Atravesamos el estado de Durango y llegamos a Zacatecas, donde el ferrocarril se detuvo para cambiar de vía y enganchar los carros a otra locomotora. El andén estaba abarrotado de gente dedicada a los más diversos menesteres, unos llegaban al encuentro de sus familiares, amigos o conocidos, y otros se despedían de sus seres queridos, en especial de aquellas novias apazguatadas que recibían una llovizna de promesas que, casi con seguridad, nunca se cumplirían, pero que tenían el efecto de calmar los ánimos encendidos por tizones apasionados. Mercado de emociones, trebejos variopintos y alimentos convenientes para continuar el viaje, todo ello envuelto en un murmullo que semejaba el zumbido de una colmena, interrumpido por los gritos de las marchantas que ofrecían enchiladas, tlacoyos, chilaquiles, queso panela, tamalitos norteños y muchos otros guisos que nos atrajeron como un imán de condimentos para satisfacer el hambre que despertó en nuestras bocas.
Luis y yo bajamos del tren, seguidos por don Plácido y doña Argucias Sánchez Tello, y nos dirigimos a un puesto de fritangas con la intención de meter la lengua en los comales donde se calentaban tortillas y en las ollas con tinga, salpicones, manitas de puerco a la vinagreta y chicharrón en salsa verde. Manducamos sin pausa y sin correr cortesías, un poco a empujones y otro tanto con el tenedor en ristre, batalla gastronómica que sostuvimos contra muchas adelitas y juanes atarantados, así como gavilleros y oficialetes cuyos pechos cruzaban cananas con balas del Ejército Constitucionalista y de cuyas cinturas pendían unos pistolones tremendos, machetes para el asalto y cuchillos pavonados. Empero, los tacos, las garnachas y las quesadillas de los que escurrían hilillos de salsa y grasa eran tregua, y cuando estaban muy picantes, eructo llamando a retirada.
Pronto estuvimos satisfechos y tuvimos tiempo para echarle un ojo al cerro de la Bufa donde las tropas de la División del Norte habían librado encuentros memorables y, gracias a las explicaciones de don Plácido, escuchar el estruendo de los cañones dirigidos por el general Felipe Ángeles y los aullidos del enemigo masacrado.
—¡Aquí Pancho Villa demostró sus dotes como estratega y justificó el carácter sanguinario que en su momento lo llevó al pináculo de la fama! —dijo, y yo sentí que el estómago se me hacía guacamole.
Luis se dio cuenta de mi reacción y del desfiguro que amenazaba la integridad física de don Plácido, y me arrastró unos pasos hacia donde estaban los vagones del tren.
—¡No te alebrestes, Bernabé! El viejo ignora lo que sucedió en Torreón de Cañas y no conoce el rencor que guardas al bandolero. Deja pasar su comentario y aplaca los calambres que regurgitan en tu barriga. ¡Mira, primo, es mejor un buen pedo que un retortijón matrero!
Le hice caso y tomamos las de Villadiego, no fuese que el olor me denunciara.
Llegamos a la estación de Nonoalco con el sol en el ocaso y en medio de un aguacero que nos dejó impresionados; nunca había visto tanta agua caer del cielo.
—Es la estación de las lluvias, muchachos— señaló doña Argucias antes de que ella y su marido se despidieran—. Les aconsejo que, tan pronto puedan, se compren un impermeable, o de perdida una manga de esas que usan los rancheros.
Tuvimos que esperar un rato para que escampara y observar cómo, entre los vapores que surgían del suelo, aparecían dos mujeronas que al vernos nos saludaron con una efusividad que a mí me pareció exagerada.
—Ora, Luis, ¿pos quiénes son estas viejas que hacen tanto argüende?
—Creo que son tus tías, las hermanas de tu padre, Bernabé. Carmela ha de haberles escrito o enviado un telegrama avisándoles de tu llegada.
—Pucha, pues no las conozco más que de nombre... Austreberta y Elpidia son los que recuerdo. De las otras ni sus luces...
No terminé de hablar cuando ya las teníamos encima, gritando «¡Sobrino!» por aquí, «¡Bernabecito!» por allá.
—¡Mira, Elpidia, es igualito a Miguel, solo que más guapo! ¡Ay, muchacho, qué bueno que ya llegaron! ¡Nos tenían con el alma en un hilo!
