Ahora pienso que no debo hacer tanta alharaca con lo que sucedió después de la muerte de mi padre; no fue para tanto. Los padecimientos que tuve que sortear fueron el pan de cada día de muchísimos niños y jóvenes mexicanos que habían quedado huérfanos o abandonados a causa de las batallas que se libraban a lo largo y ancho del territorio nacional para, una vez derrotado y expulsado del país el traidor Victoriano Huerta, determinar qué bando se quedaba con las riendas del gobierno e imponía su voluntad sobre los que habían hecho bola y aquellos que, como yo, andábamos pasmados, con los ojos cubiertos de hojarasca.
Villa, eso dijeron algunos deslenguados, había dispuesto que a la viuda, a mi hermana Chelo y a mí nos pasaran por las armas:
—¡Pa que luego no anden por ahí contando mentiras y digan que les robé su pinche hacienda! ¡No vaya a ser la de malas y don Venustiano Carranza les preste orejas y luego la agarre conmigo! ¡Uh, con la fama que me han hecho, no estoy para darle pretextos!
Claro que huimos y escurrimos el bulto entre los huizaches hasta encontrar abrigo en Allende: un mesón, nos dijeron, para pasar la noche, posada que resultó ser el congal del pueblo, donde unas putas esmirriadas y más cochinas que las mulas de los arrieros ofrecían sus favores por unos cuantos tlacos.
—No mires a las señoritas, Bernabé —alertó mamá—. No te metas con las furcias y menos con los soldados que bailan con ellas: todos andan bien jalados, hijo, y algunos más grifos que las iguanas.
La advertencia de mi madre, contra lo que ella se proponía, me sirvió de acicate. Con el pretexto de intercambiar unas alhajas que ella había salvado de las uñas de los barbajanes por unos mendrugos de pan, una olla con frijoles y unos elotes chamuscados, me adentré en las callejuelas del pueblo hasta ir a parar a un corral donde los villistas daban pienso a sus caballos y, al mismo tiempo, se metían debajo de las enaguas de las mujerzuelas; donde, a gritos, proferían melindres inentendibles y unas risotadas que me paraban los pelos de punta.
Mucho trabajo me costó entender lo que decían porque usaban unas palabras que yo jamás había escuchado: «¡Pero qué buenas chiches tienes, mamacita! ¡Mueve las nalgas, Petronia, pa que me alegres el chilorio!», y otras más que semejaban el ronzar de los cerdos o los mugidos de las vacas, entremezclados con los acordes de unas guitarras que pellizcaban corridos y otros sones cacarizos que se escurrían por entre los intersticios de los tablones del «salón de baile»: «Si Adelita se fuera con otro...»
Estuve embebido más de media hora hasta que me aburrí de mirar aquel espectáculo degradado que, quién iba a decírmelo, más adelante me proporcionaría tremendos placeres. Concentré, entonces, mi atención en los caballos, algunos eran verdaderamente hermosos; advertí que uno de ellos, negro como el azabache y con una crin plateada, estaba ensillado y me decidí a probar suerte. ¿Quién quita y me lo puedo robar?, pensé en un alarde de valor ingenuo. El animal mascaba un enorme bodoque de paja y no demostró sentir mi presencia. Puse un pie en el estribo y me encaramé en la silla, cuya cabeza era de plata maciza, pero las riendas estaban sueltas a un lado de su cuello y mis brazos eran demasiado cortos para poder atraparlas. La culata de un rifle Mauser que sobresalía de su funda, colocada entre las cinchas, atrajo mi atención: lo saqué con cuidado y lo coloqué encima de mis piernas. Comencé a palpar su cañón pavonado y las muescas que tenía grabadas; el cilindro adosado por arriba del percutor contenía seis balas aceradas, lo levanté con esfuerzo y accioné el gatillo. Dos tiros salieron en ráfaga y la patada del fusil me lanzó de nalgas sobre un montón de estiércol: la detonación fue ensordecedora y provocó una estampida de los caballos que pastaban. Mi estupidez estuvo a punto de costarme la vida. Los soldados salieron de la troje con una rapidez que nunca imaginé, algunos sujetándose los pantalones con ambas manos y otros de plano en calzones, y corrieron a fin de dar alcance a sus corceles. Uno de los juanes, que salió al último dando trompicones, se dirigió hacia donde yo estaba, me miró con furia y me arrebató el rifle. Creí que iba a matarme, pero no lo hizo; se conformó con gritar una maldición y se largó de inmediato.
