CAPÍTULO 1

La cuestión alemana

La unificación de Alemania transformó Europa. Con la espectacular derrota de Francia y la proclamación de un Reich alemán unificado en el Salón de los Espejos de Versalles en enero de 1871, emergía un nuevo coloso en el centro de Europa. El historiador Brendan Simms escribe que «Donde hubo, durante siglos, una plétora de pequeños estados, y donde hasta sólo siete años antes todavía quedaban casi cuarenta entidades bien diferenciadas, una única potencia se erigió en suprema».1 El poder alemán y la debilidad francesa trastocaron el equilibrio que había reinado en Europa desde el término de las guerras napoleónicas, que había contribuido a mantener la paz en la región. Como es bien sabido, en febrero de 1871 el primer ministro británico Benjamin Disraeli dijo en la Cámara de los Comunes que «la revolución alemana» había dado lugar a «un nuevo mundo». «El equilibrio de poderes ha quedado destruido por completo», comentó.2

El equilibrio de poderes como sistema para establecer relaciones internacionales había surgido tras el Tratado de Westfalia, en 1648. Se basaba en la idea de que las grandes potencias podrían amenazarse unas a otras lo suficiente para garantizar una especie de equilibrio entre ellas que evitaría una guerra generalizada en toda Europa.3 Esto, a su vez, estaba vinculado con la idea de raison d’état, o el interés nacional, que se convirtió en principio conductor de la diplomacia europea durante los cien años posteriores a 1648. La negativa de la Francia revolucionaria a quedar atada por la noción de equilibrio condujo a las guerras napoleónicas. Pero tras la derrota de Francia en 1815 el sistema de equilibrios quedó restablecido e institucionalizado en el llamado sistema de congresos. Un equilibrio entre las cinco grandes potencias –Austria, Francia, Gran Bretaña, Prusia y Rusia– permitiría entonces mantener la paz.

Pero una de las debilidades del equilibrio europeo de poderes era, precisamente, Alemania. Antes de las guerras napoleónicas habían existido más o menos trescientos estados donde se hablaba alemán en el área que posteriormente se convirtió en Alemania. Tras las guerras napoleónicas se consolidaron en treinta entidades de mayor tamaño. Pero estos estados germánicos eran demasiado débiles, o demasiado fuertes. Los que eran débiles y estaban divididos representaban una tentación de expansión para sus vecinos, especialmente Francia. Durante la guerra de los Treinta Años, por ejemplo, Alemania se convirtió en el campo de batalla de otras potencias. Por otra parte, la perspectiva de una Alemana unida y fuerte asustaba a otras grandes potencias, a Francia en particular. Con estas perspectivas, Alemania podía ser un centro de poder o un vacío de poder, y en cualquiera de los casos era causa de inestabilidad en Europa.4

Incluso antes de la unificación había cundido la alarma entre las demás potencias europeas debido al rápido surgimiento de Prusia bajo el mando del canciller Otto von Bismarck,5 y el nuevo Reich que se creó bajo su liderazgo en 1871 era bastante más poderoso de lo que había sido la propia Prusia: cohesionó la Federación Alemana del Norte que se había creado tras derrotar a Austria en 1866 con los estados meridionales de Baden, Baviera y Württemberg, que hasta la guerra francoprusiana había tenido inclinaciones profrancesas, y los territorios anexionados de Alsacia y Lorena. La nueva Alemania tenía cuarenta y un millones de habitantes: más que Francia (treinta y seis millones), Austria-Hungría (treinta y cinco y medio) y Gran Bretaña (treinta y uno), aunque su población seguía siendo menor que la de Rusia (setenta y siete millones). Y seguía aumentando.6 Contaba además con una economía industrial de primera línea que estaba creciendo rápidamente, el mejor sistema educativo del mundo y un ejército formidable.7

Pero a pesar de contar con estos impresionantes recursos la nueva Alemania no era todavía lo bastante grande ni lo bastante poderosa como para imponer su voluntad en Europa. Aunque había ganado tres guerras seguidas en poco tiempo no hubiera podido vencer a una coalición compuesta por dos o más de las demás potencias. La Alemania unificada era demasiado grande para el equilibrio de poder europeo y demasiado pequeña para la hegemonía. El historiador alemán Ludwig Dehio describiría después con gran acierto la posición problemática de Alemania en la Europa continental durante la época del Kaiserreich como una posición «semihegemónica»: no tenía la fuerza suficiente para imponer su voluntad en el continente pero, al mismo tiempo, tenía la que hacía falta para ser percibida como una amenaza por las demás potencias.8 De ese modo su tamaño y su posición central en Europa –lo que se llamó Mittellage– la convirtieron en un elemento en esencia desestabilizador. Y eso, en definitiva, ha sido lo que se ha llegado a conocer como «la cuestión alemana».

