Capítulo I

Infierno en Ferrocarriles

COMO TODAS LAS BUENAS HISTORIAS alrededor del sindicalismo en México, la de Ferrocarriles empezó mucho antes de la llegada del charro sumiso Víctor Félix Flores Morales; comenzó con una lucha y un hombre fiero y de principios que la encabezó. Su nombre: Demetrio Vallejo Martínez, memoria viva y uno de los máximos símbolos de la lucha obrera por la reivindicación del sindicalismo independiente; un oaxaqueño altivo, indoblegable hombre de hierro que, en junio de 1958, llegó a la Secretaría Nacional. No hubo ni una duda, ni protesta: 56 mil votos contra nueve de Salvador Quiroz –aunque en algunos registros aparece también el nombre de José María Lara–, impulsado por la Secretaría del Trabajo.

Por añadidura, se le otorgó la Presidencia de la Gran Comisión pro Aumento de Salarios del gremio. Vallejo tenía una comprensión intuitiva de los problemas de sus compañeros y era dueño de una impresionante perspicacia y astucia. Su movimiento rescataba las líneas que, desde su fundación el 13 de enero de 1933, había establecido el Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana (STFRM), cuando contaba entre sus filas con 35 mil trabajadores: “Eliminar los obstáculos que dificulten el progreso y la consecución del poder para los trabajadores”. Vallejo era congruente. Desafió a los presidentes Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos. Entre finales de marzo y principios de abril de 1959 estuvo a la cabeza de la huelga histórica de los rieleros.

Con el líder campesino morelense Rubén Jaramillo Némez,1 estaba en los primeros lugares de los personajes que López Mateos quería eliminar desde que empezó su administración el 1 de diciembre de 1958. Pero ni éste, ni su antecesor, Ruiz Cortines, encontraron la fórmula para acabar con la popularidad de Vallejo y Jaramillo. La hostilidad y persecución contra el primero empeoraron con aquel paro del 59. La represión dejó un saldo de, al menos, 3 mil trabajadores detenidos en todo el país, entre ellos Vallejo, Hugo Ponce de León y Alberto Lumbreras. Luego se les se sumaría otro histórico luchador, Valentín Campa Salazar.

El vallejismo venció al miedo, marcó para siempre las luchas del siglo XX, unificó a trabajadores de todo el país, involucró a sectores de la sociedad que no tenían relación con los ferrocarrileros y resistió los embates del gobierno, pero el ejército le respondería con la tortura y otras medidas salvajes: de los 3 mil detenidos, 800 lo fueron por largos periodos, 150 fueron acusados de ser agitadores comunistas y por lo menos 500 fueron a juicio. El encarcelamiento de Vallejo se dio a través del alegato de imaginarios delitos contra la República: sabotaje y disolución social. Casi 12 años lo mantuvieron en prisión –en el Palacio Negro de Lecumberri–, pero también tras las rejas desafió a la Presidencia de la República. Lo encarcelaron, pero no lo doblegaron.

Sin embargo, su encarcelamiento fue un golpe brutal para el sindicalismo obrero. Como primera medida de control, el gobierno lopezmateísta impuso a los ferrocarrileros el liderazgo dócil de Alfredo A. Fabela hasta 1962. Ese año, a través del golpeador y represor chiapaneco Salomón González Blanco –desde su despacho mayor en la Secretaría del Trabajo–, el presidente López Mateos apretó las tuercas todavía más y llevó a la Secretaría Nacional del sindicato a un charro mayor, quien alguna vez intentó navegar con bandera de democrático: Luis Gómez Zepeda o Luis Gómez Z, como le gustaba ser llamado.

Corrompido y corrompiendo, éste se quedaría allí hasta 1968 y mantendría el control de la organización hasta 1992 a través de sus marionetas José C. Romero Flores, Mariano Villanueva Molina, Tomás Rangel Perales, Jesús Martínez Gortari, Faustino Alba Zavala, Jorge Oropeza Vázquez, Jorge Peralta Vargas y Lorenzo Duarte García. Y con él, con Gómez Z, comienza la historia que rige el presente del movimiento ferrocarrilero; con él también se fincan los procedimientos, fraudes y malversaciones que decidirían su futuro y el futuro de un sindicato histórico y revolucionario, hasta casi su extinción, con el veracruzano Víctor Félix Flores Morales, mejor conocido como Víctor Flores.

Ajustado a los intereses del charrismo sindical y a la desproporcionada repartición de la riqueza –a manos llenas para líderes, y mendrugos para el trabajador–, el nombre de Víctor Flores está rodeado por secretos a voces, referencias de abuso, insinuaciones sobre crímenes, denuncias públicas de corrupción, compra de periodistas y gansterismo. Su imagen como líder del sindicato ferrocarrilero ha quedado detenida en los vericuetos del poder y una maraña de complicidades; en términos rieleros, sortea el camino de tierra fangosa, cascajo, durmientes apolillados y residuos de cualquier abandonado taller de trenes. Muchos desean acabar con el reinado de este viejo bailarín, maestro de vals, que forjó su ascenso al más puro estilo priista y lo robusteció durante el gobierno de los panistas Vicente Fox Quesada y Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, pero nadie se atreve a hacerlo.

Desde el 1 de febrero de 1995, el ahora septuagenario Flores engalana una deshonrosa galería de dirigentes que se arrebujan en los vicios del sindicalismo, las componendas internas de los partidos políticos o el desaliño de los puestos públicos, y en la que destacan como actores principales Joaquín Hernández Galicia, Jorge Peralta Vargas, Eduardo Rivas Aguilar, Miguel Ángel Yudico Colín, Francisco Vega Hernández, Gilberto Muñoz Mosqueda y Antonio Reyes; además de los histriónicos y desaparecidos Fidel Velázquez Sánchez, Leonardo La Güera Rodríguez Alcaine, Napoleón Gómez Sada, Nezahualcóyotl de la Vega García, Sebastián Guzmán Cabrera, Salvador Barragán Camacho, Luis Gómez Zepeda y el folclórico Jesús Díaz de León

De estatura baja, moreno, bravucón, despótico, de figura desaliñada –cuyo rostro picado, como de piña, y apariencia corporal distan mucho de los jóvenes bonitos, telegénicos, del nuevo PRI– y vestir a veces disparatado por sus particulares combinaciones de camisas de seda, Flores ha dado mucho de qué hablar. Confeccionando, cual si fuera sastre, su liderazgo a la medida del presidente en turno, como una sombra lo persiguen cientos de denuncias –los números han llegado hasta 15 mil– presentadas por ferrocarrileros, quienes lo involucran en desvíos multimillonarios de los fondos de liquidación de Ferrocarriles Nacionales. Su credibilidad está en duda desde antes de ascender a la Secretaría Nacional. A partir de entonces enfrenta acusaciones por malversación y enriquecimiento ilícito.

