IV



Catalina fue temprano a bañarse al arroyo; se lavó el pelo con la raíz del amole hasta dejarlo rechinante de limpio; se lo untó de brillantina olorosa; se lo trenzó. Ya de regreso en su casa fue desdoblando el chamarro de los días de fiesta; fue sopesando el collar de monedas antiguas —plata de sólido acento— que atesoraba en el fondo del cofre, y con todo ello se atavió.

Pedro González Winiktón la esperaba a la puerta de la choza. Estrenó un sombrero de palma del que llovían listones de colores; estrenó un cincho de gamuza; alzaba en su mano derecha la vara de autoridad.

Anduvieron entre los grupos de indígenas suscitando comentarios: “Ahí va el juez con Catalina, los dos bien mudados. ¿Adónde llevarán ese garrafón de aguardiente?”

—Que la mañana ilumine tu campo, martoma Rosendo Gómez Oso.

Viniendo de la luz de afuera (aquí la luz anda desnuda y al mediodía su desnudez parece la de una espada) el penumbroso interior del jacal se hacía doblemente impenetrable. Hasta que hubieron transcurrido algunos minutos los recién llegados lograron dar alguna configuración a las sombras. Rosendo estaba acurrucado junto al rescoldo. Dormitaba. La esposa, de rodillas, hacía girar el huso que, a cada movimiento de rotación, se engrosaba de lana. Los niños —sucios, desgreñados, llorones— se arrastraban en el suelo. Y uno, el menor, hinchado, deforme por la envoltura de trapos, dormía en una hamaca (¿o era sólo una red?) suspendida de los travesaños del techo.

Felipa, la mujer del martoma, acogió a los visitantes con recelo. Desde hacía más de un mes su hija Marcela estaba ajenada en poder de la ilol y desde entonces no había cambiado una palabra, ni siquiera una mirada con ella. Se cruzaban a menudo en el camino del manantial y pasaban una junto a la otra sin saludarse, como dos extrañas. Tenía miedo, miedo a recibir un daño de Catalina si le disputaba lo que se había alzado como suyo. Eso en un principio. Después la ausencia fue mostrándole a Felipa su buena cara: menos gastos, más lugar libre, menos obligaciones. Pronto se resignó a perder a Marcela. No había previsto la posibilidad de una devolución. Debe de haber hecho un perjuicio, pensó. Con lo descuidada que es. Y ahora vienen a cobrarlo. Querrán cobrar también los días que la mantuvieron. Pero nosotros no tenemos con qué pagar. Miren, registren. Todo lo que yo gano, ¡y es tan poco!, se lo comen mis hijos. Ay, parecen sanguijuelas. Nada les basta, nada los deja contentos. Y lo que queda, cuando queda algo, lo despilfarra éste en su mayordomía. Yo no guardo nada. A mí me está secando la tristeza.

—¿Dónde estás, Felipa Gómez Oso?

La aludida humilló la frente ofreciéndola al roce de los dedos de Catalina. Y luego, a distancia otra vez, espiaba los gestos de la ilol, quería sorprender sus intenciones.

—Van a perdonar que les hayamos traído este regalo. Pero no reciban lo que es, sino el cariño.

Pedro hizo entrega del garrafón de aguardiente al martoma. Rosendo lo recibió con un gesto de gratitud. La cortesía lo forzaba a hacer partícipes de su contenido a los huéspedes. Puso el garrafón en manos de Felipa y le ordenó que lo abriera para convidar a todos.

Felipa obedeció en silencio. Pero las comisuras de su boca se distendieron en una mueca sarcástica. Ya estaba segura: Catalina y Pedro habían venido a pedir algo. Era preciso mantenerse en guardia, no ceder.

La esposa de Rosendo enjuagó una jícara y la llenó de licor. La presentó primero a Pedro. Este mojó apenas los labios en el borde antes de cederla al dueño de la casa.

