VI



La marmaja —pesos fuertes de oro, onzas de plata maciza, tlacos de cobre y centavos de bronce—, comenzó a escasear en mis bolsillos y aún no terminaba la secundaria. En virtud de que había ganado el campeonato nacional de lanzamiento de disco y puesto por alto el nombre del Colegio Francés, solicité una beca para poder sostenerme, misma que me fue negada con el argumento de que dicho plantel no era una institución de beneficencia ni había sido creado para mantener pelagatos.

Me retiré con la cola entre las patas y consciente de que sin dinero uno estaba bien, requetebién jodido. Tuve un ataque de rabia e insulté a mi tía Austreberta, a la que reclamé que no fuera lo suficientemente desprendida como para pagar las colegiaturas que todavía me faltaban, sabiendo como sabía por comentarios de Carmela y Chelo, que ella y sus hermanas usufructuaban los réditos de unas inversiones que había hecho mi padre. La mirada de reproche que me lanzó la tía me atravesó de lado a lado, no tuvo necesidad de palabras para decirme «Qué te crees, pinche mocoso; arrimado de porquería que has comido de nuestra mano y disfrutado del cariño que te prodigamos con soltura. ¿Así respondes, Bernabé?»

No pude darle una respuesta, salí de la casa hecho un basilisco y dando un tremendo portazo. Fui en búsqueda de mi primo Luis, quien vivía en la Casa del Estudiante de Sinaloa, una vecindad colindante con la Alameda de Santa María, que no hacía mucho había albergado un burdel de rompe y rasga; ahí, revuelto con jóvenes sinaloenses en unas pocilgas sucias y malolientes que nadie cuidaba ni atendía, Luis Jurado era dueño de un rincón donde dormitaba de vez en cuando.

Con el paso de los años se había convertido en un cabroncete aunque todavía no alcanzaba el rango de padrote profesional que, además de explotar a dos mujeres de la vida alegre, traficaba con alcohol y mariguana y mantenía tratos con algunos «influyentes» que no pasaban de los escalones más bajos de la política nacional, quienes le proporcionaban información que podía ser importante o no, según a quién se la transmitiera, y lo patrocinaban en los trafiques que realizaba en las comisarías de policía, donde se le conocía como el Coyote Jurado.

—Necesito trabajo para ganar el dinero que me facilite terminar la secundaria, Luis —dije, enfático, y él soltó una carcajada que estuve a punto de interrumpir dándole una bofetada—. Joder, primo, que esto es serio —acoté—. Tú, con la gente importante que conoces, quizás...

—¡Alto ahí, Bernabé! —interrumpió sin dejarme continuar con una perorata que, sin la menor duda, iba a resultar lacrimosa y aburrida—. Ni la política ni el comercio pueden ser el camino, primate, porque eres, ya me di cuenta hace rato, de mecha corta; te enfureces a la menor contrariedad y arremetes como toro. Yo creo, y quiero que tú te lo creas, que tu destino es la milicia. ¡El ejército! ¡Sí, señor!

Quedé confundido. Jamás se me ocurrió incorporarme a la tropa cuando todos, de una forma u otra, habíamos tratado de evitar la leva y sabíamos que los batallones de infantería estaban formados por los individuos más rascuaches de la sociedad mexicana.

—¿Yo?

—¡Tú! Conozco a dos o tres sardinas que pueden ayudarnos a que ingreses al Colegio Militar y recibas la instrucción necesaria para desempeñar un cargo de oficial del ejército. No, no te confundas, a nadie interesa verte convertido en un pelón que confunde el retrete con el toque de retreta. ¡Queremos —habló en plural para no comprometerse— un capitán de dragones, un mayor de húsares, un coronel de la armada, un general de división! ¡Un pelado condecorado que sepa mandar y al que la gente obedezca! ¡Un fulano que fulmine a los demás con la mirada! ¡Un archirrecontracabrón a quien se le tema y del cual estemos orgullosos!

El retrato no me dejó convencido. Miré hacia afuera de la habitación y fruncí los labios con un dejo de desprecio que para Luis no pasó desapercibido.

—¡Desde esta casa de estudiantes, esta trinchera del proletariado, como dijo en un mitin Vicente Lombardo Toledano, te conmino, primo, a que escuches la voz sincera de un culichi de corazón y, sin dilación, te presentes en los cuarteles! —exclamó un tanto para apresurar mi decisión y otro, creo, para justificar las condiciones infamantes en las que vivía.

Qué proletariado ni qué ocho cuartos, pensé sobre la marcha. Los que viven aquí ni son obreros ni trabajadores de la clase baja, son una piara de puercos que se contentan con vivir de gorra y con que alguien de su estado los mantenga. ¡Bola de güevones!, rematé injustamente, pues el tiempo y el ejercicio de la abogacía me demostrarían que las casas de estudiantes de los diversos estados de la República eran veneros de grandes profesionistas y hombres públicos excepcionales que habían enfrentado el espejismo y la obsesión, la pesadilla y la aventura, el triunfo y el fracaso, el relajo y la soledad, la furia contenida y la orgía delirante imperantes en sus lugares de origen para refugiarse y encontrar respuestas en los arrabales de una urbe crudelísima, como siempre lo fue la ciudad de México.

Vivíamos tiempos dominados por los generales y por ello no era desatinada la recomendación de mi primo. Acudí al Colegio Militar y, dada mi estatura —medía alderredor de un metro con noventa centímetros— y fortaleza física, solicité ser aceptado en el grupo de cadetes que, eso me dijo uno de los amigos de Luis, gozaban de importantes privilegios.

—¿Cadete Gulliver? —se mofó el cabo de guardia—. ¡Pásele con todo y chivas! ¡Ándele, vaya a que le den un uniforme y un espadín, y después pase a formar cuadro en el patio central! Entregue esta boleta al teniente coronel Cházaro. ¡Él le dará instrucciones!

El uniforme de paño azul marino me sentó de maravilla. Nunca antes había vestido una casaca, con su botonadura dorada, o un pantalón que tuviese la raya bien planchada. La camisa, aunque almidonada y rasposa, era un lujo que solo había visto usar a los señoritos fifís cuando caminaban flanqueando a sus padres, orondos y presumidos. Luis tenía toda la razón, la elegancia de los cadetes del Heroico Colegio Militar era lo que yo merecía; comencé a pavonearme delante de un espejo hasta que una voz agria y malhumorada me ordenó que fuese a formarme. Era, con mucho, el más alto y me formé en la última fila. No sabía ni podía imaginar que mi estancia en el ejército sería más breve aún que la del traidor Pedro Lascuráin Paredes en la presidencia de la República, que solo duró cuarenta y cinco minutos. El teniente coronel Cházaro comenzó la revista por orden alfabético. «¡De la Barrera, Juan!», gritaba. «¡Presente!», contestaba el aludido. «¡Escutia, Juan!» «¡Presente!», y así durante cinco o seis minutos, hasta que una voz tipluda desgarró la formación como lo hubiese hecho un disparo de pistola en el seno de una multitud congregada en la intimidad de un templo.

