EL EFECTO MARIPOSA

Una de las experiencias más importantes de mi vida ha sido correr una maratón. Una maratón es una impresionante lección de humildad: ves cómo te adelantan personas mucho mayores que tú mientras, afablemente, te dicen adiós con la mano. Sientes el peso de tu cuerpo; hay momentos de un desfallecimiento horroroso en que la mirada se enturbia y parece que sólo existen, borrosos, un asfalto inacabable y una luz que lo impregna todo. No es que no sientas las piernas, como diría Rambo, sino que es lo único que sientes, protestando, clavándose en el cuerpo y el cerebro. Hay momentos en que casi pierdes el conocimiento, sobre todo una vez que se superan los treinta kilómetros, porque entonces, como aseguran los deportistas más experimentados, ya no hay espacio para el placer que ha supuesto correr los diez o los quince primeros kilómetros. Desde ese momento, lo que importa es dosificar, tener presente el esfuerzo realizado, saber que el kilómetro 42 puede alcanzarse pese a todo, que los últimos 195 metros son posibles, que la meta existe.

Creo que en muchos aspectos mi forma de entender la vida cambió a raíz de esta experiencia. Durante el entrenamiento tomamos conciencia de nuestros límites desde el punto de vista físico. Sin embargo, aunque el cuerpo ayuda para correr una maratón, y mucho, lo verdaderamente importante está en la cabeza. El dolor en los muslos, la sensación de asfixia, el pulso acelerado, el corazón parece que vaya a partirse, todo eso importa, pero menos que nuestra actitud mental. Y lo que aprendemos al correr una maratón es precisamente eso: que para alcanzar nuestros objetivos, lo esencial es la fuerza de voluntad, el empeño que pongamos en superar las dificultades y los sinsabores. Supongo que por eso las carreras de larga distancia y, en especial, la maratón, se han utilizado como una metáfora de la vida. En muchos sentidos, podríamos decir que la vida es como una maratón. Quien sea capaz de imaginar la carrera, de planearla, de vencer las dificultades y, finalmente, de resistir, ganará. Pero, en este caso, ganar no significa superar a los demás participantes, sino superarnos a nosotros mismos. Y ésta es la otra lección. Muchos corredores experimentados me decían: «Esta vez quiero bajar de las tres horas, porque la última vez no lo conseguí». Si decidimos correr dos maratones, lo importante será obtener la segunda vez un tiempo inferior a la primera y, si lo logramos, nos sentiremos ganadores al cruzar la meta, por más que durante el recorrido nos hayan adelantado cientos de participantes.

La vida como un reto

Si correr una maratón nos enseña en este sentido la importancia de nuestro esfuerzo personal, nos enseña también a entender el éxito o el fracaso en relación con nuestras posibilidades. Hay cosas que no podemos conseguir únicamente con nuestra voluntad o nuestro sacrificio. No sólo porque pueden impedirlo numerosos factores imprevistos con los que no contábamos, eso que llamamos la suerte o las circunstancias, sino también porque todos tenemos limitaciones frente a las cuales no valen el esfuerzo ni el entrenamiento, dado que nos han sido impuestas por la naturaleza. Al tratar de mejorar nuestras vidas, los seres humanos hemos de aprender a gestionar los recursos con que hemos llegado al mundo, nuestros talentos y habilidades, por un lado, y nuestros defectos y debilidades por otro. No hemos elegido ni unos ni otros; son el producto de eso que se denomina el «azar natural y social». Nadie decide en qué país nace ni su coeficiente de inteligencia, ni el color de la piel, ni poseer determinadas aptitudes. Por lo tanto, no somos responsables de ello, aunque sí de lo que hagamos al respecto. Es fundamental conocer nuestras posibilidades para disminuir los efectos de nuestros hándicaps y mejorar el rendimiento de nuestras habilidades. Si infravaloramos nuestros hándicaps, nos veremos abocados a la frustración. Si lo hacemos con nuestras capacidades, seremos presa de la rutina o la insatisfacción. No debemos permitir que ningún hándicap adquiera un protagonismo excesivo. Ningún hándicap desaparece, pero la fuerza de la voluntad puede impedir que alcance proporciones desmedidas y permite potenciar habilidades que no desarrollaríamos en el caso de no tenerlo. Rara vez se nos criticará por los defectos que aceptemos tener abiertamente. Rara vez también se nos perdonará el intento de ocultarlos. Así pues, hemos de plantearnos la vida como un reto, entendido como nuestra capacidad de aceptarnos como somos y de sacarle el mejor partido a nuestras condiciones iniciales —lo que, dicho sea de paso, nunca es fácil—. En definitiva, lo importante de este reto fundamental no es conseguir los símbolos externos del éxito, como el dinero o la influencia, sino potenciar al límite nuestras cualidades y orientarlas hacia la consecución de aquellos objetivos que nos resulten más atractivos y que estén a nuestro alcance.

Lo feo es perder

Tal vez a alguien pueda parecerle que concebir la vida como un reto con nosotros mismos podría llevar, paradójicamente, a una especie de conformismo, a renunciar a la competitividad. Pero los seres humanos nunca renunciamos a eso: el afán de ganar, de superar a los demás, es una tendencia general de los seres humanos, al menos en el mundo que yo conozco.

