Hemos quedado con Joan en la plaza de arriba, frente al antiguo teatro de los Hogares Mundet. Es una fría pero soleada mañana de noviembre y los estudiantes de la Universitat de Barcelona, la institución que ahora ocupa buena parte de las antiguas instalaciones del internado, se apresuran para ir a clase. En varios rincones, algunos chicos y chicas se sientan en el suelo en círculo manteniendo conversaciones e intercambiando apuntes. Cuando llegamos, Joan ya está esperando. Va bien abrigado, con una gorra calada hasta las orejas, y aunque nos recibe con una amplia sonrisa, enseguida adivinamos que la procesión va por dentro: «No había vuelto aquí desde hace un año, cuando traje a mi familia a ver mi internado. Encontré a exalumnos trabajando todavía en los Hogares Mundet, algunos de conserjes, otros haciendo de jardineros, otros encargados de mantenimiento… ¡Se habían pasado toda la vida en el internado! Me entraron unos recuerdos durísimos y tuve que pedir que me dejaran solo porque no podía aguantar la emoción: lloraba por lo que no he vivido, por lo que no me dejaron vivir… Cuando veo a estos jóvenes universitarios de hoy, felices y libres, me doy cuenta de todo de lo que me privaron. Y también tengo una frustración y una rabia de ver que todo lo que aquí sufrimos ha quedado en el olvido, que no se ha hecho prácticamente nada contra los responsables». A Joan le brillan los ojos por una lágrima furtiva que se escapa. Decidimos comenzar el rodaje para animarlo un poco. Hoy queremos rodar una secuencia para recordar las escapadas del colegio que Joan protagonizó en varias ocasiones. Tomamos la pista que sale de detrás del antiguo internado y que sube empinada por la sierra de Collserola. El viento sopla fuerte y los pinos se estremecen y se retuercen de forma peligrosa. Entre los troncos, el campanario de la iglesia de Mundet luce su austera arquitectura de los años sesenta. Joan camina decidido hacia arriba, sin entretenerse en contemplar los pabellones de su antigua escuela; nosotros los intentamos reflejar con la cámara. Al cabo de unos veinte minutos de ascensión el bosque se aclara y se abre ante nosotros una espléndida vista de Barcelona: en primer término la colina del Carmel y más a la izquierda la residencia hospitalaria de la Vall d’Hebron; en el fondo, el mar. No hay mejor lugar para hablar de las ansias de libertad que llevaban a Joan a escaparse una y otra vez: «La sensación que tenía aquí era de absoluta libertad, de ser el dueño absoluto de mi tiempo. Desde aquí me imaginaba a mis compañeros con su rutina diaria: las clases de Formación del Espíritu Nacional, de religión, de matemáticas… Y eso, para mí, no tenía precio. Y sobre todo saber que no me mandaba nadie, ni me pegaba nadie, ni sufría los abusos sexuales que sufrí. Yo era consciente de que cuando me pillasen se me aplicarían los castigos más severos, pero valía la pena pagar este precio».
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Joan nació en 1957 en las casas baratas del Campo de la Bota. Sus padres no estaban casados, pero ni esta circunstancia ni la escasez de recursos impidieron que tuvieran un hijo cada año. Cuando Joan cumplió los 4 años ya tenían cuatro hijos y la fortuna no les trajo un pan, como dice el dicho, sino una riada que destrozó la casa. El padre se desentendió de todo y desapareció de sus vidas, y su madre se encontró en la calle con dos niños y dos niñas. Desde ese momento se acabó la vida en familia y comenzó una infancia recluida que marcará sus vidas. La madre, años después, siempre les ha explicado que ella tenía un trabajo y que se veía capaz de sacar adelante a la familia, pero que las autoridades del momento consideraron que no estaba capacitada moralmente para educar convenientemente a sus hijos: «Según mi madre, la obligaron a ingresarnos en internados porque, como mujer soltera, no la consideraban apta para educar a sus hijos. Ella siempre nos ha dicho que abandonarnos la afectó mucho y que a pesar de que lo intentó varias veces, nunca le permitieron recuperar a sus hijos». Joan nunca ha tenido la certeza de si estas explicaciones eran una excusa de su madre para justificarse, pero en todo caso hemos podido comprobar a lo largo de esta investigación y de la que realizamos para el documental ¡Devolvedme a mi hijo![13] que era práctica habitual de la época quitarle los hijos a las madres solteras, a veces para darlos en adopción, a veces para internarlos en una institución de beneficencia. Para las autoridades franquistas las madres solteras no estaban capacitadas para educar adecuadamente a sus niños, ni moralmente ni económicamente.
