JAN VAN EYCK (c. 1390-1441), EL MATRIMONIO ARNOLFINI (1434), óleo sobre tabla, 81,8 × 59,7 cm, National Gallery, Londres

Al igual que ante toda obra maestra, el contemplador duda, de entrada, sobre cómo clasificar esta soberbia pintura de Jan van Eyck, fallecido en 1441, cuando aún despuntaba el Renacimiento. No se sabe si por un reflejo o por un prejuicio, se tiende a reconocer en ella una singular manifestación del género del retrato, pero, enseguida, una observación más atenta, nos predispone a interpretarla, complementariamente, como una escena religiosa, la celebración del sacramento del matrimonio, y, en relación con el marco arquitectónico que la cobija, hasta como una trivial escena de costumbres, aunque sin obviar otras capas simbólicas que allí no dejan de estar operativamente presentes, de forma explícita o virtual. La tabla, grávida de significados en este sentido, también lo está desde una perspectiva histórica, pues en ella se contienen muchas de las características de lo que entonces era la pintura de los llamados primitivos flamencos, pero sin dejar de anunciar lo que llegaría a ser la pintura holandesa de la segunda mitad del siglo XVII; esto es, que representa de una vez el destino de la pintura de la época moderna, entre los siglos XV y XVIII, incluso desbordando el estrecho y estricto contexto geográfico de los Países Bajos. En realidad, se mire por donde se mire, este cuadro nos desafía en sí mismo como totalidad y en cada una de sus partes, porque, cuando descendemos al detalle, siempre deja escapar alguna doblez que complica nuestra composición de lugar, como trataremos de poner en evidencia de la manera más imperativamente sintética.

Los retratados, el matrimonio Arnolfini, Giovanni Arnolfini y Giovanna Cenami, eran miembros de dos muy consolidadas familias de comerciantes oriundos de Lucca, aunque asentadas en Los Países Bajos y Francia. Están representados en un interior doméstico íntimo, como lo es el dormitorio, aquí haciendo la función de cámara nupcial. El varón coge con su mano izquierda la abierta mano derecha de la mujer, un gesto de afecto que encubre, además, un sentido simbólico, pues implica el mutuo compromiso de los esponsales, luego subrayado por la alzada mano derecha del marido que refuerza la acción con solemnidad jurídica sacramentada. Ambos se nos muestran engalanados: él, como irrumpiendo en la escena recién llegado de la calle, que se atisba a su espalda, a través de la ventana; ella, más recatada, como recibiéndole en la intimidad de la casa, con una cama con dosel a su vera. Nos choca, sin embargo, este cariñoso encuentro doméstico tan burgués por la solemnidad de la actitud de la pareja, ambos de cuerpo entero y ataviados con sus mejores galas, como si se entremezclasen lo sagrado y lo profano, lo íntimo y lo público, lo solemne y lo trivial, advirtiéndonos con ello que aquí cada elemento está cargado con el equívoco de un doble sentido. A este respecto, es probable que nos adentremos en la estancia más recóndita de la mansión, la del sueño y la de la concepción de la vida, para recrear el sacramento del matrimonio, cuyos ministros son excepcionalmente los contrayentes, que ocupan en solitario transversalmente la escena, sutilmente acompañados por una serie de detalles que refuerzan simbólicamente el sentido de la misma, como el seto que se adivina tras la ventana, los zapatos dejados en el suelo al desgaire, el perrillo, la Santa Margarita tallada en el cabecero, las naranjas en el quicio de la ventana y sobre el mueble que está debajo, el rosario de vidrio, la escobilla, el espejo, la lámpara..., cada uno de los cuales loan la fidelidad, el amor conyugal, el buen orden doméstico, la vida familiar, etcétera. Después de acumularse tradicionalmente diversas versiones y conjeturas, más o menos disparatadas, para descifrar el sentido de la escena, desde Erwin Panofsky en adelante hay un general consenso en considerar que se trata de una celebración o conmemoración del sacramento del matrimonio y sus venturosos frutos. Restan, eso sí, algunos puntos oscuros y discutidos, como el del hipotético estado de gravidez, real o virtual, de la mujer, aunque sepamos que el matrimonio no tuvo hijos.