Este problema estructural impulsó a los demás estados europeos a formar coaliciones para equilibrar el poder alemán, lo que a su vez provocó en Alemania un temor a la coalición de grandes potencias, la llamada cauchemar des coalitions: «la pesadilla de las coaliciones». Este miedo al Einkreisung, o «cerco», impulsó a Alemania a tomar medidas para protegerse frente a una coalición de esa naturaleza. Pero era inevitable que estas medidas amenazaran a cada una de las potencias individualmente, con lo que aceleraría la formación de la coalición que tanto temía Alemania. Así comenzó lo que Hans-Peter Schwarz ha llamado «la dialéctica del cerco».9 Henry Kissinger escribe que una vez que Alemania pasó de víctima potencial de una agresión a amenaza para el equilibrio europeo, «las profecías autocumplidas se convirtieron en parte del sistema inter­nacional».10

La respuesta inmediata de Bismarck a este problema estructural, tras convertirse en canciller en 1871, fue cambiar por completo el curso de los acontecimientos. Hasta la unificación sus afanes en política exterior habían sido expansionistas, pero obsesionado con la cauchemar des coalitions empezó a buscar la manera de aplacar los temores que Alemania inspiraba en el resto de Europa. Declaró que Alemania era un poder «ahíto» y que no tenía más ambiciones territoriales. Buscaba sobre todo tranquilizar a Rusia, demostrando que Alemania no tenía interés alguno en los Balcanes. Eso era lo que pretendía con su famosa declaración cuando dijo que todos los Balcanes no valían lo que los saludables huesos de un granadero pomeranio.11 Dicho en pocas palabras, mientras Prusia había sido una potencia revisionista, Alemania se había convertido en una potencia conservadora.

En su intento de buscar la seguridad Bismarck creó un intricado sistema de alianzas superpuestas con otras grandes potencias europeas. La clave, pensó, era evitar el aislamiento. «Toda la política se reduce a una fórmula: tratar de ser uno de un grupo de tres, mientras el mundo esté gobernado por un equilibrio inestable de cinco potencias», dijo en 1880.12 Como la reconciliación con Francia era imposible, debido sobre todo a la anexión de Alsacia y Lorena, buscó una alianza con las potencias conservadoras: Austria-Hungría y Rusia. Era la llamada Dreikaiserbund o Liga de los Tres Emperadores, cuyo tratado se firmó en 1873. Cuando esta alianza se deshizo en la década de 1880 debido a la ri­validad entre Austria-Hungría y Rusia en el sureste de Europa, firmó dos nuevos tratados secretos: la Triple Alianza con Austria e Italia, que aseguraba a Alemania aliados en una guerra contra Francia, y el llamado Tratado de Reaseguro con Rusia, que garantizaba la neutralidad de ambos países en el caso de que uno de ellos entrara en guerra contra otra potencia. En 1882 Berlín era «la capital diplomática de Europa».13

Sin embargo, aunque en ciertos aspectos era brillante, el sistema de alianzas de Bismarck también tenía sus debilidades: se reveló frágil y, en último término, desastroso, porque era tan elaborado que precisaba de un estadista de su agilidad y su creatividad para mantenerlo y gestionarlo. De hecho, antes de que a Bismarck le echaran del despacho en 1890 el sistema estaba al borde de la quiebra:14 presuponía, además, que los hombres de estado aún tenían la total libertad de maniobras de la que habían gozado en tiempos de Metternich, pero ya en la segunda mitad del siglo XIX se estaban viendo constreñidos, cada vez más, por otras fuerzas. Y aunque como canciller Bismarck sólo tenía que rendir cuentas al Kaiser, que conservaba todo el poder de decisión en materia de política exterior –en virtud de lo que se conoció como Kommandogewalt, o «poder real de dominio»– su éxito dependía de su capacidad para enfrentar los intereses de las poderosas fuerzas que habían hecho posible su unificación en distinta medida y de diversas maneras, con «sangre y hierro».

En primer lugar, Bismarck estaba cada vez más presionado (y por ello tuvo que hacer ciertas concesiones) por el Junker, el grupo social de terratenientes conservadores prusianos al que pertenecía el propio Bismarck y al que debía su ascenso. El Junker se oponía al liberalismo político y presionó a Bismarck para que resistiera los avances demócratas y protegiera sus intereses agrícolas frente a la competencia rusa y norteamericana, cada vez mayor. En segundo lugar, Bismarck sufrió también la presión de los grandes negocios. En la década que siguió a la unificación, denominada Gründerzeit, emergieron varias corporaciones industriales muy importantes, como AEG y Siemens, que exigían el acceso a los recursos y mercados para expandirse y que, tras la crisis financiera de 1873, reclamaron protección en forma de aranceles. En tercer lugar, el ejército y la marina comenzaron a acusar la falta de amenazas externas que justificaran el gasto militar.

Tal vez en un período en el que la opinión pública pesaba mucho –lo que Simms denominó «era de geopolítica popular»– había otro factor igual de importante: era el nacionalismo.15 El nacionalismo alemán había surgido a principios del siglo XIX, cuando muchos de los cientos de estados que luego se unieron formando un estado-nación estaban bajo la ocupación francesa, durante las guerras napoleónicas. Hablando en general se podía decir que incluía dos corrientes divergentes en su relación con el Siglo de las Luces y la Revolución francesa: por un lado, la corriente nacionalista liberal, cuyo objetivo era aplicar los principios de la Revolución francesa a Alemania y unificar el conglomerado de estados germánicos para formar un estado democrático y representativo, un estado-nación análogo, en cierto modo, a la República francesa; por otro, la corriente nacionalista romántica, que buscaba la creación de un sentido de la identidad alemana definida como antagónica a los principios de la Revolución francesa y más aún a los del Siglo de las Luces.

El nacionalismo alemán se había gestado como movimiento progresivo y opuesto al orden feudal y absolutista que imperaba en muchos de los estados germánicos. Pero tras el fracaso de la revolución de 1848 –«la historia alemana ha llegado a su punto de inflexión y no ha conseguido superarlo», escribió A.J.P. Taylor– este nacionalismo liberal se iba quedando eclipsado por el nacionalismo romántico.16 Como durante este período no había aún un estado-nación alemán en torno al cual pudiera cuajar un nacionalismo cívico que siguiera las líneas francesas, el nacionalismo alemán tendió a atribuir más peso a la cultura, a la hora de delinear la nación, que otros nacionalismos de Europa. Bajo la influencia de Herder y Fichte se inclinó hacia el centro, hacia el concepto romántico de la nación alemana basado en un Volkgeist, un espíritu nacional, netamente alemán y enraizado sobre todo en la lengua alemana.

