2
Fitz sacó él solo a los perros después del almuerzo. Miles tuvo que sentarse a la mesa de bridge, cosa que para Fitz supuso un alivio, pues deseaba quedarse a solas con sus recuerdos, tan vívidos en ese instante como si de pronto hubieran recibido un inesperado lustre. Subió con paso firme por el sendero que llevaba a los bosques. Digger y Bendico desaparecieron en el acto por los campos tras las liebres. Las nubes oscuras se habían alejado, llevándose con ellas la lluvia, y por fin algunos fragmentos del azul quedaron a la vista y salió el sol, prendiendo en el follaje mojado y resaltando su brillo.
Incantellaria. La simple palabra le estremeció el corazón, provocando en él una mezcla de pesar y de añoranza. No pudo evitar pensar en lo que podría haber sido. Ahora que se había hecho viejo era capaz de apreciar el milagro del amor; sabía que, al haber renunciado a él, no volvería a recuperarlo.
Se acordó de Alba y volvió a verla como había sido cuando se había enamorado de ella, treinta años atrás: su desafiante expresión, sus extraños ojos pálidos, tan en contraste con su piel mediterránea y su cabello oscuro, su risa salvaje y el despreocupado desinterés por la demás gente, su irreprimible encanto. Recordó también su vulnerabilidad, la necesidad de ser admirada y su inesperado amor por la pequeña Cosima, la sobrina que había encontrado en la familia de su madre cuando había viajado a Incantellaria buscándoles. La felicidad con la que Alba había aceptado su propuesta de matrimonio y había regresado con él a Inglaterra. El día que había estrechado a Fitz entre sus brazos y le había dicho que deseaba volver a Italia, que no podía seguir viviendo en Inglaterra. Le había implorado que la acompañara. Había insistido en que le amaba…, pero no lo suficiente. No lo suficiente. «No me digas que todo ha terminado. No podría soportarlo. Veamos qué pasa. Si cambias de opinión, te estaré esperando. Aguardaré, esperanzada y dispuesta a recibirte con los brazos abiertos. Mi amor no se enfriará. En Italia no.» Fitz la había dejado marchar y no había ido tras ella. El amor de Alba debió de enfriarse. Ella necesitaba el amor como una mariposa necesita el sol. Se adentró en los bosques y avanzó por el trillado sendero. Los helechos habían empezado a abrirse con las primeras campanillas y sus retoños refulgían, verdes, lustrosos y vibrantes contra las hojas y el fango marrón. El aire era dulce y húmedo y el trino de los pájaros, animado, mientras construían sus nidos. Fitz se preguntó dónde estaría Alba en ese momento. Se habría quedado en Incantellaria o se habría aburrido de aquel pequeño y adormecido pueblo y se habría mudado a algún lugar más excitante. Quizá se había casado y había tenido hijos. A los cincuenta y seis años quizás incluso fuera ya abuela. ¿Pensaba en él tan a menudo como él en ella? El pesar que le encogía el corazón no desaparecería jamás. Y, aunque era feliz con Rosemary, lo cierto es que, después de Alba, le había sido imposible volverse a enamorar. Había cerrado su corazón y se había casado con la cabeza. Sin embargo, a menudo se preguntaba cómo habría sido su vida si la hubiera seguido a Italia. Sueños que iban y venían como las nubes que se deslizaban por el cielo, algunos oscuros y otros rutilantes y algodonosos, pero siempre la sensación de haber desperdiciado una oportunidad de oro.
—¿Está bien Fitz? —preguntó Freya a su madre cuando estaban sentadas en el sofá del salón, tomando café en unas preciosas tazas rosas—. Le he visto muy callado durante el almuerzo.
—Las cosas están un poco tensas en el trabajo. Uno de sus autores favoritos se ha ido con A. P. Watt.
—Pobre Fitz. Debería jubilarse.
—Eso le digo yo una y otra vez. Trabaja muy duro. Pero le encanta lo que hace. Sólo parará cuando se muera. Pero perder a Ken Durden ha sido un golpe muy duro.
—Debería haberle acompañado en su paseo.
—No seas boba, cariño. Le gusta salir a pasear solo. —Acarició a Freya en la rodilla—. Qué grupo de invitados tan encantadores tienes en casa este fin de semana. Me alegra que hayas reencontrado a tu viejo amigo Luca. Santo cielo, es guapísimo.