En un hilo mis cojones, pensé mientras me dejaba abrazar y besuquear por las cacatúas, quienes no desaprovecharon el tiempo para meterle mano a Luis, un hombrecito con bozo que, dijeron, tenía facha de Jurado y —esto murmuraron por lo bajo, pero yo alcancé a oírlas— no había heredado las nalgas prominentes de su padre, a quien por eso llamaban el Petacas.
La casa de mis tías, adonde fuimos conducidos en un coche de alquiler, estaba más o menos cerca de la estación, en la colonia Santa María de la Ribera, calle del Sabino número 12; a dos cuadras, después lo supe, de donde vivía el escritor Mariano Azuela, cuya casa estaba en un costado de la pequeña alameda, enfrente del quiosco morisco, y a cuatro de donde radicaba, en la calle del Pino, el periodista e historiador don Jacobo Dalevuelta.
¡Una mansión!, me pareció de entrada y así se lo comenté a Luis, al tiempo que ocupábamos una recámara en la planta alta, más espaciosa que toda la casa de Carmela en Parral.
—¡Qué diferencia con nuestro jacal de Villas Nuevas! ¡A leguas se ve que están forradas de lana!
Luis se concretó a rezongar:
—¡Lo malo es que a mí solo me invitaron a quedarme unos días! Pero, bueno, primate, ya me las apañaré en alguna pensión de estudiantes... Tú sabes, Bernabé, soy hijo bastardo y estoy acostumbrado a ser tratado como pariente de segunda.
—¿Bastardo? ¿Qué quieres decir con eso, Luis?
—Hijo ilegítimo, pues. Mis padres nunca estuvieron casados y el cabrón del Petacas no quiso registrarme, creo que porque él también es bastardo y decidió no escarbar en la llaga; en los papeles aparezco como hijo de padre desconocido. ¿Qué te parece? ¿No son chingaderas?
—¡Claro! —reconocí—. ¿Qué culpa tienes tú? —agregué y no dije más, aunque la palabrita bastardo se me quedó pegada, como un epíteto nauseabundo, en lo más profundo de mi ser.
Austreberta y Elpidia eran las mayores; les seguían, en orden de edad, María Luisa, Teresa y Magdalena. Cinco hembras había reconocido mi abuelo con una «generosidad» que me dejó alelado. Vejete cabrón, las tuvo bajo su férula hasta que Austreberta —quien, de joven y según las fotos, parecía un jilote— se rebeló y logró cuajar como una mujer de pelo en pecho: brava y bigotona como muchos de nuestra parentela. Tan pronto como alcanzó la mayoría de edad, la tía hizo un morral con todas sus hermanas de sangre, pintó su raya frente a las arbitrariedades del padre, y se marchó del rancho con rumbo desconocido. Al abuelo, eso dijo él a grito pelado, le valió madres:
—¡Pinches viejas, para qué las quiero! —y las desheredó ante notario—: ¡Pa que sepan lo que es ganarse la vida con el sudor de su culo! —frase que consta en las actas notariales y en un bando que mandó pegar en la iglesita del pueblo, donde hasta los perros, cómo si no, se mearon de risa.
Poco a poco supe que el origen de su bienestar, así de a montón, fue el matrimonio y la viudez de Elpidia con un general del régimen porfiriano apellidado Castrejón que había protegido al yerno del dictador, don Antonio de la Torre, cuando lo sorprendieron en una orgía de maricones, conocidos con el mote de los Cuarenta y uno, y don Porfirio estuvo a punto de caparlo y enviarlo junto con los demás a servir como soldado en contra de las revueltas de los mayas de Yucatán. Castrejón, que estaba enamorado de don Antonio, ofreció sus testículos en prenda y estos fueron a parar adentro de un relicario que se obsequió a la parroquia de Santa María del Cobre en La Habana, Cuba, donde aún se les venera. Sin embargo, algo de virilidad le quedó al general capón, pues tuvo los arrestos para casarse con mi tía y la atingencia de morirse a los seis meses, no sin antes heredarle doscientas —sí, no exagero— acémilas albinas que compró la arquidiócesis de México en homenaje al señor arzobispo, pues todas se le parecían.