La rivalidad es algo innato y la burla o el menosprecio, que demasiado a menudo van ligados a esa rivalidad, suponen una agresión a nuestra dignidad, a nuestro honor o a nuestra autoestima. Se ve en la vida y en el deporte. Los sociólogos han indicado, no sin cierta perplejidad, que la principal causa de homicidio en las ciudades no es el robo, el tráfico de drogas u otros incentivos tangibles, sino algo que se inicia con pequeños altercados sin importancia aparente: el insulto, la ofensa, un simple empujón. Dos jóvenes se pelean por quién utilizará primero la mesa de billar en un local; intercambian insultos, miden y evalúan sus fuerzas y, si la cosa no se enfría, puede acabar muy mal. Los comentaristas deportivos lamentan recurrentemente que los árbitros saquen tantas tarjetas a los jugadores por las entradas a los rivales como por protestar sus decisiones o burlarse de ellos tal como sucede, por ejemplo, cuando se les aplaude por adoptar decisiones equivocadas. Pero los árbitros cumplen con un principio universal: los hombres pueden enfurecese hasta el punto de llegar a agredir a quienes no los respetan como corresponde.

Estas actitudes van unidas, a su vez, a otro rasgo característico de nuestra vida cotidiana y nuestros impulsos: el horror a perder lo que tenemos. Jimmy Connors decía: «Aborrezco más perder de lo que disfruto al ganar». Perder algo nos suele sentar mucho peor que no conseguir aquello que no tenemos. Los economistas se refieren a esta actitud diciendo que los seres humanos tenemos «aversión al riesgo», es decir, que preferimos conservar nuestra posición antes que arriesgarnos a perderla, aunque sea por una expectativa de mejora. Desarrollamos actitudes parecidas a la de la zorra de la famosa fábula, que concluyó que las uvas estaban verdes al darse cuenta de que no podía alcanzarlas. Para los amantes de las pedanterías, diré que el gremio de los economistas teóricos conoce esta actitud como «preferencias adaptativas», refiriéndose a nuestra tendencia a adaptarnos a las circunstancias.

A pesar de que la teoría económica hace suposiciones bastante pesimistas en relación a la naturaleza humana para que después el mercado, esa omnipresente mano invisible, venga a poner los puntos sobre las íes y convierta en públicas virtudes nuestros vicios privados, esas suposiciones de los economistas no dejan de ser, mal que nos pese, bastante realistas.

La felicidad en mi diccionario

Un día busqué la palabra «felicidad» en un diccionario de frases célebres. Pues bien, la mayoría tendían a hacer hincapié en que los seres humanos son felices cuando están mejor que sus vecinos e infelices cuando están peor. Selecciono algunas: «Cuán amargo es mirar la felicidad a través de los ojos de otro hombre» (William Shakespeare); «Felicidad. Una sensación agradable que surge al contemplar la desdicha de los demás» (Ambroise Bierce); «No basta con tener éxito, los demás tienen que fracasar» (Gore Vidal); «La envidia de la felicidad ajena es la pasión del hombre democrático» (Alexis de Tocqueville); «Encontramos nuestro provecho en el perjuicio de nuestros semejantes y la perdición de uno hace casi siempre la felicidad de otro» (Jean-Jacques Rousseau). Tal vez esta recopilación de frases se deba a que quien preparó el diccionario era un ser especialmente atento a las envidias. Pero me inclino a pensar que los grandes observadores de la condición humana lo han visto de la misma manera a través de las épocas: nos gusta estar mejor que nuestros vecinos.

Cuando nos planteamos qué queremos conseguir con nuestra vida, qué nos hará alcanzar la felicidad, y observamos nuestro alrededor, parece que la felicidad debe calibrarse en función de lo que es posible alcanzar a través de un esfuerzo razonable dadas nuestras circunstancias y nuestro entorno. Queremos disponer de las mismas cosas que aquellos que nos rodean y, especialmente, que aquellos que tenemos más cerca. Esto propicia que la envidia se establezca en una relación de proximidad. Muchos disfrutamos hoy de mayores comodidades de las que disponía un aristócrata en el siglo pasado, pero ello no nos vuelve más insensibles a las diferencias. La gente normalmente envidia a su vecino, a su cuñado o al compañero con el que compartía despacho y que ha obtenido un ascenso más que al presidente de Estados Unidos, el Santo Padre o Ronaldinho. Creo que muy poca gente sufre insomnio por no trabajar en el despacho oval, no bendecir a los fieles desde el balcón de la plaza de San Pedro o no ser ovacionado en el Camp Nou. No lograr aquello que creemos que no está a nuestro alcance nos genera una frustración menor que la que genera, por ejemplo, mantenernos en el mismo puesto de trabajo cuando al de al lado lo ascienden. Aunque nos adaptemos como la zorra de la fábula, perder es desagradable. Y acostumbramos a pensar que perder es sinónimo de infelicidad.

Alimentos, amistad, alegría

Haber llegado hasta aquí para decir que la felicidad es estar mejor que el vecino no parece muy alentador. Desde la Antigüedad, la pregunta sobre qué es la felicidad ha sido una constante. También desde la Antigüedad, se dice que «algunos identifican la felicidad con la riqueza y otros con los honores». En nuestros días es un tópico repetir que «todo el mundo quiere ser rico y famoso». Parece que la idea flote en el ambiente. Groucho Marx decía que «hay muchas cosas más importantes que el dinero, pero todas tienen un problema: son demasiado caras». A Woody Allen le preguntaron un día qué prefería, si el dinero o la salud, y contestó: «Prefiero el dinero a la salud porque, la verdad, no me imagino diciéndole a mi carnicero: mire qué aspecto tan saludable tengo, pues venga, traiga para acá esas chuletitas, que ya lo arreglaremos». Las dos frases presuponen que el dinero puede permitirnos llevar adelante nuestras vidas de la mejor manera posible. Si lo concebimos como un medio para alcanzar nuestros objetivos y no como un fin en sí mismo, todos pienso, aceptaremos que nos gustaría ser más ricos de lo que somos.

