PRIMER TIEMPO





1




Era allí, evidentemente. Luis Ortega remiró el viejo papel cicatrizado de dobleces, para leer las mismas palabras del letrero de sobre la puerta:



CAFÉ CANTONÉS



Decía el papel: «Calle Bolívar» y en la calle Bolívar estaban, con sus cachuchas grasientas metidas hasta las orejas. Lo miraba Pancho Camioneto, con la visera de su gorra ladeada.

—¿Quihubo, entramos?

Dijo Luis que sí con la cabeza. Bajo la camiseta de algodón azul, más adentro de la piel desnutrida que forraba sus costillas, dábale tumbos el corazón, en la misma forma angustiosa que le latía antes de darle el primer capotazo a un toro. También, como frente a los pitones, la boca se le había vaciado de saliva y sentía su lengua como una grande y rugosa esponja seca. Durante un mes había aguardado que llegara ese momento: hallarse en el Café Cantonés, de Bolívar; guarida de golfos que sueñan ser toreros. Ahora, allí estaba. Sería cuestión de echar los tenis a caminar.

—¡Haz el paseo, matador! —dijo Pancho, empujando la puerta de cristales para que entrara Luis.

Titubeó éste un momento. Habían comenzado a sudarle las manos. ¡Dios, era la primera vez en su vida que pisaba un café de México; un café de toreros! En su pueblo soñaba cómo serían esos mágicos sitios donde se hablaba de ilusiones, de glorias, de dinero, de mujeres y de faenas. Ya iba a saberlo.

Entraron. Luis frenó al segundo paso. Ante él, como un cubo de vacío, abríase el angosto café. A ambos lados, oscuros reservados de madera. Al centro, mesas mugrosas. En las paredes llenas de polvo y telarañas, anuncios de refrescos, una luna con marco dorado y un paisaje de Xochimilco. Y de toros, nada. Ni siquiera una de esas malas pinturas que tanto abundan.

El café tenía aliento agrio, como el de una boca que no se lava los dientes después de desayunar. Un chino con cara de torta colocaba panes dentro de una charola. Los ojos de Camioneto le pusieron una vara a la grupa de la mesera. Ésta se volvió:

—¿A quién buscan? —preguntó. Nunca antes había visto a esos dos muchachos, tan iguales a todos los torerillos y, sin embargo, diferentes.

—A Rafaelillo.

—¡Ah! —hizo la mesera.

—¿Le conoce?

—Sí —había ella recogido la charola del pan—. Allí está, en aquel reservado.

Camioneto apuntó con su quijada prognata hacia una lejana mesa rodeada de muchachos que reían a carcajadas.

—Ya vi al gachó. Ven —caminaban tras la mesera. Camioneto le guiñó el ojo a Luis—. Están jamando. ¡Con suerte, podemos hacer un quitecillo!

—No tengo hambre.

—Tratándose de comer, un torero nunca dice que no.

Dejó la mesera la charola, haciéndole sitio entre los vasos de café con leche, los platos vacíos de frijoles y huevos fritos, las botellas de limonada. Luis Ortega y Pancho Camioneto se habían detenido unos pasos antes. Rafaelillo reía con la boca llena de comida, al relatar:

—…y entonces le dije: «Tienes que ir con andova y traerme luz para comprarme unos calcos nuevos, y si no vas la palmas». Como dijera que no podía, le zumbé una torta y le tumbé tres piños. ¿Verdad que estuvo bien?

—Claro —confirmó la muchacha gorda que tenía a su de-

recha.

—Claro que sí —remachó la otra, más delgada, y que parecía una banderilla—. El hombre de una es sagrado y por muy golfa que una sea, hay que darle categoría.

—Así se habla. Flaca —toscamente Rafaelillo le azotó la espalda.

De pronto todos callaron. Ante ellos había dos desconocidos, dos muchachos de zapatos de goma, pantalones rotos; camisa anudada al talle y cachuchas. Los dos muchachos polvosos sonreían tímidos, cortados. Rafaelillo los escrutó con sus brillantes ojos oscuros. Luego, golpeó la mesa con la mano.

—Pero, ¡si eres tú!

—Hola, Rafael —tartamudeó Luis.

Avanzaron hasta la orilla de la mesa. Rafaelillo se irguió y les tendió la mano a cada uno. De todos los presentes, Rafael era el único que se veía próspero: su traje era de casimir gris y alrededor del cuello llevaba una mascada de seda color magenta. Olía a colonia Pinaud.

—Sentados, sentados —indicó. Y, volviéndose a sus amigos de mesa—: Les presento a Luis Ortega y a Pancho Camioneto, dos artistas del toreo

Los artistas del toreo arrimaron sillas. Entre sus pies, por ser el sitio más seguro, colocó Camioneto el lío en que guardaban el capotillo y la muleta inseparables. Quienes cenaban con Rafael los miraron un momento con la curiosidad con que se mira a los monos del zoológico y luego volvieron a ocuparse de sus asuntos.