Nadie en su sano juicio le pediría una rendición de cuentas ni sostendría una discusión teórica sobre lo que ha pasado en su sindicato en los últimos 30 años. Y nada parece exagerado cuando se habla de él, se le cuestiona o se le critica. No ha tenido reparos para lucir en la muñeca del brazo derecho, por ejemplo, relojes costosísimos. Una de tantas anécdotas –plasmada para la historia en fotografías de algunos diarios– narra cómo, durante la ratificación de Joaquín Gamboa Pascoe como presidente del Congreso del Trabajo, en 2009, Flores lució uno de la prestigiosa marca Vacheron Constantin con correa de piel, bisel y caja en oro amarillo, máscara de turquesa, valuado en 50 mil dólares. A pesar del hermetismo judicial, se sabe que al menos se han presentados dos denuncias legales por malversación de fondos. Y ferrocarrileros jubilados le han documentado, en diversas épocas y al mismo tiempo, la propiedad de seis automóviles para uso personal: de Mercedes-Benz a Jaguar, camionetas Lincoln, Land Rover, Ford Expedition y Suburban.

Hasta el cuestionado dirigente minero Napoleón Gómez Urrutia, prófugo de la justicia y autoexiliado en Canadá, y Francisco Hernández Juárez, virrey de los telefonistas, lo han cuestionado. Jesús Ortega Martínez, ex presidente del Partido de la Revolución Democrática (PRD), demandó a Flores en mayo de 2003 por desviar 600 millones de pesos de las pensiones de los obreros para la campaña presidencial de Ernesto Zedillo en 1995; y los trabajadores lo denunciaron públicamente por el mismo delito, pero para la campaña presidencial de Francisco Labastida Ochoa en 2000. También se le ha acusado por los delitos de fraude, abuso de confianza, discriminación relacionada con derechos laborales y amenazas.

En 2005, el líder del STFRM fue acusado de aprovechar el proceso de liquidación de Ferrocarriles para despojar a los jubilados de más de 30 mil millones de pesos y saquear los fondos que tenían ahorrados desde 1936 en la sociedad mutualista Previsión Obrera que desapareció, quebrada, en 1998. Valga decir que fue ésta la crónica de una quiebra anunciada con mucha anticipación. Una revisión que llevó a cabo la Comisión Nacional de Seguros y Fianzas (CNSF) durante la primera semana de octubre de 1986 encontró que había un faltante preliminar superior a 32 mil millones de pesos en las reservas técnicas.

El manejo de los recursos fue siempre un caos. Flores y sus antecesores no supieron cómo administrarlos o, de plano, se dedicaron a utilizarlos para otros fines. Se calcula, por ejemplo, que el sindicato se lleva unos 40 millones de pesos al año –unos 19 millones de pesos por cuotas y otra cantidad similar en honorarios del Fideicomiso Ferronalesjub, una figura fiduciaria creada con dinero de los ferrocarrileros–. Si ha de confiarse en los números oficiales, el STFRM tiene unos 81 mil afiliados, de los cuales sólo poco más de 23 mil están en activo y 57 mil jubilados. Hasta 1992, antes de que empezaran los programas de retiro voluntario, el sindicato contaba con 120 mil trabajadores. Y en menos de dos sexenios –Carlos Salinas y Ernesto Zedillo–, la planta laboral se redujo de 100 mil trabajadores a 15 mil –algunos ponen el número en 30 mil, pero sin las prestaciones ni la seguridad que tenían hasta antes de 1995–. El contrato colectivo de más de 2 mil páginas se cortó a menos de 100, mientras el número de cláusulas pasó de 3 mil 35 a sólo 208 en 1996 y, una década más tarde, bajó a 38. Aunque los socios jubilados cuentan con un representante nacional y pueden participar en las asambleas, y a pesar de que son mayoría y pagan sus cuotas sindicales puntualmente, no tienen derecho a voto. Por eso, Flores y su equipo tienen asegurada, hasta 2018, su injerencia en el fondo de pensiones.

La CNSF levantó un acta en la cual se hace constar que hasta diciembre de 1995 el sindicato había sacado de la sociedad mutualista más de 22 mil millones de pesos mediante préstamos, algunos dedicados a apoyar campañas priistas. Así, en agosto de 1994, siendo Flores tesorero del sindicato, recibió 900 mil pesos para “promoción del voto ciudadano” con motivo de las elecciones federales de ese año. Cada vez que el entonces presidente Zedillo visitaba el sindicato se sacaban recursos del fondo mutualista para organizar la bienvenida a su “jefe”, el Ejecutivo en turno, y otros encuentros similares, advirtieron Fabiola Martínez y Andrea Becerril, en un amplio reportaje que publicaron en la edición del 4 de octubre en el periódico La Jornada.

La marca distintiva de Ferrocarriles Nacionales es y ha sido el escándalo. Pero en septiembre de 2010 los jubilados enfrentaron, quizás, su momento más dramático cuando se enteraron de que los líderes del sindicato se habían acabado el dinero para el pago vitalicio de pensiones y jubilaciones de los trabajadores, depositado en el llamado Fideicomiso Ferronalesjub 5012-6, proyectado para cubrir pagos hasta 2032 y que contaba con un monto de 19 mil 568 millones 961 mil 329 pesos. En otras palabras, estaba a un paso de la bancarrota y necesitaba, de emergencia, fondos gubernamentales. Por extrañas razones –mucho se atribuyó al agradecimiento del entonces presidente Felipe Calderón Hinojosa porque Flores le mantuvo a raya a los ferrocarrileros–, las secretarías de Hacienda y Comunicaciones aceptaron cubrir el déficit de 15 mil 699 millones de pesos.

El periódico Reforma dio a conocer en su edición del 20 de septiembre de aquel año que “según una auditoría practicada a dicho fondo, creado en 1997, sólo se han destinado 4 millones de pesos mensuales al pago de pensiones y jubilaciones. […] Unos 220 millones de pesos mensuales han sido utilizados en prestaciones de los fideicomisarios, gastos de administración, honorarios e impuestos. También se ha detectado el pago a ferrocarrileros ya muertos. […] Los jubilados han denunciado a la dirigencia por fraude y desvío del fideicomiso. En un oficio enviado a Hacienda el 28 de julio de 2010, legisladores solicitan que se atiendan las recomendaciones que formuló la Auditoría Superior de la Federación (ASF), dentro de las revisiones a las Cuentas Públicas de 2004 y 2007, respecto al fideicomiso. […] La ASF detectó en 2004 que no se acreditó el pago de pensiones del orden de 17.1 millones de pesos por 111 jubilados con edad mayor a 98 años. […] En el análisis de 2007, la ASF observó un déficit de 13 mil 817 millones 800 mil pesos”.