Las hermanitas hicieron roncha y a mí me tocó en suerte servirles de comodín para intenciones aviesas que se revelarían con los años. Por lo pronto y antes de que eso sucediera, recibí el calor de un hogar y la posibilidad de estudiar como interno en el Colegio Patricio Sáenz, que por entonces estaba en el pueblo de San Agustín de las Cuevas, el cual más tarde adoptó el nombre de Tlalpan.
En virtud de que las clases comenzaban hasta el mes de febrero, disfruté de seis meses de asueto que mis tías destinaron para mostrarme la majestuosa «Ciudad de los Palacios» e introducirme en un mundillo frívolo y placentero que aceleró mi precocidad y me condujo, a través de un tobogán ascendente, a los vicios y pecados que tanto temía mi madre; Elpidia fungió como mi cicerone, pues era la más aventada. Mientras Magdalena me llevaba a desayunar en Sanborns y, en seguida, al templo de San Francisco en la calle de Plateros —todavía no se llamaba Madero— para echar una rezada, Elpidia me invitaba, por las noches, a las tandas del teatro Lírico para admirar figura y gracia de María Conesa, la Gatita Blanca, célebre porque mantenía cama y lujurias con varios generalotes, abogados y banqueros con una promiscuidad que a todos provocaba envidia menos a mí que no sabía de esas cosas, pues la perinola, como diría un bardo incógnito, permanecía adormilada en el seno tibio de una mujer de yeso.
¡Claro que me entretenían las vistas del cine Río, en la calle de Donceles, y las matinés del Palacio Chino, localizado frente a la Alameda! Ver a Rodolfo Valentino en la película El sheik, ataviado con un turbante en la cabeza, en el momento en que miraba con ojos acuosos y melancólica nostalgia a la rubia, imposible rubia, Agnes Ayres, y le parlaba en italiano un diálogo para mí incomprensible, era tan atractivo como el hecho de sentir la mano de la tía Elpidia encima de mi bragueta intentando, en la oscuridad, pepenar unas palomitas de maíz que, ella juraba, se le habían desprendido de la mano debido a la emoción —«solo eso, Bernabé, no hagas falsas interpretaciones»— que sentía ante los deliquios de un hombre tan cojonudamente guapo.
Empero, me gustaban más las peripecias de los cowboys y los indios cherokees de las cintas de John Ford que, por diez centavos, veía en el Palacio Chino las mañanas de los domingos. ¡Tres, sí, tres corretizas en medio de balaceras epopéyicas en las que George O’Brien hacía malabares sobre la grupa de su cuaco para —sin afinar la puntería, nunca lo hacía— descargar el cilindro de su Colt y derribar a una decena de penachos alucinados que aullaban con desesperación y arrojaban sus flechas y lanzas al desgaire! Con el aliento cortado, me mantenía semiparalizado, pues solo conseguía mover las piernas en el asiento forrado con peluche cárdeno. Cada disparo del galán en turno, ya fuera O’Brien, Rex Bell u otro prospecto, lo sentía en la boca del estómago y lo que más me angustiaba era verlo fallar cuando, como en El cowboy vengador o El caballo de hierro, el rifle se le atascaba y tenía que luchar cuerpo a cuerpo y cuchillo en mano con Toro Sentado, Águila Carnicera, Oso Pardo o con los asaltantes, muchas veces mexicanos, que lo mantenían cercado. No me gustaban —todavía no me acuciaba el gusano trepador que dormitaba en mi entrepierna— las escenas románticas que protagonizaba el muchacho chicho de la película con la insípida Madge Bellamy, que solo arriesgaba besos de trompita con los ojitos cerrados; encuentros cursilones que eran menos sugerentes que las escenas de amas de casa amasando la harina de los waffles que cocinaban para sus gordas y rubicundas crías en infinidad de comedias domésticas. Fue unos años más tarde, después de cumplir los catorce abriles, cuando vi en escena a la provocativa vampiresa Pina Menichelli, conocida como la Dama de los Espasmos, en Il fuoco, El fuego, que se me puso dura la cosa y mi tía Elpidia se atrevió, mujer descocada al fin y al cabo, a escoger entre el amor y la pasión sin límites y, una vez decidida por la última, «darle unos apapachos», fue el término que usó, «para que conozcas, Bernabé, el sabor de la guayaba».
