En el invierno (el invierno retrata el calor de Dios, como en el sol —ardiente— de la Parasceve descansa el divino frío Cuerpo. Alegría de nieve tan pura, tan universal, como universal y honda la roja dolencia del viernes trágico, caído —como amapola— en el marzo o el abril de todos los años. En diciembre, a día fijo, siempre la estrella —pandereta— del calor: el mundo es cuna, esperanza, regocijo. Todo Dios es puñito de carne. Dios: Niño: Mudo. Como volando, como nadando, agita sus manos y revuelve el heno. Dios: Mudo. Por Él cantan los ángeles y el mundo. ¡Chiquillos, chiquillos! Y todos, porque todos guardamos aunque sea la batita y un blondo rizo de nuestra niña niñez, más amada cuanto por peores caminos vino a la mancebía de la vida: Me ha conmovido el frenesí con que un anciano amigo besa el retrato de su hija de seis años y los chapincitos que en esa edad llevó —una hija hoy famosa en la esfera torcida—; es el frenesí con que la maldijo y con que aborrece su nombre y su memoria actuales: Estrella, la adora. —Estela ni la conoce—), en el invierno, cuando el aire como papel de plata y los astros como vidrios de bailarinas ante luces de magia; cuando los gritos campanas y los corazones gotas de azogue; cuando pontifican los gallos y el hogar nos ata con listones nuevos; cuando la burrita del pensamiento peregrina por la pampa sin caminos de nuestra imaginación...
Es una calle de barrio sin empedrados ni banquetas...
En una iglesia con campanitas de pastores, farolillos y heno...
En una casa de menestral...
EPISODIO DEL ÁNGEL DE ORO,
ARENITA DEL MARQUÉS
La calle sola, a media mañana. En las iglesias del centro, lejos, todavía llaman las campanas a misa. Han de ser como las once. Un día entre semana. A estas horas, en la escuela, ya habrá pasado el recreo y los muchachos estarán en las lecciones de cosas tan aburridas. Con todo y eso, mejor quisiera estar en la escuela. Ya no hallo qué hacer con los días tan largos, con las mañanas inacabables, nomás esperando que salgan los muchachos y vengan a jugar. Si hubiera sabido, ningún gusto me diera cuando el médico —qué bueno se me hizo entonces— dijo que faltara a la escuela unas semanas. Bonito que faltaran también todos los muchachos del barrio, como los sábados, como los días de fiesta. Pero yo solo, que saco los títeres, que salgo a la calle, que entro otra vez a jugar con los gatos, que vuelvo a salir a la calle, veo pasar la gente, pinto un bebeleche2 en la banqueta,3 tiro las canicas: tiro las canicas: qué chiste yo solo... Vuelta a la casa. Toca el abonero o pita el afilador. Salgo a la curiosidad. Me aburro otra vez. Ojeo los monitos de un libro, les pongo bigotes y barbas, los pinto de color. Le pido a mi mamá un centavo. Salgo a la tienda. Compro un caramelo. Veo el reloj. Como de adrede, en estos días no ha habido en el barrio nada que llame la atención: los gendarmes pasan como muy aburridos, sin quehacer; nadie se muere o se casa; no ha venido el convite; los camiones de la Sección Médica, con su chillido que da miedo, pasan a muchas cuadras, quién sabe para dónde, lejos; veo a las mismas gentes de siempre, con sus mismos vestidos; está arreciando el frío; a la hora de almorzar ha dicho mi papá: —Este año el frío va a ser terrible. —Sí —ha dicho mi mamá—, será bueno que veas si puedes comprarles a los muchachos unos suetercitos y medias gruesas, que ya no tienen. Mi papá ha guardado silencio, ha bebido un jarro de agua y ha salido al trabajo. Cuando ya muy tarde le he pedido mi centavo, ha dicho mi mamá, como hablando sola: —Decía mi padre que el sol es la cobija de los pobres. Y he salido al sol, a matar las horas como moscas. Pienso en aquel santo que colgaba su capa en el rayo del sol. Pienso en los microbios que se ven por el rayo del sol.4 Veo pasar las gentes, que prefieren la acera en que hay sol. Dicen que en otras partes, en este tiempo, no hay sol. En todo esto me entretengo cuando, por la bocacalle, oigo un zumbido espeso, no muy ruidoso, y luego van saliendo, poco a poco, en procesión, muchos guajolotes y el arreador que les chista con un latiguillo de cordel; algunos dejan de picar el suelo y se ponen fachosos, muy tiesos, esponjándose; chillan moviendo la cabeza y el gran buche solemne; algunos siguen el ejemplo; pero acaso se aburren y vuelven a picar el suelo, como gallinas humildes, grandotas. Y entro a la casa, corriendo: —Mamá, mamá, los guajolotes. —Qué bueno que pudiéramos comprar uno para la Nochebuena —dice mi mamá, en el lavadero, con las mangas remangadas, sin dejar de lavar. (Mi mamá tiene una voz triste.) En esto me acuerdo de que los guajolotes pasan —claro— por estos días de Nochebuena. Mi mamá dice: —Dentro de quince días es Navidad —y se quita con el mandil unas espumas de jabón que le saltaron a la cara; vuelve a callar y a lavar. Yo le digo: —Quisiera ir con mis primos para sacar las cosas de Nochebuena. —A ver si en la tardecita, después de planchar, te llevo —me contesta, mientras restrega aprisa y con fuerza una sábana de manta gruesa. Corro a la calle. Algunos vecinos han salido a la curiosidad. Doña Petrita, la de la casa de tres ventanas, compra un guajolote, después de mucho regatear. Nomás ella. La procesión da vuelta y en la esquina todavía voltea el arreador para ver si alguien le habla. Otra vez queda la calle sola, igual que todos los días, y el tiempo pasa aburriéndome. Entro a ver la historia sagrada; pero me pongo a pensar en la casa de mis primos; a mi mamá no le gusta llevarme allí seguido, porque dice que son ricos y no quiere que algún día nos afrenten; a mí sí me gusta ir; todos los chicos jugamos en la huerta, mientras los grandes platican en el corredor; y cuando nos cansamos, cuando me canso, busco a mi tía Paz, que me enseña sus cosas o me cuenta historias. Bonitas cosas tiene en su recámara, en su arquilla, mi tía Paz: unos montones de flores muy coloradas y adornos morados y verdes, del tiempo de los virreyes; unas reliquias de cuando fue a Tierra Santa: nomeolvides del Huerto de los Olivos, arenitas del río Jordán, una cruz de madera de Nazaret, un escapulario de lana de borreguitos de Belén; aquel abanico de marfil que llevaba al teatro en París; aquellas crinolinas que se usaron antes; ¡y tantas fotografías! Todo ¡con un perfume viejo!, ¡con una limpieza! Ella misma, tía Paz, tan pálida, con sus manos largas, con su voz despaciosa, de música, con sus manos que vuelan por el piano tocando como a nadie he oído tocar, con su voz que cuenta historias como a nadie he oído contar; por estos días de Navidad comienza a sacar las cosas del Nacimiento, las guijolas5 de plata y los panderos españoles; ella misma toca el pandero. (Qué bonito, en la tarde, entre los árboles, da el sol en la casa de mis primos cuando va llegando la Nochebuena; qué bonito entra el sol de oro, por la ventana, a la recámara de mi tía Paz.) Me gusta más que todo en el mundo ir ayudando a limpiar el polvo a la Virgen, a san José y al Niño; cargar, del mercado, el cesto con musgo y heno; colgar, en toda la casa, los faroles de Venecia. (Una noche que fuimos a las posadas, de vuelta en mi casa, medio dormido, casi en sueños, oí que contaron por qué mi tía no se había casado y lo mucho que había querido a un hombre, marinero de Francia, y lo mucho que la mortificaron por esto. Casi fue un sueño. Pero desde entonces la quiero más, más.) No hay en el mundo una mujer más bonita, más elegante, más instruida y más buena que mi tía Paz: ella sabe por qué en el Nacimiento las estrellas han de ponerse donde las pone, y la cueva del ermitaño cerca de la boca del infierno, y Jerusalén entre los reyes magos y el portal del Nacimiento. (Nadie más que yo sentí mucha tristeza, la primera tristeza que he sentido, cuando una tarde estábamos jugando al
Ángel de oro, arenita del marqués,6
que de Francia he venido
por un niño portugués
Y ella, al oírnos, hizo un gesto como si le pusieran una inyección, y nos dijo, siempre muy dulcemente: —Mejor jueguen otro juego. Yo luego, luego, comencé a cantar, y todos me siguieron:
A la feria de San Miguel
todos traen su caja de miel;
a lo duro, a lo maduro,
que se voltee Ezequiel de burro.
Ella hizo un gesto suave, para mí, casi una risa, como esas mujeres que se ríen pintadas en los cuadros que trajo de Roma y a mí tanto me gusta ver. Risa suave, de dentro, como pintada.) A veces me da una especie de miedo parecido al de pensar cuán hondo se ahogan los que caen al mar o cómo se mataría el que resbalara de lo más alto de las torres de catedral, y es cuando me pongo a querer entender la risa, y los silencios, y las miradas sin pestañear, y la voz de campana, y la seriedad de espejo, y la frente alta, y el cabello quebrado, y la tristeza, y la dulzura de mi tía Paz. Yo quisiera llevarle esta tarde, como pastor de Nacimiento, uno de los cóconos que acaban de pasar, y haría que delante de ella se entiesara y esponjara en abanico las plumas de la cola. (Aquel día, después de jugar a la feria de san Miguel, entré a escondidas en la recámara de mi tía, me puse a oler las flores del buró, las carpetas, las almohadas; debajo de éstas encontré un libro, lleno de violetas desecadas; lo abrí: creo que estaba en francés; la primera hoja tenía unos garabatos con tinta vieja y apenas pude entender «ángel», «niña», «hermosa»; hubo un ruido y cerré aprisa; tenía sueño; me quedé dormido y vino a jugar mi tía Paz conmigo solo: ya no se enojaba porque canté:
Ángel de oro, arenita del marqués,
yo de Francia he venido
por un niño portugués.
Como no se enojaba y era igual a mí —no sé si ella tan chica o yo tan grande—, le tomé una mano al tiempo que me puse a cantar:
Yo a ésta me la llevo
por linda y hermosa,7
parece una rosa
acabada de nacer...
Ella me despertó, pasando su mano de cristal tibio sobre mi cabeza pelona: —Te anda buscando ya tu mamá, porque se quiere ir. Sentí mucha vergüenza de haberme acostado en su cama, pero más cuando me acordé del sueño, y peor que en lugar de regañarme sacó una estampita y me la regaló. Afuera, el sol parecía una lámpara de sangre, la tarde era tibia, yo tenía ganas de correr al cielo, de subir a los árboles, de detener las nubes, de bañarme en el estanque, de ser bueno y seguir cantando por toda la eternidad, en la calle, a todas las gentes:
parece una rosa
acabada de nacer...
Pero se hizo más noche que otros días. Apenas serían las seis de la tarde.)
Después de comer le digo a mi mamá:
—¿Siempre vas a llevarme a casa de mis primos?
—Será otro día, porque tengo que planchar también la ropa de mi comadre, que sigue enferma.
Lo peor es que no han de servirme los lloros, las patadas y que me muerda los labios hasta sacarme sangre. Me meto bajo la cama. Pasaré allí la tarde llorando, mordiéndome, acordándome. Pero entre la cortina de lágrimas brilla el sol de la huerta y los corredores de la casa grande; oigo, entre los helechos la voz de mi tía que me habla. Yo iré. No me perderé. Sí, iré. Será la primera vez que salgo solo. Como hombre. Hombre: del mismo tamaño que mi tía, no muy alto. Hombre: con bigotes, como los de antes, en los retratos que guarda mi tía...
—Voy aquí a la puerta —digo humildemente.
La puerta, la calle, la esquina, la vuelta, los robachicos. Alto. Los robachicos. Enderezo la cabeza, chiflo, taconeo: adelante. Calle de González Ortega, calle de la Preciosa Sangre, calle de Arista...; un hombre greñudo, los robachicos, taconeo y chiflo más fuerte; calle del Sarcófago... no, allá viene la comadre de mi mamá; rodeo la manzana; cuidado con el tranvía; no piso en los rieles porque una vez se quedó atorado un señor, vino el vagón y lo mató; me tiembla el corazón, faltan tres cuadras; corro.
Está abierta la puerta y el cancel también. Ladra Nerón, pero me conoce y se pone a jugar conmigo. Por el corredor, sí, sus pasos chiquitos, fuertes, como música. Me ahogo:
—Tía Paz...
—¿Dónde está tu mamá?
—Vine a ver si ya ibas a sacar las cosas del Nacimiento. Ya pasaron los cóconos por la casa...
—¿Dónde está tu mamá?
—Yo vine solo.
—¿A escondidas?
Por mí contestan los colores de la cara que agacho. Así como Adán.
—¡Si te hubiera sucedido algo! Cómo estará de pendiente tu mamá. ¡Qué muchachito, qué muchachito este! —y se puso a gritar—: Victoriano... Victoriano...
Vino Victoriano, el mozo, y le dijo:
—Vas a llevar a este niño a su casa, con cuidado de los tranvías —y dirigiéndose a mí—: en castigo de haberte venido sin permiso, este año no me ayudarás a limpiar las figurillas y adornos del Nacimiento. Lo malo es dar los primeros pasos inconvenientes. No lo vuelvas a hacer, porque dejaré de quererte. Si de aquí a las posadas me informo que te portas bien, llevarás en andas a los santos peregrinos; de otro modo, también te castigaré con esto.
Salí por el zaguán como nuestros primeros padres salieron del Paraíso. Me sentí desnudo y con ganas rencorosas de cantar:
Ángel de oro, arenita del marqués,
que de Francia he venido
por un niño portugués...
(«Dejaré de quererte.»)
En el camino me han dicho,8
buenos días tenga usted,
que los tenga o no los tenga,
o los deje de tener...
(Que me quiera, o no me quiera, o me deje de querer,) No, no.
Yo a ésta me la llevo
por linda y hermosa,
parece una rosa
acabada de cortar.
(Que no cargue las andas, que no rompa las piñatas pero déjame entrar en su recámara y enséñame la rosa de Jericó, dame a oler la casi desvanecida esencia del cedro de Líbano, rocíame con unas gotitas de agua del Jordán.) —Mira qué entierro tan largo va pasando por la calle de Mezquitán —dijo Victoriano y me bajó de los altos pensamientos en que yo andaba.
Cuando llegamos a mi casa, los muchachos estaban jugando a la feria de San Miguel y gritaron al verme:
a lo duro, a lo maduro,
que se voltee Agustín de burro.
