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LAS FICCIONES DE LA PRETELEVISIÓN
(1928-1939)
The Queen‘s Messenger
y los experimentos de los pioneros de la televisión
La televisión formó parte del imaginario colectivo de la sociedad desde mucho antes de convertirse en una realidad. Avances tecnológicos como el telégrafo o el teléfono llevaron a inventores, científicos y pensadores de finales del siglo XIX a especular con la posibilidad de construir un aparato que pudiera transmitir imágenes. Las propiedades que se atribuían a esta invención hipotética estaban estrechamente vinculadas a dichos descubrimientos recientes en el terreno de la comunicación; así, una de las primeras ideas vinculadas conceptualmente a la televisión fue la posibilidad de ver lo que sucede a una distancia lejana a través del nuevo aparato (la palabra televisión tiene su origen, precisamente, en el concepto de la visión a distancia). Pero el sueño de la televisión no consistía únicamente en ver hechos lejanos mientras estos suceden. El consumo de ficciones a través de este aparato futuro formó parte de esas ideas previas desde su concepción más primigenia. Esta fue la visión del francés Albert Robida, escritor e ilustrador francés que en su novela La vie électrique, de 1890, ideó un aparato hipotético llamado «telefonoscopio» que consistía en una pantalla plana de forma oval y uso doméstico con la que sus usuarios podían realizar múltiples actividades, como ver una obra de ficción. Así, en una ilustración que acompaña la obra, y que hoy tiene un gran valor histórico, se puede ver a un hombre sentado tranquilamente en su casa mientras disfruta de una representación de Fausto, la obra trágica del alemán Johann Wolfgang von Goethe. El artilugio imaginado por Albert Robida, que ha pasado a la historia por ser la primera representación gráfica de un concepto que hoy conocemos como televisión, contemplaba la ficción como una de sus posibilidades, imaginando que sería como ver una representación teatral. No es ninguna casualidad que fuese el teatro, y no el cine, el que estuviera tan presente en estas primeras elucubraciones sobre el futuro medio. A pesar de que se suelen vincular las ficciones de ambos medios debido a su naturaleza audiovisual, la idea de la televisión se empezó a concebir cuando el cine todavía se encontraba en su nacimiento (los hermanos Lumière filmaron su primera película en 1895, cinco años después de la novela de Robida). En cambio, la radio era un medio de comunicación muy popular con el que era sencillo para el gran público hacer paralelismos. La «radio con ojos» era una de las ideas más populares sobre lo que sería la televisión cuando se hubiera perfeccionado lo suficiente para su venta al público. La ilustración del autor francés acabó siendo premonitoria, pues los primeros dramas de la televisión experimental fueron adaptaciones de obras teatrales que emulaban en cierto modo las dramatizaciones radiofónicas.
Esta asociación entre ambos medios se puede ver también en los nombres que pusieron inventores y científicos de principios de siglo XX a los primeros modelos de televisión. El estadounidense Charles Richard Jenkins eligió el nombre de «radiovisor» (lo que denota la influencia de la radio en su concepción) para su primer modelo de televisor. Este, a su vez, se basaba en el «telescopio eléctrico» de 1883 del alemán Paul Gottlieb Nipkow, que acabó siendo la base teórica de la televisión mecánica desde ese momento. La televisión mecánica nunca sería el futuro del medio, pues sería sustituida por la televisión eléctrica, pero fue la protagonista de las primeras transmisiones experimentales que empezaron a dar forma al sueño de ver imágenes a distancia. Durante las siguientes tres décadas, diversos inventores trabajarían en ese concepto a partir del llamado «disco de Nipkow». Empezarían transmitiendo fotografías para luego poder transmitir imágenes en movimiento. Algunos de estos inventos serían protagonistas de exhibiciones para las autoridades y la prensa, que narraría el futuro que estaba por venir en artículos mayoritariamente cargados de entusiasmo. Este se contagiaba en los lectores, que veían en la televisión un artilugio casi futurista que pronto podrían incorporar a sus vidas cotidianas (como el teléfono o el automóvil, cuya implantación se produjo en paralelo a estas demostraciones experimentales). En realidad faltaban muchos años para que la televisión fuera algo cotidiano, pero la idea estaba instalada en la cabeza de los futuros espectadores desde mucho antes de que pudieran tener un aparato en sus hogares. Los primeros en hacer demostraciones del nuevo medio de comunicación fueron inventores con un talento mayúsculo y un carácter emprendedor: auténticos pioneros de la televisión mecánica cuando nadie desde el mundo empresarial estaba explorando las posibilidades de la transmisión de imágenes. El ingeniero escocés John Logie Baird fue el primero en realizar una demostración pública de la televisión. Su «televisor» debutó en los grandes almacenes Selfridges de Oxford Street, en Londres, el 25 de marzo de 1925, causando una gran sensación. Apenas tres meses más tarde, el inventor estadounidense Charles Francis Jenkins desveló las capacidades de su «radiovisor» en su laboratorio ante cargos del ejército, otros dignatarios y miembros de la prensa, provocando un entusiasmo similar. En ambos casos se trataba de la transmisión de siluetas —la de un empleado de oficina en el caso de Baird y un molino en movimiento en el caso de Jenkins— en imágenes de una gran crudeza y permanentemente borrosas. Los avances de estos dos emprendedores llamaron la atención de empresas norteamericanas, y la carrera por la creación de la televisión cambió rápidamente de protagonistas en Estados Unidos, quedando en manos de ingenieros con afiliaciones corporativas que podían obtener mayores recursos financieros para impulsar sus proyectos. Es el caso de Herbert E. Ives, un ingeniero de AT&T que en 1927 logró transmitir la imagen del candidato a la presidencia Herbert Hoover y el vicepresidente de la compañía J. J. Carty desde Washington D.C. hasta sus laboratorios en Nueva York. Y también de Ernst Alexanderson, un inmigrante sueco que había trabajado toda su vida como ingeniero en General Electric y que utilizó los recursos de la compañía cuando formó parte de la Radio Corporation of America para crear, en solo un año (de 1926 a 1927), dos modelos de televisor. Ambos podían enviar simultáneamente señal de radio y de televisión, y empezaron a emitir regularmente en 1928, desde la estación X2XAD en la zona residencial del distrito de Schenectady, en el estado de Nueva York, propiedad de General Electric, tres días a la semana durante noventa minutos.
