ve? (Este tío Rubén, inolvidable, fue padre de mi querido primo, el popularísimo Profesor Jirafales).

Desde luego, aparte de las prendas posteriores hay otras dotaciones femeninas que también seducen. Escribió Anatole France: “Una mujer sin busto es como una cama sin almohadas”.

Las piernas de la mujer encantan igualmente. Se extrañaba Mae West:

—No sé por qué los hombres nos ven tanto las piernas y luego es lo primero que hacen a un lado.

Pero, según demostró Kinsey, a los ojos del varón el atractivo mayor de la mujer es el de la parte sur. ¿Por qué? Siempre he pensado que todo tiene explicación a la luz de la naturaleza. Lo que se aparta de ella no sólo es inexplicable: también es culpa contra la vida. Una competente dotación trasera en la mujer es buen indicio de maternidad. Sin darse cuenta de ello el varón es convocado por esa promesa vital. La naturaleza —que para los creyentes es una forma de nombrar a Dios— puso en la mujer esas fascinadoras carnaduras, primero, para atraer al hombre a la unión con la mujer “—“The tender trap” que cantaba Frank Sinatra— y perpetuar así la especie, y luego como sabio contrapeso que sirva de equilibrio a la madre cuando lleva en su vientre a la criatura. Cosa de biología e ingeniería, pues, y no de estética.

Pero ¿a qué viene esta lucubración sobre las pompas —ricas pompas— femeninas? Sirve de exordio al picante cuento que narraré en seguida.

Un individuo fue al lobby bar del hotel en que se hallaba. Su propósito era tomarse un buen tequila doble. En el extremo de la barra, de pie, estaba una mujer de prominentes atributos posteriores. Quién sabe por qué estaría de pie, si tanto tenía con qué sentarse. El hombre clavó una golosa mirada en el munificente atractivo de la dama. Advirtió eso el cantinero, y con voz hosca le reclamó al sujeto:

—Oiga, amigo, no esté mirando así a esa señora. Es mi esposa.

—Yo no la estoy mirando —contestó el otro.

—¡Y encima lo niega! —bufó el tabernero—. ¡Pero si desde que llegó no le ha quitado la vista de ahí atrás!

—Se equivoca, señor mío —replicó el individuo—. Ha de saber usted que pertenezco a la Legión Condal y quienes a ella pertenecemos no acostumbramos incurrir en semejantes ligerezas.

—Podrá usted pertenecer a la Legión Extranjera —retobó el de la cantina—, pero no ha dejado de ver el trasero de mi esposa. Ya no la esté mirando, o vamos a tener problemas.

Respondió el tipo con actitud de ofendida dignidad:

—Vuelvo a decirle que yo no me rebajo a esas vulgaridades. Mi pensamiento está muy por encima de tales devaneos. Y ya no me esté molestando. Sírvame un teculo doble.

¡DIOS SANTO! ¡SANTO DIOS!

En un lindo poblado de mi natal Coahuila sucedió un acontecimiento extraordinario que quizá no sea histórico, pero sí es verídico. No diré el nombre del lugar, pues cuando hablo de pecados —míos o ajenos— procuro no pormenorizar.

Era una noche de las más cálidas de agosto, poco antes de la vendimia, cuando a eso de las once llegó al cuartel de policía un individuo. Le dijo al jefe de la corporación que en ese momento su esposa —la del individuo, no la del jefe de la corporación— estaba cometiendo el delito de adulterio en el domicilio conyugal. Le pedía que junto con dos gendarmes lo acompañara a fin de sorprender a la pareja “in fajanti”, y que sus agentes sirvieran de testigos oculares.

Más por curiosidad morbosa que por acceder a la petición del ciudadano el comandante llamó a dos de sus elementos —los de mayor edad, para que lo que iban a ver no les ocasionara alguna conmoción de cuerpo que les impidiera cumplir con su deber—, y con el esposo y sus agentes se constituyó en el domicilio del quejoso. Así dijo después el jefe en el parte que rindió. Abrió el marido la puerta y con tácitos pasos entraron los cuatro en la casa, y luego en la alcoba. Lo que vieron no es para ser descrito en estas páginas.

En el lecho marital la esposa del denunciante y un sujeto se estaban refocilando con ardimiento tal que si esa fuerza se hubiese convertido en energía mecánica habría podido mover todos los telares de la fábrica que había en el pueblo. La mujer gritó al ver a los que entraron:

—¡Dios santo! ¡Mi marido!

Gritó su amasio:

—¡Santo Dios! ¡Mi jefe de policía!

Y es que el hombre que estaba con la pecatriz era nada menos que el alcalde del pueblo. Se envolvió el munícipe en una sábana, y como era la única disponible les pidió a los policías que con sus chaquetinas cubrieran a la dama, que quedó así bastante uniformada. Para entonces el domicilio se había llenado de vecinos que entraron como Pedro por su casa a ver lo que estaba sucediendo.

—Perdonen ustedes, señoras y señores —se disculpó con ellos, apenado, el señor alcalde—. ¡Es que soy muy sexoso!

La historia quedó grabada para siempre en los anales de la población. ¡Ah! ¡Cuán cierto es el sapientísimo apotegma según el cual “Los amores de los gatos se oyen, los de los perros se ven, y los de los hombres —y las mujeres— se saben”!

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“La mejor temperatura de la mujer es bajo uno”.