—¿Bernabé Jurado, dónde demonios te has metido? ¿Quién te dio permiso para mezclarte con estos pelados? —y vi avanzar, igual que un tropel de bisontas menopáusicas, a mi tía Teresa envuelta en un chal pardo y renegrido, con el cabello desgreñado y ascuas asesinas en los ojos. Trágame tierra, fue mi primer y único pensamiento; no tuve tiempo para más, porque me prendió de una oreja y me sacó de la formación castrense—. ¡Este joven es de buena familia, no pertenece a esta escoria! —insultó, al tiempo que daba un tremendo taconazo—. ¡Me lo llevo! ¡Sí, conmigo y nadie más!

Cházaro rompió la compostura que habían guardado los aspirantes a cadetes con exclamaciones de asombro:

—¿Quién es esta pinche vieja? ¿De cuál manicomio escapó?

La risa, primero tímida y después descarada, se montó en mi espalda y me persiguió hasta el sitio donde tuve que devolver el uniforme y la espada que me prestaron; quince minutos, a lo mucho, habían transcurrido.

Abandonamos el lugar en silencio. ¿Quién le dio el pitazo a este esperpento?, pensaba yo mientras caminaba furioso. ¿Cómo se enteró de que estaba en el colegio y cómo fue que la dejaron pasar para ponerme en vergüenza?

La ira fue creciendo en mi vientre y metiéndose en mis venas; estuve a un tris de tundirla a golpes. La salvaron sus palabras:

—Tú, Bernabé, no puedes estar en una escuela militar que pertenece a un gobierno revolucionario. Este gobierno fue el que asesinó a tu padre, nuestro hermano. Debes regresar a un colegio privado y terminar tus estudios. Austreberta y Elpidia están dispuestas...

Su voz se diluyó en el aire. Sus argumentos me parecieron torpes y peregrinos; sus confusiones, desorbitadas. Sí, ya lo he dicho, eran tiempos de generales, muchos de ellos criminales; pero qué tenía en común Francisco Villa con Obregón, Calles y Emilio Portes Gil. No mucho que yo supiera, ellos no conocían los pormenores del despojo de Canutillo y menos del homicidio de Miguel Jurado.

Fui a buscar a Luis y le conté lo sucedido.

—Es la sombra de la muerte que no logra disiparse, primo —comentó reconcentrado en sí mismo—. Teresa, a pesar de sus arbitrariedades, no anda pobre de razón. El país es un desmadre desde la huelga de la policía y la de los tranviarios, reprimidas con derroche de violencia por los esbirros de Obregón, lo que ocasionó que muchos de sus secretarios renunciaran a sus respectivas carteras. Muchos muertos y demasiados heridos quedaron en las barricadas, la sangre escurrió sobre las paredes donde habían escrito sus consignas. Obregón no quiso tenderles la mano que, como él mismo presume, tiene guardada para apretar el gaznate de aquellos que se le subleven.

—Pero eso fue en el año 22, Luis; hace mucho, y al Manco se le han ido aplacando los rencores —dije con una ignorancia tal que no dejó de alarmar a mi primo.

—¿En qué mundo vives, Bernabé? —reclamó con acritud—. ¿No estás enterado de lo que pasa? La ambición de poder de Álvaro Obregón no tiene medida. Ha manejado a los diputados, entre ellos a ese matón conocido como el Alazán Tostado, Gonzalo N. Santos, para que modifiquen los artículos 82 y 83 de la Constitución a fin de poder reelegirse y extender el periodo presidencial a seis años...

—¿Y Calles se lo permite? —interrumpí para aclarar mis ideas, porque ya estaba hecho bolas.

—¡Calles es su cómplice en estos trafiques, primo! El caudillo lo ha dejado gobernar a su arbitrio y con cierta libertad porque así le conviene, mas también lo ha empujado hacia muchos berenjenales, como los conflictos con la Iglesia católica, que han propiciado la consignación de quienes se oponen a la supresión del culto, la expulsión de los sacerdotes extranjeros y del delegado apostólico, la persecución de los miembros de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, y desembocado en la llamada Guerra Cristera, que tantas muertes ha causado y de la que no sabe cómo zafarse.

—¡Malditos curas! —exclamé solidarizándome con las medidas de Calles—. Ellos y los mochos son los que más daño han causado a México desde nuestra independencia... Son traidores, mezquinos y lameculos de los poderosos, solo que ahora, Luis, se la están pelando frente a un presidente convencido de las ideas liberales que imperan desde los tiempos de Juárez. ¡Lástima que nuestras tías comulguen con ellos y presten su casa para misas clandestinas! No puedes imaginar la rabia que me da ver a las beatas rezando en medio de la sala...

—¡Vaya, Bernabé, veo con gusto que no se te ha secado el coco y que, al menos en esa moronga, estás bien encaminado! —acotó Luis, reconociendo que no estaba completamente perdido. En seguida, añadió—: ¡Abre bien los ojos, primo, para que estés enterado de lo que se avecina! Te dejo porque no quiero perderme la concentración a favor del general Francisco Serrano, quien lanzará su candidatura a la presidencia.

—¿Serrano? —gruñí—. ¿El cuñado de Obregón y su más cercano colaborador?

—¡El mismo, Bernabé! Por eso te he aconsejado que abras bien los ojos.

No me quedó de otra sopa. Mientras mis tías me matricularon, gracias a sus vínculos con los círculos católicos que aún pataleaban para derrotar al presidente, en un colegio de hermanos maristas que estaba en las calles de Puente de Alvarado, donde estudiaría comercio y obtendría un título de contador privado, se desencadenaron innumerables sucesos que mancharían el prestigio del ejército federal mexicano y justificarían las aprensiones de mi tía Teresa que impidieron mi ingreso a la milicia.

La campaña contra los yaquis, en 1927, fue un genocidio asqueroso. El gobierno utilizó aeroplanos armados con bombas de gases venenosos para su total exterminio; las pocas fotografías que imprimieron los diarios sobrecogieron el alma de quienes las miraron, yo entre ellos. No dudé en sumarme a la oposición contra la reelección de Obregón y, después de titubear varios días y consultar con mi primo, decidí afiliarme a las juventudes que apoyaban al general Serrano.

—La candidatura de Arnulfo R. Gómez, lanzada por el Partido Antirreeleccionista, no podrá prosperar a no ser que se una a Serrano —opinó Ezequiel Pineda, quien compartía un cuarto con Luis y se había convertido en su principal confidente—. La de Luis N. Morones, secretario de Industria, Comercio y Trabajo y líder de la CROM, que tanta rasquiña le produce a Obregón en los güevos porque aglutina a más de dos millones de obreros, puede ser eliminada por el Manco si le pone un estate quieto y lo obliga a someterse, junto con los matones del Grupo de Acción, al bloque obregonista de la Cámara de Diputados.