The Queen’s Messenger fue la primera ficción de la historia de la televisión, emitida el 11 de septiembre de 1928 en una transmisión experimental del equipo de Ernst Alexanderson. Se trataba de la adaptación de una obra escrita por el dramaturgo Hartley Manners sobre una espía y un oficial británico. Se desarrolla en una casa en las afueras de Berlín donde, tras una fiesta, una mujer seduce a un oficial que lleva una valija cerrada en cuyo interior hay un mensaje para la reina. La espía droga al oficial con cigarrillos con el fin de obtener estos documentos, pero la ficción contiene un giro final: al descubrir que ha perdido la valija, el oficial decide suicidarse, provocando que ella le devuelva los documentos para evitar un final tan trágico. Esta obra fue elegida para el experimento porque se desarrollaba en un solo acto y su reparto constaba de solo dos protagonistas. En realidad se utilizaron cuatro actores, pues las limitaciones técnicas de la época llevaron al equipo de realización a organizar un sistema de tres cámaras: dos de ellas enfocaban a cada uno de los dos protagonistas, mientras que la tercera enfocaba las manos de otros dos actores alternándose ante la cámara. De este modo, se obtuvieron los planos del rostro del oficial y el espía para verlos leer sus líneas de diálogo, y los planos detalle de las manos, que manipulaban objetos como los cigarrillos o la valija y se movían haciendo gestos, dotando de expresividad la interpretación de los protagonistas.5 Los dos actores fueron Izetta Jewel, una estrella de Broadway entonces ya retirada, en el papel de la espía, y Maurice Randall, que interpretaba al oficial británico; Joyce Evan Rector y William J. Toneski eran las manos de los personajes. La dirección quedó a cargo de Mortimer Stewart, que vino desde Nueva York para el trabajo. Su experiencia, como sucedería con muchos de los primeros profesionales de la televisión, no era cinematográfica, sino radiofónica, pues era conocido por sus radioplays en el espacio Stardom of Broadway de la NBC (una serie de dramatizaciones de obras de teatro entre las que destacó una adaptación del Drácula de Bram Stoker, con el actor Bela Lugosi ante el micrófono, realizada el 30 de marzo de ese mismo año 1928). Como la movilidad de los actores era muy limitada, Stewart se vio forzado a que el texto fuera la base de la narración, subrayada como mucho por la expresión en el rostro de los actores principales y las acciones de las manos de los asistentes (las de ella cogían una copa mientras que las de él empuñaban una pistola en cierto momento de la historia). El director estaba situado entre las dos cámaras principales que enfocaban a los protagonistas y delante tenía un monitor receptor donde veía el resultado de la transmisión. Con una caja de control que llevaba en las manos podía manipular la salida de las imágenes, cortando de una cámara a otra y haciendo fade in y fade out. El tamaño de las imágenes resultantes era de unos 7,5 centímetros y la calidad de las imágenes a veces era borrosa y confusa, pero la emisión de The Queen’s Messenger fue muy bien recibida por la prensa de la época, que vio en la «radio-televisión» un medio que podría incluso superar en popularidad al cine.
Sin embargo, el artilugio no impresionó a David Sarnoff. El presidente de la Radio Corporation of America (RCA) ya había visitado Schenectady un año antes, en 1927, junto a su ingeniero de confianza, Theodore A. Smith, para ver el sistema de televisión mecánica de Alexanderson, que lo había invitado para obtener una mejor financiación. A pesar de que obtuvo parte del apoyo económico que quería, el invento quedó descartado para Sarnoff, quien consideraba que era un gran avance que no podría vender. La transmisión de la ficción The Queen’s Messenger no cambió su opinión, como tampoco lo hizo la siguiente demostración de Alexanderson, que en 1930 realizó una transmisión con público en el Proctor’s Theatre de Schenectady en la que una orquestra tocó con el director apareciendo en la pantalla y los músicos presentes en el teatro, entre otras representaciones. De nuevo, la prensa se deshizo en elogios ante el acontecimiento, pero los planes de David Sarnoff seguían yendo por otro camino. Los avances de los diferentes pioneros de la televisión mecánica no interesaron inicialmente al presidente de la RCA, que en 1926 lanzó la primera cadena radiofónica de Estados Unidos, la NBC. La visita a las instalaciones de Ernst Alexanderson solo sirvieron para que encargara a Theodore Smith la construcción de un estudio de televisión en Nueva York, avanzándose a la posibilidad de que los caminos de RCA y General Electric se separaran (como acabó ocurriendo), pues no quería depender de la instalación de Schenectady. Cuando finalmente la televisión captó su interés, en 1929, la televisión mecánica de Alexanderson ya había sido superada, y las promesas del ingeniero Vladimir K. Zworykin lo convencieron de apostar por la televisión eléctrica. Sarnoff encontró en Zworykin a un igual, pues además de sus orígenes comunes (ambos eran inmigrantes rusos), compartían la misma determinación y carácter ambicioso. Zworykin había intentado convencer a sus jefes en Westinghouse Electric de la superioridad de la televisión eléctrica, pero había sido ignorado en repetidas ocasiones. El proyecto de televisión de la empresa fue puesto en manos del veterano ingeniero Frank Conrad, que diseñó una televisión mecánica que transmitía unas imágenes a las que llamaron radio movies y que, como otros prototipos similares, acabó cayendo en el olvido. Zworykin decidió entonces solicitar una reunión con Sarnoff, al que expuso su visión y en quien encontró a un cómplice. Su encuentro fue un momento crucial en la historia de la televisión.
Mientras la RCA se incorporaba a la carrera de la televisión, marcando el inicio de la era del sistema eléctrico, los dos pioneros de la televisión mecánica, John Logie Baird y Charles Francis Jenkins, corrieron suertes muy dispares. El norteamericano se propuso comercializar su «radiovisor» y logró que la Federal Radio Comission (Comisión Federal de la Radio) le asignara la primera licencia de emisora de televisión experimental de Estados Unidos, la W3XK, en Washington, donde empezó sus emisiones el 2 de julio de 1928. El éxito de las transmisiones desde la emisora y la creación de una audiencia entusiasta llevó a Jenkins a poner su empresa a cotizar en la bolsa con una capitalización de diez millones de dólares. Su idea era obtener financiación para producir y vender unos radiovisor kits con los que los aficionados de las telecomunicaciones pudieran construir un receptor propio. La caída del mercado de valores de la bolsa de Estados Unidos el 24 de octubre de 1929, el llamado Jueves Negro, acabó con el proyecto. La empresa quedó en situación de bancarrota en 1932, pasando a formar parte de De Forest Radio Company, que cerró un año más tarde. La RCA de David Sarnoff compró todas las patentes de la empresa (incluidas las de Jenkins) por medio millón de dólares, engullendo todos sus méritos en el proceso. John Logie Baird, en cambio, tuvo una relevancia superior al lograr que su sistema fuera el elegido para las primeras emisiones de la BBC. En 1928 había fundado su propia empresa, la Baird Television Development Company, y en 1929 esta fue elegida por la división de televisión de la BBC, creada ese mismo año, para empezar las primeras transmisiones experimentales. En realidad el sistema de Baird, como todos los de la televisión mecánica, acabaría siendo desplazado por un sistema eléctrico, el Marconi-EMI.
