III



Marcela se detuvo, jadeante. Había corrido hasta sentir que el corazón se le quebraba. No era posible correr más. Avanzó unos pasos, tambaleándose como a punto de caer desplomada. Se sentó en el filo de la banqueta, apretó los párpados con la yema de sus dedos y respiró profunda, ansiosamente.

La ciudad entera, con sus ruidos, zumbaba a su alrededor, martirizándola. Esa puerta, batida por un golpe de viento; esas campanadas perezosas y lúgubres; el chasquido del fuete al restallar en el anca del caballo; la insistencia irritante del mendigo. Y el insulto, saliendo a borbotones, torciendo la boca taraceada de oro de una prostituta.

Doña Mercedes —repetía el zumbido— doña Mercedes Solórzano. Y Marcela perseguía este nombre, sílaba por sílaba, letra por letra, como si al apoderarse de él entrara en posesión de lo más preciado: la noche, el sueño, la muerte.

Porque Marcela no guardaba sino una imagen confusa de la violencia que había sufrido. Detrás de los gestos autoritarios y voraces de Cifuentes (a los que se resistió como lo hacen las bestias, por instinto; y se resistió de manera salvaje, a mordiscos, a arañazos) Marcela vislumbró algo. No lo que tantas mujeres de su condición: el orgullo de ser preferidas por un caxlán. No lo que otras hembras: el peligroso deleite de suscitar un deseo brutal. No, Marcela había adivinado un paraíso: la suprema abolición de su conciencia.

Fue sólo un instante. Aflojar las manos, soltar lo que traía entre ellas: la miseria, la zozobra. Entregarlo todo y quedar libre. De su cuerpo, como de un planeta distante, le llegaba un rumor doloroso. Pero Marcela estaba lejos, flotando en una atmósfera densa y tibia, maternal. ¿Por qué la habían arrojado otra vez a la intemperie? Volvió en sí, rodeada de alaridos, cuando la persecución mordió su calcañar. Y había corrido no sabía si huyendo o regresando. ¿Pero cómo se regresa, Dios mío, cómo se regresa?

Sentada en el filo hostil, con las rodillas juntas para sostener su frente abatida, Marcela se balanceaba con extrema lentitud, acompañando este movimiento con un arrullo ronco, de paloma arisca.

Así. Ya está el sopor cargándote de plomo las entrañas. Así. La paloma se amansa poco a poco. Así.

El mediodía volaba despacio.

—Miralo vos, está bien bola.

Dos niños, hasta de once años, se codeaban para señalar a Marcela. En sus ojos, mancillados ya por el espectáculo de la degradación humana, brillaba un chispazo de regocijo.

Marcela no escuchó este comentario. En su interior seguía taladrando un zumbido, el zumbido que dice: doña Mercedes, doña Mercedes Solórzano. Y después el despeñadero, la nada.

—Se está haciendo la sonsa, vos.

—Yday pues.

Uno de los niños extrajo de la bolsa de su pantalón de dril —remendado con grandes parches a la altura de la rodilla— una resortera. Le acomodó una cáscara de naranja. Apuntó. El proyectil dio en el blanco. Marcela abrió los ojos enormes de la sorpresa, los ojos desorientados del miedo.

—¡Ejush! ¡Ejush!

Gritaban los niños, parapetándose tras de la esquina, provocando una cólera que no podía manifestarse.

Súbitamente, de la misma manera que habían surgido, el miedo, la sorpresa, se extinguieron, llamaradas sin pábulo. Marcela volvió a abatir los párpados.

Los niños, envalentonados por aquella primera travesura de la que salieron impunes, planeaban otra mayor. Pero algo los contuvo. Ocultaron la resortera; afectaron un inocente descuido, una expresión angelical que contradecían sus cabellos revueltos, sus manos sucias, sus ropas mal puestas. Querían fingir así ante quienes se acercaban: don Alfonso Cañaveral, obispo de Chiapas, y un joven seminarista, Manuel Mandujano.

