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Durante los dos últimos días, Luis Ortega sólo había pensado en el incidente con don Paco. Sentíase lleno de asco. «¿Ésta es la fiesta de los toros?» No, indudablemente que no lo era. La imaginaba de otro modo: limpia, con sus intriguillas, pero limpia. Creía que era cosa de hombres, de varones, de machos que se juegan la vida, de cara al sol, por las tardes. Suponía que la del torero era una profesión decente, de la que nadie se avergonzaba, y que los muchachos que salían a la plaza era porque tenían méritos suficientes ante los pitones, no en las alcobas de ciertos apoderados que, por lo visto y por lo que le habían contado, parecían abundar.

Al día siguiente del lance, relataron los detalles a un ex novillero que acudía al Cantonés. Le explicaron lo sucedido y le hicieron la inevitable pregunta:

—¿Todos son así?

Y el Ciego Muñoz les había respondido:

—Por desgracia, casi todos —y les enumeró sus nombres y fisonomías, sus edades y sistemas que solían emplear. Sistemas que si bien diferían en la forma eran el mismo en el fondo: ayuda al golfillo a cambio del íntimo servicio.

Había bebido el Ciego un trago de café con leche, para añadir:

—Forman una banda que se hace el avío entre sí… Como son tantos, mandan; y quienes pagan el tributo no pueden contarse ni con una sumadora.

Ahora, dos noches después, estaban afuera del Tupinamba, aguardando, como otros golfos, que llegara quién sabe quién. Luis Ortega, sin embargo, esperaba a alguien en particular. Y ese alguien llegó, pasadas las nueve, en un Cadillac 1940.

El auto se había detenido en la acera de enfrente. Luis cruzó la calle. Camioneto alcanzó a decirle:

—No hagas mitin —pero ya Luis Ortega no lo escuchaba.

Cuando lo vio de espaldas, recogiendo algo olvidado en el asiento, el primer impulso de Luis fue golpear a mansalva a Rafaelillo. Llegó, incluso, a levantar el puño colérico. Empero, se contuvo. Él era hombre y los hombres a nadie pegan a traición. Con una voz infinitamente calmada, que no revelaba la furia que dentro de ella ardía, Ortega pronunció:

—Rafael

Se volvió éste rápidamente. Tenía ante sí, a dos pasos, a un Ortega enardecido, pero tranquilo; vibrante y quieto en su coraje. Vio que los labios del adolescente de la camiseta de algodón azul, formaban una sola línea lívida y que sus ojos tenían un brillo superior y más profundo que el de los letreros luminosos que en ellos se reflejaban.

—¡Hola, gachó! —fingió ser amable.

—Rafael —martilló con su misma calma enfurecida—. ¡Eres un hijo de perra!

Rafaelillo cesó de reír. Su cara morena se tornó rígida, como de palo. Al palidecer, se acentuaron las comisuras descendentes de su boca.

—¿Qué traes?

Dio un paso Luis Ortega y lo tomó con una sola mano por el pecho de la chaqueta sport:

—Un hijo de buñi, eso eres…

Se habían aproximado otros torerillos. Se mascaba en el aire que habría pelea. Miró Luis en torno, por si venía algún gendarme. Una voz anónima azuzó:

—¡Pégale!

Lo arrimó a la pared, sin soltarlo. Rafael lo dejaba hacer y no metía siquiera las manos en gesto defensivo. Su palidez se tornó amarilla y le temblaba el labio inferior.

—No te voy a pegar, Rafael, porque no quiero ensuciarme las manos de majada —continuó Luis, ya más calmado. Sentíase un ser superior, un ser verdugo con una víctima indefensa y miserable entre las manos—. Por eso no te pego. Pero eres un hijo de perra por haberme mandado con el maricón de don Paco.

Entonces lo soltó, rebotándolo contra la pared. Rafaelillo había vuelto a sonreír. Se arreglaba las solapas de la chaqueta cuando dijo:

—¿Eso era? ¡Bah!

