CASI TODO ES SEDUCIR...

El primer trabajo es importante, y hago énfasis en esta afirmación porque, cuando uno es joven, no se da suficiente cuenta. Acostumbra a pensar que a continuación vendrá otro y que, por lo tanto, se trata de un asunto de escasa importancia. Pero no es exactamente así porque, como ya he dicho, las pequeñas decisiones, aquellas que parecen intrascendentes, llegan a adquirir una gran importancia. A menudo, el primer trabajo condiciona de manera determinante nuestra vida posterior, fija los primeros trazos de nuestro perfil profesional y aporta los primeros conocimientos prácticos reales, por muchas prácticas que se hayan realizado mientras se estudiaba. En definitiva, determina la trayectoria posterior.

Siempre que doy alguna charla a estudiantes, alguno me pregunta qué creo que debe hacer para orientar su futuro profesional. La verdad es que resulta difícil dar un consejo en este sentido. Pero si pienso en qué me hubiera gustado que me dijeran a mí, me doy cuenta de que habría sido algo así como: «Piensa en cómo quieres que sea tu vida dentro de diez años en el terreno profesional y también en el personal; al pensarlo intenta también imaginar cuáles serán entonces tus verdaderas necesidades, qué necesitarás y de qué podrás prescindir, con quién querrás relacionarte y con quién no, qué querrás hacer en tu tiempo libre, etcétera. A partir de ahí piensa en los recursos de que dispones para conseguir esa posición futura y cuáles son los obstáculos que encontrarás teniendo en cuenta tu entorno y tu carácter. Pide consejo a personas de tu confianza y adelante».

Yo no recuerdo haberlo hecho así. Lo que sí recuerdo es que decidí no empezar a trabajar en la empresa de mi padre. Probablemente, mi decisión hubiera sido otra si él hubiera tenido una empresa relacionada con el marketing o el deporte, pero el ámbito de su actividad empresarial —las instalaciones eléctricas— no me resultaba nada atractivo. He de agradecer a mi padre que me lo pusiera fácil; incluso creo recordar que él mismo me aconsejó que buscase trabajo en otra empresa al conocer mis expectativas.

Buscando trabajo

¿Qué hice? Buscar en el periódico, como la mayor parte de los recién licenciados. Cada domingo recorría la sección de empleos de La Vanguardia desde el principio hasta el final. «Se necesita licenciado de ESADE o Económicas recién terminado». Así los redactaban entonces, sin añadir casi nada, y ésos eran los anuncios que yo marcaba. Hice unas cuantas entrevistas, pero sólo vale la pena destacar dos.

La primera tuvo lugar en una especie de gestoría en el Eixample, en uno de esos despachos con pasillos interminables, baldosas hidráulicas en el suelo y techos muy altos con molduras seudoflorales. Me explicaron que hasta entonces se habían ocupado del asesoramiento fiscal y financiero y de la contabilidad de empresas, pero que ahora también querían ofrecer a sus clientes apoyo en temas de marketing, ofrecerles un servicio más integral. Les preocupaba que los clientes acudieran a otra gestoría o consultoría con servicios de venta y comercialización de sus productos y que surgieran así problemas de fidelización. Hay que tener presente que en aquellos años se produjo el boom del marketing en nuestro país. Muchas empresas lo consideraban una condición imprescindible para su modernización y competitividad (más entonces que nos incorporábamos al Mercado Común), pero no acababan de saber demasiado bien en qué consistía eso del marketing. Muchas empresas de toda la vida lo concebían, por un lado, como si se tratase de una nueva religión y, por otro, con la desconfianza que les producía pensar que sus productos tuvieran que fijar su valor añadido no únicamente en base a su calidad, sino atendiendo a la publicidad que de ellos pudiera hacerse. La persona que me entrevistó me llamó al cabo de unos días y me dijo bastante secamente que no era un candidato apto, ni más ni menos, y hale, hasta otra. Me dejó bastante tocado.

La otra entrevista que recuerdo fue con una empresa vinculada al sector químico que tenía la sede en un polígono cerca de Sabadell. Les interesaba alguien que creara y gestionara el área de marketing porque querían ampliar su producción, mayoritariamente industrial, y atender también a productos para el público. También querían incorporar la vertiente marquetiniana. Aquí me hicieron una oferta y yo dije que sí. Mientras tanto, mi hermana Mariona supo, gracias a una íntima amiga suya, que en Myrurgia buscaban una persona que se ocupara de exportación y marketing y me sugirió que los fuera a ver. Pero esto me lo explicó justo el día en que yo había aceptado la oferta de la otra empresa. Aun así, me fui a hacer la prueba a Myrurgia, pensando que probar no costaba demasiado y que Myrurgia resultaba para mí mucho más interesante. Nos reunieron en la sala de juntas a un total de ocho candidatos. Nos hicieron varias pruebas y finalmente un test psicotécnico. Al cabo de unos días me llamaron, me anunciaron que había pasado todas las pruebas y que sólo quedaba que me entrevistara con el que sería mi superior inmediato para que me hiciera la prueba de inglés.