—Dale una limosna a esa pobre mujer —ordenó el señor obispo a su acompañante.

Manuel trató de depositar una moneda en la mano de la muchacha. Pero la mano, laxa, dejó caer la moneda hasta el suelo.

Las cejas, canosas ya, de don Alfonso, se juntaron en un ceño de incrédulo asombro. Era la primera vez que presenciaba la indiferencia de alguien hacia el dinero. No podía suceder sino por una causa muy grave.

—Pregunta qué le pasa, si está enferma.

—No sé hablar la lengua, Su Ilustrísima.

—Yo tampoco. Y tendría la disculpa de no ser de aquí si no hubiera vivido en Ciudad Real más años de los que tú cuentas.

Don Alfonso requirió el brazo de su compañero para apoyarse en él porque le gustaba exagerar su debilidad. Continuaron su camino. En torno de la pareja flotaban los amplios, oscuros manteos.

A su hora pasaron, con su paso lento, procesional, las otras gentes. La mujer que va a entregar el pan de casa en casa; la beata que acude a los oficios vespertinos; el aprendiz que sale de su trabajo; la modista que acaba de cerrar, con varias vueltas de llave, su taller. Señores de bastón con empuñadura de oro que van de paseo, entre dos luces, silbando para ocultar sus intenciones.

Marcela se estremeció y maquinalmente se puso de pie. Miró a su alrededor con extrañeza. ¿Quién la condujo hasta aquí? ¿Cuánto tiempo había permanecido en este sitio? ¿Por qué? No alcanzaba a comprender, no recordaba. Tenía un propósito: volver a Chamula. Echó a andar de prisa, equivocándose, hasta detenerse en el mercado. Allí, sentadas en los escalones, estaban las tzotziles. Aguardaban a Marcela. Enmudecieron al verla aproximarse.

Marcela se paró frente a ellas. Muda también. Sus ojos sobrenadaban en un agua turbia y sin fondo.

De entre el mujerío surgió una voz que la increpaba.

—¿Por qué te dilataste tanto? Ya se va a meter el sol. Por tu culpa vamos a regresar de noche.

Tenía derecho a hablar. Era Felipa, la madre de Marcela. Pero Marcela no respondió. Su mutismo irritaba a la mujer. Chillando, con un chillido frágil y ridículo, exigía:

—¡Contesta!

¿Qué iba a contestar Marcela? Había entrado en una casa desconocida; había ofrecido sus cántaros a una compradora desconocida.

—¿Dónde está la paga?

Felipa extendió la mano para recibirla. Pero Marcela no tenía nada que dar.

—¿Dónde está la paga?

Felipa se irguió. Sus pómulos estaban amoratados de ira. Las demás asistían, atónitas, a la escena. Algunas desviaron el rostro porque la desobediencia no es buena de contemplar.

Felipa descendió los escalones, amenazante.

—Me vas a entregar ese dinero, grandísima cabrona.

Esta palabra repentina, la única en español de aquella frase, restalló como un latigazo. Se alzó el puño colérico, cayó sobre el rostro de la muchacha. El dolor se le quebró en sollozos.

—¿Y qué? ¿Qué me vas a decir? ¿Que te robaron por andar de boca abierta?

Por fin toda la energía que las horas de espera habían acumulado en el corazón de aquella mujer, se descargaba en el castigo. También la decepción. Y no sólo de este día. Los años de paciencia ante el infortunio; los años de sufrimiento soportados sin una queja; toda la memoria amarga que el indio adormece en la embriaguez y en la oración, pesaba en el puño cerrado de Felipa. Y cada gemido de Marcela enardecía más y más a su madre. Ya estaba bañada en sudor; ya un calambre agarrotaba su brazo y aún no quería soltar a la víctima. Hasta que una voz imperiosa la paralizó:

—¡Déjala!

Era Catalina Díaz Puiljá. Desde su sitio, en el escalón más alto, habló. Y no le fue necesario más que ser escuchada para ser obedecida.