Yo sabía, porque Luis me lo dijo, que Ezequiel Pineda estaba muy unido al licenciado César Garizurieta, conocido como el Tlacuache, pues le cargaba el portafolio que contenía papeles «confidenciales» y tenía la consigna de afiliar estudiantes universitarios, como era mi caso, a la causa de Serrano; quizá por ello le costó trabajo convencerme, como al fin lo hizo cuando me explicó que el líder de los obregonistas en la Cámara era un torvo asesino potosino que no dudaría en matar a su madre si con ello se beneficiaba.

Asistí, pues, a los mítines del general Serrano en los que las ofensas e improperios contra Obregón llegaron a un nivel de franca confrontación. Serrano llamó a Obregón «pobre hombre» y «candidato sin juicio», y este replicó que su cuñado era «por lo menos un tahúr y un borracho». No menos fuertes fueron los insultos entre Arnulfo R. Gómez y Obregón: el primero lo calificó como «impostor», «latifundista» y «farsante», y el segundo se contentó simplemente con llamarlo «imbécil». Comenzó a correr el rumor de que se preparaba una sublevación contra el gobierno, que debería estallar el 14 de septiembre de 1927, y Plutarco Elías Calles intervino para tratar de convencer a los opositores de que estarían perdidos si recurrían al cuartelazo.

Sus esfuerzos fueron en vano, tanto como los del hermano marista Rafael Miramón, quien no pudo reprobarme en cálculo en los exámenes semestrales por más empeño que puso, y tuvo que darme un nueve con el que gané una medallita por buen aprovechamiento.

—¡Cura de mierda, quién se cree que es! —expresé frente a mis tías Elpidia y Magdalena, quienes corrigieron mi sintaxis y me pusieron unas gotas de agua bendita en la boca, con la advertencia:

—¡No blasfemes, Bernabé, que el infierno está lleno de jacobinos callistas!

Un pájaro asesino empezó a revolotear sobre los hombros del general Francisco Serrano. Joaquín Amaro, hombre de toda la confianza de Calles, tomó las riendas de la destemplanza y comenzó a mover los hilos de lo que sería uno de los actos más vergonzosos de la historia de México. Las clases en el colegio se suspendieron sin motivo aparente; algo que se movía entre los vapores que surgían del agua estancada en las calles de la ciudad —acababan de caer los últimos aguaceros del año—, los que la convertían en una pesadilla cotidiana que, en vez de ser un lugar para la liberación humana, se transmutaba en una trampa infernal, y además tenía un tufo de azufre, nos anunció que los demonios andaban sueltos.

Los periódicos, El Laborista entre ellos, guardaron silencio; sin embargo, no fueron necesarios para que quedásemos enterados de lo que sucedía. Amaro, quien había establecido un «servicio militar de inteligencia», despojó de autoridad a cualquier militar sospechoso, mas se guardó bien de provocar suspicacias y en cambio dar la apariencia de legitimidad a los sucesos que ladraban tras la puerta. El domingo 1 de octubre, Serrano se dirigió a su hacienda La Chicharra, cerca de Cuernavaca, dizque para celebrar su cumpleaños. Al día siguiente, Claudio Fox informó al general Amaro que «no había logrado disuadir a Arnulfo R. Gómez y a Serrano de que se levantaran en armas». Establecida la supuesta conspiración, Calles ordenó que se fusilara a Eugenio Martínez, íntimo amigo suyo y jefe de la guarnición capitalina, que apoyaba a los «rebeldes». Ese mismo día, Serrano se mudó al hotel Bellavista en Cuernavaca, donde se entrevistó con el general Antonio I. Villareal, quien le aseguró que existía una orden de aprehensión en su contra, y aconsejó que se moviera a Acapulco y abordase una fragata que estaba disponible para trasladarlo a la ciudad de San Diego.

Serrano, más inocente que un verraco que festeja la amenaza de que van a darle chicharrón, creyó que no era necesario, que su cuñado sería incapaz de atentar contra su vida, y manifestó estar seguro de que Obregón lo protegería. Doce horas más tarde Ambrosio Puente, a la sazón gobernador de Morelos, acompañado de una escolta de soldados, lo detuvo con toda la gente que lo acompañaba.

—¡Fueron los dos, Obregón y Calles, quienes ordenaron que lo ejecutaran! —arguyó Ezequiel Pineda, dando un manotazo en la mesa.

—No, Pineda, yo creo que fue el cabrón de Amaro, quien babea por quedar bien con su jefe y quiere permanecer al frente de la Secretaría de Guerra —replicó Luis con los ojos empañados de lágrimas—. Sé de buena fuente que el general Roberto Cruz se negó a intervenir, dada su amistad con Serrano...

—Dicen que los asesinatos los cometió Claudio Fox, más que nada por celos —dije con voz discreta—. La tía Elpidia comentó en casa que ambos fueron rivales de amores por una bataclana del teatro Principal, y que esta prefirió a Serrano. Fox fue el que ordenó que cerraran la carretera después de pasar por Tres Marías, en un paraje llamado Huitzilac, y procedió a la matanza con lujo de fuerza y detalles escalofriantes —terminé y solté una maldición.

¿Los detalles? Los hombres de Fox dispararon a mansalva sobre los prisioneros inermes y su jefe les dio el tiro de gracia. ¿Lo acostumbrado en tales eventos? Sí, ¿pero por qué los cadáveres tenían huellas de tortura en muchas partes del tórax, y algunos, quemaduras de cigarro en el rostro? ¿Por qué Serrano tenía mutilados los genitales y a su secretario particular le sacaron los ojos? Detalles.

Terminó el curso del primer año de contaduría y, a pesar de mi empeño, apenas pasé de panzazo. Miramón estaba feliz con el seis que me puso en la calificación final:

—¿Qué te creíste, puberto indecente, que ibas a poder conmigo? La regla de tres requiere de un cacumen que tú no tienes. Su cálculo exige destreza, Jurado; capacidad y lógica... Tres cosas que no conoces ni por el forro.

Estuve a punto de propinarle un madrazo en el estómago y mandarlo a chingar a su madre; preferí darle la espalda y retirarme con el cuerpo erguido. Todavía me faltaban dos años para terminar los estudios y no era prudente darme esa clase de satisfacciones.

Teníamos dos meses de vacaciones y decidí buscar trabajo. Acudí a dos establecimientos comerciales que tenían mucho prestigio y no eran demasiado grandes. El Borceguí en la calle de Isabel la Católica vendía los mejores zapatos, muchos hechos en España; yo soñaba con hacerme de un par de botines pintados en colores negro y café, pero no me alcanzaba el dinero y pensé que si me contrataban en el área de contabilidad podría negociar que me los dieran a cambio de las horas que dedicara a conciliar los haberes con los deberes y otras chucherías contables. El contador principal, Carlos Pardavé, me ofreció un salario de cinco pesos semanales a cambio de ocho horas diarias, de lunes a sábado; hice mis cálculos y descontando lo que tenía que aportar en la casa de mis tías, debería trabajar como tres meses para costear los botines. Le dije que lo iba a pensar y que, dos días más tarde, le daría una respuesta.