LLENO DE SOSPECHAS

En 1995, izada en todo lo alto la bandera del neoliberalismo económico, en un proceso turbio y ciertamente anunciado desde julio de 1993, Víctor Flores llegó a la Secretaría Nacional y se puso en marcha el programa por el que el gobierno entregó Ferrocarriles Nacionales de México (Ferronales o FNM) a la iniciativa privada. Ese año, el ferrocarril histórico murió, fue privatizado y en 1997 se suspendió el servicio de pasajeros. El ferrocarril se descarriló en medio de la ineptitud y la corrupción. Triste e irónica la herencia: desmantelamiento de talleres; pueblos fantasma; abandono de estaciones que por décadas sirvieron de tránsito al tren de carga y pasajeros –Ciudad Ixtepec, Empalme, Benjamín Hill–; fogoneros, auditores, maquinistas, despachadores, guardavías, carpinteros, garroteros y electricistas en el desempleo. Y el control de 20 mil 687 kilómetros de vías en manos de cinco grupos empresariales: Ferrovalle, con Ferrocarril y Terminal Valle de México; Ferromex, Pacífico Norte; Ferrosur, Sureste; FIT, Istmo de Tehuantepec, y Kansas City Southern de México S.A. de C.V. (antes TFM), Noreste.

La complicidad de la dirigencia encabezada por Flores permitió a Zedillo cumplir con los lineamientos del Banco Mundial (BM) que promovía la privatización en todos los países del llamado Tercer Mundo. Según señalaba, el ferrocarril debía ser concentrado y operado en su totalidad por el sector privado para cumplir con la apertura que promulgaba el libre comercio. Las presiones del organismo se habían dejado sentir desde mayo de 1992, cuando una comitiva encabezada por el analista financiero Zvi Raanan, el ingeniero José Baigorria y el economista Robin Carruthers sugirió que Ferronales adoptara un programa para racionalizar y modernizar el sistema ferroviario mexicano. Los primeros pasos se darían a través de la subcontratación de talleres y algunos servicios. Dócil y adelantándose a los deseos presidenciales, el sindicato aceptó modificar el contrato colectivo de trabajo.

Como la de muchas otras privatizaciones entre el salinato y el zedillismo, la historia de la liquidación de Ferronales está plagada de puntos oscuros y sólo algunas verdades: las primeras subcontrataciones se reportaron en mayo de 1994. Talleres de Monterrey, el Valle de México y Xalapa se entregaron a la firma francesa-inglesa GEC-Alsthom. Nada detuvo el proceso: un mes más tarde el consorcio Gimco –dedicado a la operación de talleres de reparación y mantenimiento de locomotoras y carros de ferrocarril, que incluía a la firma canadiense VMV– operaba talleres de Chihuahua y Torreón, donde presta servicios a locomotoras propiedad de Ferromex. En noviembre de 1999, Gimco puso en marcha un proceso, que concluyó en enero 2000, para deshacerse de todas sus acciones de capital social –menos una–. Los estadounidenses entrarían por San Luis Potosí y Acámbaro, Michoacán, a través de Morrison Knudsen, y se suprimieron los talleres de la región Benjamín Hill, en el estado de Sonora.

Verdad también es que, después de más de dos años de largas e interminables discusiones, acalorados debates sobre la privatización, el cambio de patrón era un hecho y lo trabajadores fueron obligados a renunciar, aceptar el retiro voluntario o jubilarse. En cualquiera de los casos, los que se quedaran perderían su antigüedad y sus históricas condiciones de trabajo al ser recontratados por los nuevos empresarios. No había nada peor; bueno, sí, según las amenazas que les llegaban por todos lados: el desempleo, porque serían incluidos en una lista negra si se negaban a firmar algunos documentos a su sindicato. En algunas secciones, como en la 8 de Empalme, Sonora, los 3 mil 700 sindicalizados se decidieron por el paro. Y estallaron en huelga. Fue una victoria parcial de los trabajadores, pero no hubo marcha atrás. La privatización era un hecho.

En esta primerísima etapa, 8 mil trabajadores quedaron desempleados. La gran oleada de la privatización llegó en marzo de 1996 con la primera concesión –o permiso especial del gobierno federal a empresarios privados para operar ferrocarriles– por 50 años; el gobierno zedillista recibió unos mil 400 millones de dólares. La dirigencia florista se convirtió en un aliado muy eficaz de las privatizaciones, partidaria de la empresa estatal, simpatizante de los nuevos patrones y una muy pobre defensora de los sindicalizados. Desde entonces, ha formado una mano de obra dócil y maleable al capricho de los empresarios.

El proceso de privatización y el otorgamiento de concesiones a empresas privadas para operar el ferrocarril no pudo ser más calamitoso para los trabajadores. A decir verdad, con el apoyo de dirigentes como Jorge Peralta Vargas, Lorenzo Duarte García, Praxedis Fraustro Esquivel, Antonio Castellanos Tovar y Víctor Flores, el neoliberalismo, que se puso en marcha durante el gobierno de Miguel de la Madrid Hurtado (del 1 de diciembre de 1982 al 30 de noviembre de 1988), resultó una herramienta eficaz para minar, lenta e inevitablemente, a los ferrocarrileros. De la Madrid aceptó todas las políticas impuestas por los organismos financieros internacionales. Se comprometió a no conceder ningún aumento salarial a los trabajadores.

Y en ese proceso que se prolongó durante 18 años o tres sexenios –De la Madrid, Salinas y Zedillo, aunque los panistas Vicente Fox y Felipe Calderón seguirían por el mismo camino–, los sindicatos corporativistas renunciaron, de nueva cuenta, a sus derechos. Los trabajadores quedaron a la deriva. En ese contexto, durante los primeros años de la década de 1990, Ferronales vivió una lucha muy violenta por el control de un sindicato que históricamente se articulaba en políticas clientelares y había pasado por etapas en las que la gerencia de la empresa y la Secretaría General del sindicato –cuyos nombramientos salían desde la Presidencia de la República– eran cabecillas de bandas internas dedicadas al robo de piezas, la rapiña, el hurto de equipaje. El director gerente y el líder controlaban una empresa que ellos mismos se encargaban de saquear. Valgan las palabras, eran ladrones con licencia gubernamental. Todo lo que se decía de Ferrocarriles era verdad. Era una copia de las buenas y malas películas de gánsters producidas por Hollywood.

“El robo es una de las prácticas empresariales más comunes y extendida hacia algunos trabajadores de confianza y de base, que afectan la productividad y, por ende, la rentabilidad de la empresa. Tan sólo en el periódico El Rielero aparecen 60 artículos relacionados con la corrupción o robo empresarial en el periodo 1970-1980. Es precisamente el periodo administrativo de Gómez Zepeda. [Y] una de las prácticas corruptas empresariales más frecuentes se realiza con la adquisición de locomotoras”, escribió Marco Antonio Leyva Piña, investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) Unidad Iztapalapa.