En aquella época yo, aunque lo había estudiado, hablaba fatal el inglés y estaba muy preocupado por lo que pasaría cuando comprobaran mi nivel; sólo de pensarlo sudaba, quizás por eso todavía me despierto alguna mañana sobresaltado pensando que he suspendido un examen de inglés. Fue entonces cuando conocí a Albert Agustí, una persona que ha sido fundamental en mi vida y que era el encargado de hacerme la última prueba. Por utilizar la terminología que he empleado antes, conocer a Albert Agustí fue para mí una especie de efecto mariposa, porque gracias a él fui después a trabajar al COOB, y trabajar en los Juegos Olímpicos fue decisivo para poder finalmente anudar en un mismo trabajo las dos cosas que más me gustaban: el marketing y el deporte.

Con Albert Agustí empezamos hablando de ESADE, pues él también se había licenciado allí. Después me habló de su pasión por el deporte y por el Barça. Enseguida me percaté de que era muy culé. «Por cierto —me dijo de pronto—, hablando del Barça, ¿tienes algo que ver con aquel Rosell que fue gerente con Agustí Montal?» Yo pensé: «Nano, estás salvado», y respondí: «Sí, es mi padre». Se rió sonoramente y continuamos hablando del Barça y, cuando ya había pasado bastante rato y se hacía tarde, me dijo: «Bueno, el inglés, bien, ¿no? ¿Nivel ESADE?». «Sí, bien, bien… claro», le respondí. «Pues, ya está, me contestó». Respiré. Había pasado la prueba de inglés sin decir una sola palabra en inglés y me cogieron.

Grandes transformaciones

Los que tuvimos que incorporarnos al mundo laboral en los ochenta no podíamos dejar de percibir en nuestros empleadores un cierto desconcierto. Parecía como si no supieran exactamente qué estaban buscando. Por otro lado, la generación que empezamos a trabajar en aquellos años tampoco éramos lo que posteriormente se popularizó como JASP («jóvenes aunque sobradamente preparados»). Al redactar este libro he sido plenamente consciente de que formaba parte de una generación que ha experimentado en primera línea las impresionantes transformaciones que sufrió el mundo a inicios de los ochenta, y las vivió tan de cerca que ahora a duras penas empieza a identificarlas, a poder reflexionar sobre ellas como algo real, tangible, más allá de las descripciones y especulaciones de los libros. Es evidente que nuestras ideas y valores son distintos de los de nuestros padres y que serán también distintos de los de nuestros hijos y no porque seamos un sándwich entre las de unos y otros, sino porque el mundo se puso a correr a velocidad de vértigo. Nuestra educación estuvo inscrita en un conjunto de prácticas y valores que hoy, en gran medida, están obsoletos. Hemos tenido que adaptarnos a toda prisa para que no nos cogiera el toro y eso produce una cierta inestabilidad, pues muchas de las cosas de antes permanecen y muchas de las nuevas nos han pillado por sorpresa. Joseph Schumpeter afirmaba que las innovaciones normalmente llegan como racimos. La primera revolución industrial, la revolución de la máquina de vapor, se consolidó en apenas una década y, del mismo modo, la segunda revolución industrial, la de la electricidad, dio lugar a múltiples innovaciones en los años comprendidos entre 1880 y 1890.

