TOMASSO MASACCIO (1401-1428), EL TRIBUTO (1425), fresco, 255 × 598 cm, capilla Brancacci, iglesia del Carmine, Florencia

De entrada, produce cierta aprensión otorgar la llave de la pintura del Renacimiento a un pintor, que ni siquiera alcanzó a cumplir los treinta años, pues murió con veintisiete, muy corta edad para cualquier cosa, pero mucho más en el arte, cuya calidad imprescriptiblemente se amasa con la experiencia; esto es: con vivir lo máximo posible. Es cierto que Tommaso di Ser Giovanni di Mone, cordialmente llamado Masaccio, apócope gracioso de Tommaso –«desaliñado»–, perteneció a una generación prodigiosa, casi a la de Lorenzo Ghiberti (1378-1455), Filippo Brunelleschi (1377-1446) o Donatello (1386-1466), y, de lleno, a la de Leon Battista Alberti (1404-1472), todos los cuales murieron bastante después, pero, en cualquier caso, fueron con él los que crearon las bases teóricas y prácticas, en todas y cada una de las artes, del Renacimiento. A Masaccio, de todas formas, en este grupo genial e íntimamente interrelacionado, le correspondió llevar la bandera de la renovación pictórica, de tal manera que, para decirlo de una vez, fue la clave de bóveda que enlaza a Giotto con Piero della Francesca. Reconocido como tal por sus contemporáneos, pues así los consigna retrospectivamente ese gran notario de la historia del arte florentino que fue Giorgio Vasari, no quiere ello decir que sepamos demasiado de su vida y andanzas, salvo que se incorporó al gremio de los pintores en 1422, cuando apenas había cumplido los veintiún años y le quedaban sólo seis de producción antes de morir. Poco tiempo ciertamente, pero muy bien aprovechado. También sabemos que hizo un viaje a Roma, en 1428, y que su fallecimiento fue tan repentino y súbito que dejó desconcertados a quienes lo presenciaron. Apurando tan escaso acervo documental, incluso ahora se pone en duda ese lugar común consolidado tradicionalmente de que hubiese sido discípulo de Masolino da Panicale (1383- c.1447), reduciéndose su mutua relación al hecho de su colaboración en los frescos de la capilla Brancacci en la iglesia del Carmine de Florencia.
Dadas estas circunstancias, nuestro único apoyo firme para afrontar la figura de Masaccio es centrar nuestra atención en su obra conservada, cuyas singulares características despejan otras dudas, por el momento insalvables, aunque no sea, desde luego, muy abundante. En este sentido, la primera obra atribuida a su mano es el tríptico de San Juvenal (1422), todavía algo anclado en las convenciones del siglo XIV, pero en cuya tosquedad adivinamos la voluntad del pintor por rescatar los modelos clásicos y el aliento naturalista, los dos pilares, junto con la sabia aplicación de la perspectiva, que madurarán su estilo. De todas formas, se aprecia un salto de gigante en su posterior relevante encargo, el Retablo de Pisa (1426), en la iglesia del Carmine de Pisa, aunque subsistan algunos desajustes en la perspectiva, lo cual no empece la grandiosidad monumental, la gravedad serena y otros aspectos del mejor fuste clásico, donde se conjuga con acierto un naturalismo liberado de las prolijas afectaciones de los detalles y los resabios sentimentaloides del ya trasnochado gótico internacional, cual un brote verde del sólido árbol de Giotto.
Como si adivinase su pronto final, la evolución de Masaccio se acelera y casi llega al culmen de su perfección con La Trinidad (1426-1428), en la iglesia de Santa Maria Novella de Florencia, donde su cada vez más afinada y certera concepción de la perspectiva se une a un depurado sentido escenográfico de la arquitectura, logrando una síntesis entre Brunelleschi y Donatello, perfectamente descrita por Vasari:
Pintó también al fresco en Santa María Novella, en el hastial del crucero una Trinidad situada sobre el altar de San Ignacio, entre la Virgen y San Juan Evangelista contemplando a Cristo crucificado. A cada lado hay dos figuras, que debe suponerse se trata de los retratos de los donantes [...] Pero hay algo más bello aún que las figuras: una bóveda de cañón, dibujada en perspectiva y dividida en casetones decorados con rosetas, cuyas proporciones disminuyen tan bien simulando el relieve que el muro parece perforado.
Aunque tiene razón Luciano Berti cuando precisa y matiza la relación de Masaccio con sus colegas contemporáneos, más allá de la estrecha, no ya colaboración, sino auténtica amistad entre él y Masolino, haciendo hincapié en lo que valoró, entre otros, a Gentile da Fabriano (c. 1370-1427) o a Pisanello (antes de 1395-c. 1450-53), brillantes exponentes del gótico internacional, hay que reconocer que, en cierta medida, barrió casi todo el rastro del pasado en la pintura florentina, ya fuera el del decorativismo ornamental en forma de ritmos curvilíneos o fondos dorados, ya fuera la pesada carga simbólica tradicional, basada en un sistema muy rígido de prototipos y géneros. Masaccio reivindicó un nuevo estilo naturalista para los fondos, paisajes y arquitecturas, dotó a las figuras con peso, volumen y monumentalidad solemne, usó una luz ambiental y construyó racionalmente el espacio mediante la aplicación de leyes ópticas y un sistema muy avanzado de perspectiva.