Mi madre, con cara de tempestad, me tomó violentamente del brazo y me metió en casa.
El hijo del fontanero se pega con cera de Campeche una barba azul. De prieta, su cara es azulosa y sus manos también: de venas anchas, saltadas. Nariz al cielo, chata. Chaparro. Gordiflón.
—Ron, ron, ron...
—¿Qué quiere ese viejo tripón?
—Robarse a María Blanca.
Coro:
María Blanca está cubierta9
Con pilares de oro y plata...
María Blanca, morena, es hija de la dulcera que vende en San Diego. María Blanca es limpia, grácil, vivaracha, juiciosa. Descalza; se ata dos trenzas, viste gasas vaporosas; sus mejillas se antojan las biznagas que convidan en el pobre cajón de su mamá. Veinte brazos rodean a María Blanca: los hijos del zapatero, los hijos del carpintero, la hija de la planchadora, los monos del tendero, las recogidas de la pensionada, mis primas, mis hermanos, yo. Mi prima, recién venida, requemada por el sol del rancho, es pilar en arco de oro con el pilar de acero de mi brazo; a mi izquierda, el pilar de bronce de la hija del carpintero.
Coro:
María Blanca está cubierta
con pilares de oro y plata.
Abriremos un pilar
para que salga María Blanca...
Barba Azul, salaz, sin quitar los ojillos brincones del pecho de María Blanca, tantea los pilares. Rompe el pilar de palo y el de manteca: el del zapatero y el de la planchadora. La linda dulcera a la vuelta y vuelta de su palacio de pilares, templo de amor, que gira como un anillo de fortuna. Barba Azul va a recogerla ¡le tiro un puntapié! María Blanca tropieza. Barba Azul cae sobre ella sin tratar de levantarse. Como que quiere ahogarla; como que quiere comerla, ¡Rompo el palacio de pilares —yo, Sansón Carrasco— y me lanzo contra Barba Azul! Rodamos por el arroyo plebeyo, nos revolcamos, alzamos torbellinos de tierra y nos mordemos los brazos y los cachetes; estamos rojos, jadeantes; del tirante de trapo le arranco a Barba Azul un cuchillo de palo; le he roto una vena y chorrea sangre negra. Me ha herido con una piedra en la frente. Las manos de María Blanca... No; es la campana chica del Santuario que comienza el primer repique de posadas.
Sucede que el padre Pérez —tan gigantón— me traía de encargo por cuentos de las señoritas que cuidan a los pastores.
Mi mamá escogió, este año, unas campanitas que sonarán de veras bonito y distinto: nuestros báculos parecían campanarios de los que salen en las mil y una noches; los muchachos, las muchachas, las señoritas, y todas las gentes que nos encontraban en la calle y en el atrio, se quedaban oyendo nuestras campanitas. El primer día, la señorita Ester no tuvo más que confesar que mi báculo sonaba a cielo. Yo iba muy ancho repicando por la calle, en el atrio, al entrar a la iglesia. Desde luego no le cuadró a la señorita Casimirita y me hizo un gesto de regaño. Comenzó el rosario y yo, repicando; acabaron de cantar el primer misterio y yo seguí repicando. Se me deja venir Casimirita como lumbre y me dice: —Nomás cuando canten se suenan los báculos; orita guarden silencio. De pronto me callé; pero más tardó en irse la ñita que yo en volver a repicar; y aquí está otra vez hecha una furia, con su cara de vinagre: —Te voy a acusar con el padre Pérez para que te corran. Nomás un misterio aguanté en paz y vuelta al repique, aunque más quedito. Buscaron por allí a mi mamá y se arrimó a regañarme.
Para no alargar el cuento, el segundo día me recogieron el báculo y no me lo prestaron más que a la hora de la procesión. Ya me imagino los chismes que le llevarían al padre Pérez, quien cuando entramos al curato a quebrar la piñata, me agarró del brazo y preguntó a una de las señoritas: —Conque ¿éste es el muchacho guerroso? —Sí, éste es, éste es, padre —dijo la entrometida de Casimirita—, una calamidad, no se está en juicio en todo el rosario. —Avísenme cómo se porta mañana, para no dejarlo entrar a la piñata. —Mañana ya se va a portar bien —respondió la señorita Ester (la única buena y bonita entre todas las celadoras) y dirigiéndose a mí cariñosamente—: ¿Verdad? —Sí —contesté muy convencido por el tono de la señorita y... también porque estaba pensando en otra cosa.
Estaba pensando en el vestido de una niña que cuando me quitaron el báculo llamó mi atención; corajudo y avergonzado, me había puesto a comparar mis trapos con los de los otros pastores; casi todos traían vestidos de percal como los míos, de colores chillantes: amarillos, verdes, guindas; sombreros de paja; medias de popotillo10 blancas; adornos de papel y campanas de estaño en los báculos; pero una niña, entre todas, lucía un vestido que no era de percal: blusa como de seda, falda negra, capita de terciopelo, zapatos de raso y un sombrerito de fieltro con listones y plumas finas; yo nunca he tentado el terciopelo; la mano se ha de resbalar suavecito; ha de ser una impresión tibia; quién sabe por qué la niña tan bien ajuareada vendrá a esta iglesia de puros pobres, a rozarse con pastores vestidos de percal y sombreros con adornos de papel. Cuando me volvieron el báculo, en la procesión, anduve junto a la niña para que oyera mis campanas, y sonaron tan bonito, que ella se fijó, admirada con el sonido celestial. Ha de ser bonito pasar la mano por la capa de terciopelo plumbago.
Ahora fui a las posadas con la idea de ver a la pastorcita catrina y tentarle su capa. Me porté bien. Todo el tiempo lo pasé tanteando cómo hacerle para arrimarme. Ni soné las campanas, ni platiqué con los muchachos. Pero el padre Pérez me traía de encargo: cuando pasó con la charola de la limosna y después otras dos veces, nomás se me quedaba licando,11 con las cejas fruncidas. En la procesión, como sin querer, iba ya a tentar el terciopelo, cuando veo detrás de mí, con el rabo del ojo, a Casimirita, peor que si fuera mi sombra.
A la hora de las piñatas casi había perdido la esperanza de saber qué se siente tocando un vestido de terciopelo. Me había ido a un rincón. Hasta creí que las ñitas y el padre me habían olvidado. Mañana no vendría, ni nunca, a esta iglesia. Me daba coraje por las risotadas de los muchachos cuando el vendado erraba palos o venía por un rumbo distinto del de la piñata; de pronto, zas, uno de los grandotes atina al cántaro y se apeñuscan pastores y pastoras sobre los cacahuates, las cañas y las naranjas que habían caído en el suelo; entre todos, distinguí a la niña de la capa y sin pensarlo me abalancé sobre el montón, tenté, estrujé —¡qué bonito se siente! El terciopelo; pero una grúa me agarró del cogote y un vozarrón me aturdía espantosamente: —Qué bonito lo sabes hacer, demonio, lépero, indigno, condenado... —y el gigante me aventaba con todas sus fuerzas; sobre caído, todavía me dio una patada—: Indecente, malvado, criminal, digno de excomunión mayor, hijo de Satanás, eructo del infierno, reprobo... —y luego otra voz atiplada: —Se lo decía, padre, se lo decía... Cuando quise levantarme y volteé la cara, el padre Pérez iba a darme una cachetada. Lo detuvo la señorita Ester: —Déjelo ya, padre, serénese. Los dos se hicieron de palabras. Vinieron otras señoritas: unas, las más viejas, en mi contra; de las que estaban a mi favor, conté a las del coro y a la que carga las andas; decía la más valiente: —¿Qué hizo? Lo mismo que todos, por ansias de agarrar más. Si luego no les gusta, mejor no hicieran piñatas. Era un griterío: —No cuente ya conmigo para el coro. —Este padre es un bárbaro. Intervino el señor cura: me levantó, apaciguó los ánimos, la señorita Ester recogió mi báculo ¡y esto es lo peor, la calamidad, el colmo de mi mala suerte: se le habían caído las campanas!, ¡¡se le habían caído las campanas!! Con todo y mi vergüenza, con el dolor de mi cuerpo magullado, me puse a buscarlas: sólo hallé tres... ¿Y las otras?, ¡mis campanas!, ¡mis campanas bonitas!
EPISODIO DE LA VOZ SIN DUEÑA, QUE PIDE POSADA
Tanto gusto el primer día de las posadas y tanta tristeza hoy que es el último. No: desde la primera tarde sentí murria con pensar que las posadas nomás duran ocho días, que pasan como relámpagos. —Ánimas que nunca se acabaran —no teníamos otra cosa en la boca— ánimas que no se acaben...
Pero ahora se van a acabar y casi ningún entusiasmo tengo al vestirme de pastor. Mi madre tiene guardado el báculo en el armario para que no juguemos con él y nos lo acabemos antes de tiempo.
¡Mañana sí pueden jugar aquí en la casa a los pastores, con su báculo.
¡Mañana! Me da tristeza pensar en mañana.
—¿Por qué estás tan callado? —pregunta mi madre al entregarme el báculo.
Camino de la iglesia, vamos sin hacer ruido con las campanitas. Para mí solo voy chiflando el canto que dice:
Vamos, pastores, vamos
vamos a Belén,
a ver en aquél Niño
la gloria del Edén.
Eco en mi alma, suena la voz dulce entre todas las que cantan la estrofa:
Este precioso Niño:
yo me muero por Él,
sus ojitos me encantan;
su boquita también.
En la misma voz dulce, entristecida, que frente al cancel cerrado pide posada «en nombre del cielo», con una melodía dulce y también triste. Se me ocurre cambiar la intención de mi chiflido:
Vamos, pastores, vamos,
a oír la dulce voz...
Por ansia de oírla, el rosario se me hace más largo que nunca, pues no la distingo en el coro de toda la gente que canta los misterios:
Humildes peregrinos
Jesús, María y José:
mi alma os doy,
mi alma os doy, y con ella
mi corazón también
Al cantar, pongo toda mi alma y el deseo de dar posada en mis oídos a la voz que nomás esta noche oiré, hasta el año que viene, si Dios nos conserva la vida.
Oh, peregrina agraciada,
oh, dulcísima María:
os ofrezco el alma mía
para que tengáis posada.
Después de tanta impaciencia llega la hora de la procesión. Salen de la sacristía las señoritas con mantilla que van a cargar las andas con los peregrinos; están muy bien escogidas; han de ser unas señoritas muy ricas, con casa de altos y balcones de cristal; con sus mantillas se ven más blancas de lo que son: parecen retratos antiguos. En una tonada distinta a la de otros días que no sean estos de posadas, cantan la letanía: es una tonadita larga, triste, dulce:
Santa María... ora pro nobis...
Sancta Dei genitrix... ora pro nobis...
La procesión va llegando a la capilla de la posada. Termina la letanía. Se detienen las andas. Comienza un gran silencio, hasta los pastores. Una de las señoritas de mantilla tose y se lleva a la boca un pañuelo muy blanco, bordado, que traía prendido en el pecho. De cuando en cuando se estremecen las campanitas de los báculos; las del mío, que tiemblo; se me para la respiración... Y oigo el milagro esperando:
En nombre del cielo,
buenos moradores,
dad a unos viajeros
posada esta noche...
Son una voz y una melodía tristes, como de paloma que canta en los incendios12 del Viernes de Dolores; yo las oigo como una despedida y siento lo mismo que he sentido al ver que una tarde muy bonita se va pasando y se va haciendo noche, cada vez más obscura; la misma agonía por las nubes doradas que se tiñen de gris; así ahora: por el último día de procesión y piñata, por la voz que pide posada.
La hora de pedirla
no es muy oportuna;
marchad a otra parte
y buena ventura.
Es triste y dulce la lucha entre la voz que ruega y el coro que cierra las puertas:
Mi esposa padece;
por piedad os ruego
que por esta noche
le deis el sosiego.
Esta casa es nuestra,
no es de todo el mundo;
yo le abro a quien quiero,
y abrirle no gusto.
Me acuerdo cuántas veces en mi casa hemos tenido necesidad y no hallamos quien quiera ayudarnos. ¿Por qué los cantos de Nochebuena son, en el fondo, tristes? Tienen una como angustia, como angustia de las cosas que se quisieran alcanzar y se pierden para siempre; angustia de lo bueno y bonito, de lo pequeño y suave, de lo pobre y delicado, expuestos a muchas y muy feas contingencias por lo malo de los hombres. Música frágil, un año callado. Y esta voz, dulce y triste, de mujer en desamparo:
Mirad, mis amigos,
que es mi esposa amada
la Reina del cielo,
de la tierra gracia.
Oyéndola, me parece que estoy lejos de esta iglesia, en un campo solitario, en una noche obscura y con ganas de que nunca terminara el canto hecho nomás para mi oído, es una ilusión de lejanía, dulce y triste...
Una reina tiene
soberbios palacios
y allí a toda hora
le abren sus vasallos.
Acaba la lucha entre la voz y el coro:
De Dios los vasallos
somos todos; luego abrid
y que pase la Madre
del Verbo.
Entonces, sí, se rompe el alboroto, agitamos los báculos, tocan guijolas y panderos, resuena el órgano y veinte voces, ahora muy alegres, cantan la bienvenida:
Pase, pase, la Escogida,
la niña dichosa;
el alma la alberga,
que humilde la adora.
Quisiera en su obsequio
hacer mil festines,
y el coro, entonarle,
de los querubines.
Se abren los canceles y los peregrinos entran sobre los hombros tiernos de las señoritas.
Todavía falta el coro de los pastores y la voz en la estrofa:
Es tan precioso el Niño
que nunca podrá ser
que su belleza copien
el lápiz ni el pincel.
La Madre le acaricia,
el Padre mira en Él,
y los dos extasiados
contemplan aquel Ser.
Desde un campo o un cielo muy lejanos oigo la voz. Así es mejor. Yo podría ver la cara de la cantante. He tenido muchas tentaciones de hacerlo. Pero, ¿para qué? Seguro será una cara preciosa de señorita rica que vive en casa con jardín y nomás me miraría con desprecio. Ha de tener una boca y unos ojos como su voz. ¿Y si fuera vieja y fea, o muchacha vulgar, cachetona, de ojos abotagados y chata? Es mejor no verla. Su voz, al cabo, de todos modos, es mía y nadie me la quitará del oído y de la memoria. Todas las noches buenas cantará para mí, aunque ya nunca la oiga y mejor todavía si desconozco a la mujer, bonita o fea, orgullosa o buena, que me la dio. Con todo y eso, no dejo de estar triste cuando acaba el ejercicio y entre ruido y apreturas la gente sale de la iglesia.
