III



—¡Se acabaron las contemplaciones, Bernabé! —dijo Carmela con un acento ácido como la pulpa de piña y con el entrecejo fruncido—. Si antes papá te tenía consentido, hoy vas a tener que trabajar para conseguir el chivo... Pero no solo para que tú te alimentes, sino para que mamá y Chelo no se mueran de hambre. Carlos y yo arrimaremos lo que se pueda, pero como somos muchos no creo que alcance.

Yo, cabizbajo, miré los dedos de mis manos y comencé a contarlos; solo pude llegar a ocho y eso con mucho trabajo. No sabía contar, y menos leer y escribir. ¿Cómo quiere Carmela que trabaje si soy un inútil?, pensé. ¡Está pendeja...!

—¡Puedes cargar piedras o hacer mandados! —expresó como si me hubiese leído la mente—. ¡Ni estás manco y menos tullido, hermanito! Carlos podrá llevarte a la mina, hablar con el capataz y, quién quita, conseguir que te den chamba en los socavones.

Nos levantamos de madrugada y echamos a andar rumbo a la mina de carbón conocida como La Pedrera. Dos horas caminamos a secas por las veredas de unos cerros pelones, solo nos deteníamos cuando a mi cuñado le venían unas toses pavorosas que le hacían arrojar unos gargajos que parecían sapos con legañas.

—¡Pinche mal de piedra! —repetía varias veces—. La silicosis, Bernabé, que te acartona los pulmones y te pulveriza los bronquios; una vez que se te mete en el cuerpo, ya te chingaste, hermanito. Ni se te ocurra quitarte el tapabocas porque...

No continuó. No lo consideró necesario. A buen entendedor, pocas palabras; y yo siempre fui un buen entendedor.

Las instalaciones de la mina, aparte de varios agujeros enormes, eran unas barracas de mala muerte donde los hombres se arracimaban para recibir una ración de atole y un tompeate con carne seca y tortillas requemadas antes de meterse, ya fuese a pie o trepados en una góndola tirada por unas mulitas, en los túneles excavados a lo largo de muchos años con el agobio de sus pulmones.

Pelados tristes, cuya ropa estaba impregnada de hollín, conformaban el grupo que trabajaba en el primer turno. Apenas hablaban lo indispensable. Nadie se dignó mirarme; una piedra más que había llegado rodando. Carlos me tomó por un hombro y me arrimó hasta donde estaba un fulano mal encarado.

—Es mi carnal —dijo con acento norteño—, y necesita empleo, don Catarino.

El capataz me vio como si fuese un perro sarnoso.

—¿Este chilpayate, Carlos? —preguntó—. ¿Y qué sabe hacer?

—Nada, don. Bueno, lo que usted le ordene.

—¿Lo que yo mande? ¿Y por setenta y cinco centavos la jornada de ocho horas?

—Pues sí, si usted lo manda... ¿más la comida? —quiso saber mi cuñado.

—Está bien, Carlos, que comience haciéndola de zorra. Llévatelo al tercer nivel y explícale al Cucurucho quién es, para que le dé instrucciones.

¿Zorra?, pensé mientras el hocico puntiagudo del mamífero carnicero asomaba en el pretil de su madriguera, guiñaba los ojitos y olisqueaba el viento que tenía sabor a caldo de gallina. Relamí mis labios e imaginé sus orejas con forma de cuchara aguzada, su cola espesa con un pelambre cuyos colores oscilaban entre el dorado y el terracota, sus garras bien afiladas... Un animalillo peculiar que, aunque no lo sabía entonces, siempre se ha distinguido —lo leí años más tarde en un libro de fábulas de La Fontaine— por su «astucia proverbial».

—¿Por qué zorra y no mapache, hurón o perrito del desierto? —pregunté a Carlos a fin de entender de qué se trataba el «oficio» que me había endilgado don Catarino.

Su respuesta me hizo comprender que, por el momento, esa sería la máscara con la que debería bailar al son de las explosiones de los cartuchos de dinamita, los encuentros sanguinarios entre aquellos hombres hechos de barro y hulla que se apuñalaban por un quítame esas pajas, los aplastamientos y asfixias cada vez que se producía un derrumbe en las arterias y venas de aquel monstruo mineral...

