Mis inicios

La primera vez que aparecí en la televisión, en el Canal 10 de Monterrey, me rechazaron. Don Mario Quintanilla, el director del canal, al verme al aire opinó que me veía mal; que estaba tan grandote que ni siquiera cabía en la pantalla.

“¡Se ve grotesco! Sus manos parecen manoplas de beisbol. ¿Cómo se le ocurre? ¡Usted no sirve para la televisión! ¿No se da cuenta? Mire, vaya con el gerente, Juan Garza, y mejor póngase a vender publicidad”.

Aquello fue un baño de agua helada para mí porque era la primera vez que intentaba aparecer en pantalla, ya que hasta entonces solo había sido locutor de radio en mi ciudad natal, Saltillo, y en Ciudad Juárez, donde por primera vez hablé ante un micrófono cuando estudiaba la carrera de ingeniero agrónomo en la Escuela Superior de Agricultura Hermanos Escobar, mientras me casaba con mi esposa, Consuelo, a quien conocí en una corrida de toros, a las que siempre fui aficionado, donde debuté como novillero.

La época en la que comencé a trabajar en televisión era muy distinta a la de ahora. Los locutores no salíamos en pantalla. Solo decíamos, detrás una imagen fija que se proyectaba, cosas como: “Y a continuación, los invitamos a seguir con nuestro siguiente programa, Los Intocables”, o “En unos momentos más continuaremos con Combate…”.

Para salir en pantalla se requería no solo buena voz sino gran presencia. Y aunque me sentía seguro en esos dos aspectos, la oportunidad no llegaba. Fue hasta ese día en Monterrey, cuando uno de los presentadores de comerciales del Canal 10 faltó y me llamaron para suplirlo, pues el anunciante había oído mi voz y había pedido que sustituyera a mi compañero.

Me paré frente a la cámara para hacer un comercial de un conjunto . Detrás de mí colocaron un panel fijo con la vista del fraccionamiento y comencé a decir: “¿A dónde va Vicente? ¡A donde va la gente! Al fraccionamiento Loma Larga que le ofrece las mejores opciones de financiamiento para que usted compre su casa en cómodas mensualidades”. Esas fueron mis primeras palabras frente a una cámara de televisión totalmente en vivo. No me equivoqué una sola vez y no tuvo que repetirse. Aquello me parecía un sueño porque siempre había anhelado actuar o conducir. Pero ese sueño largamente acariciado se deshizo porque, como ya relaté, el comercial lo estaba viendo don Mario Quintanilla, un señor muy bien parecido y con una sonrisita a flor de labios que lo mismo podía significar que estaba muy molesto o muy complacido.

Y para mi mala fortuna se trataba de lo primero. Me mandó llamar. Cuando entré a su oficina me gritó todo lo que ya conté: que no servía para la televisión, que mis manos parecían manoplas de beisbol, etcétera.

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Pero fue la palabra “grotesco” lo que más me dolió, porque me lo había dicho el dueño de la televisión más importante del norte del país, y todo porque soy muy alto: mido 1.95 metros. Mis casi dos metros de estatura estaban resultando una verdadera maldición.

Las frases de Mario Quintanilla durante mucho tiempo fueron cuchillos que se me enterraron en el cuerpo. “Puede que tenga algún futuro como vendedor, pero ante la cámara no tiene usted nada que hacer”. Esas valoraciones sobre mi persona nunca desaparecieron de mi mente, a pesar de que Consuelo, mi esposa, no dejaba de decirme: “No te preocupes, Rubén. Claro que sirves para la televisión. Esa es tu vida y fue tu sueño desde niño. Tú insiste. No vayas a ver al tal Juan Garza para vender publicidad. Métete con los jefes poco a poco. Verás que lo logras. Tú naciste para hacer televisión”.

Y tuvo razón. A más de cincuenta años de aquel suceso, precisamente esos supuestos defectos: mi elevada estatura, mi complexión delgada, mi voz gruesa que retumbaba en las paredes, me darían la oportunidad de sobresalir en el mundo de la comedia, la actuación y la televisión, no solo en México sino a nivel internacional. No imaginé que precisamente mi fisonomía me permitiría formar una gran mancuerna con Roberto Gómez Bolaños, Chespirito, ya que él mide 1.59 metros, aunque siempre dice que tiene un centímetro más, es decir, 1.60.

Nunca pensé que esa anécdota daría origen no solo a mi carrera sino a estas memorias, las que me atrevo a escribir porque amigos cercanos como los periodistas Ricardo Rocha, Félix Cortés Camarillo y Roberto Orozco Melo insistieron una y otra vez que lo hiciera.

Y tenían razón. Ya he sembrado muchos árboles en un ranchito que tengo, del que mucho les hablaré; foto3tuve no uno sino siete hijos, y solo me faltaba escribir un libro. Claro, no puedo decir que escribo tan bien como mi primo Armando Fuentes Aguirre, Catón, magnífico escritor y columnista, y quien por cierto me ha hecho el honor de prologar estas memorias.

No escribo tan bien; en realidad, igual que el Chapulín Colorado cuando le preguntaron si cantaba y respondió: “Pues sí canto, no una cosa así que digan: ‘Qué bruto, cómo canta este cuate’, pero sí canto”. Así yo: sí escribo, no una cosa así que digan: “¡Qué bruto, qué bien escribe este cuate!”, pero sí, sí escribo.

Entonces, aquí va la historia de cómo llegué a ser el profesor Jirafales; cómo volé aviones; fui novillero; cronista taurino; estudiante de agricultura; ejecutivo de televisión; locutor; reportero; escritor; actor de telenovelas y sketches cómicos junto a extraordinarios artistas como Cantinflas, Tres Patines, el Tremendo Juez de la Tremenda Corte, el Panzón Panseco, Luis Manuel Pelayo, Kippy Casado, Capulina, el Santo, Enrique Rambal o Rafael Banquells, solo por mencionar a algunos.

Es cierto, el personaje del profesor Jirafales me acompañó toda mi vida, al grado de que visité pueblo por pueblo, ciudad por ciudad, por más de treinta años a lo largo y ancho de toda América Latina con el Circo de Jirafales, pero mi vida también estuvo marcada por otras actividades: fui productor de un programa de la Chilindrina, el de tvo con Gaby Ruffo, y de ¡Llévatelo!, de Paco Stanley, e incluso la voz de ¡Atínale al precio!, esa que decía: “¡Un aaaaaaaaaaautooo!”.

Pero sin duda fue El Chavo del Ocho el programa que me llevó al lugar donde cualquier actor quisiera estar: en la pantalla de millones de hogares de 84 países donde se transmitió la serie, acompañado de los mejores cómicos de toda una época como Chespirito, Édgar Vivar, Carlos Villagrán, Ramón Valdés, Florinda Meza, María Antonieta de las Nieves, Raúl el Chato Padilla, Horacio Gómez Bolaños y Angelines Fernández.

Por eso quise escribir este libro, en el que contaré la historia de cada uno de ellos: cómo los conocí, cómo nos llevábamos, y por qué terminó el programa, pero sobre todo, cómo nació la idea del profesor Jirafales.

Y la contaré porque siempre he dicho que lo que importa en televisión no solo es ser conocido —muchos actores muy talentosos son conocidos—, sino ser querido por la gente. Y creo —y ustedes no me dejaran mentir—que en El Chavo del Ocho lo logramos. Conseguimos ser queridos por varias generaciones de niños y adultos. Y eso, justo eso, es lo que ha valido la pena todos estos años.

Así que espero que este libro, que no escribo en forma cronológica sino conforme me lo dicta la memoria, les guste. Y si no les gusta, pues estén seguros de que ya les estaré diciendo a cada página, como en la escuelita de el Chavo: ta, ta, ta, ta… !tá!

Cómo llegué a la televisión

En 1960, diez años antes de que se creara El Chavo del Ocho, llegué a las instalaciones del Canal 10 de Monterrey, donde sucedió el episodio que narré, con don Mario Quintanilla. En aquel tiempo, la televisión y la radio eran la misma cosa, por lo que el Canal 10 de televisión en Monterrey y la radiodifusora xefb compartían instalaciones. La xefb de Monterrey, propiedad de Mario y Jesús Quintanilla, se jactaba de ser “La catedral del radio en el norte de México” y “La única estación que da las noticias”. Para estar al mismo nivel, la estación donde yo trabajaba antes, la xesj de Saltillo, grababa las noticias que llegaban de la xefb de Monterrey en una grabadora Ampex; enseguida una secretaria mecanografiaba las notas grabadas, y una hora después un locutor las leía. Saltillo siempre llevaba un retraso considerable en materia de noticias con respecto a Monterrey, a pesar de encontrarse tan solo a una hora de distancia por carretera.

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Pero las cosas cambiaron un día en que hubo una expectación especial por el nombramiento de un nuevo Papa. El famoso humo blanco indicaba la designación oficial de Juan XXIII. Todo mundo en Saltillo estaba pendiente de ese acontecimiento, y a mí me parecía que no era posible que aunque la xesj fuera filial de la xefb, diéramos la noticia una hora después, como siempre sucedía. No me resigné a eso. Recuerdo que en la cabina había unos audífonos con los que dábamos entrada a programas que se transmitían en Monterrey, como La Tremenda Corte, del fabuloso Leopoldo Fernández, Tres Patines. En cuanto se enlazaba la señal de la xefb, oprimíamos un interruptor y nos poníamos a descansar hasta que terminaba el programa en cuestión. Después, había que desconectarse de Monterrey y transmitir los anuncios locales de Saltillo. En realidad, nuestro trabajo como locutores era estar pendientes de introducir a tiempo los programas de la estación hermana, la de Monterrey.

En eso estaba cuando por los audífonos escuché que acababan de hacer pública la designación del nuevo Papa. En la xefb había un teletipo, una especie de fax en tiempo real que la conectaba con el resto del mundo. Entonces se me ocurrió abrir el micrófono y relatar lo que yo escuchaba en los audífonos desde Monterrey para repetirlo en vivo a la audiencia de Saltillo.

Nadie había hecho eso antes en la capital de Coahuila. Al gerente de la xesj, Jorge Ruiz Schubert, le gustó tanto la idea que quitaron a la secretaria que transcribía las noticias de Monterrey y nos pidieron a todos los locutores transmitirlas en tiempo real, del audífono al micrófono, como yo lo había hecho. Mis compañeros comenzaron a odiarme porque hacerlo representaba no solo un trabajo extra sino una gran tortura, ya que había locutores en Monterrey a los que se les entendía muy bien, como a Héctor Martínez o Mario Valle, pero otros tenían una dicción terrible.

Sin querer, con esa práctica de trasladar las noticias del audífono al micrófono comencé a ejercer la habilidad de hablar con apuntador. Diez años después, cuando llegué a México al Canal 8 de Televisión Independiente de México (tim), un floor manager me dijo que yo tenía más práctica que cualquiera de los actores que trabajaban en esa televisora, la que poco tiempo después se fusionaría con Telesistema Mexicano para formar en 1973 Televisión Vía Satélite, mejor conocida como Televisa.

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Pero en aquel 1960 en Saltillo, las cosas más importantes de mi vida apenas empezaban.

Siempre fui muy inquieto en la radio. Mi puesto en la xesj no era mi primer trabajo como locutor pues había comenzado en Ciudad Juárez, pero fue en Saltillo, que además es mi ciudad natal, donde intenté cambiar las cosas en la programación de la estación. Desde el principio propuse cubrir las corridas de toros en Saltillo y en Torreón para poder realizar mi segunda actividad favorita: ser cronista de toros.

En la primera corrida extraordinaria que anunciaron, fui a convencer al licenciado Jorge Ruiz Schubert de que me diera permiso para transmitir dicho evento, pues me consideraba un gran conocedor del tema por haber toreado alguna vez, como contaré más adelante.