EPISODIO DEL ÁNGEL Y EL DIABLO, O DE LOS DOS REINOS, O DE LAS DOS BANDERAS.
FIGURA UNA CORTE DE CABALLEROS, Y LAS DAMAS SON FLORES, FRUTAS O LISTONES DE COLOR
Pleno de sol, el sábado tiende a los cuatro rumbos el fular13 de la tarde.
—¿Jugamos?, ¿jugamos?
A mediodía nos han bañado a todos: si no son los zapateros y el mozo de la tienda.
En aire de canto prorrumpimos el invitatorio, como en laudes y maitines:
—¿Jugamos?, ¿jugamos?
Y todavía sentados, como por no dejar, maquinalmente, pensando en otra cosa lejana, tarareamos nuestros temas: Fui soldadito. Mi padre y mi madre lloraron por mí. A la una nací, a las dos me bautizaron, a las tres me confirmaron y a las cuatro me casé... —Qué oficio le pondremos, matarile rile ron... —Los padres de san Francisco sembraron un camotal. Para sembrar los camotes, repican en Catedral...
Repica el barrio la canción del afán. En mi casa el talabartero santo va realzando con golpes menuditos una silla de montar y la santa costurera no acaba de coser: tres blusas, cuatro blusas, doce blusas... Campana mayor de hoja de lata en la fontanería. Matraca de la zapatería. Canciones en la planchaduría. Runrún del cercano telar y a ras ras, el carpintero, con su garlopa, hace listones de madera. Hasta la tierra, silencita, en la media calle, es terrón de oro.
La dulce dulcera insinúa decisiva:
—Vamos jugando a la víbora, víbora de la mar.
Me sonríe. Me sonrío. Juntamos nuestras manos en arco por donde pasa la alegre tropa de los caballeros desarrapados. Canta el coro:
A la víbora, víbora de la mar, de la mar
por aquí se ha de pasar.
Una niña —¿cuál sera?—,
¿la de adelante o la de atrás?
la de adelante corre mucho
la de atrás se quedará.
¡Cuán dulcemente oprimo las manos morenas de la hija de la dulcera! Pero el corazón se bifurca como una ala de golondrina: la de atrás es la hija de mi tía —rubia de sol— y, al pasar, queda presa. —Agustín, Agustín.
La voz de mi madre —tijeras de plata— corta la telaraña de oro de mi doble ilusión.
Me hablan porque como ya soy acólito en el Asilo del Corazón, he de merendar y recogerme para no tener sueño en la Misa de Gallo.
Ya no quisiera ser acólito: al desligarme de mi vecina, al pasar mis manos por las crenchas de la hija de mi tía.
¿Pero dejar de repicar? ¿Tirar el incensario?
Aunque el hijo del carpintero se quedará con mis amores... ¡No, no seré acólito!
Mi padre, voz de bronce:
—Desentendido, ¿no te hablan?
Derrotado me voy: muñeco en que se clavan los alfileres de dos miradas lánguidas.
¡Qué mala bebida es el chocolate de las seis de la tarde! ¡Qué mala melancolía de prima noche, en Navidad!
En la calle grita un amigo:
—Tan, tan.
Amigos y amigas responden:
—¿Quién es?
—El diablo con sus alas de petate.
Alas de petate. Alas de petate. Alas de petate. ¡El chocolate amargo!
He tenido la idea de mirar a mis amigos y de hacerlos reír. A escondidas de mi madre me pongo unas narices de cuero y me asomo por el postigo.
Coro:
Arriba del cielo
está un agujero
por donde se asoma
narices de cuero.
A poco, mi madre, sentidísima, canta al borde de mi cama y tristeza:
—Señora Santa Ana,
¿por qué llora el niño?
—Por una manzana
que se le ha perdido
—Vamos a la huerta:
cortaremos dos:
una para el niño
y otra para Dios,
Rebelde al sueño, oigo que mis damas son lima y limón; duraznos y priscos las otras; toronjas, gardenias, jazmines...
—¿Con quién te quieres ir: con el diablo o con el ángel?
Me estremece el entusiasmo: ser ángel o diablo. Conmigo vendrían... ¡toronjas, limones, jazmines, gardenias!
A flor de sueño:
—Cacauuuu... cacauuuuu
—¿Qué quieres, coyotito?
—Una lumbrita.
—¿Para qué la quieres?
—Para asar una gallinita.
—¿De dónde la agarras?
—De tu colita.
—¡A que no!
—¡A que sí!
Y ya en el sueño, sueño que mi prima y mi vecina, en un solo abrazo confundidas, arden en una lumbrita y me calientan. Porque como es Navidad y fuimos a Misa de Gallo, hace frío.
EPISODIO DE UNA CAÍDA Y SUEÑO
DE LAS TRES PRINCESAS
Vestido me acosté para levantarme sin trabajo a la hora del primer repique. Echaría un sueñecito para no cabecear en la Misa de Gallo. Cuando desperté —el cuerpo quebrantado por el vestido y con frío—, todo era silencio y obscuridad en la casa. De pronto, entre el sueño, creí que era una pesadilla: me había muerto y estaba en el limbo, en una celda negra y llena de viento, donde ni a mí mismo me encontraba; la primera idea que hallé, fue la de la Misa; tenía que ir, y para eso era necesario volver al mundo, despertar a tiempo y salir de la casa; luego oí la destiladera, allá en la cocina; sentí la opresión de los zapatos y el embarazo de la chaqueta; palpé el colchón, la almohada, las varillas del catre. «A poco me dormí. No es posible. No es posible que hayan dejado de hablarme. No es posible». A la incomodidad de dormir con el traje puesto sucedió la contrariedad de pensar que hubiera pasado la hora. «Serán apenas las diez y media, o las once. Yo seré quien los despierte». La obscuridad y el silencio acabaron con mi optimismo. En un principio de coraje, me levanté, anduve a tientas, abrí la pieza de mi papá, tropecé con una silla, quise salir al patio, llegar al comedor, encontrar el zaguán.
—¿Qué andas haciendo? —era mi papá, adormilado en su cama.
—Me levanté para la Misa.
—Qué Misa, ni qué nada. Tu madre te estuvo hablando y no quisiste despertar. Acuéstate.
—Pero...
—Te digo que te acuestes.
Cuando sentí que volvía a dormirse, abrí muy quedito la puerta y salí al patio. Era un gusto ver el cielo, lleno de estrellas, tan luminosas, que parecía noche de luna. Ni una nube. Ni un ruido. Parpadeaban las estrellas y a cada parpadeo brillaban más, como si vinieran cayendo y acercándose a la tierra. Ángeles del cielo las traerían...
María de los Ángeles me buscaría en Misa. ¿Habrían salido ya? Contó el reloj de la Parroquia una media. ¿Para qué? Campanas descabezadas que seguido eran fantasmas de mis noches sin sueño. Lo mismo podía ser la media para la una, que la media para las cinco. La medianoche o la madrugada, vecino el día, con luz de consolación. Pero ahora no deseaba que amaneciera, sino que fueran las doce y media. Alcanzaría la salida de Misa. Podría ser, así, a María de los Ángeles, a María de la Consolación, a María Rosa.
¡Eran las doce y media! A la luz de la veladora, en la pieza de mi mamá, vi el catre vacío. No habían salido de Misa y yo llegaría en tres minutos, en uno. Desatranqué el zaguán, empujé, pero la llave estaba corrida. Un violento impulso de coraje me aconsejó forzar la puerta: sería inútil y mi papá despertaría; otro impulso me aconsejó saltar el tejaban, ganar las azoteas y brincar a la calle: seguí el consejo, pero la barda estaba llena de vidrios que me cortaron las manos y no me dejaron lugar para afianzarme y saltar a la azotea, perdí el equilibrio, caí sobre el tejaban, me raspé todita la cara y di con el cuadril en el suelo.
María de la Consolación. María de los Ángeles. María Rosa. Y las campanadas que salían con sus tres cuartos.
Este año fueron pastoras: de las grandecitas. Viven a las dos cuadras, por la calle del Santuario, donde pasa el tranvía y comienza el asfalto; pero en sus casas no las dejan salir a jugar, ni siquiera las llevan al jardín. Creo que tienen coche. Irán hasta las Colonias,14 a jugar con otras muchachas vestidas de seda y con muchachos vestidos de casimir. Juegos sin gracia. Porque nunca jugarán como nosotros, cantando, en mera calle, o en el campo raso. Juegos de manos y de canciones. Nosotros sí les enseñaríamos esos juegos que suenan tan lindo en la tarde y parecen hechos de sueños. Ellas serían princesas: las tres princesas encantadas que esperarían al caballero entre muros de piedras y guardias de gigantes; los hijos del carbonero, los del herrador serían las piedras; los hijos del lechero y los del curtidor serían los gigantes...; no. A ellas les darían miedo, y de veras estos amigos son muy bruscos. Jugaríamos a otra cosa.
Va a dar la una y podrán venir por esta calle, rumbo de su casa. Iré a la sala, abriré el postigo, veré a las gentes que pasan. Renqueando me levanto y voy con trabajos a la ventana. Ya se oye ruido de voces. Campanitas de pastores. Guijolas. Panderos. Ya están saliendo de Misa.
María de los Ángeles me preguntó si iría a la adoración del Niño. Ella va todos los años. Lástima que nos hubiéramos hecho amigos hasta la última posada, cuando se le desprendió una campanita de su báculo y me comedí a atársela; dijo «muchas gracias», como persona grande, y sonrió; en la procesión me junté con ella y le di la mano al subir las gradas de la capilla en que dan la posada; de ella salió presentarme con sus hermanas: María de la Consolación y María Rosa. Ya las conocía, de paso a la escuela; pero nunca las hallé en el jardín, ni en las posadas me animé a hablarles, hasta la buena suerte de la campanita caída, el último día.
La más grande y que parece más orgullosa es María de la Consolación. También... es la que siempre me ha gustado más: porque parece una señorita muy digna, muy de su casa, muy limpia, con unos ademanes muy de princesa y unos gestos de artista; nunca, ni en los libros más bonitos, ni en la Biblia de mi tío el señor cura, ni en las imágenes más perfectas, ni en los cuadernos de dibujo que vienen de Francia, he visto un perfil como el de María de la Consolación, y sus ojos pueden servir de modelo al escultor que quiera hacer la Dolorosa más bella de todos los altares. Se me hacía imposible que pudiera hablarle, arrimarme a ella, en jamás de los jamases; pero María de los Ángeles no es orgullosa, y me habló, y me presentó con sus hermanas; es cierto que María de la Consolación apenas me dio la mano; pero con el tiempo...; aunque María de los Ángeles... Abren la puerta. Quisiera escapar. Se enciende la luz. Mi madre lanza un grito y corre junto a mí.
—¡Qué pasa! —grita mi padre asustado y en menos de un segundo entra a la sala. Lloran mis hermanitas, como si alguien se hubiera muerto. Llora mi madre. Sin saber el motivo, yo también comienzo a llorar. Luego, siguiendo a las miradas de todos, encuentro mi vestido lleno de sangre.
—¿Qué sucedió?
—¿Qué sucedió?
—¿Qué sucedió?
Prefiero callar. Me duele no haberlas visto, entre tantos bultos negros; no haberlas distinguido, entre tantas voces confusas. Y otra vez, sin cesar, el enjambre de lloros y preguntas: —¿Qué sucedió, qué te pasó, que sucedió...?
—Me caí —respondo débilmente, lleno de vergüenza.
—¿Qué andabas haciendo?
Otra vez me callo. Los ojos tropiezan con el espejo y veo que quién sabe en cuánto tiempo no pueda salir a la calle, por los raspones de la cara. Si me viera María de los Ángeles... ¡A María de la Consolación mis raspones le quitarían el orgullo y me vería, aunque con lástima! Saldré mañana para que me vean.
—Que ¿qué andabas haciendo?
—Quería ir a Misa.
—Puros raspones sin importancia. Fue más el susto —dice mi padre después de examinarme, y se marcha.
—Pero parece un Santo Cristo —dice mi madre— y en Nochebuena, por Dios.
Entre enojada y con susto amoroso, más amorosa que indignada, se pone a lavarme con agua tibia, me unta árnica en la cara y yodo en las manos sangrientas, al mismo tiempo que me regaña por «esas maldades».
—¿Hasta cuándo vas a dejar de ser incapaz, muchacho de porra?15 ¿Hasta cuándo vas a tener juicio?
Las manos de mi mamá traen el pensamiento de las manos de María de la Consolación: manos de princesa o de artista.
En la calle todavía se oye ruido de gentes que pasan, chiflando o cantando alguna tonada de Navidad.
EPISODIO DE LA PÁJARA PINTA,
A LA SOMBRA DE VERDE LIMÓN
Habrá visitas o quién sabe en qué estará ocupada mi madre, que no ha salido a meternos de la calle. Ya está bien a obscuras. Hemos jugado todos los juegos, hasta los más simples, y los muchachos aguzados desertaron porque nomás eran juegos de puras viejas. Mi corazón y mi ansiedad saben esperar. Mi cabeza y mis puños resisten las provocaciones de los desertores que quieren arrastrarme. Yo no me voy con ellos. Yo espero, yo espero a la nueva vecina. Pero ni se los digo.
La nueva vecina nos estuvo viendo jugar ayer. Y el color del día, el olor de la tarde, las resonancias de la noche, me han dicho, en secreto, que hoy vendrá a jugar con nosotros.
¿Me habrá visto ayer con sus ojos zarcos? Por suerte hoy es jueves y traigo mi blusa limpia, recién planchada; qué trabajos he pasado para que ni se ensucie ni se arrugue; no he querido jugar donde haya jalones o revolcones. Dicen que la muchacha recién cambiada a la más bonita casa de nuestra calle —la casa que tiene tres ventanas con vidrios y cancel en el zaguán, toda pintada de aceite, los pisos de mosaico—, dicen que es hija de un cantor de Catedral; sus ojos son como mis canicas de ágata verdes, las que ni juego, ni apuesto; las que llevo siempre escondidas para ver con ellas la luz. ¡Qué alegre se ha puesto el barrio desde que ella vive aquí, porque tiene piano y habla con una voz como de vidrio fino! Nunca había oído un piano en el barrio, y ahora ¡tan cerca! Lástima que los muchachos se agolpen en la ventana de su sala y no me dejen verla a mi solo cuando toca. ¡Siento un gusto al oírla hablar, cuando llama al nevero o al vendedor de frutas, cuando sale a despedir a su papá! Le dicen reina, rorra, nena. Me gustaría más llamarla por su nombre. Ha de tener un nombre bonito, o aunque se burlen de mí los muchachos, un nombre bello, tan bonito, tan bello como sus ojos y su voz. Estas mañanas, desde que es mi vecina, golpeo con la cuchara los vasos, la jarra de la leche y la charola, para ver si estos sonidos me dicen su nombre; pero sólo se me ocurren palabras como de franceses o de árabes que no significan nada: pura ocurrencia mía, pero suenan bien y se parecen a los nombres de las hadas y las princesas que salen en los cuentos. Yo no tengo hermanas que la conviden a mi casa, ni ella es todavía amiga de las muchachas que juegan con nosotros. No le hace, no le hace: ella vendrá a jugar esta misma noche. Ha de estar merendando. Por ser el primero en verla asomarse, ni caso hago del juego del navío cargado de... escaleras... embobados... embarcaciones... emperatrices... edenes... esperanzas... enamorados... Ella... ¡Nena!