Eso decía Dikeh Tyllib, famoso cowboy que a más de ser machista era disléxico. Nunca contrajo matrimonio Dikeh, pues prefería su pistola, una Colt 44, a cualquier mujer. Razonaba así su preferencia:

1. A la pistola le puedes poner silenciador.

2. Nadie te dirá nada si tienes una pistola en casa y otra para divertirte.

3. Si tu 44 ya no te gusta la puedes cambiar por un par de 22.

4. Tu amigo no se molestará si le dices que su pistola está muy buena, y hasta te dejará que la pruebes.

5. La pistola no ocupa todo el clóset.

6. La pistola funciona todos los días del mes.

7. A la pistola no le importa si te duermes inmediatamente después de haberla usado.

8. Tampoco le importa si tu dedo de disparar es muy pequeño.

9. Una pistola jamás se quejará de que disparas demasiado pronto. Y, finalmente:

10. La pistola nunca buscará otro que la use cuando a ti se te ha acabado ya la munición.

Tillyb era admirador devoto de John Wayne. Afirmaba que moriría con las botas puestas. Una tarde lluviosa se estaba refocilando con la esposa del sheriff de Dumas, un pueblo del Panhandle de Texas. Ella le preguntó de súbito:

—¿Verdad que siempre has dicho que quieres morir con las botas puestas?

—Así es —respondió Dikeh.

—Pues póntelas en seguida —le sugirió ella—, porque ahí viene mi marido.

En otra ocasión conoció Tyllib a una linda muchacha suriana de nombre Tara Lee, cuyo padre era dueño de un rancho ganadero, “The Four R’s, Seven T’s, Nine O’s, Twelve W’s, Fourteen F’s and Twenty Y’s”. Todas las vacas se le morían a este señor, pues insistía en que les pusieran el fierro con el nombre completo de su rancho. Las pobres reses perecían sancochadas cuando les aplicaban el hierro al rojo vivo con aquel nombre tan largo. Dikeh empezó a cortejar a la hija de aquel rico ranchero. Cierto día paseaban por un prado y vieron al toro semental en el momento de cumplir con una vaca el rito natural que perpetúa la especie. El cowboy clavó en Tara una mirada que pretendía ser sensual, los ojos entrecerrados, igual que hacía el Duke, su ídolo, y le dijo con tono sugestivo:

—¡Cómo me gustaría hacer lo mismo!

—Pues adelante —lo autorizó ella—. Nada más ten cuidado con el toro.

Todos en el territorio le alababan a Tillyb su caballo “El Almirante”. Se llamaba así porque —son palabras del vaquero— “la gente se almiraba mucho al verlo”. Y era cierto: los vecinos se hacían lenguas sobre la prodigiosa clarividencia del caballo. El noble bruto jamás se equivocaba al juzgar a las personas: si le mostraban a un hombre inteligente inclinaba con respeto la cabeza; si le presentaban a un tonto dejaba escapar una ventosidad sonora. Y sin embargo Dikeh sostenía que su caballo era un idiota. Relataba:

—Una mañana cabalgaba cerca del Salado y fui atacado por un indio comanche que me clavó una flecha y me dejó por muerto. Le pedí al Almirante que me arrastrara hasta dejarme bajo un árbol, a fin de protegerme del ardiente sol. Al punto el caballo obedeció. Luego le pedí que fuera a traerme agua en mi sombrero, pues me moría de sed. El caballo cumplió la orden. Finalmente le pedí que fuera al galope al pueblo y regresara con un médico. Fue, en efecto. ¡Pero el idiota me trajo un veterinario!

Dikeh conocía bien las costumbres de las pieles rojas. Lo demostró en el curso de una cena en la gran casa de la hacienda Stingy Grove. La anfitriona, atractiva mujer de exuberante busto, relató que cabalgando por el campo fue derribada por su yegua, que escapó luego, desbocada. Afortunadamente pasó por ahí un indio joven, jinete en su caballo y ella le pidió que la llevara de regreso a la hacienda. El indio respondió:

Ogla metushke ompala enkishe klagomula omeletisha da.

Lo cual, en lengua piute, significa: “Sí”. Añadió luego el piel roja:

—Kin.

Lo cual en esa misma lengua quiere decir: “Tome mi brazo; suba en ancas y agárrese bien de mí, pues no asumiré ninguna responsabilidad por lo que pueda sucederle en caso de una caída”.

—Monté en ancas —narró la señora— y me abracé al indio en tal manera que mi busto y la desnuda espalda del joven piel roja quedaron estrechamente unidos. Como sentí que iba a caer me así con ambas manos a la parte delantera de la silla de montar del indio y así pude llegar a mi casa sana y salva.

Acotó Dikeh, flemático:

—Los indios no usan silla de montar.

PAY IT AGAIN, SAM

Pete Gonzalez —el nombre es inventado— murió en la más ridícula forma que se pueda imaginar. Desde luego su muerte no supera la ridícula forma de morir que tuvo el gran dramaturgo griego Esquilo, de quien se dice que pasó a mejor vida cuando en la playa un águila apresó a una tortuga y luego la lanzó desde lo alto contra una roca a fin de romper su caparazón y poder comer su carne. La tal roca no era roca: era la rotunda calva del inmortal Esquilo, que así murió víctima de fuerte tortugazo. La muerte de Pete Gonzalez fue un poco menos risible, pero de cualquier modo fue muerte.

Soldado del ejército de Estados Unidos, regresó vivito y coleando de la guerra de Vietnam. Para celebrar el feliz retorno viajó a su pueblo de origen, uno de Veracruz, costero. En la estación del tren lo esperaban sus papás. Con ellos echó a caminar, feliz de la vida. La plataforma de salida tenía piso de madera. Vio Pete el letrero con el nombre del pueblo, que colgaba sobre ella y en su gozo se propuso saltar para alcanzarlo con la mano. El salto fue mortal. Brincó, en efecto, Pete Gonzalez, y alcanzó el letrero. Pero al caer en el piso de madera las tablas cedieron —Pete estaba muy bien alimentado— y el infeliz cayó al vacío. O no tan vacío, pues por abajo corría una especie de río subterráneo, cloaca o albañal, qué sé yo. Las aguas arrastraron a Pete y no se le volvió a ver. Una tragedia bastante trágica, si me lo preguntan; pero también bastante ridícula, aunque no me lo pregunten.