—¿De verdad sabes de esto? —me preguntó Ruiz Schubert.

—¡Uff! De eso sé muchísimo —le contesté, emocionado.

—Bueno, pues vamos a transmitirla. Déjame conseguir patrocinador.

Antonio Escobedo, responsable de la parte técnica de la estación, hizo las gestiones para transmitir desde la Plaza de Toros en la Villa Olímpica de Saltillo. El día de la corrida el licenciado Ruiz Schubert se apersonó en la estación para ver cómo quedaba la transmisión y todo aquello, a pesar de que era domingo e iba de paseo con su esposa. “Permíteme tantito —le dijo a su mujer—. Voy a ver cómo entra Rubén con esto que quiere hacer.”

La conexión era lo que siempre fallaba. En aquel tiempo no había ni microondas y menos señal vía satélite o internet como ahora. Se transmitía conectados a una línea telefónica. Ruiz Schubert esperó que el locutor dijera: “En este momento enviamos nuestros micrófonos hasta la plaza de toros para asistir a la corrida de Rafael Rodríguez, Luis Procuna y el matador Alfonso Rsmírez, el Calesero. Ahí se encuentra nuestro cronista taurino, Rubén Aguirre, para llevarles a ustedes los incidentes de la corrida”.

Jorge Ruiz Schubert se quedó a escucharme. Se sentó y no se movió hasta que la corrida terminó. Yo había dado muchos datos y detalles sobre los matadores. Además, usaba toda la terminología taurina correspondiente, como “toro cornigacho”, “bizco del izquierdo”, “brocho”, “burel”, etcétera. Más tarde, el señor Schubert me dijo: “Muy bien, Rubén. Te felicito. Qué bonito salió. No sabía que conocieras tanto de eso”.

Yo me sentí muy bien con su comentario, pero al día siguiente el locutor que me había dado entrada, de apellido Medina, me platicó que la orden de Jorge Ruiz Schubert había sido que al primer titubeo me sacara del aire y siguiera con la programación normal de los domingos que era Cri-Crí. “Tenía órdenes de cortarte y dejarte hablando como loco en la plaza de toros —me dijo Medina—. Pero el licenciado se quedó a oírte toda la corrida. ¡Y le gustó al viejo!”. Qué méndigo Jorge Ruiz Schubert. Por fortuna le agradó lo que hice, pero una vez más comprobamos que todos estábamos a prueba todo el tiempo.

En aquella estación de Saltillo, antes de llegar a la xefb y el Canal 10 de Televisión de Monterrey, inventé un personaje radiofónico al que le puse Changuito Caramelo, que resultó un éxito. Cuando no había transmisión de toros los domingos, debía pasar las canciones de Cri-Crí correspondientes a ese día. Como se me hacía muy monótono estar toda la tarde sentado anunciando canciones de Gabilondo Soler, comencé a inventar esa voz. Era claro que desde entonces ya estaba pensando en el público infantil y en el mundo de la comedia. Con mi voz normal decía al aire:

Por favor, Caramelo, estese quieto. ¿Qué van a decir los niños?

El supuesto changuito gritaba:

—¡Quítese usted, quítese usted!

—¡Déjeme trabajar! —le respondía con mi voz normal.

Ahí estaba yo, solo en la cabina, fingiendo voces como loco. La gente comenzó a escribir cartas pidiendo conocer al Changuito Caramelo. ¡Pero no existía!

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Después ideé un programa de concursos que consistía en llevar serenata a las personas ganadoras. También hice otro programa llamado La ilusión es un viajero, patrocinado por Chuy Carlos Mena, dueño de la fábrica del mejor pan de pulque del norte de México. El programa consistía en ir con una grabadora y un micrófono a la central de autobuses de Saltillo para preguntarle a la gente a dónde iba y cuál era la razón de su viaje. Los pasajeros respondían que iban a ver a una hija enferma, a reunirse con su marido o simplemente de paseo. Edité los mejores testimonios y los pasé al aire. Fue un éxito total.

Pero en la xesj no solo era locutor, también tenía que trabajar como reportero. Junto a otro locutor de apellido López Torres teníamos que entrevistar a los diputados locales o reportar lo que sucedía en la cárcel de Saltillo. Entonces ocurrió que el señor Cabrera, dueño de un periódico llamado El Diario, me hizo una propuesta.

—Oiga, Rubén, ¿por qué no le pone a su máquina de escribir un papel carbón y las mismas noticias que redacta para la radio me las pasa para El Diario y le doy una cantidad mensual? Le propongo mandar a alguien por ellas para que no se moleste en traerlas a la redacción. ¿Se anima?

La idea del señor Cabrera, a quien todo mundo le decía Cabrerita, me gustó. Nada me costaba hacerlo. Cabrerita se ahorraba el sueldo de un reportero y yo obtenía un ingreso extra. Por supuesto acepté. Por una temporada fui la sensación de la noticia en Saltillo. En un solo día ocho noticias mías salieron en primera plana. No siempre publicaban mis notas, pero en esa ocasión casi todo el periódico fue de mi autoría.

Era tal mi estabilidad laboral que me casé con mi novia, Consuelo, el 22 de octubre de 1960. Como ella vivía en Torreón se fue a vivir conmigo a Saltillo, pero a los ocho días de casados, apenas instalados en un departamento que había rentado y con muchos de nuestros muebles en Torreón, surgió la posibilidad de irme a Monterrey, a la xefb, donde el sueldo era un poco mayor que en Saltillo.

En Monterrey me ofrecían un aumento de 200 o 300 pesos más. De ganar 1 500 pesos al mes en la xesj de Saltillo, ganaría 1 800 en su filial en Monterrey. Además, claro, de entrar a la “Catedral del radio en el norte de México” y la posibilidad de ingresar a la televisión, en el Canal 10 de los Quintanilla.

Cuando llegué a la xefb surgió la oportunidad de una plaza de locutor general pero había que hacer una prueba, la cual solo aprobamos Carlos Saucedo Rubí, Roberto Hernández Jr., quien era un gran cronista de futbol, y yo. Jorge Ruiz Schubert, el gerente de la xefb de Saltillo al que le había agradado mi trabajo como cronista taurino, me recomendó a los Quintanilla de Monterrey, por lo que, apenas llegado a la Sultana del Norte me enviaron de inmediato a transmitir en la Plaza de Toros de Monterrey.

Recién llegados mi esposa y yo a Monterrey ocurrió algo muy triste. Como mis papás nos habían ido a visitar, Consuelo regresó con ellos a Torreón para empacar los muebles que faltaban así como los regalos de boda que no habíamos tenido tiempo de abrir por las prisas.

Ella me contó que iba en el asiento trasero de la camioneta que conducía mi papá cuando de pronto se voltearon. Fue un accidente horrible. Mi padre se rompió la clavícula, mi madre se lastimó las vértebras cervicales y Consuelo las rodillas. Herida, mi esposa salió como pudo y detuvo a una pipa de gas para que pidiera auxilio a la Cruz Roja de la población más cercana. Antes no se usaba cinturón de seguridad, y como resultado de ello mi madre quedó afectada de las vértebras cervicales. A pesar de estar recién llegado a la xefb, pedí un permiso de tres meses para ir a Torreón y atender a mis papás y a Consuelo. Posteriormente regresamos a Monterrey. Como consecuencia de ese accidente mi madre murió dos años después. Fue la primera Navidad que pasamos en Monterrey.

Locutor y cronista taurino

Además de en la xefb, trabajé en la de Monterrey, donde desempeñé uno de los trabajos más difíciles de mi vida. Junto a Carlos Saucedo Rubí teníamos que hacer un programa llamado Radio Reloj xeh. Aquello era una tortura china para los dos. Lo hacíamos de 6 a 8 de la mañana, de 12 a 2 de la tarde y de 8 a 10 de la noche. El operador ponía un cartucho sin fin con el efecto de un metrónomo que cada minuto emitía un sonido agudo, una especie de alarma. Nosotros teníamos que tener ese sonido en los audífonos y al mismo tiempo leer las noticias. Cuando sonaba la alarma debíamos levantar la vista, ver el reloj y dar la hora. Era un tormento escuchar ese clac, clac, clac, mientras leíamos y enseguida decir la hora. Fue difícil. A pesar de todo Carlos Saucedo y yo lo hicimos muy bien.

El primer programa que hice para la xefb, antes de aquel fatídico intento por entrar a la pantalla del Canal 10, fue Matiné infantil Totito, que se transmitía los domingos, y no tenía nada que ver con el programa del Changuito Caramelo que había hecho en Saltillo. Totito era una marca de chicles que patrocinaba ese programa infantil. Había un teatro estudio al cual acudían los niños a participar. Entonces se me ocurrió hacer un concurso. Le decía al niño: “A ver, dime una adivinanza. Si no logro adivinarla, te doy cinco pesos. Si la adivino, no te doy nada”.

No era fácil ganarles. En una ocasión un niño me dijo su adivinanza, que a la letra decía: “En medio de dos cerritos sale un torito bramando”. Los compañeros, que sabían la respuesta, me hacían señas desesperadas para que cortara el concurso, pero como yo la ignoraba repetí la adivinanza esperando la solución: “¿Qué es eso que en medio de dos cerritos sale un torito bramando?”, y con toda la inocencia de sus siete años el niño me respondió: “Pos el pedo”.

En la xefb de Monterrey comencé también a presentar programas con cantantes en vivo como Los Montañeses del Álamo, Juan Salazar o Las Hermanas Padilla (Margarita y María), que cantaban Desde que Dios amanece, Mi virgen ranchera o Cartas marcadas, de Chucho Monge.

Después de un tiempo me dieron el horario de dos a cuatro de la mañana, un turno pesadísimo. Para poder sobrevivir se me ocurrió inventar una radionovela a la que le puse el título de La espiga de Teresita. Hacía todas las voces: de mujeres, hombres, niños y viejitos. Hacía los efectos especiales con una taza, un plato o la puerta. No la escribía, improvisaba. El público reaccionó muy bien. Me di cuenta de ello porque cierta madrugada no hice un episodio por tener dolor de cabeza. Al otro día me hablaron de la dirección. Un ejecutivo, al que apodábamos El Gallito, me regañó.

—Oye, ¿qué estás haciendo en la madrugada? Están habla y habla preguntando por una radionovela llamada La espiga de Teresita. ¿Qué es eso, Rubén?

—Es una idea que se me ocurrió para entretener al público y a mí mismo. Es que el turno es difícil, señor…

—Pues lo que estés haciendo, síguelo haciendo. La gente no deja de hablar protestando porque ayer no transmitiste tu “radionovela”. También tuve el honor de trabajar con el Doctor IQ, aquel que decía: “Arriba a mi derecha”, y yo contestaba: “Aquí tenemos un caballero, doctor...”.

Poco después me dieron un horario más amable, pero mi principal función en la xefb era transmitir los anuncios comerciales locales. Después llegaron comerciales de compañías más grandes, como Coca-Cola o Llantas Goodyear, que venían grabados en discos de 78 revoluciones, pero los de los anunciantes más pequeños o locales había que decirlos en vivo.

La suerte tocó a mi puerta cuando al poco tiempo a Carlos Saucedo Rubí y a mí nos llamaron para ser locutores ya no solo en radio, en aquella señal tan escuchada de la xefb, sino que nos invitaron a hacer comerciales también para el Canal 10 de televisión, donde tenía que decir, como ya conté, frases como: “En unos momentos más continuaremos con Combate…”.