Los cuatro hermanos fueron inmediatamente separados: los dos niños a un colegio de Auxilio Social en Montgat; las niñas con las monjas. De hecho, la relación entre los hermanos ha sido casi nula: «Con mis hermanas no nos vimos prácticamente durante toda la niñez. Tras la separación pasaron prácticamente 10 años hasta que mi madre nos llevó un día a verlas, y fue una sensación muy extraña: la última vez que las habíamos visto eran unos bebés y lo que encontramos fue a unas muchachitas. De hecho, para mí, ellas han sido siempre unas extrañas, unas desconocidas. Ellas ahora están casadas, pero no mantenemos una relación de familia: esto nos lo han robado. No entiendo por qué los internados no facilitaban la relación entre hermanos. En los Hogares Mundet, por ejemplo, tenían una sección de chicas. ¿Por qué no las llevaron allí?».
Probablemente, aunque las hermanas de Joan hubieran estado en Mundet, tampoco se hubieran visto mucho más, pues la segregación entre niños y niñas era total, como nos explica Carlos Carceller en el siguiente capítulo.
Joan, después de pasar por dos internados, ingresa en los Hogares Mundet en el año 1967, cuando tenía 10 años: «Cuando entro allí lo que me impresiona más es la grandiosidad de todo: los comedores, los dormitorios, los patios… Todo era inmenso, y especialmente a los ojos de un niño. Enseguida me di cuenta de que allí la disciplina era muy severa: cada día, antes del desayuno, teníamos que ir a misa. El domingo la misa era especial y coincidíamos con las niñas, pero totalmente separados: los niños a la derecha, las niñas a la izquierda».
Joan rapidamente aprendió que en Mundet las normas que imperaban eran las franquistas: «Una de las asignaturas era la FEN, la Formación del Espíritu Nacional, donde nos inculcaban, con solo 10 años, el espíritu fascista del régimen. Además había represalias fuertes si se te escapaba una palabra en catalán: te lavaban la boca con jabón, te pegaban, te dejaban sin merienda, o lo que aún te dolía más, te impedían ver a tu madre en la siguiente visita. Dejaban que el familiar viniera hasta Mundet y cuando estaba allí le informaban de que ese día no podría ver a su hijo porque estaba castigado».
Las visitas de la madre eran muy escasas y Joan se sentía abandonado en un mundo que él percibía hostil: «No te sentías querido; tu madre te ha dejado y en el internado tienes la sensación de que no le importas a nadie. Si te faltaba algo, como el cepillo de dientes, nadie se preocupaba de reponerlo y te podías pasar meses sin lavarte la boca. Y si a esto le sumamos la violencia constante a la que éramos sometidos, comprenderás que poco a poco comenzó a nacer en mí una rebeldía que iba creciendo día a día. La violencia era arbitraria e inapelable, ya que no tenías a nadie a quien acudir.»
Para Joan era muy difícil comprender la incoherencia e hipocresía de los curas que aplicaban como única herramienta educativa el castigo físico: ¿cómo podían aplicar unos castigos tan crueles y terribles y después hablar de amor y reconciliación?
