Marcela Gómez Oso fue una de las que lograron escapar. Con movimientos furtivos y rápidos, como de animal avezado a la persecución y al peligro, Marcela se deslizaba por las calles empedradas de Ciudad Real. Iba con su fardo a cuestas, en medio del arroyo, porque a las personas de su raza no les está permitido transitar en las aceras. Turbada por el gentío; aturdida por el lenguaje extraño que le golpeaba los oídos sin conmover su inteligencia, maravillada y torpe, avanzaba Marcela. No quiso escoger el rumbo del mercado sino que se desvió por caminos laterales. Barrios apacibles aquellos. Roza el silencio el pie desnudo del pobre; lo rasguña la espuela brillante del hacendado; lo quiebra el pesado casco de las bestias.
Marcela se asomaba a los zaguanes abiertos y, modulando con voz insegura y alta las únicas palabras españolas de las que era dueña, pregonaba su mercadería. De más allá de los patios florecidos, del interior de cámaras invisibles, llegaba la respuesta: un “no”, impaciente o desganado, un rechazo impersonal y anónimo. A veces las sirvientas la introducían hasta sus dominios. Allí eran las bromas crueles, el regateo intolerable que Marcela entendía sólo a medias pero que la azoraba y la hacía temblar como un pájaro caído en el lazo. Cuando las criadas se aburrían del juego la dejaban partir.
—¿Qué estás vendiendo, marchanta?
La pregunta la formuló una mujer cuarentona, obesa, con los dientes refulgiendo en groseras incrustaciones de oro. Estaba sentada en una sillita de madera, con las enaguas derramándose a su alrededor. Fumaba un largo cigarro envuelto en papel amarillo. Había hablado en tzotzil. Los ojos de Marcela brillaron de gratitud.
—Cántaros —respondió.
—¿Y serán de buena clase tus cántaros?
La india hizo un vehemente signo de asentimiento, mientras se descargaba de la red para que su interlocutora examinara por sí misma la calidad.
—¿No se me irán a ventear? ¿No se me irán a romper muy luego?
Marcela negó casi con angustia y esto pareció satisfacer a la compradora, quien se aplicó a palpar, una por una, las piezas de barro.
Marcela permanecía de pie, sin moverse, procurando no hacer ruido al respirar. El sudor le humedecía la cara.
Se hallaban en una amplia habitación. La puerta de la calle estaba abierta de par en par, en tanto que la puerta posterior —que daba acceso al fondo de la casa— estaba sólo entornada. Un mostrador de coyunturas flojas; un estante de cuatro tablas, querían producir la impresión de que aquel cuarto era una tienda. Pero la exigüidad del surtido (varios atados, incompletos, de panela; tres botellas de temperante; algunos manojos de hierbas de olor), indicaban la poca prosperidad del negocio.
—Sentate, marchanta. Me da tentación verte parada allí.
Las palabras de la ladina salieron veladas por el humo del cigarro. Marcela, confundida por la amabilidad de la proposición, cambió de postura pero continuó de pie. La mujer insistía:
—Sentate, no tengás resquemor. ¿Acaso no venís cansada del camino?
Marcela sonrió ambiguamente.
—Aunque a tu edad se tienen bríos para eso y para más. Yo me acuerdo de mis tiempos… Vos bien que andarás andando ya en los catorce años.
—No sé, patrona. Mi nana no me ha dicho nunca cuándo nací.
—¿Vivís con tu nana todavía? ¿No te ha juntado con hombre?
—Todavía no, patrona.
La ladina dio una última chupada a su cigarro. Su pecho ronroneó placenteramente. Sus ojos permanecían atentos a la figura de Marcela. Como quien llega al final de una reflexión, dijo:
—Sos bastante regular.
Marcela había terminado por sentarse en el suelo. Con los párpados bajos, se entretenía en dibujar rayas sobre el ladrillo. Sus orejas se encendieron al escuchar el elogio.
—¿Ya tuviste marido?
—No.
—¿Por qué?
—Mi nana no me quiere apartar de ella.
—Será porque ya la podés ayudar con el trabajo.
—Será.
—Así te da a valer. Va a pedir un garrafón grande de trago por vos.
Una risa ronca, relampagueante de oro, hizo temblar el abundante pecho de la ladina. Marcela sintió un indefinible malestar, un remoto escalofrío de alarma. La mujer cambió la conversación.
—Conque ¿cuánto es lo que querés por tus cántaros?
—Doce reales, patrona.
