Los asistentes a la reunión merodean afuera del salón, con la esperanza de enterarse de la conversación entre el Príncipe y el canciller. El Señor Presidente camina entre ellos con aire molesto e, ignorándolos, se dirige a Díaz Ordaz:
—Acompáñeme al jardín. Quiero tomar un poco de aire fresco.
—Con mucho gusto —responde Díaz Ordaz complacido.
La pareja sale del pequeño chalet rumbo a los jardines de Los Pinos. Sin la presencia del Dios Viviente, el chalet recobra su terrenidad y vuelve a ser una oficina de gobierno.
Detrás del presidente y del secretario de Gobernación, a una distancia discreta, camina el jefe del Estado Mayor. Cuando llegan a la hondonada, húmeda, perfumada por los eucaliptos, el Tlatoani comenta:
—Don Gustavo, ¿le gusta la historia de México?
—Por supuesto, señor.
—A mí también, desde la primaria. Pero me quedaba muy triste después de la clase de historia. Puras batallas perdidas, puras derrotas. Desde Tenochtitlán hasta la ocupación de Veracruz en 1914. ¿A usted no le daba tristeza?
—No todo es triste. Piense en la heroica batalla del 5 de mayo. Al final, le ganamos la guerra a los franceses. No es una hazaña menor, señor.
—Don Gustavo, somos personas cultivadas y estamos en confianza. Los dos sabemos que le ganamos a los franceses porque los gringos nos defendieron.
—Señor, los norteamericanos no enviaron soldados.
—No hacía falta. Según recuerdo, la Casa Blanca amenazó a Napoleón III con declararle la guerra si no evacuaba su tropa de México —replica López Mateos.
—Lo importante es que conservamos nuestra independencia —dice Díaz Ordaz—, a pesar de todo somos un país soberano y libre.
—Por eso es tan importante defender a Castro de los norteamericanos, con prudencia, pero con firmeza. Ya verá cómo Castro se convertirá en una piedra en el zapato para la Casa Blanca —profetiza el Divino César.
—Señor, permítame diferir un poco de usted. Como comenté en la reunión, considero que carecemos de suficientes elementos para emitir ese juicio —apunta el secretario de Gobernación—. Discúlpeme por no compartir del todo su punto de vista. Espero que no le moleste mi opinión.
—Don Gustavo, usted conoce a los compañeros de Castro mejor que los gringos. ¡Vivieron aquí! Son lectores de Marx y virarán a la izquierda en cuanto Washington se descuide. Por eso debemos cuidar nuestras relaciones con Cuba.
—¿Y si ése fuese el precio que Estados Unidos pone para no apoyar a Guatemala en caso de guerra? —pregunta el secretario de Gobernación.
—¿Comentó algo al respecto el embajador Hill? —pregunta el presidente.
—No, señor, no lo hizo. Pero debemos pensar en los posibles escenarios. ¿Qué les responderíamos si nos plantearan esa petición?
—Rompemos con La Habana. No quiero guerras —declara taxativamente López Mateos.
—Tristemente, en algunas ocasiones, las guerras son inevitables —sugiere Díaz Ordaz.
—La última vez que nos declararon la guerra, perdimos la mitad del territorio, don Gustavo. No lo olvide.
—Señor Presidente, cuente usted con mi lealtad irrestricta hacia su persona, hacia su investidura y hacia la República.
—Lo sé, don Gustavo, lo sé. ¿Se había dado cuenta de lo irónico que resulta que la residencia presidencial esté aquí? Aquí perdimos otra batalla más contra los Estados Unidos. ¡Molino del Rey! Luego vino Chapultepec, y a los pocos días cayó la capital. Perdimos la mitad del territorio. Y todo porque los mexicanos no estuvimos unidos.
—Ahora las circunstancias son distintas. Contamos con usted y con el partido —declara Gustavo Díaz Ordaz.
Al Príncipe le incomoda la adulación y se hace el silencio. Comienza a soplar un aire helado y el presidente López Mateos se cierra el saco. Se oye el ulular del viento en la pequeña hondonada de Los Pinos. Mexicanos al grito de guerra. Maldito Ydígoras que viene a perturbar la pax mexicana. El acero aprestad y el bridón. ¡Al carajo con el gobierno civil! ¿Qué será del desarrollo estabilizador? ¡Al carajo! ¿Los chamulas, los yaquis, los huicholes? ¡Al carajo! ¿Celanese Mexicana y el Circo Atayde Hermanos? Mas si osare un extraño enemigo.
—Señor, ¿tomó algo para la migraña? ¿Puedo hacer algo por usted? —pregunta Díaz Ordaz intentando sacar al Príncipe de su ensimismamiento.