Definitivamente, el ambiente de la radio y la televisión de aquel tiempo, los años sesenta, era muy diferente del actual. Consuelo, mi esposa, me llevaba un lunch todas las noches. Llegaba como a las 10 de la noche con gorditas de harina, un termo de café con leche y se quedaba un rato conmigo. Mientras comía yo seguía pendiente del monitor. Cuando la plática nos absorbía, la interrumpía y le decía: “Espérame, Consuelito”, y tomaba el micrófono para decir: “Y a continuación, los invitamos a seguir con nuestro siguiente programa: Los Intocables”. Esos tiempos fueron maravillosos.

Trabajé simultáneamente en radio y televisión durante varios meses. A veces tenía turno en la xefb y otras en el Canal 10. Hasta que un día me quedé en la televisora. El trabajo en el Canal 10 era parecido al de la radio, excepto que junto a la cabina había un proyector de opacos donde se veía el comercial que salía al aire. Al mismo tiempo, teníamos un libro con los textos que debíamos leer. Ponían, por ejemplo, la fachada de la tienda de muebles Salinas y Rocha y nosotros teníamos que decir: “Salinas y Rocha le ofrece a usted una amplia variedad en salas y comedores a los mejores precios”. También hacíamos anuncios locales como el de Joyerías Valentín de Monterrey, con un reloj en pantalla: “Joyerías Valentín tiene la hora de los mejores relojes del mundo. Joyerías Valentín, en Suazua número 87”. Las imágenes que se pasaban al aire las hacía ahí mismo un señor muy talentoso que pintaba cartones y los ponía frente a la cámara.

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Así hice muchísimos anuncios “fuera de cuadro”, es decir, sin que mi imagen saliera en la pantalla, solo mi voz como fondo, hasta el día que me tocó aquel anuncio del fraccionamiento Loma Larga, que provocó que el dueño del Canal 10 me llamara “grotesco”.

Sin embargo, mi ilusión de salir en pantalla no se apagó con el rechazo de Quintanilla. Al contrario, alentado por mi esposa logré aparecer en el Canal 10 de Monterrey dos veces más. La primera fue porque el gran presentador, locutor y animador Neftalí López Páez tuvo que ir a la Ciudad de México y él mismo me pidió suplirlo. Su programa duraba una hora. Se llamaba Al mediodía. Salí de traje y presenté a varios artistas en sustitución de Neftalí, que en ese entonces era la estrella del canal. Lo hice lo mejor que pude y nadie se quejó. Tampoco recuerdo que el señor Quintanilla me haya dicho nada. Yo pienso que no lo vio.

Pero la segunda oportunidad vino varios meses después del rechazo de Mario Quintanilla. Tras cavilarlo mucho, regresé a hablar con él para convencerlo de hacer un programa de media hora de lo que yo más sabía en aquel momento: los toros. Propuse que se llamara Reseña taurina. La idea era que se hablara de la corrida de cada fin de semana en Monterrey o la Ciudad de México, de la cual me enteraba por radio o los periódicos. Como don Mario también era aficionado a los toros me dio luz verde. Esa fue la única razón que lo llevó a autorizarme salir en pantalla. Pero eso sí, con la condición de que yo consiguiera patrocinadores. Los primeros fueron Motel El Paso y Joyerías Roca. Ellos le pagaban al canal y yo mantenía mi sueldo normal.

Y fue así como Reseña taurina comenzó a transmitirse los domingos a las 10 de la noche por el Canal 10 de Monterrey, con media hora de la más pura tauromaquia. Ponía pasodobles como música de fondo; entrevistaba a toreros, empresarios taurinos, rejoneadores, novilleros, y hacía el análisis de las corridas de la temporada. Busqué un formato novedoso y lo conseguí: invitaba a los toreros a que fueran ellos mismos quienes narraran sus faenas. Aquello era posible porque todas las corridas eran filmadas en película de 16 milímetros en blanco y negro. Colocaba el negativo en una máquina, le cambiaba la polaridad, y entonces salía positivo al aire en señal de televisión. Ese formato gustó mucho porque el torero o novillero podía justificarse de las críticas que a menudo le hacía la gente.

Por Reseña taurina desfilaron grandes figuras que accedían a ir al programa. Aunque algunos no querían por temor a que les preguntara algo inconveniente. Con Juan Silveti, padre de David Silveti, eso ocurrió. Al principio no quería ir. Me decía: “Estuve muy mal, Rubén. Mejor no”. Y yo le respondía: “Mira Juan, ve y así explicas qué pasó con tu faena en la pantalla”. Por fin aceptó y al final del programa me dijo: “No comprendo por qué me pitaba la gente, si esta tarde toreé muy bien”.

Y claro que se había visto muy bien ya que a todos los toreros o novilleros los filmaba con una cámara Bólex de cine de 16 milímetros a 32 cuadros por segundo en lugar de 24, que era lo normal, y a 32 cuadros los muletazos se apreciaban más lentos y con mucho aguante.

El programa comenzó a tener éxito, pero a pesar de ello no recibía dinero extra por hacerlo. Por esa razón Consuelo tenía que verme en los aparadores de las tiendas departamentales, como Sears o Salinas y Rocha, donde ponían aparatos encendidos para que la gente mirara la televisión, pues en aquella época un televisor era muy caro. Los domingos mi esposa me veía en plena calle, a pesar de que el programa se transmitía a las 10 de la noche. Cuando yo regresaba a la casa me decía si había estado bien o mal, si me había equivocado en algo. Sus comentarios me ayudaron muchísimo.

Ese fue mi inicio real en la televisión. Poco después se me ocurrió, junto con un grupo de aficionados de la Peña Taurina de Monterrey, dar premios al mejor puyazo, a la mejor estocada, al mejor par de banderillas, a la mejor faena o al toro más bravo de la temporada. En el Motel El Paso entregábamos los premios en cenas de gala. En una ocasión alguien me dijo: “Rubén, tu programa y las premiaciones están muy bien, pero lo verdaderamente innovador sería traer los toros de España”. El comentario me entró como mosquita en la oreja. Lo cuento así porque después ese señor presumió que gracias a él yo había traído las corridas de España. Pero una cosa es decirlo y otra muy distinta hacerlo. Así que fui directamente a solicitar otra entrevista con don Mario Quintanilla para poner a su consideración un asunto que sin duda haría del programa algo realmente innovador.

—Don Mario, ¿y si consigo quien me patrocine para hacer un viaje a España, filmar las corridas de las principales ferias y mejorar así el programa?

—¿A qué se refiere? —me contestó horrorizado.

—Sí, mire. Me voy a Madrid y a varias ciudades de España. Filmo las corridas y las pasamos en mi programa.

Con la mano derecha, don Mario manoteó frente a mi cara.

—Está usted soñando. ¡Despierte! ¿Quién le va a pagar un viaje a España de ida y vuelta, además del hotel y las cintas de cine para filmar todo eso?

Mi primer viaje a España

En efecto, para realizar aquella hazaña era necesario llevar la cámara Bólex y un micrófono con grabadora. Salí derrotado de su oficina una vez más, pues yo creía que mi idea lo iba a entusiasmar tanto que la misma empresa pagaría el viaje; qué equivocado estaba. Estaba tan seguro de mi idea que yo mismo busqué quien patrocinara ese viaje. Enseguida fui con el representante de Tequila Sauza en Monterrey.

Dicha marca era propiedad de don Francisco Javier Sauza, y en Monterrey el distribuidor era Felipe Zambrano Páez, de la poderosa familia Zambrano. Dio la casualidad que Felipe y su hermano Evaristo tenían serias aspiraciones taurinas que los llevaron a poseer una famosa ganadería en la finca San Felipe de Linares, ser rejoneadores profesionales y criar hermosos caballos. A Felipe le encantó la idea, la cual discutimos a lo largo de un mes, pero algo falló. Felipe acordó firmar el convenio de patrocinio un viernes y ese día llegué a su oficina pero él no estaba. Su oficina estaba ubicada en una parte de la casa de sus padres que ocupaba dos o cuatro manzanas, con bellos jardines y acabados maravillosos. Cuando pregunté por él su secretaria me respondió que se había ido a un rancho que tenía su familia en alguna región del estado de Nuevo León. Me molesté mucho. Había batallado un mes con él y no estaba consiguiendo nada. Por si fuera poco, estaba desesperado porque se me venían encima la Feria de Sevilla y luego la de San Isidro en Madrid, y yo tenía que salir ya del país para llevar a cabo las filmaciones. Salí furioso de la casa de Felipe Zambrano, y cuando iba rumbo a la puerta, vi llegar en un auto convertible Alfa Romeo a su papá, don Jesús Zambrano, quien supo de inmediato quién era yo, pues me había visto en Canal 10 porque también era muy aficionado a la fiesta brava.

Entonces, me quejé: “Don Jesús —le dije respetuosamente—, su hijo me ha fallado. Quedamos de firmar un contrato hoy y no está. Necesito irme a Sevilla porque está a punto de comenzar la feria”. La suma por concepto de patrocinio ascendía a 72 mil pesos de aquel tiempo. Mientras abundaba sobre el asunto, don Jesús me interrumpió. “Ese muchacho irresponsable —dijo riendo mientras me conducía al interior de su casa—. No se preocupe, yo lo arreglo”.

Y sin más me invitó a comer. El comedor era espectacular. La familia Zambrano tenía sirvientes con filipina, como en las grandes mansiones europeas. Junto a mí se sentaron su esposa y sus hijas. En realidad me sentía muy cohibido. Nunca había estado en una mesa de ocho cubiertos. No sabía ni con cuál empezar. Aquello era un lujo deslumbrante. Después de comer me invitó a acompañarlo a tomar café y coñac y a fumar un puro en su biblioteca. Por supuesto que lo acompañé. Ahí firmó el cheque. Yo ganaba 4 mil pesos al mes en mi plaza de locutor, y 72 mil apenas cubrirían los gastos básicos para filmar más de 30 corridas de la temporada en las plazas importantes de España, pero no me importó. Reduje los gastos con tal de obtener el apoyo. Recuerdo que mientras don Jesús firmaba el contrato y los documentos, me quedé mirando una de las paredes de la biblioteca. De inmediato reparé en un cuadro de unos 60 x 80 centímetros. Le pregunté por él a don Jesús:

—Don Jesús, qué hermoso cuadro tiene colgado en ese muro.

Jesús Zambrano miró el cuadro.

La que posa es mi mujer. El cuadro lo hizo Diego Rivera. Estuvo en esta casa tres meses pintándolo. Le gustaba pasear por los jardines para inspirarse. Le hablaba a mi mujer, le pedía que se sentara en una silla y entonces la pintaba.

Diego Rivera era ya uno de los artistas más importantes del mundo y pintaba solo aquello que quería o le llamaba la atención. Difícilmente hacía cuadros por encargo. Pero por tratarse de Jesús Zambrano había hecho una excepción.

—Tres meses duró Diego Rivera en esta casa —continuó don Jesús—. Recuerdo que cuando terminó le pregunté cuánto me iba a cobrar. Diego Rivera se quedó serio.

—Ni un centavo —me respondió—. Me he pasado en su casa unas vacaciones increíbles. Disfruté de comidas y bebidas exquisitas así que no me debe nada.

—No, señor —le dijo don Jesús—. Debo pagar este trabajo. Esto no puede quedar así. ¿Cuánto le debo?

—En verdad no es nada, don Jesús —reiteró Rivera.

—Por favor, cóbreme —le insistió.

El esposo de Frida Kahlo se negó una y otra vez. Ante la insistencia del empresario, el reconocido pintor y muralista le propuso una cantidad razonable: 50 mil pesos.

—Pero le voy a pedir un favor, don Jesús, haga el cheque a nombre del Partido Comunista.

