Antes que nada, vaya mi más hondo agradecimiento al lector que tiene en sus manos este libro. Anticipo que no domino el arte de escribir pues, como saben, no soy escritor, y confío más en su indulgencia que en mis méritos como narrador. Creo prudente decir también que debo hablar del profesor Jirafales, el personaje más destacado de los muchos que encarné y di vida, como Lucas Tañeda, el sargento Refugio Pasguato, gánsteres, vaqueros, piratas y muchos más. Pero el profesor Jirafales fue el personaje que me internacionalizó y por el cual me conocen en buena parte de América Latina y otras latitudes. Hablaré de él, por supuesto, así como de los otros personajes que ya he mencionado, pero aclaro que no es este el único propósito en mi intento de escribir mis memorias. Detrás de esos personajes está el hombre, Rubén Aguirre. De él me propongo hablarles aquí.
El trabajo del actor es poner al servicio de un personaje su imagen, su talento, su sensibilidad. Sin embargo, en el gran proyecto humano que es nuestro paso por el escenario de la vida, el trabajo es apenas un medio. Entre vivir para trabajar o trabajar para vivir elegí lo segundo. De igual modo, siempre quise mantener un límite entre mi vida de actor y mi vida privada. ¿Lo conseguí? Todavía no lo sé.
Así, llegado a este punto del camino y casi jubilado de mi trabajo de actor, a mis ochenta años hago un alto, tomo aliento y me dispongo a revisar mi vida. Lo hago de la manera más honesta que me permite y me exige mi condición de hombre, de amigo, de esposo, de padre, de abuelo y de todos los papeles que me ha tocado representar a lo largo de mi vida. Lo hago sin el propósito de justificarme o absolverme, sin el falso deseo de erigirme como ejemplo de nadie.
En mi vida intenté ser muchas cosas: torero, piloto, agricultor, cantante, etcétera. Sin embargo, el trabajo de actor fue el que ocupó la mayor parte de mis pretensiones, y sigo pensando que la actuación es la profesión más bella del mundo y que la comedia es la parte más hermosa de esta. El drama puede ser muy emotivo, pues llega al corazón de la gente, pero la comedia llega a la inteligencia. No obstante, la actuación tiene muchos jueces severos, como críticos y programas de televisión especializados en este género. A diferencia de estos, sin duda son los niños los que renuncian a juzgarnos, y en un gesto de altruismo puro y genuina inocencia no solo nos aplauden, sino incluso nos imitan y nos incorporan a sus juegos. Para ellos todo mi reconocimiento y gratitud. ¿A cuántos niños y niñas han visto imitando y disfrazándose de Chavos, Chapulines, Quicos, Chilindrinas y hasta de Jirafales?
En muchas partes se pueden encontrar muñequitos de plástico y de trapo con las figuras de todos los personajes de La vecindad del Chavo y del Chapulín Colorado, con los que juegan o coleccionan los niños.
Fingir, siempre fingir: este es el verdadero trabajo del actor. Hay quien lo olvida o se pierde, y a menudo confunde la ficción con la realidad. En el mejor de los casos, acaba convertido en ese “monstruo sagrado” que muchos admiran pero que a mí me resulta sencillamente abominable. Admiro y respeto, en cambio, a esos cuantos que en perfecta consonancia con lo que decía el gran maestro Seki Sano, poseen la inteligencia necesaria para poner a salvo su propia persona en el instante mismo en que concluye su actuación, como lo hacían Enrique Rambal, Mauricio Garcés, David Reynoso, José Elías Moreno y tantos otros. En ese vertiginoso juego entre ficción y realidad se precisa, además, cierta modestia. Y, por supuesto, de alguien que nos quiera de manera incondicional; alguien ajeno a esos juegos de celos y envidias que sepa recordarnos que estamos perdiendo el piso y que hay que volver a poner los pies sobre la tierra; alguien que sepa también devolvernos la confianza cuando nos agobia el desaliento. En mi caso, esa persona ha sido mi esposa y compañera de toda la vida, Consuelo de los Reyes Medellín. A ella le debo en buena medida lo que fui como actor y lo que soy como hombre; ella es mi equilibrio.
Al actor lo impulsan hilos invisibles que lo maniatan; hilos que coartan su libertad de moverse como su instinto le dicta y a los cuales tiene la obligación de ajustarse. Le guste o no, el actor debe obedecer las indicaciones de su director, máxima autoridad en el escenario. Aunque hubo a quienes, por su carácter indómito, les fue difícil, por no decir imposible, atenerse a esta regla, como el Loco Valdés, Kippy Casado y otros más que ahora no recuerdo.
