LOS “GRANDES” LÍDERES SINDICALES de México son lo que parecen y lo que aparentan: viejos dictadores, caciques depredadores, el club de la eternidad. Una relación perversa con el poder les ha permitido forjar una gerontocracia tan profundamente antidemocrática que se han convertido en representantes emblemáticos del régimen antiguo; no admiten la crítica, ni ejercen la autocrítica, son adaptables a cualquier escenario, situación o ideología; y un despotismo ilustrado caracteriza su comportamiento; empero, el fraude radica no en engañar a sus representados, sino en que han traicionado sus principios. Sólo la muerte o la cárcel son capaces de arrancarles su liderazgo.
Como gestores económicos y sociales, son un desastre. Amalgamados con el poder, se limitan a presentar demandas y aceptar lo que el gobierno o el patrón les quieran dar. Por ellos, en México parece practicarse una sola política laboral, la del cinismo: abundancia para unos cuantos, el mundo de los privilegiados; pobreza, carestía e inflación para los más.
Su éxito se basa en la capacidad para mostrar docilidad al presidente de la República, complacer a los empresarios y contener a los trabajadores, mantenerlos en un ejército cautivo y temeroso, utilizando todo tipo de artimañas o métodos sugestivos como la cláusula de exclusión, la lista negra, y la manipulación de estatutos, autorizando su reelección “por esta única vez”, cuando se proclaman dirigentes vitalicios, líderes a perpetuidad. Y eso les garantiza la funcionalidad política de su sector.
A cambio, el gobierno se hace de la vista gorda, les mantiene sus prebendas, les permite usar a sus organizaciones para lograr aspiraciones personales y alcanzar poderío económico; nada trastoca su nivel de vida de ensueño ni el de sus descendientes. Mientras sus privilegiados hijos ven cómo engordan sus cuentas bancarias, aumentan sus joyas y ujieres, se divierten en el extranjero y pueden estudiar en universidades de España, Gran Bretaña, Alemania o Estados Unidos, los hijos de sus representados enfrentan un magro porvenir. Si bien les va, éstos están condenados a vivir en las “palomeras” del Infonavit; aquéllos, en Polanco, cuando mal les va, El Pedregal, Miami o Lomas de Chapultepec.
Anclados en la impunidad o en el sindicalismo más oscuro y siempre al lado del poder, los protagonistas de esta particular gerontocracia mexicana están enquistados casi en todos los sectores y se reproducen fielmente en los estados. Aunque en algunas ocasiones se ha puesto en peligro la seguridad de los charros, sus nombres son de uso común: Víctor Flores Morales, Francisco Hernández Juárez, Juan Díaz de la Torre, Napoleón Gómez Urrutia, Joel Ayala Almeida, Carlos Romero Deschamps, Joaquín Gamboa Pascoe, Víctor Fuentes del Villar y Agustín Rodríguez Fuentes.
A la par de éstos, menos conocidos, hay otros iguales: Armando Neyra Chávez, Fernando Rivas Aguilar, Miguel Ángel Yudico Colín, Rafael Riva Palacio Pontones, Patricio Flores Sandoval, Enrique Aguilar Borrego, Gilberto Muñoz Mosqueda, Fernando Espino Arévalo, Antonio Reyes, Miguel Ángel Palomera de la Ree, Eduardo Rivas Aguilar y Francisco Vega Hernández.
Para ellos es letra muerta el “sufragio efectivo no reelección”. Todos han seguido la “escuela” que impunemente impusieron personajes de negro historial: Elba Esther Gordillo Morales, Fidel Velázquez Sánchez, Joaquín Hernández Galicia, Carlos Jonguitud Barrios, Salustio Salgado Guzmán, Luis Gómez Zepeda, Napoleón Gómez Sada, Nezahualcóyotl de la Vega García, Venustiano Reyes, Leonardo Rodríguez Alcaine o Luis Napoleón Morones Negrete.
Muñoz Mosqueda, para ejemplificar, del Sindicato de Trabajadores de la Industria Química, tiene 36 años en el poder; Fernando Rivas Aguilar, también 36 en la industria del plástico; Reyes no se queda atrás, 36 como mandamás de los trabajadores de Fonacot, y Riva Palacio cumplirá un tiempo similar en el gremio del Infonavit; Yudico Colín, líder de transportistas, no puede contar tantos años, pero sí dos decenas, los mismos que Eduardo Rivas Aguilar.
Hay líderes invisibles. Ése es el caso del mexiquense Armando Neyra Chávez en la Sección 12 del Sindicato de Trabajadores de la Industria Embotelladora (STIE) de la Confederación de Trabajadores de México (CTM). Nadie quiere recordar cuántas reelecciones lleva. En 1970 llegó a la Secretaría General y desde entonces ha tenido una reelección tras otra.
