DUCCIO DI BUONINSEGNA (c. 1255/1260-1318/1319), MAESTÀ (1308-1311), témpera y oro sobre tabla, 370 × 450 cm, catedral de Siena, Museo dell’Opera de la Metropolitana, Siena

En medio del fragor de los cruentos y enconados enfrentamientos de güelfos y gibelinos, que asolaron, sobre todo, la Toscana durante la segunda mitad del siglo XIII y primer tercio del XIV, se produjo un «milagro» artístico que cimentó la formidable transformación pictórica del Renacimiento. A ello se refirió Vasari con el elocuente calificativo de I primi lumi –«Las primeras luces»–, señalando lo que para él, con el esquema cíclico de una evolución histórica cortada sobre el patrón de la vida humana, fue la infancia de esta nueva era artística, en la que la pintura rompió con el acrisolado molde del arcaizante estilo bizantino, hierático, plano y brillante, para adentrarse en un nuevo estilo moderno, más dinámico, profundo y realista. Los pasos de esta evolución abarcaron algo más de dos siglos, la segunda mitad del XIII, el XIV y el XV, denominados en lengua italiana como duecento, trecento y quattrocento, pero cuya enjundia artística fue maravillosamente compilada por el pintor Cennino Cennini, en su tratado El libro del arte, cuando, al referirse al valor del maestro de sus maestros, Giotto, afirmó que éste «mudó el arte de pintar de lo griego a lo latino y lo redujo a lo moderno». Sin querer restar un ápice de importancia a la extraordinaria aportación de Giotto en esta empresa, es obvio que, en todo caso, la culminó, en sucesión o simultaneidad, con otros, entre los que cabe destacar también, por lo menos, a Cimabue, apodo de Cenni di Peppi (h.1240-¿1302?) y Duccio di Buoninsegna (entre 1278-1319). El primero, Cimabue, apodo que significa «cabeza de buey», era florentino, como Giotto di Bondone (h.1267-1337), siendo ambos, además, contemporáneos de Dante (1265-1321), que no en balde los citó en su Divina Comedia (Purgatorio, XI, 94-96), mientras que el tercero, Duccio, era oriundo de Siena, una ciudad que asimismo constituyó un estilo pictórico característico en esa misma edad.

Desde el punto de vista formal, ¿por qué y cómo se produjo esta mudanza desde el inmutable estilo griego o bizantino al moderno por esencia mudable? Incluso desde esta perspectiva comparativamente sencilla, en la medida en que sólo busca conjeturalmente prototipos precedentes a la vista en un momento histórico dado, no es fácil hallar una respuesta contundente, puesto que, aun existiendo, como son los modelos clásicos antiguos supervivientes en Italia, no está del todo claro la causa de su subitánea elección. En todo caso, hay que señalar el estímulo que supuso al respecto la obra realizada por algunos escultores-arquitectos, como Niccola (m. 1278/1284) y Giovanni (m. 1314) Pisano, padre e hijo, de una estirpe procedente de Apulia, pero activos principalmente en Pisa, o Arnolfo di Cambio (m. 1302/1310), activo en la propia Pisa, Roma y Florencia, empeñados por igual en exhumar la senda del naturalismo clásico y la dúctil expresividad emocional de la escultura gótica de las catedrales septentrionales. No obstante, el problema de fondo es explicar cómo se produjo ese cambio de perspectiva desde una religiosidad concebida en términos intemporales a otra, cada vez más enredada en la captación de lo puntualmente terrenal y, por tanto, cambiante, temporal. En suma: dar cuenta, ni más ni menos, que del «temblor del tiempo».

Pero ¿tiembla el tiempo por naturaleza o hay algo que le hace temblar? Sin meternos en honduras, lo primero no es incompatible con lo segundo; esto es: el tiempo tiembla porque es la crónica del suceder, del cambio, pero el movimiento se puede acelerar o retardar, depende, nunca mejor dicho, de los momentos históricos. Con el que nos enfrentamos, el de la gran mutación que se produce entre la Edad Media feudal, agrícola e inmovilizada y su progresiva descomposición moderna, que gestará el humanismo renacentista, comercial, antropocéntrico y explorador; es decir: pura movilidad. De todas forma, el paso de uno a otro se retarda, como ya se ha dicho, durante, por lo menos, tres siglos, e implica no sólo profundos cambios materiales, sino, sobre todo, un cambio de conciencia, o, si se quiere, mejor, de autoconciencia, algo, esto último, esencial para la representación y, por tanto, para el arte.