En su estudio Poder y dominación en Ferrocarriles Nacionales de México 1970-1988, que se publicaría en 1995 como libro patrocinado por la universidad y la fundación Friedrich Ebert Stiftung, Leyva Piña cuenta cómo en 1978 Gómez Z adquirió, con opción a compra en cinco años, 37 máquinas usadas, pero al llegar a México, “muchas tuvieron que ir directamente al taller porque eran de desecho. […] Gómez Z, es el mejor cliente que los gringos han tenido para guardar chatarra”. En 1972 El Rielero daba cuenta también de cómo, en San Luis Potosí –y sólo era una imagen de lo que pasaba en el resto del país–, encargos que podían ser ejecutados por los trabajadores de planta eran enviados a talleres particulares. “El subgerente, ingeniero Roberto Méndez, mandaba a reparar las armaduras eléctricas, motores de tracción y generadores principales para ser embobinados en un taller de su propiedad. Y Ferrocarriles compraba, a particulares, las zapatas, cuando la planta de Aguascalientes –donde podían fabricarse– trabajaba al 50 por ciento de su capacidad”.

Amparado en la protección de los secretarios de Comunicaciones, Gómez se había tomado otras “pequeñas” licencias, como desaparecer el sistema de talleres de fundición para hacerse de un negocio personal con la chatarra de los ferrocarriles –de motores de las máquinas a las vías–. En el saqueo, escribió Leyva Piña, “algunos trabajadores participan como ‘hormiguitas’, poco a poquito se llevan lo que consideran que ‘está mal puesto’, desde alambre, estopa, instrumentos de trabajo, todo lo que sea posible para compensarse los bajos salarios. También es frecuente que los empleados de la vigilancia estén en complicidad con bandas de delincuentes para atracar los furgones de carga”.

Todos se robaban a todos y todos robaban a la empresa. Ferronales –empresa en la que los requisitos de ingreso fundamentales eran el parentesco o derecho de sangre, el más importante y que dio nacimiento a la llamada realeza ferrocarrilera, recomendación del líder sindical, compadrazgo, “parentesco” matrimonial y, de cuando en cuando porque tenía a su disposición personal 101 de las 711 plazas de confianza, el dedazo directo de la Gerencia General– fue aceptando como normales las prácticas corruptas desde el liderazgo sindical y administrativo, o desde la plaza en la categoría más baja del escalafón hasta la de más alta remuneración. Entre sindicalizados y de confianza, la corrupción era vista como una especie de complementación económica, una esperanza de vida. Como en ninguna otra empresa aplicaba el señalamiento “la corrupción somos todos”.

Por esa malsana normalidad nadie quiso mirar al pasado cuando en febrero de 1986 fue impuesto, en la Secretaría Nacional del Sindicato, un asesino convicto. Los oscuros hilos que tejen esta historia son contados por Fernando Miranda Servín en su libro La otra cara del líder. La historia de un capo sindical ferrocarrilero, de 1992, que dio paso en 1993 a La otra cara del líder. Otro delincuente en el sindicato, cuya edición fue financiada en su totalidad por el propio Víctor Flores, en aquella época el ambicioso tesorero del STFRM. A este libro seguiría, en 2006, el proyecto inconcluso de Un asesino en el sindicato, texto que, por falta de editores, fue dado a conocer al público a través de un blog en Internet con el mismo nombre. En este último documento, el autor reconocería y confesaría cómo y por qué aceptó escribir por encargo contra el entonces dirigente Praxedis Fraustro Esquivel, víctima en 1993 de un atentado con arma de fuego.

Hoy, ya sereno, amable como es desde siempre y en una vivienda modesta, muy alejado de la política sindical ferrocarrilera, Fernando acepta que no está muy orgulloso con la presentación de aquel texto en el que, “a petición de Víctor Flores”, hizo en la portada dos señalamientos mordaces y violentos que impactaron directo en los de por sí endebles cimientos ferrocarrileros y sacaron a la superficie el desbarajuste sindical: “Caso Lombardo –titular de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes– es homosexual: dice Praxedis Fraustro” y “otro delincuente en el sindicato ferrocarrilero”.

Bajo la premisa de que haber escrito un libro por encargo suele convertirse en un bumerán, Miranda Servín no se esconde ni agacha la cara: “Cometí errores, es cierto; no estoy orgulloso de eso; sin embargo, pese a todos los señalamientos que me hicieron y siguen haciendo –traición, chantaje y extorsión, entre otros; además de una lista interminable de calificativos– ninguno de los líderes sindicales ni los ferrocarrileros me acusó de mentir. Por el contrario, el libro vendió y vendió muy bien porque la información salió de los obreros, porque estuve en las entrañas del sindicato y porque entre mediados de 1991 y principios de 1992 viví una contienda interna en la que dos delincuentes se disputaron la Secretaría Nacional.

”En la primera, segunda y tercera edición exhibí las corruptelas de la mafia sindical ferrocarrilera gomezetista, que, hasta ese momento, había ostentado el control absoluto de este sindicato. Luego, invitado por el mismo Praxedis, colaboré en su equipo de campaña ayudándole a redactar su plataforma política y algunos de sus discursos. Le ganamos al grupo charro de Gómez Zepeda, pero el esperado cambio nunca llegó, ya que Praxedis resultó ser igual que los anteriores secretarios y este hecho también lo expuse en la cuarta edición corregida y aumentada de La otra cara del líder.

”Pueden acusarme de ser mal escritor, de inconsistencias en la redacción y en las secuencias verbales, de haber acomodado mal la denuncia pública e incluso de usar un lenguaje poco apropiado, pero, transcurridos 20 años desde la primera aparición de estos libros de autor, nadie ha dicho que mentí. Ni siquiera se descalificó aquella polémica cita sobre Caso Lombardo. Todo estuvo apoyado en documentos internos del sindicato, que me proporcionaron ferrocarrileros cansados de la rapiña de la cúpula sindical”, sazonada por la presencia de un Víctor Flores que se elevaría hasta convertirse en el líder que es hoy.

Las luchas sórdidas del sindicato han acaparado muchas páginas de la prensa mexicana que validan la posición de Fernando: a fines de agosto de 1993, dos meses después de la aparición de la cuarta edición de La otra cara del líder, se hicieron señalamientos y acusaciones públicas para indagar a Gómez Zepeda, líder vitalicio del grupo Héroe de Nacozari y que de 1946 a 1992 –con la breve interrupción de Vallejo entre junio de 1958 y marzo de 1959– controló al sindicato ferrocarrilero; al veracruzano Peralta, líder de 1986 a 1989; y al secretario salinista de Comunicaciones y Transportes, Andrés Caso Lombardo, “ante la sospecha de que alguno o todos ellos pudieran tener” alguna responsabilidad en el atentado que costó la vida a Praxedis, como publicó la revista Proceso el día 23 en el reportaje “En el sindicato ferrocarrilero, disputa por el poder y la riqueza; trasfondo de la muerte de los líderes Lorenzo Duarte y Praxedis Fraustro”.

