Una idea inspirada
Tan cansado estaba yo que ni siquiera mis miedos fueron capaces de tenerme despierto mucho rato.
Cuando más tarde desperté, me pareció haber dormido durante tiempo. Mi primer pensamiento fue éste: «¡Qué pesadilla tan asombrosa he tenido!». Confieso que me he despertado con el tiempo preciso para que no me ahorcasen, ahogasen, quemasen o cosa por el estilo; volveré a amodorrarme hasta que suene la sirena de la fábrica de armas y entonces iré allí a liquidar mi cuestión con Hércules.
¡Y en ese momento llega a mis oídos la áspera música de cadenas y cerrojos roñosos, me da en los ojos una luz y se presenta ante mí aquella mariposa de Clarence! Me quedé boquiabierto de sorpresa, y por poco me quedo sin respiración.
—¿Cómo es eso? ¿Vos aquí? —le dije—. ¡Largaos con todo el resto de la pesadilla! ¡Ahuecad!
Pero él no hizo otra cosa que reírse con su acostumbrada despreocupación, y echar a broma el aprieto en que me hallaba.
—Perfectamente —dije con resignación—, pues entonces sigamos soñando; no tengo prisa.
—Por favor, ¿de qué sueño habláis?
—¿De qué sueño? ¡De cuál ha de ser! Del sueño ese de que yo estoy en la Corte del rey Arturo, que era un personaje que jamás existió; y de que estoy hablándoos a vos, que sois únicamente un producto de la imaginación.
—¡Vaya, pues! ¿De modo que es tan sólo un sueño el que vos vais a ser quemado mañana? ¡Ajajá! Contestadme a eso.
Semejante respuesta fue para todo mi ser un golpe terriblemente doloroso. Empecé entonces a razonar, diciéndome que mi situación era peligrosa en último grado, se tratase de un sueño o de una realidad; mi experiencia propia de la intensidad de los sueños parecidos a la vida misma, me enseñaba que el morir quemado, aunque fuese en sueños, estaría muy lejos de ser cosa de broma, y que había que evitarlo recurriendo a cualquier medio, justo o injusto, que yo pudiese poner en práctica. En vista de lo cual le dije, en tono de súplica:
—Clarence, querido muchacho, único amigo que yo tengo; porque vos sois amigo mío, ¿verdad? ¡No me abandonéis! ¡Ayudadme a idear algún medio de huir de este sitio!
—¡Qué cosa estáis diciendo! ¿Huir? ¡Pero hombre, si los corredores están guardados y vigilados por hombres de armas!
—No lo dudo no lo dudo. Pero ¿cuantos son, Clarence? No serán muchos, ¿verdad?
—Más de veinte. No puede haber esperanza de huida.
Luego agregó, titubeando, después de una pausa:
—Además hay otras razones… de más peso.
—¿Otras razones? ¿Cuáles son?
—Es que dicen… ¡Pero yo no me atrevo, de verdad que no me atrevo!
—Veamos, pobre muchacho: ¿qué ocurre? ¿Por qué os habéis puesto lívido? ¿Por qué tembláis de ese modo?
—¡De verdad que tengo motivos! Yo quisiera decíroslo, pero…
—¡Ea, ea, sed valiente; sed todo un hombre; hablad, mi buen muchacho!
Clarence titubeó, arrastrado de una parte por el deseo y de otra por el miedo; luego se acercó furtivamente a la puerta y atisbó por ella, escuchando; por último, se acercó mucho a mí, aplicó su boca a mi oído y me trasmitió, en un cuchicheo, su terrible noticia, haciéndolo con el recelo acobardado de alguien que se arriesga en un terreno espantoso y que habla de cosas cuya simple mención es como para matar de susto a cualquiera.
—Ese endiablado Merlín ha tejido un encantamiento alrededor de esta mazmorra, y no hay hombre en estos reinos tan audaz como para intentar cruzar sus líneas en vuestra compañía. ¡Y que Dios se apiade de mí por habéroslo dicho! ¡Por Dios os lo pido, sed bueno, sed misericordioso con un pobre muchacho que os quiere bien, porque, si me traicionáis, estoy perdido!
