V



—¿Por qué nos ocultaste la carta de tu madre, Bernabé? —reclamó mi tía Austreberta cuando regresé para instalarme en su casa—. Hace un año que la envió y no nos dijiste nada —me mostró un papel arrugado y un sobre de papel manila.

La reconocí en seguida y me entró una temblorina. Se trataba de un pliego descolorido por mis lágrimas de rabia, en el que mamá Guadalupe me hacía un relato pormenorizado de la ejecución —aunque muchos lo llamaron asesinato— de Francisco Villa, el hombre que más odiaba. «Por fin se nos ha hecho justicia, Bernabé...», era la primera frase de mi madre. A continuación había escrito:



El asesino de tu padre cayó acribillado, aquí en Parral, el 20 de julio de 1923. Más de veinte tiros recibió el desgraciado y su secretario, el coronel Miguel Trillo, como media docena. Iba, me contaron, muy quitado de la pena en su automóvil para visitar a una de sus barraganas, una morena repleta de carnes que no quise conocer y que, comentaron las comadres, es bien fogosa y rete simpática, cuando de una casa salieron muchos pelados armados, y sin decir agua va, le dispararon al pecho. El cristal del coche se hizo añicos, Villa perdió el control y fue a estrellarse contra la guarnición de una banqueta. No me lo vas a creer, hijo, pero dicen que este alcanzó a bajarse y a desenfundar su pistola; solo que en ese instante le metieron tanto plomo que no le dio tiempo ni de mentarles la madre.



Me tomó tiempo recobrar el resuello para seguir leyendo. La cabeza se me llenó de nubes coloradas y los ojos se me empañaron; una mezcla de alegría y estupor estrujó mi corazón, que latía como si fuese un fuelle de forja. «Dicen que fueron los hermanos de Maclovio Herrera», conseguí entrever en las letras menudas con que mamá escribía sus cartas.



Quizá recuerdes que tu hermana Carmela aseguraba que Villa había ajusticiado a Luis Herrera colgándolo de la rama de un mezquite, por más que le dijeron que era hermano del general Maclovio, lo que sirvió para una pura chingada... Lo cierto es que no se sabe si fueron ellos u otro cabrón de Durango que dizque se las da de diputado, un tal Jesús Salas Barraza, que ya le escribió al presidente Álvaro Obregón confesando ser el autor de la emboscada y el asesino de Villa... ¡Pero vayamos a saber, hijo! Carlos, tu cuñado, afirma que eso es puro cuento, que lo que el fulano quiere es cobrar la recompensa de cien mil pesos que ofreció el difunto Venustiano Carranza por la cabeza de su archienemigo después de lo de Columbus... Pero los más abusados, Bernabé, que no comen pinole con popote, aunque en voz baja y haciéndose los interesantes, susurran, y se zurran de miedo cuando lo expresan, que los verdaderos asesinos del Centauro del Norte fueron Obregón y Plutarco Elías Calles, el pinche Turco, así le dicen, que andan juntos en sus enjuagues. Por lo pronto no sé más, hijo de mi alma...



El resto, cursilerías de familia, no tenía importancia. Solo una frase que me estremeció: «¡Cómo me gustaría tener en mis manos la cabeza de Villa, hijo; para meterle puñados de cucarachas en los agujeros donde tenía los ojos!»

Lo entendí, primero, como un deseo revanchista de mi madre; pero un momento más tarde y después de releerla, comprendí que se trataba de una orden. ¡La cabeza de Pancho Villa en salmuera! ¡Qué gusanito me dejaba prendido en el magín aquella mi tierna cabecita blanca! No en balde, cuando surgieron sospechas que nadie pudo comprobar, me catalogaron como un hijo de la tiznada químicamente puro.

Dos, bueno, casi tres años tuve que esperar para que se presentara la oportunidad de perpetrar mi primera y más flamante fechoría; sobre todo porque, como decía el Monje Loco, interpretado allá por el año 37 por el actor Salvador Carrasco, «Nadie sabe, nadie supo, la verdad sobre el pavoroso caso...».

Más que pavoroso, si he de ser sincero, el asunto fue truculento. Hacia febrero de 1927, mientras estudiaba la secundaria en el Colegio Francés, que tenía un plantel en San Cosme y otro más en una de las riberas del río de la Verónica, donde además practicaba todos los deportes que se hacían en los múltiples patios del colegio —croquet, basquetbol y lanzamiento de disco—, conocí, gracias a mi afición por el futbol americano, a un aventurero estadounidense que había sido mayor en una de las brigadas de la División del Norte, a quien se contrató para que, como entrenador del equipo, nos enseñase las reglas del juego y algunas jugadas que, invariablemente, nos hicieron ganar yardas en los partidos que sosteníamos contra las escuadras de otros colegios y clubes durante la temporada de otoño. Emil Holmdahl no tardó en advertir la fortaleza de mis piernas y sobre todo mi habilidad para lanzar los pases que llegaban a las manos del receptor como si los hubiera dibujado en la pizarra debido a la destreza que había adquirido con el lanzamiento de disco, y me nombró halfback titular de nuestro cuadro.