Enrique Isaac Fraustro, hijo del asesinado dirigente; Jesús Godoy Alvarado, jefe de seguridad; Francisco Peña Medina, responsable de prensa, y el abogado Juan Medardo Pérez cuestionaron el resultado de las investigaciones oficiales y aportaron informes para que la policía capturara a los verdaderos responsables del crimen. Enrique Isaac fue un poco más nítido en sus declaraciones a la revista: “Desde 1986, cuando Peralta Vargas fue secretario general del STFRM, una persona le dijo a mi papá que Víctor Flores había llegado de Monterrey con instrucciones de matarlo. Mi papá decidió presentar la denuncia, en la que responsabilizó a Peralta de lo que le pasara a él y a su familia”. Las declaraciones de Isaac Fraustro quedaron sepultadas en una maraña burocrática-judicial que avanzó poco, por no decir nada, en la investigación. Por otro lado, la peligrosidad de Peralta ha sido ratificada por muchos otros testimonios.

“Miranda Servín ha denunciado las amenazas que contra su padre, Fernando Miranda Martínez, habría proferido el ex líder ferrocarrilero Jorge Peralta Vargas, cuya historia sindical forma parte del tenebroso entramado del que finalmente resultó como producto más conocido el actual dirigente ferroviario Víctor Flores. Miranda es compositor y ha producido de manera independiente el disco Por la avenida Insurgentes, y además ha escrito el libro La otra cara del líder, en el que se relatan las peripecias judiciales y políticas de Peralta. […] Temeroso de que contra él y su familia se pudiesen reproducir los episodios de homicidios sangrientos y actos porriles que caracterizan el actuar de los líderes rieleros actuales, Miranda Servín investigó el quehacer de Peralta y encontró que desde años atrás ocupa una oficina en Cuauhtémoc 1138, en la Ciudad de México, en cuyo teléfono se contestan las llamadas diciendo que allí es la Unidad de Información del secretario de Comunicaciones y Transportes, que en esa fecha era Carlos Ruiz Sacristán. Tal versión ya había sido conocida por esta columna, aunque sin precisión de número de teléfono y de domicilio. En el esquema de cooptaciones, la SCT habría adjudicado oficina, personal y prerrogativas al sombrío personaje que sigue teniendo influencia sustancial en el manejo de los asuntos ferrocarrileros”, escribió el martes 23 de julio de 1998 Julio Hernández López en su columna “Astilleros”, que publica en el periódico La Jornada.

La otra cara del líder no es sólo la sumatoria de problemas espectaculares en el sindicato, ni de las ambiciones de sus líderes o la connivencia con funcionarios del gobierno federal; en efecto, hasta finales de 1985, Flores prefería parecer invisible. Era un hombre misterioso. Su personalidad todavía constituía un enigma. Su mayor virtud: vivir a la sombra de su maestro Jorge Peralta Vargas, en ese entonces líder del sindicato ferrocarrilero. Le profesaba, según recuerdan viejos trabajadores, no sólo lealtad, sino obediencia ciega porque así podía llegar a un puesto mejor, y aguantó continuos actos de humillación de su parte porque a finales de la década de 1960 lo rescató de un puesto degradante o una de las plazas más bajas en el escalafón de Ferrocarriles en Veracruz, lo incorporó a su equipo de colaboradores, lo hizo su hombre de confianza y, finalmente, lo sacó de Veracruz para incorporarlo al comité nacional del sindicato, en el Distrito Federal. Miranda llamó la atención: “Una vez que llegó a la Secretaría Nacional, para cubrir el trienio 1986-1989, Peralta se rodeó de ‘obreros’ incondicionales de pasado dudoso.

”Destacaban León Martínez Pérez, acusado de victimar a un niño; Raúl García Zamudio, del grupo Halcones Ferrocarrileros; Rodolfo Jiménez, especialista en el manejo oscuro de las cuotas sindicales; Gabriel Pedroza, El verdugo de las casas, mote ganado en la dirigencia 1983-1986 por su habilidad para esquilmar trabajadores a través de la entrega de vivienda; Jorge Oropeza Vázquez, con las mismas cualidades que el anterior; José Luis Yáñez Montoya, sobre quien pesaban acusaciones de apropiarse ilegalmente de las cuotas en la Sección 16; y, ‘uno de los favoritos, José Márquez González, de la 15’, a quien se le achacaban habilidades especiales para engañar a los trabajadores.

”Pero el consentido es Víctor Flores, primer vocal del Comité Nacional de Vigilancia, encargado de controlar el ingreso de obreros cuando se abren escalafones […] exigiendo, por plaza, entre 200 mil y 250 mil pesos. […] Por cambio de especialidad pide entre 80 mil y 100 mil pesos, como sucedió en la Sección 12, Jalapa, su natal Veracruz, donde hizo una considerable fortuna, extorsionando. […] Los mismos obreros son testigos del enriquecimiento inexplicable de Peralta y Flores, quienes hacen ostentación de coches último modelo que, antes, estaban lejos de adquirir. […] El 9 de octubre de 1986 se presentó a la casa de mi padre, Fernando Miranda Martínez, una persona –identificada como Roque Lara– para pedirle que sirviera de intermediario conmigo, para convencerme de que no saliera la segunda edición de La otra cara del líder […] a cambio de 25 millones de pesos. […] Argumentó que lo habían enviado Peralta y Flores”.

El tono y las intervenciones de Peralta cambiaron a partir del 3 de febrero de 1986, cuando llegó a la Secretaría Nacional bajo la protección del “líder” vitalicio Gómez Zepeda. Apenas tomó posesión creó un clima de desconfianza y reforzó el apoyo a un grupo interno de choque conocido como Halcones Ferrocarrileros creado por Luis Gómez Zepeda, una mofa del cuerpo paramilitar-policiaco responsable de sofocar movimientos estudiantiles, auspiciado y financiado por el presidente Luis Echeverría Álvarez, en la década de 1970. Peralta tenía sus razones: había pactado una alianza clandestina con el director general de Ferronales, Andrés Caso Lombardo, para fracturar la poderosa corriente de su protector Gómez Zepeda.

Abierto el flanco de la deslealtad gremial o consumada la traición, para 1987 el enfrentamiento Peralta-Gómez Zepeda era evidente. Hasta El Rielero se filtraron en parodia –los ferrocarrileros volvieron la vista a las oficinas de Caso y Peralta– acusaciones contra el líder “vitalicio”: y pensar que una vez en ti creyeron / y un caudal de los charros fuiste tú / y hoy te vemos Gómez Z cómo robas / y hoy los mata de tristeza tu traición / y a qué debo dime entonces tus trinquetes / y a quién compras disimulo pa’ robar / y si dice la verdad viejo ratero / de seguro al frescobote vas a dar. El acuerdo de Peralta con Caso le permitiría al primero levantar un imperio propio, a través de una camarilla que tomaría el nombre de Democracia Sindical. Financiados por la tesorería sindical, los Halcones se encargarían de aplastar a la oposición; además, serían puestos a disposición del Partido Revolucionario Institucional, como sucedió en los hechos, para enfrentar a la disidencia que, en 1987, tomó forma en la Corriente Democrática.