Nuestra revolución industrial, la de la informática, se desarrolla a su vez en unas pocas fechas. Hace poco releí a Alvin Toffler, máximo gurú de las grandes transformaciones que se avecinaban, que escribía entusiasmado en su libro La tercera ola: «Actualmente, en vez de mecanografiar sobre papel el borrador de un capítulo, lo tecleo sobre una consola, que lo almacena de forma electrónica en lo que se conoce con el nombre de “disco oscilante”. Veo las palabras desplegadas ante mí en una pantalla semejante a la de la televisión. Pulsando unas cuantas teclas, puedo revisar o reordenar instantáneamente lo que he escrito, intercambiando párrafos, borrando, intercalando, subrayando, hasta obtener una versión que me guste. Esto elimina borrar, raspar, cortar, pegar, multicopiar o mecanografiar borradores sucesivos. Una vez que he corregido mi borrador, oprimo un botón, y una impresión situada a mi lado realiza una copia final perfecta a velocidad de vértigo». Parece un texto muy antiguo, pero fue publicado en 1980; en realidad, aún no han pasado treinta años. Y produce una cierta ternura. Lo que entonces llenaba de asombro, ahora es imprescindible para nuestra actividad profesional y personal. Los cambios, de nuevo, tuvieron lugar en muy poco tiempo. En 1971, Intel inventa el microprocesador. En 1976, Steve Wozniak y Steve Jobs lanzan al mercado el primer ordenador portátil, el Apple II. En 1981, IBM contraataca con la comercialización de su propia versión del microordenador. Apple lo hace a su vez con el Macintosh en 1984. Esta carrera, en la que resultará vencedor Microsoft, tercero en discordia, permite que la informática sea accesible para todos. Con Internet pasa más o menos lo mismo. En su origen, la Agencia para los Proyectos de Investigación Avanzada (APRA) de la Secretaría de Defensa estadounidense desarrolla una red revolucionaria de comunicación con el fin de proteger el sistema militar de transmisiones de los riesgos de un ataque nuclear. Este sistema lo irán utilizando los universitarios contratados por el Pentágono. En 1978 pasa a ser del dominio público gracias al invento del módem por dos estudiantes de la universidad de Chicago que querían comunicarse, con independencia del servidor del Pentágono. Un año más tarde, en 1979, tres estudiantes de las Universidades de Duke y de Carolina del Norte perfeccionarían una versión modificada de Unix que permite conectar los ordenadores a través de una simple línea telefónica. De esta meteórica evolución nace Internet conectando por línea telefónica todos los ordenadores del planeta. Se ha producido una auténtica revolución que todos asociamos de una manera u otra al impacto de Internet y su contribución decisiva en el desarrollo de lo que denominamos sociedad de la información.

Este conjunto de transformaciones está en el origen de lo que se ha denominado «nueva economía». La nueva economía se basa en la revolución digital y en la gestión de las industrias de la información y ha impuesto replantear las proposiciones mejor establecidas en las escuelas de negocios en que nos formamos. Peter Drucker, el sumo sacerdote del management, ha escrito en un libro reciente (El management en el siglo XXI): «Vivimos en un período de profunda transición y los cambios son quizá más radicales incluso que los que anunció la segunda revolución industrial de mitades del siglo XIX, o los cambios estructurales desatados por la Gran Depresión o la Segunda Guerra Mundial». Y posteriormente añade: «Desde que se empezó a estudiar la gestión hay dos conjuntos de supuestos referidos a las realidades que la mayoría de expertos, escritores y profesionales han sostenido [...]. En este momento, ninguno de ellos tiene razón de ser. Están cerca de ser caricaturas». En el mismo sentido se expresa Tom Peters al señalar que cuando publicó En busca de la excelencia las empresas habían pasado de una primera etapa que describe como P.A.F. (Preparados, Apunten, Fuego) a otra P.F.A. (Preparados, Fuego, Apunten) hasta llegar a F.F.F. (Fuego, Fuego, Fuego). Según Peters, su libro fue una reacción frente al enfado que le producía una gestión basada en el desarrollo de un plan estratégico (P.A.F.) que dominó la escena del management desde los años sesenta hasta entrados los ochenta. Se pensaba minuciosamente cuáles eran las necesidades del mercado, se dibujaba el perfil de los consumidores mediante sofisticados estudios de mercado y luego se lanzaba el producto. Peters señala que su libro le sirvió para descubrir que algunas empresas no procedían así. Decían: «Tenemos una idea, vamos a probarla». Si funcionaba, entonces se terminaba de ajustar el perfil de los clientes. Hoy en día, en la era de Internet, lo conveniente es lanzar directamente ideas para ver qué sucede. Hay que probar cosas nuevas hasta sus últimas consecuencias.

Los cambios derivados de la sociedad de la información no han sido, sin embargo, los únicos con los que hemos tenido que enfrentarnos. El sistema productivo avanzó también en esos años del fordismo al posfordismo, asistimos al final de la guerra fría y del mundo bipolar y, mientras tanto, aprendíamos a decir con Kissinger: «Democracies shouldn't fight each other but should fight with somebody else» («las democracias no deben enfrentarse entre sí, pero deben luchar con cualquier otro»). Pasamos del Dr. No a Mr. Smith, de la tiranía de la oferta a la de la demanda, del jefe de personal al gestor de recursos humanos, de la crisis del Estado del bienestar a la pérdida de soberanía del Estado nación, o del «tenemos problemas que buscan soluciones» al «tenemos soluciones que buscan problemas» en el ámbito de la gestión pública. Asimismo, tuvimos que hacernos con todo un vocabulario: down seizing, mobbing, externalizar costes, tiempo flexible, espacio de flujos, shifting involvements, en fin, todo un lío. En pocos años dejamos atrás el «¿estudias o trabajas?» y el «¿diseñas o compones?» y ahora, sin comerlo ni beberlo, nos encontramos con un «¿desfilas o programas?», pero con muchas palabras en inglés.

