I



La vida está llena de sorpresas. Nunca deja de asombrarnos, con independencia de la máscara que, en cada circunstancia, llevemos puesta; bastó con un simple bofetón que dejó mi rostro cubierto de sangre para que la mía se me desprendiese del semblante y, en un santiamén, quedase despojado de la impostura que en ese momento estrenaba, lo que me distinguiría durante el resto de mi existencia. La careta de valiente cayó en el vacío de la indefensión y estalló en mil fragmentos que, mudos, quisieron imitar el silencio del polvo que acostumbra subyacer en los escombros. Quedé así, y sin poder oponer resistencia, expuesto a los zarpazos de un destino fortuito, impuesto por el capricho de un bandolero salvaje cuya codicia carecía de límites.

Ese día que en el calendario de mi memoria, o mejor, de mis desmemorias, puede ser el 27 de julio de 1916, yo llevaba puesto el antifaz de niño consentido con el que mis padres, Miguel Jurado Aizpuru y doña Guadalupe Ángel, me habían disfrazado durante mi primera infancia para dotarme con los atributos de un pequeño bribón malcriado y envalentonado, ajeno a las tribulaciones que galopaban sobre las ancas de una revolución terrible, en el momento en que me vi obligado a enfrentar la furia del caudillo Francisco Villa, quien hacía unos meses, el 9 de marzo para ser preciso, había atacado a la población de Columbus, al otro lado del río Bravo, asalto en el que recibió un balazo en la pierna y se convirtió en un ser mítico al que la gente ya daba en llamar el Centauro del Norte.

Una mueca de sus cejas, un chasquido de sus labios rojos cubiertos por un espeso bigote que denotaba su ferocidad, fueron suficientes para despedazar la careta de valiente con la que quise enfrentarlo, y dejarme paralizado, mudo de horror, aletargado para escuchar la amenaza brutal que, al cumplirse, desmadraría el tinglado que sustentaba mi vida:

—¡Mire bien, chamaquillo de mierda! —rugió para captar mi atención—. Sus familiares deberán entregarme quinientos mil pesos oro, a manera de rescate, para que ponga en libertad a su padre. ¡Además, y que esto le quede muy claro, deberán escriturar a mi nombre la hacienda de Canutillo...! ¿Sabe?, me gusta rete harto y le tengo querencia... Así que por las buenas o por las malas, me voy a quedar con ella.

Quise rezongar, decirle que fuera a tiznar a su madre; que por más que él fuera Pancho Villa y yo un niño de ocho años, a mí me la persignaba... Mas el eco de su voz y el miedo paralizaron mi lengua; solo las lágrimas que brotaron de mis ojos pudieron expresar la indignación que sentí ante tan tremenda injusticia.

La mano fuerte, garra de picapedrero, del dizque general José Nicolás Fernández o Hernández, a quien luego supe apodaban el Bandido, atenazó uno de mis brazos, me zarandeó con fuerza y me arrastró hasta un corredor que rodeaba el patio principal de la hacienda de Torreón de Cañas, incautada por las tropas del forajido a la familia Gurza, donde mantenían en cautiverio a mi padre.

—Ya te quemaste el pellejo con la lumbre de mi general Villa, no acabes de tatemarte las tripas, muchacho —dijo mientras me sujetaba en el suelo con una de sus botas colocada en mi estómago—. ¡Pélale con tu amá y dile que consiga los fierros! ¡Pero rápido, pues si no a tu papá se lo van a cargar las balas del general Rodolfo Fierro, el mismísimo demonio!

Encontré a mi madre desvencijada: parecía una gallina de plumaje gris, descolorido, que empollaba unas cáscaras hueras. En sus pupilas aún flotaban las imágenes de nuestra hacienda saqueada brutalmente; de los villistas que se habían llevado los caballos, los coches y las carrozas, los aperos de las trojes y los muebles de la casa grande, el maíz, el trigo y todos los comestibles almacenados para su mantenimiento...

—No nos dejaron nada, Bernabé —balbuceó tan pronto llegué a su lado—. Doroteo Arango, quién lo iba a decir, duranguense como nosotros, se portó igual que un chacal... y sus famosos dorados como buitres carroñeros, hijo.