Felipa se volvió, inerme, hacia Catalina. Sumisos los párpados, trémula de fatiga y de aflicción, quiso justificarse.

—No merezco reproches, madrecita. Tú misma lo atestiguaste. Yo le pegué a esta Marcela. ¿Pero acaso ella tuvo compasión de mi cara? Mírame. Yo no soy más que una pobre vieja. Mis lomos ya no aguantan el trabajo. Me duelen mucho mis pies. Antes ¿dónde iba a ir Dios, que no tuviéramos que darle de comer a nuestra boca? Pero hoy el hombre tiene cargo; desatiende la milpa; las deudas vienen a levantar la cosecha. ¿Y el dinero? ¿Es que se barre con escoba? ¿Es que se recoge entre la basura? Ay, madrecita, qué te estoy contando. Hace tiempo que el hambre me muerde aquí, entre las costillas.

La ilol hizo un gesto displicente para detener aquella catarata de lamentaciones.

—Te estorba tu hija. Dámela. Yo la voy a tener bien.

Felipa no esperaba esta proposición. El desconcierto mostró desamparadas sus facciones. Ensayó torpemente una excusa.

—Te la diera yo, madrecita, si esta Marcela no fuera tan dejada. Pero lo acabas de ver con tus propios ojos. Le robaron la paga de los cántaros. Y así es, siempre. Si la mandas a traer leña te trae leña verde. Si la mandas a tortear deja que las tortillas se tuesten en el comal. Pierde las ovejas del rebaño.

Catalina sonrió ante la puerilidad de estos pretextos.

—Entonces es mejor que esté conmigo y no contigo. Tú ya no tienes alientos para enderezarla. Yo sí.

El tono con que Catalina había hablado era concluyente. Felipa asintió. Dijo bruscamente a Marcela.

—Levántate. Desde ahora vas a quedar ajenada. Ya no estás en mi poder.

Marcela se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y fue a colocarse detrás de Catalina. Así anduvieron. Así llegaron a San Juan Chamula.

Catalina apartó el cerrojo que trababa las dos puertas de su choza y entró. Marcela no traspuso el umbral, temerosa de arriesgarse a oscuras en un sitio que jamás había visitado antes.

La luz temblaba desde un velón de sebo transfigurando las cosas con su amarillento, macabro resplandor. Catalina tomó el velón y fue a colocarlo en una pequeña tabla que pendía del techo.

—Dormirás aquí.

Desenrolló un petate corriente, deshilachado por las orillas, y lo extendió en un rincón. Marcela se acurrucó encima de él. Miraba el trajín de Catalina para reanimar el fuego sin atreverse a ofrecerle su ayuda. Se preguntaba cuál podía ser el motivo que indujo a la ilol a interponerse entre el castigo de su madre y ella y para qué la trajo a vivir consigo. No le era posible ceder a la gratitud mientras no desapareciera la desconfianza.

—Agarra tu cena.

La muchacha había pasado el día entero sin comer. Pero el malestar que le llenaba de saliva la boca era más bien asco que hambre. Titubeó un momento. Hasta que el tono de las palabras de Catalina —persuasivo como de quien solicita un favor, inflexible como de quien decreta una orden— la decidió. Partió en dos una tortilla y la sumergió en el caldo de los frijoles fríos para reblandecerla. Empezó a masticar con la minuciosidad del que no puede deglutir sino a costa de un gran esfuerzo. Estaba preparando el segundo bocado cuando una ráfaga la sobrecogió. La puerta había vuelto a abrirse para dar paso a Pedro González Winiktón.

—¿Dónde estás, Catalina?

Dijo y fue a sentarse junto al rescoldo. Pareció no advertir la presencia de una intrusa. Pero su mujer se apresuró a informar.

—Esta es Marcela Gómez Oso. Hija del “martoma” Rosendo Gómez Oso.

Pedro aceptó la noticia, indiferente. Catalina tuvo que insistir.

