V



Winiktón fue a Tzajal-hemel. De regreso él venía adelante y Lorenzo, cargando sus enseres, atrás. Catalina lo ayudó a librarse de la carga y lo atrajo a sí, acariciándolo con lentitud y torpeza, como quien acaricia un animal de lomo hirsuto. El Inocente la contemplaba y la limpidez de sus pupilas se empañó un instante en el reconocimiento. Fue dócil para dejarse conducir al jacal donde Marcela, lívida de sobresalto y timidez, aguardaba. Señalándola, dijo la ilol:

—Ésa es tu mujer.

Lorenzo la miró con la tarda escrupulosidad de las bestias. Pero ni el asombro, ni la alegría, ni el disgusto, dibujaron su raya en aquella frente. Marcela fue, poco a poco, serenándose. Permaneció tranquila ante el recién venido; tranquila como cuando estaba sola.

Winiktón presidió la comida. Catalina preparó un platillo especial: carne de venado. Comían todos, en silencio, con la compostura del que cumple un rito. Lorenzo era el único que reía a veces, sin tener por qué, con una risa floja, desgonzada. Pero la ilol lo reducía nuevamente al mutismo con solo una presión, leve, sobre su brazo.

Marcela lo observaba a hurtadillas. Los dedos de Lorenzo temblaban de tal modo que la mitad del bocado caía, manchándole la ropa, ensuciando su alrededor.

Pedro no levantaba los ojos pero su atención estaba alerta, figurándose los ademanes de su cuñado. Y esta morbosa fijeza le crispaba los músculos, le hacía rechinar casi perceptiblemente las mandíbulas. Y si aparentaba no advertir la inhabilidad de aquellas manos era en un esfuerzo infantil para que, al ignorarla él, la ignoraran también los demás: Marcela, a quien no quería oír respirando desprecio o burla. Porque ¿a quién iba a despreciar lícitamente sino a Pedro?, ¿de quién se iba a burlar sino de la justicia, pues ambos —la justicia y Pedro— habían propiciado, habían permitido esta alianza?

Catalina ni siquiera se propuso disfrazar su satisfacción. Siempre fue responsable de su hermano y siempre le dispensó los cuidados que necesitaba. Desde niña, desde antes de la orfandad, Catalina fue la protectora de Lorenzo, su apoyo. No le pesaba. Pero su posición de mujer sin hijos era tan precaria que no se atrevía a agravarla con otras exigencias al marido. Por eso cuando designaron juez a Pedro y fue necesario irse a vivir a San Juan, Catalina no quiso ni siquiera insinuar la posibilidad de que su hermano los acompañase. Pero no pudo dejarlo sin remordimientos. Lorenzo lejos; Lorenzo librado a sus propios recursos, a la buena voluntad de los vecinos. Los guardianes invisibles condenan estos actos.

Si Lorenzo se casara… El fracaso de su primer matrimonio irritó a la ilol tanto más cuanto que desde el principio tuvo que considerarlo inevitable. La novia salió honradamente de la casa de su familia, empujada por la avaricia paternal que no consideró más que el valor de la dote. Pero si la muchacha obedeció los mandatos de sus parientes más tarde fue inflexible para exigir la separación. Ante las razones que adujo de nada valieron las súplicas ni las amenazas. Los jueces apoyaron su exigencia y ella, al verse libre, escapó. Se fue primero a Jobel. Después se supo que había ido a parar hasta México. Lorenzo volvió a quedar solo, a buscar la compañía de su hermana que no quiso arriesgar nuevamente su prestigio y el de Pedro en una falsa maniobra. Catalina prefirió esperar. Pero su pasividad era sólo aparente. No cesaba de invocar a sus aliados oscuros, a las potestades que pueblan el aire, a las que rigen la noche, a las que presiden los hechos. No cesaba de hacerles ofrendas ni de prometer sacrificios para que su petición fuera atendida. Y cuando Marcela se presentó, inerme y como perseguida, en el graderío de la Merced, cuando fue castigada con tanta desconsideración por su madre, un oscuro impulso movió a Catalina a defenderla. Después, y entre sueños, supo que ésta era la contestación a sus oraciones y que aquí llegaba a término su esperanza. Lo demás fue fácil. Los allegados de Marcela no representaron un obstáculo. De sobra era conocida la vanidosa índole del martoma, la inconsistencia de su carácter, su total vasallaje al alcohol. Y en cuanto a Felipa las costumbres no la autorizaban a tener voz propia. Y aun cuando la hubiese tenido no habría hablado jamás eficazmente en favor de su hija, no habría acertado a salvarla. Le gustaba gemir y lamentarse. Le gustaba sufrir.