Si no pasa nada extraordinario, Agustín Rodríguez Fuentes cumplirá en 2013 casi dos décadas como líder del Sindicato de Trabajadores de la Universidad Nacional Autónoma de México (STUNAM). Tampoco se le ven muchas ganas de irse. Hace mucho los trabajadores universitarios se convirtieron en un gremio despolitizado y desmovilizado, “en el que operan el clientelismo, el cochupo y el contubernio de los delegados sindicales con las autoridades administrativas”, como advirtió en su momento René Rivas Ontiveros, doctor en Ciencia Política e investigador de la Máxima Casa de Estudios.
Otros son más visibles. Desde joven, Joel Ayala Almeida, líder de los burócratas federales, a través de la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado (FSTSE), desarrolló un gusto excepcional por los pura sangre. Se le ha llegado a contar la propiedad de ocho caballos. Sobre su vida sindical, los cronistas y sus enemigos afirman que es de poderío, “traición, intrigas o corrupción” y que, ya para mediados de la década de 2000, acumulaba una fortuna cercana a 15 millones de dólares. Con mano férrea mantiene desde 1977 su carrera, que consolidó como secretario general del Sindicato de la Secretaría de Salud. Ha sido diputado federal dos veces, y senador en tres ocasiones.
Para recordar su ascenso a la presidencia del Congreso del Trabajo, el cetemista Joaquín Gamboa Pascoe usó un reloj de producción limitada en oro amarillo y movimiento cronógrafo, valuado en unos 70 mil dólares. Notorio fue desde el echeverriato, pero en 1988 quedó grabado, para siempre, en la mente de un puñado de periodistas cuando, con voz fuerte y clara, les declaró: “A mí nunca me verán con guaraches”.
En los estados no se quedan atrás, trabajadores y documentos hemerográficos y las luchas entre sindicatos –porque en la mayoría de las ocasiones ellos mismos son sus mayores enemigos– ofrecen testimonios vivos sobre la historia de estos personajes en la que la corrupción, la negociación de derechos sindicales, el uso clientelar de cargos públicos y los nexos con el poder fomentaron la consolidación de una oligarquía sindical mexicana, una gerontocracia que, según parece, se ha ganado el derecho a ostentar sus cargos hasta morir.
Para eso, basta revisar nombres como los del prominente ganadero veracruzano Pascual Lagunes Ochoa, de Tubos y Acero de México (TAMSA), quien, demandas al margen, supera 23 años como secretario general del sindicato de esa empresa; en cuanto a los señalamientos sobre sus valiosas joyas, caballos pura sangre y ranchos, entre otros, insiste en que la riqueza parte de una herencia familiar y de su honrado trabajo como abogado.
Una nota de El Dictamen de Veracruz en octubre de 2012 da cuenta de su personalidad: “La primera vez que fue encarcelado en el [ex] penal Ignacio Allende fue de 1971 a 1979, involucrado en el homicidio de un trabajador; la segunda, tres meses, por el delito de fraude durante la administración [estatal] de Dante Delgado, y, la tercera, en 1990, por sedición, motín y daños contra TAMSA”. Nada le hace mella, ni las acusaciones sobre la desaparición de un fondo de 425 millones de pesos para jubilaciones. Pascual se siente libre de culpa, porque el dinero se multiplica con una buena administración.
Pero también pueden mencionarse: Reynaldo Garza Elizondo, de las maquiladoras de Reynosa; Edmundo García Román y su papel en la Federación de Trabajadores de Tamaulipas; Tereso Medina Ramírez, conocido mejor como El Charrro Medina, amo sindical de la CTM en el estado de Coahuila y quien en una década se enriqueció gracias al campo, dicen sus hombres de confianza; Eligio Valencia Roque, que levantó el imperio cetemista en Baja California; Jorge Doroteo Zapata, en Chihuahua, o Silvino Fernández López, quien cumple casi tres décadas al frente del Sindicato de Trabajadores de la Industria de la Radio y la Televisión (STIRT) en Yucatán. Tela hay de donde cortar.
Mención aparte merece el extinto Jesús Díaz de León, progenitor de la palabra que los hace tener algo en común, que los une, que les da identidad o los califica: charro, para designar a un líder corrupto, controlado por el gobierno y proclive a beneficiar, por las buenas y las malas, a los patrones. En su oportunidad, Díaz de León, a quien le gustaba encabezar, vestido de charro, las sesiones formales de su Comité Ejecutivo, “vendió” o entregó el combativo sindicato ferrocarrilero al presidente Miguel Alemán Valdés. El charrazo, el charrismo y los charrazos se hicieron parte del paisaje cotidiano sindical. Como quiera, el prototipo de charro no es él, sino Fidel Velázquez Sánchez quien, por 70 años, prohijó la formación de charros en cada una de las entidades del país, incluido el Distrito Federal.
