CAPÍTULO I

La filiación nacional (I):
España antes de España

El proceso de recreación de la historia nunca es aleatorio. El de la plasmación del pasado en imágenes tampoco. La pintura de historia privilegió determinados periodos históricos, los considerados decisivos en la formación de la nación, en detrimento de aquellos que consideró marginales o ajenos a ella. Y no se trata, por supuesto, de la importancia objetiva de los hechos del pasado, algo siempre discutible, sino de la forma en que esos hechos fueron interpretados como parte de una historia asumida como propia, un pasado elegido más que uno real.

El primer objetivo fue crear y difundir una genealogía nacional en imágenes que definiese quiénes eran los antepasados de la nación y quiénes no. Un proceso de inclusión/exclusión que creó una línea argumental de gran coherencia discursiva, reflejada tanto en el número de cuadros dedicados a cada periodo como, sobre todo, en el de los premiados y/o adquiridos por el Estado. Un discurso cuantitativo, mayor o menor número de imágenes para cada periodo, pero sobre todo cualitativo, unas pocas imágenes-símbolo, las premiadas y adquiridas por el Estado, que actúan como puntos de referencia. La historia no como una sucesión caótica de hechos sino como un relato coherente con un protagonista, la nación, y un objetivo, la plena realización del ser nacional.

Las líneas generales iconológico-ideológicas del relato, a partir de la presencia de los distintos periodos históricos en la pintura de historia, son bastante nítidas. Por un lado están los periodos sobrerrepresentados, aquellos cuya tasa de correlación, resultado de dividir el porcentaje de cuadros dedicados a ellos por el porcentaje que representan sobre el total del tiempo histórico considerado, es superior a 1;1 por otro, los subrepresentados, aquellos cuya tasa de correlación es inferior a 1. Esta mínima operación estadística, reducida a los premiados y/o adquiridos por el Estado, los de mayor impacto visual, convierte el aparente caos de imágenes en un relato lineal de gran claridad y sencillez, con sólo tres periodos sobrerrepresentados: Reyes Católicos, época de los Austrias y siglo XIX. La nación española, que hundía sus raíces en un pasado remoto e intemporal, tenía, sin embargo, una fecha de nacimiento precisa, el reinado de los Reyes Católicos, con un número de cuadros premiados y adquiridos por el Estado muy superior al que le correspondía por su duración cronológica (tasa de correlación por encima de 5); afirmaba su existencia en la época de los Austrias (tasa de correlación en torno a 3); prácticamente desaparecía en el XVIII, un siglo no español en el imaginario decimonónico (la tasa de correlación no llega al 0,4); y resucitaba en el siglo XIX, con la guerra de la Independencia (tasas de correlación otra vez en torno a 5). La recreación de un ciclo de nacimiento, muerte y resurrección, común a otras muchas naciones, que permitía afirmar la existencia de la nación española como un ser vivo al margen de los individuos que la habían compuesto, la componían y la compondrían en el futuro.

Una primera aproximación global a la que hay que añadir algunos matices importantes. El más sorprendente es el que tiene que ver con la presencia en un discurso de construcción nacional de la no nación, ese aproximadamente 25% de imágenes sobre temas no españoles que, premiadas y adquiridas por el Estado, pasaron a formar parte también del árbol genealógico imaginario de la nación. Una incoherencia sólo relativa. La mayoría de las imágenes «no españolas», más de la mitad, ilustran episodios de la Antigüedad clásica y de la vida de los primeros cristianos. Un discurso en imágenes en el que la nación española se dibuja no como un tronco aislado sino como un árbol que hundía sus raíces en una doble tradición, la grecolatina, imaginario origen de la civilización europea, y la cristiana, elemento clave en la definición nacional española. Otro importante grupo de estos cuadros de tema no español, en torno al 25%, hacen referencia a una tradición cultural europea, desde William Shakespeare a Dante Alighieri. En realidad, lo que hacen la mayoría de las imágenes históricas no españolas es afirmar el carácter cristiano y europeo de la nación española y, por lo tanto, tienen también un fuerte contenido identitario.

Otra matización importante tiene que ver con el origen. A pesar del carácter fundacional atribuido a los Reyes Católicos, las imágenes que afirman la existencia de una nación española previa a la «fundación» de los Reyes Católicos, una especie de España antes de España, son demasiado numerosas para no tomarlas en consideración. A partir del rechazo de lo que la historiografía del XIX consideraba no histórico, los episodios legendarios de Hércules a Gárgoris tan habituales en la historiografía anterior, la pintura de historia construye un álbum de antepasados en el que están los «españoles» que lucharon contra Roma; los «españoles» romanos, gloria del cristianismo y de la cultura clásica; los «españoles» visigodos, primeros forjadores de la unidad nacional; y, por supuesto, los «españoles» medievales que habían «reconquistado» el territorio nacional a los invasores sarracenos. Una primera España que había luchado por su independencia contra los romanos, logrado su unidad nacional con los visigodos, muerto en la batalla de Guadalete, resucitado en la de Covadonga y reconquistado palmo a palmo durante ocho largos siglos el territorio que por disposición divina le pertenecía. Otro ciclo menor de nacimiento, muerte y resurrección, complementario del mayor y que concluye justo cuando éste se inicia.

La herencia clásica

El desarrollo de la historiografía decimonónica despojó a la historia nacional de los elementos más fabulosos y míticos, acortando los antiguos orígenes hasta retrotraerlos a aquellos pueblos cuya existencia estaba documentada por los escritores de la Antigüedad. La época clásica se convierte así en el primer acto de ese gran drama que, para un siglo eminentemente teatral como el XIX, era la historia colectiva de una nación.

La incorporación del mundo clásico a la genealogía de la nación española resultaba, a pesar de todo, problemática. El prestigio de una Antigüedad clásica identificada con el origen de la civilización empujaba hacia una identidad nacional que reivindicase la herencia greco-latina como parte de la tradición nacional: los griegos y los romanos eran nuestros antepasados, algo que la cultura europea venía afirmando al menos desde el Renacimiento. Sin embargo, el concepto de nación estaba impregnado desde sus orígenes de claros rasgos «genetistas»,2 que la historiografía decimonónica no hizo sino acentuar, lo que empujaba a considerar a los pueblos indígenas prerromanos como los primeros españoles verdaderos, y a griegos, fenicios, romanos y cartagineses invasores ajenos al ser de la nación. La pulsión «nativista» presente en muchos otros relatos de nación.

La pintura de historia opta desde muy pronto por lo que podríamos denominar la versión «indigenista». Los habitantes prerromanos de la Península eran los verdaderos «españoles», mientras que los romanos y los cartagineses –no hay referencias a la presencia fenicia y griega en ella– eran los invasores ajenos a la nación. Unos primeros españoles en los que estarían ya presentes todos los rasgos del ser nacional posterior. Una interpretación que había sido ya la de Francisco Martínez Marina en su influyente Teoría de las Cortes,3 de claro sesgo antirromanista, y que siguieron repitiendo la mayoría de las historias de España decimonónicas, éstas de manera mucho más explícita y enfática: «Los íberos y los celtas son los creadores del fondo del carácter español [...]. ¡Pueblo singular! En cualquier tiempo que el historiador le estudie, encuentra en él el carácter primitivo creado allá en los tiempos que se escapan a su cronología histórica».4 Precioso ejemplo de cómo para el discurso decimonónico la nación se hace en la historia pero a la vez, como comunidad natural, está al margen de ella y escapa «a su cronología histórica».

Para Modesto Lafuente, como para otros muchos historiadores decimonónicos, el carácter español no es el resultado de un proceso desarrollado en el tiempo, sino que aparece de manera abrupta en el momento mismo de los orígenes. Afirmación de una ahistoricidad absoluta, sorprendente en un historiador, y con un nivel de delirio alto. Puede haber dudas de la vinculación de los españoles del siglo XIX con el mundo romano –las genealogías, la obsesión por los orígenes, son siempre un terreno pantanoso lleno de trampas– pero, desde luego, ninguna sobre la otredad absoluta de Viriato o los defensores de Numancia. No obstante, la idea de unos españoles prerromanos, los nuestros, luchando contra conquistadores extraños y ajenos al ser nacional, los otros, será el eje de una serie de cuadros que contribuirán a fijar la imagen de los pueblos prerromanos de la península Ibérica como los primeros españoles y de los romanos como conquistadores ajenos al ser de la nación.

A pesar de este triunfo del discurso indigenista, el prestigio de lo clásico llevó a que los romanos nacidos en la Hispania romana (Séneca, Trajano, Lucano...) pasasen también a ser considerados «españoles». Algunos de ellos tan españoles que acabaron convertidos en expresión de las virtudes más genuinas de la raza, caso de Séneca, al que la cultura decimonónica convierte en ejemplo del estoicismo español. Y no está claro qué es lo más delirante, si considerar el estoicismo como una característica intrínseca y común a los españoles o afirmar que Séneca era español.

Esta reivindicación de la herencia clásica hispánica no fue, por supuesto, obra exclusiva del siglo XIX. La impronta de Roma, lo mismo que ha ocurrido con la de otras muchas estructuras imperiales a lo largo de la historia, había sido demasiado profunda como para ignorarla.5 Al margen de lo latente que haya podido estar en la Edad Media, tuvo un claro auge en los inicios de la época moderna,6 conociendo un claro revival en el siglo XVIII, cuando en la mayoría de los autores que por uno u otro motivo se ocuparon de la «conquista de España por los romanos»7 las alabanzas al valor y amor a la independencia de los «españoles» son compatibles con una casi absoluta ausencia de críticas a los conquistadores, los «conquistadores-conquistados» de Juan Francisco Masdeu. Finalmente habrían sido los «españoles» quienes habrían integrado a los romanos para dar origen a una de las cumbres de la cultura española.8 No resulta fácil saber en qué consistió esta victoria de los vencidos sobre los vencedores, pero el oxímoron se seguirá repitiendo de una u otra forma por la mayoría de las historias decimonónicas, incluida la tardía e influyente Historia de los heterodoxos españoles de Marcelino Menéndez y Pelayo.

La pintura de historia decimonónica va incluso más lejos y parece asumir la herencia clásica en su conjunto, incluida la no hispánica, como parte integrante de la nación, lo que explicaría la continua presencia en ella de asuntos no relacionados con España. A diferencia de lo que ocurre con otros periodos históricos, el porcentaje de cuadros de tema no español en la pintura de historia oficial inspirada en la historia antigua es altísimo, más del 70%. Y no se trata sólo de cantidad, el éxito de algunos de ellos fue el mismo que el de cualquiera de las grandes pinturas de historia de temas estrictamente españoles.

En la Exposición Nacional de 1871, por ejemplo, de las tres medallas de primera clase, dos fueron para cuadros inspirados en la historia de Roma, Séneca, después de abrirse las venas se mete en un baño y sus amigos poseídos por el dolor, juran odio eterno a Nerón, que decretó la muerte de su maestro, de Manuel Domínguez Sánchez –éste, dentro de la lógica del discurso nacionalista al que se acaba de hacer referencia, podría ser considerado un tema español–, y Muerte de Lucrecia de Eduardo Rosales,9 al que no parece posible encontrarle relación alguna con España. Es cierto que el caso de esta Exposición Nacional de 1871 resulta bastante particular. Se trata de la primera celebrada después de la revolución de 1868, y ambos cuadros muestran una clara voluntad de denuncia del poder despótico de los reyes que tan bien se adecuaba a la situación política del momento, el que representa la muerte de Séneca con un explícito homenaje a La Muerte de Marat de Jacques-Louis David, una de las imágenes de la revolución por excelencia, la francesa de 1789. Hay una obvia concomitancia entre esta especie de revival de la pintura de historia moralizante inspirada en el mundo clásico y la que se dio en Francia en los salones de en torno a la época revolucionaria, cuando los cuadros sobre las muertes de Lucrecia y Séneca se convirtieron casi en una moda.10

No es menos cierto que para hacer esta denuncia, tanto en el caso francés como en el español, se recurre a episodios de una historia que se está considerando propia, y que el éxito de estos dos cuadros tampoco es excepcional. A lo largo del siglo, un total de 11 cuadros representando episodios de la historia antigua no española fueron premiados con primeras medallas, tanto antes –Entierro de San Lorenzo de Alejo Vera, Exposición Nacional de 1862–, como después –Origen de la República romana de Casto Plasencia, Exposición Nacional de 1878. El mundo clásico asumido como parte de la historia de España.

Sin embargo, la pulsión indigenista siguió presente. No deja de resultar significativo, al margen de la pintura de historia, que el nunca concluido proyecto de Historia de España de la Real Academia de la Historia de 1887, impulsado por Antonio Cánovas del Castillo, publicase los volúmenes dedicados a la protohistoria de la península Ibérica y a los pueblos germánicos en España,11 pero el de la España romana, que debía de ir en medio, nunca se llegara a escribir. Interesaban más, a pesar de todo, la resistencia frente a Roma y los visigodos que la romanización como origen de la nación.

El peso relativo de la temática clásica no fue homogéneo. Muy importante durante la primera mitad del siglo, especialmente hasta 1833, la influencia del neoclasicismo dieciochesco parece todavía determinante; sufre un brusco descenso durante el periodo 1855-1867 y el Sexenio, que parecen preferir otras épocas más inequívocamente españolas; y vuelve a recuperarse con la Restauración, lo que puede tener que ver con el carácter conservador de ésta pero también con la afirmación de una identidad cristiano-latina empujada por el auge del discurso de la latinidad, de gran importancia a partir de la polémica sobre la decadencia de las naciones latinas originada por la derrota de Francia en la guerra franco-prusiana.

En este revival del último cuarto del siglo XIX pudo influir también el afianzamiento, frente al romanticismo, de la idea de historia como progreso continuo, que convierte a la otrora modélica época clásica en un mundo de barbarie, felizmente superado por la aparición del cristianismo. Esto explicaría la proliferación en estas últimas décadas del siglo de cuadros «de romanos» mostrando la crueldad de una civilización que habría dejado de ser ejemplo de un mundo mejor para convertirse en uno de los peldaños inferiores de la larga lucha de la humanidad por su liberación. Es lo que ocurre, de manera muy clara, con el aparentemente anodino Spoliarium de Juan Luna Novicio, cuyo éxito descarta cualquier posible atisbo de inanidad ideológica,12 interpretado por la crítica como una denuncia de la crueldad y barbarie de una civilización amoral y decadente: «de una simple escena de costumbres romanas hace un cuadro filosófico, político y social [...]. Spoliarium es una reivindicación de la dignidad humana; la protesta de un espíritu libre y cristiano contra la esclavitud y el paganismo».13 Aunque tampoco faltaron los que, incluso frente a una imagen como la creada por Luna Novicio, siguieron reivindicando a Roma como fuente de cultura y origen de la civilización europea: «con sólo un rasgo bárbaro no se caracteriza a un pueblo. Aquella misma Roma de los sangrientos juegos del circo, era el pueblo del admirable Derecho que es hoy todavía base de las legislaciones de la Europa moderna».14

La proliferación de imágenes de romanos del último cuarto de siglo incluyó también otras con una visión bastante benévola, incluso hagiográfica, una civilización que resultaba admirable hasta en su banalidad. Es el caso de La Floralia, o sea fiestas a la diosa Flora de Antonio Reyna Manescau, aparatoso cuadro de más de 15 metros cuadrados, más de género histórico que de historia en sentido estricto, con el que su autor tuvo en la Exposición Nacional de 1887 todo el éxito al que una pintura de historia podía aspirar.15 Una imagen casi idílica del mundo romano y de lo que éste representaba. Aunque tampoco faltaron los que hasta en esta bucólica imagen vieron un ejemplo de la depravación romana, caso de Pedro de Madrazo, quien, como de pasada, se refiere a «La linda jovencita [...] consagrada en edad harto temprana al infame culto que introdujo la cortesana Acca Laurencia».16

Para finales de siglo, la idea de la historia como progreso continuo se había convertido en hegemónica, encontrando una de sus mejores expresiones en La invasión de los bárbaros de Ulpiano Checa, uno de los cuadros de historia españoles más profusamente reproducidos en revistas, libros de historia y manuales escolares. Una horda de jinetes, desarrapados y feroces, la sangre nueva y purificadora, galopa entre los edificios de una ciudad clásica aparentemente vacía, el viejo mundo decrépito y sin espíritu. El éxito del cuadro de Checa,17 como el de otros muchos del género histórico, no se debió sólo a su mayor o menor calidad pictórica sino a que la crítica vio en él una completa lección de historia: las virtudes de la Roma republicana, la decadencia de la Roma imperial, las mentiras de la religión pagana, la vacuidad de sus retóricos y, sobre todo, la fuerza vital de unos pueblos nuevos que tomaban la antorcha en la marcha de la civilización.