«La desesperación que iba creciendo dentro de mí me llevó a cometer alguna rebeldía: un día el salesiano de turno me pilló estando distraído a la hora de clase y me pegó una colleja muy fuerte en la nuca. La cabeza casi me rebotó contra el pupitre y unas punzadas de dolor me atravesaron la cabeza. El hombre siguió con la lección, caminando entre los pupitres, como si no hubiera pasado nada, sin prever el ataque de rabia incontrolable que crecía dentro de mí: cogí la silla y se la tiré encima. Evidentemente me echó de clase y caí en manos del director, que me castigó duramente. No recuerdo en qué consistió la tortura ese día, pero uno de los castigos más habituales era hacerte bajar los pantalones y pegarte varios golpes con la regla en el culo hasta dejártelo completamente rojo. Y todo ello delante de todos los otros niños, para hacer escarnio».
Una característica que incorporaban todos los castigos es que debían ser ejemplares. No siempre se basaban en la violencia física, había algunos mucho más sibilinos que infligían un gran sufrimiento moral a los alumnos: «Quedarte sin patio era habitual, pero para que el sufrimiento fuera más grande te hacían estar de pie de cara a unas columnas que había en el mismo patio. Así sentías a los otros niños jugar mientras tú tenías que contemplar las texturas del hormigón. A menudo se te iba la mirada, pero siempre había un cura cerca para pegarte una buena colleja. Este castigo tenía una versión más cruel con el cine. Los domingos, en el teatro que hay en Mundet, nos pasaban una peli precedida del inevitable No-Do. Para muchos de nosotros era el momento más esperado de la semana ya que aquellos filmes te transportaban lejos del internado. Si estabas castigado, te llevaban hasta el vestíbulo para que escucharas la película pero no la vieras, un auténtico martirio. A menudo, cuando el cura no se daba cuenta, me iba acercando poco a poco a la cortina que flanqueaba la sala y terminaba asomándome a la platea. Me pillaron más de una vez saltándome el castigo y me llevé unas cuantas collejas. Al final aprendí un truco para saber si se acercaba el salesiano: me guardaba en el bolsillo las cáscaras de cacahuete y cuando me castigaban las tiraba en la puerta de acceso a la platea y así, si el cura se acercaba, las oía crujir y volvía rápidamente de cara a la pared».
Los castigos, sin embargo, no siempre se aplicaban para mantener la disciplina o reprimir las malas conductas, sino que a veces la violencia también se aplicaba arbitrariamente: «Yo tengo la imagen de los curas pegando a troche y moche. Te pegaban por todo: en los deportes, por ejemplo, solo que no aplicases la táctica tal como te había dicho el entrenador, no por malicia sino sencillamente por no haberlo entendido o por no saber más, ya recibías un colleja. Al final ya teníamos asumido que los curas tenían la mano larga, que pegar era como un vicio y que era el único sistema que tenían de hacer cumplir su ley».
Aun así, lo peor de la triste infancia de Joan en el internado no fue la violencia física. En los Hogares Mundet aprendió lo que eran los abusos sexuales: «Uno de los castigos habituales era por la noche hacerte salir del dormitorio, y mientras los compañeros dormían, estarte de pie cara a la pared en el inmenso pasillo que había, sin poder dormir. Me acuerdo de que una de las noches nos tocó a dos estar de cara a la pared. Estuvimos muchísimas horas: sentías los pasos del cura que iba arriba y abajo por el pasillo, se metía en el dormitorio y volvía al pasillo otra vez… A ratos me quedaba dormido apoyando la cabeza en la pared, pero si el cura se daba cuenta te despertaba a tortas. Era una tortura, ¡te obligaban a estar despierto toda la noche! De una de estas cabezadas me desperté sobresaltado por los gritos del otro niño. El pasillo, sin embargo, estaba desierto y los gritos venían del lavabo. Aunque tenía terror a ser descubierto abandonando mi posición, me acerqué. Al fondo, junto a las duchas, estaba el cura con el niño, con la sotana arremangada y dándole a la criatura por detrás… Por suerte el cura no me vio porque estaba de espaldas. Me quedé allí clavado un rato, como paralizado. En aquel momento no entendías lo que estaba pasando pero sí que te dabas cuenta de que el cura disfrutaba haciendo sufrir al niño. Me volví de nuevo al lugar del pasillo donde estaba castigado y llamé al pobre niño a ver si así conseguía que el cura lo dejara en paz. Al poco apareció el salesiano llevando el niño de una oreja, y me amenazó que me castigaría aún con más noches en el pasillo si volvía a abrir la boca.