—Lo hiciste con malaje, Rafael…

—¡No, hombre! Fue por ayudarte. O ¿no querías conocer a alguien que te hiciera el avío? ¡Pues ése era don Paco!

—Es gango, joto.

—¿Y qué?

—Yo no me presto a esas cosas.

—Es asunto tuyo. Por lo visto —había recobrado Rafael totalmente su aplomo— te asustaste, ¿verdad? Eso pasa la primera vez; después haces concha, cumples y todo marcha solo. Don Paco no es mejor ni peor que los otros; pero les lleva la ventaja de poderla más Esos pargos que tú dices son los que mandan, son las figuras, y si no quieres morirte de hambre, si quieres torear, tienes que pasar por el túnel Si no, te amuelas.

—Prefiero tardar más.

—Es tu cuento. No creas, sin embargo, que podrás con ellos; nadie puede y menos un golfo como tú. Te podría dar mil nombres de toreros que llegaron gracias a esos maricones. Además, ¿de qué te espantas? Lo que piden, a cambio de ayudarte, no es mucho. Cierras los ojos y hazlo, y pronto te veré anunciado en la México Y si no, pregúntamelo a mí. En último análisis, ponerle a un gachó de ésos es buen negocio

Aquella cínica exposición de una realidad lo dejó más confuso todavía. ¿Cómo era posible que hubiera tanta desvergüenza, tanta inmundicia en los toros? ¿Quiénes eran esos descastados que se prestaban a cosas tan inconfesables como las que Rafaelillo le recomendaba hacer? Sin saber por qué, los ojos verdes habíansele arrasado de lágrimas. Alzó la cara. El otro continuaba sonriendo, seguro de haberle causado un profundo daño inolvidable.

Dejó colgar Rafael un cigarro apagado de sus labios:

—Al cabo, todo por servir se acaba —y se dio la vuelta, para entrar al manicomio del Tupinamba.

Se quedaron solos. Quienes habían sido testigos del incidente volvieron a recargarse a la pared, en espera, en espera siempre. Camioneto le echó el brazo encima de los hombros y lo empujó hacia el Cantonés.

Ocuparon un reservado al fondo, cerca de la cocina y del mingitorio. «Era mejor haberse quedado allá», pensó Luis. Allá, era la guerra, el pueblear lleno de ilusiones, el comer y dormir donde se podía; el imaginarse cosas bonitas, y honradas, y limpias. Estaba ahora arrepentido de encontrarse en México, en el centro mismo de las cosas taurinas. En torno sólo había estiércol, vestido de paño; pasiones ajenas a la pasión pura de la fiesta; intereses íntimos. Sí, lo mejor hubiera sido haberse quedado allá.

Debió decirlo en voz alta, porque escuchó que Camioneto preguntaba:

—¿De qué hubiera servido quedarse allá?

—Creí que el cuento del toro era diferente.

—Es el mismo cuento en todas partes Nadie da nada sin esperar algo a cambio. Los maricones que mandan, te ofrecen pan y te piden carne. ¿Quién sale perdiendo?

Se acercó Conchita, preguntando qué se les servía. Pidieron dos cafés con leche. Les quedaban unos centavos de los dos pesos que les diera don Paco, cuarenta y ocho horas antes.

—Pero, es increíble —Luis se resistía a admitir la realidad.

—También es cierto. Hemos visto a Rafaelillo. Como torero no vale nada. Y, ya lo ves, casi no hay domingo que no salga, aquí o fuera. Pero es que él no se crece, como tú, cuando le corren la mano

Terminaban de beber el café —el último, quizá, que probarían en muchos días— cuando, frente a ellos, con las manos en jarras, se plantó un muchacho espigado y moreno, con boina vasca y un cigarro en la boca.

Lo miraron atónitos, como si vieran a la última persona del mundo que esperaban encontrar.

—¡Olé, figuras! —saludó.

Ambos se levantaron, abrazándolo sin recato:

—¡Juanito Lavín! ¿De dónde sales?

Ortega se corrió sobre el asiento del reservado para dejarle espacio a Lavín.