La petición le cayó a don Jesús como balde de agua fría. Él representaba, como la mayoría de los empresarios de Monterrey, el ala conservadora de la sociedad mexicana, y las tendencias comunistas de Diego Rivera eran incluso una conducta delictiva en aquel tiempo.

Le propongo esa cantidad si me quiere pagar el cuadro, pero si no, no me debe nada, don Jesús —dijo Diego Rivera, intentando ganar la partida.

Pero en contra de lo que él mismo esperaba y de todos los pronósticos, ¡don Jesús Zambrano le extendió el cheque a nombre del Partido Comunista!

Después de relatarme esa fabulosa anécdota, don Jesús me extendió el cheque para que pudiera filmar todas las corridas de toros de la Temporada Grande de España y me deseó suerte. Y no solo eso, pactamos que además de los 72 mil pesos me mandaría a España cada mes 10 mil pesos más para sufragar el costo de mi alojamiento y poder subsistir hasta completar una gira más extensa de corridas para que fueran exhibidas en el Canal 10. Al final, con todos los gastos que representó aquella aventura en España.

En ese viaje a España, el primero fuera de México de los muchísimos que vendrían en mi vida, me hice acompañar de Ramiro Vázquez, magnífico camarógrafo que, al igual que yo, nunca había salido de Monterrey. Hicimos las maletas y mi esposa Consuelo fue a despedirme a la estación de El Regiomontano, tren que iba de Laredo a México pasando por Monterrey.

Y así fue las dos veces que viajé a Europa para conseguir material para mi programa Reseña taurina, hasta que al regreso de mi segunda gira por España, a mediados de 1963, don Mario Quintanilla me llamó a su oficina para decirme que había perdido mi trabajo en el canal y en la radiodifusora, por haberme ido por segunda vez tres meses continuos a cubrir la alternativa de El Cordobés y a todas las ferias de España, desde las Fallas en Valencia hasta el Pilar en Zaragoza, pasando por los sanfermines y Granada. “Para qué se va a hacer sus caprichos de toros —me dijo don Mario—. Su lugar ya está ocupado”.

De nuevo, don Mario Quintanilla me la había hecho, por lo que no tuve más remedio que hablar con su hermano, Jesús, a quien apodábamos el Nazi y dirigía la xefb, para ver si ahí no había perdido mi lugar, pero también habían puesto a otra persona. “Su lugar ya está ocupado —me dijo Jesús Quintanilla—. Alguien tenía que hacer su labor en cabina mientras usted se paseaba por Europa. Si quiere, quédese. Si falta algún locutor o se enferma entraría usted, pero tendrá que esperar a que eso suceda”.

No podía creerlo. De la noche a la mañana me había quedado sin trabajo precisamente por tratar de mejorar el canal, por llevar un contenido que nadie más en todo México tenía y del que ellos se habían beneficiado, ya que después me enteré de que los Quintanilla habían aprovechado mi ausencia para anunciar con bombo y platillo la transmisión de la corrida publicando en todos los periódicos la frase: “La alternativa de El Cordobés. Un esfuerzo más de Canal 10”. Aquello me dio muchísimo coraje porque ellos no habían aportado nada para lograrlo. Y en cambio yo había perdido mi trabajo por conseguirlo.

De esa manera, de haber estado con los mejores toreros del mundo y con periodistas de todos los continentes que habían cubierto la Temporada Grande de España, me veía yendo todos los días a la xefb a sentarme de las 9 de la mañana a las 6 de la tarde para ver si a algún locutor le daba catarro y podía hacer algunas horas de locución para llevar dinero a mi casa.

En mi hogar las cosas se pusieron duras.

El payaso Pipo

Era tal mi desesperación que intenté entrar a todo lo que me decían con tal de ganar dinero. Recuerdo que por esos meses don Mario Quintanilla lanzó una convocatoria para hacer un programa en Canal 10 de 2 a 4 de la tarde, de lunes a viernes, en el que el conductor sería un payaso. Yo vi en aquello una oportunidad económica invaluable.

Corría 1964, y contra la voluntad de mi mujer ideé el personaje de un payaso para ese concurso. Diseñé mi maquillaje y mi vestuario. Me puse un reloj despertador al frente para conseguir un atuendo característico. Competí con otros tres actores. Me puse por nombre Fosforito. No sé si mis compañeros se vistieron o lo hicieron mejor que yo, pero no gané. El papel se lo quedó un joven muy talentoso llamado José Marroquín con su caracterización de Pipo, quien hizo por más de 10 años las delicias de chicos y grandes en Monterrey, al grado de tener merecidamente una calle y un parque con su nombre. Yo tuve el privilegio de ser su amigo y trabajar con él años más tarde.

Ese fue el tercer golpe que recibía en cuatro años. El primero había sido que me llamaran “grotesco”; el segundo que me dejaran sin trabajo, y el tercero que no ganara el concurso para ser el payasito de la tv de Monterrey. Algo no estaba funcionando.

Volví triste a mi casa. Pero mi esposa se alegró. Consuelo pensó que aquella era una gran noticia. “Rubén, me alegro de que no hayas ganado porque tú no eres un payaso. Tú tienes capacidad para hacer cosas más grandes que eso. Tú vas a triunfar”. Así, mi mujer me animó a seguir luchando.

Y de nuevo atinó. Ahora sé que de haber ganado aquel concurso tal vez seguiría siendo el payaso más conocido de Monterrey, pero jamás habría construido el personaje que me llevó a ser querido en toda América Latina: el profesor Jirafales.

Y seguí adelante; incluso llegué a trabajar con Marroquín en El show de Pipo. Me pidió que lo ayudara y le entré. En su programa hice el papel de genio de la lámpara; salía con el torso desnudo y un turbante y concedía deseos.

Tiempo después entendí que lo que a veces parece un fracaso no es más que la puerta que se va abriendo a algo más grande.

Y lo supe, porque apenas unos meses después de aquel episodio, muchas cosas en mi vida cambiaron para siempre.

La época de las radionovelas

Después de trabajar con el payaso Pipo y tras seis meses de esperar una oportunidad en la xefb de Monterrey, la estación me contrató de nuevo, aunque ya no por plaza sino por tiempo, a razón de 4 pesos la hora. Sabía que aquel era un sueldo muy bajo, pero como tenía dificultades económicas y el radio siempre fue mi pasión, acepté.

Por fortuna, a partir de 1964 mi suerte empezó a mejorar. La xefb comenzó a producir radionovelas, en su mayoría escritas por el vate Humberto Calderón Navarrete y Rosendo Ocaña, autores de series como El ojo de vidrio, La intrusa o Rosita Alvírez, que aún se escuchan en todos los rincones de México. En algunas de ellas trabajé haciendo voces incidentales. En El ojo de vidrio me dieron un pequeñísimo papel actoral, de la misma forma en la que había salido en televisión por primera vez: alguien faltó y me preguntaron si podía hacer la voz de un sacerdote, y no lo dudé. Luego me pidieron hacer la voz de un viejito, y al director le gustó. Fue así como siguieron invitándome, a la par que seguía con mi labor de locutor contratado por hora.

Luego de algunos meses de colaborar con pequeños papeles, me invitaron por primera vez a ser el narrador principal de una de esas grandiosas radionovelas. Un día que estaba en mi cabina me llamaron de la gerencia diciéndome que no había llegado Juan Carlos Orgado, el responsable de la voz principal de uno de esos melodramas. Me preguntaron si quería suplirlo. Dije que sí de inmediato. Comencé a narrar aquella historia diciendo cosas como: “Margarita sintió que su corazón latió más rápido. Abrió lentamente la puerta y salió con la más grave determinación, cuando en eso…”. Después de mi intervención la actriz principal decía su parte, entraban los demás actores y quedaba atento a mi siguiente intervención. Al productor le gustó, y a partir de entonces me quedé como narrador de radionovelas.

Poco después me llamaron para hacer un papel principal ya como actor formal en El Zarco, una radionovela muy exitosa en aquellos tiempos, cuyo héroe principal era un personaje parecido a Chucho el Roto. Ese fue el inicio de una larga carrera en el medio actoral que ha durado hasta ahora. Estaba feliz de comenzar a hacer lo que siempre había querido. Por si fuera poco, el de las radionovelas era un gran ambiente. En la xefb viví grandes momentos. Recuerdo una anécdota. El actor Eduardo Herrejón Chávez padecía claustrofobia, y cada vez que podía salía de la cabina a tomar aire. Un día, los actores le pusimos pasador a la puerta. Cuando intentó regresar a tiempo para continuar con su papel no pudo entrar. El pobre nos hacía señas para que le abriéramos porque ya le tocaba decir su parlamento y nosotros estábamos muertos de la risa. Así era aquella camaradería.

En esas producciones empezó a irme bien en el plano económico. Como dije, siendo locutor de cabina me pagaban 4 pesos la hora, mientras que como actor de radionovela nos daban 12 pesos por capítulo y en un día se podían hacer dos o tres y hasta cinco capítulos. Pero no solo eso: al actor estelar le daban la fabulosa cantidad de ¡18 pesos por capítulo! Una fortuna para aquel tiempo. Lo malo fue que solo logré ser protagonista en dos o tres de ellas.

El director de esas extraordinarias radionovelas era el Flaco Tijerina, hombre muy bilioso. Después entró a dirigirnos el poeta cubano José Ángel Buesa, el poeta enamorado, quien salió huyendo de la isla por el régimen castrista y se refugió en Monterrey. Buesa había sido el poeta más popular de su época y había grabado 40 discos con sus poemas. Uno de ellos decía: Se deja de querer, y no se sabe/por qué se deja de querer/Es como abrir la mano y encontrarla vacía,/y no saber, de pronto, qué cosa se nos fue…

Con Buesa simpaticé de inmediato porque fumábamos puro, y quienes lo hacemos formamos una especie de hermandad que compite por ver quién los consigue más frescos o más baratos. Eso nos unió. Mi cuñado, Roberto Orozco, no podía creer que estuviera trabajando con Buesa, porque en verdad era todo un personaje, muy popular en varios países de América Latina.

Pero Buesa no duró mucho en Monterrey; se fue a Estados Unidos con su familia. Su hija era tan bonita que llegó a ser Miss Florida.

El Canal 6 de Monterrey

Debo ser sincero. Yo quería más en la vida. Sentía que me estaba yendo bien en el mundo de la locución y las radionovelas, pero aún no se concretaba ingresar a la plana mayor de la televisión regiomontana. Por esa razón, a la vez que trabajaba en las radionovelas de la xefb, comencé a ver la posibilidad de entrar al canal de la competencia, el Canal 6, propiedad de Cervecería Cuauhtémoc, debido a que me habían rechazado ya muchas veces en el Canal 10.

Durante mucho tiempo el Canal 6 de Monterrey estuvo muy mal atendido, hasta que el señor Eugenio Garza Lagüera decidió levantarlo, y para ello contrató a grandes figuras de la radio cubana que también eran expertos en televisión, entre ellos Raúl Dubreuil, Jesús Alvariño, Gabriel Yáñez, el productor Leandro Blanco y Sergio Peña, esposo de la actriz Kippy Casado. Todos ellos venían de la cmq de Cuba, la catedral de la radio y televisión de América Latina.

En aquel tiempo casi nadie veía el Canal 6. Así que mientras tomaba lo que podía en la radio de los Quintanilla, con ingresos muy medianos, un día fui con el señor Roque, uno de los directivos del Canal 6, a pedirle trabajo. Para sorpresa mía me respondió que me aceptaría de locutor en un noticiero pero no sin antes hacer una prueba para ver cómo me desenvolvía.

—Pero cómo una prueba, Roque, si ya me has escuchado en radio y hasta haz visto en Canal 10 mi programa de toros.

—Pues esa es la regla, Rubén. Sin prueba no puedes entrar.

