Los cambios económicos de finales de los años sesenta llegaron acompañados por una reforma educativa que puso los estudios superiores al alcance de muchos hijos de obreros, que, hasta entonces, constituían un porcentaje ínfimo de los matriculados. A la universidad llegó una nueva generación que no había conocido la guerra y se avergonzaba del atraso español. Los claustros se convirtieron en un hervidero político e hicieron surgir, de rebote, los servicios secretos del comandante José Ignacio San Martín López.
Su origen hay que buscarlo en 1969, en una iniciativa del ministro de Educación, José Luis Villar Palasí, un profesor valenciano de Teoría Económica vinculado al Opus, aunque no miembro, que llevaba en la política desde 1951, conocía cómo funcionaba el sistema y temía que la universidad se le escapara de las manos como le ocurrió a su antecesor, Manuel Lora Tamayo, un gran químico que no controló las reacciones estudiantiles y acabó desbordado.
Por aquel entonces, la única información de base sobre los estudiantes era el chivateo de algunos bedeles, que eran ex guardias civiles colocados por la ley de «servicios civiles» y coordinados por un coronel del cuerpo. Sólo se enteraban de cosas sin importancia y los estudiantes los tenían calados por la edad, el bigote, el pelo corto, la cara seria y, en ocasiones, los botines de elástico del antiguo uniforme asomando por la pernera del pantalón azul de bedel. Formales y maduros, se prestaban a la rechifla de estudiantes más atrevidos, que les preguntaban disparates («¿Por dónde se va al laboratorio de palimpsestos?», «¿Ha visto pasar usted al doctor Herbert Marcuse?», «He perdido unos apuntes de mecánica ondulatoria de los ofidios. ¿Sabe si alguien los ha encontrado?»)
Esta red de bedeles-chivatos no ocasionaba gastos, pero tampoco servía para nada y la única información eficiente corría a cargo de algunos policías jóvenes a quienes se permitía estudiar una carrera a cambio del servicio. El sistema presentaba una eficacia escasa porque sus informes morían en el Ministerio de Gobernación, que sólo transmitía al de Educación lo que le venía en gana.
Villar Palasí se atemorizó ante el mayo francés y, decidido a contar con su propia red, logró que el general Muñoz Grandes le asignara al comandante José Ignacio San Martín, un militar ambicioso, que simultaneaba su trabajo en los servicios secretos por la mañana con una plaza de economista en la Organización Sindical por la tarde.
San Martín formó un pequeño equipo de militares y guardias civiles e instaló una oficina de enlace en el Ministerio de Educación, que más tarde convirtió en Organización Contrasubversiva Nacional (OCN). Trabajar para el Ministerio de Educación resultaba estrecho para sus ambiciones, así que convenció a Carrero Blanco para que lo tomara a su cargo, a fin de extender el espionaje a otros ámbitos. En enero de 1969, el almirante sustrajo la OCN a Villar Palasí, con gran alivio de éste, que se sentía espiado por sus propios espías.
San Martín extendió sus redes y abrió delegaciones en diversas capitales españolas. La OCN pasó a llamarse Servicio Central de Documentación (SECED) en 1972, y se ampliaron espectacularmente sus recursos y atribuciones; constituyó un contrapoder de la policía, que tragaba con el trabajo sucio y miraba a los espías militares como señoritos privilegiados. Era un secreto a voces la protección que el servicio secreto ofrecía a grupos de extrema derecha dedicados al terrorismo de baja intensidad, entre ellos la partida de la porra de la Universidad de Madrid, la llamada Defensa Universitaria, luego transformada en los Guerrilleros de Cristo Rey, encabezados por Mariano Sánchez Covisa. O sus manejos en Barcelona con el PENS (Partido Español Nacional Socialista) y en Valencia con el MSE (Movimiento Sindicalista Español), grupúsculos que recibían cursos de formación en la hospedería del Valle de los Caídos. Más importante aún fue su relación con el Círculo Español de Amigos de Europa (CEDADE), grupo neonazi fundado en Barcelona en el año 1966 y formado por refugiados nazis y jerarcas falangistas.
A finales de 1973, el SECED contaba con un personal fijo de doscientos jefes y oficiales, otros tantos civiles y, al parecer, unos dos mil colaboradores directos y tres mil indirectos. La trama negra extendía sus tentáculos a todos los órganos de la administración y a algunas grandes empresas, confeccionaba expedientes secretos sobre los hombres relevantes de la política, los negocios o la cultura, y trabajaba al servicio de la CIA, como afirman algunos testimonios publicados por ex agentes.
El general Manuel Fernández Monzón asegura que, en los últimos años de la dictadura, el SECED actuó como enlace con el Pentágono y que los jefes militares de los servicios secretos españoles dependían de la CIA tanto en su formación como en el material electrónico. Tal como afirma el ex coronel Juan Alberto Perote, en el SECED «nuestros patrones eran los jefes de la agencia americana. Yo cobraba un plus de los norteamericanos dentro de un sobre a fin de cada mes. Esto se veía como algo normal entonces». Poco después de morir Franco, la revista Cambio 16 publicó que entre el personal diplomático de la embajada de Estados Unidos figuraban los espías William Jones, organizador de una fuerza policial distinguida por sus torturas en Saigón, en 1959, y Francis Sherry, ex responsable de acciones anticubanas en México. Ambos se encargaban de comprar a militares, periodistas, empresarios, políticos y funcionarios españoles.