—Ha pasado por un divorcio terrible.
—Bueno, la verdad es que sí parece estar un poco tocado. Más turbulento de lo que le recordaba. Hiciste bien casándote con Miles. Los hombres como Luca están bien si una quiere divertirse, pero no para siempre.
—¡Vamos, mamá! —protestó Freya—. Hace mucho tiempo de eso.
—Nunca le perdonaré el daño que te hizo. Aunque eso es agua pasada, ¿no? Además, apuesto a que él lo lamenta. Siempre es la misma historia.
—¿Has oído hablar alguna vez de Incantellaria? —le preguntó Freya.
—Sí. Aunque sólo porque tu padrastro estuvo a punto de ir allí tras una ex novia justo antes de que nos conociéramos. Pero yo le hice entrar en razón. No tiene sentido intentar juntar los pedazos de algo que está irremediablemente roto. Además, es un lugar muy triste. No tiene vida. Está entre Sorrento y Capri, totalmente obviado en los mapas. Italia no era el lugar idóneo para Fitz. Es demasiado inglés. ¿Te lo imaginas casado con una extranjera? —preguntó, acompañando la pregunta con una risilla estúpida.
—Entonces, ¿esa mujer no fue su «gran amor»?
—¡No, por Dios! —replicó Rosemary, un poco demasiado deprisa—. Ella le rompió el corazón, pero yo volví a pegar los pedazos. ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso la ha mencionado? —El repentino arrebato de ansiedad sorprendió a Freya. Treinta años era demasiado tiempo para seguir teniendo miedo.
—No, ha sido Luca quien ha mencionado Incantellaria —se apresuró a responder Freya. No podía hablarle a su madre de la anhelante expresión que había asomado al rostro de Fitz cuando había mencionado a la mujer que le había llevado allí—. Simplemente siento curiosidad por su pasado. Todos tenemos un pasado y apuesto a que el de Fitzroy es muy interesante.
—Era un buen partido. —Rosemary sonrió orgullosa—. No sólo malévolamente guapo, sino también un agente literario en ciernes. ¿Sabías que en su día representó a Vivien Armitage?
—¿A Vivien Armitage? Es una autora formidable. —Freya se mostró adecuadamente impresionada—. No me lo habías dicho.
—Ya está muerta, aunque seguirán leyéndola durante décadas. La gente no se cansa nunca de leer historias de amor no correspondido y de corazones rotos. No olvides que también a mí tu padre me rompió el corazón. Fitz y yo nos curamos mutuamente y yo evité que se muriera de aburrimiento en Incantellaria.
—Los padres de Luca se han comprado allí un palazzo con vistas al mar.
—Qué maravilla —dijo Rosemary con un tono de voz protector—. Un rincón agradable.
—Puede que Luca vaya allí a pasar el verano, mientras decide qué quiere hacer. Ha dejado la City y está en boca de todos, o eso dice Miles. Ha provocado un buen alboroto.
—Un pequeño rincón tranquilo como ése es probablemente lo que Luca necesita, aunque apuesto a que volverá corriendo a Inglaterra en cuanto llegue el otoño. No creo que haya mucho que hacer en Incantellaria.
Fitz regresó de su paseo y metió a los perros en su Volvo Estate después de darles de comer y de beber de un cuenco con agua. Los animales se tumbaron en las mantas de tartán jadeando contra el cristal y él se quedó un rato con ellos, acariciando sus sedosas cabezas, perdido el pensamiento entre los olivares al tiempo que sus sentidos revivían el olor de los higos que siempre impregnaba el lugar. Por fin, cerró el maletero y apartó sus recuerdos al rincón más remoto de su mente para que acumularan allí polvo. No tenía sentido regodearse en la tristeza.
El salón estaba tranquilo. Los niños corrían en el exterior de la casa mientras los adultos jugaban a las cartas, charlaban o leían los periódicos dominicales. Peggy retiró las tazas del café, y se encontró con Fitz en el pasillo de regreso a la cocina.
—Mi querida Peggy, no puede llevar todo eso usted sola —dijo, cogiéndole la bandeja.
—Oh, ya estoy acostumbrada.
—Quizá, pero aun así pesa demasiado. —Peggy le siguió por el pasillo hasta la cocina, donde Heather Dervish estaba recogiendo sus cosas para volver a casa.