Sin embargo, en este instante, cuando dejo de escribir y aparto la vista del teclado, oigo la respiración tranquila de mis hijas, y pienso que todo eso no ha alterado las cosas importantes como el sueño de los niños. Cuando me acerco a la casa en la montaña de mi amigo Andreu Ramos, siento que el mundo sigue igual, que los pájaros cantan y que la naturaleza recorre su cíclico devenir como siempre, tal vez un poco más polucionada. Y no puedo evitar preguntarme: ¿no nos estaremos engañando?, ¿no seremos víctimas de nuestro afán por poseer un software prescindible?

Siempre dar la cara

Pero volvamos a mi vida laboral. Quedaba un problema pendiente. Como ya he dicho, me había comprometido con la empresa del polígono cercano a Sabadell y ahora tenía que desdecirme. No había firmado ningún papel, hubiera podido no presentarme y sanseacabó, ¿no? Pero en casa nos habían enseñado una regla fundamental: que, cuando uno se compromete y da la mano o la palabra, no puede echarse atrás. Es una norma que he intentado recordar durante toda mi trayectoria personal y profesional, y que en aquel preciso momento me amargaba. De manera que me fui a ver a mi padre y le expliqué que había metido la pata, que me había comprometido con la empresa química antes de saber que Myrurgia buscaba gente, y que consideraba que Myrurgia era una gran oportunidad porque me permitía integrarme en un departamento de marketing ya consolidado y en el que, por lo tanto, podría trabajar y aprender de un equipo que ya tenía experiencia en ese sector, que eso era lo que necesitaba, y que esto y aquello.... Él me hizo notar que yo siempre me precipitaba y que siempre se ha dicho que los catalanes somos una mezcla de seny y de rauxa —de sentido común y de ideas locas—, pero que yo muy a menudo me dejaba llevar más por lo segundo, pero que tampoco él veía que supusiera un problema grave siempre y cuando yo diese la cara y les informase adecuadamente porque, me repitió por enésima vez, siempre, siempre se tiene que dar la cara. Y entonces le pedí que me acompañara.

Organizamos un almuerzo con los dueños de la empresa. Todos juntos, ellos, mi padre y yo. Y, con su especial manera de hacer, a mitad del segundo plato se lo dijo: «Sandro se acaba de comprometer con vosotros, pero al mismo tiempo le ha salido otro trabajo y cree que para él es mucho más interesante». Yo fui más explícito, pero él lo hizo todo mucho más claro, más razonable. Ellos lo entendieron perfectamente y, aunque les suponía un contratiempo, pues tenían que hacer otra selección, me liberaron del compromiso. Y me fui a trabajar a Myrurgia.

Hagas lo que hagas, te lo encontrarás

Cosas de la vida, el primer trabajo que me tocó en Myrurgia tuvo que ver con el inglés. Ahora pienso que no podía ser de otro modo, porque en la vida todo es un juego de acción y reacción, cuando defraudas en una cosa al poco tiempo tienes que dar cuentas, no creo que ni la Mafia se libre de este principio. Y la revancha por el examen que no había hecho no tardó en llegar. Entré a trabajar en el Departamento de Exportación de Myrurgia y el primer día Albert Agustí me entregó una carta y me dijo: «Ten, léela». Estaba en inglés. Era una carta dirigida a la madre de Monegal, el propietario. Yo tenía que escribir una respuesta. Como suena, mi primer trabajo en Myrurgia fue leer la carta de una anciana que desde Inglaterra le escribía a otra anciana, en Barcelona, la madre del propietario, y redactar un borrador de respuesta. Yo estaba asustado, no por el tipo de trabajo —se tiene que hacer de todo, sobre todo cuando se empieza—, sino porque de nuevo me asustaba que se dieran cuenta de que mi inglés se parecía al de los indios de las películas. Entonces recordé que mi padre tenía un primo hermano que vivía en Londres y que era el jefe del departamento de discos de los famosos almacenes Harrod’s. Le telefoneé para decirle que le enviaba una carta en español y pedirle que, por favor, me la devolviese traducida al inglés. Noté que se quedó bastante sorprendido, porque para empezar hacía unos cinco años que no habíamos hablado. Ahora me doy cuenta de que había un montón de profesionales que hubieran podido traducírmela, y deprisa, pero éste es también un rasgo muy catalán y muy casero: pensar en primer lugar en alguien de la familia. Se la envié por fax y la recibí traducida al poco rato. Cuando le telefoneé para agradecérselo, lo encontré algo raro. De pronto comprendí que lo había metido en un compromiso, porque en puridad no era el jefe del departamento y, según parecía, alguien podía haberle llamado la atención.