—¿Se me nota el dolor?
—No, pero como yo sufro del mismo mal —miente el secretario— detecto los síntomas de inmediato.
—Sí, gracias, ya tomé mi pastilla —responde lacónicamente López Mateos y se vuelve a callar.
El cerebro del Príncipe hierve e intenta apaciguarlo con aire fresco. No habrá guerra con Guatemala. Imposible. Pero, ¿qué pasaría si los acontecimientos se desbocan? ¿Qué será de la ctm, del Toreo de Cuatro Caminos, de los Jardines de Atizapán? ¡Al carajo! ¿Matias Goeritz y las Torres de Satélite? ¡Al carajo! ¿La moderna supercarretera México-Querétaro? Profanar con sus plantas tu suelo. ¿La Torre Anáhuac y la modernidad de Sordo Madaleno? ¡Al carajo! ¿El Teatro Orientación en Chapultepec? ¡También al carajo! ¿La unidad habitacional número uno del imss en Santa Fe de Tacubaya? El cielo un soldado en cada hijo te dio. ¿El filete Chemita del Prendes y el socialismo inocuo de Lombardo Toledano? ¿La ampliación del Paseo de la Reforma? ¡Al carajo! ¿Los generales momificados del parm, las trescientas sesenta y cinco capillas de Cholula, el Mesón del Perro Andaluz? ¡Al carajo! ¿Qué será de la omnipresencia del pri? ¿Y de la comida del Restaurante Villafontana y sus maravillosos violines? ¡Al carajo! Pero Adolfo López Mateos está decidido a evitar la guerra, aunque deba renunciar a la corona. Nunca más habrá guerra en México.
El Príncipe reanuda la conversación:
—¿Sabe usted por qué se llama Molino del Rey?
—No, señor, confieso mi ignorancia —contesta Díaz Ordaz pacientemente, sabedor de que la lección de historia es un rodeo para hablar de lo verdaderamente importante.
—Estos cerros se llamaban Lomas del Rey, en honor, me parece, de Carlos V. Los españoles hicieron un molino de harina que movían con el agua que bajaba de Santa Fe —prosigue López Mateos.
—Sabe usted mucha historia, señor.
—No sea tan solemne, don Gustavo. No hay nadie más. Usted conoce la historia de este lugar tan bien como yo. No finja ignorancia para halagarme.
—Desconocía que el acueducto de la entrada trajera agua de Santa Fe para el molino.
—¡Poco quedó de la arquería! —se lamenta el Dios Viviente—. Los norteamericanos lo hicieron pedazos con sus cañones. No podían tomar el castillo sin cubrirse las espaldas.
Al sonoro rugir de cañón. La batalla de Molino del Rey. El sitio de Churubusco. El Escuadrón 201. Mexicanos al grito de guerra. Todo se puede ir al carajo si Guatemala vuelve a dispararnos. Un soldado en cada hijo te dio. La avenida de los Insurgentes. La capital cosmopolita y chic. La vacuna contra la poliomielitis. El pinole de los tarahumaras. ¡Al carajo! Los casimires del Palacio de Hierro. El art decó de la colonia Condesa. Los moribundos héroes de Padierna. El territorio de Quintana Roo. ¡Al carajo! La gente decente del pan. ¡Al carajo! La guerra no estallará, porque López Mateos no la quiere, ni la Casa Blanca, ni tampoco Guatemala. No puede estallar la guerra, ¡carajo! Todo es culpa del delirio tropical de un generalito. ¿Guatemala? Es una república bananera. Inglaterra respeta a México. Que no se invente teorías el canciller Téllez.
El secretario de Gobernación parece adivinar el pensamiento del Hijo del Cielo:
—Señor Presidente, quiero que sepa que no me entusiasma la idea de una guerra con Guatemala. Debemos evitarla, pero me temo que el canciller Téllez está desbordado y necesita más ayuda de usted.
—Lo sé, lo sé, don Gustavo. Por eso confío en usted y en su buen juicio. Mire, quiero confiarle algo.
—Para servirle, señor.
—Tengo la impresión de que, en ocasiones, la Dirección Federal de Seguridad se extralimita en sus funciones, lo cual es censurable.
—¡Señor…! —protesta tímidamente Díaz Ordaz.
—Escuche, comprendo que es difícil cambiar de un día a otro la inercia de las instituciones —las palabras del presidente tranquilizan al secretario de Gobernación—. Apenas lleva usted treinta días en el cargo.