—Y si te cuadra, Bernabé, no tendrás que quitártela jamás —enunció para su coleto más que para mí, y yo me quedé un poco en babia hasta que la vida me hizo comprender su mensaje. La adopté entonces con frecuencia para encubrir mis múltiples fechorías.

Por lo pronto yo sería, en el argot propio de los mineros, una zorra: esto es, un chamaco encargado de llevar las barretas a la fragua, meterlas entre las brasas, esperar a que se amoldaran, sacarlas de los chispazos del fuego vivo y, una vez frías, entregarlas a los carabineros y pistoneros que barrenaban de frente.

—Una especie de mula bien diligente, muchacho —me informó el Cucurucho cuando me tuvo enfrente, mientras se exprimía los granos que plagaban su rostro y justificaban su apodo.

Sin embargo, el jefe de barreteros se quedó corto, no me dijo que también tendría que acarrear las mangueras que se utilizaban para remojar las rocas y ablandarlas un poquito antes de meterles fierro; tampoco, que debería trasladar el equipo pesado de un nivel a otro sin poder utilizar la burra —pequeña plataforma con ruedas que, como si fuese un armón, muchos usaban para mover la herramienta y cambiarla de nivel— desde el tercero al cuarto o quinto piso de la maldita colmena. A lomo, no tuve alternativa, fui obligado a transportar todo lo que se les daba la gana. ¡Vamos, hasta los cuerpos de quienes bebían durante las faenas y se quedaban tirados en medio de sus borracheras!

Los días pasaban volando, apenas me daba tiempo de meterme un taco entre los dientes y beber un trago de aguardiente mezclado con agua para reponer la fuerza. Bernabé para acá, Bernabé para allá, y yo corre, ve y dile; y, en seguida, «regresa y tráete dos, no, tres, espera, cinco barretas para desprender esta pinche roca que nos está taponando la veta e impide saber si aparte de carbón, hay algún mineral valioso». ¡Pobrecillos! Siempre con la esperanza de encontrar un filón de oro, plata, o de perdida azogue. Pero eso sería un milagro y los milagros nunca se malgastan con los jodidos.

Un día, el Cucurucho me llamó aparte y con una sonrisa equívoca me comunicó que me ascendería al cargo de ayudante de muestrero.

—Te voy a alivianar la vida, mocoso; ya no vas a tener que cargar sobre tus espaldas los fierros y los pecados que se quedan tirados en los socavones —manifestó a la vez que metía la mano entre su bragueta y comenzaba a manipular su verga.

Yo me quedé de una pieza. No entendí qué demonios quería el desgraciado, sobre todo porque sostenía con la mano libre un Manual de Carreño y lo leía con evidente avidez; terminó de hacerse la paja y aclaró:

—¡Perdona, Bernabé, es un vicio que adquirí en la pubertad y del que no puedo librarme! ¡No es nada contigo!

Luego me explicó que los muestreros son aquellos que van de nivel en nivel tomando muestras de metal, mismas que empacan en costales y trasladan a las oficinas de la empresa; lo que no dijo el infeliz fue que aquello debía hacerse a pulso.

Agradecí su «gentileza» y me largué a cumplir con mis nuevas tareas. Mucho tiempo después conocí a un periodista que también tenía el vicio de masturbarse en forma compulsiva y que me hizo recordar al Cucurucho, la única diferencia entre ellos era que mientras el minero se hacía las puñetas acompañado de un manual de buenas costumbres destinado a la gente decente de la época, Carlos Denegri se las tejía al mismo tiempo que leía en voz alta y con estridencia los artículos con los que destrozaba cualquier reputación que le hubiese colmado los güevos.

Fui designado como ayudante del muestrero de los túneles excavados en el cuarto nivel, un fulano chaparro y regordete al que apodaban la Tuza porque ostentaba unos incisivos enormes de un tono verduzco que cubrían su labio inferior y le impedían hablar con propiedad, pues se comía las consonantes y muchas sílabas intermedias. Sin embargo, era un hombre de buen corazón, con un carácter envidiable que lo mantenía alegre y le servía para ser aceptado aun por los más rejegos.

—¡Sígame, chaquito! —enunció de entrada—. ¡Vamo a regojé piedrita!