En la juguetería El Jonuco ni siquiera me tomaron en cuenta.

—Primero termina tus estudios, muchacho, y después veremos —me espetó un dependiente gordito con cara de mariqueta que, tuve la certeza, esperaba que yo le rogara para, a cambio de un puñado de cacahuates, hacerme quedar obligado con él y, en el momento oportuno, conducirme a la trastienda y, como decía Gabriel Sandoval, arrimarme el camarón pelado.

No me digné darle una respuesta. Tomé de un recipiente que estaba en el mostrador un puñado de canicas, de las llamadas cayucos, y se las arrojé a la jeta.

—¡Métetelas por el culo! —grité y salí a la calle de la Palma con la firme intención de resarcirme del coraje con unas medias lunas de paté o de jamón del diablo y un refresco de manzana que vendían en el Sidralí, que estaba en la esquina con Plateros.

Había cola en la lonchería y tuve que esperar un rato. Entretuve mi apetito, voraz alimaña que roía mis intestinos, con unos chiles jalapeños, rodajas de zanahoria y cebollas encurtidas que de manera gratuita se ofrecían a los comensales sin importar que consumieran los manjares de la casa.

—El conflicto religioso fue provocado por el general Obregón —escuché que decía un pelado.

—Calles no tiene nada que ver —secundó un albañil con facha de sacristán del Bajío—. Si Obregón se reelige y llega a la presidencia, destruirá por completo al clero, cerrará todos los templos y prohibirá la religión católica. ¡No podemos permitirlo!

Curiosamente, estos comentarios no fueron refutados por la gente congregada, al contrario, se les aprobó con un aplauso y con otras frases lapidarias en contra del gobierno. La mochería está brava, pensé mientras me encaminaba hacia la Alameda; pasé frente al templo de la Profesa y me topé con una aglomeración que exigía la apertura de la iglesia y esgrimía los mismos argumentos que acababa de escuchar. Algo similar sucedió en las puertas del Gambrinus, en el café del Buen Tono, en la peluquería de Garcilaso de la Vega y en la plazuela de Guardiola, donde además pude ver a los mochilas de Acción Católica en plena connivencia y muy agarraditos de la mano; por ello, a nadie sorprendió que se produjera un atentado dinamitero en contra de Obregón en el bosque de Chapultepec, mientras se dirigía en compañía del licenciado Orcí y del general brigadier Ignacio Otero y el teniente Juan Jaimes a la corrida de toros en el Toreo viejo de la colonia Condesa.

Las bombas, supimos por la crónica publicada en El Universal Gráfico, explotaron a un costado de su coche, un Packard color oliva, y solo alcanzaron a lastimarle levemente la mano, misma que utilizó para aventar a Orcí fuera del auto, debido a que este se había cagado, y así impedir que le manchara la ropa.

Los asaltantes, a bordo de un Cadillac y de un Essex, fueron perseguidos por la escolta al mando del teniente Jaimes; tirador de primera, pegó un balazo en el ojo derecho de Nahúm Lamberto Ruiz, que conducía el Essex, perdió el control y se estrelló contra el Cadillac. Ahí lo dejó tirado, ciego, agónico y clamando al cielo que se apiadara de su alma. Los otros, el ingeniero Luis Segura Vilchis y Juan Tirado Arias, fueron capturados y remitidos a las oficinas de las Comisiones de Seguridad.

—Vamos a la Inspección General de Policía, Bernabé —dijo Luis con insistencia—. Valente Quintana, el mero jefe, me conoce y si tenemos suerte, no se opondrá a que estemos presentes durante las primeras indagatorias.

—¿Valente Quintana? —pronuncié con respeto—. ¿El detective que atrapó a los miembros de la banda de asaltantes del Automóvil Gris, célebres por sus fechorías y porque siempre lograban escapar de la justicia?

—El mismo, primo. Un tipo duro de esos que no bailan ni con María Conesa, jamás sonríe y siempre trae un cigarrillo colgado del labio. ¿Un cabrón? Sí, qué te puedo decir; pero conmigo, un caballero.

Llegamos a un edificio lúgubre y ennegrecido en la calle de Revillagigedo, y nos metimos por un pasillo hasta dar con los separos donde los prisioneros eran interrogados. El ingeniero Luis Segura Vilchis, cabeza principal del atentado y quien había fabricado las bombas, estaba tirado en el suelo, al pie de un Cristo con cara de criminal, de jesuita hipócrita, sobre un charco de su propia sangre. Uno de los detectives que auxiliaban a Quintana lo pateaba en la cabeza y en la espalda con saña implacable. El tipo pedía clemencia a gritos, pero nadie se la concedía. Una masa de carne molida, el condenado; una albóndiga que, cuando entramos con la venia de Quintana, comenzó a pronunciar los nombres de sus cómplices:

—¡Miguel Agustín Pro Juárez y Humberto su hermano! —ambos miembros de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa.

—¿El cura, ingeniero?— inquirió Quintana con una voz suave, casi dulce, que sin embargo me dejó helado. Un ángel-verdugo, un arcángel-carnicero, la quimera más malvada con la que me había cruzado era Valente Quintana.

Vilchis concedió todo: nombres, filiación, direcciones y ramificaciones de los implicados; Quintana y sus jenízaros quedaron más que satisfechos. En nuestra presencia trajeron a los hermanos Pro, interrogados en otra celda, ahora convertidos en unos guiñapos. Todos fueron entregados al general Roberto Cruz, uno de los sabuesos más hábiles del régimen y de quien se decía que había sido parido por una hiena.

El reloj inglés que adornaba una de las torres esquineras de aquel edificio temido por los habitantes de la ciudad, quizá tanto como el Palacio Negro de Lecumberri, dio once campanadas. Al frente de una escolta de dragones, a plena luz del día y rodeado por una multitud silente, el general Cruz condujo a los reos hasta donde se encontraba la escultura ecuestre de Carlos IV, el popular Caballito, y los fusiló sin el menor miramiento.

—Una lección sobre cómo se debe impartir la justicia, Bernabé —concluyó mi primo—. Recuerda, esta debe ser expedita y parcial; ciega, fría y con la balanza inclinada por la pesa del poder.

—¡Qué poca madre tienes, Luis! —exclamé furioso, aunque en tono de broma—. Mas tienes razón, la justicia se inventó para que los hábiles, los audaces y los poderosos se la pasen por el arco del triunfo —agregué; cuándo iba a imaginar que durante gran parte de mi vida esa sería mi divisa.