—Va a quedarse con nosotros.

Esto ya exigía una explicación.

—¿Por qué? ¿Acaso es huérfana?

Marcela se deslizó, con un leve crujido, a lo largo del petate. Quería irse, llorar, perderse en lo oscuro, alejarse de este hombre taciturno que la examinaba con tan remoto desdén. Pero estaba subordinada ya a los designios incomprensibles de la ilol. Ahora decía.

—Está ajenada conmigo.

—¿Por qué?

—Un caxlán abusó de ella.

Marcela no hizo ningún movimiento más. Alzó hacia Catalina unos ojos en los que la admiración y el respeto pugnaban por ser, cada uno, los únicos en manifestarse. ¿De qué medios se había valido esta mujer para averiguar lo que Marcela no había confesado a nadie, lo que ella misma ignoraba? Indudablemente era una ilol muy poderosa. Se alegró de estar bajo su potestad. Repitió mentalmente la frase, saboreándola: “un caxlán abusó de ella”. Esto era lo que había sucedido. Algo que podía decirse, que los demás podían escuchar y entender. No el vértigo, no la locura. Suspiró aliviada.

Pero ante los ojos de Winiktón la frase relumbró de muy otra manera. Como si los años no hubiesen transcurrido y él, adolescente aún y desde la impotencia de su edad, estuviera contemplando una imagen atroz: su hermana más pequeña, con el pie traspasado por el clavo con que un caxlán la sujetó al suelo para consumar su abuso. Pedro, al mirar la sangre que manaba (lenta, espesa, negra) gritó con un alarido salvaje y golpeó furiosamente la tierra. A espaldas suyas, entre los murmullos desaprobatorios, se desenvainó un relámpago: la palabra justicia. ¿Quién la pronunció? Su fuego no había sollamado ninguna de las bocas impasibles. Pedro interrogaba, uno por uno, a los varones de consejo, a los ancianos de mucha edad. Nadie respondía. Si los antiguos poseyeron esta noción no la legaron a sus descendientes. Winiktón no pudo entonces sopesar el valor del término. Sin embargo, cada vez que su raza padecía bajo la arbitrariedad de los ladinos, las sílabas de la palabra justicia resonaban en su interior, como el cencerro de la oveja madrina. Y él iba detrás, a ciegas, por veredas abruptas y riesgosas, sin alcanzarla nunca.

Más tarde Winiktón se apegó a Xaw Ramírez Paciencia, el sacristán de la parroquia de Chamula. Un hombre solo, que vivía en la torre del campanario, que chupaba, a hurtadillas la punta de sus dedos impregnados del sabor de pabilo, de aceite, de barniz. Se impuso, caricaturizándola con su torpeza, la gesticulación de los sacerdotes. Mascullaba rezos en un idioma aún más impenetrable que el español, el latín, y de pronto se derrumbaba fulminado por una embriaguez sin exaltaciones, sin ensueños. Pero había asistido a la gente de razón, a los frailes. Los oyó hablar, alguna vez, en otras épocas, y era memorioso. A la insistencia de Winiktón cedió paulatinamente hasta terminar revelando lo único que sabía: que la justicia es el oficio de los jueces. Y Pedro ya no quiso más que ser mayor para tener entre sus manos la balanza que pesa las acciones de los hombres.

Logró lo que se propuso. Fue designado juez.