A la mañana siguiente estuve buscando a ese chaval porque era de mi dormitorio, pero curiosamente estaba ingresado en la enfermería. Reuní todo el valor para preguntar al salesiano por el niño, ¡y por cada respuesta recibí una bofetada! ¡Y eso que no sabía lo que yo había visto!».
La siguiente vez que Joan estuvo castigado en el pasillo, la víctima de los abusos fue él mismo: «Mientras estaba de pie en el pasillo, el cura vino y empezó a decirme, con una voz sospechosamente dulce, que no lo tenía que hacer más, y al mismo tiempo me iba acariciando. Se metía una mano en la sotana, acariciándose las partes, y con la otra me tocaba, y mientras me iba diciendo que no tenía que decir nada. Yo recuerdo el cura teniendo un orgasmo mientras me hacía estos tocamientos. Finalmente te dejaba y podías volver al dormitorio con tus compañeros, pero con un trauma que no te dejaba dormir. Y al día siguiente, este mismo señor, me acordaré toda la vida, a las ocho de la mañana estaba dando la misa. Y yo allí, escuchándolo dando la misa. Evidentemente mis bases espirituales, de creencia con la Iglesia y los curas, quedan trastocadas. ¿Cómo podía ser que estos señores, que decían ser representantes de Dios, llevaran una vida tan hipócrita? ¿Quién permitía que un cura que abusaba sexualmente de los niños después diera misa? Durante el servicio religioso hablaban de amor, pero se pasaban el día castigándonos cruelmente».
Las contradicciones de los curas de Mundet entre su fe y sus acciones no terminaban ahí. En alguna ocasión, siendo Joan ya un adolescente, el mismo director que iba de liberal le había enseñado revistas pornográficas. Los confesionarios, donde los niños tenían que arrepentirse de sus acciones y pensamientos «impuros», también fueron un espacio donde algún cura liberaba su presión sexual: «Cuando había una misa especial, como la de la Virgen, era obligatorio confesarse. Había varios confesionarios y podías escoger en cuál entrabas. Uno de los confesores era un hermano muy mayor que tenía fama de ir rápido, por lo que muchos queríamos ir con él. Este hombre, sin embargo, tomó la fama que mientras nos confesaba se masturbaba. Recuerdo que empezaba a hacer preguntas como “¿Has cometido actos impuros?”, y tú, por decir algo y seguirle el juego, le decías que te habías tocado durante la noche. Entonces él quería detalles: “¿Y qué partes te has tocado? ¿Con qué mano lo haces? ¿Y qué piensas cuando lo haces? ¿Te excitas mientras te tocas?…”. Por el tono notabas que se iba excitando y tú ya te dabas cuenta de que allí pasaba algo raro».
Por supuesto, la impotencia de los niños ante estos abusos era total porque no se podía reclamar nada. Los salesianos se protegían entre ellos y muchos de los alumnos tenían escasa o nula relación con las familias. Pero incluso los niños que veían a sus padres más a menudo, raramente contaban nada, y si lo hacían, en la mayoría de los casos no se los creía o se prefería no hacer nada, ante el miedo de enfrentarse con una institución todopoderosa como la Iglesia católica.
