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Yo soy un ser extraño.

Aunque nadie lo note.

Le tengo demasiada confianza a la gente y constantemente me decepciona. Y a pesar de ser decepcionado, le sigo teniendo demasiada confianza a la gente.

Será que no creo en la maldad como una cualidad intrínseca del ser humano sino más bien como algo aprendido, algo que se va madurando por circunstancias ajenas a la propia voluntad. Y esto no significa que sea un buen cristiano y me dedique a poner siempre la otra mejilla, porque la tendría púrpura de tantas bofetadas; simplemente me cuesta demasiado trabajo guardar rencor, tengo una inmensa capacidad para el olvido. Tanto así, que por la tarde ya olvidé los agravios hechos por la mañana.

Me gusta llegar temprano a la redacción; antes de las once. Casi no hay nadie y puedo escribir en cierta paz. Reviso los cables de noticias buscando algo que alimente mi sección cultural, que de sección solo tiene el nombre porque en realidad es un cuarto de plana escondido en el pliego de «Sociales». Llevo meses peleando para que la enmarquen con líneas punteadas y que lleve en grandes caracteres el nombre CULTURA, para que la gente pueda identificarla fácilmente, pero Ferreira se resiste: dice que de por sí es una concesión del dueño, y que existe solo porque su mujer (la del dueño) se siente artista y pinta unos cuadros horrorosos y muy tropicales. Que en caso contrario, ese espacio diario de lunes a sábado sería utilizado para notas más «productivas» como bailes de quince años y reseñas de bodas, que son pagadas con dinero contante y sonante que no pasa por ninguna contabilidad oficial y que enriquece las arcas del dueño, el director y el jefe de redacción, a los que yo llamo «Los tres jinetes del Apocalipsis». Logré, eso sí, que siempre esté en el mismo sitio, la octava y última página, en la esquina de abajo a la derecha. Cada tercer día escribo una columna sobre los aconteceres culturales de la isla, estrenos de películas, inauguraciones de exposiciones, recitales de poesía; he ganado cierto prestigio entre la comunidad, algunos historiadores, cronistas, pintores y poetas incluso ya hablan de mí en el café de la Zona Bohemia, media calle que quiere ser la Rive Gauche parisina sin lograrlo, y me citan con familiaridad a pesar de que no me conocen. Es la única sección cultural que no es tal pero que existe, pese a todo, en nuestro pequeño aunque inflamado y patriótico paisito de odas esmeraldas y reseñas heroicas de batallas perdidas.

Después de revisar que no haya muerto ninguna vaca sagrada de la literatura (lo primero que siempre hago y no por ello me considero necrófilo en lo absoluto) elijo alguna noticia internacional pequeña con la que siempre abro la sección, solo para demostrarle al mundo que estamos enterados de todo y que no por vivir en este lugar alejado de las grandes civilizaciones y de la mano de Dios, lo humano alguna vez nos resultará ajeno.

Tardo no más de media hora en este trámite. Solo tenemos una fuente de noticias, los despachos de Prensa del Caribe que retoman y tropicalizan, como si nadie se diera cuenta, las de las grandes cadenas internacionales. Tenemos un retraso de doce horas en recibir las noticias porque los cables llegan primero al Ministerio de Información y de allí, debidamente censurados, son redirigidos a nuestra redacción. Siempre pienso que el censor, un puesto muy importante y que de modo eufemístico tiene la denominación oficial de director general de Libertad de Expresión, no ha leído jamás uno de los textos recortados por sus cancerberos y que han llegado a extremos tales que rayan en lo ridículo: cada vez que un líder comunista hace una declaración, ellos celosamente borran el nombre del caudillo, del país, las referencias marxistas-leninistas, hasta acabar con casi todo. Llegó una vez un cable, que guardo en casa, donde se trataba de dar cuenta de unas declaraciones del comandante Castro durante su comparecencia en la ONU; de tan recortado que estaba, solo quedaban la fecha y el lugar, y nada más.

El mundo, para estas intrépidas personas que algún día me gustaría conocer, es pequeñito, color de rosa y en él no existe la disidencia en el pensar o el actuar: tan solo el designio del Infalible, nuestro Supremo Conductor Nacional.

Con mi café recién colado en la mano veo cómo van llegando, poco a poco, los compañeros a la redacción: don Justo, el encargado de «Deportes», con su infaltable sombrero panamá; Mario, el redactor de «Sucesos» (una forma digna de llamar a la sección policiaca) que una vez más viene con la resaca a cuestas; Armida Montellano-Paz, la jefa de «Sociales», hija de la nobleza isleña que en un juzgado se hizo del guion que lleva en el nombre para parecer que tiene, como los europeos, un apellido doble de lustre y prosapia. Ya abrió también su oficina Vorhauer, ese bonachón descendiente de prusianos que se encarga de la parte comercial del diario, de la sección de «Clasificados», de las suscripciones y de hacer que esto sea una mina de oro inagotable.

En la redacción no somos más de treinta en total entre reporteros, fotógrafos, secretarias, ayudantes y jefes, y hay más jefes que periodistas: por eso algunos escriben tres o cuatro notas al día de fuentes diversas, saltando de bodas a asesinatos rastreros en los muelles, a discursos interminables en Palacio, a carreras de yates o torneos de pesca; si no hiciéramos de todo, nadie haría nada.

Ferreira es el último en llegar. Es cierto que también es el último que se va, a eso de las dos de la mañana, con el primer periódico que sale de la rotativa, caliente, entre las manos, oliendo a tinta fresca y a deber cumplido. Tiramos diez mil ejemplares que se agotan durante las primeras horas del día: quinientos van en bicicletas directamente a Palacio, los ministerios y las embajadas, el resto se distribuye en todos los rincones del país y llega a todos lados antes de que el sol se clave en la mitad del cielo sobre nuestras cabezas.

Tenemos suerte de ser el único periódico de la isla, y de que la isla sea pequeña.

Estoy comenzando a escribir la reseña del último libro de nuestra gloria poética nacional cuando una sombra larga aparece por encima de mi Olivetti; no quiero mirar al propietario porque sé perfectamente de quién se trata.

Pero no me queda otra que escuchar su grave voz de sepulturero caribeño:

–Menéndez, te falta escribir los horóscopos de mañana –dice Ferreira, cantarín, susurrándome amigablemente al oído.

Y se me hace un nudo en la garganta.

No por la muerte repentina de Saturna, sino porque no tengo la más mínima idea de cómo se come esa seudociencia que se llama «Astrología».

¡Me cago en la madre de Coña Saturna!