El tema de la fama provoca mayores reticencias. Según mi encuesta particular, la mayoría dicen que, puestos a escoger, preferirían ser ricos que famosos. Sin embargo, en todas partes los seres humanos procuran conseguir algo llamado autoridad, distinción, dignidad, dominio, eminencia, estima, carisma, posición, preeminencia, prestigio, rango, consideración, reputación, respeto, posición, talla o estatus social —suerte que ahora los programas de ordenador incorporan diccionario de sinónimos—. Para conseguirlo, pasan hambre, arriesgan sus vidas y gastan su riqueza. Si entendemos famoso como mediático y consideramos que alcanzar dicha condición supone vivir rodeados de paparazzis, que un programa de televisión ponga cámaras y micrófonos en el terrado de los vecinos para espiarnos, no encontraremos mucha gente dispuesta a tal incordio. Ahora bien, si entendemos famoso como apreciado y valorado por aquellos que nos rodean, sea como profesional, padre o buen ciudadano, las cosas cambian. Todos aspiramos a conseguir la estima, el respeto y el reconocimiento de los demás. Sin embargo, por más que ayuden el dinero y el reconocimiento social, la felicidad es algo más amplio. El hombre feliz no tiene camisa, decía el rey del cuento, y yo añadiría: ni medallas.

En 1954, el psicólogo Abraham Maslow formuló su famosa jerarquía de las necesidades humanas. La jerarquía de Maslow ha sido utilizada hasta la saciedad en diversas disciplinas, desde las teorías de la justicia distributiva hasta el management, pasando por la psicología de la conducta. Suele representarse como una pirámide, en cuya cúspide se sitúan aquellas motivaciones que consideramos superiores. En la base, según Maslow, se hallan las necesidades fisiológicas, como el alimento, el descanso o la protección contra la naturaleza, necesarias para sobrevivir, íntimamente relacionadas a su vez con el segundo escalón: la necesidad de sentirse seguro. El tercer nivel se correspondería con nuestras necesidades sociales: los lazos de amistad con nuestros semejantes, el amor..., y se emparentaría a su vez con el siguiente escalón, la necesidad de conseguir reconocimiento social. En la cúspide de la pirámide, se sitúa finalmente la autorrealización, algo así como la culminación de todos nuestros retos: el desarrollo máximo de nuestro potencial y capacidad.

A mí me gusta la forma en que primero Steve Wozniak, el fundador de Apple junto con Steve Jobs, y después Linus Thorwalds, el famoso hacker escandinavo inventor del sistema operativo Linux, han interpretado la jerarquía de necesidades. Wozniak ha dicho que «la felicidad equivale a alimentos, amistad y alegría» y Thorwalds, que hay tres cosas imprescindibles para ser feliz: en primer lugar, «supervivencia»; en segundo lugar, «vida social»; y, por último, «entretenimiento». Las tres son claramente equivalentes entre sí: la supervivencia requiere alimentos y los alimentos, dinero; la vida social requiere reconocimiento y amistad; y el entretenimiento requiere alegría. Pero eso de estar alegres o entretenidos tampoco parece demasiado fácil. Tal vez sí lo sea para los hackers, que pueden dedicarse a la Nintendo mientras fingen resolver complejos problemas informáticos, pero para el resto de los mortales resulta más complicado. Es fácil disfrutar haciendo aquello que hemos escogido hacer, pero escoger no siempre es posible. Sin embargo, lo que sí produce una gran satisfacción es hacer bien nuestro trabajo, sea el que fuere, y nunca hay que rendirse ante la posibilidad de que las cosas cambien para mejor. Siempre surge una oportunidad; la cuestión es no dejarla escapar, se dice. Y eso ¿cómo se hace? No lo sé, pero creo que hay dos principios que pueden ser útiles: nada carece de importancia y nunca se debe dar nada por perdido. Nadie es carne de cañón y todo puede cambiar. Cualquier cosa, por insignificante que parezca, puede tener un valor y, por tanto, hay que ir a por todas.

Nunca dar nada por perdido

Los descubrimientos científicos ejercen en todos nosotros una innegable fascinación. Sin embargo, pocos se han hecho tan populares como los relacionados con la posibilidad de viajar en el tiempo. Los físicos sostienen que viajar hacia el futuro puede ser posible. Por el contrario, viajar al pasado parece más complicado. Considerar esta segunda posibilidad es fascinante, ya que permitiría contestar a esa pregunta que todos nos hemos formulado alguna vez: ¿qué hubiera sido de mí en el caso de que hubiese tomado un camino distinto al que tomé en su día? ¿Me encontraría en la misma posición en la que estoy o, por el contrario, ocuparía otra que ahora no puedo imaginar? ¿Existe alguna lógica que rija nuestras vidas o más bien es el azar el que mueve los hilos a su antojo?

