LA HORA PRIMERA







1



Nadie quería ceder. Llevaban muchas horas reunidos, sin avanzar ni retroceder, en torno a una mesa rebosante de papeles, ceniceros, platos con restos de comida. Los hombres sentíanse fatigados. De mal humor. La única que parecía ser ajena a lo que se discutía era la secretaria de Perkins, esa mujer de pelo color arena que operaba la maquinita de taquigrafía. El mismo Perkins, que apenas había hablado una o dos veces desde la mañana (cuando entraron todos con sonrisas en los labios y buenos deseos en las palabras), no disimulaba su fastidio. Arrellanado en la butaca de la cabecera mordisqueaba la uña de su pulgar. Los ojos de Perkins se encontraron con los de Marcos Luquín. Sonrió.

—Con un poco de buena voluntad… —comenzó diciendo Perkins.

Lo interrumpió Luquín:

—Es lo que yo digo. Buena voluntad de las partes…

—Existe, por nuestro lado…

—Claro, para arreglar el problema según le conviene a usted, Mr. Perkins. No según nos conviene a todos…

Lentamente Perkins encendió un cigarro. Los abogados, los consejeros de la empresa, incluso la misma secretaria, quedaron en suspenso, observándolo, tratando de adivinar qué respondería. Perkins jugueteó un momento, pensativo y tranquilo, con su encendedor automático. Era un hombre alto de rostro cordial. Pero sus ojos eran fríos, duros, como de serpiente. Las uñas de la secretaria acariciaron, casi con sensualidad, las teclas de la maquinita.

También los que discutían por el bando de los obreros, esperaban. Marcos Luquín, mirándolo de frente. Ceñudo, el abogado, Ayala; y evitando tropezar con la recta mirada de Perkins, los demás.

Al cabo, encarando francamente a Luquín, tal como si le diera un consejo, o planteara una amenaza, y no como un simple comentario personal, dijo Perkins:

—La huelga nos perjudica a todos, Luquín.

—No la buscamos nosotros…

Sus compañeros del comité asintieron. Uno de ellos iba a hablar. Con una leve señal Luquín se lo impidió.

—Eso bien lo sabe usted, Mr. Perkins. No la buscamos…

Volvió Perkins a hundirse en el sillón. Su cuerpo de extensos huesos se hizo un ovillo.

—Pero quieren llevarla adelante…

—No tenemos otro remedio…

—Podría haberlo.

—¿Cuál?

—Llegar a un arreglo… Sí, sé lo que va a decirme. Que es lo que todos tratamos. Quiero aclarar: un arreglo bueno…

—¿Por ejemplo?

Perkins se removió, desperezándose. Ciñó sus huesudas rodillas con las manos.

—Por ejemplo, que dejemos las cosas como están.

—Es lo que buscamos. Reinstalar a la gente y todo seguirá así.

Se alzó Perkins. No fue el suyo un movimiento que denotara furia o protesta; ni siquiera contrariedad. Sólo una pequeña, instantánea y pasajera irritación.

—Eso no, Luquín. Estamos aquí dándole vueltas a la cuestión desde por la mañana —se apoyó sobre sus pálidos puños, en el cristal de la mesa; un poco inclinado hacia Luquín, mirándolo rectamente a los ojos—: Eso no. De ninguna manera podemos reinstalarlos. En la Empacadora no necesitamos agitadores, ni políticos. Por más que uno sea su hijo. Estamos dispuestos a indemnizarlos y…

—No nos interesa —intervino Ayala.

—Lo dice la ley. Estamos hablando con la ley en la mano —dijo el hombre de suaves maneras, que estaba a la derecha.

Perkins asintió.

—El licenciado Robles tiene razón. La ley está con nosotros.

—Y con nosotros la justicia…

El gerente destrenzó sus piernas y se levantó. Alzó los brazos al cielo. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Habló después, como muy fatigado:

—¡Oh, Dios! No metamos a la ley en esto. No la metamos. Trataremos de entendernos como personas sensatas

Hubo un silencio. Apenas se escuchaba el leve mayar de la maquinita de tomar dictado en taquigrafía.

—Personas sensatas —repitió Luquín—; así, creo, estamos tratando de hacerlo, Mr. Perkins.

Éste se encaró a Luquín. Su rostro adquirió una tonalidad purpúrea.

—No, Luquín. Está usted equivocado. Lo que pretende hacer conmigo, con la empresa, no es sensato.

—Da usted mucha importancia al sentido de las palabras.

