Armando Fuentes Aguirre, Catón
Soy primo de Rubén Aguirre, el profesor Jirafales. Esto que digo no es cosa de vanidad: es cuestión de genealogía. Su padre y mi mamá fueron hermanos. A Rubén, pese a su altísima estatura, le decimos todavía “Rubencito”, para distinguirlo de mi tío Rubén, su padre.
La familia de nuestros abuelos tenía humilde origen, pero digno. Papá Chema era campesino. Cierto día recibió un telegrama en el pueblo donde vivía, Patos, una pequeña villa —hoy General Cepeda— de Coahuila. He aquí que un notario de Saltillo le pedía que se presentara en su despacho de la capital. Ahí le informó que don Antonio Narro, su cercano familiar, riquísimo señor recientemente fallecido, había dejado en su testamento un legado para sus parientes pobres. Entre ellos estaba papá Chema, quien recibiría una importante cantidad. “Debe haber un error, señor notario —le dijo nuestro abuelo—. Soy pariente de Antonio, es cierto, pero no soy pobre. Mire usted: tengo esposa e hijos; tengo mi tierra, mis animalitos; tengo salud y manos para trabajar… Dele usted ese dinero a alguien que sea verdaderamente pobre. Yo no lo soy”.
Su esposa, nuestra abuela, se llamaba Liberata. Mamá Lata era mujer de peregrino ingenio. Una nieta suya, muchacha pequeñita, se iba a casar con un mocetón tan alto que debía agacharse para pasar la puerta. Ante la preocupación de la madre de la novia por esa diferencia de tamaños, Mamá Lata la tranquilizó: “No te preocupes, hija. Con que los centros se junten, aunque los holanes cuelguen”.
La abuela conservó ese ingenio hasta los últimos instantes de su vida. Ya en su lecho de muerte un médico la examinó, y luego tranquilizó a los atribulados familiares: “La señora no va a morir. Tiene los pies calientitos, y nadie que yo sepa ha muerto con los pies calientes”. Abrió los ojos Mamá Lata y dijo: “Juana de Arco”.
De ahí, pienso, viene esa veta de humor de los Aguirre. Mi tío Rubén, el papá de Jirafales, lo tenía también. En una ocasión alguien llamó a la puerta de su casa. Salió mi tío y el visitante preguntó: “¿Aquí vive por casualidad el señor Rubén Aguirre?”. “Aquí vive, sí —respondió él—-. Pero no por casualidad: vive aquí porque paga la renta puntualmente”.
Rubencito —el profesor Jirafales— heredó ese ingenio. Desde pequeño lo mostró. Mi tía Yoya, su mamá, le preguntó una vez a Mamá Lata: “¿Ha visto usted coser a Rubencito?”. Ella se levantó de su mecedora a traer aguja, hilo y algún trapito para que en él mostrara su nieto aquella habilidad. Dijo mi tía: “No necesita nada de eso”. Y ante los asombrados ojos de la abuela, el niño, con mímica perfecta, remedó con exactitud pasmosa los movimientos de una mujer que enhebra la aguja y luego hace su costura.
La vida de Rubén mi primo está llena de cosas cuya narración divierte y da enseñanza. Nosotros, que vivimos nuestra infancia junto a él, lo admirábamos, pero sobre todo lo queríamos por su carácter bondadoso, su alegría y su generosidad. Era el guía que encabezaba nuestras aventuras y nos sacaba de todos los apuros. Ahora, ya de grandes, lo queremos y lo admiramos aún más.
En este libro está Rubén Aguirre, el profesor Jirafales. A pesar de su elevadísima estatura está de cuerpo entero. Y está aquí de alma presente, esa alma suya, risueña, que tanta alegría ha dado a los demás por los dones que Rubén posee: talento de extraordinario actor, carisma, privilegiada voz. El personaje que encarnó junto al Chavo del Ocho y los demás es parte ya de la cultura popular de nuestro país. Una de las primeras cosas que mis nietos aprendieron a pronunciar —quizá antes de decir “papá” o “mamá”— fue el “ta, ta, ta, ta, ¡ta!” del profesor. Y de seguro el diálogo de amor más conocido en México es aquel de: “¿No gusta usted pasar a tomarse una tacita de café?”. “¿No será mucha molestia…?”.
En la familia nos sentimos orgullosos de Rubén Aguirre, para nosotros Rubencito. Es la joya de la familia. Pertenece a todos los mexicanos, pero nosotros lo conocimos antes de que lo conociera el mundo. Es un regalo de la vida. Yo le agradezco el gozo que con su afable trato nos ha dado siempre, y le doy gracias por haber aceptado la invitación que esta benemérita casa editorial, Planeta, le hizo para que compartiera con sus innumerables fans el relato de sus hechos y sus dichos. En estas páginas encontrará el lector esa sabrosa narración. A mi primo Rubén Aguirre, a Rubencito, al profesor Jirafales, le expreso mi gratitud por haber pedido que fueran mis palabras las primeras de este libro. Ahora él tiene la palabra.
Saltillo, Coahuila
Otoño de 2014