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El periodista se llama Timoteo Menéndez Llanura, hijo natural de María de las Mercedes Llanura Obregón y de un sargento de la marina estadounidense que llevaba una placa en el pecho que decía con claridad «Sgt. Menendez», así, sin acento, de nombre de pila desconocido, con domicilio en algún camarote del interior del destroyer Ulysses S. Grant, anclado en la bahía de San Virgilio, Arcadia, Caribe, América, durante los aciagos días de la invasión yanqui de octubre de 1944.

Algunos lo llaman «Timo», otros «Tim» por su ascendencia gringa no comprobada de modo fehaciente, y para los compañeros del periódico era y es sencillamente Menéndez.

De niño, como todos los de su barrio, Timoteo quería ser bombero, profesión noble como pocas y sobre todo vistosa: eso de andar en un carro bomba tirado por dos percherones blancos o negros que se turnaban en días pares e impares, vestido de rojo, con casco casi imperial de chapa dorada y con el número uno puesto en impecable color negro, era sin duda lucidor; el número se debía a que esa reliquia del pasado pertenecía a la primera estación de bomberos de la isla, la del centro. Los bomberos no solo tenían impermeables rojos, botas, pantalones con tirantes azules, sino que además las mujeres caían redondas a sus pies, y eso para el temperamento tropical de Timo y de todos los chiquillos del rumbo era mucho más importante que otra cosa.

Alguna vez un antiguo capitán del Cuerpo de Bomberos, de apellido Melecio, tuvo la ocurrencia –porque lo vio o lo leyó o lo soñó, nadie lo sabe– de adquirir y mandar traer desde Nueva Orleans un perro dálmata.

«No hay bomberos sin dálmata ni dálmata sin bomberos», dicen que decía muy serio, muy en su papel, cada vez que se tomaba una copa en uno de los bares de los portales que todavía sobreviven frente a la catedral, así que después de una larga travesía el perro llegó hasta Arcadia. El recibimiento que se le hizo en el muelle de pasajeros, no en los de carga, fue tumultuoso; en el periódico del día, las ocho columnas desaparecieron por completo y solo se leía en negros e inmensos caracteres: «¡HOY LLEGA!» La banda municipal lo recibió con una marcha dedicada en su honor compuesta por Félix Zuloaga, el mismo que hizo nuestro himno nacional: la hoy ya famosísima Marcha dálmata, llena de sonoros clarines, trompetas victoriosas y multitudinarios parches y metales, que se alzó a los cuatro vientos mientras el cielo presagiaba tormenta. El alcalde subió al buque y bajó entre los brazos al aterrorizado perrillo blanco con manchas negras que en cuanto vio a los cientos de arcadianos que aplaudían a rabiar y tiraban sombreros al aire, se meó en el recién planchado y lavado chaleco de nuestro munícipe, quien haciendo una mueca bajó del barco por las escalinatas y se deshizo del animal poniéndolo violentamente en manos del capitán de bomberos; Melecio, previendo el momento de mayor gloria de su vida, lo alzó sobre su cabeza justo en el instante en que los cañones del faro lanzaban una salva. Entonces el perro dálmata cagó sobre el casco del bombero: un chorro interminable de caca líquida y amarillenta. Luego dijo el veterinario que se había descompuesto durante el viaje, pero lo cierto es que el perro tendría cagalera el resto de su corta pero intensa vida.

En cuanto estuvo instalado en el cuartel, se negó de plano a comer lo que ponían en su plato: leche, chuletas, huesos, chorizo, estofado, gallina en ajiaco. Tres días pasaron en que solo bebía agua y cagaba por todas partes a pesar de no tener nada en el estómago. Desesperado, Melecio le puso en el suelo una tajada de mango y ¡milagro!, de dos súbitas tarascadas se lo manducó con piel y todo.

–Coño, viejo, ¡el dálmata es vegetariano! –decía el capitán sorprendido a compañeros y vecinos.