Así que el matrimonio se efectuó. De allí en adelante Lorenzo tendría quien velara por él. En Marcela no había hechuras todavía para ser algo más de lo que Catalina se propusiera que fuese. Si pensaba en su suerte Marcela comprendería que tenía motivos para estar contenta de ella. ¿O es que iba a preferir el desdén, el escupitajo de los suyos sobre su deshonra? ¿O iba a soportar la intemperie del monte, la vergüenza de la mendicidad en pueblo de caxlanes? Aquí tenía asilo para su desvalimiento, nombre para cubrir su cabeza, título de esposa ante la gente.

—De Lorenzo no puede recibir daño alguno. Ahora, si lo que quiere Marcela es satisfacción de hombre… pues que se aguante. Con algo ha de pagar lo que le falta.

Este razonamiento disipó el último escrúpulo de Catalina. Había terminado de comer su ración de carne y se sirvió otra.

Durante semanas Marcela se mantuvo a la expectativa, asustada, con un temblor de liebre. Después, insensiblemente, fue acostumbrándose a la presencia casi vegetal de este hombre.

La pareja se daba la mano para ir a cortar leña; para ir a pastorear el rebaño; para ir a Jobel.

No el amor, no la piedad, fue colmando el corazón de Marcela de un agua profunda y reposada. De ella bebía cuando, con delicado ademán, se aproximaba a su marido para llevarle el bocado a la boca, o cuando lo arropaba, a la hora de dormir, para que no tuviese frío.

Así fueron sucediéndose los días. A media tarde se sentaban las dos mujeres bajo el alero de palma de la choza, con el telar extendido frente a ellas, como un breve horizonte. Los hilos se entrecruzaban con precisión, con arte, y la labor iba apareciendo perfecta. Suave al tacto, agradable a la mirada, útil. A veces volaba entre las dos una palabra. La pronunciaba Catalina. Sílabas simples, nimias recomendaciones, cordel corto para mantener atado al pájaro. Marcela escuchaba distraídamente, asintiendo al sonido, nada más que al sonido.

Porque una gran paz —la paz que tiene párpados de sueño— había untado las coyunturas de la muchacha: en el lugar donde dolía la memoria, en el lugar donde va a doler la esperanza. No es una víscera sangrante ya lo que palpita sino un momento, este momento maravillosamente vacío.

Al través de su transparencia ¡qué hermoso parecía el paisaje! Por los caminos del crepúsculo regresan los hombres: con la azada en la mano, con el bastón de autoridad, según hayan estado en la milpa o en el Cabildo. Xaw Ramírez Paciencia, el sacristán, tañía los bronces de la iglesia. Del techo de los jacales brotaba humo, un humo tímido, hesitante, de cocina pobre. Brillaban, aquí, allá, como ojos de bestia fugitiva, las luminarias. Después la noche era la potencia única.

Pero es preciso vigilar, no dormir. Algo acecha siempre. Catalina fue la primera en advertirlo. Se asegura que a una ilol le basta examinar las huellas de una hembra para decir los meses de su preñez. Y más si la envidia agudiza los sentidos haciéndolos percibir lo que está más allá de las huellas, más allá de lo que las ojeras, en su círculo violáceo, aprisionan, de lo que la frente, empañada como un espejo, oculta.