A Joan esa dinámica se le hacía insoportable y la necesidad de salir de aquel internado que él veía como una prisión se convirtió en una prioridad. Comenzó a urdir un plan para huir: «Llegó un momento en que me sentí tan impotente, tan infeliz, que decidí escaparme. Mundet está en la falda de la sierra de Collserola y yo siempre me miraba la montaña y soñaba que si conseguía subirla, sería libre. La primera vez aproveché la hora del recreo para fugarme, pero sin haber previsto ni qué comería ni cómo dormiría, lo que se reveló rápidamente como un gran error. La primera noche ya estaba muerto de hambre y frío. Me refugié en una choza de aquellas que construyen los agricultores para guardar las herramientas del huerto, pero como no tenía mantas me moría de frío. La comida también era un problema. En la choza había unas jaulas con conejos y decidí matar uno de un golpe de garrote, pero una vez muerto no sabía cómo comerlo porque estaba lleno de pelos. Decidí hacer un fuego con unos fósforos que había cogido de la iglesia y poner el conejo a asar con pelos y todo. Empezó a salir una humareda enorme que al poco rato llamó la atención del campesino y tuve que abandonar mi proyecto de comer. Al final tenía tanta hambre que decidí bajar a mendigar en el barrio de Montbau diciendo que mi madre me había dejado y que necesitaba dinero para comer. La Guardia Civil me acabó deteniendo y retornando a los Hogares Mundet».
Al llegar a Mundet Joan recibió un correctivo ejemplar, pero ni el castigo ni el hambre que había pasado lo disuadieron de planificar una segunda escapada. Su idea era sobrevivir en la montaña hasta llegar a la mayoría de edad. Como tenía 11 o 12 años, la empresa se presentaba cuanto menos complicada.
En la segunda escapada Joan volvió a ascender la montaña, persiguiendo el sueño infantil de llegar al parque de atracciones del Tibidabo y subir a las atracciones. El hambre, sin embargo, lo volvió a obligar a bajar a la ciudad. Esta vez, para evitar la Guardia Civil, cambió de estrategia y se montó en un autobús: «Tomé el 27, que tenía parada ante los Hogares Mundet, hasta las viviendas de la Seat, en la Zona Franca donde yo sabía que vivía mi tía. Yo recordaba cómo ir porque habíamos ido con mi madre algún fin de semana con el mismo autobús. El conductor vio que yo no llevaba dinero, pero le dije que mi madre estaba detrás del vehículo y se lo creyó. Al llegar le dije a mi tía que nos habían dado unos días de fiesta en el colegio. Milagrosamente ella se lo tragó y me pude quedar unos días. Tuve la mala suerte de que La Vanguardia publicó la noticia de que un niño de los Hogares Mundet había escapado. Mi tía tuvo una reacción muy violenta y me pegó hasta que se cansó. No la quise volver a ver más».
Aparte de las bofetadas de la tía, en Mundet también le esperaban más palizas, pero cuanto más recibía, más convencido estaba de que tenía que huir como fuera de los Hogares Mundet. Así que al poco Joan se puso a pensar en la que sería su última fuga. Esta vez prepararía las cosas a conciencia para no tener que volver nunca más a Mundet: «Analicé minuciosamente qué había fallado en las otras fugas y llegué a la conclusión de que el tema de la comida y del abrigo era fundamental. Me pasé días urdiendo un plan de fuga y mientras lo planificaba los días me pasaban más rápido y las clases no se me hacían tan aburridas. Iba a escondidas a la cocina a robar comida y la guardaba en un rincón secreto que tenía: pan, chocolate, embutido… Cuando estuve convencido de que ya tenía suficiente para afrontar muchos días de supervivencia en la montaña, le pedí al profesor si podía salir de clase para ir al baño. Desde el momento en que me dijo que sí, yo sabía que el tiempo iba en mi contra. Subí las escaleras corriendo hasta el dormitorio, hice un petate con mis sábanas y las tiré por la ventana que daba a la montaña. Después bajé corriendo a buscar la bolsa de la comida que había conseguido dejar escondida bajo unos árboles durante el recreo y sin entretenerme más salí pitando bosque arriba. Entre Mundet y la cima del Tibidabo hay mucho bosque para esconderse y aquella fue mi casa durante unos días. Mientras duró la escapada yo fui el hombre más feliz del mundo: no tenía que ir a misa, ni cantar las canciones franquistas, ni seguir su horario militar».