En relación con estas preguntas surgió una disciplina denominada teoría del caos. Esta teoría afirma, en síntesis, que la mayoría de los fenómenos del mundo tienen un carácter abiertamente impredecible. La manifestación más famosa de esta teoría es el llamado «efecto mariposa». Hacia 1960, Edward Lorenz, un meteorólogo del Massachussets Institute of Technology, se dedicaba a estudiar el comportamiento de la atmósfera, tratando de encontrar un modelo matemático, un conjunto de ecuaciones que permitiera, a partir de variables sencillas y mediante simulaciones de ordenador, realizar predicciones climatológicas. Lorenz llevó a cabo distintas aproximaciones hasta que consiguió ajustar el modelo al comportamiento de tres variables, que expresan cómo cambian la velocidad y la temperatura del aire a lo largo del tiempo. El modelo se concretó en tres ecuaciones matemáticas. Sin embargo, Lorenz tuvo una gran sorpresa al observar que pequeñas diferencias en los datos de partida (algo en apariencia tan nimio como utilizar 3 o 6 decimales) conducía a grandes diferencias en las predicciones del modelo. Cualquier pequeña perturbación o error en las condiciones iniciales del sistema podía ejercer una gran influencia en el resultado final, lo que dificultaba de manera extraordinaria realizar predicciones climatológicas a largo plazo. Los datos empíricos que proporcionan las estaciones meteorológicas conducen a predicciones erróneas a largo plazo, aunque sólo sea por el hecho de que hay un número limitado de observatorios que no pueden cubrir todos los puntos del planeta. Ello comporta que las predicciones se desvíen del comportamiento real del sistema (y, si no, que se lo pregunten a los hombres del tiempo…).

Lorenz intentó explicar esta idea mediante un ejemplo hipotético. Sugirió que imaginásemos un meteorólogo que hubiera conseguido efectuar una predicción muy exacta del comportamiento de la atmósfera mediante cálculos muy precisos y a partir de datos muy exactos. Podría obtener una predicción totalmente errónea por no haber tenido en cuenta el aleteo de una mariposa en el otro lado del planeta. En otras palabras, el aleteo de una mariposa en Japón podría provocar un huracán en Nueva York. De ahí surgió el nombre de «efecto mariposa». El efecto mariposa muestra que dos sistemas que son prácticamente idénticos en el punto de partida pueden desarrollarse en el tiempo con resultados diferentes. A los sistemas que funcionan así se les denominó caóticos. El comportamiento caótico no es necesariamente aleatorio, pero para descubrir su regularidad se requieren métodos matemáticos más sofisticados que los que se utilizan en la ciencia convencional. Los matemáticos les llaman métodos no lineales. La conclusión más importante para nosotros es que, en sistemas caóticos, las predicciones a largo plazo son imposibles y que un pequeño cambio puede tener importantes repercusiones.

El trabajo de Lorenz fue publicado inicialmente en revistas de meteorología para especialistas y fue ignorado durante décadas. Tiempo después obtuvo el reconocimiento merecido. La teoría del caos y el efecto mariposa aparecieron en películas tan populares como Parque Jurásico o en la serie de los Simpson. Sin embargo, el relato que mejor ilustra el efecto mariposa lo encontramos en un cuento que Ray Bradbury, el autor de Fahrenheit 451, escribió, curiosamente, antes de su formulación: «El ruido de un trueno». Este relato trata de una empresa que organiza safaris a la prehistoria y se centra en una expedición al pasado para cazar un tiranosaurio jurásico. El jefe de la expedición, Travis, le explica al cliente, Eckels, que no debe apartarse nunca de una especie de cinta electromagnética a la que denominan «el camino», puesto que, en caso contrario, cambiaría el futuro. Travis le repite varias veces a Eckels que debe cumplir a rajatabla sus instrucciones, sin alterar nada, ya que, si mata un ratón, esto puede significar la extinción de los ratones en el futuro y a su vez de otras especies. «Por falta de diez ratones, muere un zorro; por la muerte de diez zorros, muere un león; por la muerte de un león, especies enteras de insectos, millones de formas de vida se ven abocadas al caos y a la destrucción». Es decir, una concatenación muy parecida a la de aquellos versos que nos recitaban de pequeños: «por un clavo, se perdió una herradura; por una herradura, se perdió un caballo; por un caballo, se perdió un caballero; por un caballero, se perdió un reino». El problema es que Eckels no se toma en serio las advertencias de Travis y en un momento dado pisa una mariposa. Cuando regresan al presente, Travis advierte que todo ha cambiado y que el mundo que abandonaron como una democracia con buenas prestaciones para la ciudadanía está ahora controlado por una ideología totalitaria. Entonces observa en las suelas de las botas de su compañero, manchadas de barro, restos de una mariposa muerta.

Si trasladamos esto a nuestra experiencia personal y pensamos en las repercusiones del aleteo de una mariposa, no nos costará mucho aceptar que todo lo que hagamos o dejemos de hacer puede acarrear después consecuencias insospechadas tanto para nosotros como para los demás. Muchas veces el hecho de acudir o no a una cena, de conocer o no a una persona, puede variar nuestra trayectoria personal de manera considerable. Por eso, hay que estar siempre atentos. Una vez que elegimos hacer una cosa u otra, se limitan o amplían nuestras posibilidades posteriores. Cada vez que se nos abre una puerta, otra puede cerrarse. Las pequeñas decisiones diarias condicionan de tal manera nuestra existencia que acaban convirtiéndose en grandes decisiones. La libertad, justamente, es la capacidad que tenemos los seres humanos de tomar pequeñas decisiones.