Un éxito en el que debió de jugar también su papel la capacidad de la imagen creada por Checa para expresar en imágenes una idea presente, de una u otra forma, en buena parte del pensamiento finisecular, la de la necesidad de los bárbaros como revitalizadores de la civilización: «el salvajismo es necesario cada cuatrocientos o quinientos años para revivificar el mundo», escribirá unos pocos años después, 1895, un jovencísimo Azorín citando a los hermanos Goncourt.18

Sin embargo, el grupo más numeroso de estos cuadros de temática clásica lo constituyen, como ya se ha dicho más arriba, los referidos a la vida de los primeros cristianos, muy especialmente a las persecuciones desencadenadas contra ellos por el poder romano. Fenómeno que habría que incluir dentro del revival neocristiano y de exaltación de la Iglesia primitiva que impregna parte de la cultura decimonónica pero que entra también dentro de la reivindicación de una tradición nacional cristiana. Los cuadros sobre la Iglesia primitiva y sus mártires se sucedieron en una exposición nacional tras otra, entre ellos algunos de éxito más que notable como San Pablo sorprendido por Nerón en el momento de convertir a Sabina Poppea de Isidoro Lozano, La visión del Coloseo. El último mártir (Muerte de San Almaquio) de José Benlliure Gil, o La Comunión de las Vírgenes en las Catacumbas de Mateo Silvela.

San Pablo sorprendido por Nerón en el momento de convertir a Sabina Poppea19 representa de manera perfecta la contraposición entre el lujo, la perfidia y molicie de la decadente sociedad romana con la pobreza, la rectitud y la pureza de costumbres de los primeros cristianos, uno de los tópicos del revival neocristiano finisecular. El lujo fastuoso de la domus aurea, recreado con toda la delectación que la pintura de historia consigue en sus mejores momentos, sirve de marco a la oposición entre la severa figura de san Pablo y la depravada de Nerón. Compendio, el primero, de todas las virtudes de los primitivos cristianos; el segundo, de todos los vicios de una sociedad degradada y decadente.

La visión del Coloseo. El último mártir (Muerte de San Almaquio)20 recrea un episodio de adscripción temporal complicada. A pesar de referirse a un mártir de la época romana, su asunto es la reiterada aparición a lo largo del tiempo de san Almaquio en el Coliseo la noche de difuntos. Una especie de romántica e intemporal Santa Compaña de mártires vagando a la luz de la luna por las ruinas del Coliseo.

La Comunión de las Vírgenes en las Catacumbas21 constituye uno de los mejores ejemplos de esa voluntad de mostrar la superioridad moral de los primitivos cristianos sobre el decadente mundo romano. A pesar de su carácter casi de pintura de género histórico, el tema del cuadro fue considerado por la crítica «digno y elevado». Y es que las vírgenes cristianas no eran una simple anécdota en la historia de la humanidad; representaban «la victoria moral de los débiles y humildes sobre los fuertes y orgullosos»,22 el triunfo de la civilización cristiana, pura y moralmente superior, sobre la pagana, a pesar de su grandeza, ayuna de sentido moral. Mostraba la inocencia y la virtud de las jóvenes cristianas frente a la decadencia y el vicio de los depravados viejos paganos, el enfrentamiento entre un mundo que se derrumba víctima de su falta de moral y la pureza de otro indiscutiblemente superior. Excelente reflejo de cómo para el revival neocristiano de finales del siglo XIX la historia de los mártires del primer cristianismo no era algo lejano en el tiempo sino muy próximo, hechos en el que el espectador se sentía implicado y tomaba partido.

La historia romana será tomada también como fuente de inspiración para cuadros de temática moralizante, no cristiana, en los que los valores cívicos del mundo clásico son puestos como ejemplo de modelo a seguir por los ciudadanos del nuevo estado burgués. Un fenómeno que tuvo gran importancia en la pintura de historia de la Francia revolucionaria, empeñada en crear valores republicanos que oponer a la vieja moral monárquica, y que en España gozó, lógicamente, de bastante menos éxito, aunque con algunos cuadros importantes.

La muerte de Lucrecia, con un claro componente de denuncia del absolutismo y de llamada a la rebelión contra el despotismo monárquico, servirá de inspiración a tres cuadros entre los que destacan Muerte de Lucrecia de Eduardo Rosales y Origen de la República romana (Año 598, antes de la era cristiana) de Casto Plasencia.

El de Rosales, que marcó en España el inicio de un nuevo revival de la pintura moralizante de temática clásica, representa el momento en que el cuerpo de Lucrecia, una vez llevado a cabo su designio de darse muerte antes que soportar la ignominia de su violación por el hijo del rey de Roma, se derrumba en brazos de su padre. Junto a ellos, su marido Bruto, cuchillo en alto, jura venganza. A pesar de su éxito23 será motivo de una agria polémica con un claro trasfondo político. Rosales pinta su cuadro cuando aún no se habían extinguido los últimos ecos de la revolución de 1868 y la caída de la monarquía de Isabel II. Había un obvio paralelismo entre el asunto del cuadro, un episodio histórico que había supuesto el principio del fin de la monarquía y la llegada de la república en la antigua Roma, y el momento presente. Contexto político-ideológico que convertía la imagen creada por Rosales en mucho más que una simple representación de la virtud ultrajada. Para algunos críticos el problema fue que se quedaba corto en su denuncia, no era suficientemente ejemplar: «es un cuadro convencional; hay allí un hermoso cadáver que no es el cadáver de la virtud suicida»;24 para otros, justo lo contrario, se trataba de una apología de la revuelta y la lucha social, una llamada al enfrentamiento civil: «Cuadros que no despiertan más que odios, rencores, venganzas o exterminios contra príncipes o monarcas, no merecen tales producciones más que se las cubra con un paño, sean cuales fueran sus condiciones plásticas».25 Excelente ejemplo de cómo los cuadros de historia hablan siempre del presente y no del pasado. No parece necesario precisar de qué lado del espectro ideológico se ubicaban uno y otro crítico.

Casto Plasencia, cuyo éxito fue similar al de Eduardo Rosales,26 opta, frente a la intimista imagen de éste, por una mucho más declamatoria y política. Inspirado en La historia de Roma de Henry George Liddelle, representa a Bruto y al resto de los familiares de Lucrecia llevando su cuerpo al foro, donde «excitaron al pueblo de Colacia a sublevarse contra el tirano».27 De la habitación privada a la plaza pública, lo que en Rosales era un asunto de moral personal –aunque dada la interpretación que se hace en la época, con matices–, se convierte en un acto cívico, el desencadenante de una revuelta política, el levantamiento de los romanos contra la tiranía monárquica.

El mundo clásico inspiró, además, una serie de cuadros de lectura político-ideológica mucho menos clara que los referidos al cristianismo o a la muerte de Lucrecia. Es el caso de los que representan escenas de la vida de Cleopatra, con un marcado carácter pintoresco e influidos, sin duda, por el auge del orientalismo; de la revuelta de los Gracos, éstos con un posible mayor contenido político pero que pasaron bastante desapercibidos; de la continencia de Escipión, con un claro sentido moral pero que puede ser también político; de la venganza de Fulvia, ejemplo de la crueldad y depravación romana; de las vidas de emperadores romanos; y de toda una serie de cuadros sobre bacanales y escenas de circo que, al margen de su carácter anecdótico, más dentro del género de pintura de costumbres que del de pintura de historia, sirvieron para afianzar la presencia del mundo clásico en el imaginario histórico colectivo español.

Entre los que tuvieron un mayor éxito citemos Muerte de Cleopatra de Luna Novicio,28 en el que la crítica vio uno más de los múltiples cuadros de tema oriental que el gusto por lo exótico hizo proliferar durante esos años por toda Europa; Nerón contemplando el cadáver de su madre Agripina de Arturo Montero Calvo,29 basado en Vida de los doce Césares de Suetonio, que se incluye dentro de los innumerables cuadros con muerto de la pintura de historia española; el ya mencionado Spoliarium de Luna Novicio, inspirado en la obra de Charles Debrozy, Rome au siècle d’Auguste, en el que el pintoresquismo y colorido de los gladiadores muertos arrastrados por el suelo parece sobreponerse a todo tipo de reflexión histórica, y digo parece porque esta visión bárbara del mundo clásico –que no deja de suponer un manifiesto rechazo a este mundo decadente y falto de valores, máxime si se presenta en oposición al cristianismo– puede tener más implicaciones ideológicas de las que aparenta; Victoribus gloria o Naumaquia en tiempos de Augusto de Ricardo Villodas,30 un asunto aparentemente anodino pero del que Fernanflor, uno de los críticos más influyentes del siglo XIX, hizo una lectura claramente ideológica: «el pensamiento de esta obra es la continuación de una campaña sistemática, gloriosa, como que ensalza el triunfo de la igualdad sobre la tiranía, de la razón contra la fuerza, del espíritu contra la carne»,31 algo así como la plasmación pictórica de la historia como progreso, desde la barbarie de la que ni la refinada Roma clásica pudo escapar hasta la nueva civilización europea que coronaba toda la evolución histórica anterior; y Venganza de Fulvia de Francisco Maura y Montaner,32 que representa «a la esposa de Marco Antonio disponiéndose a atravesar con una aguja la lengua de Cicerón, cuya cabeza presenta un esclavo en una bandeja, mientras su esposo y varios comensales celebran con risotadas la «ocurrencia»,33 en el que la crítica vio un alegato a favor de la libertad, la expresión de la decadencia y ruina del Imperio romano con los viejos valores de la Roma republicana aplastados por la autocracia imperial.

Un caso particular es La continencia de Escipión (1831), que valió a un jovencísimo Federico de Madrazo el nombramiento de individuo de mérito de la Academia de San Fernando, de eco público muy menor, como corresponde a lo que puede ser considerado poco más que un simple ejercicio académico de un joven pintor, pero revelador de la inflexión en el significado de los temas clásicos con la vuelta del absolutismo fernandino. En ese corto periodo de restauración absolutista, los héroes ya no son los españoles que lucharon contra los romanos de las pinturas de la guerra de la Independencia, del que La muerte de Viriato es un excelente ejemplo, sino personajes que ejemplifican las que se podrían considerar las virtudes tradicionales de un buen rey. El regreso de Fernando VII en 1814 marcó también, en éste como en otros aspectos, el retorno de un Antiguo Régimen en el que el monarca ocupaba el lugar de la nación. El episodio representado por el hijo de José de Madrazo había ocurrido durante las campañas de Escipión en Hispania, pero los protagonistas no son los «españoles» sino las virtudes de uno de los héroes de la Antigüedad clásica que se suponía adornaban también a los monarcas contemporáneos. La monarquía frente a la nación.

Al margen de Roma, la presencia de otros pueblos de la Antigüedad es casi anecdótica, prueba de hasta qué punto sólo lo latino se integra como parte de la historia nacional. Las imágenes sobre Grecia se reducen a poco más de media docena de cuadros, en general de marcado carácter moralizante. El de mayor éxito34 fue Sócrates reprendiendo a Alcibíades en casa de una cortesana de Germán Hernández Amores, basado en los Diálogos de Platón. Un asunto habitual en los salones franceses de la última década del siglo XVIII35 como parte de esa idea de ejemplaridad del mundo clásico que tanto fascinó a los protagonistas de la Revolución de 1789. Acorde con esto, el tratamiento pictórico resulta extremadamente «clasicista». Hernández Amores reduce la escena a un tenso diálogo entre la molicie juvenil de Alcibíades, que yace indolentemente recostado sobre el regazo de la cortesana, y la tosca virilidad de Sócrates, cuya figura recuerda más la de un campesino o tendero ateniense que la de un filósofo, una reflexión moral más que un cuadro de historia.

Al margen del mundo greco-latino se encuentra un extraño cuadro pintado por Vicente López hacia 1839,36 por encargo de la reina regente María Cristina, Ciro el Grande ante los cadáveres de Abradato y Pantea. A pesar de la fecha, todavía dentro de esa pintura de historia moralizante de raíz dieciochesca en la que el longevo pintor había sido educado, se trata en este caso de una exaltación de la fidelidad. Representa, a partir de lo narrado por Jenofonte en La Ciropedia, el momento en que la anciana nodriza de Pantea levanta una sábana mostrando a Ciro los cadáveres de Abradato, gobernador de Susa y fiel aliado de Ciro, que ha muerto en combate, y de Pantea, que se ha suicidado con la espada de su esposo.

Esto por lo que se refiere al mundo clásico no español. Hay otro que la pintura de historia considera parte inequívoca de la historia de la nación y del nosotros comunitarios, historia de España y no de Roma, centrado en dos episodios principales, la muerte de Viriato y el sitio de Numancia, y también el de Sagunto por los cartagineses, pero éste con un éxito pictórico mucho menor.37 No sólo parte de la historia de España sino símbolo de uno de los rasgos constitutivos del ser español, el del amor a la independencia. No se trataría, por lo tanto, de historia del mundo clásico sino de historia de España en su sentido más estricto.

La figura de Viriato ocupa un lugar central en todas las historias de España y desde muy pronto. Si ya la del padre Mariana dedica un amplio espacio a glosar su lucha contra los romanos llegando a calificarlo, en el Libro III, de «el libertador casi de España», en las del siglo XIX se convierte en uno de los grandes protagonistas de la historia de la nación, lo que las lleva a incluir no sólo largas descripciones de su hechos sino también pormenorizadas descripciones de su aspecto físico: «bien dotado [...] por la naturaleza con una complexión vigorosa».38 Sería interesante averiguar cómo logró saber Antonio Alcalá Galiano la complexión de Viriato, aunque esto no dejaba de ser un problema menor para una historiografía como la decimonónica cuyo marcado carácter literario le permite arriesgadas descripciones no sólo de las características físicas de los personajes sino también de las psíquicas e, incluso, de lo que pensaron en determinados momentos, y aquí sólo cabría el recurso a lectura del pensamiento y a través de los siglos.

Más complicado resultaba compaginar su condición de héroe español con la de héroe portugués que la historiografía de este último país le atribuía. Un asunto nunca resuelto, o resuelto de manera salomónica, indiscutiblemente español para la historiografía española, y no menos indiscutiblemente portugués para la portuguesa. Tan portugués, que Viriato es uno de los personajes que aparece en el arco de la rua Augusta de Lisboa (1862) como uno de los fundadores de Portugal, lo que, por supuesto, no arredró a los españoles, que, años más tarde (1881), erigieron una estatua en la ciudad de Zamora reclamando su condición de patria del lusitano. A nadie pareció interesarle que el supuesto héroe de la guerra contra los romanos poco tenía que ver en realidad ni con los españoles ni con los portugueses, y que en ningún caso habría podido luchar ni por la independencia de España ni por la de Portugal, dos ideas, la de España y Portugal, que le habrían resultado completamente incomprensibles.

La importancia histórica atribuida a Viriato hizo que se convirtiera en el centro de atención no sólo de los historiadores sino también de literatos39 y periodistas hasta llegar a convertirse en una especie de paradigma de España y lo español. «Yo quiero ser español, y sólo español [...] quiero considerar como mi pergamino de nobleza nacional la historia de Viriato y el Cid», afirmará el influyente Emilio Castelar en uno de sus discursos.40 Fenómeno curioso si consideramos la nula continuidad histórica entre la España prerromana y la España decimonónica, pero que no impidió que generaciones de escolares interiorizasen la imagen de un Viriato «español» luchando contra los «no españoles» invasores romanos.

En pintura, el primer cuadro sobre el héroe lusitano es muy temprano. José de Madrazo y Agudo pinta en Roma en 1808, estableciendo una clara analogía entre los contemporáneos invasores franceses y los romanos, La muerte de Viriato, jefe de los lusitanos, representación del «momento en que los soldados lusitanos encuentran a su general muerto sobre un lecho en su tienda de campaña.41 Importante eslabón en la pintura de historia española, pero de una enorme complejidad ideológica y estética. Cabe incluso la posibilidad de que, en origen, tuviese una temática diferente y fueran las circunstancias históricas, invasión napoleónica, las que hicieron a José de Madrazo, después de algunos retoques, cambiar su título,42 lo que explicaría el anacronismo de los guerreros lusitanos vestidos a la griega.43 Si esto fuese cierto, el interés del cuadro sería aún mayor, en la medida en que vendría a mostrar el carácter de revulsivo que para la conciencia nacional española, y para la pintura de historia, tuvieron las guerras napoleónicas. Lo que, en su origen, habría sido sólo una pintura moralizante de raíz dieciochesca se convierte, gracias a los avatares de la invasión napoleónica, en una pintura de historia con un claro componente de exaltación nacional.