Una vez más tenía que demostrar lo que sabía hacer. Roque me fijó una fecha. Ese día llegué al set para hacer la prueba y esperé mi turno mientras terminaba el noticiero del locutor Arturo Yáñez. La prueba consistía en leer un periódico ante una cámara y grabarlo en videotape.

Era la época en que las cámaras eran de “torreta”, es decir, de cuatro lentes. Cuando el productor requería de un acercamiento, había que switchear a la otra cámara para cambiar la lente; lo mismo ocurría para hacer un close up, para un medium shot, un long shot, etcétera.

No olvidaré ese día. Como decía, tuve que esperar a que el noticiero terminara. Entonces escuché una voz en el interior del set que dijo: “Que pase el cabrón ese que va a hacer la prueba”. Me sentí menospreciado, y más cuando ya venía de hacer tantas cosas. Lo recuerdo muy bien porque el de la voz luego fue mi compadre, Reynaldo López, quien años después, ya en la Cuidad de México, lanzó a la fama con su programa x-etu a figuras como René Casados, Gloria Trevi, Manuel Mijares, Gaby Rivero (la maestra Jimena) y muchas más. Qué gran productor fue mi compadre Reynaldo.

La prueba salió bien. Tanto que enseguida me mandaron a ver a don Raúl Dubreuil, el gerente del canal, quien después de verme en el tape me dijo: “No se diga más, amigo, usted se queda aquí. Le explicaré: soy de origen cubano y desconozco el lenguaje del norte de México. Una de mis tantas labores es promover el canal, haciendo desplegados en periódicos, así que quiero que usted me los corrija”. Estaba muy contento. Por fin se abría una oportunidad diferente, fuera del tortuoso camino del Canal 10 y la xefb. Ese fue mi primer trabajo en el Canal 6 de Monterrey, la competencia de los Quintanilla, por lo que, sin lamentarlo, no volví a la xefb ni al Canal 10.

Don Raúl Dubreuil era un sabio. Se le ocurrían lemas muy inteligentes para su canal, como uno que decía: “Competir es luchar limpiamente con las armas del talento y la destreza. Sin competencia jamás podrá haber buena televisión”. Poco a poco me encargó cosas importantes, como ayudarle a atraer talento hacia el canal no solo en el nivel artístico sino también en el técnico. Le aconsejé contratar a Neftalí López Páez, a quien yo había suplido fugazmente en el Canal 10. Recuerdo que para demostrarle la capacidad que tenía Neftalí, lo llevé al Hotel Ancira, en Monterrey, donde este presentaba variedades. A don Raúl le encantó Neftalí porque en verdad era un gran conductor, y lo contrató sin dudarlo.

En el aspecto técnico pasó algo semejante. Llegó la Navidad de 1964 y el Canal 6 salió del aire por una falla. Dubreuil estaba alarmadísimo porque en televisión cada segundo vale una fortuna. Por obvias razones estaba muy preocupado y me consultó qué hacer. Le comenté que conocía a un ingeniero experto en esos casos, pero el problema era que trabajaba para la competencia, el Canal 10. “Pues tráelo. ¡Haz lo que sea!”, me dijo.

Inmediatamente le hablé a Rogelio Rueda, que era un gran ingeniero. Dubreuil le explicó por teléfono el problema y Rogelio le respondió que le permitiera pedir autorización a don Mario Quintanilla. Dábamos por supuesto que Rogelio no nos iba a ayudar pues don Mario no le daría permiso. Apenas había transcurrido un rato de haber colgado cuando llegó Rogelio a bordo de su motocicleta. Verlo nos sorprendió sobremanera. “Miren —dijo Rogelio—, no consulté con mi jefe porque creo que como ingeniero debo ser igual que un médico. Si hay algún herido o alguien necesita de mí, no puedo negarme. Así que aquí estoy a sus órdenes”. Nos ayudó sin cobrar un centavo.

Ese tipo de nobleza era común en aquel tiempo y Rogelio la tenía. De inmediato el ingeniero del Canal 10 se puso manos a la obra. Don Raúl Dubreuil estaba feliz. Recuerdo que apenas se había ido Rogelio en su moto, me dijo: “Rubén, mañana te vas muy temprano a Laredo a comprarle una tele a color a este hombre. Le debemos mucho. Toma mi Mercedes Benz y te vas”. Yo me sorprendí porque en aquel tiempo los televisores a color eran carísimos, pero obedecí con gusto pues el que había llevado a Rogelio al Canal 6 había sido yo.

Cuando le llevé la tele a Rogelio, muy sorprendido, me dijo:

—Rubén, esto es un regalazo. Quiere decir que la cosa está muy bien allá en el Canal 6, ¿no?

—Pues la verdad sí —le respondí—. Deberías venirte con nosotros.

Esa era la idea de don Raúl Dubreuil, quien contrató de inmediato a Rogelio, como lo había hecho con Neftalí López Páez. Enseguida le llevé a Carlos Saucedo Rubí, a Roberto Hernández Jr. y a Chuy Lozano, con los que yo había trabajado en el Canal 10. Con esas contrataciones el Canal 6 comenzó a subir como la espuma, al grado de que empezamos a hacerle la competencia al Canal 10.

El Canal 6 también producía telenovelas. Para ellas se me ocurrió sugerir a María Félix, y para los programas de comedia ni más ni menos que a Cantinflas, quien ya era una estrella internacional. Fue el propio Mario Moreno quien, al ver nuestro impulso como canal, nos bautizó con el mote de Los bravos del seis.

La forma en la que se hacía televisión en aquel tiempo era distinta a la actual: los mismos actores o locutores teníamos que terminar de pintar el set para ayudar a la producción. Todo mundo se involucraba en todas las tareas. Los programas se hacían con tres o cuatro personas solamente. Hoy en día los programas de televisión se hacen con al menos 40 personas. Contratan al asistente del asistente del camarógrafo. Desde mi punto de vista, esa es la razón por la que los muchachos no aprenden a ser más creativos, pues se especializan demasiado en una sola cosa. En mi tiempo los ejecutivos o actores movíamos luces o aprendíamos a iluminar de la mano de expertos como Jorge Cuco Álvarez Miranda, iluminador cubano como no he conocido otro.

También era extenuante. Consuelo comenzó a dudar de mí porque solía llegar todos los días de madrugada. “

—Oye, Rubén, ¿qué está pasando? Qué casualidad que tienes mucho trabajo.

Como no quería dudas en mi matrimonio, le dije:

—Acompáñame. —Y me la llevé al Canal 6.

Pobrecita; el primer día se quedó dormida en un sillón, cansadísima, y yo seguía trabajando. “Ahora te entiendo”, me dijo. Y es que en aquel entonces laboraba 18 y hasta 24 horas corridas.

Sin embargo, era hermoso. Era un impulso para competir y llegar más allá. Ese mismo espíritu llevó a Raúl Dubreuil a hacer lo impensable. Corría ya 1965 y yo había cumplido 31 años. La señal de Canal 6 no llegaba más que al valle de Monterrey. Con dificultad llegábamos a las montañas cercanas. Fue entonces cuando don Raúl tomó la decisión de poner una enorme antena de televisión en la joroba norte del Cerro de la Silla. Y convenció a los dueños de la Cervecería Cuauhtémoc de hacerlo.

Aquello iba a resultar una proeza total. Poner una antena en la punta de una montaña como el Cerro de la Silla es un desafío técnico que muy pocas televisoras encaran. Pero no solo eso, sino que aquella portentosa antena, que a la fecha sigue enviando señal a todo el norte de México, no se hizo en Estados Unidos, como muchos piensan, la fabricaron técnicos de Monterrey y yo mismo ayudé a llevar parte del equipo para su instalación.

Por fortuna en esa época mi cercanía con don Raúl Dubreuil se volvió más estrecha, y pasé de revisor de sus anuncios de prensa a ser una especie de mano derecha. Entonces me convertí, además de redactor, locutor y actor, en ejecutivo del Canal 6 de Monterrey.

Yo personalmente llevé en helicóptero esa enorme torre de transmisión hasta la punta de la montaña, mientras los técnicos y operadores transportaban en burros —ya que antes no había vehículos ni caminos que llegaran hasta la punta más alta del Cerro de la Silla— cientos de enseres para construir una casita autosuficiente en energía solar para supervisar el mantenimiento de la antena. Una vez colocada la antena, nuestra señal comenzó a verse en Saltillo, Matamoros y McAllen, Texas, en el lado americano. Al instalar una antena repetidora logramos llegar a la totalidad del Valle de Texas. Incluso, nos informaron que algunos canales gringos estaban captando la señal y la reproducían sin pagarnos derechos. Es decir, nos estaban pirateando los programas.

Esa situación detonó una de las etapas más hermosas de mi vida. Don Raúl me mandó en su Mercedes Benz a viajar desde El Paso hasta Brownsville, Texas, con el encargo de recorrer población por población para corroborar si aquello de que nos pirateaban en Estados Unidos era cierto. Mi trabajo consistía en registrarme en un hotel y con libreta y pluma en mano cerciorarme de si había programas del Canal 6 transmitiéndose en la televisión gringa. A veces trabajaba desde el bar del hotel. En ese viaje conocí todo el Valle de Texas con gastos pagados. Regresé a los ocho días a Monterrey con un reporte detallado, y en efecto, resultó que sí había programas del Canal 6 transmitiéndose en Estados Unidos, sobre todo en McAllen, Mission y San Benito, en la frontera con Tamaulipas.

A partir de ese momento mi posición en el canal se consolidó. La confianza que me tomó el señor Dubreuil fue clave en mi ascenso como ejecutivo. Pero algo no estaba funcionando. El gusanito de actuar ante las cámaras, ese anhelo tan arraigado de ser actor, no se alejaba de mí. Debido a mi afición por los toros conseguí conducir otro programa sobre la fiesta brava en el Canal 6, similar a Reseña taurina del Canal 10. Pero no estaba actuando, que era mi verdadera pasión. Mi sueldo como ejecutivo era alto pero no era el objetivo de mi vida. Eso sí, debo decir que era muy agradable trabajar con gente que sabía muchísimo de televisión. Raúl Dubreuil, Jesús Alvariño, Sergio Peña, Gabriel Yáñez o Leandro Blanco sabían todo acerca del negocio. Y aproveché para aprender lo más que pude de los ejes de cámara, de actuación, de producción y de creatividad artística.

Todo cambió cuando tiempo después llevaron a trabajar al Canal 6 a un genio de la comedia, Arturo E. Manrique, el Panzón Panseco, uno de los escritores más legendarios de la televisión. Arturo se cambió el apellido porque su padre, un hombre militarizado, le prohibió usar el Elizondo si se dedicaba a la televisión, y sobre todo a la comedia. El Panzón Panseco había estudiado ingeniería mecánica en la Saint Louis School of Engineering, en Missouri, Estados Unidos, y estando del otro lado le llamó la atención el mundo de la farándula. Formó un grupo musical; tocaba el ukulele de manera preciosa. Después se dedicó a escribir. En la Ciudad de México había sido un pilar de la radio. Había creado cientos de personajes que se volvieron legendarios, como Félix Amargo, Faustis y Cornis, y Régulo y Madaleno. Él mismo interpretaba un personaje que se llamaba don Pomposo Rosado. Hice un sketch con él en el que una bomba nos explotaba durante la Revolución. Con Panseco en Monterrey aprendí mucho de lo que sé en cuanto a libretos y humor.

Así, mi futuro como actor de televisión y comedia apenas comenzaba.

Mi primera actuación en comedia

Poco a poco, y todavía siendo ejecutivo del Canal 6 de Monterrey, comenzaron a darme pequeños papeles en producciones que en televisión se llaman “programas unitarios” ya que duran solo un capítulo. No vayan a creer que en esos programas yo era el “muchacho chicho de la película gacha”. En realidad hacía el papel del abuelito del protagonista o del hermano del coprotagonista; no pasaba de eso.