Al martoma no le disgustaba beber. Y desde que las obligaciones de su cargo le propiciaban una ocasión lícita de hacerlo con asiduidad, el gusto se le había acrecentado. Bebió pues un trago largo, deleitoso. Las mujeres se conformarían con lo que sobrara.

Todos quedaron inmóviles, callados. De cuando en cuando se escuchaba un suspiro estrepitoso y convencional del martoma. Quería advertir así, disimuladamente, a las visitas que su situación era como la de todos los mortales: menos satisfactoria de lo que hubiera sido menester. Sí, a pesar de que la suerte lo favoreció exaltándolo hasta un puesto de tal categoría como era el de mayordomo de Santa Rosa, no por eso estaba exento de las comunes servidumbres que afligen a los hombres.

—¿Qué tal se va a dar la cosecha este año? —preguntó Winiktón.

Rosendo aprovechó la coyuntura para mostrarse plañidero. No quería excitar la envidia de personas menos afortunadas que él. Porque el cargo de juez es ciertamente un título honorífico. Pero eso no obsta para que sea sólo de funcionario civil. Mientras que una mayordomía es un cargo religioso. Pocos pueden ostentarlo y esos pocos son, a no dudar, los mejores de los mejores. Ah, qué sacrificios impone la modestia. Para ser capaz de llevar al cabo el que ahora se le exigía, Rosendo se sirvió un poco más de aguardiente. Hasta después de beberlo no estuvo en condiciones de contestar.

—La cosecha va a ser mala este año. La tierra ya no es joven, tatic.

¡Mentira! pensó apasionadamente Felipa. No es la tierra la que ya no es joven; eres tú. Y si esta tierra no rinde ¿por qué vender la que teníamos en nuestro paraje de Majomut? Era buena. Pero estás comiendo el cargo de mayordomo. Emborrachándote el día entero, sin salir de la iglesia, junto con los otros mayordomos y ese sacristán, alcahuete, consentidor, ese Xaw Ramírez Paciencia.

—Voy poco a la milpa. Tengo que atender los deberes de mi cargo.

Catalina vio refluir estas palabras sobre la expresión de la cara de Felipa. Eso fue suficiente. Ya sabía dónde apretar para ahorcarla. Dijo:

—Todos están muy de acuerdo con las acciones del martoma Rosendo Gómez Oso. Dicen que van a obligarlo para que acepte la mayordomía durante un año más.

Rosendo sintió el roce suavísimo del halago. No, no podía fingir que se asombraba. Después de todo era lo más natural. Pero sí le era necesario admitir que sus maniobras para reelegirse (cohecho, adulación) tuvieron éxito gracias a la habilidad con que las había planeado.

Felipa volvió a coger el huso para ocultar su contrariedad. Un año más en Chamula. Mientras tanto su jacal cerrado tanto tiempo en el paraje de Majomut se derrumbaría. Ya circulaban malévolas denuncias: vecinos codiciosos estaban desmantelándolo. Un año más sería la ruina.

La ilol había calculado bien el golpe. Ahora observaba tranquilamente sus efectos. Esperó.

En la pausa que sobrevino latía un nombre que una de las dos mujeres no se atrevía a pronunciar.

—Marcela está bien —dijo Catalina.

El martoma escuchó este nombre entre la niebla alcohólica que lo envolvía, que le amortiguaba el choque con los elementos exteriores a su ensueño. Dio un respingo como si lo hubiera pinchado la punta de un alfiler. El globo de su grandeza se desinfló. Porque, vamos a ver ¿es correcto que la hija del mayordomo de Santa Rosa esté ajenada, en poder de extraños como una huérfana, como una muchacha pobre a quien su familia no puede sostener? Evidentemente no es correcto. Es una anomalía que sólo la flaqueza de ánimo de Felipa fue capaz de admitir. Pero esa anomalía iba a cesar hoy mismo. Carraspeó para que el vigor de su requisitoria saliera intacto. Pero quien habló no fue él, fue la ebriedad.

—¡Mi hijita, mi Xmel, desde que se fue cayó sangre en mi corazón!