También temprana, aunque menos relevante, fue la presencia de Numancia en la pintura de historia. Figura ya entre los temas propuestos en el concurso de la Academia de 1802 para la prueba de pensado de pintura de primera clase, dando lugar a dos cuadros todavía de marcado tono dieciochesco, uno de Juan Antonio Ribera y otro de Antonio Guerrero, y en la Exposición de la Academia de 1842 pudo verse una primera Destrucción de Numancia, de Vicente Jimeno, desaparecida y sin impacto alguno sobre el imaginario nacional. Habrá que esperar a mediados de siglo para encontrarnos con una de las posibles imágenes reales del hecho histórico, El último día de Numancia, expuesto por Ramón Martí Alsina en la Exposición Nacional de 1858 y, aunque no premiado, adquirido por el Estado para formar parte del exclusivo grupo de los que rememoraban en el Senado los grandes hechos de la nación. No en vano, la crítica consideró que representaba «un asunto quizás el más grandioso, quizá el más difícil de cuantos cuenta la historia patria: el atreverse a trasladar al lienzo aquellas escenas de sangre, de desolación, de muerte, es ya atreverse a algo».44

Se quedaría en sólo posible imagen real del hecho histórico porque, años después, Alejo Vera tuvo un éxito todavía mayor en la Exposición Nacional de 1881 con su Último día de Numancia,45 truculenta representación del momento final de la autoinmolación colectiva de los numantinos en la que, lo mismo que en la de Martí Alsina, y en este sentido el discurso de ambos cuadros es muy parecido, hay una clara voluntad de representar lo ocurrido como un acto colectivo, sin héroes individuales; también la de contraponer el mundo romano al de los españoles, vestidos éstos no a la romana sino acorde con lo que las recientes excavaciones arqueológicas habían revelado de un mundo más «bárbaro». Rigor arqueológico relativo, ya que, como pusieron de relieve algunos críticos, las ciclópeas murallas que sirven de marco a la escena se avenían mal con la pobre cerca acabada de sacar a la luz por las excavaciones arqueológicas. Parece obvio que si Numancia era España no podía ser representada con una miserable barda de adobe, dijeran lo que dijesen los arqueólogos.

El discurso ideológico resulta en todo caso claro. La nación como un todo, hombres, mujeres, niños y ancianos, sacrificando su vida antes que someterse al dominio extranjero. Los numantinos eran los españoles eternos dispuestos a morir antes que perder su independencia; lo que no queda claro es que si habían muerto todos, cómo pudieron dejar descendencia.

Relacionado con esta trilogía Sagunto-Numancia-Viriato estarían las guerras cántabras, de importancia mucho menor para la historiografía decimonónica, que en el caso de la pintura de historia oficial se acerca a la ignorancia. Hay un solo cuadro, Defensa de Hirmio por los vascos (guerra cántabro-romana) de José Salís y Camino,46 inspirado en un pasaje de la historia de Mariana –«los más perecieron de hambre, algunos también se mataron con sus mismas manos, quisieron más la muerte que la vida deshonrada»–, que fue, además, muy mal recibido por la crítica. Retomaba una vieja polémica vizcaíno-montañesa sobre quiénes eran los descendientes de los antiguos cántabros, los vascos o los montañeses, que la historiografía había zanjado hacía ya tiempo pero que el nacionalismo vasco, empeñado, como todo nacionalismo, en buscar raíces que dignificasen su discurso, en parte había resucitado en estas décadas finales del siglo.

Como ya se ha dicho, sin embargo, el lugar del mundo clásico en el pasado de la nación española resultaba complejo. Esta imagen de Roma como el otro ajeno y enemigo del ser nacional convivía, aparentemente sin conflictos, con otra en la que la España romanizada se convertía en uno de los momentos gloriosos de la historia de la nación. Los «españoles romanos» cuya «españolidad» nadie parece poner en duda, integrados en la genealogía de la nación y hasta genuinos representantes de un supuesto carácter español.

Entre los cuadros sobre la vida, en realidad sobre la muerte, de romanos «españoles», los que tuvieron un mayor eco público fueron Séneca, después de abrirse las venas se mete en un baño y sus amigos poseídos por el dolor, juran odio eterno a Nerón, que decretó la muerte de su maestro de Manuel Domínguez Sánchez, y La muerte de Lucano de José Garnelo. Ambos utilizan a Nerón como protagonista indirecto, lo que tenía la ventaja de poder mostrar a los «españoles» como víctimas de un emperador romano convertido en símbolo máximo de la decadencia y la depravación romana. Una imagen de Nerón presente en la cultura europea desde la memoria sobre las persecuciones construida por la Iglesia primitiva pero que la cultura decimonónica reactualizará en obras de teatro, novelas y libros de historia.47

El cuadro de la muerte de Séneca representa el cuerpo exangüe del filósofo flotando en la bañera que ocupa todo el centro del lienzo; alrededor, las hieráticas figuras de sus discípulos y, al fondo, el pebetero del que emanan los gases tóxicos que pusieron fin a su vida. A pesar de su éxito48 fue agriamente descalificado por Manuel Cañete, quien considera fuera de toda realidad histórica el que se presente como un mártir al que no era sino un bribón: «¿Dónde está aquí la grandeza filosófica ni la belleza moral del asunto? ¿Qué es el sacrificio de Séneca sino la muerte de un sabio bribón, decretada por un monstruo coronado?».49 Sorprende esta virulencia contra una supuesta gloria española. Parecido éxito tuvo el cuadro de la muerte de Lucano,50 basado en Lucano, su vida, su genio, su poema, de Emilio Castelar y en la narración que de su condena a muerte por Nerón hizo Suetonio, que representa el cadáver del poeta latino envuelto en un sudario blanco. Imagen de una extremada simplicidad compositiva y con una clara voluntad de mostrar la dignidad del poeta «español» incluso hasta en el momento de su muerte.

A éstos habría que añadir los inspirados en las vidas de los mártires y santos «españoles» de la época romana, aunque en este caso más que ante una reivindicación del pasado clásico estaríamos ante la del carácter cristiano de la nación española, y en este sentido serían indistinguibles de los innumerables cuadros de vidas de santos y mártires que afirmaban la existencia de una comunidad de creyentes al margen de la nacional, las siempre complejas relaciones nación-Iglesia católica. Entre los que tuvieron un mayor éxito, Entierro de Santa Leocadia de Cecilio Pla y Gallardo,51 basado en el Año Cristiano, con la imagen de un grupo de cristianos rodeando el cadáver de la santa en un paisaje yermo y desolado; Martirio de Santa Eulalia de Gabriel Palencia,52 que representa su crucifixión; y Entierro de San Lorenzo de Alejo Vera,53 un santo «español» y como tal digno de inspirar a un artista español, «en España había nacido el santo diácono [...]. Merecedor, y mucho era, por lo tanto [...] de ocupar el primer lienzo de gran estudio hecho por un artista de genio»,54 que representa el momento en que el santo va a ser puesto en el sepulcro.

Caso particular en esta tradición de mártires «españoles» de la época clásica es el temprano Martirio de Santa Justa y Rufina, llevado por José María Esquivel a la Exposición de la Academia de 1842. Interesante porque muestra el proceso de conversión de una imagen de pintura religiosa, devocional, en una de pintura de historia, en un relato sobre el pasado. El pintor se enfrentaba a la existencia de una larga tradición iconográfica en la que las dos mártires aparecían llevando en su mano la palma del martirio y con la Giralda en medio como símbolos parlantes. Una imagen de raíz barroca y contrarreformista, y de carácter claramente piadoso, intemporal y no histórica. Lo que hizo Esquivel, en una fecha, como ya se ha dicho, muy temprana, fue sustituir la imagen de culto por la representación de un episodio concreto del martirio, convirtiendo una escena intemporal y simbólica en otra temporal y narrativa: «Figúrense las santas Vírgenes en su prisión, sentadas en un poyo de piedra, a poco tiempo de haber sus verdugos lacerado sus carnes con garfios de hierro».55

En esta inclusión de la herencia clásica en una tradición nacional merece atención especial la selección de una serie de personajes del mundo greco-romano para el programa iconográfico desarrollado por Carlos Luis de Ribera en el techo del hemiciclo del Congreso de los Diputados de Madrid, el santa sanctorum donde se guardaba el alma de la nación. En esa especie de templo laico, las referencias a esta filiación clásica tienen que ver tanto con la estructura del edificio como con la decoración iconográfica propiamente dicha. Como se analizará con detenimiento más adelante, la propia estructura arquitectónica remite a una tradición democrática enraizada en el mundo greco-latino y no medieval, tal como puede ser el caso de otros parlamentos decimonónicos, el inglés o el húngaro, por poner dos ejemplos distintos y distantes. No es una elección inocua: lo medieval remitía a una tradición popular mientras lo greco-latino lo hacía a una más filosófico-erudita. La arquitectura parlante del Palacio del Congreso de los Diputados reivindica una tradición democrática de tipo culto y no popular.

Por lo que se refiere a la iconografía propiamente pictórica, el techo del Salón de Sesiones incluye, entre las diferentes imágenes que recuerdan la tradición democrática de la nación española, una dedicada a los legisladores del mundo clásico, Solón, Licurgo, Apio Claudio, Rómulo, Numa Pompilio, Justiniano, etc., convertidos así en base y fundamento de la tradición democrática española. Una tradición que no es la de un pueblo que se da leyes a sí mismo sino que las recibe de gobernantes justos y sabios.

La primera España y su pérdida: el reino visigodo de Toledo

La dialéctica romanos/indígenas como origen de la nación desaparece con la llegada de los visigodos, convertidos por la historiografía decimonónica en los restauradores de la nacionalidad. En palabras de la temprana e influyente ya citada Teoría de las Cortes de Francisco Martínez Marina:

Los visigodos, cuya memoria será eterna en los fastos de nuestra historia, luego que hubieron establecido [...] la monarquía de las Españas, cuidaron de dar leyes saludables a los pueblos, publicar su código civil, cuya autoridad se respetó religiosamente en Castilla por continuada serie de generaciones, y organizar su constitución política [...] [que] se ha conservado substancialmente y en el fondo casi la misma y se ha perpetuado hasta nosotros.56

No sólo habrían sido los fundadores de «la monarquía de las Españas» sino los autores de una constitución política que seguía siendo, a grandes rasgos, la todavía existente. Mitificación de la herencia visigoda que responde, entre otros motivos, a haber sido los primeros en establecer un comunidad política que, en gran parte, se correspondía con las fronteras del posterior Estado-nación español y a que el reconocimiento de la monarquía visigoda como española legitimaba todo el proceso de la Reconquista, convertida en la empresa colectiva que habría articulado la formación de la nación española. Un relato cuyos orígenes pueden ya rastrearse en algunas de las primeras crónicas medievales castellano-leonesas.

Todas las historias generales, al margen de su adscripción ideológica, de Modesto Lafuente a Víctor Gebhardt, por tomar a estos dos autores como símbolo de las historiografías liberal y conservadora, dedican largos capítulos a los visigodos,57 a los que atribuyen un claro carácter fundacional. Lafuente dice de ellos que fueron

los que fundaron en España una nación, los que declararon culto de Estado el mismo que hoy subsiste, los que dieron a los pueblos leyes que aún se veneran [...] los mismos, en fin, que legaron a los reyes de España su título más glorioso, y de quienes la más alta nobleza española se envanece de hacer derivar su genealogía, y cuya sangre corre acaso todavía por las venas de los actuales españoles.58

Afirmaciones no demasiado diferentes a las que hace Gebhardt en el inicio de su capítulo sobre la época visigoda, si acaso más comedidas las de este último respecto a la sangre y la genealogía, la reaccionaria obsesión por los orígenes, por la sangre, que impregnan la mayoría de los relatos de nación liberales, no sólo el español. Para el historiador carlista los visigodos representan sólo un paso más en la configuración de España como nación: «tócanos ahora ver cómo da España un gigantesco paso hacia un estado mejor [...] cómo se convierte, por fin, en nación, y en nación poderosa y grande».59

Sin embargo, en la pintura de historia oficial la presencia visigoda es bastante menor, dando una de las correlaciones de cuadros de historia/espacio temporal más bajas de todos los periodos considerados,60 consecuencia tanto de su lejanía temporal como, sobre todo, como ya se dijo, de un relato de nación que ponía el nacimiento de España en los Reyes Católicos. La presencia visigoda es relativamente importante en el primer tercio de siglo, pervivencia de un relato todavía anacional, con un cuerpo político, la Monarquía, definido por la heterogeneidad, distintas naciones y distintas razas con distintos derechos, en el que la sangre goda jugó un relativo papel como mito de origen de los grupos nobiliarios, la raza de los señores frente a la raza de los siervos de Juan Ginés de Sepúlveda.61 Mito goticista-nobiliario que hizo de los antiguos godos origen de la nobleza española y símbolo del ser español más auténtico,62 pero no exactamente de la nación española. Una retórica posiblemente no tan clara como la de la nobleza francesa y sus continuas referencias al origen franco, pero que estuvo siempre presente de una u otra manera. Sin embargo, a partir de la muerte de Fernando VII, el imaginario godo inicia un rápido declive que llevará a su práctica desaparición en las décadas finales del siglo. En la época de la Restauración, los cuadros de tema visigodo apenas llegan al 1% del total de los de pintura de historia, muy lejos del 7% que llegaron a representar entre 1808 y 1833. Esta evolución guarda relación con la ambigüedad del lugar de los visigodos en la genealogía de lo español, que, si por un lado aparecían como uno de los eslabones básicos de su configuración como nación, por otro, la ideología feudal los había identificado desde muy pronto como origen únicamente del estamento nobiliario, cargado además con un claro componente racial, lo que chocaba con la ideología nacionalista de una sola raza. A medida que la idea de la nación como un todo orgánico e indiferenciado se afirma en la conciencia colectiva, lo visigodo pierde vigencia como paradigma de lo español.

El primer cuadro de tema visigodo del siglo XIX es Wamba renunciando a la corona de Juan Antonio de Ribera, pintado hacia 1819, por encargo de Fernando VII, representación del momento en que uno de los notables visigodos, en el centro de la composición, amenaza con su espada a Wamba mientras señala la corona que portan los demás nobles conminándole a aceptarla. Cuadro muy dieciochesco, tanto en la concepción, dentro del más puro neoclasicismo, como sobre todo en la idea moral que parece desprenderse del hecho representado, la exaltación de la virtud del gobernante. De hecho, fue encargado para hacer pareja con otro de estos cuadros de raíz moralizante a los que tan dado fue el siglo XVIII, el Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma, pintado por Juan Antonio de Ribera hacia 1804. Fernando VII, Wamba y Cincinato, intercambiables, no representan la nación española sino el buen gobierno, tan ahistóricos como anacionales.

Ya entrado el siglo, los asuntos que empiezan a interesar a los pintores de historia remiten a un discurso ideológico distinto. Los cuadros dejan de hablar de las virtudes del gobernante para hacerlo de la historia de la nación; de manera muy destacada, la «pérdida de España» y la conversión de Recaredo en el III Concilio de Toledo.

La pérdida de España se desarrolla en un ciclo pictórico completo que no se limita a la batalla de Guadalete. Incluye, acentuando su carácter melodramático de drama en tres actos, la deshonra de la hija del conde don Julián, la traición de éste y la derrota de Guadalete. Entre los que tuvieron un mayor éxito están La Cava saliendo del baño de Isidoro Lozano,63 una especie de recreación del tema bíblico de Susana y los viejos: «Florinda, advertida por una dama suya de que alguien la contempla en el baño, recoge el manto sobre sí, y cubre aquella parte del cuerpo, que el pudor le aconseja, mientras el lascivo don Rodrigo se enciende en la más peligrosa y ardiente pasión»,64 que compendia de manera perfecta el carácter voluptuoso y de crítica moral presente en muchas de las imágenes sobre el tema; y Batalla de Guadalete de Marcelino Unceta y López,65 prácticamente un retrato ecuestre del monarca con un fondo de batalla.

La conversión de Recaredo representaba uno de los grandes hitos que marcaban la conquista de la unidad religiosa y, con ella, de la anhelada unidad nacional a la que toda nación «naturalmente» aspiraba, más aún en un relato de nación como el español en el que, como se verá más adelante, el carácter católico de España es uno de sus principales hilos narrativos:

Así [con el Concilio III de Toledo], quedó la religión católica solemnemente proclamada la religión del Estado en España. Así triunfó el principio religioso [...] que había subido al trono de los césares con Constantino, y que depurado de la herejía arriana [...] se asentó puro y sin mancilla en el trono español, esperamos que para no descender de él jamás.66

El gran cuadro sobre este tema fue Conversión de Recaredo de Antonio Muñoz Degrain, un encargo del Senado, concluido en 1888, cuyo éxito67 lo convirtió en la imagen «verdadera» del hecho histórico, desplazando a la que lo había sido hasta ese momento, Concilio III de Toledo (Conversión de Recaredo) de José Martí y Monsó,68 también adquirido por el Estado para el Palacio del Senado, pero unos años antes. La presencia de Recaredo en los edificios simbólicos del Estado, templos de la nación, no se limitó al Senado. El monarca visigodo es también uno de los que aparece en la decoración del techo del Salón de Sesiones del Congreso, acompañado, por si cabía alguna duda sobre los motivos de su inclusión, de san Isidoro de Sevilla. Forman parte de una de las escenas pintadas por Carlos Luis de Ribera, mitad alegóricas mitad históricas, la dedicada a la tradición legislativa visigoda imaginada como parte de la tradición legislativa española:

en el centro de la composición San Isidoro [...] insigne varón, que, a otras muchas circunstancias para ocupar dignamente el privilegiado puesto que en este cuadro le ha dado el artista, reúne la de haber presidido [...] el concilio Toledano IV [...]. Tiene en la mano izquierda el báculo [...] con la diestra coge una parte del cetro que le presenta su ínclito sobrino Flavio Recaredo, que [...], comparte con [la Iglesia] el poder temporal.