Pete tenía un hermano loquito que se parecía mucho a él. A la mamá de Pete se le ocurrió una idea. (¿Por qué las ideas salvadoras vienen siempre de las mujeres, si se exceptúa quizás el caso de Eva?). Les dirían a los americanos que el loquito era Pete. La guerra lo había trastornado. Regresaron con él al otro lado —tenían visa— y nadie se cuidó de investigar. Los papás de Pete, que en paz descanse, empezaron a recibir la pensión de veterano de su hijo y otra muy buena cantidad aparte destinada a los gastos de atención del pobre enajenado. Un día éste murió. Los papás se lo llevaron sentado en la camioneta, como dormido, lo pasaron a México y le dieron en su pueblo cristiana sepultura.

Luego se consiguieron ahí mismo otro loquito —la familia se los cambió por la camioneta que llevaban, una Chevrolet 56, color café—, regresaron con él y siguieron cobrando sin problemas la pensión y lo demás. Decía el papá de Pete: “Es a cuenta de lo de Texas”. Se refería al despojo que nos hicieron los americanos cuando la guerra del 47. Mes tras mes se cobraban los cheques.

Pero dichas tan grandes nunca suelen durar. Un día llegó un militar y les dijo en su mal español que el Army había detectado ciertas irregularidades. Iba a tomar las huellas digitales de su hijo para hacer la investigación correspondiente. Los papás de Pete le sirvieron al enviado una limonada —no aceptó una cerveza, pues estaba de servicio— y le pidieron que esperara unos minutos. Quizá tardarían un poco, le dijeron, pues su hijo, pobrecito, estaba un poco trastornado y su manejo no era fácil. Pero siéntase en su casa. Se sentó el investigador.

Entiendo que todavía sigue ahí sentado: tomaron ellos la caja de hojalata donde guardaban sus ahorros —en ningún banco confiaban, no fuera a repetirse lo de Texas—; salieron por la puerta de atrás, fueron a la terminal de autobuses y regresaron a México y a su pueblo. Vivieron vida de reyes —o de presidentes— el resto de sus días.

No sé si esta historia sea cierta. Como me la contaron la conté. Pero buen dinero han sacado los norteamericanos de Texas. Está el petróleo, y está la agricultura, y la pesca, y todo lo demás. También está el dinero que los mexicanos dejamos en los centros comerciales del otro lado. Rebaje de eso el Tío Sam las cantidades que entregó a los papás de Pete Gonzalez, que en paz descanse. A su memoria dedico este texto, que bien podría llamarse “Pay it again, Sam” o, en modo más mexicano, “Pa’ los toros del jaral…”.

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Dulciflor y Gerineldo, recién casados, tenían una frase en clave para decirse, incluso en presencia de la gente, que cuando se encontraran a solas harían el amor. Él le proponía a ella:

—Mi cielo: ¿qué te parece si al llegar a casa jugamos un pokarito?

Dulciflor sonreía: pensaba en el otro juego, considerablemente más divertido que el poker. Una noche fueron a una fiesta. Al regreso ella se sentía cansada, con cierto dolorcillo de cabeza. Gerineldo, en cambio, iba achispado a causa de dos o tres jaiboles que se había tomado y estaba ansioso por gozar el éxtasis de la mutua entrega y posesión. Así, le dice a su adorada la consabida frase:

—Mi amor: ¿jugamos un pokarito?

Dulciflor, como lo dije, estaba fatigada y sufría aquella leve cefalalgia que mencioné igualmente, de modo que respondió, también en términos de poker:

—No. Paso.

Él se mortificó y mucho. Nunca antes había sido rechazado por su esposa en forma tal. Con disgusto se fue a la cama; ella también entró en el lecho. Ni siquiera se dieron las buenas noches; se acostaron espalda con espalda, como águilas alemanas. Allá en la madrugada ella despertó con una extraña sensación de remordimiento de conciencia. Se dijo, pesarosa:

—¡Qué error tan grande cometí! ¡Mi maridito es tan bueno conmigo, tan complaciente siempre; y yo lo hice objeto de un rechazo que seguramente le dolió! Veré si puedo remediar esta equivocación.

Le dio un besito en la frente a Gerineldo, para despertarlo. Nada. Le dio un beso en la mejilla. Nada... Lo besó en una orejita. Nada... Le dio un beso en los labios. Nada... Un beso en el cuello. Nada... Un beso en el hombro. Nada... Un beso en el pecho. Nada... Nada... Nada... De pronto él se dirige a ella con irritado acento:

—¿Qué quieres? —le pregunta—. ¿Por qué me despiertas?

—Mi cielo —le dice ella con su más dulce, humilde voz—. ¿Jugamos un pokarito?

Gerineldo recordó la áspera respuesta que ella le había dado y contestó en los mismos términos:

—No. Paso.

Entonces ella levanta la sábana, le mira la región correspondiente y exclama muy asombrada:

¿Con ese juegazo pasas?

SAN JUAN NEPOMUCENO

Si vas a Praga visitarás por fuerza el puente de Carlos, sobre el río Moldava. Está adornado el puente con una treintena de bellísimas estatuas marmóreas y de bronce. De todas, la más visitada es la de San Juan Nepomuceno, mártir del secreto de la confesión. El rey Wenceslao le ordenó que le revelara lo que la reina le había dicho en el confesonario. Cuando aquel sacerdote se negó el monarca ordenó que lo arrojaran desde el puente a las heladas aguas del río. Con eso alcanzó San Juan la palma del martirio.

En Saltillo tiene iglesia. Fue de jesuitas el templo de San Juan Nepomuceno; así lo muestra la recia fábrica de arquitectura neoclásica. Su feligresía era aristócrata; las mejores familias de la ciudad oían misa ahí. Junto al templo se hallaba la casa parroquial y anexo un salón de actos cuyas ventanas daban a un pequeño jardín sin galas de jardinería. Se llegaba ahí por un zaguán. Había una salita a donde la gente iba a adquirir la milagrosa agua de San Ignacio. Se usaba esa agua para rociar las casas y librarlas de maléficas presencias. Cuando —¡por fin!— don Manuel y doña Matilde, protestantes, se fueron del rancho San Francisco, mi tía Crucita regó con agua de San Ignacio el jacal en donde habían vivido. Yo, niño aún, no entendí aquel exorcismo. Don Manuel era amable y bondadoso; doña Matilde me sonreía al pasar. Pero eran protestantes, y nos estaba prohibido hablar con ellos.