—¿De dónde sales tú, Luis?

—Llegamos hace cuatro días. Tú sabes, con la esperanza de salir a la Plaza México.

—Esas sí que son esperanzas. A esa Plaza no sale ni Dios a menos que lo recomiende alguien.

—¿Uno como don Paco?

—¿Ya sabes el cuento, eh?

—Anduvo en él —aclaró Camioneto.

Juanito Lavín sonrió, maliciosamente, al mirar a Luis:

—¿Le pusiste? Ya sabes que caen siete años de mala suerte.

Enrojeció Ortega. Negó con la cabeza:

—No, eso quería él; pero, nanay. Precisamente iba a romperle la jeró a Rafaelillo, por haberme mandado a verlo…

—Rafaelillo es un méndigo con más gatos que qué Lavín les regaló cigarros. Encendieron. Lo conocían desde hacía tiempo cuando llegó en su vagabundeo al pueblo de Ortega. Como ya tenía por dentro el gusanito de la afición lo llevó a su casa y lo alojó una temporada. En cierto modo fue Juan quien le enseñó a tomar el capote y a cuadrar la muleta. Hicieron recuerdo de aquellos tiempos, ya lejanos para ambos, pero vivos y gratos todavía.

—¿Y tu vieja? —indagó Lavín.

—Murió hace como un año. Después, Camioneto y yo comenzamos a pachanguear¿Y la tuya?

—Tristeando como siempre y como siempre vendiendo tacos en San Juan. Pero no se le acaba la afición a la viejita caliente; aunque sea a sol general, pero va cada semana a los toros. No hay día que no me diga que si quiero hacerme figura, nunca debo echar la pata para atrás. Y quiero llegar, para comprarle cosas, para que ya no trabaje y sufra porque no hay a veces ni para comer. El domingo toreo en Cuautla y

Luis puso alertas las orejas. Allí había una oportunidad. Si Juanito Lavín iba a Cuautla no se negaría a llevarlos. Preguntaron quién era la empresa.

—Un amigo mío. El Pollo. ¿Lo conocen?

Jamás habían escuchado tal apodo y dijeron que no. Sé encargó Lavín de explicarles que el Pollo era uno más de los que vivían del mito del toro, explotando a sirvientas de casa rica a las que, taurinamente, denominaba manolas, que, siendo primo del alcalde de Cuautla, tenía facilidad para organizar corridas en dicho balneario; que la del domingo era suya y que en ella alternaría, como matador, con él.

—¿Crees que podríamos ir nosotros? Digo, a echar unos capotazos.

—Claro, pero habrá que decirle a él.

Calculó Juanito Lavín que podrían encontrarlo en alguna de las cantinas del rumbo. Cruzaron la calle y preguntaron por el Pollo en La Villa de Madrid. Había estado temprano. ¿Por qué no se daban una vuelta por los billares de frente al Campoamor? Esa era buena idea. De paso se asomaron al Tupinamba. Tampoco lo habían visto allí; ni en La Flor de México.

En el billar todas las mesas verdes estaban ocupadas y en las de dominó jugaban dengue algunos banderilleros y muchos picadores.

—¿No han visto al Pollo por aquí?

Levantando los ojos de sus fichas, informó el Conejo Grande:

—Acababa de irse. Iba a La Chiquita a buscar a alguien.

—Gracias.

Ortega miraba fascinado a un picador de 24 kilates como era el Conejo Grande, tan famoso como su hermano, el Conejo Chico. Conocer a personaje de tal categoría lo llenaba de gusto admirativo. Le tendió su mano sudada. El caballero lo miró de largo.

—Yo soy Luis Ortega —dijo, con el pecho muy ancho.

—Gusto, chavea —repuso el Conejo. Luego lo escrutó, como si ese nombre le dijera algo—. ¿No fuiste tú el que tuvo una bronca con don Paco?

Abrió mucho los ojos Luis, antes de responder:

—Sí, señor. ¿Cómo lo supo?