—¡Prenda! ¡Prenda!
—¡Qué prenda ni qué prenda! Ya salió, ¡ya salió!
—¿Quién?
—Ella; viene para acá.
Sí, ella viene; a distancia nos ve jugar.
—¡Vamos a convidarla!
Y en coro todos repiten:
—¡Vamos a convidarla!
Acepta sin decir palabra. Con una sonrisa. Y este es mi momento:
—Vamos jugando a la pájara pinta, pero de deveras.
—¡No, de deveras, no! —protestan algunas muchachas.
Pero la niña de ojos de ágata y de rizos de muñeca —oh, todo el barrio y la ciudad— premia mi fiel espera:
—Sí, a ver cómo se juega.
Jugamos una vez en rueda, con otra muchacha en medio, pero mi mano derecha hace círculo tomando la manita suave de la nueva vecina:
Estaba la pájara pinta
a la sombra de verde limón,
con el pico picaba la rama,
con la cola movía la flor
¡Ay!, sí; ¡ay!, no; cuándo vendrá mi amor
A cada verso, ella voltea y me sonríe. Luego le toca ser la pájara pinta y mi corazón se me quiere salir; me pongo colorado; se me atraganta la voz; me zumban las orejas; apenas puedo cantar el verso:
¡Ay!, sí; ¡ay!, no; cuándo vendrá mi amor
Ha sido un segundo como una eternidad. Siento frío y calor, alegría y dolor. En este segundo me he preguntado dos millones de veces a quién escogerá.
¡Y me escoge!
Nunca, hasta este momento, entendí lo que mi madre, todos los días, me explica del cielo y del canto de los arcángeles; siempre me había parecido mentira gorda el cuento del pajarito de la gloria que distrajo mil años a un bienaventurado. Ahora... ahora quiero merecer el paraíso y creo en la leyenda de los mil años.
Mi vecina canta:
Me arrodillo a los pies de mi amante.
Me levanto fiel y constante.
Dame una mano, dame la otra...
Sucesivamente —anonadándome, espantándome, arrepintiéndome de proponer tal juego con tan celestial criatura— ella se arrodilla ante la miseria de mi humanidad desarrapada, me da una mano y la otra; fija los ojos en el cielo; esboza otra sonrisa; yo bajo la cara y cierro los ojos; ¡ella canta el verso final!
Dame un besito de tu linda boca.
Mi boca, mi pobre boca seca, descolorida... Su boca, su boca como dulce de frambuesa... Mi horrible boca trompuda. .. Su linda boca fina... Y el griterío de los muchachos:
—¡De deveras, de deveras, dijimos que de deveras!
Mi boca... su boca... mi aliento... su aliento... mi cara... su cara... sus ojos... sus rizos...
—¡De veras, de deveras, ora, de deveras, a ver, de deveras!
Ella sonríe y espera. Hemos quedado de rodillas los dos, frente a frente, las manos en las manos...
—¡Astrid! Reina: ¿dónde estás?
—Me hablan. Ya me voy.
Todavía voltea al llegar a la puerta de su casa. Como me he quedado sin saber qué hacer, el Gorila, a la descuidada, me da un caballazo y me tumba sobre un charco de lodo, mientras grita con gritos de burla:
—¡Atarantado! ¡Trompa de pozole!
Entre la tormenta de carcajadas y silbidos oigo una voz de mujer: —Miren nomás cómo se puso de lodo. ¡Y la blusa!...
Mi madre me lleva de la oreja. En ocho días, en un mes, ¡nunca volveré a la calle! No quiero ver la luz. Quiero vivir en otro barrio, muy lejos. Quiero que se acabe el mundo.
Astrid Astrid Astrid...
Se acaba el año. A mí me da igual. En mi casa es un día como cualquier otro. Una vez me levanté a eso de las once de la noche y salí al patio a ver qué se veía. Sonó el reloj de Escobedo,16 que siempre anda adelantado; comenzaron, con fuerza, los balazos, los toques de postes, el repique general...; yo no despegaba los ojos del cielo; acabaron de repicar, de sonar los postes, de disparar balazos, y nada: ni una nube pasó por el cielo, resplandeciente de estrellas, hondo como un pozo. ¡Y el frío que estaba haciendo! Ya no me pude calentar en toda la noche. Otro día, en la casa, todo igual; en la calle, nomás las gentes que se encontraban y, por no dejar, se decían «feliz año nuevo», pero no cambiaba nada. Dice mi tío Manuel que en Estados Unidos sí se celebra bonito el año nuevo: salen todas las gentes disfrazadas; ha de haber carros alegóricos, no hay quien deje de alegrarse y hacerse regalos; en todas las casas hay fiestas; dizque comen pavos:17 esto es lo que me parece increíble: ¿de dónde sacarán tantos pavos, que aquí son tan raros? Yo nomás los he visto con sus colas de obispos, en los jardines y las azoteas de casas ricas, y eso, muy contados; ¿qué harán los gringos con tantas plumas de pavos? En la rinconera de mi casa hay un florero con tres de esas plumas, que son el gran lujo de la sala; sin chanza: se ven bonitas; parecen aquellos abanicos grandotes con que pintan a los criados que acompañan en la historia a los faraones de Egipto y creo también que al Santo Padre de Roma. A lo mejor ni son pavos lo que comen este día los gringos; serán pollos finos, o, a lo más, guajolotes. Bueno, sí, es cierto, ya lo quisiera yo; en mi vida, sólo una vez he comido guajolote: el día que mi papá y mi mamá fueron padrinos de una boda, creo que cuando se casó el maistro Godínez, que es tan buen albañil y tiene tanto trabajo. Por cierto que estaba re suave el pepián y yo le entré macizo.
Tampoco a mis amigos del barrio les ha de importar mucho que sea el último del año, y mañana el año nuevo: los hijos del zapatero tendrán que ayudarle a su jefe, toda la noche, hasta la madrugada, para entregar mañana el quehacer; el sobrino del sastre no se escapará de hacer ojales y pegar botones, aunque mañana sea día de fiesta; los muchachos de doña Petra amanecerán sin qué comer, tendrán que andar pidiendo fiado y prestado; yo tendré que levantarme temprano a regar la calle y a hacer el mandado; ¡qué chiste va a tener para nosotros el año nuevo! Antes de acostarnos, agarraremos piedras y sonaremos los postes: eso es todo. Orita, jugaremos, antes que den la oración. Está bueno lo que dice Martina: jugaremos, en rueda, a coro:
El florón anda en las manos,
en las manos, el florón;
y el que no me lo adivine
será burro cabezón...
—Vámosle cambiando mejor así:
El florón anda en las manos,
en las manos del señor,
y al que no me lo adivine
se le parte el corazón...
Bonito que canta Chole, cuando canta sola.
—Ora, todos, en un tiempo:
El florón anda en las manos...
A Conchita le toca decir:
Florón, florón,
¿quién lo tiene?...
Yo estaba pensando en flores, en manos, en corazones, y sentí suavecito, una mano, una flor, no...
—¡Perdió Mónico!
...no, flor; no, sí, yo perdí, era un pañuelito de seda, suave, hecho nudo como un corazón, blando, y no lo pasé; me entretuve, tentándolo, porque sentía suavecito.
—Paga tu prenda, Mónico.
Era el corazón, era el pañuelito que prestó Chole para el juego. «Se le parte el corazón...» Se me partió.
—Muchachos, áhi viene la Chaveta, córranle.
Algunos no alcanzamos a correr, y llegó la Chaveta:
—Quiero jugar yo también.
Es el azote del barrio: ojos saltados, muchachas estrujadas, vidrieras rotas, seguro que había sido la Chaveta; no hay pleito en que no ande, ni juego que no acabe en pleito; por eso le corremos cuando llega; en una fundita trae siempre una chaveta; por eso le dicen así; y no se tienta el corazón para sacarla y herir al que se le ponga por delante; ¡las pilas de veces que se lo han llevado a la comisaría! También le dicen el Terror de los Mares.
Silencio en las filas.
—¿No oyeron que yo también quiero jugar?
La voz ronca, los ojos fruncidos, el ademán provocativo.
Martina, de pronto, se le adelantó:
—Está bueno. Vamos a jugar. Pero yo ya estoy cansada de que abuses por el miedo que te tienen. Si quieres de veras jugar, has de portarte en juicio, o yo te pongo en paz; yo no soy como éstos; yo no le tengo miedo ni al diablo; eso bien lo sabes, y no porque soy mujer, me voy a dejar ni nadie; estoy curada de espantos, y por algo le he podido ayudar a mi madre en hacer la lucha solas; para mantenernos, sin dejarnos de nadie. Con que, si quieres jugar, por principio de cuentas préstame la chaveta.
Estábamos como quien va al cine por primera vez. Yo, francamente, sentí vergüenza de que una mujer nos pusiera la muestra; sucediera lo que sucediera, yo no me habría de quedar atrás. Seguíamos callados. Martina, calmuda, tenía su brazo musculoso y su mano prieta, fuerte, como de hombre, esperando que el Terror de los Mares le diera la chaveta. Martina y su madre andan siempre, como quien dice, entre las patas de los caballos: venden comida a los peones, a los carretoneros, a los soldados y a los gendarmes; nadie les falta al respeto, y cuando alguno se les pone pesado o no les quiere pagar, pobrecito de él, no le hace que sea quien sea: le alegan, no se dejan, lo agarran con puro pote;18 si es necesario, lo llevan a la comisaría; y al mismo tiempo son muy caritativas; no vean un pobre, o un niño, o un perrito con cara de necesidad, les dan de comer, los admiten en su casa, les regalan alguna ropita vieja. Yo soñé una vez... Ahora que me estoy fijando, tengo la mano hecha un puño, y lo mismo el Meco, el Canelo y la Sandía. Junto de mí, casi atrás de mí, Chole, temblorosa, sin ánimo de correr. Ni volteo, pendiente de lo que vaya a hacer la Chaveta; pero siento la respiración agitada de Chole. Una vez soñé que Martina era Chole, y Chole —terrón de azúcar, polvorón de manteca— era Martina; soñé... Después de muchos gestos y torcimientos —se sacaba la mano de la bolsa, se metía otra vez—, la Chaveta escupió por el colmillo, sacó el arma y se la dio a Martina:
—Nomás porque eres de temple y así me gustan las mujeres. Andamos caballo a caballo, o como dicen los catrines, porque estamos al par con Londres. Y si hay alguno que no le guste o crea que es miedo, nomás me tose. Vámosle dando al juego: un jueguito de mucho vacilón.
—Aquí juegas lo que nosotras queramos, si te gusta, y si no, ahueca el ala cuando quieras.
—Mira, Martina, vete despacito y no confundas Corpus con Semana Santa; en fin, no vamos a pelearnos tú y yo por estas cosas. Vamos jugando a lo que quieras.
Chole dijo:
—A los encantados. Ya está encantada la Chaveta; córrele, Mónico —y mientras corríamos, me rogó—: Sígueme hasta la casa; le tengo miedo.
Llegamos al zaguán. Quise volverme, para que no dijeran que yo también había corrido. De todos modos, el día que me encontrara, se la pagaría. Haciendo de tripas corazón, volví a la esquina. Todos habían corrido, dizque a beber agua. La Chaveta estaba furioso. Martina le sacaba plática y yo también comencé a preguntarle qué llaves nuevas sabía. Se le distrajo el coraje. Quedamos buenos amigos. Se aburrió, pidió la chaveta y se fue.
—Le das este pañito a Chole —me encomendó Martina—. Si quieres comer buñuelos, anda ora a la casa. A mi madre le gusta despedir el año.
Entonces me despedí de Martina. («A ver si me dejan.») Mañana es Año Nuevo. No me había despedido de Chole.
Florón, florón,
¿quién lo tiene?
—Aquí está tu pañuelito. Mejor me lo dieras.
—No. ¿Para qué lo quieres? Además, ya sé que vas a ir a los buñuelos, en casa de Martina.
—¡Cómo quieres que vaya, si ni me dejan! Además, ya sabes que a mi mamá no le gustan esas gentes.
—Pero te gusta a ti.
—En resumidas cuentas, ¿me das tu pañuelito? ¿Sí o no?
—Ya te dije que para qué lo quieres.
—Lo quiero de recuerdo de este año.
—No, porque te vayan a regañar si te lo ven.
—¿Quién puede regañarme a mí? Dámelo, Chole.
—Bueno, pero lo escondes bien, y si vas a los buñuelos me lo devuelves. Mejor fueras a la iglesia; mi mamá y yo vamos allí a despedir el año.
Entonces me despedí de Chole. Un ratito le detuve su mano en mis manos. Me acordé cómo va el juego:
El florón está en las manos,
en las manos del señor...
—Pero de veras, dime, ¿para qué lo quieres?
Y el que no me lo adivine
se le parte el corazón...
«Burro cabezón —pensé al llegar a mi casa—, burro cabezón: Chole quería que le dijera alguna cosa, como de novios, seguro, cuando tanto me preguntaba para qué quiero el pañuelo. Soy muy burro cabezón, mala tanteada. Pero la verdad, la verdad es que no me animé a decirle lo que quise decirle».
Y al que no me lo adivine
se le parte el corazón...
Se está metiendo el sol. El último sol del año. Pero mañana, el mismo, saldrá a la misma hora, a la hora en que me levante a regar la calle, igual que todos los días.
Se metió el sol. ¡Tengo unas ganas de buñuelos! Pero también me gustan mucho los polvoroncitos de manteca que se deshacen en la boca de puro suaves. Mi merienda consistirá, como todos los días, en un jarro de leche con una semita rasposa. Tengo que hacer unas cuentas de la escuela, pero mañana será otro día, para eso; ahora voy a pintar, a colores, dos paisajes que digan «Feliz Año Nuevo»: uno para Chole y otro para Martina. ¡Qué suave roza mi frente y mis cachetes el pañuelito del florón! ¿Y si me dejaran ir a los buñuelos, aunque sea un ratito? Los paisajes serán de fantasía: el «Feliz Año Nuevo» irá en uno como a modo de listón, sostenido por dos pavos reales, color de tornasol; y abajo, la Chaveta caída, como el demonio vencido por San Miguel; en el paisaje para Chole, dos palomitas blancas, con un pico rojo, saliendo entre montañas verdes, en un marco de flores azules, amarillas, encarnadas...