Todos los primeros viernes los niños del colegio íbamos a misa y comulgábamos en San Juan Nepomuceno. Antes debíamos confesarnos. Había dos sacerdotes: uno era el padre Quiñones; otro el padre Secondo. Al primero todos le teníamos miedo; al Secondo no. El padre Quiñones era áspero, ceñudo. Raro que fuera así: le gustaba la música, y dicen que este arte suaviza toda ferocidad. Temíamos confesarnos con él, pues imponía severas penitencias: 20 padresnuestros y 20 avemarías.

En cambio el padre Héctor Secondo era todo bondad, todo dulzura. Su voz se oía apagada: estuvo en las trincheras de la Primera Guerra y aspiró gases asfixiantes. Tenía fama de santidad; se decía que varias veces obró el milagro de la multiplicación de las hostias: vacío ya el cáliz —lo vieron así muchos— él seguía sacando del copón hostias y más hostias hasta que todos comulgaban. Gran prodigio.

Una vez me confesé con el padre Secondo. Estaba yo en segundo o tercer año de primaria. Oyó aquel buen sacerdote la tímida relación de mis infantiles culpas y luego puso en mí su mirada bondadosa. Yo era flaquito, desmedrado.

—De penitencia —me dijo— te vas a tomar todos los días una taza grande de chocolate con dos piezas de pan de azúcar.

En mis recuerdos el Colegio y el templo de San Juan Nepomuceno están unidos. Si alguien me hubiera dicho que alguna vez no habría risas y gritos de chiquillos en el patio del antiguo edificio colegial y que en San Juan no habría ya jesuitas, hubiese dicho yo: “Será que el mundo se ha acabado”. No se ha acabado el mundo; aquí está todavía y en él nosotros, a Dios gracias. Otras iglesias hay, y otros patios donde los niños ríen y gritan. La vida, como las hostias del padre Secondo, también se multiplica. Gran prodigio.

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La historia que voy a contar enseguida es una extraña historia. Cualquier moralista dirá que es inmoral y sin embargo tiene una moraleja. He ahí el mejor fruto de la inmoralidad: nos hace ver las bondades que tiene la moral. Lean, pues, mis cuatro lectores la singular narración que viene ahora, y aprendan la moraleja en que concluye.

Un hombre llamado Pitoncio llevaba una vida de crápula y libertinaje. Cansado de vivir así decidió sentar cabeza. Buscó una linda chica, decente, de buenas familias, se puso de novio con ella y poco tiempo después le propuso matrimonio. Los padres de Rosilí —así se llamaba la muchacha— no se decidían a aceptarlo: conocían su pasada vida de hombre mujeriego. Finalmente cedieron a las instancias de su enamorada hija y dieron su autorización para que el matrimonio se llevara a cabo. Pitoncio, sin embargo, empezó a notar algo raro: la mamá de su novia, mujer todavía joven, y tan atractiva o más que su hija, lo veía con mirada sugestiva. Su experiencia de seductor lo llevó prontamente a una conclusión: la bella señora le estaba coqueteando. Si alguna duda tenía de eso, toda incertidumbre se disipó cuando unos días antes de la boda la madre de la muchacha lo llamó por teléfono.

—Pitoncio —le dijo—. Quiero revisar contigo algunos detalles de la fiesta. Rosilí no está en casa; mi marido tampoco; de modo que dispondremos de un par de horas para hacer eso... y quizá algunas otras cosas más.

Se dirigió Pitoncio, pues, a la casa de su prometida. La guapa mujer lo recibió con un abrazo y un beso tentadores y lo condujo a la sala. Ahí le ofreció una copa y puso música suave en el estéreo. Luego se sentó junto a él y le tomó las manos.

—Escúchame —le dijo—. Seguramente habrás notado que me atraes mucho. También me he dado cuenta de que mis encantos no te son indiferentes. No soy mujer que oculte sus deseos: me gustaría pasar un rato contigo. Nos encontramos solos; podemos dar libre curso a nuestros sentimientos. Lo haremos por primera y última vez; esto no se repetirá. Piensa en mi proposición mientras terminas tu copa. Yo iré a la recámara a prepararme para recibirte. Si tu deseo coincide con el mío, sube. Si no, simplemente vete y haremos como si nada hubiera sucedido.

Así diciendo la hermosa dama subió por la escalera con voluptuosos movimientos. Pitoncio quedó ahí, atónito, alelado. Se recuperó luego de su estupor y salió de la casa a todo correr. ¡Sorpresa! En el jardín estaba el padre de su novia. El señor lo abrazó, conmovido, y le dijo con voz llena de emoción:

—¡Pitoncio, hijo mío, has superado la prueba! Debes saber que mi esposa y yo te pusimos una trampa. Si hubieses caído en ella habríamos sabido que eras el mismo de antes. Pero resististe la tentación y huiste de ella. Has demostrado así que eres un hombre nuevo. Mereces por tanto ser el esposo de nuestra hija. ¡Bienvenido seas a la familia!

Aquí acaba la historia. Como mis cuatro lectores pueden ver, tiene final feliz. Espero que la hayan disfrutado. ¿Y la moraleja? Ah sí; se me olvidaba. La moraleja es ésta: siempre deja tus condones en el coche.

LA HUELLA

Don Patrocinio, rico hacendado, tenía una sola hija, muchacha muy hermosa, heredera de toda su fortuna. Mimí, que así se llamaba la agraciada joven, era cuidada por su padre con celoso esmero. Pero vino a suceder que Mimí se enamoró de Miguelón, el gallardo vaquero de la hacienda. Y como los dos sabían que don Patrocinio no permitiría jamás que se casaran, decidieron huir juntos.