Este nacionalismo romántico fue definiendo Alemania como algo opuesto a Occidente. En la segunda mitad del siglo XIX los nacionalistas alemanes definieron la Kultur alemana como algo opuesto a la Zivilisation francesa o incluso occidental, en sentido amplio. Como dice Michael Hughes, ha habido «un rechazo intelectual por parte de algunos nacionalistas alemanes de las ideas y modelos occidentalizantes, y una búsqueda de un “estilo alemán” tanto en pensamiento y política como en la organización social» que no sólo era diferente, sino superior, al estilo occidental.17 Y sobre todo, los nacionalistas alemanes rechazaban el liberalismo político tal y como se había desarrollado en algunos estados-nación de Occidente: Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. De este modo el sentido de excepcionalidad alemán se convirtió en núcleo del nacionalismo alemán.

Después de la unificación el ambiente en Alemania era de triunfalismo. En 1873 Nietzsche detectó una perniciosa tendencia a pensar que «la cultura alemana también había logrado una victoria» en el conflicto con Francia. En otras palabras, se trataba de un sentimiento de superioridad cultural más que una simple superioridad técnica.18 Alemania representaba una combinación específica, única, de instituciones políticas, económicas, militares y educativas y se apoyaba en valores «espirituales» más que valores puramente «materiales». Los nacionalistas alemanes sentían un especial desprecio hacia Gran Bretaña y Estados Unidos, a quienes aso­ciaban con el liberalismo y el más craso materialismo, y el historiador nacionalista Heinrich von Treitschke bromeaba diciendo que Inglaterra había confundido el jabón con la civilización. Después del desastre financiero de 1873, el nacionalismo alemán se fue volviendo paulatinamente más antisemita, porque se identificaba a los judíos con el liberalismo y el capitalismo.

Por otra parte, este nacionalismo basado en la excepcionalidad alemana incluía la idea de que la cultura alemana tendría que encontrar –de una manera aún sin definir– una expresión global. Y los nacionalistas, sobre todo, pensaron que al asumir su propia identidad Alemania no sólo se liberaría, sino que redimiría al mundo entero, especialmente al mundo que empezaba donde acababa Occidente. Este sentido de la misión histórica de Alemania lo expresó de la manera más memorable Emanuel Geibel en 1861, en su poema «Deutschlands Beruf», «la misión de Alemania»:

Und es mag am deutschen Wesen

Einmal noch die Welt genesen.

«La esencia de la nación alemana

será un día la salvación del mundo».19

Esta idea de misión alemana dio lugar, a partir de la década de 1880, al surgimiento de lo que Geoff Eley llamó «la charla imperialista».20 Aunque Alemania ya se definía como Reich, o imperio, hubo quien empezó a decir que para ello necesitaba más territorio. Sus argumentos se basaban en la idea de que la prosperidad de Alemania, incluso su supervivencia, en el siglo que estaba a punto de empezar y que iba a estar dominado por potencias del tamaño de un continente, dependía de que adquiriera los recursos necesarios para convertirse en lo que algunos, como el escritor Paul Rohrbach, denominaron un «imperio mundial», que pudiera competir con Gran Bretaña, Rusia y Estados Unidos.21 Pero a diferencia de los otros tres imperios Alemania estaba rodeada por todas partes de grandes potencias que intentarían impedir su expansión, lo que David Calleo ha dado en llamar «su camisa de fuerza continental».22 En otras palabras, aunque desde el exterior Alemania pudiera parecer poderosa y amenazadora, muchos alemanes la veían como débil y vulnerable.

Hubo dos versiones de esta necesidad de que existiera un imperio germánico: algunos creían en Mitteleuropa, en lo que Eley llamó «la idea de un gran proyecto de integración continental bajo la hegemonía alemana», en la expansión dentro de Europa, más que fuera de sus fronteras. Pero otros, como Bernhard von Bülow, que fue canciller entre 1900 y 1909, pensaban que Alemania tenía que buscar un lugar en el sol –es decir, un imperio en África y Asia– al que tenía derecho, como otras grandes potencias europeas. Así surgió a finales del siglo XIX una tensión entre Europapolitik y Weltpolitik. En los años transcurridos entre 1880 y 1914 se produjo lo que Eley llama «una conversación complicada» entre estas dos ideas antagónicas de imperio por mar e imperio por tierra.23

La exigencia de tener un imperio de ultramar venía en parte de las necesidades de las grandes corporaciones alemanas, que desde la década de 1850 habían buscado concesiones en África y Asia. Surgieron algunos lobbies como la Kolonialverein (Sociedad Colonial) y la Gesellschaft für Deutsche Kolonisation (Sociedad para la Colonización Alemana), financiadas por grandes bancos y magnates de la industria, que querían presionar al gobierno para que intentara la expansión a otros continentes. Pero hubo otro impulso, además: el de los nacionalistas alemanes, que sentían que su país se estaba quedando injustamente excluido de los nuevos mercados y recursos a medida que iba tomando forma «la desbandada hacia África», en la década de 1880. Hubo incluso quien pensó que estaba en juego la supervivencia de Alemania. En 1884 Heinrich von Treitschke dijo que la colonización era «eine Daseinsfrage», es decir, «una cuestión de vida o muerte».24 En otras palabras, la exigencia de un imperio de ultramar contó con el impulso de la lógica económica, pero también geopolítica.