Marcela aventuró la cifra sin saber exactamente su magnitud. Suponía que era mucho dinero y que se lo iban a negar. Esperaba la escandalosa protesta de la compradora, contaba con ella para disminuir su demanda. Pero la ladina no protestó. Se limitó a comentar:
—No se va a poder venderlos con ganancia. ¡Vaya por Dios!
Entonces Marcela tuvo la certidumbre de que no había pedido el precio justo, de que estaba regalando su trabajo. Pero ya no era posible desdecirse. Hizo una última objeción.
—¿Los vas a coger todos, patrona?
—No me digas patrona. Me llamo Mercedes. Mercedes Solórzano. Habrás oído hablar de mí.
—No, patrona.
Un “tanto mejor” mascullado apenas y luego la decisión.
—Sí, los voy a coger todos.
Doña Mercedes se levantó con dificultad.
—Espérame un rato.
Abrió la puerta posterior y desapareció.
Cinco, diez, quince minutos. Marcela sentía ascender por sus piernas, paulatino, el entumecimiento. Cambió de postura. La sangre volvió a circular de nuevo, hormigueadora.
Sin hacer ruido había regresado doña Mercedes.
—Está bien. Déjame aquí los cántaros y vení conmigo. Allá dentro te van a pagar.
Doña Mercedes iba señalando el camino. Al llegar frente a una puerta se detuvo. Tocó discretamente antes de traspasarla. Marcela se detuvo en el umbral.
—Esta es —dijo, señalándola, doña Mercedes. Un hombre de complexión robusta, de mediana edad, sacaba brillo al cañón de una pistola con un retazo de gamuza. Vestía traje de dril, calzaba botas de campo. Se reclinaba perezosamente en el respaldo de un sillón giratorio. Al entrar las mujeres alzó levemente la cabeza. Un ojo rapaz y certero valuó a la muchacha indígena. Hizo un imperceptible guiño de consentimiento. Entonces doña Mercedes aguijó a Marcela.
—Pasa. Te están esperando.
Pero como Marcela no obedecía con la rapidez necesaria, la ladina la empujó sin contemplaciones.
—Se te está diciendo que pases.
Marcela se tambaleó y para sostenerse buscó apoyo en un mueble. Doña Mercedes se dispuso a salir.
—Cierre usted la puerta —recomendó la voz del hombre. Doña Mercedes se alejó, refunfuñando.
—Este Leonardo… ¡como si yo no conociera bien mi oficio!
Volvió a su tienda, a sentarse en la sillita baja. Empezó a liar otro cigarro.
El temperamento de doña Mercedes era comunicativo y se avenía mal con las prolongadas soledades a las que las circunstancias la sometían. Acabó por adquirir la costumbre de hablar sola, imaginando un impreciso auditorio.
—Hay cosas que no se creerían si no se palparan. Don Leonardo Cifuentes, una de las varas altas de Ciudad Real, un señor tan bien visto y tan aseado, al que le bastaría alzar un dedo para que se le rindieran las adonisas más pretenciosas, es un codicioso de indias. Cierto que, como dicen, en la variedad está el gusto. Y que el que diario come faisán bien apetece un plato de frijoles de la olla. Pero una india… eso es como ir a josear en una batea de puerco. ¿No sos de mi misma opinión, compadre? Ya lo ves: yo procuro, hasta donde está a mi alcance, que sean muchachas medio limaditas, que siquiera estén limpias. Pero de todos modos no vayas a creer que me he vuelto tan vaquetona que no me da remordimiento hacer estas cosas. En mis tiempos ¡qué esperanzas que yo anduviera de correchepe, como otras que conozco y que se pasan de sobradas! No, yo adentro de mi casa, como una reina, que para eso tenía yo muchos que dieran la cara por mí. Ya se podía desvivir la gente, murmurando. Era mi suerte la que las afrentaba. Porque lo que es en la honra nadie me ha puesto nunca un pie adelante. Las señoras bien se pueden mirar en mí, que soy un espejo de cuerpo entero.