Esta vez Joan consiguió prolongar la aventura más que nunca y pudo disfrutar de quince días de libertad, pero la comida se fue terminando y Joan tuvo que volver a bajar al barrio de Montbau para intentar conseguir víveres. La Guardia Civil lo pilló de nuevo y lo devolvió a los Hogares Mundet. El castigo que le esperaba esta vez, sin embargo, fue especial: «Supongo que llegaron a la conclusión de que había que administrarme una penitencia ejemplar para que otros niños no tuvieran las mismas ideas que yo. Se encargó don Isidro Fábregas, que era el salesiano encargado de los castigos más severos: llamó a todos los alumnos y los hizo poner en un círculo en el centro del cual había una silla; era como un espectáculo. Me llevó hasta el centro del círculo y él se subió a la silla. Me cogió de las dos orejas y, utilizándolas de asa, me levantó hasta su altura mientras iba diciendo: “¿Verdad que no lo vas a hacer más? ¿Verdad que no te vas a volver a escapar?”. Y cuando mi cara alcanzaba la misma altura que la suya, me soltaba y antes de que cayera al suelo me pegaba con las dos manos una doble bofetada. El dolor en los oídos era insoportable y las mejillas te hervían, pero sin dejar tiempo a recuperarme don Isidro me volvía a coger por las orejas y otra vez hacia arriba. Y así, varias veces. ¡No sé cómo no se me despegaron las orejas de la cabeza! Los otros alumnos quedaron tan horrorizados que les quedó claro que mejor no escaparse si no querían terminar como Joan Sisa».
En el transcurso de esta investigación hemos oído hablar de este castigo en varias ocasiones, lo que vendría a probar que era una práctica relativamente habitual. Un seminarista que estuvo unos años de monitor en Mundet nos reconoció que los primeros años del internado se había utilizado varias veces, y curiosamente también nos hablaron de otra persona que lo había visto aplicar en otro colegio de los salesianos en Madrid. Estas torturas para niños estaban pensadas, sobre todo, para hacer más daño psíquico que físico: «El mal físico no me afectaba mucho, porque pasaba y ya está. Lo que más miedo me daba era la humillación delante de todos los demás. El mal físico pasa, pero la vergüenza y el orgullo herido continúan muchos días!».
Entre tanta tristeza, violencia y sensación de abandono, Joan encontró a su primer amor. Era una niña que estaba interna como él en los Hogares Mundet. Los primeros contactos fueron fugaces y breves a través de la reja que separaba el patio de los chicos del de las chicas. Pero pronto necesitaron verse más y Joan, acostumbrado a driblar de todas las formas imaginables la férrea disciplina salesiana, encontró la manera: «Los diferentes edificios de los Hogares Mundet estaban interconectados por unos túneles subterráneos que se utilizaban para trasladar la comida de un edificio a otro o incluso para llevarnos a la iglesia en días de mucha lluvia. Así que nos las arreglamos para vernos en uno de esos pasillos donde evidentemente teníamos prohibido el acceso, si no era en compañía de un profesor. Solo conseguimos llegar los dos a destino dos veces en todos los años, pero valió la pena: allí nos hacíamos caricias y nos dábamos besos, todo muy inocente. Durante el recreo, intentábamos vernos a través de las rejas, pero no podíamos ni acercarnos a la valla porque enseguida venían las monjas o los curas. El único momento que nos podíamos ver de cerca era en la misa del domingo. Las niñas estaban a la izquierda y nosotros a la derecha. Entonces preparamos una estrategia: a la hora de ir a tomar la comunión ellas pasaban muy cerca de nuestro banco y en aquellos breves segundos nos las ingeniábamos para pasarnos mensajitos. Y siempre había bofetadas entre los niños para conseguir estar muy cerca del pasillo central para poder tener las chicas a mano».