Después y durante bastante tiempo el inglés siguió persiguiéndome. En Myrurgia parecía que, cuando tocaba ponerse al teléfono, me pasaran los ingleses a mí. Al principio me manejaba con tres frases. Las enchufaba poco a poco y a correr. Pero cuando empecé a viajar tuve que lanzarme, porque si no, ni vendía, ni comía, ni nada…

Mi particular choque cultural

Recién llegado a Myrurgia yo era el último mono y, claro, me endosaron las zonas y los asuntos que nadie quería. Me tocó Portugal, los países escandinavos y África-Oriente Medio. En realidad, en África-Oriente Medio, sólo teníamos Dubai. Nuestro distribuidor en Dubai facturaba poco, pero era de los más antiguos y un hombre estimado en la empresa. No lo visitábamos porque un billete de avión y varios días de hotel costaban más que las ganancias que él proporcionaba. Pero un día se decidió que me tocaba ir a verlo y, de paso, me encomendaron hacer una prospección de mercado en los países vecinos: Qatar, Bahrein, Omán, Arabia Saudí, Egipto…

Y me fui a los países arabes, justo antes de la primera guerra del Golfo (dos semanas después de mi regreso, Saddam Hussein invadió Kuwait). Y fue mi primera experiencia con lo que se denomina el choque cultural. Lo viví con intensidad. Yo venía de un país laico —pese a que la Iglesia y la religión tengan un peso específico bastante importante— y me encontraba con un país donde la religión y la moral religiosa estaban presentes en cualquier ámbito, en las acciones más cotidianas: en los hoteles nunca había camareras, sólo camareros; en todas las habitaciones había una flecha que indicaba la dirección a La Meca para que la gente supiera hacia dónde orientarse al rezar. En los hoteles, la televisión únicamente retransmitía viejas películas del oeste en blanco y negro. Después me he dado cuenta de que eso también tenía que ver con las diferencias culturales y religiosas: en los westerns, los hombres tienen unos códigos de honor muy estrictos, que todos conocen y respetan, muy influidos por las prácticas religiosas. Siempre se identifican con claridad los buenos y los malos, y siempre ganan los buenos; más aún, siempre ganan por esta razón, porque son buenos. En los westerns que ya eran en color fue introduciéndose poco a poco un cierto relativismo moral, unos personajes con más matices y también fue añadiéndose un cierto cinismo. Debido a eso, tampoco tenían cabida en las cadenas árabes: la ficción se acababa en el blanco y negro. De hecho, me recordaban mucho las semanas santas del franquismo, cuando yo era un niño y en la televisión sólo se veían año tras año las mismas películas religiosas.

Por las calles, sonaban de repente las sirenas y una multitud de árabes con túnicas blancas salían de los comercios y las casas para rezar en medio de la calzada; extendían con cuidado una alfombrilla en el suelo, se agachaban todos en la misma dirección, y hacían sus plegarias. Uno tenía que detenerse, estuviera donde estuviera, y quedarse silencioso y quieto. Era asombroso. Y no había diferencias de clase o de conducta; desde individuos que eran riquísimos hasta los que eran pobres de solemnidad, todos actuaban de la misma forma. Donde sí existían fuertes discriminaciones era entre los musulmanes que se manifestaban como tales y quienes no lo eran: una vez, mientras esperaba un taxi, vi cómo un hombre cogía otro que estaba delante. Era moreno de piel, indio, e iba vestido como un occidental, con traje y corbata. De pronto, apareció un árabe vestido con chilaba, abrió la puerta del taxi, lo agarró por las solapas, lo sacó del coche con un fuerte empujón y se metió él tan contento. El otro no abrió la boca.

El papel de las mujeres, como todo el mundo sabe, es también muy diferente. Si ibas con la familia a un restaurante, te hacían sentar en la family area, que es un lugar por definición cutre, por mucho que el restaurante tenga, al entrar, un aspecto fantástico, por muy lujoso que sea. En cambio, cuando entran hombres solos, el trato es absolutamente diferente. Recuerdo que una vez fui a cenar con un chico que quería ser distribuidor nuestro y había estudiado en Estados Unidos. Nos acompañó su mujer. Total, nos correspondió sentarnos en la family area, en una mesa que trastabillaba, rodeados de unas paredes pintadas de un blanco que se había vuelto ceniciento y escuchando los gritos incomprensibles que llegaban desde la cocina. El chico se azoraba por momentos, su mujer estaba concentrada en el plato y yo intentaba hacer como que no me enteraba. En fin, un poema.