Hipaba, gimoteaba. Lentas lágrimas gruesas, innobles, le empapaban las mejillas, se perdían entre la laciedad de sus bigotes.

A Pedro le irritó el impudor de este sentimiento. Nadie tenía derecho a exhibir así lo que le atormentaba. ¿Acaso él no estaba obligado a ocultarlo? Secamente interrumpió al martoma:

—Es de Marcela de quien vinimos a hablar.

Catalina ahogó una exclamación decepcionada. Le era muy agradable la expectativa tensa, la angustiosa duda que había creado en Felipa.

—¿La quieren devolver?

¿Qué recataba aquella pregunta? ¿Una inconfesada esperanza? ¿Un egoísta y convenenciero temor?

—No. Ya le encontramos marido.

Un mayordomo no podía permitir que un funcionario cualquiera —y civil por añadidura— se apropiara de sus atributos de padre para buscar destino a una muchacha. Nadie debería escoger el marido de Marcela más que Rosendo. Quiso replicar, discutir. Pero su ademán, vago, inconcreto, cayó en el vacío. Sus músculos obedecían ya a la embriaguez, no a su voluntad.

—¿Cuánto va a pagar por ella?

Winiktón se avergonzó de que una madre preguntara el precio antes que ninguna otra cosa. La quiere vender como a un animal, pensó. Pero después de todo Pedro no estaba investido de ningún derecho para criticar los sentimientos de los demás. ¿Acaso no era él más cobarde, más vil que ninguno?

—Va a pagar en justicia.

Felipa se arrepintió de la pregunta por la que había asomado la oreja su avidez. Mecánicamente se acogía ya a las fórmulas consagradas por la costumbre.

—Es una muchacha muy haragana esta mi hija. Ustedes todavía no la han tanteado bien.

En los labios de la ilol jugueteaba una sonrisa burlona.

—No sabe tejer —insistió Felipa—. No sabe moler el posol; deja que se agrien los frijoles.

Su voz había ido subiendo en la escala hasta hacerse ríspida. No quería que creyeran lo que afirmaba; no quería rebajar la estimación de su hija. Catalina permaneció impávida.

—El hombre está de acuerdo.

—¿Quién es el hombre?

—Mi hermano. Lorenzo Díaz Puiljá.

Felipa oyó incrédulamente la respuesta. Y después prorrumpió en una carcajada espasmódica, dolorosa, agresiva, incontrolable. Catalina la interrogó severamente.

—¿Por qué te ríes?

La risa, inaudible ya, se le petrificó en la cara. Cubriéndosela con ambas manos la pusilanimidad de Felipa respondió:

—No sé.

Pero sabía. Sabía que Lorenzo Díaz Puiljá era un idiota y que Catalina, para despreocuparse de él cuando sus padres murieron, arregló su casamiento. No le importó pagar una dote excesiva. Lo había casado. Pero a las pocas semanas la desposada huyó a refugiarse con los suyos y la familia tuvo que devolver los regalos. Catalina no quedó conforme y promovió pleito. La muchacha tuvo que comparecer ante los jueces. Allí declaró que Lorenzo “no sabía hacer uso de ella por la noche”. Los jueces estuvieron acordes en anular el matrimonio. Desde esa fecha Lorenzo vivía solo, en el paraje de Tzajal-hemel.

—Mi hermano es buen hombre.

Con cautela, para no desencadenar la ira de Catalina, Felipa arriesgó una objeción.

—Dicen… dicen que Lorenzo está como ido.

—Fue una desgracia. Un gran pukuj lo arrastró cuando era niño. Estaba en la milpa. El gran pukuj lo llevó lejos, volando, a otro paraje. Muchos lo vieron volar. Muchos de nuestros mayores en cuya boca no cabe la mentira. A Lorenzo lo encontraron tirado en el monte. Nunca recuperó su espíritu, nunca volvió a acordarse de hablar.

Fueron vanos los esfuerzos de los brujos para curarlo. El niño creció como los árboles cuando una torcedura los afea.