—¿Sabes? —Luis se atragantó desde el principio—. Hemos andado en la guerra y hoy llegamos a México. Desde que estuviste en el pueblo guardé tus señas; por eso vine a buscarte

—Tuviste suerte, gachó —Rafaelillo hizo un buche, se enjuagó los dientes y luego, expulsó el agua por un lado—. Mucha suerte de pescarme hoy aquí, porque ya me iba.

—¿Toreas pronto? —era Pancho Camioneto.

—No lo sé. Precisamente, esta noche voy a ver a don Paco, mi apoderado. Él dirá.

Alguien había pedido una milanesa, que en esos momentos llevaba la camarera. Los ojos de Camioneto se clavaron en la rica carne empanizada como si fueran tenedor. Rafael captó el brillo fugaz. Mordisqueando un Coronita que había encendido, preguntó:

—¿Quieren jamar?

Iba a decir algo Camioneto, pero Luis le picó las costillas. Sonrió para agradecer:

—Gracias, mano; no hay hambre todavía.

Era domingo y el café comenzaba a llenarse de gente que leía El Redondel y discutía si Joselillo podría seguir en su plan suicida toda la vida o toda la muerte. De las otras mesas apiñadas de golfos desarrapados levantóse una ovación cuando un hombre alto, de triste cara cuadrada, le sacó una ceñida media verónica a Conchita, la que repartía leche, café y pan.

Los de la mesa de Rafaelillo aplaudieron también frenéticamente. La muchacha que parecía banderilla tomó la gorra de Luis y la arrojó a los pies del recién llegado, quien agradecía la ovación, muy erguido y con las manos levantadas, como ofreciéndolas al público de un tendido imaginario.

—¿Quién es? —indagó Luis Ortega.

—¿Ése? El Artista Morales; un charlot. Espera, ahora viene —Rafaelillo hacía señas con la mano al de la media verónica para que se acercara—. ¡Ey, Artista, ven!

El Artista hizo una profunda reverencia y aproximó otra silla. Rafael indicó con la cabeza.

—Aquí los amigos quieren saber quién eres.

Arqueó Morales una ceja. Se clavó un Delicado entre los labios. Encendió.

—¿Toreros?

—Aspirantes, señor —era Luis quien respondía.

—¿Nuevos por aquí?

—Llegamos hoy.

—¿De dónde?

—De la guerra —terció Camioneto—. O sea, de ninguna parte.

Rafaelillo explicó a Morales que había conocido a esos muchachos en un pueblo del interior, un año antes. Que habían toreado juntos una pachanga y que les había prometido ayudarlos cuando vinieran a México.

—No conocen —reforzó el novillero—. Es su primer viaje a México. Por eso preguntan quién eres.

—¡Oh! —aspaventó el Artista—. Sólo por eso justifico pregunta tan increíble; porque deben saber ustedes, tiernos provincianos, torerillos de la legua, que soy el más grande charlot que ha dado México; el más famoso ciudadano que haya pisado la calle de Bolívar. El Artista Morales, con veinticinco años de ejecutoria en cafés y cantinas del rumbo

Hizo otra reverencia y se dedicó a leer la crónica de la corrida. Rafaelillo pidió la cuenta y pagó con un billete de veinte pesos. Al levantarse, dejó cincuenta centavos de propina. Con el rabo del ojo vio Luis Ortega cómo se los embolsaba, rápida y limpiamente, uno de los que allí habían cenado.

En la puerta, al borde de Bolívar, interrogó Rafaelillo mientras rectificaba los pliegues de su bufanda:

—¿Tienen dónde sornar?

—No, Rafael. Pero, después de todo, cualquier rincón es bueno para pasar la noche.

—¿Planes? —Rafaelillo hablaba afectadamente, para mantener intacto, como él decía, su prestigio de novillero famoso.

—Ninguno. Por eso venimos a verte. Necesitamos que nos ayudes en México.

Cruzaron la calle. Los otros se habían despedido y ya sólo quedaban Rafael y los dos provincianos. El novillero abordó un Cadillac convertible, modelo 1940. Puso en marcha el motor.

—Bueno —dijo— nos veremos mañana. Todos los días voy a entrenar a la Plaza México, a las nueve. Ahora voy con don Paco. A él también le hablaré de ustedes. Es hombre chipén. Las puede en la empresa, en los periódicos, en todas partes. Y tan las puede que, mírenme a mí —con los pulgares acarició por dentro las solapas de su saco gris—: ¡una figura de toreo!

—Gracias, Rafael.

—Entonces, en la México; temprano.

El Cadillac convertible dobló en la esquina de Uruguay. Ahora estaban otra vez solos, sin amigos, en el centro mismo de la gran metrópoli. Las luces blancas del café Do Brasil, atestado de gente bulliciosa, vaciaban impalpables vasos de leche sobre el asfalto; enfrente, el Tupinamba era una casa de locos, en la cual todos hablaban y ninguno se entendía. Pegaron las narices a los cristales y contemplaron, durante muchos minutos un increíble y fascinante paisaje humano. En las aceras, como cactus de carne hambrienta, docenas de torerillos tan pobres como ellos dialogaban, mentían o simplemente entreteníanse mirando a esas personas extrañas que pensaban en sus trabajos, en sus días de quincena, en sus deudas y obligaciones.