Leovigildo, que reformó el código Euriciano [...] aparece en segundo término [...]. A la derecha [...] se ven los reyes Eurico y Alarico, que dieron los primeros códigos de la época goda [...]. A la izquierda [...], como autores del Fuero Juzgo, están los reyes Sisenando, Recesvinto y Égica.69

Una completa y precisa descripción de los motivos por los que aparecen los distintos personajes. Lo que no nos dice es que, contemplando la escena, en la parte derecha aparecen Sancho Garcés, tercer conde de Castilla, y Alfonso VII, rey de Castilla y de León. Reveladora incoherencia histórico-iconográfica, reflejo de la voluntad de invención de una línea genealógica en la que los monarcas de la corona castellano-leonesa aparecen como herederos y continuadores del mundo visigodo.

Otros hechos de la historia de los visigodos tuvieron una presencia más episódica y con una importancia iconográfico-ideológica mucho menor. Es el caso de san Hermenegildo, objeto de dos cuadros de la pintura de historia oficial, dos de las innumerables imágenes de vidas de santos y mártires españoles que proclamaban el carácter católico de España. Otro santo «español» más, con el añadido de ser miembro de la casa real visigoda, lo que servía para afirmar la santidad de la monarquía española. Es posible que ya su canonización, en el reinado de Felipe II, haya obedecido a esta voluntad de santificación de la monarquía, confirmada con la canonización, un siglo más tarde, de Fernando III, el rey santo por excelencia de la memoria colectiva española. El de más éxito de los dos fue San Hermenegildo en la prisión de Francisco Aznar,70 en el que la crítica vio un exceso de bizantinismo, «la prolijidad de los detalles bizantinos de que abunda su cuadro mata la espontaneidad y el genio creador», atribuido a la moda erudita y arqueológica hegemónica en aquel momento, «esta manía arqueológica [...] este afán de erudición artística del que abusan hoy lastimosamente casi todos nuestros pintores».71 Es posible, sin embargo, que el problema no estuviese tanto en la moda arqueológica como en la dificultad para construir una imagen de lo visigodo que no desencajase demasiado en el relato de nación español. Una Edad Media que todavía no era la Edad Media canónica, con su enfrentamiento entre cristianos «españoles» y musulmanes enemigos de España, pero tampoco ya la Roma de los primeros cristianos luchando contra el paganismo o de la tradición clásica de la que la nación española se asumía heredera. De aquí, posiblemente, el intento de invención de una Edad Media bizantina, a medio camino entre el mundo clásico y lo plenamente medieval, que se dibuja en muchas de las pinturas sobre los visigodos.

La lenta forja de una nación: la época medieval

La Edad Media ocupa en este ciclo menor o complementario un lugar especial. Imaginada como una larga resurrección, que comienza con «la pérdida de España» (batalla de Guadalete) y concluye con la «reunificación nacional» (reinado de los Reyes Católicos), representa el tiempo mítico de la forja de la nación. Algo común a muchas naciones europeas, que hicieron de los siglos medievales el escenario en el que habían florecido las instituciones, lenguas, caracteres y culturas que las hacían diferentes unas de otras. Una especie de primavera de Europa, no sólo para las naciones sino también para la libertad y el equilibrio de poderes, a la que habría puesto fin el invierno del absolutismo monárquico.

En el caso español, la Edad Media habría sido además el escenario de la primera gran gesta colectiva de la nación, la de la expulsión de los invasores musulmanes. Una especie de guerra de Independencia prolongada en el tiempo, ocho siglos, en la que «los españoles [...] trataron ya no de defenderse sino de incomodar y ofender al común enemigo y arrojarle del suelo que tan sacrílegamente había profanado».72 Gesta en la que se habrían mostrado con todo su vigor algunos de los rasgos más característicos y distintivos del ser español, desde el amor a la independencia a la defensa de la religión. Los cuadros de historia sobre la época medieval son, sin embargo, relativamente poco numerosos. Uno de los periodos, junto a la época clásica, visigodos y siglo XVIII, con tasas de correlación por debajo de uno.73 Es decir, uno de los que su presencia imaginada está por debajo de su duración temporal. Afirmación que es preciso matizar ya que, dado el largo tiempo histórico que abarca, ocho siglos, el número total de cuadros de tema medieval es muy alto; en cifras absolutas, sólo inferior a los que tienen como tema la época de los Austrias o el siglo XIX, muchos de ellos, además, de gran eco público y, por lo tanto, con un importante peso en la configuración del imaginario colectivo sobre lo que había sido el pasado de la nación.

A pesar de todo, resulta llamativa esta presencia relativamente escasa de la Edad Media en las imágenes creadas por la pintura de historia española en un siglo tan filomedieval como el XIX. Un siglo para el que el medioevo marcaba el tiempo privilegiado de los primeros balbuceos del carácter nacional, en sentido estricto de las naciones mismas:

No hay época en la historia como la Edad Media; de ella han nacido todos los elementos intelectuales y morales que constituyen nuestra vida; en ella se han desarrollado los sentimientos que nos distinguen de los antiguos; ella es la que ha preparado las revoluciones políticas y sociales que hace cuatro siglos vienen agitando el suelo de las naciones europeas [...] somos [...] sus legítimos herederos, sus continuadores.74

La explicación de esta aparente incoherencia pictórico-ideológica habría que buscarla en la fragmentación de la política medieval que ponía en cuestión uno de los dogmas básicos de la ideología nacionalista, la unidad nacional como principio rector de la vida de los pueblos: «se echó en olvido [...] aquella ley fundamental de la monarquía española que el reino debe de ser uno e indivisible».75 La Edad Media era la Reconquista y la forja de la nación, pero también los múltiples reinos a menudo guerreando unos contra otros, la negación de España. Algo tan obviamente negativo que, como se verá en su momento, las imágenes generadas por la pintura de historia ignoran casi por completo los habituales conflictos bélicos entre los reinos cristianos primando, por el contrario, los hechos que podían ser leídos en clave unitaria, aquellos que, en la interpretación decimonónica, mostraban la inquebrantable voluntad de perseverar en la busca de la unidad perdida, desde la batalla de las Navas de Tolosa al Compromiso de Caspe.

La presencia de la Edad Media es mínima en el primer tercio de siglo, deudor todavía de un cierto antimedievalismo dieciochesco; máxima en la periodo isabelino, el más filomedieval de todo el siglo, particularmente en los años que van de 1855 a 1867, cuando llega a representar el 18% del total de pinturas de historia de tema español; disminuye con el Sexenio democrático, con una cierta voluntad de imaginar una nación cuyo origen estaría en la ruptura revolucionaria de principios de siglo más que en el lejano pasado medieval; y vuelve a ser alta, aunque sin llegar a los porcentajes de la época isabelina, con la llegada de la Restauración.

El primer problema al que tuvo que hacer frente la pintura de historia al imaginar la Edad Media fue, como ya se ha dicho, el de la fragmentación política. Para el siglo XIX nación y poder político aparecían indisolublemente unidos, y el relato de nación exigía continuidad. La presencia de varios reinos obligaba a definir cuál de ellos había sido el depositario de la legitimidad histórica en el largo interregno entre Guadalete y la «reunificación» de los Reyes Católicos. Lo primero, y que menos problemas planteó, fue la exclusión de los musulmanes, convertidos en meros invasores ajenos a España y a lo español, no parte de la nación sino causa de su ruina. Una interpretación del pasado que se remontaba a las crónicas medievales, «la pérdida de España», en su origen con un fuerte contenido providencialista, y que no deja de resultar llamativa si tenemos en cuenta lo ocurrido con los visigodos, otro pueblo invasor pero incluido, sin embargo, como miembro de pleno derecho en la genealogía de la nación. Tan españoles o no españoles, más bien lo segundo, eran unos como otros, contradicción que no se le escapó al Cánovas del Castillo historiador: «ellos eran también españoles [...] siendo sólo en el origen encontrado vencedores y vencidos, sin poder alegar mejores títulos a la dominación de España, los que vinieron de los hielos del norte, que aquellos que nacieron en las secas arenas de África».76 Aunque hay que precisar que se trata del Cánovas del Castillo más joven y de una postura extremadamente minoritaria, la mayoritaria fue la de imaginar los ocho siglos de civilización musulmana en la península Ibérica como un mero paréntesis entre los visigodos, éstos sí españoles, y la «reconquista» del territorio por los reinos cristianos, herederos del visigodo de Toledo. Imagen particularmente clara en el caso de la pintura de historia –en este aspecto mucho menos dependiente de las corrientes historiográficas que en otros–, si la historia académica parece tener algunas dudas respecto a la exclusión de lo musulmán como parte de la herencia española, el relato en imágenes de la pintura de historia no tiene ninguna. Los ochos siglos de presencia musulmana en la Península son sólo un paréntesis, un desgraciado paréntesis, que no forma parte de la historia de la nación. Y aquí el divorcio entre la historia escrita y la memoria en imágenes sobre el pasado de la pintura de historia fue casi absoluto.

Las historias de España del siglo XIX dedican amplios capítulos a la civilización árabe peninsular, cuyos momentos de esplendor son vistos de manera general como un capítulo más de los de la propia civilización española. Maurofilia historiográfica cuyo origen se remonta a la Historia crítica de España y de la cultura española de Juan Francisco de Masdeu (1783), que no sólo incluye la España musulmana como parte de la cultura española sino que la considera uno de sus grandes momentos, y que tendrá una de sus mejores y tempranas expresiones en la publicación en 1820 por José Antonio Conde de Historia de la dominación de los árabes, sacada de varios manuscritos y memorias arábigas, obra cumbre de la historiografía romántica española y origen de la mayor parte de la información que sobre los árabes españoles manejaron el resto de los historiadores decimonónicos,77 todos ellos interesados en general por los grandes momentos de esplendor de la cultura musulmana en la Península, con el siglo X, la Córdoba de Abderramán III, convertido en el favorito del arabismo español decimonónico. Hasta Modesto Lafuente, no exactamente un arabista, eligió como tema para su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia el Califato de Córdoba.

La maurofilia historiográfica se acentuará en el último cuarto de siglo, en particular en los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, que en muchos aspectos ocupó el lugar de las grandes historias generales anteriores en la configuración del ideario historiográfico español. El titulado Aita Tettauen, sobre las campañas militares de O’Donnell en África, está lleno de afirmaciones «filomoristas». La mejor expresión de esta visión «mestiza» de España nos la da el mismo Pérez Galdós en una entrevista publicada en el periódico francés Le Siècle el 25 de abril de 1901: «No creo en la existencia de las razas latinas [...]. El pueblo español es una mezcla de descendientes de cartagineses, romanos, árabes, judíos, celtas, íberos, vascos...».78 Afirmación sorprendente, no tanto por la negación de la latinidad, uno de los artilugios de nación más endebles de los muchos que inventó el siglo XIX pero que acabaría dando nombre a un continente, sino por su explícita equiparación de los árabes con otros pueblos conquistadores, incluidos los romanos, y de los conquistadores con los indígenas, lo que no era ya poco, pero sobre todo por la exclusión de los visigodos, que durante tres siglos habían pasado poco menos que por los fundadores de España.

La integración plena de lo musulmán en el relato de nación español tuvo que enfrentarse, sin embargo, al insalvable obstáculo de su religión. Los visigodos habían sido españoles a partir del momento de su conversión al catolicismo, no antes; los árabes, a pesar del esplendor de su civilización, nunca pudieron formar parte de la memoria de la nación porque no se habían convertido. Como escribió Víctor Gebhardt, cercano al carlismo aunque en este aspecto los historiadores liberales no pensaron ni escribieron nada demasiado diferente:

A haber sido los árabes cristianos [...] a haber podido, como los bárbaros del siglo V, recibir en sus corazones la huella de la religión de los vencidos, es casi seguro que España [...] habría hecho con los árabes lo que con los godos. Habría combatido con ello por más o menos tiempo, por fin la fusión, la amalgama se habría verificado entre ambos pueblos.79

El no «recibir en sus corazones la huella de la religión de los vencidos» hizo imposible cualquier integración en la memoria compartida de una nación que no se imaginaba a sí misma sino como católica. Por eso, frente a la maurofilia historiográfica, la presencia de lo musulmán en la pintura de historia española decimonónica es casi nula. Formó parte de la historia erudita de la nación pero no de su memoria emotiva. Sólo una de las imágenes creadas por la pintura de historia oficial representa un hecho ocurrido en el siglo X cordobés, Martirio de los santos Servando y Germán de Francisco Torrás,80 y con una visión no precisamente positiva ya que los protagonistas no son los musulmanes sino lo mártires cristianos. Ellos son los españoles y no los súbditos musulmanes de Abderramán I.

Al margen de este cuadro está el un tanto particular caso de la decoración del Paraninfo de la Universidad de Barcelona, un lugar público pero con un cierto carácter de privacidad académica, en la que figura otro también referido a la corte cordobesa, La Civilización del Califato de Córdoba de Dionisio Baixeras Verdaguer, éste sí con los musulmanes considerados españoles y con una imagen claramente positiva. Parte de un programa sobre los grandes momentos de la cultura española, representa a Abderramán III rodeado de astrólogos, traductores y filósofos en una estancia que recuerda la mezquita cordobesa. El monarca protector de las ciencias y las artes de los arabistas decimonónicos, la alargada sombra de Masdeu, en el marco de un edificio que expresaba mejor que ningún otro el esplendor de la cultura musulmana, por un momento española y no sólo en España.

Esto por lo que se refiere al Califato de Córdoba, el favorito de la historiografía decimonónica. La presencia del resto de los periodos, salvo cuando sirven de ilustración a las hazañas de los cristianos, es también mínima y centrada casi exclusivamente en el fin del reino de Granada, cuyo carácter crepuscular lo convirtió en tema favorito no sólo de pintores sino también de músico y escritores.81 Aunque aquí habría que preguntarse hasta qué punto esta proliferación, relativa, de lienzos de tema nazarí no tiene más que ver con el desarrollo de una pintura de género «oriental»,82 de gran éxito en toda Europa, Francia e Inglaterra particularmente,83 que con la pintura de historia propiamente dicha. Al margen de que este auge de la pintura de tema granadino sirva casi siempre, de forma directa o indirecta, de exaltación del reinado de los Reyes Católicos y de su papel en la consecución de la unidad nacional. En todo caso, el fin del reino nazarí fue el único que logró abrirse paso en la iconografía de la pintura de historia oficial como una imagen exclusivamente árabe, sin la presencia de los conquistadores cristianos, ausencia relativa ya que, aunque no aparezcan en las imágenes, son siempre la causa de los hechos representados.

El episodio estrella del drama granadino fue el llanto de Boabdil camino del exilio, con la imprecación de su madre de que llorase como mujer lo que no había sabido defender como hombre. Frase que, repetida una y otra vez por los textos escolares e imaginada por varios pintores, pasará a formar parte de la memoria histórica de generaciones de españoles. Este episodio no debe descontextualizarse de su sentido general de fin de la Reconquista y unificación nacional, como nos recuerda un crítico contemporáneo, a propósito de uno de los varios «suspiros del moro» de la pintura de historia oficial, el de Joaquín Espalter: «La partida de Boabdil era un excelente asunto [...] históricamente grande [...] profundamente patético» y, desde la perspectiva de la sociedad española, «glorioso».84 Y con esta última afirmación dejamos el campo del orientalismo y de las recreaciones románticas para pasar directamente al político-ideológico. En este «glorioso» se está definiendo quiénes son los nuestros y quiénes no. Por muchas simpatías crepusculares que la tragedia nazarí pudiese despertar, el fin del reino granadino no era lo mismo visto desde París o Londres que desde Madrid o Sevilla.