Y si no me lo adivinan,
se me parte el corazón.
EL EPISODIO DE LAS HEBRITAS DE ORO
Ya pasó la Nochebuena y pasó el Año Nuevo. Ya pasaron los Santos Reyes Magos. Ya guardó mi mamá la capita de pastor que llevé a las posadas y a la adoración del Niño; el báculo ha sido convertido en caballo para jugar a los soldados. Ya guardó mi tía el pandero y las guijolas. Están quitando el Nacimiento: la sala como que se ve muy vacía y tonta. Ya no habrá piñatas, ni fiestas. Las calles están más obscuras. El frío es más fuerte. Nos acostamos tempranito, sin sueño. Ya se van a acabar las vacaciones. La escuela... un día sí y otro también. Para colmo, ha comenzado a llover a toda hora una lloviznita obscura. El mundo está triste, no nomás nosotros. Qué aburrimiento de enero sin fiestas. ¡Volver a la escuela! Hasta dentro de un año podremos comer buñuelos. Pero lo más triste, lo más sordamente triste es esto: mi prima, que vino unos días de visita, se vuelve mañana al rancho. Cuando vino, mi casa cambió. Ahora, mi casa volverá a ser como antes y yo me aburriré más en ella. Ni quien la anime con tantos inventos de juegos bonitos y pláticas sabrosas: que allí viene la culebra y azota los cuamiles, que allí viene el coyote y se come las gallinas, que allí viene la lluvia y nacen las milpas, que allí viene el nahual y se pierden los niños... Ni jugaremos a los yunteros, a los sembradores, a los amansadores, a los piscadores... Mi prima, la de las trenzas de oro y los chapetes de manzana. Qué fuerzas tiene y qué voz tan rara, como ronquita, como atipladita: yo le hago burla de sus palabras y de su tiplecito, remendándola; ella se enoja de mentiras y también remeda las palabras que he aprendido en la escuela; al fin, me gustan más sus modos de hablar y siento vergüenza de los míos. Mi prima, tan franca, tan alegre, tan decidida e inquieta. Así han de ser el aire, y las tormentas, y los ríos, y el sol del rancho. Ya dijo mi papá que en tiempo de aguas iría yo al rancho: caminaré entre las milpas, atravesaré los arroyos, treparé las barrancas, estaré todo el día viendo el campo y el cielo; entonces sí me levantaré muy temprano, sin pereza, a ver el lucero del alba; iré a caballo, con mi prima y con mi tío, hasta muy lejos, a conocer muchos ríos, y campos, y pueblos. Sabré todo lo que sabe mi prima. Conoceré por sus nombres a las estrellas. Profetizaré cuando llueva o haga viento. Me enseñaré a nadar y a jinetear. Regaremos la huerta. Contaremos frutas. Y volveremos a jugar, en un patio muy grande, que le dicen de la trilla, el juego de las hijas del rey. (Mi tío, con su larga barba dorada, parece uno de los reyes magos.) Volveré a cantar como en estos días:
Hebritas, hebritas de oro,
se me viene quebrando un pie,
que en el camino me han dicho,
lindas hijas tiene el rey.
Y nada me importará que alguna muchachota fea del rancho que figure la «madre» de las hijas, como aquí la sobrina del zapatero —tan gorda—, me grite:
Téngalas o no las tenga
nada le importa a usted.
Yo les enseñaré mi espejito francés o un pañuelo de seda, como aquí le he enseñado a la zapatera una de mis ágatas más bonitas:
Ya me voy muy enojado
de los palacios del rey,
que las hijas del rey moro
no me las dan por mujer.
Y por el interés del espejito o del pañuelo, la «madre» me llamará:
Vuelva, vuelva, caballero,
no sea tan descortés,
y de las hijas que tengo
escoja la más mujer.
Con qué gusto y prontitud escogeré. La más mujer, más mujer que yo más caballero, pues ya es una muchacha hecha y derecha, tiene cinco años más que yo, sabe hacer de comer, y barre, y lava, y cose... Con qué gusto y prontitud me dirigiré a mi prima:
Esta escojo por mi esposa,
y por mi mujer también,
que parece una rosita
acabada de nacer.
Entonces ella sonreirá, no porque me vea más chico. Me tenderá las dos manos. Yo me estremeceré sin saber por qué, imaginando muchas cosas, queriendo ser más grande y tener un palacio como los de los cuentos. Así pasará la tarde. Y llegará la noche. Y mi prima, siempre alegre, me irá enseñando el nombre de las estrellas y la historia del cielo. Enero, febrero, marzo, abril, mayo... Faltan cinco meses para las aguas. Cinco siglos. Quisiera ser dueño de los meses y darles vuelta tan aprisa como a las hojas de este calendario, como a las manecillas, siempre perezosas...
—Gabriel, vas a descomponer ese despertador, muchacho de porra.
—Es que anda muy despacio. ¿Cuántos minutos tiene cinco meses, mamá?
—Muchacho indecente, ya moviste el reloj, anda a la tienda a preguntar qué horas son.
En el camino voy haciendo la cuenta: sesenta minutos —¡cuántos!, una hora, veinticuatro horas, un día; treinta...
—Las ocho y cuarto.
Las ocho y cuarto. Las ocho y cuarto, ya. Y no ha vuelto del centro, con mi tío, mi prima.
Cuando llego a dar la hora, mi papá y mi mamá platican. Como no me advierten, me escondo tras de la puerta y oigo:
—Siempre se resolvió Cipriano a ponerla de interna y quiere que nadie sepa en dónde. A ver si se le olvida el novio, porque sigue encaprichada en el casorio. Y lo peor es que ya se vino a seguirla. Dicen que es el empleado en rentas en Teocaltiche, fíjate, para las pulgas de Cipriano. A mí lo que me puede es que ella no cumple todavía los quince años. Yo no sé cómo se le ha puesto eso en la cabeza y menos si nada le falta, pues Cipriano le cumple todos sus antojos. Ni por esas. Que se casa y que se casa...
(Hebritas, hebritas de oro... lindas hijas tiene el rey... que parece una rosita, acabada de nacer... Téngalas o no las tenga, nada le importa a usted...)
¡Yo podría pegarle al novio, desbaratarlo! ¡Tío, vamos desbaratándolo! ¡Lo arañaré! ¡Lo morderé rabiosamente!
En vano. Ella me sonreiría con firme contento y ahora es la que me diría: «poco le importa a usted».
Son las ocho y cuarto de la noche. Y es día nueve de enero. Viernes. Nunca voy a olvidarlo. Tengo mucho frío. Me duele la cabeza.
EPISODIO DE LA NARANJA DULCE Y LOS ADIOSES
Ya nos vamos a cambiar a otro barrio, yo no sé ni a dónde. Mi papá consiguió ya el fiador y trajo las llaves de la casa nueva. Están arreglando todas las cosas porque mañana, muy temprano, vendrán los cargadores con sus carros. Mañana ya no iremos a la escuela. Mañana también, figúrense, ya no jugaré con ustedes, Manuel, Ramón, Vicente, Carmen, Marta, Rafael... Contigo, María de la Luz. (Y esto te lo digo más con los ojos que con la media voz hecha llanto.) Ya no jugaré con ustedes. Siento como si me fuera a morir. Yo no quisiera cambiarme. No quisiera cambiarme. Quisiera (también te lo digo a media voz, casi con los ojos), quisiera quedarme a vivir en tu casa, María de la Luz. ¡Qué bonito sería! Como hermanos; pero como hermanos distintos...; yo no sé cómo decirte lo que te quiero decir...; como hermanos que echan de ver que son hermanos y no se pelean, y viven siempre muy contentos, y se convidan sus golosinas. ¡Vivir en tu casa, jugar todas las noches y en el día, ir juntos a la escuela, a la iglesia, a pasearnos; desayunarnos y comer juntos; platicar sin que nos cansemos! Pero no se puede. ¡Qué tristeza que no se pueda! Tener que cambiarme y acaso no volverte a ver. No volverte a ver. Como si nos muriéramos o lo que es más feo: pensar que después de mucho tiempo, si nos encontramos en el centro, o vengo yo al barrio, o pasas tú por mi casa, ya no has de querer conocerme, no me hablarás, o me hablarás de usted, por mi apellido, como otros muchachos. Qué feo. Qué feo. Tener que cambiarme lejos; dicen en mi casa que al fin del mundo, por un rumbo opuesto. Mañana.
Mañana en la noche ya no podremos jugar. Ahora podríamos jugar hasta muy tarde, pues no me hablarán; hay visitas en mi casa, que van a despedirse; y también están ocupados en arreglar las cosas; ya desarmaron las camas; ahora dormiremos nomás sobre los colchones, en el suelo. Podríamos jugar hasta muy noche; pero no tengo ganas de jugar. Deja que jueguen los muchachos, deja que se vayan. Tú y yo vámonos quedando aquí en el batiente de la banqueta, a platicar. Soy medio mudo, por tímido, bien lo sabes; casi no sé platicar; pero ahora se me ocurre decirte tantas cosas: de lo que sueño, de lo que divago cuando me quedo largos ratos como distraído, de mis cuadernos de dibujo y más libros de cuentos, de historia y de geografía; platicarte lo que pienso ser de grande, y las aventuras que voy a tener, y las casas y monumentos que voy a construir, y el palacio con jardines y huertos que tendré para mí, a donde me gustaría que vinieras porque habrá muchas rosas de espina, y cascadas de jazmines, y árboles florecidos de azahar, y muchas frutas, y fuentes de agua cantadoras, y pájaros. Te regalaré unos palomos colipavos mansitos, mansitos, con ojos como los tuyos, tan tiernos... Te regalaré...
Ahora sí es llanto mi voz...; no: mi pensamiento, mi sentimiento. Ahora que María de la Luz se ha ido de conmigo a juntarse a la ronda que juega la «naranja dulce»; se ha ido, después de un largo silencio en que yo no hallé cómo decirle que me voy a cambiar, ni cómo empezar a platicarle todo lo que estoy imaginando.
—¿No tienes tú ahora un cuento bonito que contarme? —me dijo. Y como yo siguiera callado, buscando el modo de empezar a platicarle, ella se fue corriendo y cantando:
Naranja dulce, limón partido,
dame un abrazo que yo te pido.
Naranja dulce, de luz, como su nombre. Agrio limón partido, rajado: mi corazón sin ánimo. ¿Por qué no me decidí a hablar, a contarle mi pena por dejar el barrio, por dejarla a ella? Dulce naranja que esconder en la bolsa, para la hora del recreo, o para antes, cuando esté distraída la señorita y, a escondidas, detrás del condiscípulo, podamos ir chupando con todos los labios, oprimiéndola poco a poco hasta beberle todo el jugo, dulce naranja. Mala María de la Luz, que no sabes adivinar lo que he querido decirte, lo que tanto pensé decirte, sin saber cómo empezar. Agrio limón de mi destino, mala suerte partida que me escaldas cuando te muerdo. Cuando me muerdo los labios con rabia, tomo una resolución y corro a tiempo de ganar el centro de la rueda de muchachos, y cantar, a gritos, con la devoción con que canto en la iglesia:
Naranja dulce, limón partido,19
dame un abrazo que yo te pido.
Si fueran falsos mis juramentos,
en otro tiempo se olvidarán.
Toca la marcha, mi pecho llora,
adiós, señora yo ya me voy.
Creo que sale luz de mis ojos, que hormigas poderosas mueven mis brazos, mis piernas, que acabo de estrenar nervios nuevos, tirantes que mi mano podría mover al mundo y alcanzar las estrellas...; el mundo, como una naranja dulce...; la naranja, como unas mejillas...
Naranja dulce, limón partido,
dame un abrazo que yo te pido...
Me admiro yo mismo de sentir tantas fuerzas, como nunca.
Podrían mis brazos, sí... Antes que acaben de cantar los muchachos, pueden mis brazos... ¡ceñir a María de la luz!
Más que en el juego. Como en la vida. Como en el sueño. Apretadamente.
¡Ora, ora, así no: nomás la mano; así no, prieto encajoso, suéltala...
Pero en mi interior, un coro celestial de mil voces como en una catedral del cielo, ahora todos los ruidos del mundo.
Naranja dulce, dulce naranja...
Agrio. Agrio despertar a lo que es de veras. Su papá, empleado del gobierno, pienso. Mal encachado. Gritón. Asusta con sus bigotes y sus ojos saltones, de tomate. El hermano, militar. ¿Cómo caí del cielo a estos malos recuerdos? No, no caí; me bajaron de un puntapié, agarrándome furiosamente del brazo, estrujándome. No cambié el gusto por el susto, ni dejé la prenda por miedosos recuerdos. Cuando pensé en los bigotazos, fue porque ya el señor me tenía bien agarrado. Cuando recordé al hermano, fue porque ya me había dado una patada. Todavía manaban los secretos chorritos de la canción.
Naranja dulce, limón partido...
Partido. Partida, deshecha, mi fuerza de titán. ¡Qué iba a poder el mundo, si ni siquiera puedo librarme de las tenazas que me aprietan! Empleado del gobierno. Creo que en una comisaría. Comisario. Más que gendarme. La cárcel. Del cielo al infierno en menos de un abrir de ojos. Tiemblo. Como cuando tuve fríos. ¿Dónde están los muchachos? No me ayudarían, no. ¿Dónde están los muchachos? ¡Ah, sí, luego luego corrieron! ¿Me ayudaría María de la Luz?
—Ora lo verás, vago bribón; te voy a enseñar a jugar como los hombres, a ver si te aguantas.
Parezco títere de hilacho.
—Déjame matarlo, papá. ¡Ahórcalo! —adivino que pide el hermano militar.
—Déjanoslo a nosotros —dicen los demás hermanos.
—Ora verán, ora verán; háblenles a los policías.
Parezco muerte de alambre, palúdica.
Allá vienen, allá, en la otra cuadra, los policías; traen las linternas debajo de las capas; esto los hace más fantasmas. Corren unos muchachos curiosos que venían siguiéndonos. Se cierra, con mucho ruido, una puerta. Se cierran mis ojos. Corren muchas cosas que recuerdo: aquel fusilado que unos policías llevaban en un carro de mano, aquella curiosidad miedosa con que me asomo a la comisaría cuando voy a la escuela, aquel coraje que me da cuando los gendarmes golpean a los borrachitos. Y otra vez abro los ojos y pienso decir:
—Nomás estábamos jugando.