—¿Por qué eres tan bruto? —decía Camioneto, cuando Luis se volvió.

—¿De qué chamuyas?

—Habló de la jama, de la comida. Cuando andova te preguntó que si querías llenar la barriga, dijiste que no.

—Y ¿qué iba a decir? ¿Que tenía hambre? Eso era feo. Si hubiéramos estado solos, pues sí lo hubiera hecho. ¡Pero con tanto gachó como había!

Bajaron por las oscuras calles de Uruguay. Ante el quicio del hotel Bayona una mujer les hizo señas. Sonrieron, sin detenerse. «Gachís a estas horas», se dijo Ortega. Él también tenía hambre. «Por lo menos —calculó— hace treinta horas que no comemos».

Además había que pensar dónde dormir esa noche. La ciudad era grande y no faltaría. Llegaron al cruce con San Juan de Letrán. Una gorda anciana pregonaba elotes tiernos. El dulce aroma caliente de las mazorcas que hervían dentro del cazo de metal se les enredó en las narices y una rápida descarga de saliva les afluyó a las bocas.

—¿Cuánto parné nos queda? —disparó Luis. Aquel olor a elote había venido a despertar los perros de su hambre.

Bajo la luz de un arbotante, contó Camioneto el capital común: tres monedas de cobre que mostraba en la palma de su mano.

—Un tostón.

Gritaba la mujer que los elotes costaban peseta. Camioneto movió la cabeza:

—Peseta, y peseta, hacen tostón.

—Cómpralos; ya Dios dirá mañana.

—No. Mejor diré yo desde hoy. Mira —se arrimaron a la pared, observaron a la vendedora. Junto había una anafre sobre el que asaba mazorcas. Llegó un cliente. Pidió una. La mujer volvió la espalda al cazo para operar las brasas. En los ojos de Camioneto hubo un relampagueo. Tronó los dedos. Dejó el lío en el suelo—. Ya sé: arrímate, di que quieres uno asado y entretenla

Aguardaron que se marchara el comprador. No había gente en torno. En alguna parte, sonaron doce campanadas.

Con las monedas en la mano, Luis se aproximó a la mujer y pidió un elote del anafre. Como pensaban, la vendedora se distrajo escogiéndolo a satisfacción del cliente. Ortega, de soslayo, miró cómo con habilidad profesional, Camioneto sustraía cuatro gordas mazorcas, para luego desaparecer. Pagó el torerillo y se alejó en seguimiento de Pancho.

Lo esperaba sentado en la banqueta. Sobre las rodillas el lío, y encima de éste tres de los cuatro elotes robados. Al cuarto le clavaba los dientes Camioneto.

—¿Viste cómo se algaraba con arte? —alardeó, tendiéndole una mazorca humeante.

—Para robar, eres bueno —risotó Luis.

—¿Quieres chile con sal? Porque también hay

Luis movió la cabeza, incrédulo. Sí que era una buena ficha Camioneto. Alguna vez, cuando más joven, quiso ser torero, pudo serlo; pero no lo fue. Y él lo explicaba en dos frases: «Me faltaron riñones y me gustaban demasiado el vino y las gachís. Luego, vino lo de aquel toro…».

«Lo de aquel toro», había sido una cosa vulgar, un accidente profesional. En un novenario de Jalisco, el marrajo cebú le pegó una cornada en el nervio ciático y le dejó cojo. Eso era todo.

Dicen que cuando se deja de comer con regularidad el estómago se achica, se vuelve de pájaro y con dos bocados uno se harta. Eso mismo le pasó a Luis Ortega al terminar su primer elote. Le ardían los labios por el picante salado y sentía la barriga más grande que un balón de futbol. En cambio Camioneto devoraba como león.

—¿Qué pasa contigo? ¿Se te cansaron los dientes?

—No, mano. Si sigo tragando voy a palmar aquí.

Se había acercado un papelerito. Prieto, panzón, mugroso. Los miraba con ojos glotones, sin decir una palabra.

—¿Qué hay, chavea? —Luis quiso acariciarlo. El chico reculó, sin dejar de mirar el elote roído a medias. Comprendió el torero que el papelerito también sufría las cornadas del hambre. Se lo tendió:

—Toma, jama lo que queda

Camioneto pasó de un golpe el grueso bolo de maíz que trituraba. Atragantado aún, dentelló:

—Bruto. Apenas tenemos jama para nosotros y la andas regalando a los demás.

—Ya estoy lleno.

—Si no quieres, dácalo, pero no la regales. ¡Con los trabajos que uno pasa consiguiendo la frita para los dos!

Y esa noche, la primera que pasaban en México Luis Ortega, matador de novillos, y Pancho Camioneto, apoderado, mozo de espadas y consejero, la durmieron envueltos en capote y muleta, en el muy taurino Jardín de la Rana —en la esquina de Bolívar y Venustiano Carranza.