Más que por el mobiliario o los diversos objetos que la pueblan, la estancia nos produce una sensación de agobio por la frontal ocupación de la pareja muy en primer plano, aunque luego se vea aliviada al mostrarnos el espejo del fondo la otra parte entrevista del resto de la habitación, donde podemos apreciar la presencia de al menos otro par de figuras, una de las cuales podría ser la del propio pintor, el cual, además, estampa la firma con una esmerada caligrafía justo encima del espejo, añadiendo a su nombre la afirmación fuit hic («estuvo aquí»), una extraña declaración que apoya la hipótesis de que se trata de un acto de protocolo nupcial. En cualquier caso, hay que llamar la atención sobre la composición articulada en dos ejes transversal y longitudinal, que, a su vez, entrecruzan dos planos, real y virtual, tal y como, unos dos siglos después, lo hará Velázquez en Las Meninas, coincidencia, en principio, no imputable a lo meramente casual, porque el cuadro estuvo a la vista del genial pintor sevillano. La historia de la tabla está, en efecto, muy bien documentada, pues, tras ser pintada por Jan van Eyck en 1434, fecha estampada por el autor, pasó, en 1490, a la colección de don Diego de Guevara, que lo donó a Margarita de Austria, gobernadora de los Países Bajos, y, tras su muerte, la heredó María de Hungría, terminando su periplo en las colecciones de los reyes de España, donde permaneció hasta la invasión napoleónica, momento en que fue expoliado y salió del país hasta recabar finalmente, en 1842, en la National Gallery de Londres.

Aunque sabemos muy poco de la vida de Jan van Eyck, hay indicios de que la suya fue una trayectoria muy singular. El primer dato biográfico seguro lo emplaza, en 1422, al servicio del conde de Holanda, Juan de Baviera, en La Haya, y, al morir éste, en 1425, sabemos que se trasladó a Lille como pintor de corte y ayuda de cámara del duque de Borgoña, Felipe el Bueno, para el que, al parecer, desempeñó otras tareas, como la de embajador oficioso en las cortes de España y Portugal. Hay constancia de su ulterior traslado a Brujas hacia 1430, su lugar de residencia definitivo hasta su muerte en 1441. Nada hay seguro, sin embargo, en relación con su formación artística, que revela, en todo caso, una influencia del Maestro de Flémalle y, hay que suponer, la de su hermano Hubert, aunque esto último dista mucho de estar aclarado. Esta incertidumbre se traslada también a su producción artística, que está fechada sólo durante los últimos diez años de su actividad. La obra que le consagró, el retablo de La adoración del Cordero Místico, terminado en 1432, fue iniciada, según una inscripción en el marco, por Hubert y concluida por Jan, aunque es una cuestión muy discutida, porque no se detecta en ella la intervención de dos autores distintos. Sea como fuere, se le atribuyen a Jan unas veintitantas obras, la mayoría cuadros religiosos y retratos, a veces, combinadas entre sí, pues, como era entonces corriente, las composiciones piadosas se acompañaban con los retratos de los donantes, como fueron los casos de La Virgen del canciller Rolin, fechada hacia 1435, o La Virgen con el canónigo Van der Paele (1436). Al poco de morir, su fama se extendió internacionalmente y pasó a la historia como la figura capital, junto al Maestro de Flémalle, en el establecimiento del prestigio de los llamados «primitivos flamencos».

Aunque tradicionalmente la asentada reputación de los primitivos flamencos y, en particular, la de Jan van Eyck quedó ceñida al desconocido lustre y precisión que posibilitó el uso de la pintura al óleo, una peculiaridad técnica en contraste con el mayor valor intelectual y constructivo del arte italiano contemporáneo, este prejuicio se ha disipado en los últimos tiempos, entre otras cosas porque la fluidez de contactos de todo tipo entre el norte y el sur de Europa que se produjo entonces ha minimizado esta cuestión, como precisamente lo pone en evidencia el retrato del matrimonio Arnolfini. En este sentido, hoy valoramos la contribución de los primitivos flamencos desde otra perspectiva: la de su incomparable capacidad para anotar y describir los detalles más minúsculos e intrascendentes, físicos y psicológicos, de cada personaje, llegando a un realismo óptico tan esmerado, que concierta lo lejano y lo próximo, y sin que este labrado de lo casi imperceptible quiebre la unidad dramática del conjunto o se extravíe en lo meramente anecdótico. En este sentido, y refiriéndose a nuestro pintor, Erwin Panofsky pudo afirmar que «como retratista, Jan van Eyck es tanto el intérprete más exhaustivo como el más seductor de la naturaleza humana; sus retratos resultan a la vez intensamente cercanos e infinitamente remotos», todo lo cual supone atribuirle simultáneamente las cualidades de imitador e intérprete, una suma de virtudes que adelantaban lo que, en el siglo XVI, se diferenció estéticamente como imitare y ritrare, o, lo que es lo mismo, «idealizar» e «individualizar» una figura a la vez.