Una vez excluido lo musulmán, la genealogía histórica medieval española parece decantarse por la tradición castellana en detrimento de la aragonesa. Entre los diferentes reinos cristianos construidos en la Península a lo largo de la Edad Media, la preeminencia del bloque occidental, los territorios que acabaron confluyendo en la herencia de Isabel la Católica, frente a los del bloque oriental, la herencia de Fernando el Católico, es manifiesta. Y empleo los términos de la herencia de Isabel la Católica y la de Fernando el Católico, no los de Castilla o Aragón, porque, en sentido estricto, la representada en la pintura de historia no es exactamente una historia castellana sino un uso de la historia de Castilla en función de una determinada memoria sobre España. No interesa la historia de Castilla sino una Castilla imaginada a partir de las necesidades del relato español de nación. Una verdadera historia castellanista habría prestado, por ejemplo, especial atención al nacimiento del condado de Castilla y a su posterior independencia del Reino de León. Sin embargo, ni una sola de las imágenes creadas por la pintura de historia oficial hace referencia, ni directa ni indirecta, a episodios relacionados con estos hechos, que pasan así a formar parte de lo que existe, del pasado olvidado. Nada demasiado diferente a lo que hacen las historias generales, que suelen incluir juicios bastante negativos sobre Fernán González y su voluntad secesionista respecto a León, suponiendo que una afirmación de este tipo tenga algún significado referido al mundo feudal. Se construye así una extraña Castilla sin origen. A veces, parece que nació en Covadonga, fuera del tiempo y del espacio, y sin que en la mayoría de los casos resulte fácil saber de qué se está hablando cuando se usa el sustantivo Castilla, menos todavía el adjetivo castellano. Un dilema que la generación del 98 zanjaría de forma salomónica imaginando una Castilla metafísica e intemporal en torno a las llanuras del Duero, geografía más que historia. Extraño destino para esa especie de reino de montañeses, nacido en las montañas por antonomasia de la tradición castellana, las de Burgos, y que en los escasos periodos en los que estuvo separado de los demás del occidente peninsular se extendió por la orla montañosa que rodea el valle del Duero más que por sus llanuras centrales.

Castilla sólo le interesa a la pintura de historia como parte de un relato que une a los visigodos y Guadalete con Covadonga y la conquista de Granada. En este sentido es en el que resulta más exacto hablar de la herencia de Isabel la Católica que de Castilla. Pelayo se erige, en un evidente anacronismo histórico, no en el fundador del reino de Asturias, sino en el restaurador del reino de España, en el heredero legítimo de esa primera España antes de España en que fue convertido el reino visigodo de Toledo. Idea presente ya en algunas de las crónicas medievales astur-leonesas y castellanas, que pervivirá en la cultura barroca, que la historiografía académica ilustrada alentó de manera decidida –una de las disertaciones presentadas en la Real Academia de la Historia en la segunda mitad del siglo XVIII lleva el inequívoco título de «enlace de los antiguos reyes de Oviedo con los godos»–, y que la primera historiografía liberal convirtió en «verdad incontestable»:

Se debe pues reputar por verdad incontestable [...] que el reyno de León y de Castilla desde su origen y nacimiento en las montañas de Asturias hasta el siglo XIII fué propiamente un reyno gótico; las mismas leyes, las mismas costumbres, la misma constitución política, militar, civil y criminal [...] por eso nuestros más antiguos historiadores quando texiéron el catálogo de los reyes de Asturias los comprendieron baxo el nombre de reyes godos.85

En consonancia con esta tradición historiográfica, ninguno de los primeros hechos bélicos de navarros, aragoneses o catalanes tuvo, ni siquiera de lejos, el éxito pictórico de Covadonga. Íñigo Arista había sido proclamado rey en Navarra, lo mismo que Pelayo y en circunstancias no demasiado diferentes, pero frente al éxito pictórico de la coronación asturiana la única pintura de historia sobre la coronación del navarro es Alzamiento sobre el pavés del primer rey de Navarra de Joaquín Espalter, un encargo de la Diputación de Navarra que no estuvo presente en exposición nacional alguna, por lo tanto con un marcado carácter local y no nacional. La presencia nacional del primer rey de Navarra se limita a su inclusión en el techo del Salón de Sesiones del Palacio del Congreso entre los legisladores de la Corona de Aragón.

Por lo que respecta a la historia medieval posterior, la atención tampoco será la misma para unos reinos que para otros.86 Como ocurre en otros muchos casos, la pintura de historia se limitó, en realidad, a seguir las pautas marcadas por la historiografía decimonónica, en la que la presencia de lo aragonés es también claramente menor. Algo de lo que ya los contemporáneos fueron claramente conscientes, como recuerda Ibáñez Abellán, respecto al cuadro La leyenda del rey monje o La campana de Huesca, expuesto con gran éxito en la Exposición Nacional de 1888: «no está muy generalizado entre nosotros el estudio de la Historia aragonesa».87 Pero el problema no era tanto que no estuviese «generalizado el estudio de la historia aragonesa» como que el relato de nación de las épocas en las que hubo varios reinos cristianos en la Península se articuló a partir de Castilla. Ejemplo paradigmático de esta visión «castellanista» de la historia de la nación es la, en muchos aspectos fundamental, Historia General de España de Modesto Lafuente. Tiene razón Esteban de Vega cuando afirma que el castellanismo de ésta no es tan claro como tradicionalmente se ha dicho.88 La visión positiva y los elogios a la constitución política de la Corona de Aragón, por ejemplo, son continuos en muchas de sus páginas. No es éste el problema. La clave del filocastellanismo de Lafuente está en que articula su relato a partir de la continuidad visigodos - reino de Asturias - reino de León - reino de Castilla y que la Reconquista, la gran epopeya medieval de la nación española, se narra desde una perspectiva castellana más que aragonesa. Como en otros muchos aspectos de la memoria sobre el pasado, importa más el sentido del relato, la estructura de fondo, que los detalles, en efecto mucho menos castellanófilos de lo que se ha querido ver.

Esta hegemonía de la visión «filocastellanista» de la historia de la nación tiene una de sus mejores expresiones en la decoración del techo del Salón de Sesiones del Congreso de los Diputados, edificio sobre cuya importancia simbólica no es necesario insistir. Se incluye en el grupo de los legisladores visigodos, como ya se dijo, a Sancho Garcés, tercer conde de Castilla, y Alfonso VII, lo que establece una continuidad histórica clara entre los reyes visigodos y la monarquía castellano-leonesa, afirmando su preeminencia sobre el resto de los monarcas peninsulares. Tampoco debe de ser casual que uno de los monarcas «castellanos» elegidos sea Alfonso VII de León, el Emperador, un título poco más que honorífico pero a quien el resto de los monarcas cristianos de la Península y algunos musulmanes reconocieron como tal. Pero, sobre todo, a diferencia de lo que ocurre con los reyes legisladores medievales aragoneses, el resto de los reyes castellanos, Fernando III como traductor del Fuero Juzgo, Alfonso X como autor de las Partidas y el Fuero Real, y Alfonso XI como autor del Ordenamiento de Alcalá, no aparecen formando un grupo autónomo sino que, bajo el título de Restauración de España, se integran con los monarcas legisladores posteriores a la unificación de los Reyes Católicos, los propios Fernando e Isabel, Carlos V, Felipe II y Carlos III. Hay una clara voluntad de resaltar el carácter principal de la línea castellana con respecto a la aragonesa. Por último, entre los 12 personajes representados en las medallas como símbolo de las virtudes de los españoles, se contabilizan cuatro de la Edad Media castellana, el primer Montero de Espinosa, Alfonso III el Magno, Guzmán el Bueno y el Cid, por sólo uno de la aragonesa, que es además Fernando I, el primer monarca de la dinastía castellana de los Trastámara en Aragón.

En la pintura de historia propiamente dicha, este filocastellanismo se refleja en la preponderancia de cuadros de tema castellano, siempre por encima del 50% respecto a los de tema aragonés. Un análisis más detenido permite, sin embargo, algunas matizaciones. Una, que esta hegemonía de lo castellano no es homogénea sino que muestra variaciones importantes de unos periodos a otros; otra, que la preponderancia de lo castellano no parece depender sólo, ni siquiera principalmente, de la voluntad del Estado sino más de una especie de estado de opinión general.

Respecto a lo primero, la hegemonía de lo castellano marca una clara tendencia descendente a lo largo del siglo para, incluso, equilibrarse en el periodo de la Restauración, con una clara ruptura hacia una visión nacional de sesgo más integrador y menos castellanista. Resulta revelador a este respecto que, frente al predominio castellano de la decoración del Congreso de los Diputados, la mucho más tardía del Salón de Conferencias del Senado establezca un equilibrio entre los cuadros de tema castellano, La rendición de Granada de Francisco Pradilla, y los de tema aragonés, Entrada de Roger de Flor en Constantinopla de José Moreno Carbonero. En sentido estricto ni siquiera, ya que la conquista de Granada es representada como un asunto «español», con una presencia destacada de Fernando el Católico, y no estrictamente castellano, a diferencia de lo que ocurre con el cuadro sobre los almogávares, exclusivamente aragonés. Es como si el Estado, en este proceso de construcción/invención de una nación española, hubiera partido, originariamente, de un grupo étnico-histórico-cultural particular, el castellano, para posteriormente, por motivos que no es el momento de analizar aquí, adoptar una visión más integradora y compleja de lo peninsular. Aunque también es posible que este sea un planteamiento hasta cierto punto anacrónico. Sólo a partir del último cuarto del siglo XIX, el desarrollo de discursos regionalistas que replanteaban la hegemónica visión unitaria anterior hizo posible interpretaciones de éste tipo. A pesar de lo que quiere la retórica de los nacionalismos periféricos, primero se imaginó España y después las naciones alternativas a ella, no al contrario. Es cierto que ya en 1860 Víctor Balaguer podía escribir que:

Castilla es España para los historiadores generales. Hablan siempre del pendón castellano, de los leones y las torres, de las glorias y libertades castellanas, y escriben muy satisfechos la historia de Castilla creyendo escribir la de España. Es un grave error. La España es un compuesto de diversas nacionalidades. Hoy son provincias lo que hace pocos siglos aún, eran reinos y naciones. Quien estudie sólo la historia de Aragón sabrá la de Aragón únicamente y no la de Castilla, como quien estudie sólo la de Castilla no sabrá la de Aragón ni de Navarra.89

Pero no lo es menos que se trata de una relativa excepción. En ese momento todavía las historias de los distintos territorios se entienden como historia común de la nación, y lo castellano puede ser utilizado sin ningún problema como sinónimo de España por los no castellanos. Es lo que hace con absoluta naturalidad, por ejemplo, el catalán Juan Prim en un discurso en el Senado: «pues en otro caso conocería también el carácter español y sabría [se refiere a Adolphe Billault, ministro de Napoleón III] que no se nos puede hablar con altivez porque los castellanos no permitimos nunca que se nos mire de arriba abajo».90

La segunda matización, la de que esta preferencia por la visión castellanista no parece depender tanto de la voluntad del Estado como de un cierto estado de opinión general, se basa en que el porcentaje de cuadros de tema castellano adquiridos y premiados por el Estado es siempre inferior, en cualquiera de los periodos, al que se da en el total de la pintura de historia. En el caso de los adquiridos por el Estado durante la Restauración se llega incluso a que los de tema aragonés superen a los de tema castellano, el 52% frente al 48%. Esto tiene que ver con algo a lo que ya se hizo referencia en la Introducción: a pesar del papel hegemónico del Estado en los procesos de construcción nacional, éste no fue el protagonista único. Hubo otros actores, no siempre subordinados ni coincidentes con el proyecto estatal. Actores que, en este caso concreto, parecen ser más castellanistas que el propio Estado.

La preeminencia de Castilla y lo castellano se articula en torno a unos pocos ciclos temáticos que configuran una visión de la historia nacional vista como un todo y en la que, como ya se ha dicho, el carácter castellano resulta irrelevante: el objetivo es mostrar una determinada imagen del ser nacional que circunstancialmente se expresa en lo castellano. Los hechos de la historia de Castilla no son seleccionados en cuanto que castellanos sino en cuanto que integrantes de la historia nacional española y como muestra de valores que se pretenden nacionales. El ciclo temático hegemónico es el de la Reconquista, que representa el 33% del total de pinturas de historia de tema medieval español, que con su doble significado de empresa cristiana y recuperación de la unidad nacional proporcionará, como en el caso aragonés, la mayor parte de los hechos históricos medievales de los que se nutrirá una imaginería nacional cristiana y belicosa. Una Reconquista entendida en su doble vertiente de guerra nacional y de religión, «nación católica por excelencia [...] que guerreó durante ocho siglos con los árabes en una lucha de nacionalidad y de religión».91 Los cuadros sobre la Reconquista se agrupan, a su vez, en series temáticas, principalmente la batalla de las Navas de Tolosa y la reconquista del valle del Guadalquivir.

La batalla de las Navas de Tolosa, convertida por la participación en ella de todos los reinos cristianos de la Península en una especie de prefiguración de la unidad nacional, tuvo una muy temprana plasmación iconográfica en la Galería pintoresca española de Francisco de Paula van Halen.92 Posteriormente, la pintura de historia oficial se ocupará de ella en casi una decena de cuadros, entre ellos La batalla de las Navas de Tolosa, también de Van Halen,93 una especie de vista panorámica en la tradición de las pinturas de batalla; El triunfo de la Santa Cruz en la batalla de las Navas de Marceliano Santa María Sedano,94 que representa el momento en que Álvaro Núñez de Lara, enarbolando la bandera con la cruz, salta por encima de la barrera de negros encadenados que protegían la tienda del rey moro, la perfecta imagen de la Reconquista como empresa cristiana y de unidad nacional; y Alfonso VIII arengando a sus tropas antes de la batalla de las Navas de Antonio Casanova y Estorach,95 con el rey castellano en el centro de la composición.

La reconquista del valle del Guadalquivir por Fernando III el Santo dará origen a cuatro cuadros, entre ellos El Rey moro de Sevilla entregando a San Fernando las llaves de la ciudad de José María Rodríguez Losada,96 «uno de los más prósperos y transcendentales sucesos de las armas cristianas»;97 y Alhamar, rey de Granada, rindiendo vasallaje a Fernando III el Santo de Pedro González Bolívar,98 basado en la Historia General de España de Modesto Lafuente, con el rey moro arrodillado delante del castellano.

La imagen de la Reconquista se completa con la presencia de otros ciclos de menor éxito pero también de presencia habitual en la pintura de historia oficial como la batalla de Clavijo, uno de los hitos de la mitología nacional-cristiana española, o la participación de las órdenes militares castellanas en la Reconquista, con una clara voluntad de reafirmar su carácter de cruzada; también con la de episodios de aparición más ocasional, origen del apellido Girón, conquista de Cuenca por los castellanos, defensa de Lugo frente a los sarracenos o entrega de los trofeos de la batalla del Salado al papa en Aviñón, que sin llegar a formar ciclos contribuyeron junto con los anteriores a fijar la imagen de la Edad Media castellana como época de la Reconquista.

Caso particular es el de la batalla de Covadonga, uno de los hechos más emblemáticos de todo el imaginario histórico español y que, como tal, merece un análisis un poco más detallado. Un asunto casi cotidiano en la prensa y literatura del siglo XIX, incluido un temprano e interesante artículo del Semanario Pintoresco Español99 con un grabado de Pelayo en el momento de ser alzado sobre un escudo por sus seguidores, imagen que funde dos de los grandes mitos de la historiografía decimonónica: el origen visigodo de la nueva monarquía: el levantamiento sobre el escudo del nuevo monarca era considerado como uno de los rasgos característicos de la tradición política de los pueblos germánicos; y la tradición democrática de la monarquía hispánica: el primero de sus reyes habría sido elegido por aclamación popular, no impuesto.

En la pintura de historia, sin embargo, su presencia fue relativamente escasa. Sólo dos cuadros, consecuencia posiblemente de que ya en la primera exposición nacional, la de 1856, se expusiese, con todo el éxito a que podría aspirar un cuadro de historia,100 el que pasaría a convertirse en la imagen verdadera del hecho histórico, Don Pelayo en Covadonga de Luis de Madrazo, lo que debió de desanimar a otros pintores a ocuparse del asunto. Hay que esperar hasta la Nacional de 1871 para que Ramón García Espínola se atreva a presentar otro Don Pelayo en Covadonga, alternativo al sacramentalizado como imagen verdadera por el clan de los Madrazo,101 como era de esperar sin ningún éxito. El cuadro de Luis de Madrazo incluía, además, todos los elementos del imaginario español sobre Covadonga, desde el carácter cristiano de la Reconquista a la continuidad de España desde los visigodos a la época contemporánea a través del reino de Asturias. Representa

a Pelayo enarbolando la cruz recibida del cielo [...]. El restaurador de la monarquía española aparece a la entrada de la célebre cueva, teniendo a su derecha al Obispo Urbano [...]. El anciano Prelado [...] tiene en las manos las Santas Escrituras, como queriendo preservarlas del impuro contacto de los sarracenos, y se dispone a ir al combate con aquel libro por única arma. [...] los belicosos godos [...] muestran [...] en sus brazos nervudos y en sus toscas facciones que no son aquellos godos afeminados y cobardes que huyeron despavoridos ante las huestes de Tarif.102

El papel del arzobispo Urbano resulta en la imagen al menos tan importante como el de Pelayo y la defensa de las Santas Escrituras tanto como la libertad de la patria. Los guerreros que acompañan a Pelayo son los derrotados godos, pero no ya los afeminados y cobardes de Guadalete. La supuesta travesía de la Península los había transformado hasta convertirlos en valerosos y aguerridos españoles dispuestos a recuperar el territorio perdido, aunque para ello necesitasen ocho siglos.