Los Halcones estaban autorizados para espiar cada rincón de las secciones sindicales. Luego, en las luchas intestinas internas se dividirían. Los llamados traidores atenderían a las órdenes de Peralta. Pero siguiendo a unos u otros eran perros custodios que aterrorizaban donde les pedía su líder. Llevaban consigo órdenes concretas: rechazar cualquier negociación pacífica de los conflictos internos; y tenían un lema peculiar o peculiarmente grosero y agresivo: llegar a madrear. Se hizo habitual ver a los líderes sindicales escoltados por un séquito impresionante de Halcones o “ferrocarrileros” armados.

La labor de los golpeadores de Peralta sirvió, pero no tanto. Gómez Zepeda no sólo tenía parte del control sindical. Habría sido un suicidio político ignorar que en 1973 el presidente Luis Echeverría le había entregado Ferronales, nombrándolo gerente general, cargo que se le respetó en el sexenio siguiente de José López Portillo (1976-1982). Todavía lo aguantaron por unos meses de 1983, en el régimen de Miguel de la Madrid. En ese año se reformó el artículo 28 de la Constitución para reconocer el “carácter estratégico” de los ferrocarriles. A la larga demostraría éste ser un cambio inútil. En enero de 1995, con el ascenso presidencial de Zedillo, se aprobaron nuevas reformas al artículo en cuestión para cambiar la palabra “estratégico” a “prioritario”. El cambio tenía un significado: Zedillo abrió la puerta a empresarios, mexicanos y extranjeros, para adueñarse de una actividad histórica para el desarrollo y la seguridad nacionales.

Gómez Zepeda dio acuse de recibo, pero no señales de que pudiera perder el mando sindical. Lo tenía muy presente y lo hizo saber a algunos de sus allegados: por más apoyo que tuviera del PRI, Peralta no era Vallejo. Ni siquiera había un pequeñísimo punto de comparación. Peralta era un asesino convicto y golpeador, protegido por un poderoso primo, Mario Vargas Saldaña, insertado en la cúpula nacional priista. Además, los tentáculos de Gómez Zepeda se desperdigaban por cada rincón por donde hubiera una vía de ferrocarril tendida y una máquina arrastrando un tren. Tenía su propio cuerpo de espías. No cedería el poder sin pelear. Eso sólo lo creían Peralta y Caso. La influencia de Gómez Zepeda se hizo sentir casi de inmediato. En el proceso sucesorio de 1989, Peralta y Zepeda fueron obligados a pactar la imposición del coahuilense Lorenzo Duarte García. Y, por tres años, éste hizo malabares para atender, controlar y estudiar a los dos grupos, entendió sus debilidades y, en febrero de 1992, contra todas las costumbres establecidas, maniobró con astucia para poner en marcha el fraude con el cual anuló la victoria de Peralta e inclinó el recuento de votos al lado del diputado local neoleonés Praxedis Fraustro Esquivel.

Duarte tuvo su primer encuentro con el poder real apenas entregó la Secretaría Nacional. El hostigamiento y la persecución fueron sistemáticos. No lo dejaron llegar muy lejos. En condiciones extrañas y episodios llenos de múltiples versiones, grotescas algunas, inexactas la mayoría, la noche del 24 de junio de 1993, según señalamientos oficiales, murió al estrellar su automóvil contra un tráiler en el kilómetro nueve de la carretera Matamoros-Mazatlán, en el tramo Saltillo-Monterrey. Lo que siguió a los reportes de la Policía Federal de Caminos (PFC) y en las indagaciones posteriores fue una tragicomedia que hizo a policías, peritos, investigadores y agentes del Ministerio Público enredarse en un mar de incompetencia, argumentos peregrinos y contradicciones, mientras la familia exigía, investigaba por su lado y hacía señalamientos llenos de detalles que, como mínimo, levantaron sospechas y mostraron los boquetes de las versiones oficiales.

Testimonios de Pablo Duarte de Alejandro, hijo del finado Duarte García, enfilaron hacia un complot orquestado por la cúpula del sindicato y, en específico, represalias de Jorge Peralta y su grupo, además de venganzas del secretario Caso Lombardo por haber entregado la dirigencia sindical a Praxedis Fraustro Esquivel, en febrero de 1992. Hoy, las causas siguen ocultas, pero nadie ha logrado borrar que, dos meses después del “accidente”, Pablo alertó sobre hilos sueltos de las investigaciones oficiales, por llamarlas de alguna manera, y las coincidencias que hacían sospechar. “Caso llamó varias veces a mi papá para decirle: ‘Te voy a meter a la cárcel si no apoyas a Peralta porque son instrucciones del señor Presidente’, pero mi papá no cedió, reconoció el triunfo de Praxedis. Meses después, Caso dijo: ‘No voy a descansar hasta ver al compañero [Juan José] Pulido –gerente de Previsión Obrera– en la cárcel, y a Praxedis muerto’

”Cada vez que mi papá se encontraba a Peralta, frente a frente, en público o en privado, éste lo amenazaba de muerte, […] hay testigos. […] El resentimiento de ellos contra mi papá se debió a que no querían que llegara alguien al sindicato que pudiera poner al descubierto sus negocios, sus corruptelas, la venta irregular de terrenos en Puebla; en Torreón, el fraude con azúcar a precios subsidiados, supuestamente para ferrocarrileros, pero que en realidad los vendió a las tiendas”.

La incógnita sobre los móviles no se ha despejado, pero en sus investigaciones y lectura del expediente, Pablo hizo otro descubrimiento que entregó a la prensa: “el tráiler que ocasionó la muerte de mi padre es propiedad del ferrocarrilero Erasmo López Villareal, que tiene fuertes nexos con Luis Gómez Zepeda, Peralta y Caso”, y quería ser de nueva cuenta presidente municipal de Ramos Arizpe, Coahuila. Con la ayuda del PRI, pero enfundado en las filas del Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM), López Villareal, conocido también como El Zorro Plateado, había sido alcalde de aquella población en dos ocasiones: 1973-1975 y 1985-1987. Y en 1993 su rival más fuerte se materializaba en la persona de Lorenzo Duarte. Jesús García Calzada, operador del tráiler con el que se estrelló la camioneta de Duarte, quedó casi de inmediato en libertad condicional.