En 1986, cuando preparaba su octava reelección, muy respetuosos los periodistas preguntaron:
–¿Cuándo se va don Fidel?
La respuesta no sorprendió a ninguno:
–A mí me van a sacar de la CTM con los tenis por delante.
Sus palabras fueron proféticas: 11 años después, a los 97años de edad, salió en su féretro. Fue líder sindical hasta el último minuto del 21 de junio de 1997. Nadie lo derrotó. Lidió con 11 presidentes de la República, casi 11 sexenios y, cuando murió, no quería morir. Puso el ejemplo.
Lo mismo le pasó a Enrique Aguilar Borrego. Veintidós años se mantuvo al frente de la Federación Nacional de Sindicatos Bancarios (Fenasib), la cual agrupa a unos 70 mil de los casi 150 mil empleados que tiene el sector bancario. De la mano del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y gracias a su cargo, fue diputado federal y presidente del Congreso del Trabajo. Sólo la muerte logró arrancarlo de la dirigencia. El 15 de junio de 2009, mientras comía con su familia, murió de un infarto. Tenía 60 años de edad.
El martes 14 agosto de 2012 se inició una guerra intestina en el Sindicato Nacional de Trabajadores del Seguro Social (SNTSS) por la sucesión de su líder, el diputado federal panista Valdemar Gutiérrez Fragoso, a quien se le declaró incapacitado para continuar en el cargo. No quería dejar el sindicato que agrupa a poco más de 430 mil trabajadores, pero en mayo de ese año sufrió un infarto. Sólo así lograron quitarlo.
El 13 de octubre, después de un cuestionado proceso, llegó a la Secretaría General Manuel Vallejo Barragán, quien cumplirá su primer periodo en 2018. Conocido como el virrey calderonista, Vallejo Barragán llegó con una agenda de tres puntos fundamentales para su proyecto político-gremial: “Autonomía sindical, respeto al Contrato Colectivo de Trabajo y respeto a los estatutos”. Derrotado su padrino Felipe Calderón Hinojosa y puesto en las manos del PRI, el tiempo dirá de lo que es capaz.
Acostumbrado a ese mundo, también un compendio de traiciones y venganzas, el tlaxcalteca Alberto Juárez Blancas no hizo aquella promesa de Fidel, pero, como si la hubiera hecho, sólo la muerte fue capaz de arrebatarle el liderazgo de la Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos (CROC). Para evitarse complicaciones, en 1975 se hizo nombrar presidente ejecutivo de esa organización. Víctima de un paro cardiaco, luego de permanecer más de 12 meses en estado de coma, murió la madrugada del jueves 27 de octubre de 2005, a los 98 años de edad. Hasta ese momento, Juárez Blancas retenía el liderazgo vitalicio de su organización.
Incuestionable su lealtad al PRI, en 2000 se sumó a la fila de dirigentes sumisos al Partido Acción Nacional (PAN). Para congratularse con el nuevo mandatario, fustigó a los “tiburones” del sector obrero que “se han enriquecido a costa de los trabajadores”. Exigió castigar a esos personajes, se mordió la lengua o escupió para arriba y se curó en salud: “Mis bienes y propiedades son resultado de trabajo honesto. Estoy de acuerdo en que los funcionarios corruptos y los peces gordos sean investigados. Yo no llego ni a charal”.
Y en noviembre de 2002 mostró de nuevo su incuestionable lealtad a Vicente Fox: “Jamás los he obligado [a los trabajadores croquistas] a votar por el PRI, porque tengo el concepto de que todos los políticos sólo utilizan a los obreros para ganar votos y cuando llegan al poder ni nos conocen. No tienen por qué ser fieles al PRI, pues éste sólo cuando hay fiestas nos repica las campanas y nos invita”.
De pasadita, sus pares le recordaron al “charal” que vivía de las cuotas emanadas de la segunda central obrera más grande de México, cuyo poder se extendía sobre 4.5 millones de trabajadores aglutinados en 4 mil 500 sindicatos federales y locales, así como de 18 mil contratos colectivos de trabajo por lo menos.
Eternizados en el cargo, los “favores” personales que piden les son otorgados con proverbial generosidad y forman parte de la picaresca política mexicana porque, aunque en ocasiones no lo parezca, su palabra puede convertirse en un arma capaz de propiciar el deterioro de las instituciones, incluida la Presidencia de la República; hasta ahora, ninguno ha osado abrir la boca, ni los caídos en desgracia. Todos han aguantado la humillación, el escándalo, las intrigas y el descrédito; la mayoría se ha comportado como si fueran los peores enemigos de sus agremiados. Los trabajadores son una especie de vaca lechera que se puede ordeñar a cualquier hora, y la autonomía sindical, una bandera prostituida que les permite acaparar fortuna y escalar posiciones políticas.