Sí, era predecible, me di una corrida de carnero cimarrón y, auxiliado por Elpidia, me aficioné a una gama interminable de ates, no solo de guayaba sino de membrillo, perón, tejocote y otros sabores perversos que probábamos frente a la pantalla donde la Mariposa de Hierro, Jeanette MacDonald, bella pero dura, mostraba sus muslos de chabacano o, si nos iba bien, dejaba entrever una teta; o ante la boca de Clara Bow, que se aplicaba el carmín para darle forma de corazón, exaltando abiertamente su sexualidad y conduciéndonos, una vez en mi recámara y aún con el regusto en la piel, a indigestiones turbulentas que dejaban un rastro delator entre los pliegues de las cobijas.
Si Elpidia fue mi maestra en el arte de los amores clandestinos, Teresa se preocupó por enseñarme las primeras letras: provista con un abecedario y unos lentes que semejaban el culo de las botellas de vino que de vez en vez descorchaban, recitaba frente a mis narices el abecé del idioma y me hacía repetirlo hasta el cansancio.
—Ahora escribe todas las letras que recuerdes, Bernabé —ordenaba con su voz destemplada de sargento.
Después me obligaba a copiar palabras y a explicarle o describirle su significado, y así hasta que fui capaz de escribir y leer oraciones completas. Pasamos a la lectura de cuentos breves y sencillos que me desesperaban y hacían sentir un idiota; sin embargo, gracias a su actitud voluntariosa, cuando comencé la primaria a la vergonzosa edad de doce años ya contaba con un cúmulo de conocimientos que me permitieron rebasar a mis compañeros y terminarla en solo tres años, aunque se cursaba en seis.
Ingresé al internado después de la fiesta de los Reyes Magos. Me llevaron vestido como los muñequitos que se colocan encima de los pasteles de boda: un figurín estirado y almidonado con los pantalones y la camisa perfectamente planchados, y un saco de franela para cubrirme del frío. Fui instalado en un dormitorio común con los alumnos de mayor edad:
—¡Está prohibido, Jurado, abusar de los más pequeños! —fui advertido por el prefecto—. ¡Para que ni se te ocurra pasarte de la raya, porque aquí no nos andamos con contemplaciones!
Colegio de padres maristas para jóvenes de escasos recursos, o de plano becados, el Patricio Sáenz era una extensión del Colegio Franco-
Inglés en el que se educaban los párvulos de las mejores familias, resabio aristocrático de lo más zafio y ramplón del porfiriato. Sin embargo, la educación que se nos impartía en decenas de disciplinas era buena; no regular, sino buena. Me apliqué a los estudios con la misma determinación que había puesto en el trabajo en la mina y no tardé en sobresalir como un estudiante de mérito, con la salvedad de que a causa de mi carácter hice fama de ser más cabrón que bonito.
Muy pronto cobró notoriedad mi mal genio. Alguien con muy mala leche se orinó en mi cama y me robó dos cuadernos, pero no quise denunciarlo porque para mí eso era cosa de maricones. Me puse la máscara de zorra y comencé a hacer mis pesquisas: el Pelón Garmendia y un protegido del general Álvaro Obregón, apellidado Santos, resultaron ser los infractores; eran más o menos de mi misma edad y me habían cobrado ojeriza por las maneras todavía cerriles que denotaban mis orígenes campesinos y norteños. Esperé durante uno de los descansos, que ahí se llamaban recreos, a que se alejaran de los demás alumnos y se escondieran detrás de unos eucaliptos para fumar sin ser advertidos. Ahí los agarré a mi gusto: a Garmendia lo desgüevé con una patada rotunda y a Santos lo sacudí hasta que perdió el sentido, no sin antes haberle roto la nariz, quebrado la mandíbula y dejarlo convertido en un montón de mierda.
El escándalo surgió por la puerta de la prefectura. El padre González llegó, aunque demasiado tarde, a separarnos; mis antagonistas fueron enviados a la enfermería del colegio —no quisieron llamar a la ambulancia de la Cruz Blanca para evitar la intervención de la policía— y yo a la oficina del director del plantel.
—¿Qué clase de salvaje eres, Jurado? —me interpeló el padre Bracho—. Por poco y matas a tus compañeros. ¡Mira cómo los dejaste!