“Dar con Pablo Duarte y convencerlo para que rompiera el silencio a fin de recorrer el velo que había detrás de la muerte de su padre fue fácil. Incluso estuvo de acuerdo en que se grabaran sus revelaciones que más tarde, con su autorización, un grupo de amigos y familiares de Praxedis entregamos al periodista Salvador Corro”, escribió el 19 de noviembre de 2011 Francisco Peña Medina –en su momento jefe de prensa de Praxedis–, en la columna “Tinta en la sangre” que le publicó el portal noticioso Los círculos rojos del poder.

“Pero eso ya es historia; hoy, a 18 años de la tragedia de su padre, Pablo es otro, seducido por el poder y el dinero claudicó en sus convicciones ideológicas y familiares para aliarse con personajes que tiempo atrás despreció. En el colmo de la ignominia hizo compadre a Víctor Flores, al grado de que uno de sus hijos lleva el nombre del dirigente ferrocarrilero. […] Y no es para menos: gracias a él vive con comodidades, se pasea en camionetas de lujo, come en los mejores restaurantes y dirige lo que queda del gremio ferrocarrilero en Nuevo León, pero además sueña con ser diputado con el apoyo, claro, de su compadre, quien por cierto nada le niega”.

JUGOSOS NEGOCIOS

Duarte García y Praxedis conocían bien a sus enemigos, pero ambos cometieron el mismo error: los desdeñaron. Jamás quisieron enterarse que la guerra era inevitable. Se sintieron poderosos e hicieron a un lado la máxima de “a los amigos es necesario tenerlos cerca, pero a los enemigos todavía más cerca”. Algunos de quienes vivieron las elecciones internas del sindicato ferrocarrilero en las que Duarte impuso a Praxedis todavía recuerdan una contienda inmoral a partir del terror y el miedo en la que lo menos indecente fueron la amenaza, la contabilidad amañada de votos, el acarreo de trabajadores y la invención de actas de votación.

Esa época es la que marca el lanzamiento de la tercera edición de La otra cara del líder. La historia de un capo sindical ferrocarrilero; del presidio al presídium, una edición de autor, prohibida en el sindicato, pero vendida clandestinamente entre los ferrocarrileros. Pagada con recursos propios para volver a exponer el lado oscuro y desconocido de Peralta, como lo había hecho en 1986, la circulación del libro corregido y aumentado se convirtió en un preámbulo inesperado del proceso electoral interno que había iniciado a mediados de 1991 y concluiría la primera semana de febrero de 1992 con los comicios internos.

Aunque había cubierto la fuente desde 1985, conocido a dirigentes del sindicato y publicado dos ediciones anteriores, su tercera edición le dio a Miranda Servín, por primera vez, presencia entre la élite del sindicato ferrocarrilero porque daba cuenta de la frivolidad, el caciquismo y las arbitrariedades del poder en un gremio histórico. Los trabajadores del riel se sintieron atraídos por algunos señalamientos temerarios, las intrigas y el catálogo de barbaridades de las que eran capaces sus líderes, además de sus negocios sucios. Estaban interesados en la información, así que el libro empezó a circular de mano en mano.

Los meses que prosiguieron a la toma de posesión, Praxedis y sus colaboradores iniciaron y aceleraron una investigación administrativa contra Peralta, Flores y Caso. Estaban por terminarla. Contabilidades internas mostraban malos manejos por al menos 3 mil 500 millones de pesos. Ex maquinista entrón, norteño abierto, muy alto y dueño de un físico que le envidiaban todos los ferrocarrileros, durante un año y casi cinco meses Praxedis sorteó, sin rasguños, todo tipo de dificultades, aunque sobraban versiones de que sus rivales habían puesto el grito en el cielo cuando se enteraron de semejantes propósitos: publicar resultados del arqueo a las finanzas del sindicato y llamar a cuentas. Se lo comerían vivo si no lograban eliminarlo. Y todos sabían quién era Peralta, conocían los alcances de Caso, secretario de Comunicaciones y Transportes –que había pasado por la gerencia de Ferrocarriles Nacionales–, y de las cosas de que era capaz Gómez Zepeda.

Los escándalos de Peralta, Caso y Gómez Zepeda en el sindicato no sólo tuvieron que ver con el pistolerismo. Y aunque a decir verdad ya se había publicado, a finales de agosto de 1993, Francisco Peña Medina, el responsable de Praxedis en la relación con los medios, le dio a la prensa una probada de los alcances de ese grupo: a su toma de posesión como líder sindical, Praxedis preparaba “una denuncia contra Peralta por un fraude cometido con 20 hectáreas de los terrenos denominados La Carcaña, en la localidad de Momoxpan, Cholula, en el estado de Puebla, porque, siendo propiedad del sindicato, los vendió a particulares. Se calcula que el fraude podría llegar a 10 mil millones de pesos”.

Era un tema delicado. Los predios debían destinarse a la construcción de vivienda, claro, para ferrocarrileros. Cuando éstos exigieron el cumplimiento de aquel compromiso descubrieron, con estupor e indignación, otro destino. En septiembre de 1986, siete meses después de su toma de posesión, Peralta constituyó un fideicomiso con la fiduciaria de Banca Serfín en Puebla para desarrollar el programa habitacional ferrocarrilero, pero poco tiempo después cambió de opinión porque los estudios sobre mecánica del suelo arrojaban como resultado que era inhábil para esos fines, sumado a la escasez de créditos por parte del Instituto del Fondo Nacional de Vivienda para los Trabajadores (Infonavit), por lo que, de un plumazo, extinguió el fideicomiso.

Sintiéndose dueño del sindicato, ordenó adjudicar, en forma clandestina, los terrenos a Judith Fabiola, Sofía y Regina Vázquez Saut, representadas por su madre Judith Saut Niño, hijas y esposa, respectivamente, del infame ganadero veracruzano Cirilo Vázquez Lagunes, conocido más por sus motes de El Cacique del Sur o El Hombre Más Poderoso de Acayucan, a razón de mil pesos por metro cuadrado. Los ferrocarrileros no supieron de los beneficios de esos 200 millones de pesos. El tema murió en noviembre de 2006, cuando un comando criminal emboscó a Vázquez Lagunes y le hizo al menos 12 disparos, tres de ellos en la cabeza. En el atentado murieron tres policías municipales, guardaespaldas de Vázquez y su suegro. Antes, en junio, su hermano Ponciano también había sido asesinado.

En los inventarios financieros, al margen de libros dobles de contabilidad, Peralta también tenía un adeudo de mil millones de pesos con el Banco Obrero, suscrito, desde luego, a nombre del sindicato ferrocarrilero cuando era líder. Aunque muchos documentos fueron eliminados o de plano se los robaron, había intención de presentar cargos para cobrar el adeudo, porque los recursos jamás llegaron a las arcas del gremio.