No sé cómo, porque tenía un carácter de los mil diablos y era más rudo que una bestia de carga, lo que me obligaba a enfrentar sus enormes puños constantemente, nos hicimos amigos y entablamos una relación que, al leer entre líneas sus recuerdos y comentarios, me permitió vislumbrar la posibilidad de cumplir con la consigna de mi madre.

—¡Villa, Berny —apodo agringado que me escaldaba los güevos—, me trataba como si fuera basura, a piece of shit, man! —exclamaba con estrías en la cara y un rictus de amargura en la boca—. Nunca me hizo caso, por más que yo le aconsejara cómo formar a sus hombres para que fueran más certeros en sus ataques... ¡Al contrario, bastaba con que yo abriese el hocico para que ordenara al maldito general Fierro que me diera una cintariza y me quitara de enfrente! «¡No soporto a este pinche gringo, Rodolfo, métele la cabeza en una letrina para que sepa a qué sabe la caca de los mexicanos y no me esté chingando!», rugía, y yo tenía que salir corriendo entre sus carcajadas.

El odio que había alimentado Holmdahl hacía el Centavo del Norte, como él llamaba al general divisionario, no conocía fronteras, ni siquiera las de la muerte, y no me costó trabajo sugerirle primero y convencerlo después, durante una parranda en la que nos empanzamos bebiendo cervezas, de que fuésemos al cementerio donde estaba enterrado el bandido y robáramos su cabeza:

—Para que nadie sepa dónde quedó el desgraciado, Emil; y si nos ponemos abusados, quizá hasta podamos venderla a los gringos de Texas o a quien nos ofrezca más lana —dije con una seguridad que, además de sorprenderlo, estimuló su gusto por el peligro.

—¿Cómo ves que la vendamos a un zoo, Berny? —contestó de inmediato—. ¿O a uno de esos circos que exhiben a los freaks que recogen por los caminos?

Un fin de semana nos largamos al norte; nadie se enteró de que yo estaba en Parral. La tumba de Villa en el cementerio semejaba el santuario de una virgen, las ofrendas y las flores abarrotaban la lápida; tuvimos que despejarla a machetazos antes de poder abrirla. La luna iluminó el féretro y el cuerpo del cacique cuando logramos sacarlo: no tuvimos que encender ningún cirio, cuya luz nos hubiese delatado. Con un serrucho, Emil degolló el cadáver; tomó la cabeza por un mechón de pelos adheridos al cráneo y la metió en un saco de yute.

—¡Vámonos! —ordené de sopetón para que no tuviera tiempo de recapacitar y no se le fuese a ocurrir rellenar la fosa—. Después volvemos para enterrar los restos —dije con aplomo—. Ahora lo prudente es esconder la calavera en el cuarto del hotel y ya mañana veremos.

Las cosas me salieron a pedir de boca. En el hostal, una vez que escondimos la calaca en un armario, el gringo bajó a la planta principal, salió a la calle, se metió de volada en la cantina que encontró a unos pasos y se puso a beber aguardiente como desesperado.

—No puedo quitarme de encima la mirada que me lanzó Villa mientras le cortaba el pescuezo, Berny —confesó y me di cuenta de que, con su hazaña, Holmdahl había perdido el aplomo.

En un santiamén, la embriaguez le obnubiló el cerebro: comenzó a fanfarronear en voz alta de que él se había apoderado de la cabeza de Villa y estaba dispuesto a venderla a quien le ofreciera el precio más alto; no sé, hasta la fecha, de dónde sacó el borrego de que una universidad texana, creo que mencionó Austin, le había ofrecido ¡diez mil dólares! por ella. Un largo rato estuvo haciendo alarde de su nombre, de su grado de mayor en el ejército mexicano e insistiendo en su deseo de vender, a precio de oro, una choya que había contenido un cacumen descomunal, dado su tamaño y los arrestos de su dueño.

Sin embargo, una vez que hizo sus primeros desfiguros y que los parroquianos, muchos de los cuales estaban bien pedos, pudieron sacudirse las telarañas que había esparcido al desgaire, pude darme cuenta de que ya no le prestaban atención y que solo el cantinero y uno de sus galopines habían registrado la blasfemia de que se jactaba el gringo y se encargarían de difundirla muchas horas después; lo que me dejaría tiempo suficiente para ejecutar mis planes.