A esto me gustaría añadir otra reflexión. He dicho anteriormente que, pese a unas condiciones iniciales dadas, no hay nada que nos permita asegurar cuál será el resultado final y, a veces, incluso prestando la máxima atención —a diferencia de Eckels—, podemos pisar una mariposa. En tal caso, ante cualquier acontecimiento inesperado, ante cualquier contingencia, tenemos que ir a por todas, luchar al máximo y no dar nada por perdido. Si el aleteo de una mariposa puede provocar tan grandes cambios y alteraciones, no hay razón para no confiar en la capacidad de la acción individual, en nuestro esfuerzo y en nuestra voluntad para cambiar las cosas. Si luchamos hasta el final, nadie nos podrá quitar la satisfacción de haberlo intentado.

La familia y el «cole»

Dicho esto, me gustaría explicar ahora cuáles han sido mis condiciones iniciales y mis pequeñas grandes decisiones. Antes que nada, debería decir algunas cosas referentes a mí mismo, porque creo que ayudan a conocer un poco más el porqué de mi manera de comportarme, para bien o para mal, en el mundo de los negocios y el deporte, en los proyectos de los que hablo en este libro. Pero, como ya he advertido, no se trata de una autobiografía. Eso sería pensar, muy equivocadamente, que ya no me queda mucho por aprender y por hacer.

Mi madre —la mejor madre del mundo para mí, claro— es argentina y mi padre un catalán de pura cepa, luchador antifranquista, uno de los fundadores de Convergència Democràtica de Catalunya. Vino a Barcelona desde comarcas para completar su formación universitaria y se doctoró como ingeniero industrial. Tengo tres hermanos, Mariona, Laura y Sergi. Yo soy el segundo. Cuando le preguntaban a mi padre cuántos hijos tenía, contestaba que cuatro hijos únicos, aunque no sé qué quería decir con esto. Mis abuelos maternos murieron en Buenos Aires. Mi abuela materna, María Adelina Bianchina Bacci de Feliu, de ascendencia italiana, era una cocinera extraordinaria, que nos enviaba tallarines y empanadas criollas que ella misma elaboraba desde Buenos Aires. Mi abuelo paterno, fumador empedernido, murió de un cáncer de pulmón. Había entrado de aprendiz en la compañía de electricidad y se había formado como estudiante nocturno en la Escuela Industrial. El rector del pueblo le había enseñado música y tocaba el violín. Ya jubilado, cada tarde jugaba a la butifarra en un bar cerca de casa. Yo conectaba mucho con él y heredé parte de su cultura de la vida. Mi abuela paterna, Ramoneta, vive en Barcelona. Mis tíos también se han dejado sentir en mi entorno: Benet Rosell, pintor y escultor, hace una obra muy interesante, pero no quiere saber nada de marketing y se ha mantenido apartado de los circuitos comerciales. Joan Rosell es catedrático de Geología. Ricardo Feliu, productor ejecutivo de cine, era un optimista empedernido —un soñador— y murió hace poco tiempo en Buenos Aires. Recuerdo la última vez que lo vi; estaba enfermo de cáncer y me dijo que se consideraba un «triunfador de fracasos», caía una vez y otra y otra, y siempre, siempre, volvía a levantarse. Me gustó la expresión porque creo que, o bien el triunfo se consigue tras numerosos fracasos, o bien consiste en ser capaces de sobreponernos a las adversidades.

Estoy casado con Marta, que es licenciada en Ciencias Empresariales por ESADE como yo; en su momento trabajamos juntos en Myrurgia. Tenemos dos hijas: Maria, que nació en Barcelona, y Joana, que nació en Río de Janeiro el 11 de septiembre. La cesárea nos permitía escoger el día y decidimos que fuera la Diada.

Fui al parvulario Tagore y después a la escuela Costa i Llobera. El Costa i Llobera me marcó mucho y quiero dedicarle una atención especial. En los años setenta, el tejido educativo en Catalunya estaba marcado por los treinta años de dictadura franquista en los que se habían intentado borrar las experiencias pedagógicas catalanistas que habían dado prestigio a la escuela catalana desde comienzos del siglo XX (los movimientos de renovación pedagógica, el sistema educativo público de la Generalitat republicana, etc.) Esto supuso, más allá de los aspectos represivos, un sistema de educación pública muy deficiente y con unos niveles lamentables de inversión económica y educativa por parte del Estado o de los ayuntamientos; también iba ligado a la preeminencia otorgada a la Iglesia católica en el marco de la enseñanza.