La Reconquista constituye el núcleo central del imaginario decimonónico español sobre la Edad Media, tanto castellana como aragonesa, pero la historia medieval está también presente en otros muchos episodios históricos por los que desfilan personajes como el Cid, Fernando III el Santo, de Alfonso X el Sabio, Pedro I el Cruel, Guzmán el Bueno, Fernando IV el Emplazado, Álvaro de Luna, Enrique IV... Toda una iconografía medievalista que marcó profundamente la forma como los españoles del siglo XIX imaginaron su pasado y lo que la nación era. Relatos en imágenes en los que lo histórico y lo legendario caminan frecuentemente de la mano.

El gusto por lo legendario explica la fascinación que el siglo XIX siente por el Cid, el personaje medieval de aparición más frecuente en la pintura de historia, con un claro trasfondo político de carácter nacional: el Cid como símbolo de las virtudes de la raza. El influyente Emilio Castelar llegará a afirmar en uno de sus discursos en las Cortes que el Cid era la «personificación de nuestra nacionalidad, pues en él puso el pueblo todos sus pensamientos, siendo de esta suerte, tipo de nuestra patria y sol de nuestra gloria».103 Este carácter simbólico hizo que su presencia en los diferentes medios de comunicación decimonónicos fuese constante. Manuel José Quintana le dedicó una de las biografías de su Vidas de Españoles célebres, el número de artículos sobre él en revistas y periódicos es prácticamente inabarcable y fue protagonista de varias novelas y obras de teatro.104 Su aparición en la pintura de historia oficial fue, sin embargo, relativamente tardía, e iconográficamente es un mito más de la segunda mitad del siglo que de la primera. Todavía en 1849, el conocido escritor Juan Eugenio Hartzenbusch afirmaba en el Semanario Pintoresco Español que «la España moderna debe un cuadro al caudillo que tanto honra a la España antigua»,105 petición que tendrá cumplida respuesta en los años siguientes. Además de su inclusión entre los personajes que rodean a Isabel II en el techo del Salón de Sesiones del Palacio del Congreso, los cuadros de historia sobre él se suceden a lo largo de la segunda mitad del siglo, entre ellos La Jura de Santa Gadea de Marcos Hiráldez Acosta, La primera hazaña del Cid de Juan Vicens Cots y Las hijas del Cid de Dióscoro Teófilo de la Puebla.

La Jura de Santa Gadea,106 basado en la Historia General de España de Modesto Lafuente, se convirtió en la imagen real de un hecho que para el siglo XIX representaba la capacidad que los nobles tenían en el mundo medieval de oponerse a la arbitrariedad real y, en última instancia, de la tradición democrática española. La crítica, sin embargo, muestra de ese filocastellanismo del que aquí se está tratando pero también de un cierto ethos aristocrático presente en toda la construcción nacional española, lo vio sobre todo como una exaltación de las virtudes de la nobleza castellana.

Carácter mucho más anecdótico, casi de folletín decimonónico, tiene La primera hazaña del Cid de Juan Vicens Cots, con el guerrero castellano mostrando a su padre la cabeza del conde Lozano, vengando así la afrenta que éste le había hecho. A pesar de su relativo éxito107 carece de cualquier interés desde el punto de vista de su discurso ideológico.

Igual de folletinesco, al menos, es Las hijas del Cid de Dióscoro Teófilo de la Puebla, representación de la conocida como afrenta de Corpes, con la que los yernos del Cid, los condes de Carrión, se habrían vengado del Cid ultrajando a sus hijas. El éxito108 de este cuadro pudo deberse más al tratamiento pictórico, dos desnudos femeninos de sensualidad casi modernista, que al tema, bastante irrelevante desde el punto de vista ideológico.

La novelesca vida de Pedro I de Castilla había atraído desde muy pronto la atención de los historiadores decimonónicos,109 mientras que la literatura contribuyó a popularizar su leyenda entre los grupos cultivados del país.110 La pintura de historia lo convirtió también en uno de sus personajes favoritos. La duda es si esta proliferación de obras sobre el rey Cruel obedece únicamente a lo novelesco de su vida o, por el contrario, posee algún tipo de connotación ideológica.

En líneas generales, la arbitrariedad real, un asunto recurrente de la pintura de historia de tema medieval tanto castellana como aragonesa, tiene un claro componente, una exaltación del Estado presente como Estado de derecho frente a la inseguridad y la barbarie del Estado feudal, y por lo tanto, de alegato a favor del Estado-nación contemporáneo. Sin embargo, en el caso de Pedro I, la arbitrariedad real podía interpretarse también como uno de los intentos más sobresalientes de centralización del poder, de creación de un Estado fuerte, de toda la Edad Media. Interpretación que convirtió su reinado en el centro de un curioso y virulento debate historiográfico. Para sus detractores, entre los que se encontraban tanto el historiador oficial del liberalismo, Modesto Lafuente, como el más conspicuo representante de la historiografía conservadora, Víctor Gebhardt, había sido sencillamente el rey sanguinario al que el apelativo con el que había pasado a la historia, el Cruel, hacía más que evidente justicia. Sus vindicadores, por el contrario, caso de Aureliano Fernández Guerra, Francisco Javier de Salas, Eduardo Chao o Dionisio S. de Aldama, lo convierten en el símbolo de la alianza entre la Corona y el tercer estado, de la centralización frente al particularismo nobiliario y de la igualdad frente a los privilegios. Una especie de precursor del sistema político decimonónico.

El debate historiográfico, al margen de los problemas de interpretación, tuvo su centro en torno a la fiabilidad de las crónicas conservadas. Según los defensores de Pedro I, todo era mera propaganda de los Trastámara, responsables del apelativo de «el Cruel» con el que había pasado a la historia frente al de «el Justiciero» con el que habría sido conocido en su época. Polémica que saltó del ámbito académico al literario y así, mientras en Doña Blanca de Borbón, drama histórico de Antonio Gil y Zárate, aparece como ejemplo de rey tiránico y despótico, en El rey y el zapatero de José Zorrilla lo hace como el monarca defensor del pueblo frente a los abusos de la nobleza.

Toda esta polémica hace de Pedro I un personaje histórico especialmente problemático, cuya frecuente aparición en la pintura de historia pudiera tener, a pesar del aparente carácter anecdótico de la mayoría de los episodios representados, claras connotaciones políticas, aunque de manera general fueron los aspectos más pintorescos de su vida (consultas a horóscopos, asesinatos, vida amorosa, etc.) y no los que podían haber tenido una interpretación más ideológica los que interesaron a los pintores de historia, contribuyendo así a mantener su estampa de rey de leyenda. Esta preferencia por los aspectos más anecdóticos explicaría que, a pesar del alto número de cuadros de los que es protagonista, los premiados o adquiridos por el Estado fuesen comparativamente pocos, carecían de relevancia político-ideológica. También explica que los cuadros sobre la vida de este rey sean mucho más numerosos durante la Restauración, cuando la pintura de historia perdió parte de su virulencia ideológica: sólo dos cuadros anteriores a 1875, que contrastan con la proliferación posterior. Entre los de mayor eco público, Don Pedro I de Castilla consulta su horóscopo a un moro sabio de Granada, llamado Ben-Agatín de Federico González y Tave111 y La muerte del rey Pedro I de Castilla de Arturo Montero Calvo.112 El primero, inspirado posiblemente en la Crónica del rey don Pedro de Pedro López de Ayala, en la que se narra una profecía simbólica sobre el rey, descifrada por «el moro de Granada sabidor», se centra en los aspectos más pintorescos de la vida del monarca y sin ningún significado político-ideológico. No así el segundo, que lo hace en los de contenido más político. Representa, a partir de lo narrado por Lafuente en su Historia General de España, el célebre episodio de la intervención de Beltrán Duguesclín («no quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor») en el combate cuerpo a cuerpo entre Enrique de Trastámara y Pedro I en los campos de Montiel, que llevaría a la instauración de la dinastía de los Trastámara en el trono castellano. Episodio de una cierta relevancia histórica, marcó el fin de la casa de Borgoña en Castilla, y fue profusamente tratado por el Romancero, pero sobre el que a esas alturas del siglo comenzaba a haber dudas más que razonables: «sabiéndose sólo que D. Pedro entró en la tienda de Beltrán, [...] y que [...] fue asesinado, pero negándose por respetables historiadores que Beltrán auxiliara en la lucha a D. Enrique, ni pronunciara las tan sabidas frases».113

El rey Fernando III de Castilla es, contando su frecuente aparición en hechos de la Reconquista, uno de los monarcas «españoles» cuya vida fue representada más veces en los cuadros de historia y, sobre todo, el que gozó de una mayor preferencia por parte de los jurados. Fue también uno de los monarcas castellanos representados por Carlos Luis de Ribera en el techo del hemiciclo del Congreso de los Diputados. Su canonización por la Iglesia, en el siglo XVII, lo convertía en una de las imágenes paradigmáticas de una cierta visión de España, un rey santo para una nación católica. Como consecuencia, los cuadros inspirados en su vida se sucedieron en la pintura de historia oficial desde fechas muy tempranas. Ya en la Exposición de la Academia de 1832, José Gutiérrez de la Vega expuso su Coronación de San Fernando y, entre los de mayor impacto en el imaginario español, está El santo rey Fernando III reparte viandas entre los doce pobres de Antonio Casanova y Estorach,114 y Las postrimerías de Fernando III el Santo de Virgilio Mattoni de la Fuente.115 El primero representa la institución de la costumbre que los reyes españoles diesen de comer el día de Jueves Santo a doce pobres, tradición vigente hasta fechas relativamente tardías y cuya representación pictórica vendría a confirmar tanto la piedad del monarca como la continuidad histórica de la monarquía española. El segundo, a partir de lo narrado en la Crónica General de España de Alfonso X, representa otro episodio edificante de la vida del monarca, el de sus últimos momentos:

En cuanto el Rey vio que la dolencia crecía en pocos días [...] fizo venir á D. Remondo é otros obispos y Arzobispos [...] é que le tregesen el cuerpo de Dios [...]. E cuando lo sintió venir dejose caer de la cama [...] tomó un pedazo de soga é echándosela al cuello [...] é pidiendo perdón [...] recibió el cuerpo de Dios de manos del dicho don Remondo, Arzobispo de Sevilla.116

Truculento relato que Virgilio Mattoni llevó al lienzo hasta en sus menores detalles –con algunos de su propia cosecha– acentuando el dramatismo de la escena, como el de la reina doña Juana desplomándose desesperada sobre el cojín de su reclinatorio. Una de las imágenes más tremebundas, y no son pocas las que optan a este título, de la pintura de historia española decimonónica, tanto que no faltaron los críticos que consideraron que resultaba excesiva para la sensibilidad de la época: «Para el hombre del siglo XIX, Fernando el Santo, al morir como muere en el cuadro de este pintor, muere como un fanático; inspira más piedad que respeto».117

Alfonso X, personaje de presencia casi habitual en las revistas españolas decimonónicas, es, después de Fernando III, el monarca castellano más representado en la pintura de historia y, como éste, también está presente en el techo del hemiciclo de las Cortes. Presencia en la que tuvo un papel, no precisamente menor, la homonimia con el hijo de Isabel II, evidente, por ejemplo, en el caso de Alfonso XII contemplando un retrato de Alfonso X de Pablo López Elorga (Exposición Nacional de 1881).

Además de algunos cuadros en los que aparece asociado a su padre, son muchos en los que lo hace como protagonista principal. Unos como rey reconquistador: Alfonso X tomando posesión de las aguas del mar en Cádiz de Matías Moreno,118 pintado como respuesta a un concurso de la Academia de Cádiz para representar el origen del escudo del obispado gaditano, una cruz sobre ondas,119 con el rey en el centro y con la espada desenvainada mientras que, a la izquierda del monarca, un jinete se adentra en el mar enarbolando el estandarte con la cruz. Otros, la mayoría, por su carácter de rey Sabio, uno de los hitos de la cultura nacional: Alfonso el Sabio dictando las Partidas de Juan Peyró y Urrea, con el rey «en un riquísimo gabinete, sin duda de la hermosa Sevilla [...] dictando sus famosas leyes».120 Fue también el monarca elegido para representar la cultura medieval castellana en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona, con Alfonso X el Sabio rodeado de sus colaboradores de Dionisio Baixeras Verdaguer, que la memoria del concurso describe como una representación del monarca dictando la Crónica General de España y rodeado de distintos grupos de sabios y objetos que recordaban sus principales aportaciones a la astronomía, la geografía, el derecho y la literatura. Sin embargo, el resultado final recuerda más una alegoría, con el monarca rodeado de símbolos de las letras y las ciencias.

La exaltación del amor a la patria como valor supremo explica la mitificación histórica de Guzmán el Bueno, cuyo gesto de permitir que matasen a su hijo antes que entregar la plaza que le habían encargado defender fue interpretado, en un manifiesto anacronismo histórico, como la prueba suprema de lealtad a la nación y no como un caso extremo de lealtad feudal. La versión piadosa de la historia suele omitir que quien amenaza con dar muerte al hijo de Guzmán el Bueno no es un jefe musulmán sino un caballero cristiano, el infante don Juan, lo cual sitúa el episodio histórico en el complejo contexto de las luchas entre la nobleza medieval y no en un anacrónico enfrentamiento entre naciones; en este caso ni siquiera entre religiones. En todo caso, la imagen de Guzmán el Bueno arrojando su cuchillo desde lo alto de la muralla pasó a formar parte de la fantasmagoría colectiva de generaciones de españoles. Arquetipo de profundas resonancias en la cultura judeo-cristiana occidental, remonta sus orígenes a la historia de Abraham e Isaac, y su pervivencia en la mitología popular será todavía explotada durante la guerra civil con la equiparación de Guzmán el Bueno con el general Moscardó, un buen ejemplo del juego de espejos en que se mueve toda ideología nacionalista.

Volviendo al siglo XIX, las referencias literarias y periodísticas a la figura de Guzmán el Bueno fueron constantes121 y su figura fue una de las elegidas para representar las virtudes españolas en el techo del Salón de Sesiones del Palacio del Congreso. La primera imagen de la pintura de historia oficial del caballero castellano arrojando el puñal desde lo alto de una torre es temprana, 1847, año en que José Utrera llevó a la Exposición de la Academia su Guzmán el Bueno arrojando por entre las almenas de la muralla el puñal que ha de dar la muerte a su hijo,122 considerado en su momento poco menos que el punto de partida de la recuperación del arte español y del renacimiento de la gran pintura: «los premios otorgados en 1846 despertaron el estímulo de la juventud de tal modo que al año siguiente el malogrado Utrera presentaba su famoso cuadro Guzmán el Bueno en el cerco de Tarifa que fue indudablemente el pasmo de aquella exposición».123 Le siguieron varios más, la mayoría sobre el episodio de Tarifa, todos con el consabido efecto teatral del caballero asomando por la muralla mientras que su mujer se aferra a su brazo intentando que no arroje el puñal. El de mayor eco público fue Guzmán el Bueno de Salvador Martínez Cubells.124 Una vez convertido en héroe nacional, otros episodios de su vida, como el de armar caballero a su hijo o la muerte luchando con los musulmanes después de la conquista de Gibraltar, fueron considerados dignos de figurar en el museo de imágenes de la nación pero ya con un eco mucho menor.

La frecuente aparición en la pintura oficial de un per­sonaje relativamente anodino de la historia de Castilla, Fernando IV, tiene que ver con dos hechos de muy dispar relevancia político-ideológica y hasta histórica: el emplazamiento de los Carvajales y su turbulenta minoría de edad. El primero, un legendario episodio que daría origen al apelativo con que será conocido Fernando IV, el Emplazado, carecería en principio de connotaciones políticas, aunque cabe un cierto matiz de denuncia a la arbitrariedad real: «el emplazamiento de don Fernando es una de las grandes protestas de la inocencia oprimida, contra la ignorante justicia de los hombres»,125 que explicaría la atención prestada a este aparentemente anodino suceso por Lafuente en su Historia general de España. El de su turbulenta minoría de edad, por el contrario, sí tiene un claro sentido político, por las analogías, a las que tan dado fue el siglo XIX, María Cristina/María de Molina-Isabel II/Fernando IV, e Isabel II/María de Molina-Alfonso XII/Fernando IV.

