PRÓLOGO

Ruidos y dichos de la clara ciudad

Vicente Quirarte

Publicado por primera vez en 1972, el libro que el lector tiene en sus manos es una de las comunidades más hondas entre la ciudad y el latente país llamado infancia. La ciudad es Guadalajara. El autor, Agustín Yáñez, en proceso de ser uno de los artífices más altos de la lengua. La escritura del libro había sido intermitente y laboriosa, entre 1931 y 1939. Lenta, si se considera una brevedad. Justa, si se toma en cuenta la solidez de un estilo que ya denota las mejores características del escritor, fruto de la constancia y la convicción de que escribir es construir para la eternidad: «Cuando escribo coloco ladrillo sobre ladrillo, frase sobre frase, párrafo a párrafo, capítulo a capítulo, sólidamente».

Toda literatura es autobiográfica, y Flor de juegos antiguos es el homenaje a una infancia plena, rica en sensaciones y en el cultivo de los sentidos: el tacto, en el terciopelo del traje de la compañera de representación teatral; el oído en las campanas de los diversos templos y los refranes y canciones que acompañaban las rondas; la voz ronca y atiplada de la prima de trenzas rubias y mejillas rubicundas; el gusto, en los polvorones de manteca deshechos en la boca. En los primeros instantes de la lectura, el narrador no se preocupa en ocultarse: aparece Agustín, sus nueve años, su descubrimiento de la urbe, el cristal del aire, no por cotidiano menos sorprendente; el orgullo de sentirse dueño de Guadalajara desde el campanario de una iglesia y desde las alturas hacer la cartografía emotiva, real e imaginada, de su ciudad: Mexicaltzingo, el Cerro de la Higuera, el Peñón del Mexicano, las torres de Zapopan, la entonces remota barranca de Oblatos y el parque los Colomitos. Pero en las diversas acciones —cada una amplificada en aventura— desfila una galería de nombres y caracteres diferentes: Mangurico, Jerónimo Leal, apodado El Iguanodonte, el niño huérfano de padre que vuela un papelote más allá de las torres de Catedral e imagina que llega hasta Analco y Agua Azul. Figuran ya el heterónimo Mónico Delgadillo, que habrá que pergeñar el libro Archipiélago de mujeres, y el hermano por elección Alfonso Gutiérrez Hermosillo.

Yáñez consagra cada minuto de esa edad de la infancia inconsciente, de sentidos abiertos a todos los estímulos. En tal sentido, su rescate del tiempo y el espacio de los grandes olvidados —los niños— entronca con el Mariano Silva y Aceves de Arquilla de Marfil, el Manuel Toussaint de Las aventuras de Pipiolo en el bosque de Chapultepec, el José Vasconcelos de Ulises criollo. Inserto igualmente en una dinámica mundial, sus evocaciones infantiles y pubertas se acercan al Jean Santeuil de Proust, al Artista adolescente de James Joyce. Y, en ese mismo rango, otro libro clásico de nuestra literatura evocativa, hermano de Yáñez en más de un sentido: Tiempo de arena de Jaime Torres Bodet.

La gran maestra de Yáñez fue su ciudad natal, así como la pequeña, sabia y acogedora ciudad que fue su casa. Palabras, olores y luces entraron en él, con todo el poder que su sensibilidad captaba. En unas páginas autobiográficas señala la suma de elementos que confluyeron a esa definitiva educación sentimental:

El uso del idioma castizo, vernáculo a la vez, pródigo en regionalismos, magnificado por intenciones expresivas, gestos, mímicas familiares; el temprano aprendizaje de oraciones y textos doctrinarios; la diaria remembranza del terruño en que había nacido y crecido mi parentela, recreada en recuerdos, imágenes, habla, devociones y antipatías; las frecuentaciones litúrgicas; la conformación religiosa de hábitos caseros; el concierto de vida interior profunda y gusto por diversiones abiertas...

En Flor de juegos antiguos Yáñez pone en funcionamiento los recursos de su prosa para hacer, como quería su maestro López Velarde, una serie de textos en «épica sordina» donde la cadencia de los juegos infantiles es enmarcada por los olores peculiares de cada estación, por las temperaturas y usos que trae cada fiesta de barrio. Ya desde entonces, el poeta en prosa que sabe ser Yáñez logra la integración del paisaje urbano como una suma de sensaciones, con la memoria infantil, virgen y prodigiosamente recobrada por la experiencia.

Flor de juegos antiguos aparece veinte años después de la publicación del poema «La suave patria» y la temprana partida física de su autor. Semejante coincidencia no es obra de la casualidad. Agustín Yáñez llegó al mundo el 4 de mayo de 1904, día de Santa Mónica y fecha en que el teniente Mark Brooks ocupa formalmente el Canal de Panamá. El niño Agustín hace su primera comunión cuando el país es testigo de la primera revolución social del siglo xx. No figuraban en su libro las lumbres de la Revolución, como sucederá en páginas de Nellie Campobello, Andrés Iduarte o Andrés Henestrosa que recrean la violencia de días decisivos para el país y definitivos para la primera educación vital de sus protagonistas. Con una sobria pincelada, Yáñez escribe: «me tocó un traguito de caldo, cinco frijoles y un cuarto —menguante— de tortilla. Eran días de revolución y no había qué comer». Semejante actitud de su escritura no significa que nuestro autor niegue el peso innegable del hecho histórico. Prueba de su compromiso vital e intelectual es su obra futura, la gran sinfonía verbal para la que se está preparando. Los capítulos que integran Flor de juegos antiguos producen la sintaxis del niño, su léxico particular, su presente perpetuo porque el escritor, a punto de entrar en la selva oscura de la experiencia, tiene que saldar cuentas con el territorio de la inocencia, con el niño que siempre estará latente en él, pero del que es preciso e inevitable desprenderse. De ahí que en una de las últimas páginas del libro confiese: «Dejando de sentirme niño, sabía que entre los niños no había de volver. Me ahogaban el pensamiento y el sentimiento de la nubilidad, cuando una tarde, finando julio, cruzábamos frente a Jamay y, a poco, internándonos en el río Lerma, yo decía adiós a la laguna, que era decir adiós a mi niñez».

Despedirse es un ritual y un privilegio. Para llegar a ellos, el autor de este libro, actor y testigo de sus experiencias, tiene que iniciarse en los diversos misterios de la existencia, evolucionar en sus hallazgos y pérdidas, en sus conflictos y epifanías. En cada una de sus páginas, transidas de vida y escritura, si somos afortunados, hallaremos fragmentos de nuestra propia infancia, cada día más lejana y cada día más próxima.