Pero muerdo los labios y la disculpa. Soy hombre. Ya vienen los cuicos. Calabozos. El calabozo de la escuela será el cielo, comparado con los calabozos de la comisaría. Tormentos. Borrachos que vomitan sobre los otros presos. Trasquilada. Madrugada para ir a la cárcel grande, a media calle, entre la patrulla. Mi papá. Mi mamá. El terrible recuerdo de mi papá y mi mamá. Ya habrán ido a rajarse algunos muchachos. Ir a la cárcel. Tengo apenas nueve años. A la cárcel. Un sudor se me viene y otro se me va, nomás de pensar lo que dirá mi papá. Ahora sí voy a suplicar. Pero una voz de mujer, unos ojos de niña, hablan por mí:
—Déjalo, no seas grosero —(Es una María de la Luz ya señora, pero con los mismos ojos buenos de mi María de la Luz.) De mi María de la Luz que viene escondiéndose, repegadita a su mamá, y dice con los ojos.
—Déjalo, estábamos jugando.
Ya están aquí los gendarmes. Boruca de voces. El papá regaña a la mamá. La mamá al papá y a los hermanos. Los hermanos a unas señoras compadecidas. Las señoras compadecidas a unos muchachos entrometidos. Los muchachos entrometidos dicen mi domicilio. Las mujeres dicen el nombre de mi mamá, afligiéndose. Crece la bola y la boruca. Al fin oigo una voz gruesa:
—Miren, señores, es una criatura y al cabo andaban en la calle; yo me comprometo a que en su casa le den un buen castigo...
Es un señor que se junta con mi papá a leer El Regional y a hablar de política. Pero otra vez hablan todos. Y llega un comandante, montado. Le habla, le alega el amigo de mi papá. Alega el hombre de los bigotazos. (Ha de ser padrastro de María de la Luz, tan buena.) «Perjudicar». «Cuidar la muchacha». «Vagos». «Escuela». «Conducta». «Aprovechamiento». «Pobres». «Mi amigo el inspector general». «Compasión». «Pase por ahora». «Compromiso», «Hablar con el padre». «Mala educación». «Bueno». «Bueno». «Bueno».
Cuando, yo no sé cómo, llego a la puerta de mi casa, suenan, más tristes que nunca, los clamores de las ocho de la noche: en el cuartel, clarines muy largos, muy tristes; en la torre, campanadas muy pausadas, muy roncas. Luego, más fuerte que otras noches, me rasguñan el alma los lejanos y vagos pitidos del tren, allá en la estación. Un tren que se va, se va quién sabe a dónde, pero seguro que muy lejos, muy lejos. Los clarines como que me pican la frente y el pecho de un lado a otro. Las campanadas como que me apachurran en un sepulcro. Esto es, seguro, lo que llaman la angustia. Una tristeza muy grande en lo más hondo de la frente y el pecho; yo creo que en el corazón y en el cerebro; una inquietud en los pies, en la lengua. Saliva. Saliva. Saliva. Quiero echarme a andar, a andar, como judío errante, por donde se van los trenes. No, mejor quiero estarme acostado muchos días, muchos días. La eternidad. Así es cuando pienso en la eternidad. Dolor de eternidad, no sé si por el castigo que me espera, si por el escándalo que hice, si por las lágrimas calladas de mi madre, si por el silencio de muchos días en mi padre, si por la horrible familia de María de la Luz, si por sentirme ser nada en el mundo o porque mañana no viviré en esta casa, en este barrio. Ahora recuerdo una canción que cantan mis tías: la vida pasa como una nube. La vida pasa. ¿Por qué pasa la vida? Agonías. Cuerpos tendidos. Entierros. Vuelta del camposanto. Bailes otra vez. Y el muerto sin salir del hoyo. Bailes. Velorios. La eternidad, como una punzada. Siguen tocando los clarines de las ocho de la noche. Pienso otra vez en María de la Luz. Como que quiero llorar. Muy adentro, acabo la canción del juego que no pude cantar, que quise cantar, que canto con mucha devoción de tristeza y con dolor de eternidad:
Toca la marcha. Mi pecho llora.
Adiós, señora, yo ya me voy.
Quién sabe de qué tengo ganas. Quién sabe por qué estoy así. Quisiera saber. No sé lo que quisiera saber. Yo creo que quisiera saber por qué me entristecen, a las ocho de la noche, la hora de las ánimas, los toques de clarines, los pitidos del tren, las campanas que doblan. Limón. Naranja. Mañana, en la otra casa, a esta hora, tendré la misma tristeza. Porque recordaré a María de la Luz, porque oiré los clarines, y el tren, y las campanas. A las ocho de la noche. Y más, si una orquesta callejera suena, y si aúllan los perros, y si pitan los gendarmes. En la noche. Obscura. Eterna.
Si fueran falsos mis juramentos...
No. Nunca la olvidaré. Ella sí, quién sabe, naranja dulce. Pero estará conmigo, sin que la vez, siempre, por una eternidad, a las ocho de la noche, limón partido. (¡Dame un abrazo que yo te pido!)
EPISODIO DE CUANDO NOS CAMBIAMOS, EN EL QUE SALEN LAS CAMPANAS, EL JARDÍN Y UNA MUCHACHA QUE SE LLAMA ESPERANZA
Nos cambiamos hasta por Mexicaltzingo. Qué extraño es todo por acá: hasta los ruidos y el color de las cosas. Estoy como si en sueños alguien me hubiera llevado a un país muy distante; casi ni entiendo el modo de hablar que tienen las gentes del barrio, dice mi papá que a buen paso se hará más de media hora para llegar al Santuario: como quien dice, el fin del mundo. Lo que más extraño son las campanas:20 qué distinto suenan las de por acá: éstas de Mexicaltzingo, como cascadas, gruesas, en nada se parecen a aquellas de la Parroquia, y a las también alegres de la Inmaculada, de los Dolores, o a las campanitas, como niñas vergonzosas, de Belén y de la Preciosa Sangre; ni menos a las de San Felipe y San Diego, que también se oían de la casa y merecerían estar en Catedral. Qué bonito era, en la tarde, o en la mañana, muy temprano, cuando salía el sol, allá por el mes de marzo, o por el mes de noviembre, subir a la azotea y estar oyendo, primero unas, después otras, y a veces todas, cómo tocaban las campanas del barrio: ¡se oían con una claridad hasta las del Refugio y San José! Algunas tardes podíamos oír las pláticas de los campaneros y sus gritos, en el campanario del Santuario y en el de la Inmaculada; y otros ruidos, que en junto, a mí me parecían como misterios cantados en iglesia de una nave altísima, pintada de escarlata y morado encendido, como el cielo de mi barrio en aquellos meses. Deveras, qué bien se oyen los ruidos en el aire transparente, lleno de luz: cuando yo salía de la escuela, por el camino de la casa, pisando la alfombra de sol como sangre de toro y el principio de mi sombra larga, bien recortada, me entraban ganas de correr, hasta salir al campo, hasta llegar a la barranca, donde se me hiciera noche, aunque sabía que de vuelta, entre la obscuridad, como muchas veces que he ido a Mezquitán, a los Colomos, a la Experiencia y a veces he llegado a Arcediano y cerca de Huentitán,21 había de volver con una tristeza como para morirme; también en la azotea, esas tardes, sentía impulso de correr por las bardas, y gritar, y cantar; una vez me caí en el corral de una casa y por poco me mata un perro a mordiscos; yo nunca volveré a sentir un gusto... creo que se dice una alegría, si, una alegría tan grande como la primera vez que subí a la azotea, y más, la tarde que, a escondidas de don Timoteo el campanero, pude subir a la torre del Santuario: el aire se me hacía distinto y me daba gusto respirar, y ver el cielo, y comparar a mi altura las ramas de los fresnos y medir, chiquititas, las gentes que iban por las calles, por el jardín; los muchachos que jugaban en las banquetas; y saber cómo eran, por dentro, las casas de los Sánchez y de los Corvera, y de los Moras, y la del licenciado Navarro: las casas de los ricos, que están junto al jardín; y las otras, cada vez más pobres, hasta hallar la mía, llena de goteras —aunque todas, casi, tenían estas cicatrices—; me sentía dueño de la ciudad, y de las torres de Catedral, como sorbetes, que por primera vez no veía de abajo a arriba, aplastándome; se transparentaban los cuerpos de las gentes, las paredes de las casas, las torres de los templos del aire mismo eran como un cristal iluminado; entonces apenas sabía que hay un barrio de Mexicaltzingo, muy lejos, por el rumbo opuesto, más allá, mucho más allá de la estación, por el rastro, donde viven los matanceros y los ferrocarrilleros, en que hay diario muchas muertes, y escándalos; este barrio de Mexicaltzingo, en que uno vive como a media calle, y todo el día y toda la noche pitan y pasan trenes, tan cerca como si fuera en el patio, y no lo dejan a uno en paz tantos ruidos: de coches,22 de gentes que platican a gritos, de fonógrafos, al grado que no se oyen las campanas de Catedral, si no es en la madrugada, cuando el alba; por eso, seguro, no he dejado de pensar, no me canso de pensar en aquel barrio mío tan diferente y silencioso, en donde todas las gentes se conocen, y se saludan, y hablan con voz leal, y viven en paz, y se divierten sin gritos, sin escándalos, aquellas tardes en que mi papá nos llevaba al barrancón y, primero, con otros muchachos, jugábamos juegos de misterio, de bandidos y revolucionarios, saltando barrancos, metiéndonos en las cuevas, atravesando, a gatas, a obscuras, los taladros, que son como unos túneles angostos, largos: dicen que uno llega hasta Huentitán;23 después jugábamos al júntate con dos, a las casitas de alquilar, a los encantados, a la roña, o juegos de prendas, en que los castigos eran servir de mesa de comisaría, o de espejo, o el quién te puso así..., o qué le van a dar a este soldadito para su camino...; después me gustaba apartarme de todos, subir a alguna lomita o algún árbol para ver cómo iba cambiando de color el peñón del Mexicano, que es como un espejo del valle, más allá de la barranca, y cómo se iban perdiendo en sombras el cerro de la Higuera, el cerro de Ixtlahuacán, los cerros de Río Blanco; de cuando en cuando, volteaba a ver las torres de Zapopan que, con el sol de la tarde, ya no parecían de azúcar, sino de nieve de pitaya; y más allá, el cerro de Tequila, con su joroba como chichita de lima; se hacía noche; mi papá, mi mamá, nos gritaban que «ya era hora», y volvíamos por la espalda del Hospital, bajo los árboles del Lazareto donde están, qué miedo, los enfermos contagiosos; pasábamos por la puerta del camposanto de Santa Paula, que ya estaba cerrado: habían soltado los perros bravos, abalanzados sobre el cancel, ladrando rabiosamente; por las dudas, caminábamos por la acera de enfrente, de donde apenas podían ya distinguirse, casi con luz de foco, las figuras del Tiempo, que destapa una calavera, y las miradas, y las coronas bajo una guadaña, que están en el pórtico; al llegar al jardín botánico, torcíamos para la casa; en las esquinas, como muy lejos de mí y muy fúnebres, tocaban los cilindros; casi siempre me dolía la cabeza y me sentía triste, quién sabe si de pensar que otro día era día de escuela...; ahora, si quisiéramos ir al barrancón, tendríamos que tomar un tranvía «Norte y Sur»; a pie, yo creo que nunca llegaríamos; también me acuerdo mucho de aquellas noches en que mi mamá nos llevaba al Santuario: a la salida, siempre nos quedábamos a jugar en el jardín, bajo los altos fresnos, corríamos por las callecitas, andábamos trepados en los bordes de las pilas, subíamos hasta la estatua de Hidalgo y le agarrábamos el estandarte, el gusto era encontrarnos con muchachos y muchachas que no eran vecinos de calle: yo me quedaba ancho de que estos otros también me nombraran capitán cuando jugábamos a los bandidos o a los soldados, y de que estas otras muchachas, algunas medio elegantiosas, quisieran platicar conmigo; hacíamos mucha gritería para que mi mamá no oyera las nueve del reloj y nos dejara otro ratito, aunque casi nunca lo conseguiríamos... ¡Eh, quiénes estarán ahorita en el jardín!, ¿irían Fausto, Ricardo y Adolfo?, ¿iría aquella muchachita vestida de negro, que el otro jueves me dio mucha lástima cuando me contó la forma en que mataron a su papá?, ¿iría la amiga de mi hermana, aquella muchacha risueña y chapeteada que le dijo a Teresa: «qué mono es su hermano», y a la que quise granjear más, cortando para ella unas flores del jardín, a riesgo de que me viera el gendarme? ¡Tan bonito mi barrio antiguo! ¿A qué estarán jugando ahorita los muchachos vecinos? Quién sabe si jueguen a la canasta:24
Traigo mi canasta
llena de confites.
Te quedaste sola
porque tú quisiste.
Y por no quedarse sola, Esperanza se deja abrazar de alguno de los muchachos, quién sabe si de Roberto, que le tenía tantas ganas; pero el miedo no anda en burro, sí, el miedo a mis puños; de eso se valdrá el collón: de que estoy lejos. ¿Se acordarán de mí? Todavía antenoche jugábamos al Armadruz. ¿Se estará acordando Esperanza de que yo era Armadruz y ella doña Juana?
Armadruz, señores.
Vengo de la Habana,
de cortar madroños
para doña Juana.
Le conocí en los ojos que ella sabía que iba a escogerla para seguir el juego:
La mano derecha
y después la izquierda;
y después de lado;
luego de costado;
una media vuelta
con su reverencia...
De modo que cuando a Roberto le tocó ser Armadruz y dijo con su triplecito de vieja o de chiqueado:25
Tin, tan, llaman a la puerta...
Esperanza, burlándose, cantó:
Tin, tan, yo no quiero abrir...
Y como todavía, en plan de juego, Roberto contestó:
Tin, tan, que viene por ti...
Esperanza, bruscamente ya no quiso jugar; yo, como en broma, me le abalancé a Roberto y dándole un jalón del cuello, grité:
—Ándele, catrín furris, éntrele al mole.
Y él:
—No te andes llevando así, tildío, porque le digo a mi hermano y ya verás cómo te va con él.
De plano me dieron coraje sus amenazas y, en serio, prendido, le arrimé dos buenos cates «para que se le quite lo rajón» y «anda dile a tu hermano que me viene flojo». Las muchachas corrieron a sus casas, menos Esperanza que, con los muchachos, hizo rueda; pero como Roberto no metió ni las manos, ella fue la primera en decirme:
—Déjalo.