Para Bismarck el destino de Alemania estaba dentro de Alemania. En 1888 parece que Eugen Wolf, defensor del imperialismo alemán en África, mostró a Bismarck un mapa del continente y le indicó dónde, en su opinión, podía Alemania tomar territorios. «Su mapa de África es muy bonito –dicen que respondió Bismarck–, pero mi mapa de África está aquí, en Europa. Aquí está Rusia y aquí Francia y aquí nosotros, en el medio. Ese es mi mapa de África.»25 Parece que Bismark quería evitar el antagonismo con otras grandes potencias como Gran Bretaña y Francia que supondría un intento de expansión fuera del continente. Al mismo tiempo, pensaba que aquellas aventuras coloniales podrían distraer, o debilitar, o dividir a los alemanes. De manera que desde el principio, en palabras de uno de sus interlocutores, «se negó a hablar de colonias».26

Sin embargo, con Alemania sumida en una depresión desde principios de la década de 1880, Bismarck empezó a sufrir cada vez más presión para que hiciera concesiones al lobby colonialista, que exigía un esfuerzo a gran escala para adquirir nuevos mercados en un momento en que el crecimiento se estaba ralentizando. El historiador Gordon Craig afirma que Bismarck estaba impresionado por el entusiasmo popular que susci­taba la colonización, y trató de sacarle partido. Hans-Ulrich Wehler, por otra parte, declaró que Bismarck había aprovechado la adquisición de colonias para resolver algunas tensiones internas del Reich: lo que él denominó «el imperialismo social».27 Sea cual sea la explicación, en 1884 Bismarck dio lo que Craig llama «un salto hacia fuera, hacia el mundo».28 A la adquisición de Angra-Paqueña, en el sur de Namibia, siguieron más territorios de Togo y Camerún, en África Occidental y de Nueva Guinea, en el Pacífico.

Pero la política de Bismarck, con su colonización pragmática, no fue nada en comparación con la que vendría después, con Guillermo II, cuando éste subió al trono en 1888 a la edad de veintinueve años. Una vez que Bismarck dimitió como canciller, en 1890, el Kaiser empezó a buscar una nueva ruta para la política exterior: su afán era convertir el Reich en un «imperio mundial». En enero de 1896 proclamó una nueva Weltpolitik y, tras el asesinato de dos misioneros alemanes la marina alemana tomó el puerto chino de Kiaochow, alienando a Rusia en el proceso: fue ahí cuando Bülow presentó su famosa petición de «un lugar en el sol». Mientras Alemania intentaba asegurarse su posición en Europa Central, sobre todo a través del nuevo canciller Leo von Caprivi y su intento de crear un bloque de comercio liberal europeo, el énfasis se puso en la «política mundial» más que en la «política continental».

Esta nueva Weltpolitik subyugó a muchos alemanes.29 En 1898 se dirigió al Kaiser hasta el líder sionista Theodor Herzl, que intentaba persuadirle de que apoyara su idea de establecer un estado judío en Palestina, en aquel momento parte del Imperio otomano. Herzl, que en su novela Altneuland había imaginado una especie de utopía germánica en Palestina, le dijo que veía el estado judío como un protectorado alemán que exportaría al Oriente la cultura alemana. Aunque al final el Kaiser no apoyó el proyecto, la idea parece haberle seducido en un principio, pues se acomodaba a sus planes: él buscaba sobre todo una concesión para construir una línea de ferrocarril de Berlín a Constantinopla, cuyo primer tramo se conoció con el nombre de «línea Berlín Bagdad», que contribuiría a expandir la influencia alemana, atravesando los Balcanes y llegando a Oriente Medio para llenar así el vacío que había dejado el Imperio otomano, en plena descomposición.30

Entre los partidarios del imperio estaba Max Weber, que en su conferencia inaugural de 1895 en Friburgo declaró que la unificación acabaría siendo poco más que «una gamberrada» si Alemania no la empleaba para convertirse en una Weltmacht, es decir, en una potencia mundial.31 Los «imperialistas liberales» como Weber veían el imperio alemán como una causa progresista y, como dice Ludwig Dehio, pretendían «no sólo conquistar un lugar en el sol para ellos, sino también asegurar a los demás una existencia más luminosa».32 Sobre todo lo veían como una misión de Alemania, que pretendía desafiar a la hegemonía global de Gran Bretaña. Si desafiaba al poder marítimo de los británicos, Alemania podría crear una versión global del equilibrio de poder que existía en Europa. Así, como sugiere Dehio, «cada uno de los rivales luchaba contra la posición hegemónica que ocupaba el otro, y apelaba al equilibrio de poder; pero cada uno de ellos daba un significado diferente a los términos “hegemonía” y “equilibrio de poder”».33

Sin embargo, como aduce Brendan Simms, «el giro global de la principal estrategia alemana» de finales del siglo XIX puede verse no sólo como una apuesta por el poder fuera de Europa, sino también como «un grito de ayuda a Europa».34 El Kaiser, que cada vez veía más clara la amenaza de Francia por el oeste y de Rusia por el este, quería alianzas, no conflictos, con Gran Bretaña, la única potencia europea que no estaba comprometida y que hubiera convertido de nuevo a Alemania en una de tres en una Europa de cinco y, sobre todo, hubiera proporcionado un aliado frente a Francia. Pero después de la disputa con Gran Bretaña sobre el Transvaal, en 1844-1845, el Kaiser estaba convencido de que Gran Bretaña sólo se tomaría a Alemania en serio si poseía unas fuerzas navales que, según la ideología del momento, partidaria de una marina fuerte, le otorgaran influencia global. Así intentó convertir a Alemania, tradicionalmente potencia terrestre, en una potencia marítima. Éste fue el segundo choque con el punto de vista de Bismarck, que en 1873 había dicho al embajador británico en Berlín que «no deseaba para Alemania ni colonias ni flotas».35