—¡Qué banquete más espléndido nos ha preparado hoy! —exclamó Fitz.
—Me alegra que le haya gustado —respondió ella, metiendo el delantal en el bolso y cerrando la cremallera—. Volveré para preparar la cena.
—Lástima que no estaré aquí para saborearla.
—Voy a preparar un suflé de queso y de postre tenemos tarta de melaza. Sé que le encanta. —Cogió su bolso y se dirigió a la puerta trasera para acceder desde allí a su pequeña furgoneta blanca.
Fitz hizo una mueca a fin de mostrar su desilusión.
—Mi favorita.
—Otra vez será —dijo ella, despidiéndose con un pequeño gesto de la mano—. ¡Hasta pronto!
—Será mejor que también yo me vaya a casa y ponga los pies en alto —dijo Peggy, colocando las tazas en el lavavajillas—. De lo contrario no seré capaz de servir la mesa esta noche.
—La esperanza de poder disfrutar de la tarta de melaza le ayudará con sus quehaceres, Peggy —comentó él.
—Oh, no creo que sobre nada para mí.
—En ese caso, estamos en el mismo barco.
—También es mi tarta favorita. Aunque, a mi edad, tengo que andarme con un poco de ojo.
Fitz la estudió detenidamente y Peggy metió barriga, apenas atreviéndose a respirar.
—Es usted una mujer con una figura espléndida. No creo que un poco de tarta de melaza vaya a hacerle ningún daño.
La viuda soltó una risilla.
—Reconozco que no me privo de casi nada.
—Me alegra oírlo. La vida es demasiado corta como para que tengamos que hacer esa clase de sacrificios. —Le dedicó una sonrisa afable—. Le deseo una tarde tranquila. Si alguien se merece un buen descanso, es usted.
Peggy le vio salir de la habitación y se derrumbó en una silla con un suspiro. Se sentía ligeramente mareada y cogió una revista para abanicarse con ella. Una taza de té dulce bastaría para reanimarla. El señor Davenport siempre conseguía que se sintiera especial como nadie lo había hecho nunca. Habría estado encantada de prepararle una tarta de melaza sólo para él.
Fitz y Rosemary se marcharon poco después de tomar el té y Freya y Miles salieron a despedirles. El labrador negro de la pareja intentó saltar contra el maletero del Volvo para ver a Digger y a Bendico antes de levantar la pata contra una de las ruedas traseras. Luca, que había completado una visita guiada por los jardines de la casa, acompañado por Annabel, se inclinó sobre la ventanilla de Fitz.
—Un placer verle, Fitz —dijo, dándole una pequeña palmada en el hombro—. Dígame: ¿qué puedo esperar encontrar en Incantellaria?
—Magia, milagros y asombro.
—No le entiendo.
—La estatua de Jesús de la pequeña iglesia de San Pasquale llora lágrimas de sangre. Se cuenta que en su día la marea cubrió misteriosamente la playa de claveles rojos…
—El Mediterráneo no tiene mareas.
—Exacto —respondió sombríamente Fitz—. Incantellaria funciona según sus propias reglas.
—El sur de Italia está lleno de supersticiones como ésa —arguyó Luca.
—Incantellaria es especial. Ya lo verás. En cuanto al Palazzo Montelimone, está poseído por una suerte de magia completamente distinta.
—No creo en fantasmas, si a eso se refiere.
—¡No es de los muertos de quien debes preocuparte, sino de los vivos! —Fitz se volvió a mirar a Rosemary—. ¿Vamos, cariño?
Luca les vio alejarse, perplejo. No estaba seguro de si Fitz había estado bromeando.
Esa noche los invitados bajaron al comedor con esmoquin y ellas lo hicieron con sus vestidos de noche y discretas joyas. En cuanto Luca vio a Freya, sintió que su belleza le encogía el estómago. Se había recogido el pelo, dejando a la vista su delicada estructura ósea y su largo cuello. Tenía una piel suave y pálida y sus ojos grises refulgían, enmarcados por el rímel oscuro que le cubría las pestañas. Había envuelto su figura delgada y esbelta en un ceñido vestido de flores. Olía a azucenas y a Luca el olor volvió a recordarle su alocada juventud.