Acepté la chamba en El Borceguí, y los dos meses de vacaciones se volvieron varios más. El señor Pardavé me asignó una oficina detrás de la bodega, donde se almacenaba el calzado en unas cajas de cartón estampadas con la marca y el tamaño de los pies de quienes los comprarían; ahí vi, por primera vez en mi vida, los zapatos ingleses Florsheim que usaban —bueno, eso se decía— el Turco Calles y Tomás Garrido Canabal, a la sazón gobernador de Tabasco y de tendencia francamente comunista, con un remate de metal en la punta, muy eficaz para fracturar espinillas. También, y esos me los puse mientras simulaba mi empeño con las cuentas del negocio, unos choclos marca Yardley, hechos con piel masticada de bovino y cuyas agujetas, así presumía la envoltura, eran de alpaca peruana y se deslizaban entre los orificios del empeine «como si fuesen los dedos de una princesa sueca». Yo, por supuesto, jamás había conocido a una dama de ese país y menos palpado sus dedos; sin embargo, una chica potosina llamada Juanita Meade, que atendía a las mujeres en la sección de zapatos para señora y con la que trabé ciertas intimidades, me develó el misterio de los dedos de las aristócratas suecas:

—Cierra los ojos, Bernabé —pidió con una voz melodiosa durante una de sus visitas al cubil que yo usaba para revisar las facturas de los proveedores—. No los abras hasta que sientas que te acalambras, y un placer inaguantable —explicó y en seguida desabotonó la bragueta de mi pantalón e introdujo su mano derecha. Juanita manipuló mi verga no más de dos minutos y yo no solo sentí calambres sino que mi cuerpo explotaba en una epifanía suprema; tuve que morderme los labios para no soltar alaridos que hubiesen trastornado la atmósfera casi claustral que se mantenía en El Borceguí. La experiencia, deliciosa, me dejó trastornado.

—¿Te gustó? —preguntó con una sonrisa subyugante, y yo le respondí con un beso que estuvo a punto de asfixiarla—. Así, Bernabé, es como se deslizan los dedos de las princesas suecas. ¿Entiendes ahora por qué esos choclos son tan apreciados?

Asentí, y al mismo tiempo la miré con ojos inquisitivos.

—Ah, ya caigo —dijo, e hizo un guiño que demostraba el conocimiento de una habilidad practicada con maestría—. Estuve en el mismo convento de monjas que dirigía la Madre Conchita en Matehuala —confesó sin ambages y sin tomar en cuenta que esta estaba involucrada en el asesinato del general Álvaro Obregón, que acababa de ocurrir el 17 de julio de 1928—. Esta mujer, puedo decírtelo ahora que está detenida, ha sido siempre perversa, muy guapa, muy sensual y muy pervertida, y cuando dirigía el convento, organizaba unas orgías descomunales en las que bebíamos champaña y a las que asistía, algunas veces con varios amigos cristeros, José de León Toral, el mismo que disparó a la cabeza de Obregón en el restaurante La Bombilla... Ahí aprendí, Bernabé, lo que te acabo de hacer y otras muchas cositas que sé que serán de tu agrado y, por qué no, también del mío.

—¡Juanita! —exclamé con júbilo y a la vez con el temor propio de quien se sabe expuesto a la ira del régimen, pero está convencido de que vale la pena arriesgar el pellejo—. ¿Entonces... tú eres monja? —indagué en búsqueda de más pecados perdidos.

—¡Sor Juana Filantrópica y además sueca, mi rey!

Tres semanas transcurrieron en las que vivimos enfrascados en todas las transgresiones carnales que uno pueda imaginarse. Juanita resultó ser una maestra excepcional en las artes amatorias; con ella aprendí, más o menos como luego diría la canción de Armando Manzanero, «que existen nuevas y mejores emociones», que todas las protuberancias masculinas y los orificios femeninos son aptos para intercambios sexuales, así como a contener las eyaculaciones y dosificar el semen en aras del placer supremo, ¡hasta que...! No hay bien que dure cien años: los detectives salvajes dieron con su paradero y se la llevaron, sin que yo me atreviese a defenderla, para que compartiera con la Madre Conchita una isla-celda, María Cleofas, rodeada de muros de agua en el archipiélago de las Islas Marías, penal asignado para enchiquerar a los delincuentes considerados como los más peligrosos.

Juanita desapareció y yo consideré ocioso hacer indagación alguna. Me consolé durante unos pocos días con un puñado de agujetas hasta que me hice una escoriación en el pene, y mientras lo curaba con emplastos de árnica y talco boratado, me inscribí en la Escuela para Prácticos, nunca se me explicó en qué, localizada en la esquina de la avenida Morelos con Enrico Martínez, a fin de estudiar la preparatoria.

Mis tías no vieron con buenos ojos que dejara el empleo de El Borceguí. El salario que devengaba, además de servir para, al fin, hacerme de los botines bicolores que gozaba con toda el alma, pues me quedaban de rechupete, les resultaba importante para sostener los gastos de la casa y no querían perderlo por nada de este mundo. Empero, a mí me valió madres y así se los dije.

—Pues si no estás dispuesto a colaborar cuando menos con el precio de lo que tragas, Bernabé, te exigimos que ahueques el ala y te vayas a vivir con tu primo Luis y esos preparatorianos menesterosos con los que se lleva —tronó Austreberta secundada por Elpidia, quien esgrimió frente a mí un bate de beisbol para que no me quedaran dudas.

Luis, como era costumbre, me recibió en la vecindad donde cohabitaban trescientos estudiantes.

—¡Pinches viejas! —exclamó al tiempo que entrábamos en su cuarto donde siete vatos —así se llamaban entre sí los sinaloenses— dormían en literas y camas desvencijadas. La habitación olía a rancio, a sudor, había ropa regada, hedor de botas viejas y hasta de orines; un lugar sórdido y miserable, pero qué podía yo hacer en mi calidad de arrimado. Nada, como no fuese contemplar las fachadas rayadas con frases soeces y caricaturas de Aarón Sáenz y otros contendientes que, una vez designado presidente provisional Emilio Portes Gil, aspiraban a ocupar la presidencia de la República en las siguientes elecciones.

—No, ni lo pienses, primo —dijo Luis al ver que oteaba en búsqueda de un sanitario—. Aquí tendrás que compartir el baño colectivo, que solo tiene un grifo de agua fría; consigue una teja de jabón y cuídala como si fuera un tesoro. No se te ocurra descuidar tus tiliches, Bernabé, si no quieres que desaparezcan en un santiamén. ¡Somos guerreros y vivimos igual que los espartanos!