En este difícil contexto, en la Barcelona de la segunda mitad de los años sesenta y los primeros setenta, coexistían propuestas educativas muy diversas. Por un lado, las escuelas vinculadas a órdenes religiosas, algunas de las cuales habían realizado un esfuerzo notable por deshacerse del peso del nacional-catolicismo españolista de la posguerra y acercarse a una realidad social, política y económica compleja y cambiante. Órdenes como los jesuitas o los escolapios, en la línea del Concilio Vaticano II, habían optado por esa vía y la habían integrado en sus escuelas. Aun así, el peso de la religión se mantenía latente. Para quien pretendiera un equilibrio entre la enseñanza laica y los principios religiosos, esos colegios no servían. Mis padres, que estaban vinculados a diferentes iniciativas de carácter catalanista, querían que sus hijos recibieran una educación lo más próxima posible a la realidad del país y en la cual coexistieran los valores catalanes y cristianos. Por eso optaron por una de esas pequeñas escuelas privadas que, aprovechando al máximo la legislación educativa vigente —y a veces sorteándola—, habían apostado por recuperar hasta donde fuera posible la tradición de la renovación pedagógica iniciada antes de la guerra. Los nombres de estas escuelas (la mayoría todavía activas) son lo suficientemente conocidos, como Thau, Costa i Llobera, Talitha (más adelante cambió el nombre por el de Orlandai), Nabí, Sant Gregori, Ton i Guida, Santa Anna, Betània-Pathmos o Frederic Mistral. Asimismo, mis padres deseaban que nuestra educación fuera, en la medida de lo posible, en catalán; querían garantizar que aprendiéramos una lengua que su generación tenía prohibida. El Costa i Llobera satisfacía estas demandas, y ofrecía también otras ventajas: un buen nivel pedagógico, una relación próxima con los padres de los alumnos y un equilibrio mesurado, sensato, entre una educación estrictamente laica y la transmisión de los valores religiosos. En esta línea, podía también calificarse de colegio progresista, con una fuerte concienciación política y social. Los padres tenían que declarar sus ingresos y pagaban las cuotas de sus hijos en función de la renta, un hecho que permitía que coincidieran el hijo de un obrero y el de un industrial en la misma clase.

Tengo muy claro que aquella escuela me marcó mucho. La combinación de valores humanísticos y educación estricta nos permitió que saliéramos al mundo con una conciencia cívica alta, aplicable tanto al mundo profesional como a la vida personal. Escuelas como la Costa i Llobera ofrecían un plus: la idea de que, sin unos valores cívicos, religiosos y morales que se combinen con la proyección profesional, no se puede ser un ciudadano completo. De aquellos tiempos recuerdo muchas anécdotas. Por ejemplo, una excursión con el padre Garriga —un cura que no lo parecía— a Inglaterra, mi primera salida al extranjero. Le propuso a mi padre que se intercambiaran los coches durante unos días. Su 600 —escacharrado y con un olor a tabaco que lo impregnaba todo— por el Renault 12 familiar de mi padre. Lo necesitaba para llevarnos a Inglaterra. Mi padre aceptó y con aquel coche conducido por el padre Garriga nos lanzamos a lo que entonces nos pareció una gran aventura. Me acompañaban Víctor Carreras, Bobby Abelló y Brian Subirana, aunque mi amigo en mayúsculas de entonces, y hasta hoy, es Pau Vilanova.

En aquellos años mi padre era gerente del Barça. Obviamente, mi ilusión, como la de casi todos los niños de este país, era jugar en el Barça. En vez de usar la influencia que mi padre podía ejercer (no por mí, sino porque él no quiso) lo intenté a través del procedimiento reglamentario: recorté una papeleta que salía en el desaparecido diario Dicen y la mandé al club. Hice la prueba, pero no pasé. Los servicios técnicos del fútbol base del Barça me enviaron a la Penya Barcelonista Collblanc. Allí empecé a conocer lo que era formar parte de un equipo e hice tres amigos que aún conservo: Juanky Hernández, Manel Mangado y Emilio Borrella. De la Penya Collblanc pasé al Hospitalet, y después, sucesivamente, al Sant Andreu, al Esplugues, al Sants, a la Seu d’Urgell y finalmente al Principat d’Andorra. Todos los aficionados al fútbol tenemos en la memoria una alineación. Para muchas generaciones de barcelonistas, y Serrat ha tenido algo que ver con ello, siempre quedará la del Barça de las cinco copas: Ramallets; Seguer, Biosca, Segarra; Bosch, Flotats; Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón. Cualquier barcelonista de mi generación puede recitar, casi con toda seguridad, la del equipo del 73-74: Sadurní, Rifé, Torres, De la Cruz; Juan Carlos, Costas; Rexach, Asensi, Cruyff, Sotil y Marcial. Sin embargo, la alineación que yo recuerdo con más cariño es la de aquel equipo de la U.E. Sants que nunca entró en los récords de victorias consecutivas ni consiguió, por supuesto, la gloria en color o en blanco y negro, pero cuyos miembros se convirtieron en amigos para siempre. Y, por eso, quiero mencionarla: Jorge Medina, Rosendo Martínez, Joan Barberá, Angel Pulido, Manel Egea, Xavier Olmo, Manel Isern, Juan Díaz, Jorge Medina Jr., Reyes Alguacil y un servidor.

En tercero de BUP, pasé a los Escolapios —un cambio importante—, y el COU lo hice en las Teresianas, sencillamente porque me despisté a la hora de matricularme y tuve que cambiar de colegio otra vez. En esos años hice muchos amigos, como debe de pasarle a casi todo el mundo. Con algunos todavía mantengo la amistad, y eso es muy importante. Si son amigos de verdad, te apoyan y te ayudan. Algunos son amigos vinculados a los estudios y otros a la vida, al mundo real. Aunque no se puede ser amigo de todo el mundo, claro. Recuerdo que, cuando era un niño, me gustaba la idea de que vinieran todos mis compañeros de clase a la fiesta que preparaba para celebrar mi cumpleaños. Pero, una vez, el día antes, un niño se me acercó en el patio del colegio y me dijo: «Quiero que sepas que mañana no iré a tu fiesta». Muy sorprendido, le pregunté por qué, a lo que sin inmutarse me respondió: «Pues muy fácil, porque no soy amigo tuyo». Seguro que él no imagina lo mucho que me ayudó al decirme eso en mi vida posterior. Era una buena lección: no se puede ser amigo de todo el mundo.