Una noche así lo hicieron. Y cuando don Patrocinio, a eso de las once de la mañana, terminaba de almorzar en el gran comedor de su casona de la hacienda, el más viejo de los criados entró tembloroso.

—Señor —le dijo dándole vueltas nerviosamente al sombrero—, la niña Mimí no está en su cuarto.

—¿No está en su cuarto? —frunció el ceño el viejo.

—No, amo —respondió el criado—. Y tampoco está en la casa.

—¡Pues búsquenla! —ordenó molesto don Patrocinio—. ¡Que venga a desayunar!

—Amo —siguió el anciano sin atreverse a levantar la vista—: tampoco aparece el Miguelón.

—¿Qué estás diciendo? —se puso en pie el hacendado.

—Señor —balbuceó el fiel criado—. Se me hace que se juyeron.

—¡Imbécil! —estalló don Patrocinio—. ¿Cómo te atreves a decir eso de mi hija?

En eso entró angustiada doña Encarnación, la madre de Mimí.

—¡Patrocinio! —gritó desesperada—. ¡El Miguelón se llevó a nuestra hija!

—¡Ira de Dios! —rugió el hacendado—. ¡Rápido! ¡Ensillen los caballos y vamos a buscarlos antes de que suceda algo irreparable! ¡Traigan al jueyero Simón, para que nos diga por dónde se fueron!

Lo caballos fueron ensillados de inmediato y a toda prisa llegó el jueyero Simón, el mejor seguidor de huellas de toda la comarca. Después de examinar el terreno a la salida de la hacienda dijo:

—Por aquí se fueron, amo.

—¿Estás seguro que son ellos? —preguntó don Patrocinio, todavía con esperanza de que aquello no fuera verdad.

—Estoy seguro, amo —replicó Simón—. Mire: las patitas de la Mimí y las patotas del Miguelón.

Echaron a cabalgar y poco después dictaminó el jueyero al tiempo que examinaba el terreno.

—Por aquí pasaron.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta don Patrocinio.

—Mire usted —dice el jueyero—: las patitas de la Mimí y las patotas del Miguelón.

—¡Pues adelante! —dice el hacendado—. Ya tenemos la huella y podemos alcanzarlos. ¡De prisa, no sea que lleguemos cuando ya sea demasiado tarde!

Siguieron la pista, conducidos siempre por el hábil huellero. Iba éste paso a paso, deteniéndose de vez en cuando para ver de cerca alguna ramita, o para mirar el suelo con cuidado.

—¡Aquí está otra vez la huella! —dijo Simón—. Mire usted, amo: las patitas de la Mimí y las patotas del Miguelón.

—¡No te detengas! —ordena el patrón—. ¡Vamos, antes de que sea demasiado tarde!

El jueyero Simón siguió buscando ávidamente cualquier señal del paso de los fugitivos. Don Patrocinio, nervioso, mordía el puro y apenas sí podía contenerse para no estallar. ¡Su hija, su tesoro más amado, la prenda que él reservaba para un matrimonio ventajoso que le permitiría a él aumentar sus dineros y sus tierras, había huido con un miserable pobretón sin apellido y sin fortuna! ¡Rápido! A lo mejor todavía era tiempo de evitar el desaguisado. Por fortuna iba guiándolos el jueyero Simón, y él siempre localizaba la pista.

—¡Mire, amo! —volvió a decir Simón—. Aquí estuvieron. Ahí tiene usted: las patitas de la Mimí y las patotas del Miguelón.

—Pues sigamos —dijo don Patrocinio.

Y siguieron, el hacendado y sus acompañantes en un silencio lleno de tensiones, el jueyero Simón pegado a la pista como un sabueso. De pronto se detuvo, y una mirada de desolación le apareció en los ojos.

—Demasiado tarde —murmuró afligido—. Ya sucedió lo que tenía que suceder.

—¡Mientes, bellaco! —clamó con iracundia el hacendado—. ¿Por qué dices eso? ¿Estás viendo otra vez las patitas de la Mimí y las patotas del Miguelón?

—No, —responde tristemente el jueyero Simón—. Estoy viendo las rodillitas del Miguelón y las pompotas de la Mimí.

 

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El nombre de esta garrida moza es Arapía. Arapía es una moza muy garrida. Garrida moza es Arapía. (Nota: estoy tratando de escribir como Azorín, con prosa de pan rallado, según dijo Borges una vez. Pero mejor vuelvo a mi estilo, que consiste en no tener ninguno). Arapía tiene un enamorado: Meñico, joven lugareño. En tanto que Arapía es alta como elevado pino, el muchacho es de estatura parva. Levanta apenas dos varas del suelo, y aquí cada vara cuenta 71 centímetros. Meñico aspira a casarse con la bellísima doncella. Lo animó una frase de su madre. Cuando él le habló de la gran diferencia de estaturas que había entre Arapía y él, la señora lo animó diciendo:

—Anda, hijo: con que los centros se junten, aunque los olanes cuelguen.

Menos comprensivo se mostró su padre, hombre cerril y de sentidos romos. Él comentó:

—Vas a parecer lagartijo en peña.

Sin embargo pudo más la consideración materna y el petiso siguió adamando a la muchacha. Una noche salieron a pasear los dos. La noche era lunada. A la salida del pueblo él le pidió un beso.

—Está bien —concedió Arapía. Y ofreció los purpurinos labios al anheloso enamorado.

Se empinó Meñico todo lo que pudo; se alzó sobre las puntas de los pies, y ni siquiera llegó a la región umbilical de la elevada joven. Por fortuna en ese momento estaban frente a la fragua del herrero. Meñico trepó al yunque. Así pudo alcanzar el cielo de su felicidad y dio a su amada el ósculo deseado. Siguieron el paseo; fueron los dos por la vereda que llega hasta el molino. Tres horas habían caminado ya. Ahí pidó Meñico:

—¿Puedo besarte otra vez?

¡Ah no! —protestó la zahareña moza—. Un beso ya me diste; es suficiente.