—Sigues siendo hermosa —dijo en voz baja para que sólo ella pudiera oírle.
—Gracias, Luca.
—Eres, sin duda alguna, la chica más bella del salón.
—Creía que Annabel y tú por fin habíais intimado.
—Es una mujer sensual —concedió Luca—. Aunque carece de tu belleza y de tu porte.
—Pero está libre y dispuesta. Ya me he dado cuenta.
Él esbozó una sonrisa malévola.
—Yo también lo estoy.
—¿Entonces?
Él clavó la mirada en los plateados ojos de Freya, repentinamente serio.
—Ya no me interesan las relaciones superficiales que me dejan vacío.
—Quizás encuentres a una voluptuosa signorina en Incantellaria. Estoy convencida de que tu madre llenará el palazzo de ardientes bellezas latinas.
—No me interesan las bellezas latinas.
—Quieres lo que no puedes tener.
—Sí. —Sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa y lo golpeó con suavidad contra su mano—. ¿Te molesta si fumo?
—¿Cambiaría algo si te digo que sí?
—En realidad, no. Simplemente intento ser cortés. —Se colocó un cigarrillo entre los labios y lo encendió con el mechero. Sonrió luego a Freya con sus ojos de color azul intenso, y al hacerlo las patas de gallo se le resaltaron aún más y Freya sintió esa conocida efervescencia en la boca del estómago.
—Independientemente de lo que creas que sientes, Luca, quiero que sepas que me hace muy feliz que volvamos a ser amigos. Lamento que nos hayamos distanciado. Debería haber puesto más empeño, pero Claire no me caía bien y sé además la opinión que tienes de Miles…
—Miles es un buen hombre —la interrumpió Luca. Ella arqueó una ceja—. De acuerdo, estoy celoso, pero él no tiene la culpa. Siempre has estado ahí cuando te he necesitado.
—Tú también lo harás cuando te necesite. Para eso estamos los amigos.
Durante la cena, Freya había sentado a Annabel al lado de Luca en un intento por juntarles. Verle tan atormentado por el arrepentimiento provocaba en ella una perversa sensación de victoria. Cuánto la había decepcionado Luca. Aun así, se sintió exonerada por el indisimulado deseo que veía en sus ojos.
Peggy se había puesto un sencillo vestido negro sobre el que se había atado un almidonado delantal blanco. Freya sintió lástima por ella. Con la ausencia de Fitz y de sus cumplidos, el rostro de la viuda había adquirido un semblante taciturno a la trémula luz de las velas. Cenaron suflé de queso y pastel de pescado, para terminar con la famosa tarta de melaza de Heather. Las botellas de vino no tardaron en vaciarse y en ser reemplazadas. Luca se dio cuenta de que estaba constantemente llenando la copa de Annabel. La conversación derivó una vez más hacia el sexo, que al parecer era el tema preferido de ella.
Freya se dirigió a su marido desde la otra punta de la mesa.
—Cariño, ¿sabías que Hugo es médium?
—¿En serio, Hugo?
—Un poco —fue la tímida respuesta de Hugo.
—Lo es, y mucho —interrumpió Emily—. Ve espíritus por todas partes y a menudo sabe lo que va a ocurrir en el futuro. El otro día, sin ir más lejos, me dijo que intuía que un viejo amigo de Nueva York iba a venir a visitarnos. Cinco minutos más tarde, sonó el teléfono y era Bobby que llamaba desde Manhattan para preguntar si podía venir y quedarse en casa. Esa clase de cosas pasan constantemente.
—Todos somos un poco médiums —explicó Hugo—. La mayoría de la gente desprecia la intuición como una simple coincidencia. En cuanto empezamos a entrar en sintonía, nos damos cuenta de que en realidad somos muy intuitivos.
—¿Y ves muertos? —preguntó Annabel, estremeciéndose de excitación.
—Sí, los he visto —respondió Hugo.
—¿Y alguna vez los confundes con los vivos? —preguntó Sarah.
—No los veo siempre —dijo él—. Tengo que conectarme. He aprendido a desconectar. Antes solía confundirlos con los vivos.
—Bueno, pues conéctate, ¡vamos! —le animó Miles.
—Oh, sí, Hugo. Será divertido —insistió Freya.