Y el dálmata, que nunca tuvo nombre y era llamado tan solo «dálmata», comió a partir de entonces yuca, mangos, papayas, plátanos, guanábanas, guayabas, con fruición y deleite inigualables. Había que tenerlo amarrado con una correa al carro de bomberos, porque al menor descuido escapaba hasta el mercado vecino y se hartaba de frutas y verduras que caían al suelo, haciendo que la diarrea fuera más larga y contumaz que de costumbre, y acababa invariablemente perseguido a escobazos por los locatarios que siempre pretendían que Melecio pagara por los productos consumidos. El bombero encargado de la limpieza del cuartel, harto de ir con un balde de agua y trapeador fregando por todos lados las gracias de la mascota y emblema, lanzó un ultimátum:

–¡El puto perro, o yo! –dijo.

Y el perro se quedó.

No era el dálmata el mejor símbolo de la heroicidad bombera: mordía a conocidos y extraños por igual, perseguía gallinas a las que mataba hincándoles los dientes en el cuello, y luego las despreciaba olímpicamente como fuente probable de proteínas; destrozaba todas las camisetas y calzoncillos que quedaban a su paso y ladraba con furia a aquellos que midieran menos de un metro veinte, sin distinción de sexo o edad.

Esencialmente, el perro era una pesadilla.

Murió en el incendio de la tienda departamental La Gloria a principios de los años cincuenta; tenía cinco o seis años de edad. Mientras los bomberos luchaban con las llamas que consumían voraces toda la estructura de madera del local, el dálmata, arrancando el lazo que lo unía al carro bomba, se precipitó al interior del infierno, y ni siquiera sus huesos pudieron ser recuperados para darle un entierro digno. Las versiones más heroicas refieren que lo hizo porque escuchó el llanto de un niño en el interior de la hecatombe; otros, que vio al fondo de las lengüeteadas de fuego un racimo enorme de plátanos maduros. Nadie lo sabe a ciencia cierta.

Queda del dálmata apenas la escultura en bronce de tamaño natural que está puesta sobre la acera en la puerta del cuartel y que estorba a todo mundo. Jamás los bomberos volvieron a tener perro.

Mientras crecía, Timo vio cómo los avances tecnológicos traídos del continente –carros hidráulicos, alarmas, extintores de última generación, construcciones de ladrillo más resistentes al fuego– le fueron restando importancia al hasta entonces ilustre cuerpo de tragafuegos, que se quedó con el viejo carricoche de percherones como una pieza de museo en recuerdo de tiempos más gloriosos y heroicos. Así que decidió una tarde de esas en que el calor cae como una losa sobre las personas, en que moverse es un enorme sacrificio, que, como no podría ser admirado por apagar un incendio, por lo menos tendría la oportunidad de relatarlo, y la única manera de que todos se enteraran era registrarlo en el periódico; contar eso y todas las cosas extrañas que pasaban en la isla, que no eran pocas y que darían para páginas enteras. Al salir del secundario, se plantó frente a la enorme puerta de madera del periódico y esperó paciente a que apareciera por allí el hijo del dueño.

Después de una conversación corta pero sustanciosa, sonriendo de oreja a oreja y aplacando el flequillo rubio que le caía sobre los ojos, entró como mensajero ese mismo día y tuvo como primer encargo llevarle una cesta con comida a una mujer mulata y bellísima que no era la esposa del contratante, sino otra. Eso haría todos los jueves durante meses, ganándose la confianza de don Gaspar, que poco a poco lo dejaba entrar un paso más cerca de la redacción y hacer encargos más dignos como colar el café, llevar cuartillas blancas a los reporteros, traer cigarrillos y rones a escondidas, y de vez en cuando quedarse a ver cómo la chirriante rotativa, con un estruendo de cadenas y placas metálicas, iba sacando, por un extremo, el recuento en papel de maravillas y desgracias sucedidas en el pequeño e insólito país donde había tenido la fortuna de nacer.

Sería entonces lo que hoy ya es, periodista; y su refugio, El Faro del Caribe.