—¡Uh que la! —exclama Meñico con enojo—. ¡Si he sabido no vengo cargando el desgraciado yunque!

SE VENDEN MARIDOS

Esta historia, ¿es verdadera? No lo sé. Algunos la dan por buena; otros la juzgan mentirosa. Yo digo que ni siquiera la pura verdad es verdad pura. Juzguen mis cuatro lectores si el relato es apócrifo o no.

En cierta ciudad se abrió una tienda donde las mujeres podían comprar marido escogiéndolo entre una gran variedad de hombres. La tienda constaba de seis espaciosas salas numeradas del uno al seis. Los atributos, cualidades y virtudes de los hombres que en ellas se encontraban iban aumentando conforme se avanzaba por las sucesivas salas. En cualquiera de ellas las mujeres podían seleccionar esposo. Había, sin embargo, dos condiciones que las clientas se obligaban a cumplir. Primera: sólo podían entrar una vez en la tienda. Segunda: podían escoger marido en cualquiera de las salas, o podían elegir pasar a la siguiente sala, pero no se les permitía volver sobre sus pasos: una vez hecha su elección debían salir forzosamente por la puerta de la sexta sala.

Como es fácil suponer, una ingente multitud de mujeres se agolpó frente a las puertas del establecimiento el día de la inauguración. Se habían repartido previamente boletos numerados y el personal de la tienda hizo pasar a la clienta que tenía el número uno.

Entró la mujer y fue conducida a la primera sala, en cuya puerta había un letrero:

“Los hombres de esta sala muy guapos”.

Pensó la clienta que aquella cualidad por sí sola no era suficiente para escoger marido. Pidió, pues, que la llevaran a la segunda sala. En la puerta vio este letrero:

“Los hombres de esta sala son muy guapos y son además románticos y detallistas con sus esposas”.

La mujer se dijo que tampoco eso era bastante. Hizo que la condujeran a la tercera sala. Ahí el letrero decía:

“Los hombres de esta sala son muy guapos y son románticos y detallistas con sus esposas, pero además no tienen vicios; son honestos y decentes”.

Pensó la clienta que las cosas iban mejorando. Consideró, sin embargo, que tampoco eso daba la medida del marido ideal. Pidió por tanto que la llevaran a la cuarta sala. Su puerta ostentaba este letrero:

“Los hombres de esta sala son guapos, románticos y detallistas con sus esposas; no tienen vicios; son honestos y decentes y además son trabajadores, responsables y excelentes proveedores”.

¡Fantástico! dijo la mujer para sí. Pero algo mejor debía haber aún, pensó. Así, pidió que la llevaran a la quinta sala. El letrero de la puerta decía:

“Los hombres de esta sala son guapos, románticos y detallistas con sus esposas; no tienen vicios; son honestos, decentes, trabajadores, responsables, excelentes proveedores y además les gustan los niños, ayudan en los quehaceres de la casa, no piensan nunca en ninguna otra mujer, no salen con sus amigos, no juegan dominó ni golf, no ven el futbol en la televisión, jamás olvidan el cumpleaños de su esposa ni su aniversario de bodas y van a la iglesia”.

¡Caramba! ponderó la clienta. ¿Qué más podía pedirse en un hombre? ¡Los de la quinta sala eran la perfección viviente! Debía escoger uno de aquí, consideró. Pero estaba todavía la sexta sala. ¿Por qué conformarse con uno de la quinta? Pidió, pues, que la llevaran a la siguiente sala, y entró en ella. Para su sorpresa la encontró vacía. En la pared sólo había un letrero que decía:

“Tenemos 100 mil tiendas como ésta en todo el mundo, para que las mujeres puedan escoger marido. Usted es la visitante número 456.780.965. Sin excepción todas han llegado hasta la sexta sala, donde, como ve usted, no hay ningún hombre. La sala existe sólo como prueba de que ningún hombre puede reunir todas las cualidades que una mujer espera hallar en su marido. Gracias por su visita”.

¿Es cierta o falsa esta historieta? Decídanlo mis cuatro lectores (y lectoras).

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ANOTACIÓN EN EL DIARIO DE ELLA: “Sufro intensamente. No sé qué pensar de él. Desde que lo vi anoche lo sentí extraño. Parecía ausente; lo noté lejano. ¿Habrá dejado de quererme? Si así es no podría yo seguir viviendo. Casi no habló. Pensé que eso se podía deber a que llegué cinco minutos tarde a nuestra cita; pero él seguía sin hablarme, como metido en sí mismo y supe entonces que su silencio debía tener raíz más honda. ¿Qué podrá ser? Le pregunté por qué estaba así, y pareció no oírme. Le dije: ‘¿Qué te pasa?’. Me respondió con una sola palabra: ‘Nada’. Quise saber si había hecho yo algo para ponerlo así. ‘No tiene qué ver contigo’, me contestó. Y volvió a callar. En el coche, camino ya a su departamento, recliné la cabeza en su hombro y murmuré con ternura: ‘Te amo’. Él ni siquiera dijo: ‘Yo también’. Sentí que el corazón se me oprimía. ¿Cómo explicar su conducta? Cuando llegamos al departamento no me abrazó ni me besó, como acostumbra. Tampoco tomamos una copa, ni conversamos. Estaba yo a punto de romper en llanto, porque tuve de pronto la íntima certidumbre de que lo había perdido, pero entonces él me tomó del brazo y me condujo a la recámara. Ahí me hizo el amor con la misma intensidad de siempre. Y sin embargo al terminar no me abrazó, ni tuvo para mí palabras dulces. Fijó la mirada en el techo y se perdió otra vez en sus propios pensamientos. En la penumbra de la habitación me puse a llorar. Las lágrimas corrían por mis mejillas y hube de contener los sollozos que me salían del corazón y la garganta. Poco después él se quedó dormido. Entonces me vestí en silencio y salí a la calle. Tomé un taxi, y lloré todo el camino. Ahora, en la soledad de mi cuarto, me pregunto qué voy a hacer. ¿Debo alejarme de su vida para siempre? ¿O debo echarme de rodillas a sus pies y pedirle perdón por algo que hice y que no sé qué fue? ¡Dios mío, ayúdame a entender su conducta de anoche! ¡Dime por qué estuvo tan callado; por qué casi no habló; por qué se veía tan triste! Yo lo único que sé es que sufro, que sufro como nunca y que seguramente sufriré así el resto de mi vida”.