Actuar por primera vez ante una cámara es algo que le debo a Jesús Alvariño, quien fungía como director artístico del Canal 6 y productor ejecutivo de la versión regiomontana de La Tremenda Corte, conocidísimo programa radiofónico cubano que en Monterrey fue retomado en señal de televisión con los inmortales Leopoldo Fernández, Tres Patines, y Aníbal de Mar, el Tremendo Juez.

Además de ser ejecutivo, don Jesús Alvariño tenía un programa de comedia junto con el Panzón Panseco, donde actuaba un personaje llamado Pedro Guachis Palanganovich, un polaco que hablaba español en una taberna. La escenografía del programa consistía en una barra de cantina donde bebían cerveza y decían “¡Prosit!”, y hacían chistes que eran graciosísimos.

Un día, mientras hacía en vivo mi programa de toros llegó Pedro Guachis Palanganovich llevándome una cinta que había grabado en la Plaza de Toros Monterrey, con la anuencia del empresario César Garza, en la que se le veía “toreando” unas vaquitas. En medio del set y en vivo, Pedro Guachis me pidió que transmitiera dicha cinta para que mi público viera que él era un torero “de verdad”. Todo eso me tomó por sorpresa, porque aunque Alvariño me había dicho en los pasillos que quería ir a visitarme en su calidad de Pedro Guachis y pasar un video, nunca pensé que se tratara de aquello pues mi programa era serio ya que me visitaban figuras como Alfredo Leal o Raúl García.

—Señor, yo soy un gran torero —me dijo Pedro Guachis cuando se paró junto a mí ante la cámara—. Se lo digo de verdad. Créame. Debería entrevistarme. Ya hasta recibí mi “alternativa” en Madrid. Quiero que vea en esta cinta lo que hice allá en España.

Procuré no reírme y le seguí la corriente.

—Disculpe, señor —le respondí—. Nunca había oído hablar de usted, pero con mucho gusto vamos a ver su filme.

La película era de verdad muy divertida. La vaquilla embestía a Pedro Guachis por las pompas y lo lanzaba por los aires. El público de mi programa moría de risa cuando Guachis comenzó a explicarme que quería dedicarse a torero profesional. Yo comencé a darle lo que se llama “réplica”, es decir, pie para que siguiera desarrollando lo que tenía que decir.

—Señor, para lograr ser matador —le dije—se requiere juventud, preparación…

—Pues juventud tengo, ¿qué, no me ve? —respondió el personaje.

Seguí improvisando en el tono más serio que pude hasta que terminó el programa. Todo había salido de maravilla. Cuando terminó Reseña taurina don Jesús Alvariño se me acercó y me dijo:

—Rubén, sabes dar muy bien la réplica. Lo hiciste con mucha naturalidad. ¿No te interesaría actuar en algún programa con ese tono?

—¡Que si me gustaría! Pero claro que sí, don Jesús, yo encantado.

—Pues le vas a entrar.

Entonces don Jesús me dio un pequeñísimo papel en un programa de variedades muy exitoso que estaba haciendo el canal, El carrusel de la alegría, conducido por Neftalí López Páez,quien había logrado llevar figuras muy destacadas del espectáculo como Lola Beltrán, a quien habían vetado en Televicentro por haberse presentado en nuestra televisora, aventura sobre la que incluso salió una nota de periódico que decía: “Jalón de orejas a Lola Beltrán por haber actuado en Monterrey”.

En El carrusel de la alegría actué con el Panzón Panseco, quien también escribía el programa, por lo que me incluía casi en todos los sketches, así que llegué a alternar con Lucila de Córdova, Domitila, y Marco di Carlo.

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Como ejecutivo logré llevar al Canal 6 a una pléyade de artistas, no solo de la Ciudad de México sino también de América Latina. Invitamos a Esmeralda, la Versátil (que cantaba fados portugueses preciosos); a Sonia, la Única; a Rosa de Castilla, cantante fabulosa que no veía bien y que se quitaba los anteojos para poder actuar; a Lucho Gatica. A actores de primera categoría como Fernando Casanova, estrella de la época de oro del cine mexicano, y quien entró al Libro Guiness de Récords como el actor con más papeles estelares de la historia.

También llevamos a Pepe Jara y a María Conesa, la Gatita Blanca, diva del teatro de revista, a quien hicimos bailar siendo ya un poco mayor. No faltaron los más grandes de aquella época como Marco Antonio Muñiz, María Félix o Cantinflas. También fue Amador Bendallán, uno de los animadores y presentadores más importantes de Venezuela.

En El carrusel de la alegría compartí créditos con la actriz Belia Torres, haciendo el papel de dos enamorados que siempre están sentados en una mesa. El carrusel era una especie de cabaret donde se anunciaba a personalidades de la actuación o la música. Belia y yo salíamos casi como extras para que el cabaret se viera lleno. Nuestro papel consistía en darnos de comer en la boca el uno al otro en tono romántico pero con un diálogo cómico.

—¿Quiele ella polito? [¿quiere ella pollito?] —le preguntaba ofreciéndole un muslo.

—Sí quielo. ¿Y qué quiele él? —me respondía dándome una cucharada de su plato.

La intervención era fugaz pues la cámara se detenía apenas unos segundos en nosotros y continuaba hacia los invitados musicales, pero aquella escena estaba ya dentro de un tono de comedia.

En ese programa viví muchas aventuras. En una ocasión, el libreto marcaba que Belia Torres se enojaba conmigo y me tenía que dar un pellizco simulado en el brazo, retorciendo el saco, pero en lugar de actuarlo me lo daba de verdad. Yo me ponía rojísimo y tenía que aguantar, lo cual resultaba muy divertido. También trabajé mucho con Arabela, una mujer muy guapa y alta, a la que pusieron por mi estatura. Con ella hice el papel de gánster. Todos esas situaciones las copiábamos a actores como Edward G. Robinson, muy popular en el cine de Hollywood de los años cuarenta.

El carrusel de la alegría comenzó a tener un éxito descomunal. Como se transmitía en horario estelar, a las 8 de la noche, y con todo el respaldo de la Cervecería Cuauhtémoc, el Canal 6 comenzó a rebasar la audiencia del Canal 10 de los hermanos Quintanilla. Logramos ponerlos tan nerviosos que cuando transmitíamos El carrusel ellos respondían con una película de Pedro Infante.

Poco a poco todo se fue dando para mí. Tiempo después, en el mismo Canal 6 comencé a reescribir algunos de los capítulos de la versión regiomontana de La Tremenda Corte, programa radiofónico que admiré muchísimo desde niño. Recuerdo que por orden del productor ejecutivo del programa, Sergio Peña, Leopoldo Fernández, mejor conocido como Tres Patines, llegó conmigo con un montón de guiones y me dijo: “Chico, reescribir este programa es muy fácil. Aquí tienes un montón de libretos de la versión que hacíamos en Cuba. Estúdialos y los haces igual”.

¡Qué honor! Mi nombre no salía en los créditos, pero vaya que aprendí de humor con esos guiones. Había que mexicanizarlos, adaptarlos a Monterrey. Hicimos muchos cambios. Debido a que Modesto Vázquez poseía los derechos en México, en lugar de La Tremenda Corte le pusimos He perdido el juicio y sustituimos a Nananina porque, según decían, la habían internado hacía tiempo en un hospital en Miami. La Nananina original había sido esposa de Tres Patines en la vida real.

También sustituimos a Rubecindo porque murió de la forma más curiosa que se pueda imaginar. Según me contaron Aníbal de Mar y Leopoldo Fernández, Rubecindo falleció un día que el grupo había terminado de grabar un programa en la cmq de Cuba y decidieron asistir al velorio de un tal Pacheco en la funeraria que estaba enfrente de la estación de radio. El grupo atravesó la calle, entró al lugar, dio el pésame, estuvo unos minutos con el difunto y salió. A media calle Rubecindo cayó muerto de un infarto. Lo hizo de la manera en que un cómico debe morir: a unos metros de la funeraria.

Para la versión televisiva de Monterrey incluimos a Raúl Salcedo, Cascarita, quien hacía el papel del secretario; Marco di Carlo el de Patagonio Tucumán y Bandoneón; Luis Manuel Pelayo hacía el papel de Félix Amargo, que había creado el Panzón Panseco. En realidad, los únicos personajes originales que se conservaban eran el de Aníbal de Mar, el Tremendo Juez, y Leopoldo Fernández, Tres Patines, a quien admiraba muchísimo pues nunca he visto, con excepción de Cantinflas, a un actor que improvise una situación con una agilidad de mente como la suya.

Según me contó el mismo Aníbal de Mar, él y Leopoldo Fernández formaron en Cuba una pareja llamada Pototo y Filomeno, en la que Leopoldo Fernández era Filomeno y De Mar, Pototo. Trabajaban en el teatro. Todo iba bien hasta el día que se les ocurrió conjugar la frase “izar la bandera”. La función se estaba escuchando por radio en todo Cuba. Empezaron a decir: “Yo izo la bandera”, “tú izas la bandera”, “él iza la bandera”, que por semejanza fonética se escucha: “Elisa lavandera”, que hacía referencia a Elisa Godínez-Gómez, la primera esposa del dictador Fulgencio Batista, quien era lavandera de ocupación.

No tardaron en caerles los guaruras con pistolas calibre 9 milímetros y un litro de aceite de ricino para cada uno. Habían ido demasiado lejos.

—Se lo toman, hijos de la fregada, o se mueren —les dijo uno de los policías.

Tres Patines se resistía.

—¡Te lo tomas o te mato! —insistió el gendarme—. ¡Para que se les quite lo habladores!

De acuerdo con Aníbal de Mar, el primero que se lo tomó fue Tres Patines, pero todavía no se lo terminaba cuando comenzó a vomitar y cayó al piso. Entonces se lo dieron a Aníbal de Mar, pero este se rehusó.

—No me lo tomo —dijo el Tremendo Juez.

Entonces el guarura, enardecido por la resistencia que ponía Aníbal de Mar, le disparó y lo hirió en un brazo. El otro gendarme se espantó y se enojó con su compañero.

—¡Imbécil! Nos dijeron que les diéramos un susto, no que lo mataras. ¡Vámonos!

Los gendarmes huyeron y Aníbal de Mar y Leopoldo Fernández se fueron a un hospital como pudieron. Aníbal iba desangrado y Tres Patines estuvo una semana internado.

Leopoldo Fernández era un genio. El Tremendo Juez y Tres Patines duraron poco más de un año en Monterrey. De su estancia se grabaron casi todos los programas que existen de ellos en televisión.

Fue curioso. Según me contó Aníbal de Mar, ninguno de los dos recibió nunca un centavo por la transmisión de los programas de radio que por más de 70 años se han escuchado en todos los rincones de América Latina, a pesar de que la transmisión del programa inició en 1941 en Radio Habana Cuba, perteneciente a la empresa cigarrera Trinidad y Hermano. En 1942 el programa se trasladó a cmq Radio, y desde entonces ellos no habían recibido un solo dólar por las retransmisiones. Según me confiaron, tanto Leopoldo Fernández como Aníbal de Mar padecieron muchas miserias.

Su show televisivo en Monterrey no pegó en aquel momento, pero ahora es un documento invaluable para admirar el talento de los dos. Definitivamente no era lo mismo escucharlos por radio que verlos en vivo. Mucha gente se imaginaba a Tres Patines como un negrito, y no, era rubio, de ojos verdes, aunque eso sí, muy flaquito y simpático como él solo.