—¡Quiere los pesos, mamá! ¡Si no se los damos rápido, va a fusilar a papá!

—El dinero ya le fue entregado, Bernabé —respondió mi madre compungida—. Lo único que nos falta es hacerle entrega de las escrituras de la hacienda. Solo que...

Ya lo sabía. Papá Miguel se había enfrentado al Caudillo. Con la dureza y sangre fría desarrolladas durante los años en que tuvo que padecer las incursiones de las tribus salvajes que los gringos nos aventaban encima para amedrentarnos y quitarnos la tierra, mi padre se había opuesto a entregarle lo que, por derecho y trabajo, le correspondía. Desde su estatura de un metro con noventa y tres centímetros, papá se negó a traspasar la propiedad de su hacienda... ¡Y cómo no, si había regado los surcos con el sudor de su frente y arriesgado, muchas veces, su peculio para salvar las cosechas, mantener el ganado y hacerse de un patrimonio que aseguraría el bienestar de su descendencia!

Villa, faltaba más, aguzó los ojos e hizo sonar el crótalo de su rapacidad. Papá supo, todos supimos, hasta la cal embarrada en las paredes, que muy pronto estaría muerto.

—¡Es usted un cerdo! —le gritó a la cara y escupió en el suelo.

—¡Miren nada más, muchachillos —explotó el general, implicando a sus guardias—, el torete se me puso bravo! ¡Vamos a bajarle los humos, no sea que nos dé una cornada!

Los fuetazos y los golpes llovieron sobre el cuerpo de mi padre. ¿Yo lo vi o me lo contaron?; la verdad, no importa. Cuando el Bandido me permitió verlo en el cuartucho donde estaba confinado, lo encontré molido; la cara y el pecho deformados, hechos jirones.

—¡Cuida de tu madre, Bernabé! —susurró mientras lo limpiaba con un paliacate y le colocaba unos mendrugos en la boca; hacía días que no probaba alimento. Luego, después de beber un trago de agua, me dijo—: ¡Pelea por lo que es tuyo, y si no puedes obtenerlo en justicia, arrebátalo, hijo! ¡Jamás te dejes de nadie!

No conté con mucho tiempo y me sacaron a patadas; me arrebujé tras un macetón que estaba a un lado de la puerta. Al poco rato vi entrar a unos soldados ataviados a usanza de los peones y escuché cómo le proponían que se fugara, que ellos le facilitarían la huida.

—¡Yo no tengo motivos para huir, señores! ¡Yo no me escapo de nadie! —dijo, con aplomo, mi padre—. ¡Si el bandido Pancho Villa quiere asesinarme, que lo haga! ¡Aquí nadie podrá impedírselo!

Se retiraron con cajas destempladas.

—¡Hijo de la chingada! —masculló uno de ellos—. ¡Este Jurado tiene demasiados güevos y es un hueso duro de roer!

—¡No se preocupe, compadre —rezongó otro—; no tardamos en quebrarlo!

Mamá Guadalupe aprisionó mi mano entre los dedos de la suya, y avanzamos por un terregal para que no nos vieran los soldados que escoltaban a mi padre y al pobre de Dolores Arango, nuestro caporal, que no había logrado huir y estaba prisionero. Los metieron en un camposanto y los colocaron frente a una pared descascarada. Solo las tumbas, las lápidas y las urracas que revoloteaban encima del campo o picoteaban las mazorcas secas tuvieron ojos para mirar cómo los asesinaban. Me trepé encima de una barda. Sonaron unos disparos. La descarga fue certera, fulminante; cayeron los ajusticiados y no faltó quien les diera el tiro de gracia. Mamá se desmayó antes de que pudiera informarle. Una llamarada de odio se me metió en las verijas y ahí se me quedó pegada; eso y un sabor a pólvora que desde entonces llevo impregnado en la boca.

Velamos a mi padre en una mesa de pino, carente de cualquier adorno. Toda la noche estuve despierto y ayudé a la gente para lavar su cuerpo y tirar la sangre con que se llenaron unas palanganas. Enterramos su cadáver en una caja que ahí mismo fabricó un carpintero del pueblo... en el panteón del poblado de Torreón de Cañas, donde nunca vi que el horizonte comulgara con el cielo.