Las audiencias tenían lugar en la sala de Cabildos. Hasta ellas llegaban únicamente los conflictos no resueltos por la deliberación de familia ni la intervención del brujo. El acusado y el acusador se presentaban llevando regalos para excitar la benevolencia, la parcialidad de las autoridades. Tomaban asiento, destapaban los garrafones de aguardiente, ofrecían la bebida de acuerdo con el rango de los que estaban allí. Y entre un trago y otro, acusadores, acusados, jueces, merodeaban largamente alrededor del asunto que los había reunido, complaciéndose en reticencias sin fin. Cuando ya el licor había obrado sus efectos y la lógica era insegura, se planteaba la cuestión. Las denuncias se formulaban envilecidas por el hipo; los alegatos de los inculpados eran lastimeros y absurdos. Los jueces avanzaban a tropezones entre este matorral de argumentos contradictorios. Los papeles se trocaban caprichosamente y la víctima y el verdugo cambiaban alternativamente de máscara. En la imposibilidad de sentenciar los jueces exhortaban a la reconciliación. Recordaban la infancia común, las vicisitudes compartidas, las consideraciones que se deben al parentesco y a la vecindad. Los contendientes lloraban, enternecidos por la evocación, por la embriaguez. Se despedían conformes. Marchaban abrazados, apoyando uno en el otro la inestabilidad alcohólica de su equilibrio. Llegaban al paraje como aliados. Pero una vez que la ebriedad se desvanecía la discordia los avasallaba nuevamente. Los jueces, prontos a la exasperación, encerraban a los alborotadores en el calabozo. Pero de la cárcel se sale. Abren las prisiones las dádivas o el tiempo. Y el nudo ¿cómo ha de romperse sino con el tajo de un arma? A machetazos se marcaban los límites entre las propiedades; a machetazos se castigaba el hurto y la maledicencia; sangre bebía la fidelidad conyugal.

Pero Winiktón se familiarizó, bajo su investidura de juez, no con la justicia sino con su contraria, la bestia que la devora. A fuerza de topar con ella en todas las encrucijadas fue aprendiéndola, rasgo por rasgo. Conoció sus mañas de animal dañino, el cubil donde se refugia, sus disfraces, su rapidez para huir. La voluntad de exterminio, el instinto de razador se agudizó, se hizo más exigente en Pedro. Perseguía rastros, armaba asechanzas. Y la presa (la presa cuyo nombre se le dio trocado) lo burlaba siempre. Y he aquí que hoy esta frase —“un caxlán abusó de ella”— se enroscaba como una soga al testuz de la injusticia y la entregaba a Pedro con la misma figura que le mostró la primera vez. Allí estaba, debatiéndose, recién cebada en una carne endeble de mujer, de niña casi. Pedro González Winiktón la reconoció. Tembló de ansia de defender; tembló de necesidad de destruir. Y sin embargo permaneció quieto, inmóvil, fascinado.

Catalina empujó la olla repleta de frijoles (ahora sí humeantes) hasta dejarla al alcance de su marido. Pero el dignatario tzotzil no lo advirtió. Estaba absorto en sus pensamientos. Los frijoles, intactos, cesaron de humear. Entonces Catalina preguntó:

—¿No vas a comer?

Pedro negó con un ademán. Su mujer lo vigilaba, ceñuda, alerta. Winiktón fue siempre reservado, poco amigo de expansiones y confidencias. Así que la parquedad de sus palabras no podía alarmarla. Pero el mutismo era su modo de concentrarse más profundamente en lo que le rodeaba. Y esta vez Pedro no atendía. Estaba distraído, ausente.

¿Se disgustó porque Catalina había tomado la determinación de traer un huésped a la casa sin su consentimiento? Una boca más, pensaría. Pero a cambio de eso Catalina iba a tener quien le ayudase en las faenas más rudas. Catalina… ¿Con qué derecho una mujer estéril como ella trataba de eludir lo penoso de sus obligaciones? Al contrario; debería compensar esta falta suya aventajando a las demás en abnegación. Sí, esto era lo que estaba considerando en sus adentros Winiktón; Catalina tuvo la áspera satisfacción de adivinarlo. Y la rebeldía reventó, como un golpe de sangre, en su pecho. ¿Acaso ella era culpable de no tener hijos? ¿A qué medio, por doloroso, por repugnante que fuera, no había recurrido para curarse? Todos resultaron inútiles. Tiene la matriz fría, diagnosticaban, burlándose, las mujeres. Estaba señalada con una mala señal. Cualquiera podía despreciarla. Cualquiera. Pero no Pedro, no su marido.