—No debe hacerse sólo por diversión —dijo Hugo muy serio—. No es un juego. Estamos hablando de energías espirituales. Si lo hacemos con la intención de provocar diversión o temor, atraeremos la misma energía. Los iguales se atraen. No quisiera animar a que espíritus malignos golpeen la mesa y apaguen las velas. Pero lo que sí puedo hacer es tomar alguna de las joyas de las chicas y deciros cosas sobre ellas que quizás os sorprendan.
—Oh, cielos —dijo Freya—. Toma mi alianza. —Se quitó el anillo y se lo dio. Luego miró a Luca y vio las gotas de sudor que le perlaban la frente.
Hugo cogió el anillo y lo sostuvo en las manos.
—Este anillo contiene tu energía, Freya. Simplemente voy a conectarme con ella y te diré lo que veo y lo que percibo. —Cerró los ojos e inspiró hondo unas cuantas veces. La habitación guardó silencio. Nadie se movió. Se limitaron a mirarse unos a otros, presas de una agitación nerviosa. Luca se mordió la cara interna de la mejilla. La situación le tenía acalorado e incómodo.
—Bien, Freya, tienes una energía femenina muy potente. Como la de una almendra azucarada: dulce y hermosa por fuera y dura como la nuez por dentro. Te obsesiona en secreto el orden y pasas la aspiradora por el salón cuando nadie te ve. De hecho, te veo guardando a toda prisa la aspiradora antes de que Miles regrese de su paseo.
Ella se rió.
—No es ningún secreto que Freya se pasa la vida limpiando. ¡Es una obsesiva de la limpieza! —dijo su marido.
—Te veo pasando mucho rato doblando la ropa de los niños y colocando las latas en línea con las etiquetas en la parte delantera. Te veo ahora de niña, con un vestido rojo y llorando porque tus zapatos no eran iguales.
Freya contuvo un jadeo.
—¿Cómo puedes saber eso?
—Pero tu madre te puso unos cordones rojos en los zapatos negros de charol y ahora te veo sonreír y bailar por la habitación. —Emily se iluminó, orgullosa. Su marido resultaba muy atractivo cuando utilizaba su «don»—. Tenías un pequeño perro blanco llamado Pongo y veo a una anciana con una falda plisada de tweed, un suéter de color beis y una chaqueta sin mangas de jardinera, ya sabes, esas chaquetas acolchadas.
—Las forradas —dijo Emily, intentando ayudar.
—Ésas, sí —concedió Hugo.
—Mi abuela —observó Freya en voz baja.
—Está aquí en espíritu —continuó Hugo—. Pero está siempre contigo, cuidando de ti.
—¿Cuál era el apodo con el que llamaba a Freya? —preguntó Miles, con la esperanza de pillar a Hugo en un renuncio.
—Calabaza —respondió el hombre.
—¡No es verdad! —se apresuró a corregirle Miles—. Era Frisby. —Hugo frunció el ceño.
—No, cariño. Hugo tiene razón —dijo Freya—. Me llamaba Calabaza.
Hugo asintió con la cabeza, todavía con los ojos cerrados.
—Pero tú le pediste que dejara de llamarte así cuando te hiciste mayor. —Miles guardó silencio.
—¿Podrías decirnos lo que le depara el futuro? —preguntó Sarah.
—Te irás a Italia —dijo Hugo.
—A visitarte, Luca —intervino Freya, visiblemente feliz.
—¡Espero estar invitado! —intervino Miles.
El rostro de Hugo se ensombreció durante un instante y volvió a arrugar la frente.
—Por supuesto —dijo.
Miles siguió sonriendo, pero sus ojos dejaron entrever cierta desazón. Nunca le había gustado Luca. Había sido un hombre carente de peligro mientras había estado casado con Claire, pero ahora que volvía a estar soltero tenía ese destello predador en la mirada que le convertía en un hombre peligroso. Y aunque Miles era un tipo seguro de sí mismo, no era idiota. Entre Freya y Luca había una historia inconclusa.
—Ese lugar me inquieta. —Hugo abrió los ojos y devolvió el anillo a Freya.
—Estás de guasa —dijo ella, sintiendo un estremecimiento de ansiedad.
—Por supuesto que está de guasa —intervino Emily, aunque sabía, a juzgar por el rostro de su marido, que él había visto algo demasiado espantoso para poder compartirlo con el resto de invitados.