—…y no es sensato, Luquín, se lo digo yo, que soy su amigo, porque trata usted de arrastrar al caos a sus compañeros, a los trabajadores que lo eligieron secretario general de su Sindicato.

—Me eligieron —indicó Luquín, también tranquilo, también sereno— porque saben que busco lo mejor para ellos. Siempre.

—No en este caso, Luquín. Bien lo sabe.

El licenciado Robles intervino. Con voz pausada hizo un resumen de las circunstancias, de los hechos y detalles que originaron el conflicto. Enumeró, sin olvidar ninguno, los pequeños problemas parciales, aislados, que se suscitaron, semanas atrás, en diversas dependencias de la Empacadora Águila y que fueron causa, al abarcarlos, situarlos y valorizarlos en conjunto, de una crisis general.

—…Inadmisible, bajo todo punto de vista, para la empresa —luego, con precisa exactitud, añadió—: No discutamos aquí una cuestión de salarios. Ustedes, Luquín, son los obreros mejor pagados del ramo, los que de mayores prestaciones y prerrogativas gozan. El lío es otro. He dicho que la empresa habla con la ley en la mano, y digo verdad. De acuerdo con la ley podemos separar a los cuatro elementos —hizo una pausa, para destacar mejor la importancia de su palabra—… indeseables, indemnizándolos —Ayala intentó interrumpirlo. Robles prosiguió—: Eso es lo que deseamos. Indemnizarlos. Apartarlos de los otros trabajadores, que lo único que desean es seguir ganando su pan en paz, sin mezclarse con saboteadores…

El único que no había despegado los labios en toda la jornada de fatigosas discusiones era Quintana, uno de los cuatro miembros del comité sindical que negociaba con la empresa. Quintana era grueso, moreno, con ojos pequeños que no miraban de frente. La mayor parte del tiempo había permanecido, como si dormitara, con la barba apoyada en el pecho de su camisola de lana azul; en tanto que llenaba con garabatos hojas y más hojas del bloque de papel que tenía enfrente. Pero, al cabo, en cuanto Robles terminó su exposición, intervino:

—Yo creo, compañero Luquín —dijo; se había enderezado un poco, con los antebrazos apoyados en el borde de la mesa; jugueteando, sin mirar a nadie, con el lápiz—, que de todo esto hemos hecho un barullo demasiado grande… Digo hemos, porque soy miembro del Comité; más no porque esté yo de acuerdo…

Perkins y Robles se miraron entre sí, rápidamente, como sorprendidos. Fue Perkins quien advirtió la fugaz contracción en los puños de Luquín.

—Eso no viene al caso, compañero Quintana.

—Lo sé, Luquín. Pero quiero dejarlo aclarado. Como dice aquí Mr. Perkins, de nosotros, de usted, depende o no arrastrar a los demás compañeros a la huelga… Déjeme terminar, compañero… —Quintana alzó la vista, para mirar a Perkins y a Robles; para que éstos lo miraran—: Yo soy sindicalista, ni quien lo dude. Pero entiendo que el sindicalismo puede tener vicios, errores de procedimiento; puede encauzarse mal…

Casi violento Marcos Luquín exigió:

—Déjese de palabras, Quintana. Diga lo que tenga que decir, sin tantas vueltas…

Los fríos ojos de reptil de Perkins calaron profundamente a Marcos Luquín. Vieron cómo el rostro de éste, su rostro tranquilo de hombre de cuarenta y cinco años, se encendía y cómo, una vez más, sus rudos puños empalidecían.

—Necesito las palabras, Luquín. Bien. Iré al grano —Quintana tomó aire. Miró las caras silenciosas de los hombres sentados en torno a la mesa; caras impenetrables, que lo espiaban, que lo desmenuzaban sin piedad. Sintió que en esas caras afloraba, ahora, el desprecio que en otras ocasiones disimulaban la sonrisa o la cortesía—: En mi opinión no es necesario llevar las cosas hasta el extremo de la huelga. Creo interpretar el sentir de los trabajadores: ellos no desean el paro; ningún trabajador que esté ganando buenos sueldos, lo desea tampoco.

—Es cuestión de principios… —lo atajó Luquín.

Perkins intervino. Habló rudamente:

—Déjelo terminar…

—Es que yo…

Ayala contuvo a Marcos, pisándole por debajo de la mesa.

—Que termine, Marcos…

Furioso, Luquín se reclinó en su silla.

Quintana sonreía abiertamente a Perkins, como si de él, o en él, buscara simpatía, apoyo y afecto; lo que no esperaba hallar entre sus propios compañeros.

