Saturna no se llamaba Saturna.
Según leí en el acta de defunción, era mucho peor: María Magdalena Engracia Concepción del Espíritu Santo Rocha Díaz, nacida en Calambrí el 8 de enero de 1928. Entiendo el cambio. Y ahora entiendo también por qué firmaba así sus columnas: Saturno es el planeta que rige su signo, Capricornio; los antiguos lo llamaban «el Gran Maléfico», ese dios triste y ávido de poder que devoraba ferozmente a sus hijos.
Yo vi, más de una vez, en los cinco años que llevo en El Faro, cómo Saturna devoraba a los hijos de otros; con sus aires de vieja princesa eslava, pelo teñido de un imposible rubio, estolas de mink que se apelmazaban con los cuarenta grados a la sombra habituales en esta tierra, vestidos de lamé pasados de moda pero refulgentes y atrabiliarios con los que se paseaba al lado de sus presas por el malecón, en el descapotable negro que la haría incluso más famosa que sus inciertas predicciones.
Se llevaba a los muchachos, como deben llevar los gatos a los ratones, hasta la Quinta del Mar, la casa que coronaba el cerro de Coramar, inmensa mansión heredada de un amante, supuesto vizconde español, y que quedaba por encima de todas las edificaciones de la bahía, donde los utilizaba para prácticas sexuales indignas y de altísimo riesgo, y a la mañana siguiente, como un desperdicio más, los tiraba a la basura.
Ninguno de los que subía al descapotable debía tener arriba de diecinueve años. Ninguno volvía a ser el mismo después de pasar una noche con «Coña Saturna», como la llamaban maledicentes y nunca en voz alta en los corrillos de nuestra depauperada sociedad tropical, ávida de noticias esperpénticas que brindaran aires nuevos y refrescantes para mitigar un poco el sofoco perpetuo en que nos hallamos sumidos desde siempre.
Los muchachos nunca decían ni una palabra de lo vivido en la Quinta del Mar, no se sabe si por miedo a las posibles represalias o sencillamente por pudor.
Alguna vez, en un bar de la avenida Siete, un hombre cacarizo, de pelo ensortijado y negro, de modos campechanos, bebido hasta la náusea, mencionó algo sobre animales y rituales satánicos. Lo dijo de paso, como no queriendo, un poco en broma; los amigos de guayaberas manchadas con aceite de motor y sombreros de palma con agujeros dieron un paso atrás al unísono, como si lo hubieran ensayado en una de esas zarzuelas que ponen en el Teatro Real.
El cacarizo amaneció muerto en los muelles con los ojos en blanco, un rictus de terror en la quijada y sin una sola herida visible en el cuerpo.
En el bar nunca se dijo ni una palabra más al respecto.
Saturna escribía los horóscopos por gusto, como una mera distracción; no necesitaba ese sobre de papel blanco con su nombre impreso que yo cada semana recogía, junto con el mío, mucho más delgado, en la pagaduría del periódico. Tenía la concesión de tres de las gasolineras de la isla, la Quinta, el descapotable y una sed insaciable de juventud que solo aminoraba devorando jovencitos, o yéndose a beber rones –que siempre pagaba sacando billetes de su bolso de piel de jaguar– con personas como yo, demasiado mayores para la acrobacia sexual, pero de garganta aventurera y de charla larga y picante.
El sobre con su dinero se terminaba la noche del mismo viernes en que lo recibía. Yo, prudentemente, antes de las francachelas dejaba el mío bajo el colchón del departamento de una sola estancia a espaldas del diario, y gracias a eso podía pagar la renta, la luz, las viandas escasas que llevaba hasta la mesa donde comía solo y mi alma todas las noches al terminar el turno en la redacción. A veces, por milagro sobraba algo y deambulaba como un náufrago entre los tenderetes que se ponían en la Plaza Mayor, buscando algún libro bueno y barato que saciara mi otra sed, la de aventura y conocimiento, no siempre con buenos resultados, o porque no encontraba nada nuevo, o porque los mercachifles pedían precios exorbitantes por ellos. En ocasiones, sin libro, me sentaba en el Náutico, en una de esas mesas que dan a la calle, y comía todo lo bien que merecía como compensación a todo lo mal que lo había hecho tantas veces; hasta de un par de cervezas me daba el lujo, viendo pasar a las señoritas de alta sociedad que no me dirigían siquiera una mirada ni, por supuesto, la palabra. El resto del domingo, esas tardes soleadas, lustrosas, de viento de poniente, veía irse los barcos, y un trozo de mí se iba con cada bandera panameña, granadina, mexicana, a otras tierras donde no hubiera brujas ni dragones como esos que abundan en la que me tocó, y a la que por ningún motivo me resigno.