Catalina se volvió, rencorosa, hacia Winiktón para hallar en su gesto una prueba condenatoria. Pero lo que halló fue un semblante desollado por una congoja tan tremenda que avergonzaría a quien fuera capaz de contemplarla. Catalina buscó, entre todos los nombres, uno, para arrojarlo como un velo sobre esta visión. ¿Pero qué nombre tiene el sufrimiento cuando lo padece el ser que amamos? Catalina sopló abruptamente sobre la llama de la vela. La llama de la vela se apagó.

—Es hora de dormir.

Se oyeron ruidos breves, menudos rumores domésticos. Luego sobrevino el gran silencio nocturno, ese silencio que se vuelve más compacto, más verdadero, cuando aúllan los coyotes, cuando titilan —medrosos— los grillos.

Pedro se acostó dando la espalda a su mujer. Respiraba acompasadamente como los que han entrado ya en el sueño. Catalina medía esta respiración para medir la profundidad de su angustia.

—Ya no piensa en nada; ya no piensa en nadie.

Y esta certidumbre la apaciguó.

Pero Winiktón fingía, haciendo lo que algunos animales cuando el peligro mayor los amenaza; cerrar los ojos, paralizarse, imitar la muerte. Porque la injusticia estaba allí, agazapada en uno de los rincones del jacal.

La sien de Pedro latía contra la dureza de la tabla. Una sensación de inminencia vibraba en la punta de sus dedos, recorría, encendiéndolas, sus venas, electrizándolo. Por primera vez su vida se le representó como un río de acontecimientos continuos, con un cauce que lo trajo a desembocar aquí y precisamente hoy. La influencia ejercida sobre sus hermanos de raza, su cargo político, hasta el hecho de que en él acabara su linaje (porque lo volvía más solo, porque lo dejaba más libre para aceptar y cumplir destinos ambiciosos), todo adquiría sentido, encontraba una explicación, alcanzaba su coronamiento si Pedro era capaz de responder al desafío lanzado por la injusticia, esa injusticia que no se detuvo, para venir a provocarlo, ni aun en los umbrales de su propia casa.

¿Cómo luchar? ¿Contra quiénes? La conciencia de Pedro ardió en una llamarada vengativa. Vio el caxlán asaeteado; vio el incendio corriendo por las calles de Jobel; vio la muchedumbre ladina humillándose bajo el látigo de la esclavitud. Winiktón se abalanzó sobre estas imágenes como la fiera hambrienta sobre el trozo de carne. Pero antes que la saciedad lo apartó la decepción. No, no era tan fácil engañarlo. Ya lo sabía, lo había visto demasiadas veces: la injusticia engorda con la venganza.

—Es imposible hacer nada —dijo con desaliento.

Y su vida se le escapó, como el agua, cuando para recogerla no se tiene entre las manos más que un cedazo.

Cuidadosamente, para no despertar a Catalina, Pedro se movió. Ahora que la derrota estaba consumada Winiktón no quiso más que huir. No podía soportar esa ronda lenta de los objetos familiares, astros sin luz, cuyo centro de gravitación era él. Sigiloso, ganó la puerta. El viento de la medianoche azotó su mejilla.

Catalina no advirtió que había quedado sola. Soñaba. Se soñaba en conversación con el agua. El diálogo es difícil cuando el otro tiene la cara esquiva, los ojos huidizos, la atención vagabunda del que apenas oye una palabra y ya la olvida y olvida a quien la ha pronunciado. Sólo que Catalina era sabia en la paciencia. Se sentaba en las orillas, a esperar. Hasta que el agua respondió. Se cuajó en cristales y los cristales fueron dejando transparentar, primero indecisos, luego fieles, unas facciones humanas. La frente lisa, sin resonancias, pétrea; los ojos en los que mira la mansedumbre; la risa inmotivada: Lorenzo Díaz Puiljá, su hermano, el Inocente.