Tras nombrar al almirante Alfred von Tirpitz secretario de Estado de Marina en 1897 Alemania se lanzó a fortalecer sus fuerzas navales. Tirpitz, que había desempeñado un papel fundamental en la adquisición de Kiao­chow y estaba convencido de que Gran Bretaña pensaba impedir que Alemania alcanzara su destino como potencia mundial, dijo al Kaiser en un memorándum en 1897 que Alemania «necesitaba cierta dosis de fuerzas navales, como factor de poder político», frente a Gran Bretaña, y por ello tendría que fabricar «barcos de guerra, la mayor cantidad posible».36 Al año siguiente el Reichstag aprobó la primera de una serie de cinco leyes navales que destinaban 400 millones de marcos a la construcción de nuevos buques. El canciller, el príncipe Chlodwig de Hohenlohe-Schillingsfürst, garantizó al Reichstag que estaba muy lejos de sus pensamientos «hacer una política aventurera».37 Pero el efecto de la política fue, inevitablemente, el comienzo de una carrera con Gran Bretaña, que dependía más del comercio de ultramar que cualquier otra gran potencia e intentaba mantener su flota en las mejores condiciones posibles para vencer a las dos potencias marítimas del continente: el llamado patrón de dos potencias.

Entretanto, el mapa geopolítico de Europa también estaba cambiando, en parte en respuesta al poder alemán y en parte como consecuencia de los vaivenes de esa compleja mezcla de competencia y cooperación que mantenían las grandes potencias fuera de Europa. La política exterior francesa siguió teniendo en cuenta a Alemania. A partir de la unificación alemana Austria había desplazado el foco de su política exterior, del centro al sureste de Europa donde, no obstante, acabó por agravar el conflicto con Rusia. Mientras, Alemania había permitido, en 1890, que expirase el Tratado de Reaseguro que había firmado con Rusia, al tiempo que seguía comprometida por la alianza con Austria-Hungría e Italia. A principios de la década de 1890 tuvo lugar un acercamiento entre Francia y Rusia, que fue el comienzo de lo que George Kennan llamaría posteriormente «la alianza fatídica».38 Así, lo que en 1871 había sido un sistema multipolar compuesto por cinco potencias, se fue transformando gradualmente en un sistema bipolar compuesto por dos bloques antagónicos.

Con el abuso de esta estrategia en todo el mundo la actitud de Gran Bretaña hacia las alianzas también cambió. En 1904 Gran Bretaña y Francia firmaron la Entente Cordiale, que puso fin a su rivalidad en el norte de África y acabó con una larga tradición británica de «espléndido aislamiento». Alemania intentó separar a Francia y Gran Bretaña, desafiando un intento francés de consolidar el control sobre Marruecos en 1905: no salió bien, y se encontró aislada en la conferencia de Algeciras que se celebró posteriormente. Muchos agentes de los que tomaron parte en el establecimiento de una política exterior que hasta entonces se había centrado en las tensiones con Francia y Rusia llegaron a la conclusión de que la principal amenaza era entonces Alemania, que buscaba una forma de supremacía marítima «incompatible con la existencia del imperio británico», como dijo el diplomático Eyre Crowe en un famoso comunicado en 1907.39 Ese mismo año Gran Bretaña y Rusia firmaron un convenio que completó la fusión del bloque anglo-francés-ruso: la Triple Entente.

En 1906 Gran Bretaña había respondido a la expansión naval alemana centrándose en la construcción de un nuevo tipo de buque de guerra, el Acorazado, que sería superior –en cuanto al blindaje y a la movilidad– a cualquier buque de guerra existente. En 1908 Alemania reaccionó sustituyendo sus viejos barcos de guerra por otros del tipo de los Acorazado. Tras llegar a canciller en 1909 Theobald von Bethmann-Hollweg intentó, sin éxito, acabar con la escalada armamentística naval. En 1911, cuando Alemania despachó la lancha cañonera Panther al puerto marroquí de Agadir en respuesta al envío de tropas francesas a Fez, para aplacar la agitación, provocó una segunda crisis en Marruecos. El «salto de la Pantera» aumento aún más la tensión entre Alemania y la Triple Entente, aceleró la carrera armamentística y suscitó en Europa la idea de que era inevitable la guerra. En 1913 el ejército alemán se expandió enormemente, y algunos de los mandos militares, como el jefe de oficiales Helmuth von Moltke, comenzaron a reclamar una «guerra preventiva».