Antes de que eso ocurriera, fue su sistema el que se utilizó para transmitir la primera ficción británica y la segunda de la historia de la televisión. The Man with the Flower in His Mouth se emitió el 14 de julio de 1930, en pleno periodo de las transmisiones experimentales de la sección de televisión de la BBC y, como ya había sucedido con la norteamericana The Queen’s Messenger, se trataba de la adaptación de una obra de teatro del italiano Luigi Pirandello. Los responsables de hacerla realidad, además de Baird, fueron dos hombres de radio: Val Gielgud, encargado de los dramas radiofónicos de la radio de la BBC desde 1929 (cuando fue nombrado director de producción) y Lance Sievekin, conocido precisamente por sus radioplays, muchos de ellos basados en clásicos literarios. Fue el primero el que eligió la obra de Pirandello porque había sido dramatizada recientemente en la radio y porque constaba de un solo acto, lo que facilitaba su adaptación ante las múltiples dificultades técnicas (un razonamiento idéntico al de Ernst Alexanderson dos años atrás). La acción transcurre en un café, donde se produce el encuentro entre dos hombres. El primero está enfermo, tiene cáncer de garganta, mientras que el segundo es un hombre de negocios que ha perdido el tren que debía coger. La obra contrapone la intensidad con la que vive el enfermo que sabe que le queda poco tiempo de vida con la frivolidad del hombre de negocios, que tiene tiempo de sobra y al que no le importa ocuparse de pasatiempos banales mientras espera el siguiente tren. Los personajes fueron interpretados por Earl Grey y Lionel Millard, mientras que Gladys Young tiene el papel de la esposa del protagonista, que interviene en cierto momento del diálogo. La historia, muy vanguardista, trataba el tema de la angustia ante el acercamiento de la muerte a causa del cáncer, expresado a través de la metáfora de la flor en la boca (referencia a un epitelioma). The Man with the Flower in His Mouth introdujo innovaciones respecto a su predecesora, The Queen’s Messenger: contaba con una banda sonora, la canción El Carretero, de Carlos Gardel, que sonaba de fondo al principio de la obra a través de un gramófono mientras la voz en off de Lance Svieking describía un lugar («una avenida alineada con árboles»); también aparecían unas ilustraciones en pantalla ambientando la escena. Estas habían sido dibujadas por Christopher R.W. Nevinson, un conocido pintor de paisajes y litografías, y se disponían ante la cámara cuando lo pedía el argumento. Consistían básicamente en cuatro imágenes, una calle y el set de un café.6 La variedad de planos de The Man with the Flower in His Mouth es tan escasa como lo había sido en The Queen’s Messenger: planos de los rostros de los actores y algún plano complementario de las manos. El set construido para la ocasión era todavía más austero, y en vez del sistema de tres cámaras de la producción norteamericana nos encontramos con una sola cámara: los actores debían turnarse para sentarse en una silla y leer sus líneas de diálogo. La transición entre las escenas se lograba deslizando un tablero de ajedrez ante la cámara (una fórmula con la que dieron tras probar con un tablón blanco). De esta tarea se ocupó un adolescente de dieciséis años llamado George Inns, que más adelante se convertiría en un conocido productor. También era notable el retraso entre imagen y sonido en la recepción, de modo que a menudo los espectadores veían primero a los actores moviendo los labios y luego llegaba el sonido. Los actores llevaban un maquillaje insólito, pues para que la cámara captara con mayor definición su expresión debieron pintar sus rostros de amarillo y sus labios de azul (de nuevo, una fórmula hallada por el sistema del ensayo y el error). Antes de la transmisión definitiva, realizaron dos pruebas previas para mejorar en lo posible estos problemas técnicos.
Ninguna de estas vicisitudes impidió que The Man with the Flower in His Mouth fuera calificada de éxito por los asistentes a la transmisión, que habían sido acomodados en el tejado del edificio donde se encontraba la Baird Company. Periodistas y autoridades aplaudieron la innovación (entre ellos Guglielmo Marconi, espectador de lujo del experimento). El entonces primer ministro, Ramsay MacDonald, siguió la transmisión desde su residencia oficial en el número 10 de Downing Street gracias al televisor que Baird le había regalado meses atrás. La perspectiva histórica ha aumentado todavía más el valor de esta transmisión experimental, en la que destaca su atrevimiento artístico. A menudo se suelen asociar los primeros pasos de la ficción televisiva con espectáculos de entretenimiento basados en el vodevil. Sin embargo, en este caso se trata de un drama con valores artísticos evidentes, tanto en lo que se refiere al texto original escrito por Pirandello como a su adaptación, en la que destaca la introducción de las ilustraciones de Nevinson. Los méritos de esta voluntad creativa deben atribuirse a Lance Sievekin y su visión artística, desarrollada en el campo de las dramatizaciones radiofónicas. El productor planteó su trabajo como la creación de un molde que pudiera servir a futuros profesionales de lo que ya se empezaba a intuir como un nuevo medio narrativo con un largo camino por delante. Sievekin desarrolló un sistema de producción y un guion de drama televisivo que esperaba que se convirtiera en el fundamento de la técnica del futuro.
De vuelta a Estados Unidos, la Columbia Broadcasting System (CBS) empezó sus transmisiones experimentales desde una estación de Nueva York el 21 de julio de 1931. Eran los primeros pasos en el naciente negocio de la televisión de la empresa fundada por William S. Paley, principal competencia de David Sarnoff y la NBC (una rivalidad que tenía sus orígenes en la radio). Utilizando el «radiovisor» de Jenkins y otros sistemas de televisión mecánica que habían comprado a la RCA, se hicieron diversas transmisiones. Entre ellas, destaca la presencia de The Television Ghost, que es la primera ficción televisiva escrita específicamente para el medio (no una adaptación teatral o de una dramatización radiofónica) y también la primera serie en formato de antología. Se estrenó el 17 de agosto de 1931 y finalizó el 15 de febrero de 1933, y en cada episodio el actor George Kelting aparecía ante la cámara con una sábana encima de la cabeza, interpretando un fantasma. Dirigéndose directamente hacia los espectadores, relataba las circunstancias en las que había sido asesinado. El guion era, así, un monólogo del actor, que repetía en cada episodio la misma puesta en escena (el encuadre se limitaba al rostro del actor y a sus hombros) interpretando diferentes fantasmas, todos con una historia sobre su propia muerte. Técnicamente, The Television Ghost era una producción mucho más sencilla que sus predecesoras al contar únicamente con una sola cámara y un solo plano, pero fue la primera ficción que no era una adaptación teatral. Sin embargo, los problemás técnicos eran numerosos y la imagen se deformaba a menudo, de modo que la William Paley decidió cesar las transmisiones en julio de 1933 para trabajar en la solución de estas dificultades; la estación estaría inactiva hasta 1939. Por su parte, David Sarnoff y la NBC empezaron una serie de emisiones no-comerciales con un nuevo transmisor que se instaló en lo alto del Empire State, en aquel momento el edificio más alto del mundo. Se fabricaron cien receptores que fueron colocados en los hogares y los despachos de directivos e ingenieros de la RCA. Entre estas emisiones encontramos la segunda ficción propia para la televisión, The Love Nest, que también fue escrita por un actor, Eddie Albert, y se emitió el 6 de noviembre de 1936 en un acto público en el estudio 3H de Radio City. The Love Nest formaba parte de una demostración en la que también había actuaciones musicales y números cómicos. La ficción, realizada en directo, como era habitual en la época, presentaba a una pareja joven de recién casados que hacía frente a las frustraciones de la rutina diaria; tenía una orientación claramente cómica cercana al sketch. El propio Eddie Albert interpretaba al hombre, mientras que la actriz Grace Brandt interpretaba a su esposa. En posteriores emisiones, el actor y la actriz retomarían los mismos papeles —en A Balanced Meal, el 8 de octubre del mismo año, y en Just Married, el 13 de noviembre—, de modo que se podría considerar la primera ficción seriada de la historia de la televisión.7 Aunque las tres entregas tuvieran títulos diferentes y se transmitieran en demostraciones para la prensa, cuentan con la repetición de elementos clave (los mismos personajes, el mismo tipo de situaciones) de la ficción serial.
Pero la mayor producción de ficción de esta etapa fue británica. Y es que la BBC inauguró oficialmente sus transmisiones el 1 de octubre de 1936 desde el Alexandra Palace, que se convertiría en una imagen icónica de aquellos primeros años de drama televisivo. Inaugurado en Londres en 1873 pero reconstruido en 1875 a causa de un incendio de efectos devastadores, debía su nombre a Alejandra de Dinamarca, nueva princesa de Gales, y era obra de los Lucas Brothers, constructores también del Royal Albert Hall. El palacio contenía una sala de conciertos, galerías de arte, un museo, una sala de lectura, una librería, una sala de banquetes y un teatro. Este último espacio fue el que se reformó y acondicionó para las primeras emisiones de la BBC, que en 1935 logró negociar un alquiler con sus administradores (un consorcio de autoridades locales había comprado el palacio a sus propietarios en el año 1900, pasando a manos de una fundación benéfica). El pasado del lugar como escenario teatral, unido al éxito de la transmisión experimental de The Man with the Flower in His Mouth y las dramatizaciones teatrales de la radio, así como las dificultades para encontrar guionistas que elaboraran material de ficción propio son los principales motivos que llevaron a los responsables del departamento de televisión de la BBC, en aquellos compases dirigida por Gerald Cook (que sería director desde 1936 hasta 1939), a ver la ficción televisiva como una extensión de la ficción teatral, emitiendo adaptaciones de obras teatrales de forma regular. El director de programación Cecil Madden se encargó de seleccionar los programas de aquellas primeras emisiones.