La relación perversa con los grupos de poder ha permitido que los líderes sindicales hagan, por más inapropiada que parezca, ostentación pública de su gran fortuna personal: joyas deslumbrantes, inalcanzables hasta para los sueños de un trabajador; automóviles último modelo, de colección; residencias en exclusivos barrios de la Ciudad de México, en zonas turísticas nacionales y el extranjero; o cuenten, cual hazaña deportiva, cómo recibían gruesos fajos de billetes, del gobierno, para gastar en Washington.
¿Acaso son necesarios los sindicatos? Los líderes lo saben, como saben todos que tienen un problema de imagen, pero parece no importarles. El derroche sólo es limitado por la imaginación. Gastan cual príncipes europeos o los “magnates” que son. Por ejemplo, la modesta profesora Elba Esther Gordillo Morales, quien llegó a humillar a secretarios de Estado, gobernadores y candidatos presidenciales, abrió 80 cuentas bancarias y se hizo de 70 propiedades, entre las cuales destacan sus espectaculares mansiones en Polanco y San Diego, que en conjunto superan valuaciones de 10 millones de dólares.
A Víctor Flores, cuyo ascenso se le notó usando, cada vez más, zapatos, camisas y trajes más finos, es frecuente verlo con un reloj de oro, de 50 mil dólares, en la muñeca del brazo derecho; inimaginable no sólo para un trabajador de salario mínimo, sino hasta para aquel que pudiera ganar dos. Napoleón Gómez Urrutia se hizo construir una casa de descanso en la punta del cerro El Tepozteco, de 28 mil metros cuadrados –la napoleónica– valuada en 4 millones de dólares; también impensable para un obrero que gane 300 pesos diarios. Y famosos eran los anillos de piedras preciosas –uno para cada dedo de cada mano– de Luis N. Morones, quizás el líder más poderoso que ha tenido México, secretario de Industria, Comercio y Trabajo en el gabinete de Plutarco Elías Calles, el Jefe Máximo de la Revolución.
En marzo de 2013, el periodista Julio Aguilar escribió: “Desde Morones, la bonanza de los líderes puede apreciarse como en catálogo. […] De la prudencia del longevo Fidel Velázquez, quien evitó mostrar su prosperidad ante varias generaciones de mexicanos durante el siglo XX, al desenfrenado exhibicionismo de Elba Esther, una fashion victim en eternas compras compulsivas. Pero incluso al cauto líder histórico de la CTM hoy puede documentársele al menos una mínima parte de un patrimonio difícilmente explicable, dado su modesto origen campesino y su prolongado empleo como líder obrero en un país con pobreza ancestral: vivía en una bonita residencia en las Lomas de Chapultepec”.
La mayoría de los líderes sindicales charros han seguido el mismo camino; unos cuantos, poquísimos años en la brega y luego al escritorio para convertirse en defensores y gestores de la causa propia o la familiar. El petrolero Carlos Romero Deschamps puede servir de testimonio: aseguró el porvenir de sus familiares por cerca de mil años.
El extraordinario boom financiero de los dirigentes sindicales mexicanos se ha documentado paso a paso. A Romero Deschamps se le ha visto dar la hora con relojes Rolex y Audemars Piguet, cuyo precio oscila entre 50 mil y 200 mil dólares. Como los demás dirigentes, tiene una obsesión especial por los bienes raíces: su “casita” en el bulevar Kukulcán, en Cancún, tiene un valor cercano al millón y medio de dólares en el mercado inmobiliario mexicano.
Sus hijos Carlos y Paulina representan la imagen más acabada de la opulencia, el derroche y el exceso: él manejando un Ferrari Enzo; ella paseando en lujosos yates y aviones privados. En 2011, Romero Deschamps recibió 282 millones de pesos por concepto de “ayudas al comité ejecutivo” del sindicato, y 200 millones provenientes de cuotas sindicales.
Los sindicatos aparecen, en papel, como organizaciones que tienen por misión defender los derechos del trabajador. El diccionario de la Real Academia Española lo define con claridad: “Asociación de trabajadores constituida para la defensa y promoción de intereses profesionales, económicos o sociales de sus miembros”. En México, los hechos los muestran como un gran lastre que arrastra la sociedad.
Los amos de la mafia sindical rescata ocho historias de larga duración que muestran no sólo a los ocho dirigentes más poderosos del país, sino las perversiones y deformaciones de una burocracia sindical que se queda con la enorme fortuna de las cuotas de sus agremiados, sobre las cuales no hay transparencia ni control. Sí, hay más, pero estos ocho pintan la triste y compleja historia de una realidad.