ANOTACIÓN EN EL DIARIO DE ÉL: “Perdió el América. Pero al menos me eché un buen palito”.

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El veterano de la guerra se reunía todas las tardes en el bar con sus amigos para tomarse unas cervezas. Cierto día llegó acompañado por un compañero suyo de la guerra al que le faltaban los dos brazos. Se sientan ambos.

——¿Qué va a tomar? —pregunta el cantinero al veterano.

—Lo de siempre, Ganimedes —responde éste—. Una cervecita.

—¿Y el señor? —pregunta el cantinero al que le faltaban los brazos.

Antes de que éste pudiera contestar dice el veterano:

—Nada; él no va a tomar nada.

Los amigos se quedan estupefactos, pues estaba claro que el pobre hombre iba a pedir algo cuando el otro se le adelantó.

—Oye —le dice uno en voz baja—. Cómo eres caón. Deja que pida lo que quiera.

—Está bien, —concede el veterano—. Que pida una cerveza, pero nada más.

Se la traen y el veterano le ayuda a beberla llevándole a los labios la botella. Poco después piden otra ronda.

—A él no le sirvas —ordena el veterano al mesero.

Otra vez la discreta protesta de los amigos:

—¿Por qué no lo dejas que tome? Pídele otra cerveza.

A regañadientes el veterano acepta que a su compañero le traigan otra cerveza y en la misma forma lo ayuda a que se la tome. Viene la tercera ronda.

—A él definitivamente ya no le sirvas —ordena el veterano.

—Oye, ¿qué pasa? —le preguntan en voz baja al veterano—. ¿Por qué no quieres que tome? ¿Es alcohólico o se pone pesado cuando bebe?

—Ni una cosa ni la otra —contesta el veterano—. Pero si quieren que siga tomando más cervezas, cuando le den ganas de ir al “pipisrúm” ustedes lo llevan.

UNA HISTORIA SIN FINAL

La historia que voy a contar carece de final. ¿Acaso alguna lo tiene? Todos pensábamos que había terminado ya la Segunda Guerra Mundial, y 20 años después de la fecha oficial de su terminación encontraron en la selva filipina a un japonés en pie de guerra. Y en mano también, pues traía una bayoneta que gustosamente habría clavado en la panza del primer gringo que se le hubiera atravesado.

Casi ninguna historia termina, es cierto. Por eso da miedo comenzar alguna. Revisa las historias de tu vida y observarás que muchas no han acabado todavía. Continúan, siquiera sea en la forma de un recuerdo o un remordimiento. Y lo mismo sucede con el mundo, que no es más que un ser humano grandotote. Sus historias jamás tienen final. No nos damos cuenta, pero vivimos todavía las consecuencias de la fundación de Roma, o los efectos de la Revolución Francesa. Éste es el cuento de nunca acabar. Hasta da miedo. Por eso a la gente le gustan tanto los deportes: eso sí terminan. Saraperos, 7; Sultanes de Monterrey, 3... Chivas, 2; América 1... Vaqueros de Dallas, 21; Delfines de Miami, 7... Y sanseacabó. Vámonos. Punto. No puntos suspensivos: punto final. Sabe uno a qué atenerse. Con la vida no. Ni con la muerte. Ninguna de las dos acaba nunca. Disculparán ustedes, por lo tanto, que esta historia carezca de final. Tú, lector; tú, lectora, tendrás que ponérselo. El que le pongas, por mí estará muy bien.

La historia trata de un sujeto que tenía estas tres características: era borracho, holgazán y amigo de riñas y pendencias. Cualquiera de esas tres notas habría bastado para hacer de él un indeseable; juntas las tres lo volvían a pain in the ass, como se dice en Norteamérica: un dolor allá donde les platiqué. Los ebrios, ya se sabe, son difíciles de soportar. Para aguantar a un borracho tienes que estar borracho tú también. Así las responsabilidades se dividen. En cuanto a lo holgazán, el individuo de mi historia lo era: en toda su vida el desgraciado no completaba un turno de ocho horas de trabajo. Las pendencias las buscaba, y si no las podía hallar las inventaba. Tenía insufrible genio, nadie podía estar con él ni media hora.

Imaginen ustedes a su esposa, que tuvo que aguantarlo media vida. Cuando murió el hombre ella se puso un vestido negro por fuera, y por dentro uno amarillo con pintitas rojas, azules, verdes, anaranjadas y color de rosa. Decía cierta señora que la libertad empieza cuando se van los hijos y el pelao se muere. Yo le doy la razón. La verdadera liberación femenina es la viudez.

Estaban velando al tipo aquel cuando uno de sus hijos se asomó a la caja. Lo que vio —¿qué vería?— lo dejó frío de espanto. Se volvió, aterrado y dijo con voz trémula a su madre.

—Mamá: papá está vivo.

Los demás hijos se precipitaron hacia el ataúd y uno se dispuso apresuradamente a abrir la tapa.

—¡Momento! —gritó desde su silla la señora alzando la mano con la palma al frente en ademán imperativo—. Si está vivo, el que lo saque de ahí tendrá que hacerse cargo de él. Conmigo ya no cuenten.

Aquí acaba la historia. Más bien, aquí no acaba la historia. ¿Estaba muerto el hombre? ¿Vivía aún? ¿Lo sacaron del ataúd? O ¿se hicieron patos y volvieron a tapar con prisas el cajón?... Tú, lector o lectora, ponle a la historia su final. El que le pongas, por mí estará muy bien.