Las instalaciones del Alexandra Palace se acomodaron para albergar los primeros pasos del nuevo medio, que en aquellos primeros tiempos alternaría el sistema mecánico de Baird y el sistema eléctrico EMI-Marconi, tal y como había recomendado el Selsdom Commitee un año antes. En 1936 se utilizaban una semana cada uno, como se aprecia en los planos de la época, pero en enero de 1937 el sistema de Baird acabó definitivamente desplazado debido a las mayores posibilidades técnicas del otro. Los contenidos de las transmisiones dependían de los productores, que eran cinco en 1936 y quince en 1939, pues se fue sumando personal para cubrir una programación cada vez más completa. El quinteto inicial estaba formado por Cecil Madden, el encargado de la programación que producía programas de variedades; Stephen Thomas, que se encargaba de la música y el ballet; Mary Adams, que producía programas de debates y entrevistas; Dallas Bower, productor de ópera, y George More O’Ferrall, responsable de drama. Este último se convertiría en uno de los primeros nombres propios de la ficción televisiva inglesa, aunque conviene aclarar que se trataba de cargos más teóricos que reales, pues en la práctica, un productor podía hacerse cargo de la transmisión de otro departamento. Así, Dallas Bower acabó produciendo algunos de los dramas más ambiciosos del Alexandra Palace. Todos ellos dependían de Gerald Cook, director de televisión, que a su vez procuraba atenerse a los valores marcados por John Reith, el director general de la BBC.
En la forma de ver y entender el medio de John Reith se encuentra el origen de la noción de televisión pública, que emergió por primera vez a través de su gestión —de 1923 a 1927 como director gerente y de 1927 a 1938 como director general—, y a través de las decisiones del gobierno británico, que en 1922 otorgó, a través de la General Post Office, licencias de emisión a una serie de fabricantes para formar la British Broadcasting Company. A través de estas licencias se quería evitar replicar el modelo radiofónico norteamericano, que el gobierno británico consideraba caótico (debido al número desproporcionado de emisoras, algunas de ellas utilizando señales más fuertes para pisar a sus rivales) y desagradable (a causa de la presencia de publicidad, considerada intrusiva). En el Reino Unido se consideraban necesarias mayores restricciones y un mejor control. Y este encontró forma en un monopolio que permitía tener sujetas las riendas de las transmisiones radiofónicas (y más tarde televisivas), alejándolas del modelo comercial y dando forma a un modelo público, que acabó por hacerse realidad cuando en 1927 la compañía se convirtió en la British Broadcasting Corporation, una organización nacional independiente. Se preservó la forma de financiar el monopolio, que se basaba en un impuesto pagado por los propietarios de receptores (primero de radio, luego de radio y televisión). A pesar de ser una corporación independiente, este impuesto lo determinaría el gobierno, que sería también quien renovaría anualmente la licencia de la corporación.
Con la creación de este monopolio se construyó también un ideario de lo que debía ser un servicio público de televisión y radio, definido por el recién nombrado John Reith con el lema «informar, educar y entretener», con el que resumió los objetivos de la corporación (un ideario que tuvo un fuerte peso en la BBC varias décadas después de su marcha y una influencia notable en otras cadenas de televisión públicas como la norteamericana PBS). De los tres conceptos, el de educar es el que más delata la visión que John Reith tenía de los medios de comunicación, que en su opinión debían elevar los gustos del público y contribuir a promulgar ciertos ideales morales. En un manifiesto que escribía en 1924 afirmaba: «En ocasiones se nos indica que lo que hacemos es dar al público aquello que creemos que este necesita, y no lo que quiere. Pero pocos saben lo que quieren y muy pocos saben lo que necesitan».8 En vez de limitar los contenidos al mínimo común denominador de la audiencia, quería tomar la vía de la alta cultura y educar al público. El hecho de que la BBC no estuviera sometida a criterios comerciales permitía a la corporación marcarse objetivos más elevados. Sin embargo, detrás de este argumento con el que muchos podrían coincidir, John Reith escondía una visión paternalista de la audiencia, a la que consideraba que debía civilizar, y veía la corporación como la custodiadora de los valores que debía tener la nación. Durante su mandato, recordado como autoritario y paternalista, se favorecieron los intereses y gustos de la clase media-alta (ópera, música clásica, servicios religiosos, etc). En lo que se refiere al drama, las adaptaciones de obras teatrales y clásicos literarios fueron predominantes.
El director Gerald Cock y el programador Cecil Madden, que era el enlace con los productores, eran los encargados de velar que los contenidos de las ficciones de la BBC se mantuvieran en la línea de la visión reithiana de lo que debía ser la televisión (la misma que la que tenía para la radio). La adaptación de obras de teatro encajaba con la idea de alta cultura del entonces director general de la BBC, añadiendo así otra razón para ir al West End londinense en busca de material. De todos modos, las propuestas de los productores eran estudiadas para comprobar si encajaban con las normas del gusto y la corrección moral que mandaban en la corporación. Cecil Madden elaboraba un informe de cada obra propuesta por los productores que posteriomente era aprobada, o no, en las reuniones de programación. Estos requisitos explican por qué Cecil Madden se fijó en la obra de teatro Marigold, que se convertiría en la primera ficción emitida oficialmente en la BBC el 6 de noviembre de 1936 (cuatro días después del inicio de las transmisiones, el 2 de noviembre). Se trataba de una pieza escrita por L.A. Harker y F.R. Pryor en 1914 que llamó la atención de Madden porque ya se había representado, con éxito, en el Kingsway Theatre durante dos años, y que volvía a escena coincidiendo con el inicio de las transmisiones del canal. Pero sobre todo porque se trataba de una obra de carácter cómico que encajaba con los objetivos de Madden, quien tenía claro que la primera ficción de la televisión pública debía ser algo que no fuera arriesgado, inocuo y que no presentara demasiados problemas técnicos. A diferencia de The Man with the Flower in His Mouth, que había sido una obra moderna y audaz, el de Marigold era un texto mucho menos profundo y sin ningún tipo de ambición artística. La historia, ambientada a mediados del siglo XIX, narraba las vicisitudes de una chica que emprende un viaje para ver a la reina Victoria en Edimburgo.