—Nosotros, aquí, ganamos buenos sueldos. Magníficos —continuó—; ochocientos compañeros nuestros, los que están allá abajo, pendientes de lo que aquí se arregle, aceptan su situación. Hemos pasado, sin problemas, la revisión del contrato colectivo; algo que afectaba a todos.

Perkins asentía.

—Si entonces hubiesen planteado la necesidad de la huelga, bien —indicó, como si adivinara ya a dónde quería Quintana llegar.

Quintana agradeció, con un afirmativo movimiento de cabeza, la interpretación exacta que Perkins daba a sus pensamientos.

—Pero, este caso —añadió— no los afecta en lo absoluto. Cuatro compañeros nuestros son despedidos por convenir a los intereses de la empresa. La empresa paga la indemnización. Entonces, ¿para qué pelear? Aceptemos eso y en paz…

Luquín no se había movido ni una sola vez; no había, incluso, separado ni un instante los ojos de la cara de Quintana. Sentía por él un seco desprecio; algo más, asco.

—Habla usted como un esquirol, Quintana…

Enrojeció éste.

—Mida sus palabras. Soy tan leal a mi Sindicato como usted…

—Bien lo veo…

—Señores… señores —Perkins abría los brazos, recomendando calma.

Habló la secretaria, inmutable, elegante, profesional:

—¿Anoto esto, también?

Nadie le hizo caso.

—Más leal tal vez que usted, Luquín —retaba Quintana, desde el otro lado de la mesa. Yo no defiendo a un hijo mío, sino a ochocientos trabajadores…

—Voy a… —Marcos Luquín intentó saltar por encima de la mesa para golpear a Quintana. Éste no se había movido seguro de que detendrían a su opositor; a ese hombre por el que o contra el que había profesado, durante años, un sordo odio.

Intervinieron Ayala y los otros representantes obreros y calmaron a Luquín.

En el silencio que siguió después, rayado sólo por las silbantes respiraciones entrecortadas de los nombres agotados por el esfuerzo del forcejeo, se oyó a la secretaria:

¿Anoto esto, Mr. Perkins?

El licenciando Robles sonreía. De soslayo miró su reloj. Eran casi las seis de la tarde y deseaba marcharse cuanto antes. Consideró que la disputa era un síntoma favorable para la empresa, pues demostraba que los obreros, o al menos sus dirigentes, no estaban unidos; y cuando no hay unión, todo lo que se intente, en conjunto, fracasa. Quintana revelábase como un aliado de la empresa, como el elemento de discordia que todo buen abogado debe tener cuando se negocia la huelga, en las filas del enemigo. Y era, además, entre algunos trabajadores, un hombre con prestigio; por más que el líder respetado y estimado fuese Luquín. No ignoraba Robles, como tampoco ninguno de los funcionarios de la organización, que Quintana y Luquín no eran amigos; aunque tampoco fuesen enemigos. Las relaciones entre ambos eran, hasta cierto punto, cordiales, pero no afectuosas. «Son políticos», solía decir Mr. Perkins. Se gruñían, pero ninguno lanzaba la dentellada. Hasta esta tarde, claro está.

Robles se vio, de pronto, con una carta de triunfo en la mano, y debía jugarla. Quintana era un aliado, no tanto por estar al lado de la empresa, sino por estar en contra de Luquín. Bien jugado ese triunfo se conseguirían dos cosas: conjurar el peligro de la huelga y comenzar a eliminar la influencia que Luquín ejercía sobre sus compañeros; influencia hasta entonces invulnerable, indiscutible, por la honestidad personal y sindical de Marcos. «Ha sacado las uñas Marcos Luquín —razonó Robles— y eso no está bien. Nada nos asegura que sea la última vez que lo haga. Es un hombre peligroso. Preferiría entendérmelas con un pillo como Quintana».

Era necesario, pues, aprovechar la excitación del momento y también el cansancio y la incomodidad física de los allí reunidos. «Curiosamente —pensó Robles— ninguno se ha levantado, ni la secretaria siquiera, para ir al baño. Sólo desean marcharse. Comer. Descansar un poco. Es el momento.» Empero, había un obstáculo: Marcos Luquín. Mientras éste siguiera allí nada podía hacerse. Robles se volvió levemente. Buscó con los suyos los ojos de Perkins. Los halló. Perkins comprendió.