—No quiero malcasar a mi hija, Catalina Díaz Puiljá. Por eso te digo que si va a ser mujer de tu hermano voy a pedir cinco carneros gordos, tres garrafones de trago, un almud de maíz.

—Mi hermano no los va a dar.

—¿Por qué?

—Porque tu hija no los vale.

—¿Cuánto va a dar entonces?

—Nada.

Felipa volvió los ojos a su marido para obligarlo a intervenir en esta transacción de la que no sacarían ninguna ganancia. La voz de un hombre siempre se escucha con mayor respeto. Pero el martoma roncaba, con la boca abierta, arrimado a la pared.

—¿Es bueno lo que me está proponiendo tu mujer, Pedro González Winiktón?

No era a Pedro González Winiktón, marido de Catalina Díaz Puiljá, a quien se dirigía esta desesperada consulta. Era a Pedro González Winiktón, juez, pesador de las acciones de los hombres. Sin embargo, ya consumada la primera ofensa a la justicia (aquella de la noche en que Marcela se cobijó bajo su techo y nada se hizo para reparar el daño que le infligió el caxlán), las otras sólo aguardaban su turno. Sin vacilaciones, sin remordimientos, Pedro contestó:

—Es bueno.

—¿Pero por qué voy a entregar a mi hija de balde, a un hombre que ni siquiera sabrá hacerla suya?

Nadie, desde que la primera mujer del Inocente confesó en el Cabildo, ante todos los principales, las causas por las que solicitaba el divorcio, nadie había osado repetir que Lorenzo Díaz Puiljá era impotente. Se cuchicheaba, tal vez, en los rincones; servía de tema para groseras burlas, para equívocas bromas. Pero ahora Catalina había obligado al animal mañoso a que abandonara su escondite. Hizo lo que hacen los perseguidores del armadillo cuando lo asfixian con humo y lo acosan con tizones ardiendo. El rumor había dado, por fin, la cara. En ella recibiría el castigo.

—Ningún otro hombre, a no ser Lorenzo Díaz Puiljá, aceptaría a tu hija.

Felipa ya no midió el peligro. Llevó hasta el límite su provocación.

—¿Por qué? ¿Le vas a echar la sal?

—En Jobel un caxlán abusó de ella.

Felipa no podía seguir ignorando lo que en forma de sospecha la punzaba desde el día en que Marcela regresó sin los cántaros, sin el dinero de los cántaros. Pero una furia irrazonada le dictó las últimas protestas.

—¡No es cierto! ¡No es cierto! Mi Xmel no es mazorca que se desgrane así nomás. Le levantaron esa calumnia porque se la quieren llevar sin pagarme lo que vale.

Catalina cogió a Felipa por los hombros y la sacudió para volverle los sesos a su lugar.

—¿Quieres poner a tu hija en vergüenza delante de todos? Vamos a llamarlos. ¡Que le pregunten, que la registren!

Felipa sollozaba de nuevo. Los sollozos la estrangulaban, estrangulaban sus palabras. Pero la cabeza se movía aún, ansiosamente, negando. Catalina la soltó. Se puso de pie y, sin mirarla, dijo:

—Pedro y yo lo pensamos mucho. Y convinimos en avisarte lo del compromiso de Marcela. Sólo por consideración, pues al fin y al cabo tú eres su madre. Pero tu consentimiento no es necesario. Entiéndelo bien. Y díselo al martoma Rosendo Gómez Oso cuando vuelva en sí de la borrachera.

Catalina y Winiktón salieron. Felipa los miró alejarse sin intentar detenerlos, sin suplicarles hasta hacer que cambiaran su determinación, sin arrodillarse para conjurar ese nuevo infortunio que había venido a aniquilarla.

Permaneció un rato inmóvil, mirando fijamente el huso que dormía entre sus manos. Luego, como si alguien la escuchara, dijo:

—Rosendo, vámonos a nuestro paraje, a nuestra casa de Majomut. Te juro que ya no puedo trabajar más. Te lo juro. Me duelen mucho mis pies.