El amor estaba prohibido y los castigos se convertían en la forma habitual de comunicación entre salesianos y alumnos, pero aun así Hogares Mundet era un buen lugar para que las autoridades del momento se hicieran una foto: «Recuerdo cuando vino Franco a visitar las instalaciones. Nos vistieron a todos de blanco y nos hicieron hacer tablas de gimnasia formando letras gigantes con sus eslóganes. Pasaron bastantes políticos por allí, poniéndose medallas por la obra social que desarrollaban. Y no se puede negar que salvaron a muchos niños de quedarse en la calle: nos daban de comer, de beber, educación, te enseñaban un oficio… Solo faltó que nos hubieran dado un poco del afecto que necesitábamos y que no recibíamos de los padres. Pero en los Hogares Mundet no había amor. Nos despreciaban, nos hacían sentir como un estorbo para ellos, como una carga para la sociedad. Nos decían que podíamos estar agradecidos de estar allí ».
Con la llegada de la adolescencia, estos niños comenzaron a tener capacidad laboral y la dirección del internado encontró una manera para que estos hijos de la caridad devolvieran a la sociedad lo que habían recibido. Los niños que no tenían una familia que los acogiera durante las vacaciones eran enviados a diferentes empresas a trabajar, sobre todo en hoteles que necesitaban, con la aparición de los primeros turistas, refuerzo de mano de obra durante los meses de verano. En la memoria de 1971 de la Diputación de Barcelona[14] se explicita que «los muchachos de la Sección Profesional son los protagonistas de la “Operación Hoteles-71”, que consiste en que la mayoría de ellos son colocados a trabajar en hoteles de la Provincia». Joan recuerda su experiencia: «Tenía 13 años y me mandaron a trabajar de botones en el Hotel Colón de Calella de la Costa. Trabajaba muchísimas horas y me acuerdo de que empecé a chapurrear un poco de inglés y sobre todo de francés, que nos lo habían enseñado en la escuela. Acompañaba a los clientes a la habitación y les subía las maletas, con toda la ilusión del mundo. Para mí era una gran experiencia, fuera del internado me sentía libre y mayor. Pasó el primer mes y nadie me pagó nada, pero yo todavía confiaba en que terminaría cobrando las 4.000 pesetas al mes que les correspondía a los botones. Pero pasaron los meses y al final fui a hablar con el director del hotel. Me dijo:“Esto ya lo hemos arreglado con el director del colegio”. No cobré nunca. Al volver de vacaciones pregunté al director y me dijo que lo había arreglado con mi madre, pero ella me asegura que nunca vio ni un duro. A otros compañeros les pasó lo mismo».
Al cumplir los 18 años Joan salió del internado. Como otros niños se sentía desamparado ante una sociedad que le era extraña porque había vivido toda la vida entre muros. La ayuda para integrarse en este mundo adulto es en muchos casos inexistente y algunos alumnos de Hogares Mundet acababan en la calle, víctimas del alcohol y las drogas. No es el caso de Joan, que ingresa en una comunidad de hippies: «Me sentí totalmente desprotegido y durante muchos meses viví en la calle. Mi hermano, que tenía 3 años menos que yo, terminó trabajando en bares y se enganchó al alcohol. Murió muy joven víctima de una cirrosis. Para mí es un ejemplo de cómo muchos exalumnos se encontraban perdidos en ese mundo desconocido y hostil».
Los primeros años después de salir de los Hogares Mundet, Joan intentó olvidar todo lo que había sufrido en el internado. Ahora, después de más de treinta años, necesita hablar y darlo a conocer: «¿Tú crees que alguna vez España reconocerá los errores que cometió en los internados? Yo creo que no lo hará nunca porque tampoco ha pedido perdón por los crímenes del franquismo. Tampoco he oído nunca a la Iglesia católica, ni a los curas, ni a los salesianos reconocer que quizá hicieron cosas mal en los Hogares Mundet, pidiendo perdón a los alumnos por el daño que nos hicieron. Porque ellos estaban casados con el franquismo. La verdad es que hoy en día aún me cuesta mucho creer a un cura cuando habla del amor a Dios y del amor a los demás. Me ha quedado un resentimiento contra ellos y contra el catolicismo. Ya sé que hay curas buenos, que ayudan en las misiones y a los pobres, pero de los que yo sufrí, no puedo salvar a ninguno. No consiguieron acabar con mi fe, porque para mí Dios es otro, y ellos no lo conocen».