Catalina lo supo y sin embargo calló. Enmudecía en lo que es más doloroso, más verdadero: en el hambre. El hambre que obliga a retorcerse y a gemir, que se hace intolerable cuando contempla la hartura de los otros.

La ilol espiaba a Marcela con los ojos desvariadores, dilatados. ¿Cómo era posible que esta muchacha insignificante y estúpida que ella usaba como un simple instrumento de sus propósitos hubiera llegado a convertirse en la depositaria del tesoro que a Catalina se le negaba? Y lo que era aún más ridículo: Marcela era inconsciente de sus privilegios. Seguía cumpliendo, con indiferencia, por rutina, sus deberes; seguía en su cotidiano ir y venir, ahora un poco más lento, sólo un poco más lento.

Pero esta despreocupación, en vez de aplacar los celos de Catalina, los excitaba. La ignorancia es a veces demasiado semejante a la burla y la pasividad se confunde con la provocación y el insulto. Exasperada, Catalina gritó (y fue como si estuvieran sajándole un absceso):

—¡Vas a tener un hijo!

La revelación sacudió a Marcela. Instintivamente se llevó las dos manos al vientre como para detener eso que iba creciendo, implacable, dentro de ella, hora tras hora, más y más, y que terminaría por devorarla. Empezó a sentirlo: eso se movía, golpeaba, asfixiaba. Un espasmo de asco, último gesto de defensa, la curvó. Un ansia incontrolable de arrojar la masa gelatinosa que pacientemente roía sus entrañas para alimentarse; un deseo de destruir esa criatura informe que la aplastaba ya con el pie del amo.

Catalina dejaba sola a Marcela durante sus accesos. Desde afuera la miraba debatirse en una batalla inútil cuyo único desenlace posible era la derrota. Pero cuando la muchacha, rendida, con el pelo apelmazado de sudor y los párpados enrojecidos por el esfuerzo se acurrucaba en un rincón, Catalina se acercaba a ella con el bebedizo que le tenía preparado para que se repusiese. En vano Marcela intentaba rechazarlo. Siempre terminaba por abrir la boca, por tragar lo que le ofrecían. Y después lloraba largamente, con sollozos entrecortados, con suspiros pronto reprimidos, porque sus músculos desgarrados le dolían. Y la cosa, aquella cosa, continuaba allí, abultando de manera grotesca su vientre, pesando.

Qué difícil era seguir los senderos de ovejas; que problemático ponerse de pie, acomodarse en el tronco que se usaba como silla. Pedro ayudaba, a veces, a Marcela. Lorenzo reía, observando la torpeza de los movimientos de su mujer, la tardanza de sus reacciones.

Un día que Marcela fue, sin que nadie la acompañara, a pastorear el rebaño, no quiso regresar. Abandonó los animales y caminó sin vereda, a tropezones, esquivando mal los espinos que le rasgaron la ropa y la piel, que la sangraron. Iba sin rumbo, espantada de su decisión y de llevar dentro de sí una carga inmunda y tibia, deteniéndose de cuando en cuando para vomitar, hasta que vino a caer junto a una piedra anónima.

Leñadores que pasaban la encontraron y dieron aviso a la familia del juez. Entre todos cargaron a Marcela para llevarla al jacal. Allí convaleció lentamente, ante la mirada opaca de Lorenzo, la culpable esquivez de Winiktón y las eficaces atenciones de Catalina. Gracias a eso (a su poder, prefería decir la ilol) la amenaza de un aborto se conjuró. Y ahora, cada vez que una incomodidad de Marcela la obligaba a cambiar, demasiado rápidamente, de postura, Catalina se precipitaba a contenerla, amonestándola:

—Vas a tener ese hijo. No me importa que quieras o no. ¿Acaso va a ser tuyo?

Marcela, a quien la adversidad había reblandecido los tuétanos, ya no protestaba. Asentía mansamente. Observaba los preparativos para el parto, sin interés, sin curiosidad siquiera, como si se tratara de un acontecimiento que no le concerniese.