La puesta en marcha de Marigold inauguró un modus operandi que sería habitual en esta época y se basaba en llegar a un acuerdo económico con la compañía teatral que representaba la obra. Se presuponía que serían necesarios menos ensayos si se trabajaba con una compañía que ya tenía experiencia con el texto y que el acuerdo beneficiaría a ambas partes en términos publicitarios (la BBC podía emitir una obra del West End y la compañía ganaba con un aumento del número de espectadores que acudían al teatro tras ver la versión televisiva). Hay que destacar que en aquellos primeros años, cuando todavía se utilizaba el sistema de Baird, no había ningun programa que durara más de quince minutos, de modo que las transmisiones podían incluso llegar a considerarse como un tráiler de la obra teatral. Fue así como se llegó a un acuerdo con Herbert Cambrose Ltd., la compañía que iba a estrenar Marigold en el Royalty Theatre, un pequeño teatro situado en el Soho londinense, para que volvieran a representar la obra el día siguiente del estreno ante las cámaras de la BBC bajo la batuta de George More O’Ferrall. Fue la primera ficción del productor de drama del Alexandra Palace, que fue también una de las primeras personalidades del teatro en vincularse a la televisión (cuando llegó a la BBC tenía una experiencia de más de diez años como actor, director y productor teatral). En Marigold, su primera ficción televisiva, ejerció como productor y director. Para entonces, el sistema de Baird contaba con dos sets diferentes: el llamado Spotlight Studio para los planos cortos y el Intermediate Film Studio para los planos más largos. Marigold se dividió entre estas dos posibilidades, con un primer acto en los aposentos de uno de los protagonistas, en el que se utilizó el Spotlight Studio, un segundo acto supuestamente ambientado en el castillo de Edimburgo, en el que se usó el Intermediate Film Studio y un tercer acto en el que se volvía al set inicial.
La producción contó con dos repartos diferentes. El primero fue el original de la obra de teatro producida por Lance Lister (quien también era el narrador que introducía cada uno de los actos), con Sophie Stewart, Jean Clyde, John Bailey, Wyndham Miligan y Geoffrey Steele. El segundo reparto fue el que se utilizó unas semanas más tarde, pues la BBC quiso volver a emitir Marigold el 30 de noviembre, y en aquella época eso significaba que la obra debía representarse de nuevo para que fuera captada por las cámaras. Katharine Page sustituyó en este ocasión a Sophie Stewart en el papel protagonista, pues la actriz había abandonado la producción teatral (volvería a interpretar al personaje en la adaptación cinematográfica de Marigold que Thomas Bentley dirigió en 1938 y que pasa por ser la primera producción cinematográfica con un referente televisivo, aunque su origen fuera teatral). Así, el 30 de noviembre Marigold se emitió en la BBC dos veces, una por la mañana y otra por la tarde, de modo que todo el reparto y equipo técnico repitieron todo el proceso en dos ocasiones, algo que fue habitual con aquellos primeros dramas.
A pesar de que la ficción estuvo presente en la BBC desde su primera semana de emisiones, no era considerada una prioridad para el director Gerald Cock, que escribió lo siguiente en un artículo en la revista Radio Times de octubre de 1936, un mes antes de la emisión de Marigold: «Una obra original o una producción específicamente hecha para la televisión podría ser un programa semanal (...) pero en mi opinión la televisión es por naturaleza más apta para la difusión de todo tipo de información que para el entretenimiento, ya que difícilmente se puede esperar que pueda competir con el cine en este sentido».9 La televisión se veía como un medio especialmente indicado para transmisiones en directo, para ser los ojos del espectador ante hechos de interés nacional, y no especialmente como lenguaje narrativo. Los valores que se asociaban al medio recién nacido eran la inmediatez y la intimidad: los espectadores sabían que los dramas que veían a través de la pantalla se estaban desarrollando a la vez que los veían, y al mismo tiempo era un visionado que ocurría en el ámbito doméstico, dentro de su propia casa. El drama televisado se identificó con ambas ideas para singularizarse ante otras formas de contar historias. Sin embargo, estaba todavía muy lejos de vencer en popularidad a la radio o al cine, mucho más implantados: en 1936 apenas había 300 televisores que recibían la señal desde el Alexandra Palace, una cifra que en 1939 creció hasta los 25.000. A pesar de estos datos y de las reticencias de Gerald Cock, los dramas fueron consistentemente populares entre la audiencia de la BBC, y fueron ganándose un espacio cada vez mayor en la programación del canal.
El 7 de diciembre de 1936, apenas un mes después del estreno de Marigold, la BBC emitió su segundo drama, Murder in the Cathedral. La obra, escrita por T.S. Eliot, relata el destino fatal del arzobispo Thomas Becket, que mantuvo un conflicto con el rey Enrique II de Inglaterra sobre los privilegios de la Iglesia. El momento más impactante de la obra se produce cuando cuatro caballeros al servicio del monarca llegan a la catedral de Canterbury para tratar de subyugar al arzobispo. Los caballeros esconden sus armas antes de entrar en la catedral e intentan convencer al clérigo para que se someta al mandato del rey. Cuando este se niega, salen en busca de sus armas. Al volver a entrar, encuentran al arzobispo de camino a las oraciones vespertinas como si supiera exactamente lo que iba a pasar, pero aceptándolo. Los cuatro hombres lo asesinan brutalmente sin que el arzobispo intente rebelarse ni escapar en ningún momento. La obra de T. S. Eliot representa esta historia estableciendo como eje temático la capacidad de un individuo para resistir ante la autoridad, dándole una vigencia que va más allá del género histórico y ha hecho que se haya adaptado varias veces a lo largo del siglo XX. La primera vez que se representó Murder in the Cathedral fue en 1935, en la misma catedral de Canterbury. De hecho, el texto surgió de la petición de George Bell, obispo de Chichester, quien pidió a Eliot que escribiera una obra para el Festival de Canterbury. Tras el evento, la producción se trasladó al Mercury Theatre londinense en noviembre de ese mismo año. Un año más tarde, la función se estrenó en el Duchess Theatre con la misma compañía, que fue la que contrató la BBC para la adaptación televisiva en diciembre. El actor Robert Speaight, que ya había participado en radioplays para la BBC, interpretó al arzobispo Thomas Becket, en un papel que fue fundamental para su carrera y le hizo adquirir una notoriedad destacable, mientras que los cuatro caballeros fueron los actores Guy Spaull, Gerik Schjelderup, Norman Chidgley y E. Martin Browne (los dos primeros tuvieron una larga trayectoria televisiva, parte de la cual abordaremos más adelante). Pero la clave de la obra era el coro, cuya voz va cambiando durante el desarrollo del texto, anticipando el acto de violencia que aguarda a los espectadores. Este coro, que comenta lo que sucede, al estilo del teatro clásico griego, y es el enlace entre la audiencia y lo que ocurre en escena, fue suprimido en la adaptación televisiva, que se tenía que ajustar a las reducidas dimensiones del estudio de la BBC, incomparable con las del teatro.