—Señor Presidente, la Dirección Federal de Seguridad cambiará. Se lo aseguro. Pensaba que el licenciado Gilberto Suárez era un hombre de entera confianza, pero si usted lo considera conveniente, hoy mismo tendrá su renuncia sobre su escritorio —comenta Díaz Ordaz—. La Dirección Federal de Seguridad está para servir a su persona y a la República. Dígame usted qué espera de ella y pondré mi mejor empeño para conducirla por el camino que usted marque. ¿A quién quiere usted de director?
—Dejemos a un lado el desempeño del licenciado Suárez. Lo interesante sería enterarse de si ha llegado a manos de la dirección alguna información sobre el embajador de Guatemala… Evidentemente, no sería del todo apropiado. Usted debería reprender fuertemente a Suárez en caso de que la Dirección Federal de Seguridad se hubiese atrevido a interceptar las comunicaciones de la embajada guatemalteca. Aquí no tenemos una cia. No obstante, dadas las circunstancias, tal extralimitación podría servir de algo a la República.
El rostro de Díaz Ordaz se ilumina. La sonrisa agranda sus dientes, que parecen los de un chango a punto de morder un plátano. El secretario mete la mano al bolsillo de su saco, extrae un sobre amarillo y lo entrega al presidente:
—Tengo el deber de informarle que, efectivamente, la Dirección Federal de Seguridad se extralimitó en sus funciones y se atrevió a intervenir algunos telegramas y llamadas de la embajada. El licenciado Suárez me entregó sus conclusiones. Por supuesto, fue reprendido y sabe que esto puede costarle el cargo y quizá la cárcel. ¡Un atrevimiento inaudito! Evidentemente actuó sin mi consentimiento.
—¿El embajador estaba al tanto del ataque? —pregunta el Divino César.
—¿De la Operación Drake, Señor Presidente?
—¿Así la llamaron? ¿Drake? ¿Como el pirata? —pregunta López Mateos con irritación.
—Operación Drake, en efecto —responde Díaz Ordaz.
—Leeré estas notas con atención; pero no deje de reprender al licenciado Suárez.
—A sus órdenes, señor. Lo amonestaré severamente.
—Otra cosa, don Gustavo —el presidente pronuncia esta palabras bajando la voz, a pesar de que el general Gámez Horta se encuentra a una distancia muy considerable—. La falta de comunicación entre mi persona y mi gabinete es preocupante.
—A mí también me preocupa, si me permite usted la franqueza. Si esto sucede a los treinta días de gobierno, ¿qué podría venir después? —apunta Díaz Ordaz.
El Dios Viviente toma aire y expresa su petición:
—Tal vez la Dirección Federal de Seguridad también se excedió en sus funciones dentro del país y averiguó algo sobre el extraño comportamiento del general Gámez Horta y el licenciado Román. Sería impensable que el licenciado Suárez se hubiese atrevido a investigar a mis colaboradores más cercanos sin mi consentimiento, pero en ocasiones las impertinencias de los subordinados tienen ciertos beneficios.
—Sin duda, Señor Presidente. Si usted me lo permite, iré de inmediato a Bucareli para reunirme con la Dirección Federal de Seguridad. Me reportaré con usted antes de las 4:00 de la tarde. Supongo que, dada la naturaleza del tema, preferirá que le proporcione mi informe personalmente.
—Me ha comprendido usted perfectamente.
—Señor Presidente, tiene usted toda la razón, algunas piezas no están en su sitio. La crisis estalló ayer en la mañana y usted vino a enterarse de ella veinticuatro horas después.
—Señor secretario, presumo que se tratará de una reprobable rivalidad dentro del gabinete, una de esas luchas de las que ningún ser humano está exento. Espero que ésa sea la explicación de esta vergonzosa falta de flujo de información. Confío plenamente en mis colaboradores. Simplemente quiero hacerme una idea más cabal de estas fricciones para poder controlarlas durante el sexenio.
—No quise decir lo contrario, Señor Presidente.
—Algo más, don Gustavo.
—Diga usted.
—¿Será posible saber qué piensa Inglaterra de este incidente? No hablo, claro está, de la posición oficial de Londres, sino, digamos, de lo que de verdad piensan los ingleses.
—Señor, cuente usted con nuestro mejor esfuerzo, si bien la petición es más complicada. De cualquier manera, comenzaremos a investigar.
—Regresemos adentro. Aquí hace mucho frío.
—Señor —Díaz Ordaz le imprime a su voz un tono paternal—, permítame sugerirle que desayune algo. El día de hoy será muy largo y la migraña se le agudizará si no come...
El presidente agradece la preocupación del secretario con una sonrisa pero, al mismo tiempo, se siente inquieto. Díaz Ordaz lo conoce demasiado bien y eso es peligroso.