—Marcos —Mr. Perkins palmeaba, amable, el hombro de Luquín—, venga. Descansemos un poco, usted y yo…

Una pesada puerta corrediza de caoba dividía la sala de consejo del privado de Perkins. Aquí el ambiente era diferente. La espesa alfombra gris hacía caminar sobre un piso de nubes. Los muebles, modernos, muelles, enervantes, como el ambiente todo del lugar.

—Estamos ya cansados…

Luquín rumiaba su furia:

—Hijo de perra… —gruñó, por lo bajo.

Perkins resopló.

—No se haga mala sangre. Olvídelo.

—Esquirol…

—No lo es todavía —Perkins puso sus ojos azules, en franco mirar, sobre la cara de Luquín—; pero podría serlo.

Luquín midió a Perkins, y dijo lentamente:

—¿Lo utilizaría, verdad?

Sonrió Perkins.

—No me gustan los traidores, aunque me sirvan. Como usted dice: cuestión de principios…

Luquín sentíase de mejor humor:

—¿Principios… usted… capitalista?

—Empecé como obrero. Igual que usted.

—Un obrero —sentenció Marcos— puede olvidar su origen cuando llega a ser capitalista. Pero un capitalista, nunca; así esté muriéndose de hambre…

—Agudezas, nada más. Hablando se pierde el tiempo.

—Pero también la gente se entiende…

Vino Perkins y se sentó al lado de Luquín.

—No me gustan los que hablan mucho. Desconfío de ellos. Prefiero la acción.

Le ofreció un cigarro. Rehusó Marcos porque no fumaba. Se dio fuego Mr. Perkins.

—Tomemos, por ejemplo, a Robles —Perkins sopló sobre la llamita del encendedor. Robles, y su bufete, me cuestan un cuarto de millón al año. Casi nunca los necesito, y cuando esto ocurre nada arreglan…

—Su licenciado es muy ladino…

Movió la cabeza Perkins, aceptando.

—Sí, en cierto modo. Muy ladino pero muy inútil. Soy hombre de acción. Usted me conoce. Prefiero arreglar las cosas a mi modo. Francamente. En este problema, los abogados sobran…

—¿Para qué los trajo, entonces?

Perkins suspiró a su vez:

—Porque ustedes iban a traer el suyo. Además, ¡que desquite lo que me cuesta! Pero no divaguemos —Mr. Perkins acarició por unos instantes el suave casimir de su pantalón. Sus largas manos tenían el tatuaje de antiguas pecas—: Nuestro problema es más fácil de arreglar de lo que puede parecer…

—Eso digo yo…

—Y si usted y yo nos entendemos, ¡que nos entenderemos!, vamos a solucionarlo y a demostrarles a ésos —cabeceó hacia la puerta, tras de la cual los hombres seguirían apiñados, discutiendo— que nosotros en menos tiempo y sin tanta saliva conseguimos llegar a un entendimiento.

—Así es —indicó Luquín, cautamente.

—¿Cuál es nuestro lío? Bien. Lo hemos repetido mil veces. Una más, no importa… Veamos: cuatro trabajadores de la Empacadora Águila han sido sorprendidos saboteando la marcha de la fábrica…

Luquín lo atajó.

—Sabotaje es una palabra dura, Mr. Perkins. No se les puede acusar…

Perkins asintió.

—Bueno: cuatro trabajadores, su hijo, entre ellos, Marcos —continuó— han incurrido en faltas graves. Por descuido, ineptitud o lo que sea, en un periodo de varias semanas han contribuido a destruir el equipo, a retrasar las normas de producción y a echar a perder miles de pesos en mercancía en proceso de elaboración…

—En cada uno de los casos, se comprobó que no hubo mala fe…

—Aceptemos que como humanos tenemos margen de error. Pero, en los casos que cito, el error fue provocado…

—De haber podido probarlo, Mr. Perkins, el primero en expulsarlos del sindicato hubiera sido yo…

Perkins abrió mucho los brazos, como si quisiera abarcar con ellos al mundo por la cintura, y se puso de pie.

—Marcos, Marcos, no sea niño. Comprenda la realidad… como ya la comprendió Quintana, pese a ser un mal bicho —el gerente trataba de ser convincente, persuasivo; de dar a sus palabras un cálido barniz de verdad; de ayudar a romper el velo de mentira que empañaba la visión de Luquín—: Esos cuatro siguen órdenes de alguien… De alguien empeñado en causarnos trastornos a la empresa, a usted, a todos los demás… Ese alguien es quien los empuja a ustedes a la huelga…

Resopló Luquín:

—En estos tiempos, los que tienen un peso bajo el colchón ven, o creen ver, comunistas en todas partes. Si un hombre exige mejor sueldo, mejor trato, mejores condiciones de vida, es comunista. Si protesta y reclama derechos humanos, es comunista; si se rebela contra la injusticia, es comunista… Antiguamente quien tal hacía era llamado cristiano…

Vino un largo silencio. Los dos hombres se miraban, explorándose. Luquín vio cómo Perkins movía la cabeza, en desaprobación.