—¿Te acordás cómo en mi casa abundaba todo? ¡Qué iba yo a pedir que no me lo dieran! ¿Quién me iba a ahuizotear que me iba yo a ver en estos trances? Me pasó lo que a la cigarra del cuento. Me fui quedando íngrima, sin apoyo, sin consuelo. Aunque pecado sería que yo me quejara. Tengo mucho que agradecer, primeramente a la Virgen Santísima de la Merced, mi patrona, y después a Leonardo. Me acuerdo cuando lo conocí. Asinita era. Lo llevaron a mi casa sus amigos, tamaños hombrones. El pobre patojo estaba trasijado de miedo. Sentate en la orilla de mi cama, le dije. No sé qué me dio por hablarle de vos, como si fuéramos de confianza. Acercate, no te voy a comer. Sentí cómo se iba amansando su corazón, poco a poco. Te lo voy a pagar cuando yo sea grande, me dijo. ¿Quién lo iba a creer? Palabras de muchacho. Pero me las hizo buenas en la mejor ocasión. Aquí me tiene arrimada a su casa, a la casa de los Cifuentes. Si no fuera por él ¿adónde hubiera yo ido a parar? Estaría yo de atajadora, como tantas infelices que no tienen donde les haga maroma un piojo. O de custitalera, o de placera… a saber. Y en vez de eso… La señora no me ve con buenos ojos. Según ella soy una alcahueta que solapo las sinvergüenzadas de su marido. Pero ya quisiera yo verla en mi lugar. A ver si a la hora de devolver el favor se iba a hacer la melindrosa.
Por la calle cruzaba, de cuando en cuando, algún transeúnte. Algún señor que saludaba a doña Mercedes llevándose la mano al ala del sombrero con gesto furtivo y después miraba en torno suyo y suspiraba con satisfacción al notar que no había sido observado.
—Más te detenías antes conmigo, viejo hipócrita, mi compañero.
Doña Mercedes lo decía sin alterar el tono de su voz, sin amargura, sin resentimiento; como quien conoce bien la veleidad del mundo y la mezquindad del hombre. Sus dos manos, acostumbradas al ocio, descansaban sobre el regazo.
La puerta posterior se abrió. En el vano apareció Marcela. Venía desencajada. Su pelo negrísimo, en desorden, daba a su rostro un nimbo patético. Se cubría los hombros con las manos como si tuviera frío. Doña Mercedes la contempló sin curiosidad.
—Ah, ya estás aquí, marchanta. Espérate. Te voy a dar tu paga.
Doña Mercedes sacó un envoltorio de entre su blusa. Lo desató, apartó unas monedas y las contó parsimoniosamente.
—Cabal. Doce reales.
Marcela apretó el dinero, convulsa. Y de pronto, en una súbita resolución, lo arrojó sobre doña Mercedes. Corrió hasta el sitio donde yacían, amontonados, los cántaros y los estrelló contra el mostrador, contra los estantes, contra el suelo. Los fragmentos volaron, cayeron dispersos. El estrépito ahogó las injurias de la alcahueta que, a media calle, apostrofaba a la fugitiva.
—¡India desgraciada! ¡No te vaya yo a agarrar que no salís viva de mis manos! Mirá que venir a hacerme perjuicios… ¡Puta, malnacida!
La precipitación de la carrera, los gritos de doña Mercedes, rebotaban contra los muros, se multiplicaban en innumerables y confusos ecos.
Atraída por el escándalo una mujer descorrió el visillo de una ventana. Era Isabel Zebadúa, la esposa de Leonardo Cifuentes. Por un instante su rostro se dibujó tras los vidrios. Un rostro trabajado por el sufrimiento, roído de ansiedad, troquelado en el desdén.
Vio la india despavorida; vio la encubridora furiosa y no necesitó más para entender lo que no era la primera vez que presenciaba.
No pudo evitar un gesto de asco. Vivamente se retiró de la ventana, atravesó la habitación, abrió una puerta. Sus pupilas se dilataban para escrutar en la penumbra. Vagamente surgían de ella los objetos: un armario, sillones. Al fondo una cama de dosel.
Con los brazos extendidos, como una sonámbula, Isabel avanzó. Se detuvo a la orilla del lecho, murmurando:
—Idolina.
No obtuvo respuesta. Se arrodilló sobre la alfombra. Sus dedos se aferraron a las sábanas.
—Idolina, despierta. Puñadito de mirra, amarga, amarga; patitas de canario que no saben andar, despierta. ¿Hasta cuándo voy a ver el sol? ¿Hasta cuándo me va a alumbrar el día? Hijita de mis penas, colibrí, patitas flacas que no saben andar, despierta.
La letanía, incoherente, adelgazada en diminutivos —ternura, urgencia, desesperación— se quebraba en sollozos.
Idolina no hizo ningún movimiento que delatara su vigilia. Se mantuvo rígida, vuelta de espaldas como quien huye, con los ojos tercamente fijos en la pared.