Aprendí a vivir con la ley de la jungla; la promiscuidad y la falta absoluta de privacidad eran las lacras que más me dolían. Tuve que echar mano de mi hombría y abusar de mi fuerza, rompí muchas narices y varias mandíbulas. Me apoderé del baño media hora durante las mañanas. Pobre de aquel que quisiera compartir la regadera conmigo, se llevaba una buena madriza: no toleré que me vieran desnudo y menos que algún puto que mirara con codicia. Cuando el retrete estaba ocupado y yo andaba con prisa, nunca tuve empacho en orinarme encima de quien lo ocupaba o, si no se quitaba de volada y yo traía diarrea, era capaz de cagármele encima.

Me convertí en el terror de la casa de los sinaloenses, pero también en un crápula que aprendió a sacarle jugo a las frivolidades de la ciudad. Recién había cumplido los diecinueve años y ya me aventuraba en tugurios de mala muerte del barrio de la Merced o de la Candelaria de los Patos, donde me embriagaba con chinguiritos de cien sabores y sobrantes que quedaban en las botellas de tequila y mezcal de gusano que robaba de los bolsillos de aquellos empederrados —así les decía Albino Mastreta, negro procaz originario de Puebla que se había vuelto mi compañero de farra y de otros latrocinios— que habían perdido la brújula entre las tinieblas etílicas y no podían recordar siquiera el nombre de su santísima madre. También, pero ello ya iba de pilón, les expropiábamos la morralla que traían encima y con los pesos reunidos nos íbamos a los cabarets que tenían «lugares para parados», como El Patio, de don Vicente Miranda, o el primer Waikikí, de Betina la Marimacha, donde a mí, por ser más o menos blanco, se me permitía la entrada. Muchas veces discutí con los monos que guardaban las entradas sobre el derecho de libre tránsito y diversión que, de acuerdo con la Constitución, debería gozar Albino, y sin embargo y a pesar de mi elocuencia, mis argumentos, siempre y sin excepción, fueron rechazados:

—Si quieres departir con el cambujo que traes colgado, muchacho, váyanse al Bondojo, donde toca mambo Rivelino, o a Las Catacumbas en el callejón de López, que está tan oscuro que nadie se va a dar cuenta.

Así que ni modo, Albino, «Espérame afuera y yo te relato de qué va el desmadre». Me metía a los laberintos obsecuentes de las ficheras y, por diez centavos la pieza, bailaba con ellas danzones y baladas pegajosas cuyo ritmo era apropiado para acercar el cachetito hasta que el ungüento del Perro Agradecido o la pomada de la Campana se les derretía en las mejillas y afloraban las marcas de la viruela. Me retiraba como un caballero, escogía nueva valquiria, la tomaba apenas por encima de las nalgas y tararán tararán, a zumbarle al taconazo.

Otras noches, en compañía de Luis y Ezequiel, visitaba los territorios de las bataclanas en el Tívoli, el Lírico, y si andábamos bien calientes, el Folies, para ver, solo ver y para nada tocar, las mejores tetas, las nalgas más suculentas que podían admirarse en la capital. ¡Uy, el Tívoli! Ahí nosotros y la peladera congregada éramos sujetos de incendios que desembocaban en conductas indignas de seres civilizados. «¡Pelos, pelos!», era el grito de batalla con el que demandábamos pasarela de vellos púbicos que, por ley, estaba prohibido mostrar. Cierto, a veces la provocativa Cocotte importada de París-Huamantla se inclinaba para que su culo quedara al desgaire y, bueno, con ello provocaba un escándalo de proporciones policiacas, y todo el mundo pa fuera.

Mejor, mucho mejor nos comportábamos en el Ciro’s y Le Rendezvous, donde llegábamos a parar solo por casualidad y por invitación de algún alcahuete que proveía de prostitutos a señoras elegantes, ya que no teníamos la ropa adecuada ni el dinero para costearnos una copa de coñac Martell Extra o Hennessy, licores que se habían puesto de moda desde el golpe de Estado del traidor Victoriano Huerta, quien decía que eran los embajadores europeos que más le simpatizaban.

—Una copa nada más, muchachos —nos advertía el celestino—. Ya si la señora queda encantada y los deja servirse a su arbitrio, pues no es asunto mío y pueden hacer lo que quieran.

¡Uh, y vaya que lo hacíamos! No solo nos las cogíamos como perros depravados, sino que salíamos de las habitaciones de los hoteles —el Ritz, el Regis o el Gran Hotel de la Ciudad de México— forrados de lana, y si había suerte, con algún traje inglés del marido cornudo.

Los burdeles de postín nos estaban vedados: eran carísimos y comúnmente la vigilancia de la puerta de ingreso estaba a cargo de los oficiales y soldados que conformaban los estados mayores de los generales que se daban cita en ellos. Luis y yo paseábamos por la calle de Veracruz, en la colonia Roma, y llegábamos frente a la superelegante casa non sancta de Ruth de Loor, la madrota más connotada de la ciudad y que contaba con una troupe de putas emigradas de Francia y otras latitudes que, nada más verlas entrar, nos producían temblorinas y todo tipo de efervescencias.

—¡Fíjate, Bernabé, ahí va la Manon acompañada del general Eulogio Ortiz, comandante de la plaza de la Ciudadela! —avisaba Luis y yo me tronaba los nudillos de envidia, pues podía imaginar la textura de la piel de la mujer y las mieles que la mezcla de los perfumes con su sudor y el flujo de su entrepierna generaba para hacerla manjar, pero qué digo, un bocado digno de cardenal en pleno Concilio Vaticano.

Entraban a la casona y no acababan de cruzar el umbral cuando veíamos llegar al general Gonzalo N. Santos acompañado del licenciado José Aguilar y Maya, procurador general del Distrito Federal, que tenían fama, sobre todo el primero, de buscapleitos y de soltar balazos a la menor provocación, lo que los hacía adorables ante los ojos de las suripantas, que se peleaban por atenderlos. Ahí, lo supe años después, cuando tuve dinero suficiente para codearme con gente de su estirpe, tocaba el piano Graciela Olmos, la famosa Bandida, segunda al mando de doña Ruth, con la que el destino me tenía ligado...

Fue por aquella época que entendí aquello de que «si detrás de cada rico hay un diablo, detrás de cada pobre hay dos». La vida era más cabrona que bonita, nos obligaba a sacar recursos de donde no los había y aprender de las experiencias ajenas para, con las máscaras de la simulación y la corrupción, irla pasando y, todos lo deseaban, encaramarse a un tranvía llamado Prestigio, en cuyos asientos dormitaban todos sus sinónimos. Un buen ejemplo, que nos servía de guía, era el caso de un chofer de Rodolfo Elías, el hijo mayor de Calles, apellidado Danniel, que consiguió los favores de una prostituta francesa, Maude para los clientes, participando por interpósita persona —luego supimos que se trataba del secretario de Hacienda, Luis Montes de Oca— en una rifa que don Plutarco Elías Calles había organizado en su rancho Santa Bárbara, en Texcoco, de las pupilas del burdel de Loor. Con el número 13, su primer diablo, Danniel se la llevó a la cama y gozó de sus excelsos favores, solo que se enamoró y apareció el segundo chamuco: este, más diablo que viejo, pues el interfecto apenas rozaba los treinta y tantos años, lo sedujo con la posibilidad de casarse. En una barandilla del juez civil Danniel entregó el paquete, «hasta que la muerte nos separe, Maude de mi corazón», y se entretuvo dilapidando con ella los recursos públicos que pasaron por sus manos hasta que su conducta se volvió escandalosa y fue marginado de la política. No, no tuvo que intervenir la Parca para que a los pocos meses la putilla lo dejase, vestido y alborotado, por un garañón francés que literalmente le pintó los cuernos.