Pero, seguramente, lo más sorprendente me sucedió en Riad, la capital de Arabia Saudí. Fui a ver un candidato a distribuidor y se mostró tan amable como impreciso. Me llevó a visitar diversos puntos de venta y en uno de ellos me fijé en un árabe que compró y se llevó seis botellas de litro de colonia. Lo encontré extraño y se lo comenté al distribuidor: «Fíjate, nunca lo hubiera dicho, sí que se vende esta colonia». Y entonces él me respondió, un poco incómodo: «No, no, ahora te explico. No es que se venda la colonia… él ha venido por… Verás, es que la religión prohíbe a los musulmanes probar el alcohol y, a veces, los fines de semana… se desquitan. Para ellos, el perfume es lo de menos, a la colonia le dan otro uso». Finalmente, comprendí que todo el mundo tiene derecho a tomarse unas copas. Y entonces le dije: «Pues, si te interesa, tengo restos de stock de hace un par o tres años, en el almacén. Los meto en un contenedor y te los mando». Así empezamos a vender stocks para sorpresa de Albert Agustí, que no se lo podía creer.

Cuando pienso en los países nórdicos, mi principal recuerdo es bastante prosaico. Alimenticio. Recuerdo que desayunaba, almorzaba y cenaba salmón. Cada día. Salmón, salmón y salmón. Lo aburrí. Aun así, lo que realmente me impactó fue pasar por la experiencia de otro choque cultural, ya que pensaba que, después de los árabes, me tenía que sentir en Escandinavia como en casa, sólo que más abrigado. Pero, en esta ocasión, la diferencia estaba determinada por los aspectos sociales y geográficos. Los países nórdicos vivían entonces el momento más dulce del Estado del bienestar, cuando aquí todavía estábamos en los inicios… Y se hacía patente en las tasas que tenían los productos de lujo. Lógicamente, un welfare potente exige un sistema impositivo fuerte. Las prestaciones sociales las tiene que pagar alguien y la forma de que las paguen los ricos es, obviamente, gravar con tasas muy elevadas aquellos productos que no son de primera necesidad o que pueden considerarse, incluso, como caprichos, el caso de los perfumes. Esto provocaba que nuestros principales clientes fueran las compañías de transporte de pasajeros, como la compañía de ferries que hacía el trayecto entre Suecia y Noruega. La gente tomaba estos barcos no porque tuviera que ir a un lugar concreto, sino para comprar y beber, puesto que tenían tiendas tax free. En los países escandinavos también experimenté, en consuencia, un relativo choque cultural, aunque fuera en este caso más social que cultural en sentido estricto.

Vender humo

El contacto con el mundo de los perfumes me ha servido para darme cuenta del profundo cambio que se produjo también en pocos años en nuestras pautas de consumo, en nuestras estrategias de marketing, venta y publicidad, y en nuestra forma de relacionarnos con nosotros mismos. El perfume simboliza a la perfección nuestra sociedad del espectáculo y la seducción, una sociedad que vive para consumir y que se consume en este anhelo, en equilibrio entre lo que es y lo que le gustaría ser. El perfume pertenece al reino de lo privado, de lo íntimo y personal. Se ve como algo que nos puede cuidar: se ampara tanto en nuestro deseo de gustar como en nuestro temor a no conseguirlo. No es una necesidad y puede llegar a ser un lujo, una señal de distinción, un señuelo para nuestro ego sometido a la incertidumbre. Promete siempre algo que está más allá de sus posibilidades: que nos sintamos mejor con nosotros mismos.

En el mundo de la perfumería se trata de crear la marca, la tendencia. De ello se ocupan un conjunto de empleados de élite a los que se conoce como las «narices». Las «narices» reciben salarios de vértigo y forman una comunidad de profesionales muy reconocida y selecta. Se reúnen, celebran congresos y viajan a menudo a cualquier parte del mundo buscando nuevos olores. Las empresas de perfumería invierten fuertes sumas en sus «narices» —sus sacerdotes— y en sus ceremonias: los lanzamientos. El producto en sí tiene un coste que representa sólo un diez por ciento del coste total del perfume. El resto viene dado por la fuerte inversión que se hace en el lanzamiento. Se trata de vender no ya el olor, sino la sensación que lo acompaña, como puede ser el riesgo, la aventura, el éxito con el sexo contrario, lo exótico, lo diferente, todo aquello que tiene que ver con la trasgresión. Se trata de asociar una idea atractiva —dinamismo, juventud, seriedad, lo que sea— con un olor. Y esto es lo que se persigue con los lanzamientos.