Guardé silencio y solo esbocé una sonrisa; la semilla de la maldad, sin que pudiera entenderlo en ese momento, comenzó a enquistarse en mi pecho. El sacerdote insistió en conocer la verdad y yo, sin decir palabra, me engolfé en el placer de evocar el daño que les había causado. Sí, no puedo negarlo, disfruté con el dolor infligido y las últimas patadas que propiné a Santos, cuando ya estaba inerme en el suelo, fueron innecesarias y se las di solo para satisfacer mi sevicia.
El misterio de mi conducta fue develado por unos soplones y Bracho llegó a la conclusión de que los infractores se habían ganado con creces la paliza; fui perdonado sin mayores averiguaciones. Sin embargo, aprendí que si me propasaba al manifestar mi violencia, esta sería justificada siempre y cuando pudiese demostrar que existía una excusa de por medio.
Los domingos, después de una semana de intensos estudios y restricciones de toda clase que nos imponía la disciplina del colegio, era día de asueto. Podíamos salir del internado a condición de que hubiéramos obtenido buenas calificaciones en conducta y aprovechamiento, de lo contrario permanecíamos arrestados. Jamás tuve problema alguno, tía Magdalena pasaba a recogerme con un semblante festivo que me llenaba de alegría.
—¿Qué quieres hacer, sobrino? —preguntaba con voz cantarina—. ¿Te gustaría ir a patinar al quiosco o prefieres que vayamos a pasear en los jardines de la Alameda?
Las dos opciones eran sumamente atractivas, Magdalena era una excelente patinadora y su afición tan grande que a la primera oportunidad me llevó a la juguetería El Jonuco a fin de que escogiera y ella me comprase un par de patines Remington, cuyos fabricantes habían tenido el acierto de cambiar las ruedas de madera por unas de metal cromado que los hacía deslizarse con una velocidad vertiginosa. Al principio me di unos buenos porrazos, pero una vez que dominé el equilibrio me convertí en un experto. El quiosco morisco de la colonia era el mejor escenario que se pudiese desear para hacer malabarismos e infinidad de proezas: Magdalena y yo fuimos los campeones de Santa María de la Ribera y, a no ser que compitieran los ases de Peralvillo o los caifanes de Tacubaya, ganábamos todos los premios.
También, sobre todo cuando el día era soleado y las hojas de los árboles cobraban el brillo aceitoso de las ranas de estanque y su fronda producía sombras amables y acogedoras, nos íbamos a la Alameda Central, ya fuese caminando o en el tranvía que paraba en la calle del Pino, en el lugar donde se había inaugurado un flamante café llamado Kiko’s y en el que siempre estaba de punto el archiconocido sargento Manuel de la Rosa, quien fungía como sereno en las noches, y en el día como policía de barrio. De la Rosa, ataviado con el mismo quepí que usara cuando formó parte del pelotón de fusilamiento de Maximiliano, era un abuelo bondadoso y delicia de los niños, pues no escatimaba los dulces que sacaba como por encanto de sus enormes bolsillos mientras blandía la cachiporra y tocaba el silbato.
—¿Ya se van a pasear, jovencitos? —nos decía con su voz de barítono y enarcando unas cejas que parecían copos de nieve—. ¡Los Choperena y los Palavicini se fueron de día de campo a Chapultepec! —informaba a todo mundo—. ¡Las pelonas Rodríguez estrenaron vestidos floreados, medias de seda y zapatos, qué barbaridad, con tacones! —y todo un repertorio de chismes y consejas entre los que insertaba algún comercial que nos hacía saber que en El Sardinero ya se vendía bacalao o que las sardinas y chorizos estaban en rebaja. Todo un señor cronista de aquella colonia, cuya «paz soñolienta» llamó la atención del poeta López Velarde, el venerable sargento.