—¡Menuda sarta de estupideces! —Luca se aflojó la pajarita y había empezado a desabrocharse el primer botón de la camisa.
—Pero ¿cómo es posible que Hugo haya sabido todas esas cosas sobre Freya? —preguntó Annabel.
—Podría habérselas contado Rosemary durante el almuerzo.
—En ese caso, dale algo tuyo —sugirió Emily—. Dale tu reloj y a ver qué dice sobre ti.
—Sí, el gran jugador de la City —dijo Miles con gran cordialidad—. ¿Cuál es el verdadero motivo de tu renuncia y qué harás a partir de ahora?
—No —se apresuró a decir Luca—. Ya he tenido suficiente de este juego.
—No puedes acusar a mi esposo de mentiroso y negarte a dejar que se defienda —prosiguió Emily, elevando ligeramente la voz.
—No tiene importancia —dijo Hugo con una sonrisa—. No estoy aquí para convencer a nadie. Me encuentro con cínicos constantemente.
Luca se levantó.
—¿Qué tal si pasamos al salón?
—Buena idea —dijo Freya, saliendo tras él.
—Ése es el comportamiento típico de un hombre que tiene algo que ocultar —dijo Miles.
En cuanto salió al pasillo, Freya cogió a Luca del brazo.
—¿A qué ha venido eso?
—Es sólo que no quiero que Hugo se invente nada sobre mí.
—No se estaba inventando nada. Decía la verdad. No hay modo de que supiera todas esas cosas. ¿Qué me dices del apodo con el que me llamaba mi abuela? ¿Cómo explicas eso?
—No puedo.
—Entiendo que no quieras dejar que lea tu reloj. No es ningún juego. Nunca se sabe lo que Hugo puede revelar. Pero no hacía falta que le ridiculizaras así.
—Ya tiene a su mujer para defenderle.
Freya frunció el ceño.
—Te has puesto muy raro, Luca. ¿Qué ocurre?
Él la miró fijamente durante un instante, como a punto de divulgar un secreto terrible. Tenía los ojos velados y una de las comisuras de los labios contraída. Parecía asustado. Pero Annabel y Miles salieron en ese momento al pasillo, interrumpiéndoles con su alegre cháchara.
Luca fue al baño y se miró en el espejo. Luego se echó agua a la cara y se frotó los ojos. Aun así tenía un aspecto terrible. Era presa de la conocida sensación de estar precipitándose a toda velocidad sin nada a lo que agarrarse. No se atrevía a cerrar los ojos por temor de que las voces regresaran. De que las sombras volvieran una vez más a entrar a la habitación. De volver a invitar a todos aquellos seres que tanto había luchado por evitar. Oyó la voz de su madre diciéndole que madurara y que dejara de inventarse amigos imaginarios. Que si realmente oía voces, eran espíritus del Infierno que intentaban convencerle de que les siguiera al ardiente horno. Se acordó de cuando el médico le decía que se comportara y que dejara de asustar a su madre con sus mentiras y de cuando los profesores le decían a su madre que Luca se lo inventaba todo para llamar la atención. Había llegado un momento en que había aprendido a callar. Poco a poco, había logrado cerrarse a ellos y los espíritus por fin habían quedado silenciados.
Esa noche no quería estar solo. Se quedó tumbado en la cama mirando el techo mientras la luz de la mesita de noche proyectaba sombras en los rincones de la habitación. Por fin, se deslizó por el pasillo hasta la habitación de Annabel. La puerta estaba entreabierta, como si le estuviera esperando. Ella se incorporó en la cama al verle entrar, con los pechos blancos a la vista.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó, retirando las mantas tentadoramente. Luca se desabrochó los pantalones del pijama y los dejó caer al suelo. Hacer el amor con Annabel era la mejor forma de olvidar su infancia y de volver a sentirse hombre.
Miles sacó a Sinbad a dar un paseo por el jardín antes de acostarse. Volvía a lloviznar sobre los brotes verdes y sobre los narcisos. El perro se adentró trotando en la oscuridad, olisqueando la hierba y meneando el rabo. Cuando estuvo lo bastante lejos de la casa para que nadie pudiera oírle, Miles cogió el móvil y pulsó la tecla de rellamada.
—Hola —dijo en voz baja—. Soy yo.