De este modo, tanto si fue consecuencia directa de la política alemana como si fue consecuencia indirecta «de las transiciones históricas en Europa», como ha dicho recientemente Christopher Clark, la cauchemar des coalitions se hizo realidad.40 Cuando finalmente estalló la guerra en agosto de 1914, el catalizador fue la competición estratégica entre Austria-Hungría y Rusia en los Balcanes, más que entre Gran Bretaña y Alemania: la cuestión oriental más que la cuestión alemana. Pero el sistema bipolar de bloques antagónicos convirtió el conflicto entre Austria y Rusia en una guerra a escala europea. Y Alemania, así como había apostado por la hegemonía europea cuarenta y tres años después de la unificación, continuó alimentando la idea de una misión alemana. Cuando la intelligentsia alemana fue a la guerra fue «la –supuestamente– mayor profundidad de su cultura lo que blandió frente al enemigo», en palabras de David Blackbourn.41

Después de la Primera Guerra Mundial Alemania quedó diezmada pero no destruida. El Tratado de Versalles, firmado en 1919 en el mismo lugar en el que se había proclamado la unificación alemana en 1871, impuso unas condiciones punitivas a Alemania que limitaban sus recursos y su libertad de maniobra. Además de tener que firmar una cláusula de culpabilidad y pagar indemnizaciones que ascendían a 64.000 millones de dólares, Alemania perdió una porción significativa de su territorio, incluidas Alsacia y Lorena, que pasaron a Francia y Pomerania, y partes de Prusia Oriental y Silesia, que pasaron a Polonia, aparte de todas las colonias de fuera de Europa que había ido adquiriendo desde tiempos de Bismark. Por otra parte, la región de Saar quedó bajo control francés y Renania hubo de ser desmilitarizada y ocupada durante quince años. Las restricciones también afectaron al ejército alemán, que quedó reducido a 100.000 hombres, no podía tener tanques ni artillería pesada, ni siquiera personal para funciones generales. Y la marina no podía tener ni buques grandes ni submarinos.

Pero aunque Alemania era significativamente más débil y se enfrentaba a mayores limitaciones que antes de la Primera Guerra Mundial, la configuración básica de Europa permanecía intacta. La paz dependía, al igual que antes de la guerra, del equilibrio de poderes, y sobre todo en el centro de Europa, «la cuestión alemana» seguía sin resolverse. En términos relativos Alemania era en realidad más poderosa que antes porque otros imperios habían caído y Francia estaba agotada. A su alrededor, un cinturón de pequeñas naciones-estado que se habían formado en los anteriores imperios europeos y cuyo objetivo era funcionar como parachoques, que lo único que hicieron fue exacerbar la inestabilidad en Euro­pa. Se hizo un primer intento de renovar el enfoque de la seguridad colectiva mediante la creación de la Liga de las Naciones, pero ésta no contaba con el respaldo del poder militar. Los términos punitivos del Tratado de Versalles crearon un profundo resentimiento en Alemania: antes de la guerra el revisionismo francés había sido una amenaza para el equilibrio; ahora lo era el revisionismo alemán.

El objetivo de la diplomacia alemana en lo que luego se convirtió en la República de Weimar era, ante todo, recuperar la independencia y la soberanía. Pretendía reducir y, si era posible, eliminar del todo, las condenas a pagar indemnizaciones que el Tratado de Versalles había impuesto a Alemania, acordar la retirada de tropas extranjeras de Alemania, conseguir la paridad militar con otras potencias y, por último, si se podía, recuperar el territorio que habían perdido y ahora estaba en manos de Polonia. Estos objetivos eran comunes a la mayor parte de la clase política alemana. En el resto de Europa sólo había división y conflicto: en Francia, un conflicto entre intentar el retraso de la recuperación de Alemania y la búsqueda de la reconciliación con ella; en Gran Bretaña, entre su tradicional papel de guardián del equilibrio y su compromiso con la nueva idea de seguridad colectiva.

Excluida de la Liga de las Naciones y condenada al ostracismo por las potencias occidentales, Alemania firmó en 1922 el tratado de Rapallo con la Unión Soviética. En él establecían relaciones diplomáticas completas y ambas renunciaban a reclamar nada a la otra parte. En respuesta a esto, las tropas francesas y belgas ocuparon el Ruhr, el núcleo industrial de Alemania, en 1923. Durante los meses siguientes Berlín patrocinó una campaña de resistencia pasiva contra la ocupación y Alemania llegó a una situación de hiperinflación y desorden político, pues el gobierno tuvo que imprimir más dinero para pagar las indemnizaciones de guerra. «Si no hubiera existido Rapallo, no hubiera existido el Ruhr», diría después Lloyd George.42 Aunque la economía quedó estabilizada al año siguiente, la hiperinflación de 1923 dejó tras de sí un gran trauma, y la ocupación cambió el pensamiento estratégico alemán.

La situación quedó estabilizada gracias al liberal nacionalista Gustav Stresemann, que fue ministro de Asuntos Exteriores desde 1924 hasta que murió de apoplejía en 1929. Stresemann abogó desde el comienzo por la economía, factor que consideraba de gran importancia en las relaciones internacionales, y creía firmemente que Estados Unidos acabaría por modificar el equilibrio de poder europeo. La guerra hizo tambalearse la fe de Stresemann en el uso de la fuerza militar como medio de poder político. Así, aunque era un «nacionalista alemán de pura cepa» que trató de revisar las condiciones del Tratado de Versalles y las restricciones que se habían impuesto a Alemania –y, en definitiva, recuperar los territorios que había perdido y que habían pasado a Polonia– intentó aplicar una visión política más que militar para conseguir los objetivos que tenía su país en materia de política exterior, lo que Adam Tooze llamó «revisionismo económico» y Gottfried Niedhart «la versión económica de la política del poder alemán».43

Su éxito fue tremendo. Al expresar su disposición a cumplir las condiciones de indemnización Stresemann se granjeó el apoyo de EE.UU., que le concedió préstamos, y explotó las diferencias entre Gran Bretaña y Francia para obtener concesiones o indemnizaciones. En 1924 el Plan Dawes redujo significativamente las exigencias de indemnización inmediata que pesaban sobre Alemania y concedió un préstamo de cien millones de dólares donados por prestamistas estadounidenses. En 1925 los Tratados de Locarno garantizaron la retirada de tropas británicas y francesas del Ruhr y permitieron a Alemania unirse a la Liga de las Naciones, a cambio de que se establecieran las fronteras occidentales de Alemania. La ocupación de Renania terminó en 1928 y en 1929, gracias al Plan Young, se acordaron más reducciones en las indemnizaciones. Pero aunque Alemania había logrado muchos de sus objetivos en materia de política exterior a través de la cooperación, y no tanto de la confrontación, a finales de los años treinta los principales partidos se estaban viendo socavados por los partidos nacionalistas radicales, como los nazis, especialmente tras el crack de 1929 en Wall Street y la subsiguiente depresión.