Empero, tuvo que repetir sus frases varias veces hasta que logré interpretar su dicción y entender lo que me decía. Me dio un saco de arpillera, y con pasos cortos y un bamboleo digno de una cabaretera, echó a andar por un túnel apenas iluminado por unos hachones adosados a los muros.

La Tuza tenía una visión insólita: era capaz de distinguir cualquier trozo de metal que, mezclado con la escoria, emitiese un brillo sospechoso.

—¡Pepena esa piedra, Berbé! —ordenaba; sin embargo, antes de que yo pudiese agarrarla, ya la tenía en sus manos, me la mostraba y en seguida la lamía con fruición y la olisqueaba cual si fuera una fruta—. Sabe y huele a corcholata —definía de inmediato—. Debe ser un trocito de mica. No vale la pena... ¡Ah, pero aguas, Berbé, métela en la bolsa, no vaya a ser la de malas y se me pele un tesoro! —y lanzaba unas carcajadas que hacían temblar los maderos que sostenían el techo del tiro o de la bóveda donde en ese momento nos encontrábamos.

Llenábamos el costal hasta el tope y su peso se volvía un tormento, aunque, debo reconocerlo, la Tuza me enseñó a distinguir los cuarzos de las ágatas, los silicatos de los espatos, la galena del hierro espático y, lo más importante, la plata sulfúrea de la pirita:

—¡Es el oro de los penjos, Berbé! No te confundas y creas que ya te hiciste rico. Aquí abunda la pirita, mas no sirve para nada que no sea pa calentar la mollera.

No obstante, yo creía que me tomaba el pelo, y me embolsaba todas las piedras que consideraba valiosas; más adelante, cuando regresaba con Carlos a casa y se las mostraba, este hacía mofa de mis «joyas» y la arrojaba lejos o las usaba para hacer patitos en el único canal de riego que existía en aquellos parajes semidesérticos.

Ayudé a la Tuza un año y medio, hasta que el mal de piedra lo dejó impedido y luego se lo llevó a la tumba: un pajarito nalgón que se quedó tendido al fondo de una galería, con la cabeza gacha y los dientotes clavados en el pecho. Lo enterramos a campo abierto junto a un huizache que sabía de nuestras penas y desazones, decenas de muescas adornaban su tronco y, creo, no había minero que no hubiese sollozado bajo su escuálida fronda.

Pasé a formar parte del grupo de paleros, dedicados a colocar las vigas y pilotes que sostenían los techos y paredes de las galerías para evitar los derrumbes; un trabajo duro, implacable, que no permitía distracciones pues de él dependía nuestra seguridad y sobrevivencia debido, sobre todo, a los constantes deslaves que se producían cada vez que los carabineros hacían explotar los petardos para abrir nuevos nichos que serían escarbados por los barreteros hasta que la veta quedase como muela de sacristán: negra y blandita.

En este grupo no había jefes ni capataces, cada quien obraba según su leal saber y entender, los demás confiaban en su buen juicio y, más que nada, en su sentido común. Me acostumbré, tuve que hacerlo a güevo, a escuchar las detonaciones y cruzar los dedos para que no se cayeran las vigas y trabes que habíamos colocado en los tiros o en las galerías. Una voz interior, pude constatar, surgía de nuestras entrañas y nos alertaba para percibir el peligro, la amenaza continua de un desaguisado; los susurros llegaban de manera inesperada e instantánea, y los comunicábamos con la mirada y con gestos particulares que conformaban un lenguaje que todos comprendían. Una mueca de desagrado o un parpadeo repentino de cualquiera de mis compañeros me avisaba cuando tenía que correr y buscar abrigo debajo de una burra o, de plano, tirarme de barriga y cubrirme la cabeza con el casco; si no lo traía puesto, infracción grave, me protegía con las manos. Los chipotes con sangre estaban a la orden del día: al que no le hubiera caído una roca desbalagada en la chirimoya, era porque un poste ya le había despellejado un brazo o magullado una pierna. Cuando bajábamos al quinto nivel, quizás el más profundo de la mina, usábamos silbatos y los haces de las lámparas de carburo para comunicar los riesgos que se avecinaban. Carlos Montemayor era un experto en catástrofes y tenía un sexto sentido que muchas veces nos salvó la vida.