La producción tuvo dificultades técnicas similares a ficciones anteriores, pero también presentó innovaciones creativas como el uso de la superposición de imágenes con sentido dramático. Así, durante el soliloquio de Becket y su lucha contra la tentación de abandonar sus principios, la imagen de uno de los caballeros aparece de fondo, quedando superpuesta para expresar la presión que estos ejercen sobre el protagonista, algo que en el teatro no se podía hacer. George More O’Ferrall intentaba de esta manera encontrar un lenguaje propio que singularizara la ficción televisiva. En un artículo escrito un año más tarde, en 1937, exponía su visión del nuevo medio de la siguiente manera:
La producción de drama televisivo es una empresa especialmente emocionante. El productor televisivo tiene el control del medio durante la representación de una manera que no es posible para el productor teatral o el director de cine. En el teatro, en la noche de la función me siento en la butaca frustrado, deseando que existiera una manera de decir a los actores que cambiaran sus posiciones para que se vean mejor. Es una tragedia, porque sé que van a fastidiar la entrada de la protagonista. Pero si produzco la misma escena en televisión y los actores están fuera de su posición, puedo decirle al operador, por teléfono, que mueva su cámara unos centímetros. Los actores no se eclipsarán el uno al otro y la entrada de la protagonista será tal y como yo quería. No solo puede uno corregir pequeños errores de la producción, sino que además, y eso es mucho más importante, uno puede sacar ventaja de las interpretaciones de los actores. Pues la interpretación para la televisión es distinta de las películas, ya que es una interpretación sostenida, como en el teatro. La historia no se relata en una serie de escenas que se montarán más tarde. Es cierto que la televisión coge ideas del cine (…) pero creo que el drama televisivo es un medio en sí mismo y que sería un error copiar las películas. Deberíamos considerar las buenas interpretaciones como nuestro valor principal y aprovechar las cámaras para mostrar esta ventaja y multiplicar su efecto. El valor de un primer plano no se puede medir. El actor puede barrer la escena emocional y mentalmente llevándola al clímax sin interrupción. (…) Cualquiera que haya visto un primer plano bien iluminado en un receptor de televisión estará de acuerdo en que tiene una belleza en sí mismo. (…) Hay una intimidad característica que pertenece solo a la televisión. La televisión es un nuevo medio para el drama cuyas fortalezas son el primer plano y el plano corto.10
El productor era el que tenía el control de la transmisión y fue el autor televisivo en la televisión de aquella época. Su rol era parecido al de un director de orquestra, dirigiendo las cámaras y ordenando los cambios de una cámara a otra. Un símil que se sigue haciendo a día de hoy, con la figura del showrunner. George More O’Ferrall fue el primer productor en intentar encontrar la voz del nuevo medio y explorar sus posibilidades como lenguaje narrativo. Afortunadamente, él y otros productores tendrían múltiples oportunidades para experimentar con el medio, pues Murder in the Cathedral fue la obra que inauguró el programa Theatre Parade, que fue el primer espacio estable en la televisión dedicado a la ficción desde aquel 7 de diciembre de 1936. Durante los siguientes tres años sería el lugar en el que se emitirían dramas basados en obras de teatro que continuaron siendo el principal material de la producción de ficción de la BBC. En el Theatre Parade se pudieron ver las primeras adaptaciones para la televisión de clásicos como Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll o Jane Eyre, de Charlotte Brönte. Durante los primeros meses, las limitaciones del sistema de Baird obligaron a adaptaciones de entre 10 y 15 minutos que eran o bien extractos de las obras o versiones reducidas. A partir de marzo de 1937, cuando se empezó a usar el sistema EMI-Marconi, la duración aumentó hasta los 30 minutos. En noviembre de ese mismo año, la adaptación de O’Ferrall de la obra Journey’s End, del dramaturgo R. C. Sheriff, alcanzó los 60 minutos, siendo la primera obra adaptada en su integridad, sin limitarse a una selección de escenas, y en diciembre el más joven de los productores, Eric Crozier, de veintitrés años, alcanzó la cifra de los 90 minutos con la producción de Once in a Lifetime, la sátira de Moss Hart y George S. Kaufman.
A medida que la duración de estas adaptaciones aumentaba también lo hacía la ambición de los productores, que aspiraban a desarrollar el «arte» de crear dramas para la televisión. Así, de la puesta en escena teatral de las primeras emisiones se pasa a montajes multicámaras que experimentan con el lenguaje televisivo y a diversos sets de filmación (Eric Crozier utilizó cinco sets para Once in a Lifetime), así como la inclusión de telecine para incluir fragmentos de material filmado en la transmisión (George More O’Ferrall lo utilizó en una secuencia de su adaptación de Clive of India, de 1938). Es esta ambición lo que llevó a prescindir de los acuerdos alcanzados con las compañías teatrales, pues los actores no estaban acostumbrados a la técnica del nuevo medio y tenían dificultades para adaptarse a las peticiones de los productores, y ello provocaba un elevado número de ensayos que no era compatible con la tarifa establecida con las compañías. Los dramas acabaron resultando demasiado caros. En cambio, los dramas producidos desde la BBC, sin el teatro como intermediario y con contratos establecidos directamente con los actores, «salían mucho más a cuenta». Al mismo tiempo, estos dramas se ganaron un espacio propio y dejaron de formar parte del Theatre Parade para ser considerados eventos especiales. Así, la noche de los sábados y los domingos estaba habitualmente reservada para la transmisión de un nuevo estreno, ganando un prestigio que separaba estos dramas de otros formatos televisivos.
Es especialmente interesante, para observar la evolución del drama producido en el Alexandra Palace durante aquellos años, fijarse por ejemplo en las adaptaciones de la obra de William Shakespeare, un autor clave en la BBC hasta hoy. Las adaptaciones de los textos del dramaturgo tuvieron un programa propio, llamado Scenes from Shakespeare, que arrancó el 5 de febrero de 1937 y fue el segundo programa de ficción de la televisión pública británica, en este caso dedicado exclusivamente a la adaptación de extractos de los trabajos teatrales del Bardo. La primera emisión consistió en una escena de la comedia Como gustéis, con Margaretta Scott y Ion Finley, emitida a las tres de la tarde, y la segunda una escena de Enrique V, con Henry Oscar (que sería el protagonista de muchas de las adaptaciones de Shakespeare de esta época) e Yvonne Arnaud, emitida a las nueve de la noche del mismo día. El 11 de febrero se repite la doble emisión, con un extracto de Julio César al mediodía y varias escenas de Mucho ruido y pocas nueces por la noche. En los siguientes meses se emitirían fragmentos de El sueño de una noche de verano, Las alegres comadres de Windsor, Ricardo III, Romeo y Julieta, Medida por medida, Cimbelino y El rey Lear. Por su parte, en la programación del Theatre Parade se incluyó un fragmento de Noche de Reyes que tendría como protagonista a la actriz Greer Garson, quien en la década de 1940 se convertiría en una de las estrellas de cine más populares de la Metro-Goldwyn-Mayer. La mayoría de estos dramas se producían en los estudios de la BBC, pero en el Theatre Parade también se hicieron transmisiones desde el teatro, como la media hora televisada de Macbeth desde el Old Vic del 10 de diciembre de 1937, con Laurence Olivier en el papel principal, Michel Saint-Denis como director y George More O’Ferrall en la producción.
El primer salto de calidad se produjo con la versión de Otelo dirigida y producida por George More O’Ferrall el 14 de diciembre de aquel mismo año, cuya duración de sesenta minutos duplicaba el estándar del programa. Baliol Holloway interpretó al protagonista y Celia Johnson fue Desdémona en una producción en la que se utilizó por primera vez el penumbrascope, un aparato que utilizaba sombras para crear un fondo de escenario cuyo fin era que se vieran mejor los actores. La adaptación más espectacular y ambiciosa a nivel artístico de aquella época fue el Julio César del productor Dallas Bower, quien, inspirándose en la producción de Orson Welles en el Mercury Theatre de Broadway, estrenó una versión contemporánea del clásico de Shakespeare, con vestuario moderno, el 24 de julio de 1938. El actor Ernest Milton interpretaba a César y aparecía en escena uniformado al estilo de un dictador, de modo que la obra se convertía en un comentario acerca de la situación política en la Europa de aquel momento. Para remarcar esta idea, Dallas Bower incorporó filmaciones de material informativo de fondo, y también se utilizó música incidental compuesta por James Hartley. Un reparto de treinta actores, el más numeroso hasta la fecha, acababa por hacer de esta adaptación un hito de las producciones del Alexandra Palace.