La leyenda nacida en torno a la repentina muerte del rey en Jaén en 1312, según la tradición castigo divino por haber mandado matar injustamente a dos caballeros de la ciudad, gozó desde muy pronto del beneplácito de la cultura romántica. Obras de teatro, novelas, romances, óperas y artículos periodísticos recrearon126 un episodio que ya anteriormente había atraído la atención del Romancero y del teatro barroco. En pintura dará origen a dos cuadros, el de mayor eco público, Últimos momentos de Fernando IV el Emplazado de José Casado del Alisal,127 inspirado en un romance medieval castellano («Querellámonos, oh el rey/Para ante Dios soberano/Que dentro de treinta días/Vais con nosotros a plazo»). Representa a los dos hermanos junto al lecho del monarca, uno de ellos con un reloj de arena en la mano recordándole que el plazo se ha cumplido: «el desdichado monarca aparece incorporado en el lecho [...] sujeta con la derecha un paño, como para ocultarse a sus víctimas [...] que envueltos en sus sudarios [...] le anuncian el cumplimiento del plazo terrible».128 Menos éxito tuvo Salvador Martínez Cubells con La muerte de los Carvajales,129 basado en la Historia general de España de Modesto Lafuente, que representa un episodio anterior, el de la ejecución de los dos hermanos, condenados a ser arrojados, atados de pies y manos, desde la peña de Martos. Uno de ellos, levantado en brazos por el verdugo, a punto de ser lanzado al vacío; el otro, arrodillado y en actitud de pedir venganza al cielo, mientras le atan de pies y manos para después arrojarlo.

Mayor calado político tenía, como ya se ha dicho, el tema de la minoría de edad del monarca y la decidida defensa de sus derechos por su madre, la reina María de Molina, en un siglo que vivió dos minorías dinásticas, primero la de Isabel II, particularmente problemática, y después la de Alfonso XIII, no tanto pero finalmente también una minoría. Esto explica la relativa proliferación de cuadros sobre el tema, incluido uno encargado directamente por la Corona en 1830, Entrada en Segovia del Rey niño San Fernando, hijo de Sancho el Bravo y de su madre, tutora y gobernadora del Reino, la insigne Doña María de Molina de Leonardo Alenza, en el que se confunde a Fernando IV con Fernando III, cuyo sentido político en los conflictivos momentos de la muerte de Fernando VII parece bastante claro; y otro encargado por el Congreso a comienzos de la década de los sesenta, Jura de Fernando IV en las Cortes de Valladolid de Antonio Gisbert. Este último, el de mayor éxito,130 con un elaborado discurso sobre la existencia de una tradición democrática medieval que será analizado con detalle más adelante. En todos ellos la protagonista es más la reina madre que el rey niño.

El trágico destino de don Álvaro de Luna, que había atraído desde muy pronto la atención de los escritores románticos españoles,131 fue uno de los temas favoritos de la pintura de historia, en particular su truculento y morboso final, con el cadáver decapitado expuesto al pueblo de Valladolid para que contribuyese con sus limosnas al entierro. En apariencia un asunto pintoresco y sin ningún tipo de connotación política, aunque no es tan claro que fuese así para el siglo XIX. Al menos eso cabe deducir de lo escrito por la crítica a propósito del Don Álvaro de Luna, Condestable y favorito del Rey don Juan II de Castilla, decapitado públicamente en la Plaza Mayor de Valladolid en 2 de Junio de 1453, es enterrado en limosna en el cementerio de los ajusticiados de dicha ciudad de Eduardo Cano, que convierte al condestable en una especie de protomártir de la construcción del Estado-nación, víctima a la vez de la incapacidad real y de las ambiciones disgregadoras de la nobleza: «aquel varón [...] había sostenido larga y porfiada lucha con la anárquica nobleza castellana [...], abandonado del monarca [...] era degollado en la plaza pública de Valladolid con el espanto de todo el reino».132 El cuadro de Eduardo Cano, el de mayor éxito de todos los que se pintaron sobre el tema,133 se convirtió en la imagen real del hecho histórico, una macabra recreación del entierro del otrora todopoderoso valido, con «el cadáver mutilado por el verdugo, lívido, desangrado, espantoso, tendido en un miserable ataúd, y un grupo de frailes».134

A éste hay que añadir otros dos: Colecta para sepultar el cadáver de don Álvaro de Luna de José Rodríguez Losada,135 quien eligió también el aspecto más anecdótico de la historia: tres monjes a los pies de un poste, con la cabeza del decapitado valido en lo alto, presiden la cuestación en el centro de una escena en la que no se han ahorrado elementos lúgubres, las andas, el cuerpo sin cabeza, los humeante hachones... y, para que no falte de nada, un mendigo lisiado en el momento de depositar su limosna; y Limosna para el entierro de don Álvaro de Luna de Manuel Ramírez Ibáñez, que poco añade a una iconografía ya más que fijada por los dos anteriores y con el que la crítica, a pesar de su éxito,136 se mostró bastante condescendiente: «un plato de latón [...] sobre el inevitable tapete, recoge las monedas y las miradas del espectador [...]. Unos frailes bien pintados, pero iguales a los frailes de todos los cuadros modernos. ¡Otro pintor excelente que añadir a la lista!».137

Enrique IV, el hermano de Isabel la Católica, la reina de Castilla por antonomasia, es el protagonista de tres cuadros de historia, los tres relacionados de forma más o menos directa con el acceso de su hermana al trono castellano, lo que podríamos llamar una aparición vicaria. No interesa él sino su papel en la llegada al trono de uno de los símbolos clave en la configuración de la mitología nacional española. Los dos que tuvieron mayor éxito fueron Manifestación del rey Enrique IV de Castilla al pueblo segoviano de Juan García Martínez,138 con el nombramiento de Isabel como argumento central, representa al rey llevando de la brida el caballo de la futura reina entre las aclamaciones de los segovianos; y La farsa de Ávila de Antonio Pérez Rubio,139 sobre el descontento de los castellanos con el gobierno del cuarto de los Enriques, resaltando así el contraste entre la anarquía del reinado de éste frente a la estabilidad del de su sucesora.

Otros múltiples episodios de la historia medieval castellana fueron ilustrados por la pintura de historia: Bernardo del Carpio, Roncesvalles, los siete infantes de Lara, Leonor Téllez, el milagro de santa Casilda, la creación del título de príncipe de Asturias, la batalla de los Siete Condes, la batalla de Alcoraz... Aunque sin constituir ciclos completos, de menor eco público y de relevancia político-ideológica dudosa, contribuyeron también a esa mayor presencia de lo castellano y a la identificación de la historia de la nación con la historia de Castilla. Entre los de más éxito, Bernardo del Carpio, de José Casado del Alisal,140 representa el momento en que Bernardo, por gracia especial del rey, consigue al final besar la mano de su padre ya muerto, episodio en apariencia sin connotaciones políticas pero que, dada la interpretación patriótica de amor a la independencia que tradicionalmente se había hecho, tampoco se puede afirmar de forma taxativa.141 El milagro de Santa Casilda de José Nogales y Sevilla142 –tema no estrictamente castellano, sucede en la parte de influencia castellana pero todavía bajo dominio musulmán, y más de pintura religiosa que de historia en sentido estricto pero tratado con todos los convencionalismos de la gran pintura de historia–, representa el milagro de la conversión en flores de los panes que la hija del rey llevaba a los prisioneros cristianos de su padre. Muerte del rey Don Sancho en el cerco de Zamora de Juan García Martínez,143 tema de obvias resonancias romanceriles, posiblemente el único motivo por el que figuró en una pintura de historia oficial, ya que tanto el rey como el episodio representado resultan bastante irrelevantes desde el punto de vista político-ideológico. Episodio del reinado de Enrique III de Castilla de Dionisio Fierros Álvarez,144 que, al contrario del anterior, va más allá de la mera anécdota para incluirse en ese pequeño pero relevante grupo de imágenes de exaltación del poder fuerte como ideal político y de interpretación de la Edad Media como un largo enfrentamiento entre la voluntad centralizadora de los reyes –apoyados por el tercer estado– y la disgregadora de la nobleza –el denostado feudalismo de la retórica política de las revoluciones burguesas. En el caso de Enrique III, con la idea subyacente –al menos así lo afirma Modesto Lafuente en su Historia general de España– de que, de no haber sido por su prematura muerte, se podría haber adelantado casi un siglo el triunfo del poder real y con él de la voluntad centralizadora de la nación. El cuadro representa al rey en el momento de decirles a los nobles «que está resuelto a que no pase adelante la burla que de él hacen» mientras hace llamar «al verdugo con sus instrumentos de muerte, y a 600 soldados que de secreto tenía apercibidos, espectáculo que dejó aterrados a todos los presentes, que puestos de hinojos en tierra, pidieron perdón al rey de sus extravíos».145 La muerte de Macías de Juan García Martínez, tema extraño y de marcado carácter anecdótico, representa la muerte del poeta atravesado por la jabalina de un marido celoso por los versos que aquél le había dedicado a su esposa, pero de éxito más que notable.146 La presencia de este poeta medieval gallego en la cultura decimonónica –Quintana le dedicó una de sus biografías de españoles célebres– es posible que tenga más que ver con su tumultuosa peripecia vital que con un conocimiento real de su obra o su inclusión en el canon de la cultura española. Por último, La peña de los enamorados de Serafín Martínez del Rincón, representación de la leyenda de los dos amantes que, ante la imposibilidad de su relación, deciden suicidarse arrojándose desde lo alto de una peña, que, a pesar de su carácter legendario e intrascendente, tuvo un éxito más que notable. Y es que para la época no debió de serlo tanto, ya que Lafuente lo recoge y narra con todo lujo de detalles en su Historia general de España, posiblemente por sus referencias a la Reconquista y al enfrentamiento secular entre cristianos y musulmanes (él era un cautivo cristiano y ella la hija del rey nazarí que lo tenía preso).

Un caso particular en esta recreación de la Edad Media castellana como la Edad Media de la nación es ¡A los pies del Salvador! de Vicente Cutanda,147 tremebunda representación de una matanza de judíos, localizada por el autor en Toledo –algunos críticos se refirieron al cuadro como El degüello de judíos de Toledo, pero cuya imagen arquetípica trasciende al mundo español para ampliarse al medioevo europeo en su conjunto. Ilustra un progrom medieval con una turba de cristianos jaleando al verdugo encapuchado que, a medida que los judíos son decapitados, clava sus cabezas a los pies de un crucifijo. Para el Catálogo de la Exposición, la perfecta expresión de las contradicciones del mundo medieval:

La Edad Media es el período de la historia en que la idea está en mayor contradicción con la vida. La idea cristiana era por todos creída [...], sin embargo, la corrupción contaminó hasta lo más alto y la violencia llegó al último límite. Las persecuciones sufridas por los judíos son una prueba de este aserto.148

Frente a este predominio de lo castellano, el número de cuadros de tema medieval aragonés es mucho menor, apenas el 23%, aunque con una marcada tendencia a aumentar a medida que avanza el siglo, con un claro punto de inflexión en la Revolución de 1868. A partir de esta fecha –aunque el predominio de lo castellano se sigue manteniendo por lo que se refiere a la obras presentadas en las exposiciones nacionales, en las premiadas y adquiridas por el Estado, las que realmente marcan las tendencias ideológicas–, se llega casi al equilibrio.149 De hecho, la mayoría de las imágenes emblemáticas sobre la Edad Media aragonesa son las premiadas y adquiridas por el Estado durante la Restauración: La campana de Huesca de José Casado del Alisal (1882); El príncipe don Carlos de Viana de José Moreno Carbonero (1881); Últimos momentos del rey Jaime I el Conquistador de Ignacio Pinazo Camarlench (1881); y Los amantes de Teruel de Antonio Muñoz Degrain (1884). Reflejo, sin duda, del intento de configurar una identidad nacional menos sesgadamente castellanista.

Cabría pensar que el nacimiento de los nacionalismos periféricos, especialmente el catalán, no debió ser ajeno a este intento integrador. Aunque si nos atenemos al caso de Antonio Cánovas del Castillo y lo tomamos como ejemplo representativo de la generación que llega al poder en torno a 1874, da la impresión de que esta necesidad integradora había sido sentida mucho antes. En una fecha tan temprana como 1849, el luego influyente político de la Restauración escribe, reseñando la aparición de una recopilación de crónicas medievales castellanas, que:

a esta colección de crónicas de Castilla sería preciso juntar otra de crónicas de la corona de Aragón y del reino de Navarra [...]. Los dos grandes caudales que vinieron a formar la gran monarquía española, deben confundirse en una historia común, y es fuerza para ello que lado por lado de la colección de crónicas de Castilla, se encuentren los doctos cronistas de la casa ilustre de Aragón.150

Y no deja de resultar sorprendente que, todavía en 1849, el sujeto sea la monarquía española y no la nación española. En todo caso, la voluntad aragonesista de los políticos de la Restauración no se llevó a cabo sin resistencias. Muestra de ello es la polémica en torno a uno de los cuadros más emblemáticos de tema aragonés del último cuarto del siglo XIX, el de José Moreno Carbonero, La Entrada de Roger de Flor en Constantinopla. Acusado por algunos críticos de representar un tema no nacional: «no se trata en realidad de un acontecimiento nacional, porque las expediciones de almogávares en Occidente bajo la dirección de condottieros internacionales como lo era Roger de Flor, sólo marginalmente pertenecen sus aventuras mediterráneas a la historia de la Corona de Aragón».151 Sorprendente afirmación en el contexto de una cultura que no tenía problema alguno en admitir como hechos «nacionales» el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, igual de extranjero y de mercenario que los almogávares, o la conquista de la península Ibérica por los visigodos, no precisamente «españoles».

Como en el caso castellano, también en el aragonés la selección temática es muy acusada, ya que unos pocos hechos y personajes históricos monopolizan la casi totalidad de la imagen de la historia medieval de la Corona de Aragón: Jaime I, príncipe de Viana, Compromiso de Caspe, amantes de Teruel y conquistas almogávares.

El personaje medieval aragonés de más frecuente aparición en la pintura de historia oficial es Jaime I el Conquistador. Como otros personajes considerados centrales para la historia de la nación, figura en el Salón de Sesiones del Palacio del Congreso y su presencia en la pintura de historia oficial es casi cotidiana, en particular a partir de 1868, cuando, como ya se ha dicho, la presencia de asuntos aragoneses se hace mucho más frecuente. Desde la perspectiva de la pintura de historia, el gran hecho de este monarca es la conquista de Valencia, vista como el equivalente de la de Sevilla por Fernando III, objeto de varios cuadros de historia, entre ellos La entrada triunfal en Valencia del rey don Jaime el Conquistador de Fernando Richart,152 la imagen real del hecho histórico:

El rey, jinete en un caballo blanco, avanza por una gran calle, precedido de un rey de armas y de escuderos, siguiéndole a distancia magnates, guerreros y soldados [...]. En la calle, muchedumbre de gentes de todas clases; en ventanas y miradores árabes, hombres y mujeres que arrojaban flores y coronas al paso del triunfador monarca.153

Pero también otros episodios de su vida, en particular los referidos a su muerte, se plasmaron en varios cuadros de historia. El de mayor éxito, Últimos momentos del rey Jaime I el Conquistador de Ignacio Pinazo Camarlench,154 uno de los múltiples «últimos momentos» de la pintura de historia oficial española, con un claro contenido político ya que, como explicita el concurso convocado por la Diputación de Valencia155 origen del cuadro, se trataba de representar al «rey don Jaime en los últimos instantes de su vida», en el momento en el que «entrega la espada a su hijo don Pedro, encareciéndole que no ha de envainarse hasta la completa exterminación de los moros». Indicaciones a la que Pinazo se atuvo con absoluta literalidad.

También relacionado con la muerte del monarca está Traslado del cadáver de don Jaime el Conquistador al monasterio de Poblet de Alejandro Grau. Aunque de tema aparentemente anodino y con éxito mucho menor,156 no hay que desdeñar su importancia simbólica. Poblet era el otro gran panteón de los reyes españoles y el traslado del cadáver a ese monasterio servía para destacar su lugar en la genealogía imaginaria de la nación. El pasado de las naciones es, en muchos aspectos, un panteón de muertos ilustres, y la ventaja de los panteones reales es que esta selección de cadáveres, aunque con otra finalidad, ya había sido hecha.