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Don Terebinto cortejaba con discreción a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Sus intenciones eran honorables, pero a pesar de eso ella veía con buenos ojos las galanterías que le dispensaba el senescente caballero. Cierto día don Terebinto se presentó en la casa de la señorita. Llegó con un ramito de violetas. Himenia, ruborosa, pasó al visitante a la sala y le ofreció una copita de rompope. Manifestó don Terebinto:

—Debo advertirle, amable amiga mía, que el licor suscita en mí deseos amorosos.

—En ese caso —se levantó la señorita Himenia— déjeme traer algo más fuerte.

Fue y regresó con una damajuana de mezcal.

—Es del más fino de Oaxaca —declaró.

No quiero hacer larga la historia. Una copita llevó a otra, y una cosa a la siguiente. A poco la señorita Himenia estaba en el sofá en brazos de don Terebinto.

—Contenga usted las manos, don Tere —le pidió entre sofocos.

Y añadió enseguida:

—La blusa se desabrocha por atrás.

No sé qué habría pasado —más bien, sí sé qué habría pasado— si no es porque en ese preciso instante sonó el timbre de la puerta. Llena de sobresalto la señorita Himenia apartó de sí a don Terebinto, y ya no sucedió lo que seguramente iba a pasar. Nunca supo ella quién había llamado, pues cuando abrió la puerta después de componerse con premura la ropa y el peinado no había nadie ahí. Posteriormente atribuyó lo acontecido a un milagro que la salvó de perder la nunca tangida gala de su doncellez. Sin embargo quien esto escribe, nutrido en la recia doctrina del positivismo, pregunta: ¿quién es el inventor del timbre eléctrico? Supongo que Thomas Alva Edison. Pues bien: a ese gran científico debemos darle las gracias por haber salvado la virtud de nuestra amiga cuando ella estaba a punto de echar a rodar la honestidad. No sé si el timbre eléctrico sea considerado por la religión un elemento defensor de la virginidad, pero lo sucedido me mueve a proponer que toda señorita decente instale uno en su casa, por lo que se pueda ofrecer. (Quizá si se juntan varias consigan un descuento en la compra de los timbres).

¡Y FUÍMONOS!

Hay dichos que alguna vez fueron muy dichos y luego ya no se dijeron más. Quedaron sólo en algunas memorias, como eco de una música que fue. A esa especie de frases desaparecidas pertenece una que se usó en Saltillo hasta mediados del pasado siglo. Ya casi nadie la recuerda. La frase es ésta:

—¡Y fuímonos, como dijo don Telésforo!

¿Quién era este don Telésforo y por qué decía así?

Don Telésforo era don Telésforo Fuentes Juárez. Fue padre del maestro Ismael Fuentes, inolvidable músico de nuestra ciudad; violinista eminente; querido maestro de muchas generaciones de estudiantes en el Ateneo, el Tecnológico y la Femenil. Una vez vino a Saltillo don Julián Carrillo, inventor de aquel Sonido 13 que terminó en cero, y oyó tocar al niño Ismael. Lo impresionó el talento del chamaco y le ofreció conseguirle una plaza de alumno en el Conservatorio Nacional. Allá fue el saltillense, casi niño todavía, con una beca que le otorgó el gobernador Miguel Cárdenas.

Destacó mucho en la capital el joven músico. Llegó a ser primer violín de la Sinfónica; recibió un diploma firmado por don Porfirio Díaz y don Justo Sierra. Casó en la Capital con la señorita Eufrasia Pérez y regresó luego a su ciudad de origen. Aquí se dedicó a tareas magisteriales y de composición. Los títulos de sus obras son todos muy románticos: “Violetas a un artista”; “Reconciliación”; “Adiós, adiós”...

A don Ismael le dio por fundar estudiantinas, antecedente de las rondallas que luego dieron a Saltillo fama universal. Enseñaba a las muchachas y muchachos a tocar la mandolina, la guitarra, el violín, y los hacía cantar canciones del viejo repertorio mexicano, e interpretar valses antiguos: “Recuerdo”; “Club verde”; “Ojos de juventud”, “Olímpica”...

Hay una adivinanza que dice: “El que lo hace no lo usa, y el que lo usa no lo ve”. La respuesta es: el ataúd. Pues bien: don Ismael desmintió esa adivinanza, pues vio el ataúd en que su cuerpo fue a la última morada. Él mismo se lo mandó hacer, en vida. La caja era de rica madera bien labrada y tenía en la tapa, labrado en altorelieve, un violín. Lo puso en el oratorio de su casa, habitación reservada para hacer oración. Esa casa estaba en Obregón y Viesca. Todavía se pueden ver los balcones de la fachada. El maestro murió en 1986. Le faltaba un año para cumplir los cien.

Don Telésforo, su señor padre, era músico también. Dirigía la banda que tocaba en las serenatas: los jueves en la placita de San Francisco; los domingos en la Plaza de Armas. Eran esas serenatas el paseo obligado de los saltillenses de principios del pasado siglo. Ahí la banda tocaba marchas, valses, danzas de moda y algunas obras clásicas de gran aliento. Dirigía don Telésforo la última pieza de la noche; la remataba con un movimiento enérgico de su batuta y luego decía una frase sacramental que repetía siempre. La frase era aquella que al principio puse:

—Y fuímonos.

Con eso terminaba su actuación. Los músicos guardaban sus instrumentos, recogían sus atriles y partituras y, efectivamente, se iban.

La frase se hizo popular. En Saltillo, cuando acababa un encuentro familiar, una junta, cualquier reunión, nunca faltaba alguien que decía:

—Y fuímonos, como dijo don Telésforo.

Tan popular era esa frase que se contaba que en cierta ocasión el señor cura García Siller, momentáneamente distraído, concluyó la misa, y en vez de decir “Ite, missa est” dijo: “Y fuímonos”.

Este libro ya se terminó. Otro día nos encontraremos en nuevas páginas, Deo volente. ¡Y fuímonos!, como dijo don Telésforo.