Y es que en el mundo de la comedia no es fácil triunfar en televisión. Se necesita una fisonomía especial. El Panzón Panseco, por ejemplo, siempre me dijo que él nunca iba a triunfar en tele porque “tenía cara de millonario”, aunque no lo fuera ni remotamente, pero era rubio, de ojos verdes y panzón. “Para ser cómico —decía—hay que ser como Cantinflas, con bigotito o pantalón caído. Esos son los que pegan. Con mi cara yo no puedo ser cómico en México”. Y fue cierto. Panseco triunfó en radio pero en la televisión no pudo.

Por la época en que comencé a trabajar en la Ciudad de México dejé de saber de Leopoldo Fernández y de Aníbal de Mar. De lo único que me enteré fue que Tres Patines se había ido a Estados Unidos, donde montó una obra de teatro en la que criticaba al régimen de Fidel Castro. Un día fui a Miami, vi anunciado su espectáculo y me metí al teatro. Ahí estaba. En la obra se trataba de reírse de Fidel. Lo hacía en broma pero con una fuerte carga política. El Tremendo Juez también se fue a Estados Unidos porque en aquel tiempo los gringos recibían a cualquier cubano que se exiliara dándole todas las facilidades.

Ambos fueron maestros de la comedia para mí, al igual que el Panzón Panseco. Y es que aquellos años en el Canal 6 de Monterrey fueron mi verdadera escuela de comedia. Pocos tienen la oportunidad de aprender con los más grandes de la historia.

El Canal 6 se convierte en
Televisión Independiente de México

Continué desarrollándome en el Canal 6 como escritor y actor, lo mismo de comedia que de drama. Al mismo tiempo que hacíamos He perdido el juicio, logré actuar en un programa llamado Vámonos pa’l rancho, que se transmitía a mediodía. El programa consistía en chistes y sketches en los que participaban también Raúl Salcedo, Cascarita, Chis-Chas, Delia Garda y Marco di Carlo. En Vámonos pa’l rancho había una actriz que desempeñaba el papel de mi suegra, por lo que acostumbraba pegarme durante la actuación. No recuerdo su nombre pero el hecho es que tuve que decirle que no se mandara porque comenzó a tomarle gusto a aquello de pegarme. Y cuando le explicaba que no era necesario hacerlo con fuerza se reía de mí. Incluso un día se burló en voz alta: “¡Ay sí!, que le pego muy fuerte a Rubén. ¡Ay!, cómo le duele”.

Juro que no lo hice a propósito, pero en la escena que siguió el cielo hizo justicia. Yo tenía que salir vestido de ranchero y llevar una pistola 40-44 de cañón largo, de 6 pulgadas, que ocultaba debajo de mi chaleco en una cartuchera. Y cuando esa mujer me lanzó un gancho al hígado, se rompió la mano con la pistola. Aquello me dio muchísimo gusto, aunque no fue mi intención; simplemente había tratado de esquivar el golpe alzando el brazo.

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No creo que haya sido por méritos propios que después de estos programas surgiera la posibilidad de actuar como galán en una telenovela. Jesús Alvariño me invitó a suplir al protagonista de dicho melodrama porque no le gustaba cómo se veía el actor principal junto a la protagonista, ya que era muy chaparrito. El galán era guapo, muy bien parecido, pero la protagonista lo rebasaba en estatura.

—¿Te avientas? —me preguntó don Jesús.

—Si usted me dirige le entro —le respondí con la misma determinación con la que había aceptado su invitación a participar en El carrusel de la alegría.

Me arriesgué y logré hacerlo bien. Se trataba de la telenovela Rutas del destino, que protagonizaba Tony Carbajal. Junto a él tuve mi primer papel dramático en televisión. El papel también era de galán como pareja de la actriz cubana Ana Margarita Martínez Casado, prima de Kippy Casado. En esa producción, Jesús Alvariño hacía el papel de un obispo que pretendía disuadirnos a Ana Margarita y a mí de divorciarnos. Al final, Ana Margarita terminaba yéndose con Tony Carbajal. También hice otros melodramas como Sor Trueno, al lado de Katy Jurado. Ella tuvo el papel principal y yo una pequeña participación. También hice otra telenovela que se llamó Agonía de amor.

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La telenovela fue una enorme experiencia para mí en el terreno de la actuación, pero al desarrollarla sentí de forma muy clara que el drama no era mi vocación; lo mío era la comedia. No un actor cómico, sino un actor que interpreta papeles cómicos. La diferencia radica en que un cómico se transforma, infla los cachetes, tuerce la boca, hace de borracho, se pone pecas, se pone sombreros chuecos o anteojos curiosos. A mí, en cambio, siempre me gustó salir como soy. Nunca torcí las piernas ni me puse pecas; lo más que llegué a agregarle a mi vestuario fue un sombrero, un puro o un ramo de flores, pero siempre actué a cara limpia.

Esto se debía a que admiraba mucho a Juan Verdaguer, humorista uruguayo pero de gran arraigo argentino, quien salía en pantalla vestido como todo un caballero, de traje, impecable. Platicaba anécdotas en tono serio, pero lo que decía resultaba graciosísimo.

Esa época en la que empecé a actuar en el Canal 6 de Monterrey fue muy hermosa. Incluso quise fundar una empresa actoral con mis compañeros del canal para ganar un poco de dinero, pero no me gustó la experiencia.

Me llevé de gira a Juan Sorola, Gu-gú (que hacía el papel de un niño que siempre lloraba), a Delia Garda, a Raúl Salcedo, Cascarita, a Ana Martín (no la famosa actriz de Televisa sino otra actriz de Monterrey, homónima) y a Belia Torres. La propuesta era actuar en Villa Camargo, hoy Ciudad Camargo, en un lienzo charro. Llegamos al único hotel que había. Alquilé dos cuartos: uno para mujeres y otro para hombres, para usarlos como camerinos. Terminando la actuación cenamos en el restaurante del hotel. Al concluir pedí la cuenta. El dueño se acercó.

—No es nada —dijo el hombre.

—¿Pero cómo? —pregunté extrañado.

—No es nada. Va por cuenta de la casa. Ustedes los artistas siempre andan muertos de hambre así que no me deben nada.

Escuchar eso me dio mucho coraje y me marcó para siempre.

Óigame no, señor. Claro que traemos para pagar. Somos artistas, no limosneros.

—No se haga —insistió el dueño del hotel guiñándome un ojo—. Ande, ya váyase.

Fue por eso que desistí de ese intento de fundar una empresa y me concentré en seguir haciendo programas en el canal, tratando de conseguir papeles de mayor envergadura. Al fin y al cabo, mi intención era seguir creciendo en la actuación y la comedia, no tanto hacer dinero.

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Pronto aparecí en otros programas, lo mismo actuando que conduciendo. Participé en un noticiero de deportes junto a Roberto Hernández Jr., José Ángel Mantequilla Nápoles, el entrenador de su contrincante, Pancho el Cuyo Rosales, tras una pelea de box. Aquella también fue una aventura memorable. Don Raúl Dubreuil me había pedido que llevara a Mantequilla a la televisora, pues era la sensación del momento.

—A ver, Rubén, te vas a la Plaza de Toros, filmas la pelea de Nápoles y lo traes junto con su contrincante, gane quien gane. La idea es que se avienten un round aquí en el set.

—Ay, don Raúl —le dije, angustiado ante semejante petición— dudo que quieran pelear después de haberse dado con todo arriba del ring.

—¡Tú ve a intentarlo!

La petición me parecía absurda, así que me fui a quejar con el segundo del canal, Jesús Alvariño.

—Don Jesús, vengo a hablar con usted. Don Raúl me pide que traiga a pelear a Nápoles, o a quien gane, y la verdad no creo que eso sea posible.

A Alvariño también le parecía estrafalaria la idea, así que fue conmigo a ver al gerente del canal.

—Raúl, ¿cómo le pides a Rubén algo semejante, estás loco?

—¿Loco? Pues ahora tú también vas a buscar al tal Mantequilla. Acompaña a Rubén y los dos me traen ese encargo.

Dicen que reportero sin suerte no es reportero, y aunque yo no lo era propiamente, corrí con mucha suerte cuando supimos que el entrenador de Mantequilla Nápoles era Kid Rapidez, que había sido entrenador de Jesús Alvariño en Cuba, pues este había practicado el boxeo en la isla. No podía creer tanta suerte.

—Jesús, ¿qué andas haciendo en México? —lo saludó Kid.

—Trabajo, en la tele, ¿y tú?

—Pues como ves, sigo entrenando boxeadores.

—Qué maravilla, Kid. Oye, queremos entrevistar a Mantequilla.

Y gracias a él, Mantequilla Nápoles, así como el entrenador Cuyo Rosales fueron al Canal 6.

Así trabajábamos. Yo tenía ganas de triunfar y hacía todo lo que los directivos me pedían.

Más tarde realicé un programa infantil llamado El jardín de las maravillas, que conducía al lado de María Eugenia Llamas, la Tucita (la del papel inolvidable junto a Pedro Infante en Los tres huastecos). María Eugenia ya era adulta y estaba casada con el locutor Rómulo Lozano, con quien duró muchos años hasta que él murió. A María Eugenia la vestíamos con vestidos muy maternales y cantaba para los niños. Ese programa fue la génesis de lo que, además de la comedia, definiría mi carrera: el contacto con el público infantil.

A Jesús Alvariño se le ocurrió también crear un programa matutino familiar en el que yo compartía escena con Carmelita González, una actriz con más de 100 filmes en su haber y particularmente recordada por el papel de Chayito en Dos tipos de cuidado, con Pedro Infante y Jorge Negrete. Carmelita se había casado con el actor Eduardo Fajardo, y por la época en la que llegó a Monterrey al Canal 6 tenía serios problemas con él. Don Jesús Alvariño la acogió para que trabajara con nosotros y saliera adelante con sus dos hijos.

En el programa en el que aparecíamos ella y yo, hacíamos el papel de esposos. Se llamaba Buenos días y se transmitía de 6 a 7 de la mañana todos los días, antes de que los niños se fueran a la escuela. Nos acompañaba la estupenda actriz Nena Delgado, quien hacía un personaje llamado Astucia, una chica del servicio muy torpe y que hacía muy mal las labores del hogar. Nena Delgado era una estupenda actriz, al grado de que en la actualidad posee un teatro en Monterrey que lleva su nombre.

La trama de Buenos días consistía en que desayunábamos todos los días con los productos que nos patrocinaban, como Nescafé, Corn Flakes, alguna marca de leche o mantequilla, o jugos. Astucia se encargaba de peinar a los niños, pero siempre lucían mal, incluso con peinados chistosos. Carmelita González la regañaba: “¡Ay!, Astucia, así no se hace”.

Nuestro papel, además de desayunar, era comentar películas, obras de teatro o libros.

—Oye, qué buena estuvo la película de anoche —le decía a Carmelita González—. Qué buena actuación, ¿no crees, mi amor? Qué escena tan dramática. Buenísima.

Ella me daba réplica y así comenzábamos a hablar de la cinta. Lo mismo pasaba con los libros. La librería más grande de Monterrey nos enviaba las novedades literarias. Me quedaba con ellos y así inicié una muy buena biblioteca personal.

El programa empezó a tener tal éxito que cuando Consuelo y yo íbamos al cine, entrábamos gratis. La lechería Los Morales también enviaba a mi casa dos o tres litros cada día. Y todo por decir en el programa: “Qué buena leche, ¿no, Carmelita? Además es un producto que no toca la mano del hombre, sino que pasa directamente de las vacas a las procesadoras de pasteurización, por lo que es sumamente confiable”. Gracias a eso, durante esa etapa nunca faltaron en mi casa toda clase de alimentos: leche, quesos, jugos, cereales, refrescos y muchos más.