Recientemente, y de una forma más precisa, Tzvetan Todorov, en Elogio del individuo. Ensayo sobre la pintura flamenca del Renacimiento, plantea la cuestión de la inmovilización de la imagen en Jan van Eyck, la cual implica no sólo una representación absolutamente precisa, sino, por así decirlo, trascendiéndola, aboca al espectador a un estado contemplativo. La contemplación es, según Todorov, «un estado de ánimo, una actividad espiritual, un pensamiento» que, a su vez, trasciende el discurso: «Van Eyck observa el mundo con intensidad, pero lo que pinta no es una imagen del mundo» y, de esta manera, «la distinción entre lo humano y lo divino deja de ser pertinente, ya que ambos se han estetizado». Recala Todorov para ilustrar esta tesis en el doble retrato de los Arnolfini, pues, para él, en dicho cuadro se ha borrado la barrera entre lo sacro y lo profano, incluso obviando la idea misma de la profanación que implica secularizar lo sagrado. En este caso, Todorov opina, frente a Panofsky, que se trata de un acto protocolario, notarial, más que de una ceremonia religiosa. Lo sea o no, desde mi punto de vista, no afecta al fondo de la cuestión por él defendida: la de abrir paso a una visión secular, y, por consiguiente, individualizada. Esta es la razón por la que, siguiendo a Edwin Hall, Todorov considera que el título de la obra debería ser el Compromiso de los Arnolfini. En esta dirección, también interpreta la firma, el texto que la acompaña y la presencia espectral del artista reflejado en el espejo como una reafirmación de la identidad singular de su autor como inventor, no ya de la imagen, sino de una pintura consciente de sí, lo que supone atribuir a Van Eyck lo que se le ha reconocido a Velázquez al realizar Las Meninas, una obra que, como antes se ha apuntado, se ha emparejado con El matrimonio Arnolfini.

Como consecuencia de lo antes apuntado, además de señalar que el comprimido espacio diseñado por Van Eyck nos trasmite una sensación de estar incluidos en él, Todorov hace referencia a la «inmovilización» y al «silencio» de esta maravillosa tabla, en un párrafo que transcribo literalmente:

Giovanni y Giovanna están inmovilizados como por arte de magia, están fuera del tiempo y del mundo. Su gesto nada tiene de instantánea. Están destinados a permanecer así hasta el final de los tiempos. Tampoco el perro se moverá jamás. El aire y la luz también se han detenido. Las superficies brillantes y mates, el pelo del perro y las pieles dejan de designar otra cosa que a sí mismos y pasan a ser objeto de nuestra contemplación. El silencio de los Arnolfini halla su continuidad en el silencio del pintor y se apodera a su vez de nosotros. La fuerza de esta imagen procede no de su contenido simbólico ni de su audacia histórica, sino del estado en el que nos sumerge: de nuevo la percepción cede su lugar a la contemplación.

Jan van Eyck, aunque no fuese el inventor de la pintura al óleo, se esmeró en la técnica hasta llevarla a un grado de perfección admirable. Fue asimismo un dibujante extraordinario por la precisión del trazo y su virtuosa capacidad de captar el detalle. Refinado colorista, supo bañar con una luz dorada los interiores. Por último, abordó todos los géneros, la pintura religiosa, el retrato, la escena de costumbres, el paisaje y el desnudo, haciéndolo, además, con una visión moderna. Por todo ello, merece ser considerado, junto con Robert Campin, también conocido como el Maestro de Flémalle, como el impulsor del estilo de los primitivos flamencos, que continuaron y desarrollaron la representación artística del hombre como individuo, abriendo con ello una de las sendas más fértiles del arte moderno. Su más inmediato y devoto seguidor fue Petrus Christus (m. c. 1472/1473), pero su influencia se extendió internacionalmente. Aunque un poco posterior, es cierto que su contemporáneo Roger van der Weyden (c. 1399/1400-1464) logró un mayor clima emocional que produjo una fascinación semejante, pero es difícil arrebatar a Jan van Eyck el papel de protagonista crucial de esta escuela y el de haber sido uno de los mejores pintores de todos los tiempos.