En algún momento, don Catarino decidió aumentarme el salario a un peso oro redondo. Lo celebramos en casa con una comilona de chicharrones, barbacoa en salsa de chile morita y tortillas de harina. Mamá Guadalupe y Chelo agradecieron los esfuerzos que hacía para mantenerlas a flote; Carmela, en cambio, nos hizo sentir que tanto los arrimados como los difuntos apestan al tercer día. Comenzamos a vislumbrar la conveniencia de cambiarnos a otro lado y Carlos nos ayudó a buscar un jacal que no estuviese dado al catre en un barrio de las afueras de Parral que ostentaba el nombre ampuloso, una mentira mayúscula, de Villas Nuevas.

Nuestra mudanza fue fácil y sobre todo rápida: como no teníamos muebles y los trapos cupieron en un morral, nos instalamos en el lapso de una hora. Mamá se agenció unos huacales, Chelo unas tablas y Carmela nos prestó, con no pocos melindres, unas cobijas para que no tuviéramos que dormir a suelo raso; el pecho se me llenó con un sentimiento de orgullo que, aunque pareciera extraño dadas nuestras carencias, resultó gratificante. Por fin volvíamos a tener casa, un hogar propio pero ajeno a los caprichos y desdenes de Carmela que, muy mi hermana y de mi misma sangre, no se olvidaba de jugar el rol —perdóname, mamá— de una hija de puta.

El jacal, con el tiempo y gracias a nuestros esfuerzos, se transformó en una casita limpia y agradable. Pintura blanca y geranios. Un cactus largo y peludo a un lado de la puerta. Unos petates y una mesa con las patas rengas. Tres colchones de borra y muchos sueños. Un grifo con agua fría y dos anafres para calentar el cuerpo. Un palacete que, a mis once años, podía competir con las mansiones de los potentados.

Hablé con don Catarino y le pedí un préstamo con el argumento de que yo era el único que apoquinaba dinero en casa y que nuestra renta era magra; el hombre no estaba acostumbrado a ese tipo de solicitudes y me mandó al carajo. Empero, ofreció y se avino a que Chelo lavara y planchara la ropa de su mujer e hijos a tres centavos la prenda, no fue mucho pero algo nos cayó para satisfacer las necesidades mínimas: sal, azúcar, harina de trigo, una teja de jabón; y solo cuando estábamos de suerte, un chorizo o unas mollejas de pollo.

Me volví un joven flaco, pero correoso. La mina te quita grasa, y a cambio te presta músculos y unos tendones recios. Crecí varios centímetros y alcancé el metro setenta. Un niño con facciones de hombre: un párvulo que había aprendido a exprimir las rocas y, si era necesario, desmadrar una mandíbula. Adquirí punch igual que los boxeadores y una determinación feroz para entrarle a los madrazos. Me gané un lugar en Parral a base de narices rotas y a mi habilidad para meter el puñal en las zonas blandas de mis contrincantes, a quienes sabía herir sin ocasionarles la muerte, por eso me libré de la cárcel y solo recibí una que otra madriza.

Los meses volaron entre los murmullos de los mezquites y el viento que se colaba en los tiros de La Pedrera. La zorra se transformó en el valiente dibujado en los cartones de la lotería con la que nos entreteníamos los sábados por la noche; jamás en el borracho, el catrín o la rueca, mote este que habían endilgado a una amiga de Chelo que le daba vuelo a la hilacha y que, por veinte centavos por piocha o un tostón si el cliente estaba pedo, se acostaba con la mitad de los varones del pueblo una semana y con los demás la siguiente.

Una tarde se presentó en la casa un pelado al que jamás había mirado. Un mal fario quiso enquistarse en mi pecho porque tenía facha de villista; Viene a matarme, pensé, y saqué la charrasca para cercenarle el cuello.

—¡No, Bernabé! —escuché el grito de mi madre—. ¡Es tu primo hermano Luis Jurado Torres! ¡Guarda ese cuchillo del diablo!

—¿Mi primo qué, mamá?

—Es Luisito, el hijo de tu tío Petacas, uno de los tantos hermanos de tu padre que el abuelo dejó al garete.

—¿Hermanos? —reclamé—. ¿No decía papá que él era hijo único, que reconocía algunas hermanas gracias al aire de chichicuilote que las vinculaba con su padre, sobre todo después de la hernia que le apachurró la vesícula biliar y le dejó un agujero en la barriga...?

