–Política no. Definitivamente no. Es muy aburrido, o muy peligroso –le decía Saturna jugando con su pulsera de pequeñitas manos de madera llamadas «figas», traída de Portugal y que se suponía ahuyentaba el mal fario.
Se lo decía mirándolo directo a los ojos, como si fuera capaz de encontrar detrás de ellos, en algún perdido rincón de su cabeza, aquello que pudiera convertirse en su destino.
Y el jovencito aprendiz, que solo le había llevado un café con leche hasta su mesa de trabajo, evitaba, temblándole las piernas, quitarle la vista a esa mirada que daba un miedo del carajo. Estaba lleno de recelo, pero también de una enorme terquedad que no evadiría ni siquiera la aterradora mirada de Medusa: le daba lo mismo acabar convertido en piedra si con ello pudiera lograr su propósito de ser uno más de los redactores bullangueros, borrachines y llenos de prestigio de la isla.
Esa mujer era una institución; no había quien se atreviera a no cederle el paso cuando caminaba resuelta por los pasillos del periódico. Más de uno la escuchó gritar improperios a puerta cerrada al dueño por verdaderas nimiedades –por esa silla rota, esas cuartillas movidas de lugar, esa falta de ortografía que ella no puso, ¡coño!– y todos sin excepción oyeron el enorme silencio que el dueño siempre le daba por respuesta. Él también le tenía miedo, aunque por motivos diferentes que se sabrían hasta después de su muerte.
–Muchacho, solo quedan «Cultura» o «Sociedad», porque mientras no se jubile Justito, estás jodido si quieres escribir sobre deportes –dijo, y sin transición ni dar las gracias por el café ni mirarlo una sola vez más, la mujer volvió a hurgar en los papeles que tenía en el escritorio.
Todos sabían de la fama de Saturna y se acercaban a ella, o no, dependiendo de qué tanto estuvieran dispuestos a apostar, incluida el alma, para conseguir sus propósitos. Pero Timo solo quería aprender, y hubiera aprendido del mismísimo diablo si este trabajara en El Faro del Caribe.
–Tienes suerte de que no me gusten los rubios –explicaba Saturna y pasaba ese índice de uña enorme y roja por la bragueta del aprendiz, quien no se movía un ápice de su sitio.
–¿Cuántas palabras debe llevar un buen encabezado? –preguntaba él, inocentemente plantado en su sitio.
–Viejo, ¡tienes menos lujuria que san José! Cinco. Nunca más de cinco –la bruja hacía un gesto de disgusto con los labios fruncidos y volvía a teclear despacio para no romperse las uñas, dando así por terminada la conversación.
Timo lo apuntaba en la cabeza y por la noche, a la luz de la solitaria bombilla de su habitación, pasaba el dato pulcramente a la libreta de tapas negras, con letra minúscula pero clarísima, como si hubiera mucho por aprender y poco espacio para escribirlo.
Encabezado periodístico: de no más de cinco palabras. Evitar como a la peste los adjetivos. Jamás utilizar una frase negativa.
Desde que comenzó a trazar su propio manual de redacción, Saturna se había vuelto su guía en el intrincado vericueto de entender el oficio, porque el resto de los periodistas no le hacían ni puñetero caso; para ellos era solo un mensajero más y un potencial competidor, y a los competidores no se les brinda información privilegiada.
Pero la mujer era distinta: como aprendió sola, por diversión y no por necesidad, no tenía el más mínimo empacho en compartir lo sabido. Incluso, alguna de esas tardes muy caribeñas, de tormenta copiosa y torrencial pero corta como un regaderazo apresurado, Saturna le puso en las manos un libro pequeño, viejo y ajado: el Manual de estilo de The New York Times.
–Esta es la biblia, muchacho. Cuídalo como un tesoro; aquí dentro está todo lo que necesitas saber.
Timo se conmovió por primera vez en su vida. Estuvo a punto de abrazarla agradeciendo el obsequio pero se contuvo, no fuera a ser que ella lo malentendiera y pensara que detrás del inocente acto de gratitud había una implicación sexual. No quería ser devorado como tantos otros muchachitos que vagaban por el malecón con la vista perdida, pero sí le dio la mano, fuerte, enérgicamente, como se le da a un amigo al que se quiere.
Luego guardó el libro, envuelto con cuidado en papel de estraza y amarrado con un lazo, y lo puso al fondo del cajón donde tenía el azúcar y el café; nadie se asomaba por allí.
El resto del día lo hizo todo de manera apresurada y distraída, intentando comerse los minutos que faltaban para irse a casa y abrir el tesoro, ser asombrado por la preclaridad de otros que habían hecho del periodismo un acto heroico en el diario más importante del mundo.
Ni siquiera esperó a que se pusiera en marcha la rotativa, como hacía todas las noches; corrió como un loco, con el envoltorio aferrado contra el pecho con extremo cuidado, pero con vigor, como dicen que deben tomarse las espadas, con la fuerza necesaria para ejecutar un mandoble y la delicadeza del que sostiene en la mano un gorrión.
Sobre la mesa de su habitación, mientras afuera reverberaban truenos lejanos allende el horizonte, abrió el paquete.
Nunca antes había recibido un regalo, ni por Navidad; su madre sobrevivía vendiendo pescado en la plaza y los ingresos de ambos eran tan exiguos que apenas permitían ropa, calzado y comida.
Desenvolvió con esmero la estraza y la dobló para reciclarla después, igual que el lacito.
Abrió, entonces sí, el portento.
Y estaba en inglés.
–¡Me cago en la reputa leche de los anglosajones! –gritó Timo con todas sus fuerzas, asustando a un gato callejero que revolvía el tacho de basura fuera de la vivienda.
El inglés era idioma desconocido y misterioso; no entendía una sola palabra. Bueno, sí, sabía perfectamente bien qué era The New York Times, pero lo demás era un enigma.
Tenía un mapa del tesoro entre las manos y una barrera infranqueable en la cabeza.