La Alameda siempre fue uno de mis lugares predilectos. Magdalena me compraba, sin fallar, un barquillo con nieve de limón, chicozapote o pitahaya, y en seguida me hacía correr hasta un templete donde una orquesta tocaba marchas, valses, pasodobles y, ya con un público nutrido, tonadas de Manuel M. Ponce, Tata Nacho o Lerdo de Tejada. Magdalena esperaba a que yo paladease mi helado o un enorme chicharrón de harina con sal, limón y harta salsa de chile piquín para luego enjuagarme las manos en los surtidores de agua de alguna fuente que nos quedara cerca y, sin dilación, arrastrarme al bailongo. Yo, corto y cohibido, intentaba zafarme u oponerme a la vibración candente y sensual de su cuerpo, pero mi tía no aceptaba negativas e imponía su voluntad:
—¡Ándale, Bernabé, un pasito pa delante, otro hacia atrás, uno más de lado...! —conducía—. ¡Pero mueve la cintura y los hombros, sobrino! —exigía—. ¡Quiébrate como bejuco! ¡Sonríe con picardía, muchacho! —lecciones que me dejaban turulato, pero que, una vez que los ritmos del célebre Esparza Oteo se me metían en la sangre, no paraba de menearme hasta conseguir que algunas muchachillas, pelonas o con caireles, se fijaran en mí y me echaran ojitos y sonrisas que me obligaban a redoblar mis esfuerzos y hacer de mis contorsiones un verdadero portento. Siempre fui buen bailarín y una fiera para estremecerme con los danzones de Chencho Cruz, Eliseo Grenet y más cuando Pablo O’Farrill introdujo el güiro y las trompetas de Aniceto Díaz inauguraron el danzonete, ritmo que vaticinaba la aparición de Dámaso Pérez Prado y la importancia de llamarse ¡Mambo! Mejor estrategia nunca tuve para seducir a quien me viniese en gana.
Algunas excursiones, sobre todo en época de lluvias, que nos impedían movernos con libertad en los espacios abiertos, hicimos al Museo del Chopo, conocido entonces como Palacio de Cristal o Edificio de Fierro. Adaptado como museo de historia natural, el Chopo mostraba en su sala principal la réplica de un esqueleto de dinosaurio del periodo Jurásico que resultaba sobrecogedora, sus fauces dotadas de varias hileras de dientes y colmillos; enfrente tenía un mastodonte armado con algunos huesos fosilizados encontrados en Tepexpan y piezas de barro cocido, además de equinos y osos. Magdalena, siempre lo hacía pues no podía evitarlo, temblaba como gelatina en bandeja y lanzaba exclamaciones de horror que me daban vergüenza y que intentaba calmar con palmadas en su espalda que le dejaban unos moretones tremendos; muchas veces pasamos a la carrera frente al diplodoco, a fin de que mi tía no sufriera el soponcio, y nos dirigíamos hasta donde estaban los estantes que albergaban algunos animales disecados que ostentaban pieles sarnosas, pues sus disectores, Magdalena les llamaba embalsamadores, no se habían cuidado de hacer bien la reconstrucción anatómica de sus cuerpos y tanto linces como lobos, zorros y mapaches parecían perros callejeros, y no se diga de un puma con los ojos saltones y un rictus picaresco que, más tarde lo advertí, podría haber sido el vástago concebido entre el pintor Diego Rivera y el jurisconsulto Chato Noriega.
Un buen rato pasábamos en la contemplación de aquellos adefesios para, en seguida, enfrentar las vitrinas adosadas a los muros y observar con detenimiento, sobre todo cuando nos acompañaba Luis Jurado, algunos especímenes que parecían sacados de un sueño o de un almanaque para mariguanos: el mariachi conformado con pulgas vestidas de charro y de china poblana, cuyos instrumentos musicales eran un prodigio del arte de la escultura en miniatura y del manejo de diversas lupas; las ladillas donadas —nadie se lo creía— por Félix Díaz, sobrino del dictador desterrado, que pululaban en una maraña de pelos, supuestamente arrancados en un ataque de comezón incontrolada, del pubis del ministro científico José Yves Limantour; la efigie de la patria, que ostentaba en el pecho una esperanza y en la entrepierna las barbitas de Carranza; y, lo que a mí más me gustaba porque me permitía compararlos con los rostros de algunos maestros del Colegio Patricio Sáenz, unos fetos conservados dentro de unos frascos con formol —semejantes a los licores de pera y membrillo fabricados en la hacienda del Morrillo en la capital de Coahuila—, lo que les permitía flotar y mirarnos con unos ojazos acuosos y aplaudir o hacernos señas obscenas con sus manitas arrugadas.
—¿A poco ese feto no se parece al padre Ugartechea? —comentaba con Luis, quien de inmediato acotaba:
—¿Tu maestro de francés? No, Bernabé: es igualito al padre Piojito, que te enseña etimologías... Aunque déjame verlo de cerca.
Magdalena, entonces, intervenía para protestar:
—¡Muchachos léperos! ¿No les da vergüenza burlarse de sus mentores? —y, luego, rectificaba—: Aunque, la verdad sea dicha, el feto que está en la esquina sí se parece mucho a ese cura vasco que funge como prefecto durante los recreos.