—Así que abusado, Ezequiel —dijimos al unísono Luis y yo cuando comentamos el desaguisado—. Ya vimos cómo la Majo de Savigny te trae flechado y estás a punto de entregarle tu zalea para que se cubra las espaldas con ella, y al mismo tiempo la extienda sobre las de aquellos que, por cincuenta pesos la noche, pueden repasarle el chocho. No te olvides, jamás lo hagas —agregué haciendo alarde de los conocimientos de inglés adquiridos en la prepa—, que, como ha escrito Gertrude Stein, a whore is a whore is a whore, dondequiera que se encuentre y sin importar con quién comparta la vida.

Ya sé que a estas alturas las apariencias pueden hacerme parecer un vago, una especie de Periquillo Sarniento, aunque con un pedigrí más preclaro; sin embargo, y a pesar de que las crudas podían ser devastadoras, no descuidé mis estudios. Cursé la preparatoria sin manchar el plumaje y aprendí, además de lógica aristotélica —disciplina que me adiestró en el uso de los silogismos falsos que tan útiles me serían en el futuro—, biología de los gusanos platelmintos, en especial de la taenia, que vive en el tubo digestivo de la mayoría de los mexicanos en complicidad con las amebas; la tabla de los elementos químicos, atribuida por mi maestro al químico Mendeléyev, a pesar de que algunos compañeros aseguraban que no era de él, y la historia de los falansterios de Fourier.

Los vericuetos del hígado y las disputas entre los riñones me llevaron a la Facultad de Medicina, donde tomé clases de Diagnósticos Analíticos con el doctor Gastón Melo e Introducción a la Cirugía con el doctor Gonzalo Castañeda. Asimismo, asistí al anfiteatro para observar las clases de Anatomía que impartía el doctor Aquilino Villanueva, y cuál no sería mi sorpresa y una gran desilusión al verme caer desvanecido ante una gota de sangre que surgió a la primera punción de un cadáver fresquecito, que no exquisito.

—Padece usted de hemofobia, compañero Jurado —sentenció uno de los asistentes y con ello me partió la madre.

—¿Hemo... qué? —clamé desconsolado.

—¡Hemorroides! —aulló un fósil que se sentaba en la última fila de la gradería, y las carcajadas sacudieron el recinto.

Volteé a verlo con rabia, aún en pleno desconcierto, y el infeliz replicó:

—¡Que tienes almorranas, Jurado, joder!

No pude resistir las burlas de mis compañeros y salí pitando. Días después, el doctor Villanueva me explicó el fenómeno de que había sido objeto.

—Un vahído, Jurado, que pudo ser provocado por los humores que exhala la sangre y los vapores del formol que se usa para evitar la descomposición de la carne —opinó el galeno—. No creo que se lo haya causado el color rojo ni la textura pastosa porque, si no me equivoco, usted está acostumbrado a sacarle el mole a quien lo rete o se le ponga al brinco. ¿No es así?

El doctor Villanueva tenía razón, y sin abundar en el relato pormenorizado de las lesiones que había infligido a lo largo de mi vida, pude explicarle que a mí la sangre me hacía los mandados.

—No me espanta, profesor, nunca lo ha hecho —aseveré—. Debe haber sido el olor que, la verdad, es nauseabundo. ¿Qué me aconseja?

—Termina el año, Bernabé, y de acuerdo con lo que aprendas en las diferentes materias, podrás decidir si quieres seguir o no la carrera de Medicina.

Me empeñé con ahínco, lo juro, sobre todo en las clases de anatomía. Memoricé los nombres de todos los huesos, músculos y tendones; conocí al dedillo el sistema nervioso. El aparato digestivo me daba mucho asco, pero lo tragué con buches de agua... Le rompí la nariz al fósil que se había burlado de mi debilidad y su sangre no me impresionó en lo más mínimo. Sin embargo, las disecciones se me volvieron un coco y comencé a dudar acerca de si la medicina era la vocación que me llenaba el buche.

Un incidente familiar vino a definir la profesión a la que debería dedicarme. Sucedió que mis tías, arpías voraces, denunciaron el intestado de mi padre, el difunto Miguel Jurado Aizpuru, manifestando que el desaparecido no había dejado descendencia, por lo que conforme a derecho ellas eran las únicas herederas.

El chanchullo se cocinó en el despacho del abogadete Hernando Gutiérrez, alias el Chaperas, que adolecía de un aliento espantoso que uno prefería evitarse, quien con el objeto de segregarnos a mis hermanas y a mí de la sucesión paterna, misma que implicaba la propiedad de varios terrenos y dos casas en Durango —bienes acerca de los cuales mamá y sus hijos no teníamos ni la menor idea—, tuvo la brillante idea de alegar que mis padres no habían contraído matrimonio, y por ende sus hijos éramos ilegítimos.

—Ni modo, Bernabé, son hijos de temporal, y por lo pronto ya se chingaron —condenó mi tía Austreberta y me dio con la puerta en las narices.

Dos horas me pasé sentado en una banca de la alameda de Santa María, a fin de redactar una carta que no lastimara los sentimientos de mamá Guadalupe con preguntas directas o afirmaciones que, mal entendidas, podrían ofenderla; después me fui al portal de Santo Domingo y contraté a un evangelista para que la pasase en limpio y la enviara por correo. Tuve, debo decirlo, que interpolar un párrafo en el que le pregunté si yo podía ostentar el apellido Jurado o este me sería privado.

Luis me encontró hecho un energúmeno, arrojando cosas por doquier y golpeando las paredes con mis puños.

—¿Qué te pasa, primo? —inquirió y le solté una retahíla de sandeces que tuve que organizar para que pudiese entenderme—. ¡Las brujas te quieren despojar de la herencia, y además, convertirte en un bastardo! ¡Hijas de la gran chingada! ¿Pero es que vas a dejarte?

—Tengo que esperar a que mi madre conteste —dije con un tono neutro que reflejaba mi falta de seguridad y carencia de esperanzas.

—Sí, eso está bien, primo —concedió—. Pero en lo que llega la respuesta de mi tía Guadalupe, vamos a exponer tu caso con algún jurisconsulto y ver qué nos aconseja.