—En esto del toro todo se sabe; quién sabe como, pero se sabe. ¿Conque quería que le pasaras una corta? —se rio y luego, a sus compañeros de juego—. Cada día está peor la profesión. Antes se oía decir que el matador fulano le había robado la mujer a zutano; que mengano, tenía que ver con la querida de perengano; que el apoderado de zeta le arrastraba el ala a la gachí de su poderdante, y cosas por el estilo, todas cosas de machos. ¿Y ahora? Ahora sólo se dice: ya el apoderado equis tiene un nuevo tiernito con quien hacer el amor…

Y los presentes soltaron al aire lleno de humo del billar, sus gordas carcajadas de picadores de toros.

En La Chiquita encontraron, por fin, al Pollo. El lugar era estrecho y fuertemente impregnado de olor a mingitorio. En las paredes había cuadros taurinos. A Luis le gustó, de todos, uno que reproducía el instante en que Rodolfo Gaona se perfilaba para matar a un colosal berrendo. Estaba, también la cabeza disecada de un burel español, «Cotorro» de nombre, que estoqueó Frascuelillo en un coso ibero, a fines del siglo pasado.

—Allí está —indicó Lavín, al descubrir al Pollo.

Era éste un sujeto de edad indefinible: magro, moreno, de rostro cavado. Sus dedos amarillos de nicotina sostenían una colilla increíblemente pequeña. Se inclinó para escupir. Con el pie aplastó la flema, en el piso cubierto de serrín. Dialogaba con otro individuo, gordo y rojo. Bebían cerveza oscura en tarro.

—Pollito —los interrumpió Lavín.

El aludido viró su flaco rostro sin carne. Preguntó qué deseaba, con ascendente movimiento de cabeza. A Luis se le antojó que el Pollo llevaba sobre los hombros su propia calavera.

—Éste es Luis Ortega y éste otro Pancho Camioneto, amigos míos —Lavín hablaba de prisa, como para decir lo más en el menor tiempo posible—. Les conté que haces empresa el domingo, en Cuautla. Quieren saber si los dejas echar unos capotazos

Los encaró el Pollo. Luis estaba nervioso; mas no por ser objeto de análisis, sino porque sus ojos no se despegaban de la colilla que, de seguro, quemaría si no es que ya quemaba, los dedos índice y medio del novilleroempresario.

—¿Han toreado, chaveas?

—Sí, en pachangas.

Intercedió Lavín:

—Luis tiene mucha clase y más riñones. Lo he visto.

—Pues tienes suerte, chaval —asumió el Pollo una actitud doctoral; cruzó su pierna de carrizo y se mordió la uña del pulgar, mientras hablaba—. De llevarte sí te llevo y de dejarte echar unos capotazos, también. Yo no soy apretado.

—Eso es cierto —reforzó Juanito.

—Basta que lo diga aquí el amigo Lavín para que crea que eres buen torero. Te llevaré en mi cuadrilla. Sólo que…

Luis comenzaba a alegrarse. «Dios, ir de banderillero en una cuadrilla formal Pensó inmediatamente en que si no sería obstáculo no tener traje de luces. No tuvo, empero, tiempo de formular la pregunta con palabras.

—Sólo que —reanudó el Pollo, tras una pausa pensativa— tú sabes que el negocio no da para pasajes de cuadrilla. Si quieres ir a torear a Cuautla, arréglatelas para llegar. Nos veremos sábado o domingo en la plaza.

—Matador —explicó Luis, respetuoso, y sin saber por qué, apenado— sucede que yo no tengo terno.

—¿Y para qué lo quieres? En Cuautla hace mucho calor —se rio el Pollo—, y preferimos vestir de corto. ¿Tienes siquiera avíos?

—Sí.

—Entonces, tienes todo lo que un torero chipén necesita. Lo demás es adorno.

Luis Ortega tendió al matador su mano húmeda y recibió a cambio una derecha larga, huesuda, fría y como muerta.

—Hasta Cuautla ¡y que la cosa se dé bien!