Cuando Hitler llegó a canciller en 1933 Alemania se convirtió en un país revisionista más virulento de lo que había sido hasta entonces. Más que «aceptar con sumisión que Alemania ocupara un lugar en el orden económico global dominado por los países ricos de habla inglesa» Hitler buscaba «plantear un desafío épico a este orden», escribe Tooze.44 En un principio Hitler se centró en levantar las restricciones que aún pesaban sobre Alemania; pero a diferencia de sus predecesores él tomó acciones unilaterales y se preparó para emplear la fuerza militar. En otoño de 1933 Alemania abandonó la Liga de las Naciones y se negó a acatar las restricciones sobre armamento que imponía Versalles; en 1935 el Saar regresó a Alemania, tras un plebiscito; en 1936 Alemania envió tropas a la Renania desmilitarizada. Hitler orientó la economía hacia la guerra, volvió a armar a su ejército, sin disimulos, y aumentó su tamaño más allá de los límites que había determinado Versalles. En 1939 Alemania tenía la fuerza suficiente para volver a perseguir la hegemonía en Europa.45

Con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial tanto la ideología nazi como su estrategia se radicalizaron aún más. Al principio Hitler había intentado evitar los errores de la Primera Guerra Mundial: no quería luchar en dos frentes simultáneamente. De modo que en 1939 firmó un pacto con los soviéticos, una versión de Rapallo entre dos estados totalitarios. Sin embargo, la guerra en Occidente no terminó tan pronto como Hitler había esperado. En verano de 1941, impulsado tanto por su ideología como por la necesidad de recursos, Hitler invadió la Unión Soviética y con ello creó precisamente la guerra en dos frentes que la política exterior alemana había intentado siempre evitar. Tras invadir la Unión Soviética la expansión por Europa central y del este evolucionó hasta convertirse en un proyecto genocida de explotación económica y exterminio de pueblos enteros a fin de crear, para el pueblo alemán, el llamado Lebensraum.

En lo que se convirtió en la mayor, más brutal y más ambiciosa reforma de Europa en la historia, los nazis reactivaron, radicalizaron y dieron forma a la idea de un imperio continental que era un regreso a aquella «charla del imperio» de la década de 1880. Como ha mostrado ya Mark Mazower, los nazis pretendían trasponer al continente europeo algunos elementos de otros proyectos imperiales extraeuropeos, como el Imperio británico, y de sus propios experimentos coloniales en África y el Lejano Oriente.46 Por ello era una reversión, aunque de manera extrema, a la idea de un imperio terrestre, más que un imperio marítimo, que había perseguido Bismark. De hecho, al igual que Bismark, Hitler llamó a Rusia «nuestra África».47 Al mismo tiempo los nazis formularon este proyecto imperial con la retórica de una «comunidad europea», o europäische Gemeinschaft.

Este proyecto imperialista alcanzó su punto más alto en 1943. Tras la derrota de Leningrado Alemania se replegó, pero no abandonó la lucha; en 1945 estaba completamente destruida, a diferencia de 1918. Alemania –y Europa– no volverían a ser las mismas. «La cuestión alemana», que tanta inestabilidad había provocado desde la unificación, había transformado, tras la destrucción de gran parte del continente, el papel de Europa en el mundo. Después de la Segunda Guerra Mundial dos superpotencias externas desplazaron a las grandes potencias europeas de antes de la guerra. Una nueva falla atravesaba toda Europa, pasando por Alemania. La cuestión alemana quedaría, por tanto, resuelta con la división de Europa y gracias al poder americano y soviético. Como dijo A. J. P. Taylor, «lo que había sido el centro del mundo se convirtió de pronto en “la cuestión europea”, sin más».48

Y así la política exterior alemana, entre 1871 y 1945, había estado definida por una compleja interacción entre factores estructurales y lo que podría llamarse factores ideológicos: lo que David Calleo ha denominado «las compulsiones internas de la sociedad alemana».49 Al terminar la Segunda Guerra Mundial historiadores y sociólogos dijeron que Alemania había sufrido una especie de Fehlentwicklung, un desarrollo fallido, que había culminado con el nazismo. Ésa era la idea de Sonderweg o «ruta» de Alemania. El término hacía referencia originalmente a la teoría historiográfica de la aberrante trayectoria histórica de ese país, que divergía de la de Francia y el Reino Unido, pero también se ha utilizado de manera más general para describir lo excepcional de Alemania, con connotaciones tanto positivas como negativas.