Los lanzamientos en perfumería son cada vez más importantes. Antes las empresas organizaban un promedio de dos lanzamientos al año y ahora se acercan a un promedio de veintidós. Hasta hace relativamente poco, el tiempo de preparación de un lanzamiento era de dos años por término medio: seis meses para definir el concepto, doce meses para elaborar, seleccionar y probar la esencia, elaborar el diseño del frasco, encargar la fabricación y probarlo, y seis meses más para elaborar el plan de comunicación y aprobar los audiovisuales publicitarios.

Only by Julio Iglesias

Durante mis años en Myrurgia tuve la oportunidad de asistir a una de estas ceremonias de la posmodernidad: el lanzamiento de Only by Julio Iglesias. El escenario escogido fue el hotel Pierre, en el Central Park de Nueva York, probablemente el hotel más fashion de Nueva York en aquellos momentos. La presentación tenía que ser un éxito y lo fue. Al día siguiente, todas las reseñas utilizaban repetidamente el término glamour, lo que significaba que lo habíamos hecho bien. Tras la presentación, organizamos una cena, y Julio, que había estado hasta entonces haciendo aquel ademán suyo un tanto desmadejado, displicente, como cansino y de vuelta de todo, se animó de pronto y se acercó a una rubia impresionante para decirle: «Tú, hoy, preciosa, vas a cenar con Julito». Dicho y hecho, salió del hotel con la chica del brazo. A la cena asistimos Esteban Monegal, el propietario; Jordi Roura, que era el director internacional; Albert Agustí, como jefe del Departamento de Exportación; y los tres vendedores internacionales: David Galofré, Andreu Rodríguez y yo. Éramos unos diez, contando a Julio, la chica despampanante y dos amigos suyos. Yo estaba sobrecogido por el precio de la cena, cincuenta mil pesetas por barba. Era la comida más cara de mi vida hasta aquel momento, y no podía dejar de pensar que, al fin y al cabo, se trataba prácticamente de la mitad de mi sueldo. «Buff, tengo que trabajar quince días para ganar toda esta pasta y aquí, encima, miran el plato como si fuera normalito». Una cena tan cara imponía, desde luego, un vino carísimo. Y los jefes, como quien no bebe otra cosa, escogieron un reserva espectacular.

Mientras tanto, Julio Iglesias ejercía su gran poder de seducción. Halagador y risueño, no perdía ocasión, sin embargo, para meterse un poco con todos. Miró a su acompañante y le preguntó, travieso: «Oye, ¿tú tienes novio?», y ella le respondió: «Sí, tengo un noviete». Y él siguió apretando: «Pero esta noche no vas a estar con tu novio... Seguro que lo comprenderá cuando le digas que has estado conmigo, con Julito. Eso a tu novio no le puede molestar. Nada de lo que hagas conmigo le puede molestar». Y yo pensaba: «Pobre noviete, está frito con la novia junto a este crack». Pero su atención no sólo se centraba en ella. Una vez sí y otra también nos tocaba recibir a nosotros, nos miraba y sin inmutarse decía —siempre con un encanto especial—: «A ver, así que vosotros, cabrones, me vais a vender mi perfume por todo el mundo, cómo sois. Pero estáis morenitos, cabronazos. Mucho esquí, golfos. No sé si voy a quedar contento con vosotros. Porque, si hay que dejar de hacer deporte para vender el perfume de Julito, se deja. ¿Eh, cabronazos? A ver, ¿quién es el jefe? Eh, tú, Jorgito, que no me entere yo de que éstos hacen demasiadas vacaciones». Hablaba así, siempre, en un tono provocativo y, a veces, ligeramente despectivo, pero jugando al mismo tiempo a transmitir buen rollo. «Bueno, cabronazos, hay que vender mucho para que Julito tenga buenos royalties. Muchos royalties.»