Los dramas producidos por la BBC durante esta época son las ficciones de las que se conserva una mayor información, si bien no es posible recuperar ningún fragmento de las emisiones debido a que todavía no existía la tecnología que permitía almacenarlas (como veremos más adelante, esta llegó en la década de 1940, aunque ni siquiera entonces la grabación de la programación televisiva fue una práctica habitual porque se consideraba que el directo era precisamente el valor de la televisión). Hay que agradecer a los archivos de documentación de la BBC la extensa información que hay sobre los dramas de esta etapa. No es posible encontrar documentación tan detallada sobre la televisión alemana, que el Tercer Reich puso en marcha el 22 de marzo de 1935 con un canal llamado Fernsehsender Paul Nipkow (en honor al inventor del disco de Nipkow, de origen alemán). Y aunque parte de su programación era puramente propagandística, también había espacio para programas de entretenimiento y ficción, ya que Goebbels veía la televisión como algo experimental y creía más en la radio como medio de masas para difundir el mensaje nacionalsocialista. Así, se tiene constancia de que en 1938 se emitió el drama Der Mann aus dem Express, que había sido originalmente un radioplay escrito por Fred A. Angermayer. Mientras, en Francia la televisión también superó la etapa experimental y el 4 de enero de 1937 empezó sus emisiones regulares, realizadas desde un transmisor en la Torre Eiffel.
Pero volvamos a David Sarnoff y Vladimir K. Zworykin, que seguían avanzando en su proceso de traer la televisión a Estados Unidos, ahora conscientes de que Reino Unido, Alemania y Francia se habían adelantado en esta empresa. En agosto de 1937, David Sarnoff viajó a Londres para ver el estado de la televisión en el Reino Unido, donde la BBC ya había empezado sus emisiones regulares. A su vuelta afirmó ante la prensa que él creía firmemente en el sistema americano de la empresa privada por encima de la corporación pública, a pesar de que esa naturaleza privada era precisamente lo que estaba dificultando la llegada de la televisión al país. Sarnoff y la RCA estaban pendientes de que la Federal Communications Commission eligiera el modelo de televisión electrónica estándar de la industria en Estados Unidos. La existencia de diversos sistemas de televisión no era buena para nadie, ni para los implicados, que estaban desarrollando tecnologías que corrían el riesgo de no ser las definitivas, ni para el futuro consumidor, y la FCC debía aprobar formalmente el inicio de la comercialización en Estados Unidos eligiendo un estándar que acabara con la etapa de experimentación. La comisión estaba así en el centro de los intereses de un sector privado que en este punto había invertido una cantidad de dinero muy grande (y más teniendo en cuenta el contexto de la Gran Depresión) en el desarrollo de la televisión. Sin embargo, se resistía a tomar una decisión.
En el terreno de la ficción, la visita al Alexandra Palace tuvo una clara influencia en las emisiones no-comerciales de la NBC de aquellos años. Así, se incluyeron diversas adaptaciones literarias, como Los tres Garrideb, de Arthur Conan Doyle, que es la primera adaptación de Sherlock Holmes emitida en televisión, en 1937, con Louis Hector interpretando al primer Sherlock televisivo y William Podmore al primer Watson; y también adaptaciones de obras teatrales de Broadway, como If Men Played Cards as Women Do, de George S. Kaufman, ese mismo año. En abril de 1938, las emisiones regulares ya eran un hecho. Coincidieron en el tiempo con los inicios de la televisión soviética, que también empezó sus emisiones regulares en 1938, cuando emitió su primer drama, Velikiy grazhdanin, una biografía ficcionada de Sergey Kirov, el líder bolchevique que había sido asesinado en 1934 y cuyo relato televisivo servía como apoyo ideológico para respaldar la Gran Purga de la década de 1930. El drama fue protagonizado por Nikolay Bogolyubov, dirigido por Fridrikh Ermler y fue la única ficción soviética emitida antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Para entonces, la principal preocupación de David Sarnoff era presionar a la FCC para que diera el visto bueno a la televisión comercial. En una jugada maestra que pretendía al mismo tiempo presionar a la comisión y autoproclamarse el padre de la televisión, el presidente de la RCA presentó públicamente su televisión eléctrica en la World’s Fair (Feria de Muestras) de Nueva York el 30 de abril de 1939, donde se instaló un pabellón dedicado al nuevo artilugio con una exposición llamada World of Tomorrow, en la que el público podía vivir la experiencia de ponerse delante de una cámara y verse al mismo tiempo en la pantalla de un televisor (incluso se les entregaba una tarjeta conmemorando el evento). La estrategia de márketing de David Sarnoff fue muy inteligente y, de hecho, ya había empezado diez días antes, en la presentación en exclusiva para la prensa desde el mismo pabellón, cuyo objetivo era fijar el foco de atención en su propia persona y en el espectáculo de la televisión, de manera que no tuviera que competir con el resto de eventos y celebridades presentes el día de la inauguración. De todos modos, logró llevarse igualmente su porción de foco mediático en la ceremonia de inauguración de la World’s Fair, televisada por la RCA. Tras el discurso del presidente Franklin D. Roosevelt (el primero en ser emitido en televisión), varios dignatarios tomaron el micrófono, entre ellos Fiorello H. La Guardia, entonces alcalde de Nueva York. Cuando David Sarnoff fue invitado a subir al escenario, logró seducir a todos los presentes y al día siguiente los medios hablaban de él como «el padre de la televisión», mientras que Vladimir K. Zworykin fue considerado su inventor. En el discurso de Sarnoff no hubo mención alguna para Philo T. Farnsworth, cuyo nombre tampoco estaba presente en ningún lugar de la exposición ni en las crónicas periodísticas del evento. Una omisión que fue, sin ninguna duda, intencionada.
Y es que el camino que había llevado a David Sarnoff hacia aquella calculada puesta en escena de la World’s Fair no había sido tan sencillo ni tan nítido como quiso aparentar: había estado marcado por la guerra contra sus competidores, grandes y pequeños. Entre ellos destaca la figura de Philo T. Farnsworth, un joven ingeniero que fue el primero en ver que la televisión eléctrica era el futuro. Vale la pena establecer un punto y aparte y narrar su historia, que empieza en la década de 1920, cuando pioneros como Charles Francis Jenkins presentaban sus modelos de televisión mecánica. Ya entonces, y a pesar de su juventud, Farnsworth tenía claro que nada mecánico se podría mover lo suficientemente rápido como para crear imágenes en movimiento en la pantalla. Sus experimentos con la televisión eléctrica empezaron a aparecer en la prensa en 1928. Atraído por estos artículos, y tres meses antes de reunirse con Sarnoff, Vladymir K. Zworykin visitó el laboratorio de Farnsworth en San Francisco. Fue recibido con los brazos abiertos, puesto que Farnsworth sabía de las conexiones corporativas de Zworykin y esperaba conseguir algun tipo de apoyo económico para continuar con sus investigaciones. Pero estos no eran exactamente los planes de Zworykin, quien aun así quedó impresionado por el tubo de televisor (que Farnsworth llamaba disector de imagen). Tras su regreso a Nueva York, Zworykin empezó a trabajar por su cuenta en un modelo similar. Tres años más tarde, fue el mismo David Sarnoff quien hizo la visita, con el objetivo de comprar las patentes de Farnsworth para evitar futuros conflictos con el modelo en el que trabajaba Zworykin. Le hizo una oferta de 100.000 dólares que fue rechazada, iniciando una guerra de dimensiones desiguales, puesto que se trataba de un inventor independiente que había creado una empresa de estructura familiar contra una de las empresas más poderosas de Estados Unidos.