—Tu abuelo, Bernabé —intervino mamá antes de que Luis Jurado pusiera tierra de por medio y se largara por donde había venido—, presumía de tener hijos de riego e hijos de temporal: los primeros fueron los que concibió con sus múltiples esposas, y los segundos aquellos que tuvo a salto de mata con mujeres de las cuales no recordaba sus nombres siquiera. ¡Un garañón, hijo, como casi todos los varones! —Luego, después de meditarlo un rato, agregó—: A tu tío Petacas y a Luis los conocí de casualidad durante un viaje que hicimos a Chihuahua con el objeto de que tu papá...

—¡Yo soy tu primo de temporal, muchacho! —exclamó Luis muerto de la risa y con un gesto que hacía relumbrar sus ojos negros y ponía amabilidad en sus facciones recias y un tanto aindiadas—. Soy hijo de Bartola Torres y, a pesar de que mi papá nació y se crio en un cerro, puedo asegurarte que es un Jurado de cepa. Por eso no me conocías. Tu padre nos despreciaba, aunque tuvo que reconocernos cuando requirió de la firma del Petacas para hacerse de unas tierras sembradas con cascabeles y arbustos de amaranto que el abuelo nos había dejado. Supe que estabas vivo después de lo que sucedió en Canutillo y me entró la curiosidad de seguirte el rastro porque, al fin de cuentas, somos parientes y debemos ayudarnos. Yo terminé la primaria en Chihuahua y quiero continuar mis estudios, ¿cómo ves si nos vamos juntos a la ciudad de México y te inscribo en algún colegio para que inicies tu aprendizaje?

Mamá Guadalupe puso cara de espanto y comenzó a hacer nudos con sus manos.

—¿Te lo quieres llevar a la capital? —expresó con un temor que me dejó acongojado.

—¡Pues adónde si no, tía! —respondió Luis de volada—. Si queremos aprender algo de la escuela y otro poco de la vida, creo que la capital ofrece las mejores oportunidades.

Mi madre se lo pensó un poco, no sin dejar de proferir una retahíla de resquemores respecto de los tropiezos, vicios y otros peligros que, había oído, conducían a los hombres por el camino de la perdición y los pecados mortales.

—¡La capital es la antesala del infierno! —sentenció con las palabras que escuchara decir al cura párroco sin llegar a comprender qué significaba el vocablo antesala, pero que le sonaba harto escandaloso.

También, y en ello llevaba razón, alegó que los caminos infestados de revolucionarios eran sumamente inseguros y que nos arriesgaríamos a ser capturados y enganchados en la bola o, de plano, a perder la vida. Sin embargo, tan pronto Luis afirmó que viajaríamos en ferrocarril cambió de parecer y, aunque muy a su pesar, otorgó su consentimiento.

Yo alegué que no podía alejarme de mi fuente de trabajo, pues mi salario era el único sustento con que contaban mamá y Chelo para subsistir; empero, Luis arguyó que en la ciudad no me faltaría trabajo y podría enviarles, mes a mes, los centavos que ganara. El argumento de mi primo fue contundente y me dejó desarmado. Además, si he de ser sincero, a mí aquello de los vicios y los pecados que se castigaban con el fuego eterno me provocó una curiosidad tremenda y el deseo de cometerlos uno a uno.

Han de ser deliciosos y placenteros, pensé; si no, los pinches curas, que los practican a escondidas y los prohíben para evitar la competencia, no se preocuparían por espantar a los inocentes feligreses que les creen todo a pie juntillas.

El tren pasó por Parral a las tres de la mañana para recoger el pasaje. La familia Sánchez Tello ofreció a mamá cuidarnos durante el trayecto; Luis y yo, con nuestras respectivas maletas de cartón prensado, nos metimos en un vagón de segunda y ocupamos un pequeño gabinete con asientos de madera y una ventana que, a pesar de estar trabada, pudimos abrir a base de chingadazos. El vapor de la locomotora cubrió a los miembros de mi familia apeñuscados en el andén y, mientras nos alejábamos, solo alcancé a percibir sus siluetas que desaparecieron igual que si fuesen el eco de unas campanadas.