Entre los amigos vinculados a los estudios destacó Pepe Prats, compañero en los Escolapios. Era el tío más introvertido de la clase. Los profes le tenían miedo porque sacaba catorces..., sí, 14 sobre 10, porque en los exámenes explicaba cosas que ni el profesor sabía. Encima era elegante y deportista. Recordaré toda la vida un examen de Filosofía. Yo, la verdad, no había estudiado nada y él me dijo: «Mira, Sandro, tienes que tener cinco grandes ideas —que me explicó— y desarrollarlas». Aprobé el examen y conservé el consejo, que me ha ayudado mucho porque la vida —a menudo— y las negociaciones —casi siempre— tienen algo de eso. A pesar de las reflexiones y los análisis, de los matices grises que nos ayudan a comprender muchas cosas, para actuar antes hay que conseguir identificar cinco conceptos bien claros y punto. Pepe sacó matrícula de honor en todas las asignaturas de la carrera de Física. Los yanquis se lo llevaron, con las mejores becas, a Estados Unidos para trabajar con varios premios Nobel. Pero un día lo colgó todo y regresó a España para ordenarse sacerdote.

El amigo de salir, y de ir por la vida, también lo encontré en los escolapios: Pepito Navarro. Nos eligieron como delegados de curso, pero el director nos llamó y nos dijo: «Os felicito por la elección, pero no podéis ser los delegados, ya que sólo lleváis un año en el colegio». Entonces empecé a entender en qué consistía la política. No hacer nunca nada que pueda generar inestabilidad o descontrol; no hacer nunca nada que pueda cuestionar las instituciones; elaborar leyes o disposiciones que hagan difíciles los cambios, que prevengan las innovaciones excesivas. Si es necesario alterar alguna cosa, siempre hay que actuar muy despacio y sin permitir que nada pueda romper el equilibrio. Y, cuando sucede algo, cuando aparece algún elemento extraño inesperado, neutralizarlo inmediatamente. De alguna manera, poner en práctica la frase de El gatopardo de Lampedusa: «Cambiarlo todo para que nada cambie».

Decidir con el cuerpo

Cuando salimos de la adolescencia, llega el tiempo de las primeras decisiones relevantes: elegir una carrera u otra; cambiar de país, cambiar de empresa; casarse y tener hijos. Es el momento en que dices: «esto puede cambiar mi vida», o darle una dirección u otra.

Tomar decisiones, tanto en nuestra vida personal como en la profesional, no es fácil. La forma en que debe hacerse es un tema recurrente. Algunos dicen que hay que tomarlas con la cabeza fría, que debemos tratar de ser muy racionales al tomarlas. Otros, sin embargo, piensan que, aunque nos esforcemos, las decisiones se toman con el corazón y que está bien que sea así, porque reflexionar en exceso suele paralizar nuestras acciones. Lo cierto es que lo racional y lo pasional están igualmente presentes en cualquier cosa que hagamos. Por eso me parece más adecuado decir que «decidimos con el cuerpo». La frontera entre lo racional y lo pasional no deja de ser una hermosa fábula. Parece reproducir el argumento del policía bueno y el malo que se alternan y complementan en los interrogatorios de novela negra. A menudo, uno escucha: «No te dejes arrastrar por las pasiones; es lo que hacen los animales». Pero eso no es así y sin pasión no hay razón que valga. La pasión es lo que nos mueve a actuar y actuar es lo que nos permite vivir, trabajar, seguir adelante. No hay inteligencia sin acción. De nada nos sirve saber lo que más nos conviene hacer si no somos capaces de hacerlo.

Todos tenemos deseos —nos gustaría hacer esto o lo otro— y, asimismo, todos tenemos deseos acerca de cómo nos gustaría que fueran nuestros deseos. Deseamos encender un cigarrillo, pero nos gustaría no desearlo porque sabemos que perjudica nuestra salud. Deseamos ir esta tarde al fútbol con los amigos, pero nos gustaría no desearlo porque tenemos que quedarnos en casa para estudiar. En todos nosotros existe una tensión constante entre nuestros deseos e intereses a corto plazo y nuestros deseos e intereses a largo plazo, o, para decirlo de otra manera, entre la cabeza y el corazón.

A menudo, cuando se dice que no hay que dejarse llevar por las emociones, se quiere censurar la actitud de quienes sacrifican sus intereses a largo plazo por gratificaciones a corto plazo. Perder los nervios, rendirse ante la seducción o despilfarrar la paga de un mes son buenos ejemplos al respecto. Eso, más que una conducta pasional, es falta de autocontrol. Perder el control no es difícil y nos sucede a todos, aunque, evidentemente, debemos tratar de evitarlo. Saber controlarnos forma parte del contrato social. Ahora bien, nada hace incuestionable la teoría del «pan para hoy, hambre para mañana». Sacrificarnos hoy no supone necesariamente obtener grandes beneficios en el futuro. Lo bueno de las frases hechas, de los refranes, es que suelen tener un opuesto. Se dice: «Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija», pero también: «Quien a buen árbol se arrima, mal rayo le parta»; «A quien madruga, Dios le ayuda», pero también: «No por mucho madrugar amanece más temprano». Muchas veces postergar la gratificación puede tener el mismo sentido que el famoso chiste de un condenado a muerte al que se le ofrece un cigarrillo y responde: «No, gracias, estoy tratando de dejarlo».