Y lo dejé. Roberto se retiró con la cola entre las piernas, gruñendo su tiplecito de vieja, y todos nos pusimos a platicar cuentos. Yo le dije, casi en secreto, a Esperanza:
—Voy a venir casi todos los días, saliendo de la escuela. Pero el día que no pueda, no vayas a jugar con Roberto.
Ella se rió y me dijo:
—A modo que me casé contigo. Ni siquiera somos novios.
Me puse colorado. De pronto no supe qué responder. Luego se me subió lo Plascencia, y enojado rezongué:
—Bueno, pues haz lo que se te antoje.
Me paré, y como si ella no estuviera presente, me dirigí a los muchachos.
—Bueno, cuates, ya saben que dondequiera seré su valedor; ya los vendré a ver seguido.
Esperanza se había quedado sentada en la banqueta, muy seria. Se me hizo grosería no despedirme de ella: como si yo nada sintiera dentro de mí, tranquilamente me le acerqué:
—Adiós, Esperanza.
En la boca se quedó decirle: «que te diviertas con ese joto». Ella, seguro, quiso decirme algo; pero como también es rete orgullosa, se calló y ni siquiera alzó la cabeza; me arrepentí de mi brusquedad; pero no quise dar mi brazo a torcer; de una carrera me metí en la casa. Después ya no la vi; ni ayer, a la hora del cambio. Ahora me late que por darme picones con los muchachos estará jugando y dejará que Roberto, en el Armadruz, le tome, primero.
La mano derecha;
y después la izquierda...
Aquellas manos suaves, como de cariño... Luego, como yo antenoche, se juntarán a un lado
Y después costado...
una media vuelta,
con su reverencia...
Y como Roberto es tan payaso y presumido, hará una reverencia de catrín en baile. Siento como si yo fuera reloj y de pronto, muy adentro de mí, se me reventará una cuerda. Me late que ya no volveré a aquella callecita de Zarco, escondida, encajonada, toda llena de juegos, y carreras, y gritos en la tarde; toda silenciosa en las mañanas; con sus casas y ventanas iguales, cerradas; aquella callecita en que conocí a Asunción, a Carmela, a Esperanza; aquella callecita donde lloré por primera vez, cuando el entierro de mi tía Nico, y por donde pasé, yo solo, en triunfo, la mañana en que La Época publicó mi nombre en el programa de la fiesta escolar de fin de año: me imaginaba que todos los vecinos habían leído el periódico y si se asomaran a verme pasar, dirían: «mira, Anacleto el de doña Cenobia, anda ya en periódicos»; pero no: yo fui el que tuve que enseñarles mi nombre en letras de molde a José, a Jesús, a Pedro, y me dispararon una nieve raspada, de arrayán, porque estaba llamado a ser gobernador,26 o siquiera comisario. «—Háganmela buena —les dije—, y se las daré de secretas, con derecho a portación de armas».
Quién sabe si hasta se me olvide aquel barrio en que las campanadas de las iglesias caían como granizos en cristal, armoniosos, y cuando pueda volver, me cueste trabajo dar con la callecita cerrada en que viví y jugué. Acá ni esto saben hacer los muchachos de los matanceros, ni pueden, porque los coches y carretones no dejan de pasar; lo más, como ahorita, unas chiquillas chamagosas, destempladas, en la banqueta, que es muy reducida, juegan, apretándose, al matarile. ¡Qué distinto allá que podíamos correr a nuestras anchas, sin miedo de que viniera un coche! Hasta jugábamos al balón y al beis, porque ni siquiera había ventanas con vidrieras que pudiéramos romper.
Ya me está doliendo la cabeza de tanto pensar y pensar. Como de adrede, las chiquillas chamagosas se han puesto a cantar un juego que a mí no me gusta, por triste y llorón:27
Tengo una muñeca
vestida de azul,
con sus zapatitos y su camisón.
La llevé a la playa
y se me constipó;
llegando a la casa
la niña murió.
¡A qué viene esto en un juego de muchachos alegres! Muchachas entisicadas, ellas debían ser. Y para acabarla de fastidiar, se arrancan con otro juego chocante.
Pobrecita huerfanita,
sin su padre y sin su madre,
la echaremos a la calle
a llorar su desventura.
Una voz menos chillona, sigue:
Cuando yo tenía mis padres,
me vestían de oro y plata;
pero ahora que no los tengo,
me visten de hoja de lata.
(Si va al jardín la huerfanita que el otro jueves me contó la muerte de su papá y la necesidad de empeñar hasta su velocípedo para los gastos del entierro, ¿preguntará por mí a los otros muchachos? ¡Aquel velocípedo que nos daba una envidia, y en el que pudo andar, una vez, mi hermana!)
Las chamagosas no salen de estos juegos tristes que me han hecho acordar de la huerfanita del Santuario. Todo es aquí aburrimiento: hasta la obscuridad, porque como todavía no han venido los de la luz a conectar, mi mamá anda de aquí para allá con una vela prendida y las sombras se mueven como gigantes; cuelga del techo el foco apagado, sin pantalla, como una mosca ahorcada, hinchada, que el aire balancea. Las muchachas siguen jugando con voces gangosas.
Y lo más triste es que, seguro, pronto, me voy a acostumbrar al barrio, llegarán a gustarme sus modos y tendré amigos. Sí, ya me lo figuro. Hasta jugaré en la banqueta y se me olvidarán las buenas tonadas de música que tienen allá en mi barrio del Santuario. Se me olvidarán las voces y las manos de la huerfanita del velocípedo, de la muchacha risueña y chapeteada, de la hija de don Eusebio el peluquero: toda llena de agua florida, y de Esperanza, que pudo ser mi primera novia..., mi primera novia, que ahora será una de Mexicaltzingo, hija de algún fongonero..., y acabará por gustarme el ruido, sí, seguro. ¡Qué asco y tristeza!
EL EPISODIO DE LA HUERTA DEL TORO TORONJIL, ABRIENDO LA ROSA Y CERRANDO EL CLAVEL
Ya es hora, mamá, ya es hora. Ya no hace frío. Ya llegó el sol hasta el ropero. Mamá, ven. Deja las cosas de la cocina, que me muero de impaciencia. ¿No oyes? Mamá, ¡ven! ¡Mamacita! Que vengas, que ya es hora. Tráeme mi ropa... Tía mala, tía mala: anda búscala, anda encuentra a mi mamá y dile que ya es hora de levantarme: se les hace poco mes y medio de cama; si no vienen pronto, me levanto así y así salgo hasta la calle, no, tú no, tía, que venga mi mamá; tú tráeme un vaso con jugo de piña o unas toronjas; mejor tráeme unas tajadas de piña con azúcar espolvoreado, muy bien espolvoreado, y mucho... Mamá, yo oí que llegaste, ven por favorcito, pronto, mamá... Cómo me hiciste despertar: han de ser las once dadas; desde las nueve, desde las nueve y media pude levantarme; te estuve hablando desde que el sol llegó al ropero; ahora míralo ya sobre la lámpara del buró; echa pronto el alcohol en el lebrillo28 y préndelo para que calientes mis trapos; llama azul, como el manto de la Purísima; qué bien cae la camisa caliente, y los calzones, y los calcetines. Tía, tráeme del sol mi vestido y mis zapatos. Es más parejo en su calor el sol que el alcohol. Cariño cabal de los zapatos calientes a los pies entumidos. Y luego será el cabal cariño del sol a todo el cuerpo débil, tantos días en la sombra. Mamá, deja apoyarme más en ti: las piernas se me doblan; así, sostenme así. Qué larga y rara se me hace la sala; cuan raras todas las cosas de la casa, como si nunca las hubiera conocido o como si las reconociera después de muchos años; yo creía que los equipales eran más grandes, más bonitos.29 Qué bonito el sol del patio; nunca pensé que fuera tan bonito; ni que fueran tan alegres, tan verdes, las yerbas de las macetas. Ahora sí, déjame sentar aquí, cerca de tu pájaro consentido. Yo también tengo ganas de cantar, de gritar, de correr. ¡Más de un mes sin hacer travesuras! Desde el día de Difuntos me acuerdo muy bien; me acuerdo del olor del aire, del color de la tarde, del sabor de los ruidos que todavía me hablaban de la feria; me acuerdo de todos los detalles: ¡aquél día que empecé a estar malo! Cuánto me había divertido la víspera; el día de tu santo, mamá; cuánto había comido: tacazotas30 y gorditas de horno que trajeron del rancho, orejones, higos secos, cáscara curtida de naranja, cajeta de membrillo, queso de tuna, uvas, miel: los dones del adviento;31 cómo jugué con mis hermanos y mis primos; fuimos a los puestos de la feria; había, en todas las esquinas, carteles con calaveras o esqueletos, una monja o un terrible señor con una espada y un gorro como de san Miguel; me dijo mi tía que era un hombre malo al que le dicen don Juan y se roba a las mujeres, aunque sean monjas. ¡Qué malo!, ¿verdad? Se condenará, ¡sí, se condenará! Compramos máscaras de muertos, pitos, tambores, globos de todo color; yo te regalé un alfiler con una palomita de vidrio, ojos y piquito azules, que me gustaba mucho; mi hermana te dio unos pañuelos que había bordado en secreto; tú lloraste de gusto; yo, a la hora de acostarme, todavía andaba comiendo pinole, y el fonógrafo no acababa de tocar La verbena de la Paloma32 que tanto le gusta a mi tío Catarino; mi tío y sus amigos tocaron sus mandolinas y guitarras; no estaba mi tío Manuel para que los acompañara con la flauta; me quedé dormido en la cocina y sentí muy feo cuando me llevaron a acostar y me desvistieron; comencé a soñar sueños feos; desperté asustado en medio de la obscuridad y el silencio; más miedo; casi con temblor, lleno de frío, a tientas, aterrado, fui hasta tu cama y regazo, mamá, cuando me acariciaste y me cobijaste muy calientito; entonces sí pude dormir; cuando desperté, ya se oían todos los ruidos de la mañana:33 el caballo y los botes del lechero, los pasos y las conversaciones de las gentes, el zumbido regular de los tranvías, el escándalo de los carretones, la esquila de la basura, los gritos de los vendedores y un interminable doblar entristecido de las campanas en todos los rumbos de la ciudad. Día de Difuntos. Pero volví a dormirme. Hasta que me despertaste para ir a misa. Al salir a la calle, el aire había cambiado. Me azotó la cara como diciéndome: ya comenzó el tiempo de fríos. Pensé en la Nochebuena y por eso el aire me despertó la alegría de todo este tiempo frío. Me sentí ágil, a pesar de que me dolía la cabeza. El aire había cambiado el color del cielo y de la calle. Era ya tiempo nuevo y todo estaba transparente. El aire mismo, como cristal de luz. Me dieron ganas de hacer muchas cosas y de recordar, cantando, las tonadas de Navidad. El aire frío me decía secretos que se me habían olvidado. Las campanas sonaban también como cristal. Yo tenía, por el aire de invierno, el alma cristalina. Quisiste que oyéramos las tres misas por nuestros fieles difuntos: los abuelos, los tíos, los bienhechores, el ánima sola que aprendiste a sufragar34 en tu aldea nativa. Me dolía la cabeza. Cuando volvimos a la casa me sentí muy triste: yo creí que por las cuatro velas que en la sala había encendido mi tía en sufragio de los deudos, o por los paños negros, las calaveras y los cantos de la iglesia; pero fue, seguro, porque ya estaba malo. No tuve ganas de comer. No tenía ganas de levantarme. Quería llorar, como la tarde cuando volvimos de enterrar a mi madrina. Vinieron mis primos y nos pusimos a jugar a don Juan Tenorio; yo era un difunto que convida a cenar gusanos; de veras estaba frío, como muerto; y mi voz era hueca. Luego discurrieron algo más alegre: jugar al milano. (Hacía semanas que la vista llamada La alondra y el milano,35 me quitaba el sueño.) Salimos a la calle, toda dorada del sol de noviembre. La tarde parecía un señor obispo. Los ruidos de una ciudad en descanso. Por la esquina pasaban carretelas cargadas con coronas de muerto, con gentes que gritaban y reían, camino del camposanto. Pero el aire seguía muy fresco, casi frío, como de madrugada o de noche. Del mismo modo que en la mañana, al salir a la calle, el aire volvió a decirme: ya es tiempo de adviento; creció en mí la inquietud del nuevo tiempo; sentí que algo se me acercaba; yo no sabía qué; pero estuve seguro de que yo iba a hacer, o me iba a suceder, una cosa confusa, quién sabe si buena o si mala o si horrible. ¿Vendrían mis tíos que están en el Norte y me traerían juguetes americanos? ¿Me regalarían un aparato de cine? ¿Irán a reprobarme en la escuela? ¿Irían a condenarme por un pecado desconocido? O al fin, al fin, ¿se me revelaría lo que no entendí, lo que quería comprender, lo que me asustaba después de haber visto en el cine La alondra y el milano? Me senté en el batiente de la banqueta. No quise, no podía jugar. Ya cantaban los muchachos, cogidos de la mano:
Vamos a la huerta
de toro toronjil
a ver a Milano
comiendo perejil.
Me tenté la frente. Ardía. Así, ardiendo, recordé una vez más al Milano de la película: no comía perejil, pero movía la boca con una mueca de chango cuando se acercaba, poco a poquito, a la muchacha. Me ardió más la frente. Comencé a temblar.
Milano no está aquí,
está en su vergel,
abriendo la rosa
y cerrando el clavel.
Milano andaba en la lumbre de mi cabeza, rojo, abrazando, como en el cine, muy apretado, mucho tiempo sin que la niña pudiera írsele. Yo quería, con ansias, que pasara el abrazo, que pasara el ardor de la frente y el entumecimiento del cuerpo. Milano...
Abriendo la rosa
y cerrando el clavel...
