Apuntes para contar una isla

La isla fue conquistada por los españoles en 1586; será que de tan escondida no la habían visto antes. Llegaron a principios de la primavera en tres enormes galeones con caballos, cañones, cerdos, algunos curas, y antes de un año no quedaba uno solo de los habitantes originarios de la región. Nada de mestizaje ni de sincretismo cultural: una degollina hecha y derecha. Por eso nos llaman «blancos del Caribe», descendientes directos de esos asturianos, extremeños y gallegos que llegaron con la espada desenvainada a reclamar sin resistencias este trozo verde sobre azul celeste. La duda que muchos tienen y que nadie aclara, ni nuestros más sesudos cronistas e historiadores, es: ¿cuántas mujeres venían en los galeones? Porque si eran muy pocas, todos seríamos parientes de alguna u otra manera, y eso de tener la misma sangre que el jefe de la policía no es algo que a muchos les llene de alegría.

Mientras tanto, la isla creció.

Mentira, se quedó del mismo tamaño; las que crecieron fueron las ciudades y las flotas pesqueras y los ingenios y las pulperías, y se trazaron caminos, se trocharon selvas enteras, se descubrieron en sus dos cordilleras oro, plata, estaño. Pero para lograrlo, hubieron de traer barcos y barcos de indígenas importados de la Nueva España y de esclavos negros vendidos por los traficantes lusos, para contar con esa mano de obra que hiciera catedrales, haciendas, calzadas, drenajes, para que cuidara el ganado, aderezara jardines, cocinara, barriera las calles. Se dieron cuenta de que no había sido tan buena idea exterminar a los primeros pobladores, porque el progreso tardó en llegar mucho más que en el resto de las Américas.

Vinieron más emigrantes españoles, portugueses, un par de despistados vieneses, algunos chinos que rápidamente condimentaron con especias y aromas nuestras hasta entonces insípidas comidas locales.

Los habitantes de esta isla pródiga, al ver que la riqueza y la fortuna les sonreían, aunque fuera de modo indirecto, instauraron el primer deporte nacional. Cobijados por las noches estrelladas, el murmullo de las aguas cristalinas y apacibles, las blancas y doradas arenas de sus playas, las jugosas frutas que estaban al alcance de la mano, se pusieron, ahora sí libres de obligaciones, a fornicar como conejos, y lo que creció, súbita, exponencialmente, fue la población; las calles adoquinadas vieron pasar entonces ejércitos enteros de carriolas importadas del continente que contenían a los futuros prohombres y prohembras de esa patria nueva que iba, acompañada por rasgueos de arpas y guitarritas, encontrando su rincón en el mundo.

Y por supuesto, ante la inminencia de la oferta y la demanda, comenzaron a nacer también mestizos y mulatos que fueron haciendo sus propios pequeños asentamientos en los alrededores de las ciudades.

Hubo que bautizar a esta tierra, pero los nombres buenos estaban casi todos ocupados. Después de decenas de reuniones, discursos, argumentos gritados a voz en cuello, se optó por llamarla «Nueva Arcadia» en honor a esa región griega del Peloponeso. El mismo día en que se empaquetaban las cartas credenciales para ser enviadas a la Real Audiencia de España, uno de los viejos colonizadores, con un libro bajo el brazo, demostró fehacientemente que «Arcadia» significaba «Tierra de osos» y que llamar así a la isla, donde no había uno solo de esos peludos plantígrados, era un sinsentido descomunal.

Tuvieron que pasar cinco años más de agrias discusiones. El viejo colonizador murió de influenza y en cuanto se echó la última paletada de tierra sobre su tumba, donde también enterraron el libro maldito que llevaba a todos lados, Arcadia se quedó para siempre; no la tierra de osos sino esa otra Arcadia, territorio mítico al que cantaba Virgilio en sus Bucólicas, donde el tiempo transcurría en paz en un ambiente idílico. Hubo incluso algún valiente que se atrevió a sugerir nombrar al tal Virgilio como poeta nacional, pero las miradas iracundas de ciertos influyentes eruditos locales lo hicieron caer pronto en el olvido.

La catedral se inauguró hasta entrado el año de 1700. El obispo de la lejana Habana vino a hacer los honores y bautizó en masa a una nueva generación de arcadianos, algunos de los cuales entraron caminando al amplio y marmóreo recinto, pues sus padres esperaron la ocasión solemne y no dejaron que los franciscanos sin lustre de la isla echaran por encima de sus cabezas el agua bendita que le diera la bienvenida a la grey católica, apostólica y romana a la que por designio divino y de Su Majestad el Rey pertenecían todos los isleños sin excepción.

Setenta varones y cuarenta y seis niñas renunciaron al pecado original. Se dice que el obispo sudaba copiosamente bajo su refulgente y pesada mitra; será que la única entrada de aire podría haber venido de la enorme puerta de madera, que estaba cerrada. Los constructores de la catedral, inspirándose en la de Burgos pero a escala caribeña, olvidaron poner ventanas o respiraderos, y desde siempre la catedral es un horno hecho y derecho.

El caso es que el agua bendita del bautizo que caía sobre las frentes de los infantes se mezclaba constantemente con el sudor del señor obispo, el cual, se descubrió después, no era tan santo ni tan puro como se decía, así que esa generación de arcadianos, muchos Virgilios y muchas Marías entre ellos, llegaron a la comunidad con un estigma que tiempo después se revelaría con el primer trágico alzamiento de que se tuviera noticia en Arcadia. Desde 1745 ya no se bautiza a nadie en la catedral: siempre se hace afuera, en el atrio, al aire libre, para impedir que sudores impíos se mezclen con el agua bendita.

Y junto con la catedral llegó el primer huracán, al que nadie se le ocurrió ponerle nombre de lo ocupados que andaban todos escondiendo a las gallinas, amarrando a las vacas y los cerdos, subiendo el grano a las buhardillas para evitar que el agua salada lo corrompiera para siempre, pero sobre todo rezando como locos para que esos vientos que arrancaban de cuajo las palmeras, que cambiaban el curso de los ríos, que desgajaban cerros enteros, no se los llevaran también a ellos volando por los aires.

Solo hubo un muerto: un fraile gordo y gruñón al que le cayó en la cabeza la gárgola que remataría una de las esquinas de la catedral, y que todavía no había sido fijada por los canteros llegados desde Santo Domingo. Perdió la vida pero ganó un lugar en la historia de la isla mediante una placa de mármol donde pusieron su nombre cuando el desastre se hubo contenido: Plaza Fray Luis de Buñuel. Tiempo después, sería el lugar que elegirían los dominicos para erigir el quemadero público encomendado por la Santa Inquisición.

Un año sí y otro no, vuelven los huracanes. Las viejas dicen que no son fenómenos aislados; que siempre es el mismo meteoro del siglo XVIII, que se repliega durante doce meses al oriente del golfo de México a tomar fuerzas para llegar un día finalmente a destruir la isla. Lo cierto es que cada vez es más fuerte y poderoso, y que nadie se atreve a llamarlo con un nombre de mujer.