Luis conocía, gracias que tenía una novia que era mesera en el café Campoamor donde a veces le invitaba un frugal desayuno, a un leguleyo que cursaba el tercer año de la carrera en la Escuela Libre de Derecho. De nombre David Rodríguez, era famoso por ser atrabancado y entrón, y cuando le faltaban argumentos para dirimir sus asuntos no titubeaba en esgrimir una pistola calibre .45 para que sus contendientes agacharan la cabeza y le dieran la razón.

—¿Cómo la ve, compañero? ¿Nos vamos a entender, o a poco me va a obligar a...? —nunca terminaba la frase, no era necesario; le bastaba con palpar el bolsillo donde llevaba el arma, para que el negocio se resolviera a satisfacción.

—Búsquenme en el baño turco que está en el interior de la peluquería El Harem y ahí platicamos —indicó a Luis, quien, para estar seguro, indagó:

—¿La que está en la calle de Bolívar, licenciado?

—Esa, entre Madero y 16 de Septiembre, Jurado —precisó Rodríguez.

El vapor me quemó la espalda en cuanto entramos envueltos en unas toallas. No era posible distinguir las figuras de los hombres, mucho menos sus facciones; sin embargo, Luis aguzó la vista y lo descubrió en un rincón junto a una bandeja en la que había tres vasos con jugo de naranja.

—El jugo va por mi cuenta, jóvenes —dijo a manera de saludo y tomó un trago largo. Bebimos y agradecimos el gesto—. A ver, cuénteme de qué se trata, Bernabé —ordenó sin perder el tiempo. En unos minutos relaté lo que sabía de memoria: mis tías, con artilugios de la peor calaña, pretendían desheredarnos de unos bienes y negarnos el apellido paterno—. ¿Pero su madre tendrá consigo el acta de matrimonio y las de nacimiento de usted y sus hermanas? —sondeó para tantear el terreno.

—No lo sé, David —me atreví a tutearlo y me pareció que le gustaba—. Cuando Pancho Villa asesinó a mi padre, para que nadie pudiera disputarle la propiedad de la hacienda de Canutillo mandó quemar todos nuestros documentos en los archivos de Villa Ocampo, cabecera municipal a la que pertenece la hacienda.

Rodríguez miró a Luis y levantó los hombros en señal de que estábamos fregados; luego se quedó meditando un rato. El vapor, aunado a la angustia que sentí, comenzó a asfixiarme. David advirtió mi congoja, se levantó, me dio una palmada y dijo:

—Ahora vengo, compañero; voy a darme un duchazo de presión con agua helada para aclarar mis ideas. —Regresó a los cinco minutos—. ¡Ya lo tengo! —anunció con una sonrisa en los labios—. Vamos a simular que las actas vienen en camino, lo que les asegura prelación en los derechos sucesorios; pero diremos a sus tías que ni usted ni su madre quieren entablar un pleito judicial, que prefieren llegar a un arreglo por las buenas, de suerte que todos, incluyéndolas a ellas, queden beneficiados.

Entendí la mitad de lo que dijo. No sabía nada de la jerga que usaban los abogados, todavía no, mas ya llegaría mi turno, y me conformé con inquirir:

—¿Pero de dónde vamos a sacar las actas, licenciado?, que por cierto voy a necesitar para tramitar un pasaporte que me permita ir a Estados Unidos, donde quiero aprender mecánica.

David Rodríguez no se inmutó con mis razonamientos: uvas peladas que no le servían ni de aperitivo. Unas patas de gallo dieron brillo maligno a sus ojos.

—Las actas, Jurado, son peladillas; nos las hacen en tres días en Santo Domingo. Pero, pero, amigo, usted, sin darse cuenta, me ha dado una pista que nos llevará al tesoro: va a pedirle a una de sus tías, la que sea más pendeja y cariñosa, que, para poder tramitar el pasaporte, le firme una carta, que yo redactaré, en la que dé testimonio de que es hijo legítimo de Miguel Jurado Aizpuru. «Un trámite, tía —le va a decir—, que me alejará de ustedes y de las pretensiones que pudiese tener respecto de los bienes que dejó mi padre.» Mientras, yo me encargo de ablandar al Chaperas y convencerlo de que no la haga de tos, «porque fíjese, licenciado Gutiérrez, que están en barata los catafalcos del Panteón Francés».

La tía Magdalena cayó redondita y firmó, sin ver, el documento que preparó mi «abogado». Por su parte, David Rodríguez, ¿o sería su Colt .45?, convenció al Chaperas de no iniciar el juicio testamentario de mi padre y de llegar a un acuerdo.

—Es más, Bernabé, si quieres, las podemos acusar de fraude —sugirió—, y mientras se aclaran las cosas, meterlas un rato en el bote.

No quise —aún mi maldad no había madurado—, aunque se lo merecían las cabronas. Mandamos hacer un avalúo de los inmuebles y la tía Austreberta tuvo que tragar camote. Después, estos se vendieron a un ganadero, un tal Zozaya de Durango, y la tía Elpidia se atragantó con pinole. El reparto del pastel se hizo en varias raciones: unas de boniato para mis «parientas», que tuvieron que compartir con el Chaperas; otras, de almendra con chocolate para mamá Guadalupe y sus hijos. La rebanada más grande, con nata y gragea, fue para David Rodríguez, quien se la ganó a pulso y además me transmitió una lección, aprendida del maestro Mendieta y Núñez, de lo que representaba el título de abogado: «una patente de corso para esquilmar viudas y procesados», definición que yo honraría con creces ya que en muchos casos actuaría, cuando me portaba bien y no me excedía, como rábula explotador de viudas y delincuentes.

Con el dinero de la herencia, mamá compró la casita que habitaba en Parral y mis hermanas vinieron a radicar a la ciudad de México. Carmela y su marido, Carlos Montemayor, iniciaron un negocio dedicado a la ferretería que, aunque nunca pudo competir con la célebre Casa Boker que se localizaba entre las calles del Coliseo Viejo y del Espíritu Santo, dio lo suficiente para su manutención y las lecciones de canto y ópera que tomaba mi cuñado. Consuelo, Chelo para mí, ingresó en la Escuela Bancaria y Comercial, ubicada en las calles de la Palma, donde se hizo amiga de las entrañables «golfas» Toña, Graciela y Rosa Flor Alegría, cuyo padrote, Quique Merino, tenía un negocio de distribución de esencias para perfumes que siempre me fascinaron.

¿Las actas? Jamás aparecieron y mamá no pudo aclarar si ella y papá se habían casado o vivido en concubinato.

—¡Me dio un anillo el día que me besó por primera vez, y me dijo: «eres mi mujercita, Guadalupe»! ¡Si eso no es estar casados, Bernabé, pues no me imagino cómo se le hace!

No quise abundar en el tema, ya de por sí escabroso. Tuve que apechugar mi bastardía y, como el duque don Juan de Austria, hacer los estudios necesarios para obtener mi patente de corso.