El término Sonderweg se había utilizado al principio en sentido positivo, desde principios del siglo XIX: con él se quería destacar la diferencia de Alemania en relación con Europa Occidental. La idea de Sonderweg reapa­reció luego, con un sentido negativo, en los años sesenta. Con la influencia de Marx y Weber algunas personas, como el sociólogo Ralf Dahrendorf y el historiador Hans-Ulrich Wehler, tendieron entonces a emplear el término como forma de entender la catástrofe alemana, más que el genio alemán. La idea de que Alemania era, en cierto sentido, una nación-estado «anormal» estaba vinculada a su vez a la idea de Helmuth Plessner de Alemania como nación atrasada, o verspätete Nation, con sus consecuencias. Distintas versiones de la tesis de Sonderweg ponen un acento también diferente en el Mittellage; la influencia del militarismo prusiano, la historia intelectual de Alemania y, sobre todo, su rechazo de las ideas del Siglo de las Luces, el irracionalismo y la introspección. Y la naturaleza de la sociedad alemana, especialmente el papel de la burguesía.

La tesis de la Sonderweg tuvo una versión especialmente influyente: aquella que explicaba la trayectoria fatal y aberrante de Alemania por el fracaso de su revolución de 1848. El argumento era el siguiente: como Alemania no había tenido una revolución burguesa como la de 1688 en Inglaterra o la de 1789 en Francia, la burguesía alemana era débil o estaba infradesarrollada, y no consiguió constituirse durante el siglo XIX como una clase con conciencia de tal, que actuara políticamente por su cuenta y a favor de sus intereses colectivos. En otras palabras: en confrontación directa con el dominio establecido de la aristocracia terrateniente. Después de 1848 se produjo una vuelta al feudalismo por parte de la burguesía, y algunos dijeron que esta forma de Fehlentwicklung había sido también una de las causas del expansionismo alemán. Wehler dijo que Bismark y sus sucesores habían esgrimido la adquisición de colonias para resolver tensiones internas del Reich, lo que denominó «imperialismo social».50

Sin embargo, la tesis de la Sonderweg se acepta ahora peor de lo que se aceptaba entonces: en un sorprendente estudio publicado en 1980, David Blackbourn y Geoff Eley mostraron que la idea de Fehlentwicklung llevaba a confusión en muchos casos: idealizaba la historia americana, inglesa o francesa, simplificaba en demasía el papel de la burguesía en Alemania y asumía que la revolución burguesa conducía al liberalismo.51 Más recientemente Helmut Walser Smith decía que el «consenso anti-Sonderweg» que vino después acabó con el sentido de «continuidad arraigada» que pudiera tener la historia alemana.52 Y sobre todo, Walser Smith sostiene que resta importancia al nacionalismo y al antisemitismo, a los que considera «una corriente espontánea», a la vez que desvincula la mayor parte del siglo XIX, antes de 1890, de la «catástrofe alemana» del siglo XX.53

Mientras historiadores y sociólogos han intentado poner el foco en los factores nacionales, los teóricos de las relaciones internacionales han querido explicar el expansionismo alemán por referencia a la naturaleza de los estados en general o bien por la naturaleza anárquica de su sistema internacional. La unificación alemana había supuesto un caso paradigmático de eso que los realistas llaman «un dilema de seguridad»: al buscar la seguridad en un sistema internacional anárquico, los estados siguen a veces políticas que les llevan a incrementar sus capacidades militares; con esto, sin darse cuenta, hacen que otros estados se sientan menos seguros, y se crea un círculo vicioso, o una espiral, para los que no existen soluciones permanentes ni duraderas. Los llamados realistas defensivos, como Kenneth Waltz, sostienen que los estados intentan mantener el equilibrio de poder, esto es, el statu quo. Pero aunque la política exterior de Bismarck, después de 1871, ofrece cierto apoyo a esta teoría, no explica el afán cada vez más expansionista que afectó a la política exterior alemana después de que se retirase Bismark.

Los llamados realistas ofensivos, como John Mear­sheimer, por otra parte, sostienen que los estados buscan aumentar, en la medida de lo posible, su propio poder, y no tanto el equilibrio. Según este punto de vista, «no hay potencias partidarias del statu quo –o potencias conservadoras– en el sistema internacional, salvo aquellas que ocasionalmente gozan de la hegemonía y que buscan mantener su posición de dominio sobre posibles rivales».54 Mearsheimer dice que la política exterior alemana desde 1871 hasta 1945 es, por tanto, un caso clarísimo de una gran potencia que actúa como potencia realista ofensiva.55 Sostiene también que tanto el Kaiser como Hitler apostaron por la hegemonía en Europa cuando pudieron: en otras palabras, cuando Alemania llegó a ser lo suficientemente poderosa, en términos relativos. De este modo, en términos de política exterior, «Hitler no representó una ruptura brusca con el pasado sino que pensó y se comportó como lo habían hecho otros dirigentes alemanes antes que él».56 O, dicho de otro modo, era como la versión contada por historiadores y sociólogos que expusieron la idea de Sonderweg alemana: una historia de continuidad.

Como ilustran las distintas conclusiones a las que han llegado historiadores, sociólogos y teóricos de las relaciones internacionales sobre la continuidad de la historia alemana y sobre el papel de Alemania en las relaciones europeas anteriores a 1945, todavía no hay consenso interdisciplinar sobre «la cuestión alemana». Lo que está claro es que la unificación alemana creó en 1871 una nueva potencia central en Europa, que luchó por una política exterior expansionista que, en último término, condujo a la catástrofe. Lo que se sigue discutiendo es hasta qué punto las causas últimas fueron estructurales o ideológicas: en otras palabras, si eran una función de la naturaleza de los estados o un conjunto de ideas específicas que prevalecían en Alemania. Pero hasta hace poco ésta había parecido una cuestión puramente académica: como ya dijera David Calleo en 1978, la cuestión alemana parecía «haber pasado a la historia».57