—¿Es usted rojo, Luquín? —disparó de pronto.

—No, y usted bien lo sabe, Mr. Perkins. Me conoce desde hace muchos años. Pero uno, como hombre, se rebela ante ciertas cosas…

El gerente caminó un poco por la habitación. Fue a sentarse después en un sillón de cuero de cerdo, color crema, situado tras de su desnudo escritorio. Tamborileó unos segundos en la barnizada superficie.

—Dejémonos de palabras, Luquín, y veamos de arreglar el lío.

—Por mi parte, de acuerdo.

—¿Cree que pueda arreglarse, Luquín? ¿Hay verdaderos deseos de que así sea?

—Sí. Verdaderos.

—¿Quién me lo asegura?

—Yo.

De una cajita de laca de China, Perkins sacó un nuevo cigarro. Lo golpeó sobre el escritorio, suavemente, para apretar su rubio tabaco. Se lo puso entre los labios, que eran una pálida línea.

—¿Hay gente extraña en esto? Quiero decir, ¿elementos políticos o de cualquier otro tipo, ajenos a nosotros?

—Ninguno. Somos nosotros —dijo Luquín, sin agresividad— contra ustedes.

—Bien.

El gerente estiró las piernas y enlazó las manos por atrás de su cabeza. El cigarro le colgaba, en diagonal, de los labios. Observó a Luquín lentamente. No había en él ni odio, ni siquiera prisa. Sólo esa pequeña, nerviosa irritación que le era característica en determinadas circunstancias.

—Vamos a acabar con esto, hoy mismo —dijo, al cabo.

—Eso lo queremos todos. Acabar, Mr. Perkins.

Perkins removió el capullo de ceniza que se había formado en el extremo del cigarro. Lentamente alzó sus tranquilos ojos azules. El color era frío, casi blanco, como de cielo invernal. Dejó que reposaran en Marcos: «Imbécil», pensó. Pero no había furia; sólo algo como un desprecio; sin emoción, sin enojo.

—Somos dos en esta cuestión, Marcos —indicó. Olvidémonos de abogados y hagamos la sopa nosotros.

—De usted depende.

—También de los obreros.

—Usted —Marcos Luquín se encogió brevemente de hombros y dio a su cuerpo una postura más cómoda— sabe cuáles son nuestras condiciones…

—Inadmisibles —Perkins aplastó el cigarro en el cenicero.

—Justas para nosotros.

El gerente se puso de pie. Caminó, con largos pasos elásticos, hasta el ventanal de verdes cristales polarizados. Apartó el visillo. Un dulce atardecer púrpura iba cayendo poco a poco sobre la ciudad, más allá del oscuro primer término de fábricas y talleres, al otro lado del cinturón fabril, tan polvoso, miserable y triste. La luz del sol, de tonos rojos y anaranjados, luchaba contra la sombra violeta de la primera hora nocturna, en los atestados patios del ferrocarril, cuyos rieles eran como serpientes congeladas. Una máquina patiera resoplaba, sudando chorros de blanco vapor, ocupada en formar un convoy de furgones. Perkins permaneció de espaldas. «Oh, Dios. ¿Por qué este maldito lío?» Sin mirar a Marcos, indicó:

—Para ustedes, que piden, quizá sí. No para nosotros.

—No exigimos lo imposible.

Perkins se volvió; no violento; acaso un poco rápido.

—Pero —avanzó hasta Marcos y se plantó ante él, inclinado, accionando su mano derecha; juntos los dedos en actitud explicativa—. Pero ¿no comprende que eso es imposible? Que no podemos reinstalar a esa gente. Ellos son culpables —se irguió de nuevo. Cuando habló ya no le daba la cara—: Culpables. Lo saben todos. Usted mismo.

Marcos Luquín se alzó también. Los minutos que había estado sentado en esa oficina habían servido de sedante a sus nervios. Experimentaba ahora un deseo violento de acción, de hablar, de argüir, de pelear si fuera necesario.

—Creo, Mr. Perkins, que vamos a tener que pelear… hasta que usted comprenda que la razón nos pertenece.