Emil durmió todo el día siguiente y no despertó hasta la noche. En el ínterin aproveché para visitar a mamá Guadalupe y entregarle el trofeo que con tanto riesgo había cobrado: la entrevista, aunque muy breve y encubierta para que ni Carmela ni su marido y menos los vecinos pudieran enterarse, fue sumamente emotiva debido a sus implicaciones.

—¡Vine a entregarte lo que me exigiste en la carta que me enviaste a raíz de la muerte de Villa, mamá! —dije al tiempo que la abrazaba.

Ella, que no entendía por qué estaba ahí ni a qué me refería, tardó un tiempo en recordar una petición que formulara en un arrebato de cólera y deseo de venganza. Por fin, exclamó:

—¿La cabeza del asesino de tu padre, Bernabé?

—¡Sí! —respondí—. Ahora puedes hacer con ella lo que te plazca, mamá; solo te pido que guardes el secreto y que este asunto quede entre tú y yo. ¡Nadie, óyelo bien, deberá saberlo bajo ninguna circunstancia! ¡Del silencio que tú guardes dependerá mi vida! Me voy, mamá, no quiero dejar rastro alguno ni huella que pueda orientar las pesquisas que, seguramente, se desatarán...

Regresé al hostal y me encontré a Emil arrebujado en la cama, devorando un platón de chilaquiles. El tipo estaba hecho una piltrafa, sucio, maloliente; se veía a las claras que mientras estuve ausente, había vomitado hasta el apellido de su tatarabuelo e intentaba reponer la compostura retacándose con picante.

—Tenemos que terminar lo que comenzamos anoche, Emil —dije como de pasada, sin dejar traslucir la alteración de mis nervios—. Te aseguro que a mí también me da mucha güeva; pero si dejamos la fosa abierta y los restos desperdigados, quedaremos expuestos a ser embodegados en chirona.

Holmdahl se incorporó con desgana, sacó unas palas de abajo de su cama y echó a andar hacia la puerta. Encontramos el cementerio vacío: salvo un chucho que olisqueaba en un montón de basura, no había nadie entre las tumbas que pudiera verse perturbado con nuestra presencia y dar la voz de alarma. La fosa de Villa estaba tal cual la habíamos dejado. Holmdahl recompuso los restos adentro y echamos unas paladas de tierra encima; me armé entonces de coraje y aproveché un descuido del gringo para golpearlo en la nuca con el filo de la pala que sostenía entre mis manos. Escuché el crujido seco de sus huesos rotos y el sonido de su cuerpo al caer, desvencijado, en el interior de la fosa. Lo había matado, que ni qué; sin perder un segundo, me afané en cubrir el hoyo con la tierra que aún quedaba apilada a los lados. Cuando terminé, mi corazón latía desaforado y jadeaba igual que si fuese un perro; tuve que descansar un rato a fin de recuperar la fuerza necesaria para colocar la lápida y echar las flores y ornamentos encima. Así, liberado del único testigo que podía haberme causado problemas, me escabullí con sigilo y regresé al hostal donde, después de recoger las pertenencias de Holmdahl y arrojarlas en un basurero, corrí hasta la estación del tren que me condujo, sin contratiempo alguno, a la ciudad de México.

Regresé al Colegio Francés a los dos días. Nadie se había preocupado por mi ausencia, pues fue atribuida a alguna indisposición, y la única novedad que encontré fue el runrún que propalaba que el entrenador Holmdahl se había largado como hacían las gatas, sin despedirse y sin dar explicaciones.

—Seguramente le ofrecieron algo mejor del otro lado y prefirió desertar de nuestro plantel como antes lo hizo del ejército —fue el comentario del profesor responsable de las actividades deportivas del colegio, quien todavía agregó—: Lástima, porque es un entrenador de primera.

Los meses transcurrieron en calma hasta que la policía de Parral, no sé en qué forma, se enteró de las fanfarronadas del gringo e hizo averiguaciones. De acuerdo con una noticia de El Universal, habían abierto el sepulcro para encontrarse con un cochinero que no les permitió llegar a una conclusión plausible.

—¡Puros pinches huesos que no sirven pa nada! —afirmó el cabo Joaquín Armando Chacón—. ¡Aunque eso sí, falta una cabeza pero sobra otra, que quién sabe si será del general Villa o de algún otro pelado que le tenía apego y quiso que los enterraran juntos!

Supe, días después y por el mismo periódico, de la detención de un extranjero en las inmediaciones de Parral, presuntamente culpable del delito de profanación de cadáver; sin embargo, fue dejado en libertad por falta de pruebas. No volví a recordar mi delito hasta que algunos años después, al pasar por la estación de Irapuato, escuché desde la ventanilla del tren donde estaba recargado que unos vendedores de fresas ofrecían además a quien les hiciera caso:

—¡La calavera del dorado Pancho Villa cuando era niño! ¡Ahora que si no le gusta, tengo otras dos de cuando tenía treinta años!