Entre todo lo poco que pintó y se ha conservado, la mayor parte de lo cual sólo se ha podido establecer durante el siglo XIX y, sobre todo, en el XX, gracias, entre otras cosas, a las restauraciones, nada se puede comparar con lo que realizó en la capilla Brancacci, de la iglesia del Carmine, en Florencia, sobre la que se han acabo de despejar las muchas dudas acumuladas acerca de lo que allí hicieron, juntos y por separado, Masolino y Masaccio. Dedicada a la Madonna del Popolo, la capilla en cuestión pasó a ser patrocinada por la familia Brancacci en 1386, un patrocinio que, a las duras y a las maduras, se mantuvo hasta 1780. Los frescos que nos ocupan fueron un encargo de Felice Brancacci, un rico comerciante en sedas, que alcanzó las más altas responsabilidades políticas y diplomáticas, como la de ser cónsul del mar y, en 1422, embajador en Egipto, posiciones de privilegio que mantuvo hasta la caída en desgracia de su estirpe, cuando se impusieron los Médici y fueron desterrados en 1436. La obra fue encargada inicialmente a Masolino en 1424 y fue éste, abrumado por diversos encargos, quien solicitó ayuda a Masaccio, el cual aceptó colaborar y, más tarde, cuando el primero se marchó a Hungría, en 1425, se encargó de todo, aunque no lo llegara a terminar dada su prematura muerte. En todo caso, los frescos de Masaccio son los siguientes: La expulsión de Adán y Eva del Paraíso terrenal, El tributo, El bautismo de los neófitos, San Pedro sana con la sombra y La distribución de los bienes de Ananías, por citar las atribuciones indiscutidas. Al morir Masaccio, concluyó la labor interrumpida Filippino Lippi (c. 1457-1504).
El hecho de que la temática de estos frescos gire sobre la figura de San Pedro entra dentro de una tradición consolidada, pero, según los especialistas, usando la vida de éste con analogías al momento presente, en relación a la del comitente, Felice Brancacci, cuya efigie, al parecer, está representada en una de las figuras que acompañan a Cristo en la escena de El tributo; en concreto, la del retrato del último personaje de la derecha del grupo central, que aparece completamente cubierto por una capa. Por lo demás, hay una amplia casuística de interpretaciones que exploran otras muchas posibles referencias contemporáneas complementarias, la mayor parte de las cuales afectan también a la reforma de la Iglesia o a que debiera estar exenta del pago de tributos seculares, por no hablar ya de la reforma tributaria emprendida entonces por Florencia por la que se obligaba a una declaración de bienes para lograr una distribución impositiva más equilibrada. En cuanto a El tributo en concreto, hay que decir que se encuentra emplazada en la pared de la izquierda de la capilla y está dividida en tres episodios: el central, en el que un recaudador reclama a Cristo el pago de un impuesto; el de la izquierda, en el que vemos como San Pedro, atendiendo la demanda de Cristo, extrae del agua un pez, en cuya boca hay la moneda correspondiente; mientras que, en la derecha, volvemos a ver al discípulo entregándosela al recaudador. En fin: una escenificación de la sobrenatural provisión divina a través de su Iglesia.
Al margen de todas estas interesantes cuestiones iconológicas, no hay duda de que lo que más nos impacta es la forma en que está representada la escena, porque está compuesta mediante un sistema de perspectiva en relación visual con el espectador, de manera que la escena pareciese una continuación del espacio real de la capilla, algo que deriva de Brunelleschi. Masaccio se ayuda además de la construcción pintada a la derecha como elemento que encuadra la profundidad del campo visual, cuyo eje central es la cabeza de Cristo. De esta forma, unifica tres momentos del relato en un mismo espacio y lo encuadra en tres planos de profundidad: el más alejado es el del horizonte montañoso; el intermedio, el de la figura de San Pedro extrayendo la moneda de la boca del pez; y, en fin, el primero, centralmente ocupado por Cristo y sus doce discípulos más la figura del recaudador reclamante, que está de espaldas, y, a la derecha, la de San Pedro entregando a éste el tributo. El grupo central está dominado por la figura de Cristo, cuyo brazo derecho señalando hacia la ribera activa y dinamiza toda la acción dramática del relato. Todo este primer plano está organizado como si se tratase de un relieve clásico, bien trabado por la unidad de acción, pero modelando cada una de las figuras de una forma perfectamente individualizada, siguiendo la pauta de Lorenzo Ghiberti. Por otra parte, los tres planos de profundidad, antes mencionados, son una superposición de naturaleza, arquitectura e historia, perfectamente integrados mediante la perspectiva. Por último, Masaccio emplea también la luz y el color para establecer la profundidad, pues enciende el cromatismo del primer plano y decolora o suaviza el horizonte según se va alejando. Al analizar cada uno de estos elementos, nos percatamos que, en El tributo, Masaccio ha establecido ya, con una claridad meridiana, el lenguaje por el que va a discurrir la pintura del Renacimiento, diferenciándose, por esta vía más estructural, conceptual y geométrica, del prolijo realismo de los primitivos flamencos, pero sin perder de vista la fuerza dramática de Giotto.