Los varones de la casa se ocuparon de construir, al lado de ella, el pus, el baño de vapor. Juntaron carrizos, cubrieron las hendiduras con lodo, dejaron un boquete por el que no se podía penetrar sino reptando. Catalina apalabró a los pulseadores más famosos de la comarca para que, en el momento preciso, vinieran a rezar ante la cruz principal de la choza y ahuyentaran las malas influencias, los torvos deseos de los enemigos.

Los demás contaban el tiempo. Marcela no. Estaba allí, tendida como la tierra donde pacen los rebaños. Indefensa, agostada.

Y cuando llegó el día no fue como todos los días sino que se mostró oscurecido de presagios. El sol y la luna luchaban en el cielo. La tribu de los tzotziles asistía, aterrorizada, a esta lucha, procurando con gritos, con ensordecedor resonar de tambores, con estrepitoso voltear de campanas, el triunfo del más fuerte.

Cuando Catalina supo la novedad del eclipse corrió precipitadamente junto a Marcela. Con cortezas de árboles había hecho una máscara para defenderla de los ojos del gran pukuj que ahora andaba suelto.

La máscara cayó sobre el rostro devastado de la parturienta. Su cuerpo había entrado, repentinamente, en una zona en que la pujanza de la juventud vivificaba hasta su última célula, desnudándola para el dolor, haciéndola infinitamente sensible para el desgarramiento. Y la rebeldía, que se hubiera creído exangüe en Marcela, volvió a surgir, encabritada como los potros cuando se resisten a atravesar un río demasiado impetuoso.

Afuera la gente corría, ululando, mientras los animales domésticos, empavorecidos, aullaban, gañían, relinchaban rompiendo sus ataduras, saltando sus corrales, abandonando la querencia. Porque habían olfateado el desastre.

Como los pulseadores no quisieron venir Pedro encendió las velas al pie de la cruz, se arrodilló y se cubrió las orejas con las manos para no escuchar ni el pánico ni la agonía, sólo la otra voz:

—Mírala, Pedro González Winiktón. La injusticia engendró delante de ti y tú lo consentiste. ¿Cómo se llama lo que has hecho? Pedro González Winiktón, eres juez. Júzgate.

Catalina arrastró a Marcela hasta el pilar más sólido de la casa para que, asida a él, forcejease, se debatiese. Lorenzo miraba esta figura de mujer arrodillada, con el rostro extravagantemente cubierto por una máscara, sin saber qué hacer. La costumbre ordenaba que el marido apretase el ceñidor a la cintura de la esposa para que el niño siguiera el camino natural “y no se fuera para arriba”. ¿Pero qué puede entender un inocente de todas estas cosas? Catalina lo retiró de allí. Nadie más que ella se haría cargo de recibir al recién nacido, de cortarle el cordón umbilical (sobre una mazorca, para propiciar la fecundidad de las siembras), de envolverlo en sus pañales.

Marcela se soltó del pilar, acezante. Pedro corrió a sostenerla. Desmañadamente, con miedo de lastimar, Winiktón enjugó aquel cuello lustroso de sudor. En el rescoldo borbollaba lo que iba a devolver a la parida los ánimos: agua de chile.

Afuera, el fragor del eclipse había cesado. Entonces ya se pudo, sin peligro, despojar a Marcela de su máscara. El rostro apareció sereno, dulce, dormido.

Al día siguiente la madre entró con la criatura al baño de vapor. Entre la humareda exhalada por las piedras Marcela conoció a su hijo. Tenía la piel de color firme, los ojos en almendra, tenaces, de su raza. Pero los cabellos eran crespos como los de un caxlán. Entonces Marcela sintió repugnancia, lo rechazó.

El niño iba a criarse en el regazo de Catalina. Lo amadrinó escogiendo el nombre: Domingo Díaz Puiljá, como el padre de Lorenzo y de ella. Creyó que así su memoria se perpetuaría. Pero todos llamaron al niño de otro modo: “el que nació cuando el eclipse”.