Seguía temblando. Se me nubló la vista. (—Pero si estás ardiendo en calentura.)36 Alcancé a ver en una carretela, rumbo al camposanto, bebiendo de una botella, a unas mujeres pintadas, con unos catrines. Había en la calle mucho polvo, que alzaban tantas gentes y coches que pasaban: era un polvo de lumbre, porque el sol y la tarde eran de lumbre, como nunca los había visto; pero hacía mucho frío. (Acuéstate. Yo te desvisto. Vas a aguantarte un jeringo.) No, Milano, jeringo no. Mejor una jaquequina.37 Una taza de canela con alcohol. Una friega. (—Cobíjate bien, estás sudando, puede darte una pulmonía.) Basca, Milano, porquerías. Sol, fantoche de carbón, apágate. (—No es el sol, hijo, es el foco: voy a taparlo con un papel verde.) Aire zumbador. (—No es el aire, hijo, son los zancudos y las moscas: voy a matarlos.) Pinole de lumbre, no quiero, madre. (—No es lumbre, hijo, es sed: voy a traerte un vasito de agua tibia, endulzada, con limón.) Allí andan las máscaras gritando que vienen por mí. (—No son espantos, hijo, son los muchachos que andan jugando en la calle: voy a silenciarlos.) Ya viene el entierro de don Juan, arrastrando los pies. (—Son las gentes que vuelven del camposanto, porque es día dos de noviembre.) No quiero veneno rojo, madre, tiene calaveras. (—No es veneno, es una grosella muy sabrosa que te prepararon para que te guste.) El toro, madre, el toro milano. (—Es el tranvía que pasa, hijo.) Milano aúlla. (—Es el sereno, hijo, es el sereno.) El manto de la muerte, madre, el manto de la muerte. —Es la primera luz de la mañana: duérmete.) El clavel y la rosa que se abren. (—Sí, hijito, es el día que comienza, es el sol que entra por las hendeduras; ya te vas a aliviar; duérmete.) Y otra vez la batalla: Milano y la alondra, ruido y silencio, obscuridad y sol, el toro y la flor, los polvos y el agua fresca, el médico y la madre, la vida y la muerte, el arrullo y el rezo, la canción y las lágrimas, el monstruo y la niña, siempre el monstruo y la niña: así los días y las semanas, a veces sin conocimiento, tumbado en la cama. Una de esas horas de mucha calentura —ha de haber sido en lo más obscuro de la noche—, veía en junto la jeringa y la alondra y el monstruo y el campo y la sangre y los quejidos y la rosa abierta y el clavel cerrado y los gestos de Milano y el toro colorado comiendo perejil y los gritos de la niña... Después nomás vi al monstruo y a la alondra en el campo silencio... Comprendí, creí comprender lo que no comprendía, pero luego se me olvidó otra vez, se me ha olvidado lo que quise entender: por qué siempre el monstruo contra la niña; qué quería; qué hacía. No sé. Me desespero. Algo hay oculto. Esa película38 de La alondra y el milano... Cuando se me cortó la fiebre abrí los ojos y los oídos. Dormí. Me sonaban muy lejos y muy extraños los ruidos del tranvía, de los coches, de los carretones, de los vendedores, de la calle, de la casa, como en un mundo al que no habría de volver. El médico, que en la fiebre era el mismísimo Milano, dejó de venir. Juego —ahora, ahora—, con mis amigos y mis amigas: tú, Rosa, te pareces a la alondra del cine; tú, Ángela, también; y tú, Dolores; y tú, Asunción; y tú, y tú..., todas; yo quiero ser Milano; allá voy, de veras quién sabe qué me arde en la sangre; soy Milano, el monstruo, y ustedes ya nomás son una sola niña; voy a saber qué hacerte, alondra; te abrazaré, te morderé, te tumbaré en el lodo, ¡ay!...
—Despierta, Jacinto: ¿estás otra vez malo? Vámonos metiendo a tu pieza. Te habrá hecho daño el solazo que hace.
—No, mamá. Estaba soñando... que... no me acuerdo bien y me apuro mucho no acordándome.
(Ya iba a descubrir otra vez lo que significa la alondra y el milano. Soñaba... ¿Será malo saber eso que no sé? Soñaba...)
Ha de ser malo.
Ha de ser malo.
Ave María Purísima.
Ha de ser malo. Me da vergüenza preguntárselo a mi mamá. Como me da vergüenza —igualito— que llegaran a verme estrujando los zapatos de tacón alto de mi tía.
Milano. Los zapatos.
Los zapatos. Milano.
Ha de ser malo.
Después de comer, a la sombra del tejabán, quiero asomarme a la calle. Cuán extraña. Cuán chistosas las caras de los vecinos. Vienen a la ventana mis amigos, curiosos, que cómo sigo, que si ya me alivié: Roberto, Esteban, Ángela, Elías, Dolores, Asunción, Rosa, Estela, Rut...
—¿A qué van a jugar luego que baje un poquito el sol?
Luego que baja un poquito el sol, juegan, cogidos de la mano:
Vamos a la huerta
de toro toronjil,
a ver a Milano
comiendo perejil.
Como si fuera adrede. Yo recuerdo que en la fiebre veía un toro ensangrentado que le metía el cuerno a una muchachita indefensa que iba sola por el campo. Se parecía el toro fiero al feroz Milano.
—Milano no está aquí,
está en su vergel...
¿Por qué me agarra una ansia, un estremecimiento cuando me quedo solo? Quisiera y no quisiera jugar.
... abriendo la rosa,
cerrando el clavel.
Misterios. Misterios del abrir y el cerrar. La vida. Que se abre. Que se cierra. ¿Por qué Milano estará siempre abriendo la rosa y cerrando el clavel?
Mariquita, la de atrás,
que vaya a ver,
si vive o muere,
para irlo a enterrar.
La vocecita de Asunción, como de alondra, canta o me canta:
—Cómo está Milano.
Y Mauro —qué pobre para Milano— va contestando a cada vuelta de la ronda, mientras yo alterno sin voces mis deseos:
—Está triste.
(—Sí, estoy triste de no saber, de no poder.)
—Tiene calentura.
(—Estoy ardiéndome de ganas.)
—Se está muriendo.
(—Estoy muriéndome de deseos de correr, de volar.) Pobre Mauro milano, al levantarse, tropieza y cae. Corre, corre, pero todos están ya lejos y se ríen de él. Vuelve a caer. Tarugo. Risas de Asunción, de Ángela, de Rosa, de Dolores. Qué mal milano. Corajudo, se sienta en la banqueta y ya no quiere jugar. Yo, ¡yo!...
Viene mi madre:
—Ahora sí ya hay mucho sereno y tienes que volver a la cama. Voy a cerrar la ventana. Que sí, que sí, niño malcriado y respondón.
Entre mis sollozos, oigo las alegres voces de Asunción, de Ángela, de Rosa, de Dolores...
—Vamos a la huerta...
de toro toronjil,
a ver a Milano
comiendo perejil.
Entre mis lágrimas —el cuarto obscurecido—, veo las figuras llenas de sol que van y vienen; Roberto, Esteban, Elías, Jorge, Alfonso, Enrique, Manuel, corren tras de las muchachas...
—Milano no está aquí,
está en su vergel,
abriendo la rosa
y cerrando el clavel.
¡Fuera yo el Milano, haciéndome el medio muerto, y luego!...
Gritos de las muchachas. Jorge será ahora el Milano, con sus labios gruesos, su boca ancha, sus narices chatas, respingadas, que respiran pecado. Cara de chango, de orangután, de mal demonio. ¿Y la alondra? ¿Ángela? ¿Rut o Estela? ¡Cómo han vuelto a juntarse con Jorge, al que le gusta proponerles, en la nochecita, que jueguen a los casados! ¡¡Tienen prohibida esa compañía!! ¡¡Jorge, cara de demonio!! Quiero levantarme, salir, pelear. Aquí viene mi madre. Se acercan los gritos de los muchachos, de las muchachas. Junto a la ventana, carreras, cuerpos que caen y un grito ahogado, de mujer, sí, la voz de Estela, que parece de mujer. Ya está aquí mi madre: —Muchachos guerrosos... Desvístete, hijito, estás todavía muy débil... Voy a callar a esos muchachos... Pero, ¿por qué lloras? Después jugarás, iremos al campo, vendrán los primos y tus amiguitos de la escuela, que son tan decentes... A ver, vamos rezándole a tu ángel de la guarda para que te proteja de malas compañías y de los pensamientos malos... «Muera, muera Lucifer»... «Una muy grande pureza te pedimos de corazón»...
Todavía en la tarde, llena de sol, zumban los espíritus:
—Milano no está aquí,
está en su vergel,
abriendo la rosa
y cerrando el clavel.
Un vergel es una huerta o un jardín con muchas flores bonitas. Una rosa, una alondra. La alondra es un pájaro, pero tiene nombre de flor. La alondra era una mujer, una señorita. El clavel tiene color de sangre. La sangre es la vida y la muerte. El milano era un chango. Jorge tiene la sangre negra. Negro es el demonio. Estela, Asunción, tienen la cara y los brazos blancos, se les ven unas venitas azules, finas. Estela tiene un vestido de seda, color de clavel rojo. Yo vi una vez a una mujer toda llena de sangre. La fiebre. Otra vez estoy malo, milano. Pesadilla sin sueño. Ya no quiero pensar en el toro, en el chango, en la sobrecama verde como una huerta, en los juegos feos que le gustan a Jorge; quiero jugo de rosas, de claveles...
—Hijo, te traigo una tacita de azahar; es bueno para los nervios.
Azahar: yo no soy novia, a mí no me gusta jugar a los novios como a Jorge.
—No quiero, mamá, tráeme jugo de rosas, para los novios, para los nervios.
—Te hizo daño el sereno. Te hizo daño el sereno.
Y la buena mano de Noche Buena me aprieta las sienes calientes. La buena mano tibia.
—Te hizo daño el sereno.

Notas
1 Cuando estaba cerca la fascinación por el hermoso nombre que puso el sabio filólogo español Ramón Menéndez Pidal a su Flor nueva de romances viejos (1933), Agustín Yáñez tuvo el acierto de llamar a uno de sus primeros libros Flor de juegos antiguos (1941). En griego, recolección de flores se dice antología.
2 Bebeleche: nombre familiar en desuso, del dibujo que se hace en el suelo, con gis, de un avión con diez espacios, para ir saltando, con uno o dos pies sin pisar rayas y recorriendo el objeto, un guijarro o una bola de papel periódico mojado. En la Argentina se llama rayuela a este juego y en el lomo de la primera edición (Buenos Aires, 1963) de la novela de este nombre de Julio Cortázar, aparece un dibujo del diseño de este juego, con diez espacios numerados. El inferior se llama Tierra y el superior Cielo.
3 Banqueta: mexicanismo por acera.
4 Los microbios que se ven por el rayo del sol: yo tuve la misma obsesión por las partículas de polvo siempre en movimiento que se ven en los rayos del sol.
5 Guijolas de plata: pequeños silbatos, también en hojadelata, con un depósito para poner agua y una semillita, la que produce un sonido alegre de Navidad.
6 Ángel de oro, arenita del marqués... quienes se interesen por las letras completas de estas canciones infantiles pueden encontrarlas en dos libros accesibles: Vicente T. Mendoza, Lírica infantil de México, Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1980. Naranja dulce, limón partido. Antología de la lírica infantil mexicana. Selección, prólogo y notas: Mercedes Díaz Roig y María Teresa Miaja, ilustraciones de Iliana Fuentes, El Colegio de México, México, 1979, y casete.
7 Yo a ésta me la llevo / por linda y hermosa... Véase nota 6.
8 En el camino me han dicho... Véase nota 6.
9 María Blanca está cubierta... Véase nota 6.
10 Medias de popotillo blancas: tejido acordonado cuya superficie parece estar cubierta de popotes.
11 Licando: mexicanismo por viendo.
12 Los incendios del Viernes de Dolores: (Juan José Arreola afirma que debe decirse encendios, con e.) En los Viernes de Dolores, en la Cuaresma, en las casas de los devotos y pudientes, se instalaba un gran altar presidido por una imagen de la Virgen Dolorosa, con profusión de luces —de donde el nombre— y adornos religiosos y profanos: frutas, listones, telas, espejos y animalitos de barro que se llenaban de agua y en cuya piel se sembraban semillas de chía que se convertían en una piel de un tenue verde. A los visitantes se ofrecían tamales, atole o refrescos de frutas. Este mismo tipo de altares votivos, llamados también ofrendas, se empleaba para recordar, el día de muertos, a los ilustres, como los que Lola Olmedo organizaba en honor de Diego y Frida o los que montaba Gloria F. de Pérez Jácome en recuerdo de Salvador Novo.
13 Fular: por foulard; pañuelo en francés.
14 Las Colonias: desde principios del siglo XX la ciudad de Guadalajara se extendió hacia fraccionamientos elegantes que en principios se denominaban por el origen de sus habitantes. Colonia Francesa, Norteamericana, etc., y luego genéricamente, las Colonias.
15 Incapaz, de porra: expresiones convencionales dirigidas a los niños. Incapaz, insoportable. De porra, endiablado.
16 El reloj de Escobedo: Escobedo es el nombre de una cárcel destruida en 1933. Allí se construyó el actual parque Revolución.
17 Dizque comen pavos: Yáñez juega con esta posible confusión entre pavos reales y pavos-guajolotes.
19 Naranja dulce, limón partido: el texto completo se encuentra en el libro y casete de este nombre citado en nota 6.
20 Agustín Yáñez volverá al tema de las campanas y su música en sus grandes novelas, Al filo del agua y La creación.
21 El primero, Mezquitán, un barrio de Guadalajara; los demás, lugares cercanos por el rumbo de la barranca de Oblatos.
22 Nótese la sensibilidad del autor para registrar los ruidos de la ciudad.
23 Por el rumbo de la barranca se encontraban estos extraños juegos. Recuerdo especialmente los «taladros» en que nos metíamos sin objeto. Y falta aquí el extraño comercio de jícamas: se compraba por unos centavos un metro cuadrado, que se escarbaba con una pala que prestaba el empresario y se podían llevar todas las que se encontraran, grandes y chicas, de agua o de leche. Más adelante, lo menciona Yáñez.
24 Canasta: juego de baraja entonces popular.
25 Chiqueado: niño consentido.
26 Me dispararon una nieve raspada de arrayán, porque estaba destinado a ser gobernador: curiosa premonición, en 1941, doce años antes de que Agustín Yáñez asumiera la gubernatura de su natal Jalisco entre 1953 y 1959.
27 Agustín Yáñez se expresa contra la crueldad de algunos juegos infantiles.
28 Lebrillo: vasija de barro o metálica.
29 Soliloquio del enfermo en su convalecencia. Más logrado que los del libro Pasión y convalecencia, también de Yáñez.
30 Tacazotas: tortillas de elote que se sirven con dulce.
31 Adviento: llegada. Tiempo santo que celebra la Iglesia Católica, desde el domingo primero de los cuatro que preceden a la Natividad de Jesús hasta la vigilia de esta fiesta.
32 La verbena de la Paloma: 1894, popular obra del género chico español, de Ricardo de la Vega.
33 Los ruidos de la ciudad por la mañana.
34 Sufragar: ayudar, favorecer.
35 La alondra y el milano: nombre de una película y de una canción infantil.