Si nos fijamos en los ejes conformadores de la nueva pintura, que se fragua en el siglo XIII y madura durante el primer tercio del XIV, podemos decantar dos influencias principales: la antes mencionada de una cierta resurrección del naturalismo clásico, propiciado por la escultura, con base en Roma y en la Toscana, y la proveniente del norte, sobre todo de Francia, de orientación gótica. A partir de este mapa geográfico esencial, con sus respectivos ejes en el norte y en el sur, ya entendemos que se produjo una especie de corredor o pasillo entre dos estilos, el cual, al comenzar a ser recorrido por los artistas, lo hicieran físicamente o no mediante viajes, algo que pocas veces tiene una apoyatura documental inequívoca, propició el necesario contraste y la consiguiente mezcla. El trasfondo para esta movilidad, que hizo posible los contactos, fue principalmente el comercio y, asimismo, las guerras, las dos razones principales para viajar, junto a la religiosa de las peregrinaciones, hasta nuestra época.

La figura clave para el arranque de esta transformación fue, sin duda, el pintor antes citado, Cimabue, aunque no se puede depreciar la labor precedente de algún otro maestro, como Coppo di Marcovaldo, también florentino, nacido hacia 1225 y muerto hacia 1276, autor del impresionante mosaico del baptisterio de Florencia y de diversas escenas religiosas al temple sobre tabla, entre las que destacan sus crucificados, estos últimos un punto de referencia útil para contrastarlos con los de Cimabue, por cuanto éste incrementó su patetismo, sus detalles anatómicos y su fuerza expresiva, dándonos a veces la impresión de que Cristo se retuerce y repta sobre el leño de la cruz, sobre todo, en el estremecedor crucifijo que pintó en Santa Croce de Florencia, desdichadamente anegado en la triste inundación de la ciudad de 1966, que lo dañó de forma casi irrecuperable. Pero Cimabue, con sus Vírgenes con el Niño en Majestad, y, en especial, la Virgen que se conserva en la Galería de los Uffizi de Florencia, pintada al temple sobre tabla hacia 1290-1300, demostró una creciente facilidad para dar una cierta profundidad al espacio y un sentido expresivo más dúctil en las figuras principales. Por último, hay que resaltar la impresionante decoración al fresco, con el tema de la Crucifixión (c. 1290), que ejecutó en la basílica superior de san Francisco en Asís, rodeada de una animación coral llena de viveza.

Aún habiendo sido casi olvidado hasta el siglo XX, todos los especialistas coinciden en señalar la importancia de Cimabue como iniciador de la renovación pictórica en Florencia, lo que le convierte en el precedente más significativo de Giotto, pero también de los primeros grandes representantes de la escuela sienesa, Duccio y Simone Martini, que fueron también estimulados por su ejemplo, trascendental a la hora de superar el arcaizante estilo bizantino mediante la síntesis del estilo gótico y el modelo clásico de la Antigüedad tardía. La fama que obtuvo entre sus contemporáneos fue notable, como así lo manifiestan los antes mencionados versos de Dante:

Creía Cimabue en la pintura

tener el campo, que ahora es mantenido

por Giotto, que su fama vuelve oscura...

Versos, desde luego, importantes, no sólo por recoger los nombres de artistas plásticos contemporáneos, sino por la consideración moral del cambio de fortuna, consecuencia de ese pasar del tiempo, que nos hace temblar a los modernos por dentro y por fuera.

Aunque las noticias documentadas sobre Duccio di Buoninsegna son escasas, todo nos hace pensar que llegó a alcanzar un prestigio muy considerable, en especial entre sus compatriotas de Siena. Algunas de ellas, además, nos revelan algunos datos interesantes sobre su personalidad, que debió ser inestable y algo caprichosa, como así lo acredita el hecho de que fuera objeto de algunas multas, probablemente por incumplimiento de contratos y, en un caso, por haber tenido cierta relación con prácticas de brujería, por no hablar ya de una de cuantía muy severa al negarse a jurar obediencia al capitán de la milicia y, en 1302, incluso a participar en la guerra en la Maremma. En cualquier caso, estos incumplimientos cívicos no frustraron sus encargos locales, públicos o privados. Por lo demás, Duccio fue un artista viajero, que trabajó, además de en Siena, con toda seguridad en Florencia y Asís, siendo más que probable su presencia en otras ciudades italianas, como Roma o Pisa, y hasta, de manera más conjetural, en París, e incluso algunos aventuran su paso por Constantinopla. Hay también algunos datos que nos inducen a pensar que llegó a atesorar un patrimonio material de cierta importancia. Toda esta información, contrastada o inducida, rebasa el límite aséptico de lo notarial para adentrarnos en el esbozo de un nuevo modelo de personalidad y estatus artísticos, que se separan de los hasta entonces usuales en la profesión.