No menos escabrosas son también las relaciones entre los propios actores. Recuerdo haber presenciado una escena en la que una actriz hizo una sugerencia a un actor, y este, indignado, gritó: “Bueno, ¿quién dirige aquí? ¿Tú o Fulanito?”, y abandonó furioso el escenario y se fue a su camerino, hasta donde lo siguió el director para calmarlo y persuadirlo de que volviera al set. El actor accedió, no sin antes decir: “Está bien, regreso, pero dile a esa loca que no me esté fregando. Yo actúo como lo entiendo, y si no les parece contraten a otro actor”.
Otro incidente que recuerdo es el de un director de cámaras con el actor Ramón Valdés. El director tuvo la osadía de decirle al productor: “No aguanto más: o Ramón Valdés o yo”. Lógicamente, el productor se quedó con el actor, pues directores de cámara abundan y Ramón Valdés solo hubo uno.
Las telenovelas son también otro caso en el que no son raros este tipo de incidentes; como el de Ana Colchero, quien a pesar de tener un contrato por medio millón de dólares, un auto último modelo con chofer y acceso a hoteles de primera —todo proporcionado por la empresa—, abandonó la telenovela Nada personal, que tanto éxito estaba conquistando, debido a diferencias con la producción. No hubo arreglo posible y la producción no tuvo más remedio que llamar a otra actriz para sustituirla y así poder concluir la grabación. The show must go on.
Y qué decir de los casos en los que la empresa veta o congela a un actor. El intento de crear un Sindicato de Actores Independientes es una clara muestra de resistencia ante tales atentados en contra del actor. Mucho mejor que yo lo supo Enrique Lizalde y lo sabe Héctor Bonilla. Qué pena que una empresa tan noble como la que ellos encabezaron acabara en naufragio.
Abro un paréntesis para reconocer que gracias al personaje del profesor Jirafales tengo una pensión vitalicia que me da Televisa y que me garantiza una vida digna. Sin embargo, la exclusividad que firmé con la empresa para la que trabajé tanto tiempo me ha impedido aceptar ofertas de trabajo como la de Nescafé, que me ofrecía una suma nada despreciable por anunciar “una tacita de Nescafé”. Esto me trae a la memoria la película El cartero, en la que el poeta Pablo Neruda, al reclamarle al personaje principal la autoría de un poema que este último había usado para conquistar a una mujer, escuchó esta respuesta: “Se equivoca, la poesía no es de quien la escribe sino de quien la necesita”. Por mi parte afirmo también que el trabajo es de quien lo necesita. Creo que don Arturo E. Manrique, el Panzón Panseco, sí puso un buen ejemplo: él creó muchos personajes como Domitila, Régulo y Madaleno, Félix Amargo, Faustis y Cornis, entre otros, y nunca pidió nada a los actores que usaban sus personajes.
Retomando el hilo de lo que decía, más allá del director y los actores están los críticos, esos personajes que tienen el poder de construir o destruir la carrera de un actor, muy a menudo de manera parcial. No siempre lo consiguen, claro está. Sin embargo, sobrevivir a esas críticas requiere de acrobacias y subterfugios que no todos dominan. Cuántos actores y actrices hay que venden a revistas en exclusiva los acontecimientos más íntimos de su vida: el nacimiento de un hijo, una boda o un divorcio. Qué pena y qué vergüenza ajena me provocan. Y es que, como decía, un equilibrio entre la vida pública y la vida privada presupone un carácter que muy pocos poseen. Los más acaban por sucumbir, porque en su afán de mantenerse en la atención del público comprometen su intimidad y acaban por destruir lo que me parece más valioso: la vida privada. Y considero que las actrices son las que salen peor libradas de esta empresa. Tal vez porque a ellas, a diferencia de nosotros los actores, el talento no les basta; además se les exige que luzcan sanas, jóvenes y bellas. De allí que algunas recurran a cirugías estéticas en su afán de responder a tales exigencias. La belleza, lo sabemos, es efímera. O, por lo menos, la belleza que halaga los sentidos. Pero eso es ya filosofía, y yo, como bien saben, tampoco soy filósofo.
Concluyo, pues, agradeciendo a todos aquellos que de una manera u otra se solidarizaron conmigo, y sin ninguna pretensión apoyaron el proyecto de escribir este libro: a mi hermana María Elena —gracias, Chachita—; a mi primo hermano Armando Fuentes Aguirre, Catón; a Roberto Orozco Melo por su insistencia de que estas memorias quedaran impresas; a mi yerno, Alfonso Serrano, y a mi hija Verónica por su intenso trabajo al revisar y corregir este escrito.
Y ahora, sin más preámbulos, los invito a viajar conmigo al fabuloso mundo de la actuación. Gracias…, después de ustedes.