Nos ganaba la risa y caíamos en la simpleza hasta que alguno de los tres iniciaba un juego macabro aludiendo al fantasma que, muchos juraban, se aparecía detrás de unas mamparas que dividían los salones del museo. Cualquier pretexto era suficiente para anunciar una presencia ajena y nos predisponía a consentirla: una sombra fugaz, el golpe de una puerta al cerrarse con estrépito o, lo peor, el sonido de unas cadenas arrastradas sobre las baldosas del suelo. «¡Está aquí!», afirmaba cualquiera y caíamos en el embrujo. La imaginación volaba. Conocíamos de sobra los detalles que rodearon al «crimen de la calle de Piteros», acaecido durante el año de 1906, que trastornó a la sociedad de la ciudad de México y daba pie a la irrupción del espanto. Sara Ramírez, una mujer que «tenía tetas grandes y caderas anchas» y que cumplía con creces con la conseja popular: «El diablo la mujer es,/ de quien el hombre va en pos,/ pues cuando no engaña a dos,/ es porque entretiene a tres», había sido brutalmente asesinada a palos por su amante, el mendigo ciego Antonio Flores, y sus compinches apodados la Muerte y el Diablo, después de haberla poseído —eso sí, con su consentimiento— en medio de una orgía de pulque y otras babas de fermentos innombrables. La cabeza de Sara quedó irreconocible dada la saña con que la mataron y la Iglesia se negó a darle sepultura cristiana aduciendo que se trataba de una ramera que no merecía el descanso eterno, pues con toda seguridad sería condenada al infierno. Lo cierto es que, a partir de la fecha de su asesinato y a pesar de que los criminales fueron enviados a la cárcel de Belén, donde acabaron ajusticiados por otros reos que habían tenido queveres con Sara y la recordaban con cariño, su espectro comenzó a deambular por las calles del centro de la ciudad hasta que decidió instalarse en el Chopo y reclamar a los visitantes la injusticia de unos curas retrógrados y reaccionarios.
No puedo afirmar, como otros lo hicieron besando la cruz que formaban con sus dedos, que llegué a ver al espantajo invocado en nuestro juego. Sí que sentí el hálito que emanaba de su cuerpo etéreo y la presión de sus dedos cuando abrazaba mi torso; sin embargo, y a pesar de la histeria en que por consenso quedábamos inmersos, no puedo decir que tuviera miedo. Algo muy peculiar, que no sé cómo definir, me embargaba en esos momentos: la curiosidad de enfrentar la muerte sin protección alguna; el deseo de trascenderla como si le metiese los puños en las órbitas ciliares para buscar y encontrar su esencia, el cartucho quemado que había chamuscado su ánima antes de vaciar los huesos de su memoria. Preferí, eso sí puedo aseverar, amarla antes que manifestarle rechazo. Un juego, sí, que me enseñó el lado oscuro de quienes serían a lo largo de mi vida mis múltiples compañeras: pude quererlas de frente y aborrecerlas cuando me dieron la espalda.
La broma, si así puede llamarse a dicha experiencia siniestra, acababa cuando Magdalena sufría un desmayo o convulsiones parecidas a las de la epilepsia y Luis Jurado se meaba en los pantalones, al grado de que era obligatorio acudir a una tintorería para que se los secaran y plancharan. Pasado ese trámite, mi tía, ya un poco repuesta y prometiendo que no lo volvería a hacer, nos invitaba a la fonda Pachuca para merendar unas chalupas poblanas de carne de res deshebrada, unas medias noches de paté o jamón del diablo y unos tazones con chocolate Abuelita batido con molinillo y con harta espuma. Después, Luis se iba por su lado y Magdalena y yo regresábamos al colegio donde quedaba internado.
Tres años pasaron, y ya con quince años a cuestas, terminé la primaria; recibí un certificado muy garigoleado y algunas felicitaciones. No, ahí no tuve amistades perdurables: eran, la mayoría, una bola de pendejos y nunca me fijé en sus nombres. Dejé, por tanto, el colegio como quien se larga medio ebrio de un tugurio; si te vi no te conozco. ¡Ah, pero eso sí, más que dispuesto para enfrentarme a los chingadazos de la vida!