Praxedis no era tan honrado como quería hacerse creer. Sin embargo, y en contra de los rumores de sus enemigos, muchos y poderosos, es rigurosamente exacto afirmar que tampoco nadie pudo pescarle pillería alguna ni le probó ninguna de las acusaciones que le hicieron en la campaña de 1991 y que culminó con las elecciones internas de febrero de 1992. La gestión de Peralta, de 1986 a 1989, resultó un desastre administrativo, laboral, contable y financiero. Al término de su gestión, el sindicalismo había retrocedido a la época de 1946, cuando ascendió el cacique Gómez Zepeda. El gremio ferrocarrilero quedó acosado por la corrupción. Si se hubiera encargado un estudio académico de la época, se habría encontrado que el STFRM era en realidad una oficina más, u oficinota, de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes a cargo de Caso. Por alguna de esas circunstancias extrañas de la política priista, Caso y Peralta habían coincidido en Ferronales de 1986 a 1988. El primero era director general de la empresa, y el segundo, secretario nacional del sindicato.

Peralta y su grupo –con Víctor Flores a la cabeza– representaban a los sectores más oscuros del sindicalismo ferrocarrilero, encarnaban la negación de las libertades democráticas y conocían las “bondades” no sólo de eliminar, en los hechos, el derecho de huelga y financiar campañas políticas del PRI con recursos de los trabajadores, sino de delegar el poder pleno al gobierno federal en turno. Así, a mediados de 1991, el grupo Héroe de Nacozari, gente de Caso enviada desde la Secretaría de Comunicaciones y sus partidarios, pusieron en marcha una intensa campaña para mostrar a Peralta como un hombre capaz, íntegro, de férrea voluntad, ético, disciplinado, con una personalidad definida, a quien le gustaba asumir riesgos y que se había levantado desde su humilde puesto de boletero en la estación del puerto de Veracruz para llegar a la Secretaría Nacional del sindicato.

Como es habitual en esa clase de contiendas con tantos intereses, en una actitud arrogante los coordinadores de la campaña peraltista pasaron por alto pequeños detalles aquel 1991. La biografía oficial, por ejemplo, ignoró deliberadamente que, a finales de la década de 1960, Mario Vargas Saldaña, el sabio de la política veracruzana, había recurrido a las autoridades judiciales del estado de Veracruz para que perdonaran y excarcelaran a su primo Jorge Peralta Vargas, convicto por el homicidio del atleta Carlos Serdán Reyes.

También ocultaron que, al margen del manejo de las cuotas de los 100 mil obreros, de los recursos de miles de pensionados, la conocida venta de plazas, el control del escalafón y los consecuentes beneficios políticos traducidos en cargos de elección popular a través del PRI, los peraltistas conocían al dedillo otros temas ignorados por el común de los obreros. Destacaba en aquella época un ambicioso proyecto de vivienda. Peña Medina lo resumió en agosto de 1993: “Me tocó acompañar [a Praxedis] a un desayuno con un funcionario de San Luis Potosí, quien comentó: ‘No sabes Praxedis que tienes una minita de oro ahí, con la vivienda’. Y era cierto, pues había dos aspectos importantes: el económico, que tenía que ver con los créditos enormes por autorizar –desde la Presidencia de la República–, y el político, que, en vísperas de la sucesión presidencial –Salinas concluiría su mandato el 1 de diciembre de 1994, por lo que se aprestaban comicios para julio de ese año–, representaba [el sector ferrocarrilero] miles de votos para el candidato en turno. Tenía muchos proyectos de vivienda que ya había dado a conocer la empresa”.

Aunque los pormenores en archivos de Ferrocarriles eran un caos con documentos reservados, en el mejor de los casos, o perdidos, y a las memorias de gestión administrativa y sindical sólo un puñado de funcionarios tenía acceso, había otras cuestiones que, vistas a la distancia, peraltistas y Gómez Zepeda no podían dejar en manos de sus enemigos porque representaban una mina de oro. Según se supo más adelante, en el gobierno del presidente Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) se gestó un curioso acuerdo que, palabras más, palabras menos, otorgó el estatus de reserva territorial, para beneficio de los hijos de los obreros, a las casas en terrenos de Ferrocarriles Nacionales de México. Ese mismo beneficio recibían los terrenos que no fueran de utilidad para la empresa, por más que ésta –desde que la dirigió Caso Lombardo entre 1986 y 1988 y a través de contratos fantasma– los hubiera puesto a la venta a particulares con el visto bueno del sindicato de Peralta, como establecía el modelo neoliberal que se adoptó en 1982.

Desprotegidos, los obreros poco se enteraron de que, sólo en 1992, se habían regularizado 900 mil metros cuadrados, mientras otros 610 mil metros estaban en proceso de regularización, dentro del Programa Habitacional Ferrocarrilero. Peña Medina, el vocero de Praxedis, le dijo a la revista Proceso en 1993: “En el Contrato Colectivo de Trabajo se estipuló que cuando los terrenos no sean de utilidad para la empresa, pasaran al patrimonio de los trabajadores. Sin embargo, durante mucho tiempo hubo irregularidades en el procedimiento para beneficiar a las familias ferrocarrileras, por lo que las autoridades habían decidido suspender todo trámite para desafectación del dominio público de Ferrocarriles a favor del sindicato. Pero se creó una comisión para cotejar en su momento todos los predios que ya están decretados […]. Y se agilice su regularización”. Poco antes de que se pusiera en marcha el programa para concesionar ferrocarriles, se supo que en el aire estaba el destino de cerca de 70 millones de metros cuadrados de terrenos propiedad de la empresa.

 


Notas

1 Como la de Vallejo, quien se negó a mendigar o a ponerse de rodillas, la lucha jaramillista, documentada después del zapatismo, se retoma a partir de 1942, en el marco de una huelga en el ingenio azucarero de Zacatepec, donde obreros y campesinos se unieron para exigir respeto a sus derechos. Perseguido por pistoleros a sueldo del ingenio, por liderar esa lucha, Jaramillo retomó las armas enterradas al término de la Revolución. Fue éste uno de los tres primeros levantamientos que dieron nacimiento a la guerrilla moderna y que revela, para muchos especialistas, la vigencia del legado zapatista. En una respuesta creativa, el gobierno recurrió a la represión violenta y el ajusticiamiento. El 23 de mayo de 1962, una partida de la Policía Militar –que sólo pudo haber actuado por órdenes de la Secretaría de Gobernación, a cargo del poblano Gustavo Díaz Ordaz, y con el visto bueno del presidente López Mateos– lo sacó de su casa en Tlaquiltenango, Morelos, y lo ejecutó. El crimen se lo cargaron a policías judiciales, pero los militares también ejecutaron a Epifania Zúñiga, la esposa embarazada de Jaramillo, así como a los hijos de ambos: Rubén Enrique, de 20 años de edad; Filemón, de 24, y Ricardo, de 28. En aquel crimen de Estado estuvieron involucrados Luis Echeverría Álvarez, subsecretario de Gobernación, y Fernando Gutiérrez Barrios, subdirector de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la policía política del régimen, hasta que desapareció.