¿Qué debemos hacer? ¿Sacrificar siempre lo inmediato esperando obtener a cambio una gratificación mayor? No parece que deba ser así, en general, intentamos gestionar esa tensión. Creo que conseguimos las cosas importantes cuando alcanzamos un equilibrio entre nuestros deseos y nuestros intereses. Dejamos de fumar cuando la fuerza del deseo de fumar se equilibra con nuestro deseo de abandonar el tabaco. Hay un momento en que cosas que nos parecían muy difíciles dejan de parecérnoslo. Las vemos más asequibles, parece como si nos las pidiera el cuerpo. Hemos logrado entonces un equilibrio entre la satisfacción a corto plazo y los beneficios futuros. Es como si de pronto nos hubiéramos puesto unas gafas que nos hacen ver más próximo lo que creíamos lejano y más lejano lo que nos parecía tan próximo.

ESADE

Mi primera gran decisión fue qué carrera estudiar. Si hubiera hecho lo que me pedía el corazón, me habría matriculado en arquitectura. Y si hubiera hecho lo que me pedía la cabeza, pues seguramente ingeniería, siguiendo los pasos de mi padre. Finalmente me decidí por ESADE, pero siempre con el recuerdo de la posibilidad no elegida, la arquitectura, clavada como una pequeña espina que me indujo a estudiar diseño industrial en Llotja, una de las escuelas de diseño más reputadas de Barcelona. Por las mañanas estudiaba en ESADE y, por las tardes, diseño. Al final dejé el diseño y me quedé con ESADE… y con el fútbol.

Recuerdo aquellos tiempos de ESADE con gran cariño, pues hice allí muy buenos amigos que todavía mantengo, como Shahe Hannessian, Jordi Mestre, Joan Lluís García (Lulu), Josep Maria Bartomeu (Barto), Santos Palazzi y Olga Puig Lacalle. El empujón final para decidirme surgió de una conversación con mi padre, porque la mayor parte de las decisiones que he tomado lo han tenido a él como frontón. Recuerdo que mi padre siempre me decía lo mismo: «Mira, yo en educación no regateo ni un duro, pero las chorradas te las tienes que pagar tú». Me repetía: «¿Quieres estudiar inglés? Tendrás la mejor academia... Si quieres una moto, te la tendrás que currar...». Por eso, cuando cumplí dieciséis años, me fui a trabajar de chispa a la empresa familiar durante todo el verano. Pese a que había intentado disimular, a los cuatro días todo el mundo me tenía fichado. Me llamaban «el hijo del Baranda». Con el dinero que gané pude pagar el primer plazo de una Vespa. Recuerdo también que mi padre quería que recibiéramos una educación musical y mi hermano y yo fuimos a aprender guitarra, y mis hermanas piano; pero, al poco tiempo, los profesores le aconsejaron: «Mire, mejor que lo olvidemos, no vale la pena que pierda dinero; estos chicos no están hechos para la música». Las habilidades, o la falta de talento, tienen esto, se notan pronto, si no las tienes no las tienes, no se improvisan, pero si las tienes, las tienes, y entonces hace falta desarrollarlas, hacerlas más tuyas. Entrenar, en una palabra.

Cuando terminé la carrera, realicé un viaje durante todo el verano por Estados Unidos, con la esperanza de mejorar mi inglés. Tengo de aquel viaje el recuerdo que creo que todos guardamos de esos primeros viajes un poco largos en que uno conoce un lugar con más profundidad que si fuera un turista con la guía en la mano continuamente. Se trata de una emoción especial que después nunca volvemos a tener, una sensación de continua sorpresa y una cierta inquietud al darnos cuenta de que el mundo es muy grande y frecuentemente hostil y nosotros muy pequeños y algo ignorantes.

Antes de iniciar mi vida laboral tenía que hacer la mili. La mili ha sido un tópico recurrente de las charlas entre hombres durante muchas generaciones, incluso ha dado lugar a algo que casi es un género literario, las «historias de la puta mili», algo que desaparecerá en un futuro próximo, pero que mi generación todavía tiene muy presente. Por eso no os contaré anécdotas de mi mili, ya que, afortunadamente, en mi caso no fue demasiado puta. Pero sí querría recordar una historia. Mientras hacía la mili en la Seu d’Urgell jugaba en el equipo de fútbol local. Un día en el cuartel me avisaron de que tenía una visita. Era uno de mis compañeros de equipo, que me traía una caja llena de embutidos de primera calidad. Me dijo: «Soldado, esto es para ti, yo sé que aquí no se come muy bien y he venido a traerte esto. Si estás fuerte, a lo mejor incluso juegas mejor…». Era Andreu Ramos. Actualmente, Andreu es como un hermano para mí. Cuando puedo me reúno con él y con su esposa Urgell en la casa de montaña que tienen cerca de la Seu d’Urgell. Nadie como ellos ha conseguido enseñarme algunas de las cosas más importantes de la vida: el valor de la amistad, la importancia de no darle la espalda a la naturaleza y la convicción de que el esfuerzo es siempre recompensado de una manera u otra. Sólo por conocerlos a ellos, y también por la amistad que allí entablé y mantengo con Josep Ramón Vidal-Abarca (Negro), Pep Segura, Lewis Roger, José Luis García (Tronquete), Richi Pradell, Juan Carlos Páramo (mi superior inmediato) y Xavier Santamaría, el capitán, la mili valió la pena.