Así, batido de excrementos hasta la coronilla, regresé a la habitación donde mamá y Chelo me esperaban muy quitadas de la pena, les entregué los alimentos que había conseguido y, sin dar explicación alguna, me refugié en un rincón del cuartucho. El incidente no pasó a mayores y lo único que dijo Chelo fue:
—Oye, mamá, ¿no te parece que Bernabé huele a mierda? —a lo que ella contestó:
—¡Sí, hijita, todos necesitamos un baño!
Partimos rumbo a Parral, Chihuahua, al filo de la madrugada; alguien, no recuerdo quién, nos prestó un penco y una carretela para hacer el viaje. Cuatro días más tarde cruzamos el zaguán de la casa de mi hermana Carmela, que recién se había casado con un minero apellidado Montemayor.
Las noticias fueron un fardo luctuoso para mi querida hermana: lloró y se desgañitó igual que las plañideras. De nada sirvieron las palabras de consuelo de don Carlos, su marido; sus gemidos, amén de lastimeros, estaban preñados de un encono en contra de los villistas que llamaron la atención de los vecinos y no faltó alguno que se arrimara para pedirle que bajase el tono, «porque nos pones en peligro a todos, Carmelita. Si sus oficiales se enteran de lo que estás gritando, arrasarán con Parral y no dejarán títere con cabeza».
Carmela acató la súplica, abrazó a mamá y le vertió su llanto en el hueco de la clavícula hasta que este se agotó de plano. Todavía hipando, atrajo hacia sí a Chelo, la besó en la frente y dijo:
—¡Ay, hermanita, qué tragedia! ¡Nos quedamos huérfanas!
Chelo la miró con tristeza y le devolvió el beso en una mejilla. Luego, Carmela quiso hacer lo mismo conmigo; sin embargo, al verme cubierto de miasmas y con los ojos enrojecidos, se detuvo en seco y lanzó un alarido que consternó a quienes la rodeaban.
—¡El chamuco, mamá! ¿Qué le pasó a Bernabé, que parece recién salido de una letrina inmunda? ¿No me digan que también lo mataron y su espíritu se vino de polizón con ustedes?
En seguida, levantó el brazo con la intención de propinarme una trompada.
—¡Carmela! —tuve que gritar varias veces mientras reculaba y me protegía detrás de don Carlos, para que ella recobrara la cordura y pudiese reconocerme. Una vez en calma, ordenó que fuera a lavarme, alegando que no estaba dispuesta a besar una boñiga y menos darle albergue en su casa.
—Ven conmigo, Bernabé —dijo mi cuñado y me encaminó hasta donde había un estanque—. Límpiate como puedas, mientras te consigo unos trapos con los que puedas vestirte. Tu hermana, ¿sabes?, no soporta la suciedad. Se pone como loca...
Una vez que estuve encuerado, me zambullí en el agua helada sin pensarlo dos veces. Abrí los ojos y me vi rodeado de pasto y varas de junco; unos ajolotes se escabulleron de prisa. Un rostro deforme hizo visajes a unos centímetros de mi cara: era de color rosado y sus mofletes estaban surcados por unas estrías verdes que brillaban cuando los inflaba. Sentí pánico y estiré los brazos para defenderme; el rostro se diluyó y conformó una masa gelatinosa pringada con puntitos negros. Era hueva de mosquitos, y yo un pendejo al que su imaginación le hacía ver visiones. Saqué la cabeza a la superficie e hice una respiración profunda. Tomé una piedra pómez que estaba en la orilla y restregué mis pellejos con una furia inusitada; no solo quería quitarme la mugre sino todos los recuerdos de encima. La ropa que me trajo Carlos me quedó enorme, tuve que arremangar las mangas de la camisa y las valencianas del pantalón para no parecer chango de organillero.
El puchero que prepararon entre mamá y Carmela para que cenáramos algo caliente, aunque estaba salado por las lágrimas vertidas, me supo delicioso: devoré un par de platos sin prestar atención a los demás comensales. Revueltos con el salpicón de carne de res deshebrada vi unos dedos que me hacían señas obscenas; volteé a ver a los demás y constaté que masticaban sus respectivas porciones sin mostrar sobresalto alguno. Aplasté las falanges con el tenedor y, ya machacadas, las metí en mi boca y las engullí con un trago de agua. Entendí que para digerir la muerte de papá Miguel debía comerme su presencia como si fuese una calavera de azúcar.