Eso era por la mañana. A mediodía trabajaba en un programa de tono político, junto a Tony Parés, el mejor ventrílocuo que he conocido en mi vida. Su mono se llamaba don Justo Macana y Gándara. La gente enloquecía con él porque hablaba mal del gobierno.

—¡Todos los políticos se roban el dinero! —decía don Justo.

—Oiga don Justo, tenga cuidado con lo que dice, no tiene pruebas —respondíamos Tony Parés o yo.

—¡Claro que sé lo que digo! En mi colonia no hay agua. Se hacen majes.

Sus críticas eran directas y al mismo tiempo cómicas. En ese momento Parés era considerado “el mejor ventrílocuo de América”. Aun así no le gustaba salir de Monterrey. Esa era la calidad de cómicos y artistas de esa época y que prestaron su talento para levantar el Canal 6. Parés fue el primero que me enseñó ventriloquía. El otro fue Paco Miller, quien junto a Parés fue uno de los ventrílocuos más inolvidables de la historia. Miller tenía un muñeco llamado don Roque, de barba cerrada y frente amplia, cuyo lema era: “Le rajo la cara a cualquiera, maldita sea”. Al público le encantaba ese mono grosero y que escupía en el piso.

Lo que aprendí con Parés y Miller lo utilicé en un programa donde salía de un ataúd maquillado en forma parecida a Drácula, con una calavera en la mano. Bauticé a mi personaje como El doctor Anófeles porque así me decía el Panzón Panseco, ya que, según él, parecía un mosquito de esos larguiruchos llamados anófeles. En el programa leía cartas que supuestamente mandaba el público preguntándome la solución práctica a ciertos problemas personales. Yo leía las preguntas y una calavera, que se llamaba Tlayuel Cantú, que animaba haciendo ventriloquía, las contestaba. La calavera se llamaba así porque un señor de apellido Ventura Cantú la había fabricado.

—¡Querido doctor Anófeles —decía una supuesta carta—. Mi hijo estaba tocando la armónica y se la tragó, ¿me puede decir qué puedo hacer?

Enseguida, la calavera cobraba vida.

—Pues dele gracias a Dios que no estaba tocando el piano —contestaba el cráneo.

Era humor negro y tenía mucho éxito. El programa terminaba cuando el doctor Anófeles se metía en el ataúd, luego de resolver todas las dudas del público.

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Que llegara a casa caracterizado era algo común para mi familia. En una ocasión mi esposa y mis hijos fueron a recogerme al aeropuerto. Al verme corrieron a abrazarme, pero me habían confundido con un hindú de turbante blanco de mi misma estatura y complexión. Cuando lo tuvieron cerca le pidieron disculpas, apenados.

Otra de las cosas que hice en esa última etapa en Monterrey fue poner voz a una serie de películas mudas del tiempo de Chaplin que don Raúl Dubreuil compró para el Canal 6. “Nárralas”, me indicó. El programa se llamaba Cine silente. Tenía que inventar los diálogos sin haber visto las cintas previamente; en eso consistía el trabajo. No salía a cuadro pero con mi voz actuaba al gánster, al cowboy, a la mujer, a la mamá o a los niños que salían en la cinta. Mi voz daba para eso y mucho más. Además, ponía música a dichas películas cantando sobre el arreglo orquestal que traían. Sobre todo cuando eran infantiles.

Poco antes de llegar a la Ciudad de México, hacia 1968, trabajé mucho con Kippy Casado, esposa de Sergio Peña. Fue tal la amistad que se gestó con ellos dos, que luego nos hicimos compadres. Consuelo y yo nos íbamos con Sergio y Kippy a hacer compras a Laredo los fines de semana. Se podía pasar en coche a comprar leche, queso o café en los enormes malls que había de ese lado.

También trabajé con Didier Alexander y su hermana, la extraordinaria actriz Susana Alexander, que era muy joven en esa época. Un día, Susana me dijo: “Oye, Shory —pues así me llamaba ya todo mundo—. Acabo de cobrar 60 capítulos de la telenovela que recién terminé. Quiero que me lleves a Laredo para comprar cosas para mi casa. Me han dicho que eres el rey de la pasada en la frontera. ¿Me llevas?”.

Accedí de inmediato porque conocía bien la línea divisoria. Quedamos de vernos a las seis de la mañana en su hotel y la llevé en un Chevelle blanco. Llegamos a Laredo y Susana se puso a comprar como loca. Cuando terminó, no quedaba lugar en el auto más que para ella y para mí. Toda la cajuela y el asiento de atrás, desde el piso hasta el techo, estaban repletos de manteles, sábanas, cobijas, edredones y vajillas. Cuando llegamos al puente internacional para pasar al lado mexicano, los de la aduana me saludaron como si nada. “¡Qué onda, Shory! ¿Cómo has estado? Gusto en verte”, me decían. No me revisaban. En el kilómetro 26 hubo otra revisión. “¡Quihubo Shory! ¿Cuándo nos echamos un café? Pásale”. Susana estaba admirada de la familiaridad que tenía con los aduanales. Todo iba muy bien hasta que comenzó a hacerse de noche y de pronto un auto nos dio alcance. No reconocí a aquellos hombres que nos gritaban y hacían señas con su potente linterna para que nos detuviéramos.

—¿Qué pasa, Shory? —me preguntó Susana muy asustada.

—No te preocupes, Susana. Deben ser las “volantas”, policías de la Ciudad de México que andan revisando a los autos que circulan y que no me conocen. Espero que no haya problema con tanta mercancía que traemos.

Uno de los tipos se acercó y me echó la luz de la lámpara a la cara. Cuando me vio, le gritó a su compañero:

¡Partner! Ven acá.

Me asusté. Susana lloraba. Pensamos que era un asalto.

—Págame —le dijo al otro hombre que iba llegando—. ¿No que no era el Shory? Sí es el Shory.

Me explicaron que al verme pasar en el Chevelle habían apostado a que yo no era el Shory y el otro sumió el acelerador para alcanzarnos y ganar la apuesta. La sangre se me había bajado hasta los talones. Me calmé. Les presenté a Susana.

—Les presento a una compañera de trabajo. También es actriz y se llama Susana Alexander.

Cuando la alumbraron, su semblante cambió. Uno de ellos me gritó:

—¿Y por qué te juntas con esta vieja hija de su tiznada madre?

—¿Por qué dices eso? —le respondí, apenado porque estaba insultando a Susana.

—¿Qué no viste que le robó el collar a su mamá, ese que era para operarse su ceguera?

Se referían al papel que Susana empezaba a hacer en esa telenovela por la que había cobrado 60 capítulos. Esos individuos no estaban distinguiendo la verdad de la ficción y creían que Susana era la villana que escenificaba en esa telenovela.

—Oigan, no —intenté aclararles—, mi amiga es actriz, ella solo interpreta el papel de la villana.

—No, no, no. Si se presta para hacer esa clase de papeles es que es una desgraciada. No te juntes con ella, Shory.

Yo era muy conocido en la frontera. El nombre de Shory surgió en un programa que hice con Kippy Casado llamado Ocho y media con Kippy, un show de concursos muy exitoso. Ahí fue donde Kippy comenzó a apodarme Shory, pronunciación mexicanizada de shorty (chaparro en inglés) para aludir a mi gran estatura. Pegó tanto aquel sobrenombre en la televisión de Monterrey que la gente regia comenzó a llamarme así en la calle. Kippy tenía tal confianza conmigo que solía tirarse desde la escalera que los iluminadores utilizan para revisar las lámparas de los sets y me gritaba: “Shory, ¡cáchame!”. Y se dejaba caer en pleno programa en vivo. Yo sufría muchísimo con aquello porque sentía que se iba a matar. Además, con qué embajada le iba a salir a Sergio Peña, que no solo era el director de la versión regiomontana de La Tremenda Corte, sino uno de los más altos ejecutivos del Canal 6.

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Con Kippy hice otros programas como Quién sabe más, ¿el hombre o la mujer?, en el que ella capitaneaba a las concursantes y yo a los varones. Bailaba muy bien y era una cómica espléndida.

También hicimos Compre la orquesta, un programa que debería hacerse de nuevo en la televisión mexicana. Consistía en que los concursantes tenían que adivinar la canción que interpretaba una orquesta en vivo. Les dábamos 10 mil pesos en fichas y con ese dinero tenían que comprar instrumento por instrumento hasta adivinar la melodía que ejecutaban los músicos. Si la trompeta hacía más fácil adivinar la canción, costaba más. De esa manera, el violín podía valer 1 200 pesos y la batería 500. Si la persona adivinaba solo con el violín o el saxofón la canción, se quedaba con el dinero restante. Si por el contrario, tenía mal oído, perdía toda su lana porque necesitaba a toda la orquesta junta para reconocer la pieza. La gente desde su casa también participaba tratando de adivinar las canciones. Así, el público se enteraba de cómo se conforma una orquesta y cómo se ejecuta la música. Al programa iban cantantes invitados. Recuerdo a Marco Antonio Muñiz junto a Ana Margarita Martínez Casado.

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Yo sabía tocar muy bien el trombón pues un sobrino mío, trompetista, me enseñó con un método y ejercicios. Un día en Laredo me compré un hermoso trombón marca Conn, con el que salía en Compre la orquesta. La idea original del programa era de Sergio Peña y yo también colaboraba como escritor.

Esa labor de escritor de programas, sobre todo de concursos, la continúe en la Ciudad de México. A principios de 1968 comenzó a correr el rumor de que los dueños del Canal 6, los señores Garza, iban a comprar unos terrenos en la capital del país para edificar una filial o repetidora, por lo que se iban a llevar a mucho personal, sobre todo a aquel que quisiera respirar otros aires y destacar. El rumor comenzó a gestarse desde los mandos más altos: Sergio Peña, Jesús Alvariño y el mismo Raúl Dubreuil.

Fue Sergio Peña quien me convenció de irme con él y Kippy Casado a México.

—Vámonos al Distrito Federal, Rubén. El negocio está allá, hay que irnos lo antes posible. Acá te va a llevar la fregada.

No, cómo crees —le respondí—, no creo que descuiden el negocio aquí.

—Con el tiempo lo vas a ver —me insistió—. Vente conmigo.

Gran parte del personal de Canal 6 dijo que no dejaría Monterrey, y menos por la conflictiva Ciudad de México. Pero a mí no me lo tuvieron que decir dos veces. Tomé a mi esposa y a mis cinco hijos, que habían nacido allá, y me fui a la capital del país siguiendo el auto de Sergio Peña, que también iba con Kippy y sus hijos.

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Poco antes de partir Sergio Peña me comentó que en México conoceríamos a muchos artistas que estaban pasándose de la radio a la televisión, y a otros que ya trabajaban en el cine. Fue cuando escuché por primera vez el nombre de Chespirito. “Cuando lleguemos vas a conocer a un gran escritor —me dijo Peña—. También es comediante. Chaparrito, muy talentoso”. Se refería a Roberto Gómez Bolaños, quien trabajaba desde hacía tiempo haciendo guiones de radio y televisión para Viruta y Capulina en Telesistema.

Pero Peña no solo me habló de Roberto Gómez Bolaños sino también de otros, muchos actores y cómicos a los que conoceríamos en la capital de México. En aquel momento lo único que pasaba por mi mente era que por fin me establecería en la enorme Ciudad de México, y que don Mario Quintanilla, el dueño del Canal 10 de Monterrey, se había equivocado rotundamente, pues yo sí servía para la televisión y lo había demostrado con creces. Y no solo eso, que mi estatura y complexión estaban resultando una enorme ventaja para triunfar en un medio que poco a poco comenzaba a ser el medio de comunicación más importante del mundo.