El enfrentamiento entre el príncipe de Viana y su padre, el rey Juan II de Aragón, presente también en la literatura decimonónica desde fechas muy tempranas,157 fue otro de los temas aragoneses de más frecuente aparición en la pintura de historia oficial.158 En algunos casos, como se verá en su momento, con un claro componente de crítica a la arbitrariedad real y a la turbulenta época de enfrentamientos civiles que le tocó vivir; en otros, sólo como ejemplo erudito y protector de las artes. Como muestra de lo primero se puede citar La prisión del príncipe de Viana de Emilio Sala Francés,159 con un claro componente de denuncia de la arbitrariedad real y de voluntad de reflejar una época particularmente infausta para la historia de la nación a la que los Reyes Católicos habrían puesto felizmente fin: «Sala ha hecho revivir un periodo tristísimo, hace recordar una época espantosa de partidos y banderías».160 Como ejemplo de lo segundo, El príncipe don Carlos de Viana de José Moreno Carbonero,161 convertido en la imagen real de Carlos de Trastámara, el príncipe de Viana por antonomasia de la historiografía española, una imagen en la que los ecos de su desgraciada vida quedan eclipsados por los de su papel como erudito y amante de las letras: «el desgraciado príncipe hállase sentado en una biblioteca, rodeado de códices y pergaminos»;162 y Ausiàs March leyendo sus trovas al príncipe de Viana163 de Julio Cebrián y Mezquita, también con esa imagen del príncipe como protector de las letras. A pesar del título, el personaje central del cuadro es el príncipe y no el poeta. Ausiàs March fue uno de los pocos escritores de la literatura en catalán incluidos, desde muy pronto, en el canon de la cultura española. Blanca de Navarra, un tema en sentido estricto no aragonés pero en parte derivación del anterior, estará presente en la pintura de historia oficial con tres cuadros, todos ellos de carácter anecdótico y ninguno con mucho éxito, lo que contrasta con el obtenido por Francisco Navarro Villoslada con su novela Doña Blanca de Navarra, uno de los mayores éxitos de la novela histórica española decimonónica.

Caso completamente distinto al anterior es el del Compromiso de Caspe que, con su doble significado de unidad nacional y de reivindicación de una tradición democrática, se convierte en uno de los hitos del relato de nación español, «uno de los episodios más gloriosos de la historia de España. Pocos, acaso ningún pueblo de Europa puede ofrecer ejemplo análogo».164 Entre los varios cuadros sobre el tema pintados a lo largo del siglo XIX, el de mayor éxito fue El compromiso de Caspe de Dióscoro Teófilo de la Puebla, adquirido por el Congreso de los Diputados como ilustración de la tradición democrática de la nación.165 Rigurosa reconstrucción de lo relatado por las Actas de la reunión guardadas en el Archivo de la Corona de Aragón y en las que el gran protagonista es san Vicente Ferrer, representa

el momento en que [...] San Vicente hace oír su palabra a las gentes congregadas, y al pronunciar el nombre del elegido infante de Antequera es interrumpido por el clamor universal que gritaba [...] viva, viva nostre rey el senyor don Fernando [...] un caudillo con el pendón de los tres reinos, hinca la rodilla, [...] y [San Vicente] muestra [...] el pergamino que contiene la decisión de los jueces.166

El santo valenciano es también el protagonista de varios cuadros más sobre el Compromiso de Caspe y de otros centrados en su propia vida. La doble condición de santo y uno de los actores de la unidad nacional le valió este lugar privilegiado en la imaginería de lo español. Entre los que tuvieron un mayor eco público, además del ya citado, imagen real del hecho histórico, habría que incluir otro más sobre el Compromiso, Última sesión secreta del compromiso de Caspe de Andrés Parladé Heredia,167 nuevamente con san Vicente como protagonista, pero, en este caso, de una de las sesiones previas al compromiso, «aquel momento solemne de la postrera sesión en que [...] San Vicente habló para convencer a sus colegas de consejo».168

La expedición de los catalanes a Oriente, expresión del enfrentamiento entre civilización y barbarie, entre el lujo de la opulenta Constantinopla y el primitivismo salvaje de los almogávares, excitará la imaginación de la cultura romántica que le dedicará varias óperas, novelas, obras de teatro y poemas.169 En la pintura de historia, el episodio, sin perder su aspecto literario, tiene un significado mucho más directamente político como expresión del carácter imperial de la nación española. El cuadro que mayor éxito tuvo de todos los inspirados en la conquista de Constantinopla por los almogávares fue Entrada de Roger de Flor en Constantinopla, un encargo del Senado al pintor José Moreno Carbonero,170 convertido desde su primera exposición pública en la imagen real del hecho histórico. Menos éxito tuvo el Tratado secreto de la expedición de catalanes y aragoneses contra los turcos de Manuel Ferrán,171 representación, según explica el Catálogo de la exposición nacional en la que fue expuesto, del acuerdo «llevado a cabo por los cuatro célebres caudillos Roger de Flor, Berenguer de Entenza, Juan Jiménez de Arenós y Berenguer de Rocafort, eligiendo a Roger para cabeza de la compañía».

Caso más raro es el de los amantes de Teruel, episodio legendario y de carácter claramente anecdótico pero que inspirará uno de los grandes cuadros de la pintura de historia oficial española del siglo XIX, Los amantes de Teruel de Antonio Muñoz Degrain. Éxito que hay que relacionar con la fascinación romántica por el amor fou y la muerte más que con su inexistente discurso político. La historia, cuyo carácter aragonés es claramente secundario, era la expresión de la más bella de las muertes para el espíritu romántico, la muerte por amor. El tema aparece desde muy pronto en la tradición española, ya desde la época barroca, cuando fue llevado al teatro, entre otros, por Rey de Arteta, Tirso de Molina y Juan Pérez de Montalbán.172 Ya en el siglo XIX fueron muchos los libros de historia, novelas y obras de teatro173 que se ocuparon de un tema que había conocido un nuevo auge a partir del descubrimiento del acta notarial de exhumación de las momias de los amantes en 1822. El principal responsable de su popularidad, sin embargo, será Juan Eugenio Hartzenbusch con su drama en verso Los amantes de Teruel, estrenado en 1837, obra a la que explícitamente hace referencia el primer cuadro sobre este tema llevado a una exposición nacional, Los amantes de Teruel de Juan García Martínez,174 minuciosa reconstrucción pictórica del último acto del drama de Hartzenbusch. El lugar de imagen real del hecho, se supone que histórico, estaba reservado a un segundo Los amantes de Teruel,175 el ya citado de Antonio Muñoz Degrain, aparatoso cuadro de algo más de cinco metros de largo por 3,30 de alto que representa «el cadáver de Marsilla en rico ataúd sobre cama esculpida en bronce con águilas en los ángulos [...]. Doña Isabel abrazada al cadáver. En segundo término [...], rodeando el féretro, damas amigas de Isabel [...]. A la izquierda un blandón caído y roto».176

A los anteriores hay que añadir toda una serie de cuadros sobre hechos y personajes que, sin llegar a formar ciclos iconográficos, contribuyeron también a fijar un imaginario en el que lo aragonés se configuraba como parte de la genealogía de la nación española: Alfonso V, Pedro IV el Ceremonioso, Guillem de Vinatea, Ramon Llull, etc. Entre los de mayor eco público, Prisión de la última reina de Mallorca de Nicasio Serret y Comín,177 un folletín familiar de marcado carácter anecdótico en el que la reina Constanza es separada de su marido, Jaime III de Mallorca, para ser llevada a prisión por orden de su hermano Pedro IV de Aragón; Guillem de Vinatea delante de Alfonso IV haciéndole revocar un contrafuero de Emilio Sala Francés,178 parte de esa larga serie de cuadros empeñados en mostrar la existencia de una tradición democrática y antiabsolutista en la Edad Media española que tanto proliferaron en la pintura de historia decimonónica, «representa la viril entereza de un pueblo que protesta contra censurables condescendencias de un rey, que por favorecer a la familia perjudicaba al Estado»;179 y La heroína de Peralada de Antonio Caba y Casamitjana,180 una más de las decenas de imágenes de exaltación del espíritu de independencia de los españoles, en este caso de las españolas.

Capítulo aparte merece La leyenda del rey monje o La campana de Huesca de José Casado del Alisal, uno de los cuadros de historia más célebres de la pintura de historia española decimonónica, que representa «el momento en que D. Ramiro II muestra a los ricos-homes, mesnaderos y procuradores de las villas y lugares de Aragón aquella hecatombe sangrienta».181 Y por hecatombe sangrienta se entiende la decapitación por el rey de lo más florido de la nobleza aragonesa para acabar con sus continuas revueltas, un suceso de importancia relativa y de veracidad más que discutida a esas alturas del siglo, tal como recordaba un crítico con motivo de la exposición del cuadro de Casado: «La campana de Huesca no es un hecho histórico, aunque lo consignen algunos cronistas [...] sino un cuento forjado (no se sabe por quién) para dar color a la inutilidad de Ramiro II».182 Ni el episodio era verdadero ni, según un crítico, el rey había tenido las virtudes que el cuadro le atribuía: «Ese no es el Ramiro II, ni el de la Historia ni el de la leyenda. El de la Historia fue débil de carácter, insignificante, pusilánime, vanidoso y vulgar, de talento escaso, y por todo ello inhábil para el trono».183

A pesar de estas críticas y otras similares el cuadro de Casado del Alisal obtuvo todos los reconocimientos a los que podía aspirar una pintura de historia,184 en parte, quizás, por su truculencia, en particular las sanguinolentas cabezas del primer plano, pero sobre todo por la interpretación política que el siglo XIX hizo del dudoso hecho histórico. La venganza del rey Ramiro, cuya novelesca vida muy del gusto romántico había popularizado un drama de Antonio García Gutiérrez, El rey Monje, estrenado en 1837, que no incluye todavía la escena de la campana, pasa a tener, desde muy pronto, el significado político de exaltación del poder real frente a la nobleza. Claro ya en La campana de Huesca, crónica del siglo XII, novela histórica publicada por Antonio Cánovas del Castillo en 1854, con la venganza de Ramiro I como nudo argumental, en la que el autor hace toda una exaltación del poder monárquico frente a las pretensiones de las nobiliarias. Poder monárquico fuerte que para el liberalismo era sinónimo de la alianza Corona-pueblo y de la lucha conjunta de ambos por recortar los privilegios estamentales de la nobleza. Algo así como la prefiguración medieval del régimen político defendido por el liberalismo decimonónico. Una verdad «ideológica» que estaba incluso por encima de la veracidad histórica, tal como recordaba un crítico a propósito de esta Campana de Huesca de Casado del Alisal: «sucesos tales pertenecen al dominio de la leyenda, cien veces más intencionada, cien veces más real en ciertas y determinadas circunstancias que la crónica».185

La imagen creada por Casado del Alisal consigue plasmar de manera perfecta esta exaltación del poder del monarca frente a los nobles. Idea difusa en otros muchos cuadros de historia y que, en este caso, dada la adscripción ideológica del autor, habría que relacionar fundamentalmente con el liberalismo moderado, pero que debió contar con un consenso que iba más allá de divisiones ideológicas. La propuesta de compra por el Congreso fue firmada por Emilio Castelar, Antonio Cánovas del Castillo, Cristino Martos, Carlos Navarro, Núñez de Arce, Víctor Balaguer y Ramón Rodríguez Correa, siendo Castelar quien hizo la defensa de la misma en la sesión del 5 de diciembre de 1881: «El cuadro cuya adquisición proponemos es uno de los grandes cuadros de historia que tenemos y es preciso que los grandes cuadros de historia se protejan por los Estados».186

La crítica insistió en esta interpretación político-ideológica: «para el vulgo, don Ramiro es el rey que se emancipa; el rey probo y justiciero; el que desea gobernar por sí solo y corta y extirpa el mal allí donde juzga que el mal exista».187 Todo un programa político, no demasiado lejano de la demanda de un «cirujano de hierro» que un poco más tarde comenzarían a hacer los regeneracionistas.

Pero en el proceso de imaginación de una nación no sólo es importante lo que se recuerda sino también lo que se olvida, y lo que se olvida de la historia aragonesa, lo mismo que de la castellana, es mucho y significativo. Se olvida, de manera destacada, el periodo fundacional de los primeros núcleos pirenaicos. El origen de las diferentes entidades políticas de la Iberia oriental queda, en la imagen de la pintura de historia, envuelto en sombras. Un solo cuadro hace referencia a él, Wilfredo el Velloso, primer conde independiente de Barcelona de Pablo Antonio Béjar Novella, representación del legendario suceso que daría origen a las barras aragonesas, cuadro por lo demás muy tardío y de eco público más que relativo.188 El brillo de Covadonga, convertida en el acto fundacional de la nación española, eclipsó toda posible referencia a hechos históricos similares, que además podrían ser vistos como antitéticos con la simbología atribuida a la victoria de Pelayo. Obviamente, y por los mismos motivos, el primer nacionalismo catalán convertirá estos hechos en el centro de su relato de nación. Se olvida también, y esto tiene una explicación más difícil, gran parte de la reconquista aragonesa, reducida casi exclusivamente a las conquistas de Jaime I, en particular la de Valencia. Sólo tres cuadros sobre la Reconquista aragonesa no se refieren al rey conquistador, y los tres de eco bastante escaso.

Sin embargo, la menor presencia de lo aragonés no debe hacer olvidar que en la mitología nacional española decimonónica la historia aragonesa forma parte de pleno derecho de la historia nacional española; es sólo una cuestión de matices más que de apreciaciones taxativas. Lo aragonés, por ejemplo, con todas las matizaciones a las que ya se ha hecho referencia anteriormente, ocupa un lugar de honor en el programa iconográfico ideado por Carlos Luis de Ribera para la decoración del Salón de Sesiones del Palacio del Congreso, sobre cuya importancia simbólica no es necesario insistir. Uno de los cuatro cuadros que se desarrollan en el techo está dedicado a los legisladores medievales de la Corona de Aragón. En él aparecen Jaime I el Conquistador, San Raimundo de Peñafort, doña María (esposa de Alfonso V), Pedro IV el Ceremonioso, Juan Jiménez Cerdán (justicia mayor de Aragón), don Vidal de Canellas (recopilador de los Fueros de Aragón), Íñigo Arista (fundador de la monarquía aragonesa) y Ramón Berenguer (compilador de los Usajes).

Hay, por último, una Edad Media no española también presente en la pintura de historia oficial, en algunos casos con temas tan ajenos a la historia nacional como La entrada de los cruzados en Jerusalén de Genaro Pérez Villaamil (Exposición de la Academia de 1850), o San Ricardo, rey de Inglaterra, en el momento de bajar las gradas del trono, que acababa de renunciar para dirigirse a tierra Santa y retirarse a un claustro de José Othon (Exposición Nacional de 1862). No obstante, la mayoría de ellos, incluidos estos dos, tiene que ver con la afirmación de una tradición cristiana y con una cultura europea comunes al conjunto del continente, que en el caso del cristianismo hay que relacionar con el mismo revival neocristiano, de recuperación de un cristianismo más puro y auténtico que está en el origen, como ya se vio, de los múltiples cuadros sobre los mártires de la Iglesia primitiva.

En el caso medieval este cristianismo primigenio está representado sobre todo por la figura de San Francisco de Asís, tema de tres cuadros, dos de ellos de relativo éxito, Traslación de San Francisco de Asís de Benito Mercadé y Fábregas,189 con la llegada del cadáver del santo a la iglesia de San Damián; y San Francisco de Asís después de la impresión de las llagas de Julio Cebrián Mezquita,190 este último más una pintura devocional que de historia.

La reivindicación de una tradición cultural europea medieval se limita prácticamente a Dante y su Divina Comedia, uno de los temas estrella de la pintura de historia oficial española, los mismos que de la de otros países del continente. Entre los casi una docena de cuadros inspirados en Dante y su obra de la pintura de historia oficial, los de mayor eco público fueron Paolo y Francesca de Rímini de Francisco de Paula Díaz Carreño,191 que representa el momento en que el marido de Francesca descubre su adulterio; Infierno de Dante de Cecilio Pla y Gallardo,192 con el episodio de la visita a los usureros; y El Aqueronte (Infierno de Dante) de Félix Resurrección Hidalgo.193

Por su parte, la Edad Media portuguesa proporciona a la pintura de historia española argumento para un pequeño número de cuadros que resulta difícil de distinguir de los de tema español, caso de Inés de Castro, la «española» reina de Portugal, cuya truculenta historia –para vengar su asesinato por los nobles el rey Pedro I la habría hecho desenterrar obligando a toda la corte a rendir pleitesía a su cadáver– inspirará dos cuadros.194 El de mayor éxito, Reinar después de morir. Doña Inés de Castro de Salvador Martínez Cubells,195 que se convertiría en la imagen real del hecho histórico, con los dos monarcas sentados en el trono, ella ya en claro proceso de descomposición y con sus despojos apenas cubiertos por un velo.

El resultado final de todo este proceso es la Edad Media imaginada como un largo camino, al final del cual estaban los Reyes Católicos y su, para el imaginario decimonónico, sin paliativos glorioso reinado. El fin de un ciclo pero, sobre todo, el inicio de otro: a la España antes de España sucedía la España «verdadera», unida bajo un mismo poder político y que hacía irrupción en la historia con uno de sus momentos de mayor gloria.