La estrategia de Sarnoff consistió en dar a Zworykin una nueva inyección de capital para el proyecto y al mismo tiempo poner todo tipo de trabas legales a Farnsworth. Esperaba entrar en una guerra de litigios basados en las patentes que poseían ambos, y que llevara al joven inventor a ceder ante los costes del proceso legal. Los abogados de la RCA argumentaron que Zworykin era el verdadero inventor de la televisión eléctrica, cuyo primer modelo se terminó en 1933. El conflicto judicial se alargó durante años, y a pesar de que finalmente la justicia dio la razón a Philo T. Farnsworth, el dúo formado por Sarnoff y Zworykin se salió con la suya, pues la presión de todo este proceso pudo con el inventor, que notó los esfuerzos del litigio a nivel personal, con crisis nerviosas, depresiones y alcoholismo. Una semana después de la presentación en la World’s Fair, y a pesar de haber ganado el juicio, Farnsworth decidió aceptar la nueva oferta de la RCA, que esta vez le ofreció un millón de dólares (diez veces más que ocho años antes) por sus patentes y cambió el rumbo de su empresa, que se dedicaría a la producción de televisores.
Con la televisión presentada públicamente y las patentes necesarias en su poder, el futuro era prometedor para David Sarnoff y la RCA. Pero seguían pendientes de la aprobación de la Federal Communications Commission, que seguía sin decidirse por un modelo estándar. Mientras, la programación en la BBC continuaba creciendo, así como su impacto social al aumentar también el número de receptores. La ficción televisiva como forma artística también seguía desarrollándose, y la ficción propia (no adaptaciones teatrales o versiones de radioplays) fue cada vez más habitual. El primer drama original británico fue una producción llamada The Underground Murder Mystery, escrito por J. Bissell Thomas y emitido el 19 de enero de 1937. En apenas quince minutos contaba la historia de un asesinato en la estación de metro de Tottenham Court Road, siendo el debut del género criminal en la televisión. El mismo año se emitió Turn Round, de S. E. Reynolds con producción de Eric Crozier, que amplió el metraje a treinta minutos y fue la segunda ficción original inglesa. De 1938 cabe destacar la primera incursión de género de la historia de la BBC. Se trata de R.U.R., una adaptación de la obra de teatro de Karel Capek que fue la primera pieza de ciencia ficción emitida en la cadena pública. En 1939 hubo dos nuevas piezas originales. La primera fue Rehearsal for Drama, escrita por Roy Carter y E.Wax. La segunda es una de las ficciones más interesantes de este periodo. Se trata de un drama bélico titulado Condemned to Be Shot, que fue escrito por R. E. Brooke y producido por Jan Bussell, quien introdujo innovaciones que se salían de la puesta en escena teatral tradicional en el Alexandra Palace, como una perspectiva subjetiva que hacía de la cámara el personaje protagonista. Este se expresaba a través de la voz en off, mientras la audiencia veía lo mismo que veían sus ojos. Fue, además, la primera vez que se trataba en televisión y en forma de ficción el tema de la guerra. Su final, extremadamente crudo, se cerraba con el protagonista (es decir el espectador) enfrentado a un pelotón de ejecución. Con una duración de veinte minutos, se emitió en la BBC el 4 de marzo de aquel año.
La primera serie de BBC fue Ann and Harold, una pieza en cinco entregas emitidas del 12 de julio al 9 de agosto de 1938, que relataba la historia de una pareja, desde que se conocen hasta que sellan su amor con una fastuosa boda. Cada episodio, de unos veinte minutos, funcionaba como una unidad narrativa y se basaba en situaciones concretas, como un baile o un encuentro junto al río, pero al mismo tiempo tenía continuidad porque el espectador podía seguir la evolución de la pareja. Esta continuidad venía heredada de su versión radiofónica, pues Ann and Harold había sido producida previamente en la radio de la BBC, en 1932. La naturaleza serial de la ficción radiofónica, a diferencia de la ficción teatral, fue así un factor clave para que la serialidad diera el salto a la televisión. La serie, escrita por el también actor Louis Goodrich, contaba una historia de principio a fin, a diferencia de The Love Nest, en la que no había una línea argumental que fuera de un episodio al siguiente. Este hecho, unido a la naturaleza experimental de la serie americana, que no tenía autonomía como ficción (formaba parte de las presentaciones para la prensa) ha llevado a algunos académicos a considerar Ann and Harold la primera serie de la historia de la televisión. La pareja de actores protagonistas, que interpretaban cada episodio en directo, fue William Hutchinson y Ann Todd. Ella sería conocida más adelante por interpretar a la esposa de Gregory Peck en El proceso Paradine, de Alfred Hitchcock.
La segunda serie de la BBC fue Telecrime y se estrenó el 10 de agosto de 1938. Se trata del primer whodunnit («¿quién lo hizo?») de la historia, una fórmula que se convertiría en una tradición del género criminal televisivo. En cada episodio, de estructura autoconclusiva, el inspector Holt, interpretado por J.B. Rowe, presentaba un caso criminal al espectador, llevándolo a investigar quién era el culpable. Las pistas para resolver cada caso de Telecrime se presentaban durante la narración de las entregas, que fueron cinco, escritas por Mileson Horton, H.T. Hopkinson y Arthur Philips. La serie, que terminó de emitirse el 25 de julio de 1939, puso en pantalla muchos de los elementos clave de las series de detectives que todavía funcionan. Telecrime tiene, además, la peculiaridad de ser el único programa de esta época recuperado tras la guerra, viviendo una segunda etapa llamada Telecrimes, que se estrenó en 1946 y tuvo doce episodios más, escritos por Mileson Horton y protagonizados por James Raglan.
Y es que la Segunda Guerra Mundial puso punto y final a esta etapa de ficción televisiva. El 1 de septiembre de 1939, la BBC cesó sus actividades y estuvo sin emitir durante todo el conflicto. Los técnicos e ingenieros de la corporación dejaron la televisión para trabajar en proyectos relacionados con la guerra. El transmisor de la BBC en el Alexandra Palace se utilizó para saturar las frecuencias por las que se comunicaba la aviación alemana. En Alemania, la televisión nacionalsocialista seguiría emitiendo durante la guerra, pero limitando sus contenidos a los mensajes propagandísticos y a espectáculos para levantar la moral de los combatientes que no incluían ficción (en 1942 incluso llevaron su sistema de televisión a la Francia ocupada, donde transmitieron desde la Torre Eiffel hasta su retirada, en 1944). En Estados Unidos, la Federal Communications Comission aprobó, finalmente, el inicio de la actividad de la televisión comercial el 1 de julio de 1941, lo que significó el regreso a la actividad de la estación experimental (ahora comercial) de la CBS, que preparaba su regreso triunfal. Pero el 7 de diciembre del mismo año, el ataque de Pearl Harbor llevó a las empresas de telecomunicaciones a abandonar la carrera de la televisión para poner su tecnología al servicio del ejército norteamericano. «Nuestras instalaciones están a punto y a su servicio», escribía David Sarnoff en un telegrama enviado al presidente Franklin D. Roosevelt.11 Las emisiones de la NBC no cesaron, como tampoco las de la CBS, pero tuvieron horarios limitados y se adaptaron a las necesidades de la guerra.
Desde aquel momento, el sueño de la televisión que se había ido construyendo desde la década de 1920 quedó en el limbo. Tras el final de la guerra, la televisión tendría por fin las condiciones para instaurarse como un medio de masas, en un renacer que a menudo ha hecho olvidar los programas que se hicieron antes de la Segunda Guerra Mundial. Los avances de esta época en materia de ficción no suelen tenerse en gran consideración, pues el lenguaje de la ficción televisada estaba todavía en construcción y era a menudo demasiado dependiente de otras formas narrativas. El hecho de que no se conserve ningún tipo de grabación de esta época contribuye al desconocimiento general de una etapa cuyos contenidos fueron tan efímeros como fascinantes y valiosos para el desarrollo de la industria de la ficción televisiva que tendría lugar durante los años de la posguerra.