Consumir es escapar de la rutina

Lo dicho para los perfumes se hace extensivo a otros ámbitos. En general, consumir en nuestra sociedad ha dejado de ser una forma de cubrir necesidades para convertirse en una forma de vida. Y las empresas dejaron de vender productos para empezar a vender estilos de vida, mecanismos para escapar de la rutina. Cuando yo daba mis primeros pasos en el mundo laboral, las grandes empresas empezaron a darse cuenta de que no eran productos lo que debían lanzar al mercado, sino marcas. Ésta no es, desde luego, una transformación equiparable a la que describía antes, pero sí un giro copernicano en el modo de dirigirse al cliente y consumidor. Cada marca debía asociarse con una forma de vida. Se trataba de crear en el consumidor conexiones para que pensara que, tras un determinado logotipo, se escondía todo un mundo de sensaciones atractivas o novedosas. La publicidad empezó a poner más énfasis en la capacidad de los productos para identificar un estilo de vida que en el confort, la utilidad o la calidad de los productos en sí. Ya no se trataba de vender un producto, sino la felicidad o la ilusión que experimentarían los usuarios al poseerlo. Recuerdo que una marca de coches pasó de realizar una campaña publicitaria con el eslogan «Mecánica y confort» a otra que era «El placer de vivirlos». Pensemos también, a otro nivel, en los anuncios de detergentes. Se trataba de un tipo de anuncios perfectamente identificables (con independencia de la marca anunciante) y completamente diferentes de los restantes. Siempre aparecía gente corriente, amas de casa preocupadas por el blanco de las camisas de sus maridos o por la pulcritud de los uniformes de sus hijos. Pero lo más relevante de estos anuncios, lo que llevó a que tuvieran tanto éxito no fue eso, sino el hecho de que consiguieron que muchas amas de casa vieran reconocidos sus esfuerzos domésticos, que los problemas que tenían con la colada eran una cuestión que afectaba a toda la familia.

Antes, mucha gente pensaba que los lujos no eran para ellos, que les estaban prohibidos. Hoy en día la fascinación por el consumo y las marcas, el «queremos más», se ha liberado de las fronteras de clase. En cierta medida, se ha producido una «democratización del lujo». Incluso ha dado origen a un nuevo negocio, que es la imitación y la falsificación de las grandes marcas, que a menudo se seudolegaliza mediante la introducción de algún elemento que permita descubrir que se trata de una imitación. En la actualidad nos encontramos con dos tipos de falsificación, por ejemplo, de un Vuitton. Por un lado, el bolso que expone en el escaparate de la tienda de barrio con un estampado a primera vista casi igual, pero en el que, por ejemplo, se ha cambiado el orden de las letras; y, por otro, los bolsos que se venden en la calle y que pretenden ser directamente un Vuitton. Es la cultura de la simulación, del simulacro, el paso de la esencia a la apariencia. Sólo importa lo que parece.

La ley del yo

Durante mi época en Nike, de la que hablaré más adelante, tuve que dar varias charlas para explicar mis puntos de vista sobre la venta. Siempre empezaba con la siguiente pregunta: ¿quién es la persona que consideráis más importante para vosotros? Les pedía que fueran absolutamente sinceros. Mucha gente respondía que la madre, la mujer, sus hijos… Cuando todos habían intervenido, les señalaba que no habían cumplido con aquel requisito en que tanto había insistido, la sinceridad, y añadía que, si hubieran sido sinceros, me habrían contestado que la persona más importante para cada uno de ellos eran ellos mismos. No hay nada más importante para cada uno de nosotros que nuestro propio bienestar. Incluso cuando llevamos a cabo accciones decididamente altruistas, lo hacemos porque nos incomoda el malestar de las personas que estimamos. Una vez me replicaron, muy atinadamente: «¿Y si se da dinero para África y se trata además de una donación anónima?». También en este caso la respuesta es evidente: cuando damos dinero a personas que consideramos más desfavorecidas — y es bueno que lo hagamos—, lo hacemos para mejorar nuestro concepto de nosotros mismos, es decir, nuestra autoestima, o, al menos, para amortiguar la mala conciencia que comporta nuestro bienestar, bienestar que sabemos que no merecemos.

Con esto nunca pretendí dar a nadie una lección de moral ni apelar a la solidaridad, aunque fuera por razones egoístas, ni mucho menos poner en evidencia a los que me escuchaban. Lo que deseaba dejar bien claro es que, para el cliente, lo más importante es siempre él mismo, su propio bienestar. Estará con nosotros en la medida en que seamos capaces de hacer que crea que tenemos la capacidad de satisfacerlo. Y hacerlo siempre, claro está, con la máxima sutileza, porque la gente —y en particular la gente inteligente— no tarda demasiado en advertir que le están haciendo la pelota. Si, en un momento dado, percibes que el cliente está más preocupado por cosas que no tienen nada que ver con el producto que ofreces, no debes insistir; debes abordar, si tienes la ocasión, aquello que piensas que constituye el centro de sus preocupaciones en aquel momento y el resto vendrá por sí solo. Es decir, debes intentar que comprenda, indirectamente, que vuestro valor añadido no está en la profesionalidad —que se supone—, sino en vuestra capacidad de ser no sólo su proveedor, sino de preocuparos por él, y de velar porque su persona (y su vanidad) esté atendida globalmente.

En el ámbito del marketing, tenemos que pensar que estamos vendiendo ideas, algo que, en muchos aspectos, es como vender humo, y que sólo podremos hacerlo en la medida en que seamos capaces de convencer al cliente de que nuestras ideas harán que esté mejor.