Centrándonos en la producción de Duccio, aun sin poderse despejar bastantes dudas en relación con su autoría, podemos afirmar que trabajó mucho –para sí y para otros– y alcanzó un notabilisimo reconocimiento entre sus contemporáneos. Pintó varias Madonas –la Madona de Crevole, del Museo de la catedral de Siena; la Madona del Kunstmuseum de Berna; la Madona de los Franciscanos, de la Pinacoteca Nacional de Siena; la llamada Madona Stoclet; la Madona con el Niño y ángeles, de la Galería Nacional de Umbria; la Madona Rucellai, de la Galería de los Uffizi de Florencia; la Madona del pequeño tríptico, de la National Gallery de Londres–, el Crucifijo, de la Colección Odescalchi de Roma, etcétera. De todas formas, su obra más formidable en todos los sentidos fue la muy célebre de la Maestà, espectacular conjunto, cuya conclusión se data entre 1308 y 1311. Fue una obra realizada para el altar mayor del Duomo de Siena, pero que comprendía no sólo el anverso y el reverso del retablo, sino muchos otros complementos como su coronamiento y las predelas. Esta auténtica obra maestra de Duccio por sí sola habría bastado para acreditar su paso a la historia por la ambición del proyecto, que es de dimensiones monumentales, pero también de una complejidad estructural asombrosa. Realizada en plena madurez del artista, probablemente unos diez años antes de su muerte y cuando estaba en la cincuentena, este conjunto es asimismo considerado como la síntesis estilística más completa de su fecunda trayectoria.

Anverso y reverso, el conjunto de escenas pintadas casi llega al medio centenar, lo que convierte al retablo en un auténtico museo, pero lo deslumbrante no es sólo, o no es tanto, la cantidad de viñetas pintadas, sino, como se acaba de apuntar, que reflejan sintéticamente todos los elementos que configuran el estilo de Duccio o, si se quiere, la suma de sus estilos, porque lo uno conlleva lo otro. Así, la escena principal del anverso está dominada, como no podía ser menos, por la Madonna en el trono con veinte ángeles y los santos Catalina de Alejandría, Pablo, Ansano, Juan Evangelista, Savino, Crescencio, Juan Bautista, Víctor, Pedro e Inés. Por encima de este grupo coral, las figuras de diez apóstoles. En el zócalo del trono, hay una inscripción que dice: «Santa Madre de Dios, sé causa de paz para Siena. Sé vida para Duccio, que así te pintó». Toda esta parte frontal es la comparativamente más arcaica, pues Duccio mantiene la tradicional desigualdad en el tamaño de las figuras, pues las principales doblan en magnitud a las de los ángeles y los santos, así como persevera en los heráldicos fondos dorados, aunque a este respecto hay que señalar que su matizada coloración abre un nuevo horizonte, del que posteriormente se sentirá orgullosa Siena, porque, como bien ha apuntado Giovanna Ragionieri, «la escena está dominada por el resplandor de oro del fondo de las aureolas, los difuminados, y las decoraciones sobre los tejidos y los objetos: un oro que tiene valor de luz, de materia y de color, con la riqueza de una gigantesca orfebrería [...] Desde las primera obras se puede observar el desarrollo de un gusto por los matices y los acordes de color más profundo que el de la tradición florentina de Cimabue y de Giotto, que luego pasará a toda la escuela pictórica de Siena».

De todas formas, es en el reverso, con su amplia y compleja trama narrativa, como Duccio se muestra a la altura de las innovaciones dramáticas de Giotto, atreviéndose a crear fondos topográficos de paisaje y escenografías arquitectónicas con visos de profundidad volumétrica. De esta manera, Duccio responde a las querencias espaciales florentinas, pero sin dimitir del ritmo lineal y los valores cromáticos, que, junto a la armonía y elegancia del gótico francés, del que también toma la observancia de los detalles, van a configuran lo mejor de la escuela de Siena, que obtendrá su culminación con Simone Martini (Siena, 1284-Aviñón, 1344) y los Lorenzetti, Pietro (Siena, c. 1280/1285-c. 1348) y Ambrogio (Siena, c. 1290-1348).