Largué la única carcajada verdaderamente consoladora que se me había escapado en bastante tiempo, y grité:
—¡Que Merlín ha tejido un encantamiento! ¡Bravo por Merlín! ¡Este viejo farsante, este viejo asno gruñón! Todo eso es pura palabrería, la más idiota palabrería del mundo. ¡Pues bien: yo creo que de todas las supersticiones infantiles, idiotas, estúpidas y mentecatas que jamás hubo…! ¡Vaya con el condenado Merlín!
Pero antes que yo acabase de hablar, Clarence se había dejado caer de rodillas, y me hacía temer que se volviese loco del susto.
—¡Oh, tened cuidado! ¡Esto que decís es una cosa horrenda! Si pronunciáis tales palabras pueden venírsenos encima estos muros de un momento a otro. ¡Por favor, retirad lo que habéis dicho, antes que sea demasiado tarde!
Pues bien: tan curioso espectáculo de miedo me sugirió una buena idea y me hizo meditar. Si todas estas gentes sentían un miedo tan sincero y tan auténtico como el que sentía Clarence de la pretendida fuerza mágica de Merlín, un hombre que le era tan superior como yo, tenía por fuerza que ser capaz de idear algún proyecto para aprovechar semejante estado de cosas. Medité y medité, elaborando por fin un proyecto, y entonces le dije:
—Levantaos. Recobrad los ánimos; miradme a los ojos. ¿Sabéis por qué me he reído?
—No; pero yo os suplico por la Santísima Virgen que no lo volváis a hacer.
—Pues bien: voy a deciros por qué me he reído. Me he reído porque yo también soy un mago.
—¡Vos!
El muchacho dio un paso atrás, contuvo la respiración, porque el golpe había sido demasiado súbito; sin embargo, luego pareció tomar aquello con muestras de grande, de grandísimo respeto. Yo tomé nota de esa actitud; ella me indicaba que un farsante no necesitaba en aquel manicomio tener una reputación previa; las gentes se hallaban dispuestas a creerte bajo su propia palabra. Proseguí, pues:
—Yo conozco a Merlín desde hace setecientos años, y él…
—Setecientos a…
—No me interrumpáis. Merlín ha muerto y vuelto a la vida otra vez trece veces, y ha viajado cada vez bajo distinto nombre: Smith, Jones, Robinson, Jackson, Peters, Haskins, Merlín… A cada resurrección, un nuevo alias. Lo conocí en Egipto hace trescientos años; me lo encontré en la India hace quinientos años, a cuantas partes voy se me atraviesa en mi camino diciendo tonterías; y ya me está cansando. Como mago no vale un pimiento; conoce algunos de los trucos viejos, pero jamás pasó ni pasará de los rudimentos. Puede pasar en provincias, una sola función y a otra cosa, como sabéis; pero, vive Dios, que no se le puede presentar como a un verdadero especialista; por lo menos, donde hay un auténtico artista en la materia. Pues bien, Clarence: yo voy a portarme para siempre como gran amigo vuestro y, en justa correspondencia, vos debéis serlo mío. Necesito que me hagáis un favor, necesito que hagáis llegar hasta el rey la noticia de que también yo soy un mago, que soy precisamente el Supremo Gran Alto Muckamuck y cabeza de la tribu de los magos; y quiero que él sepa que yo estoy preparando tranquilamente en mi encierro una pequeña calamidad que hará que las aves de rapiña tengan pasto en estos reinos si se lleva a cabo el proyecto de sir Kay y me ocurre a mí algún daño. ¿Queréis hacer llegar esto hasta el rey, en favor mío?
Era tal el estado en que se encontraba el pobre muchacho que a duras penas pudo contestarme. Resultaba doloroso el ver a una persona tan aterrorizada, tan desmoralizada, tan sin ánimos. Pero me lo prometió todo; y, en cambio, me hizo prometer una y otra vez que yo seguiría siendo amigo suyo y que jamás me volvería contra él ni lo haría víctima de ningún encantamiento. Acto seguido salió de allí, buscando apoyo con las manos en la pared, igual que si estuviese mareado.
De pronto se me ocurrió este pensamiento: «¡Qué poca cabeza he tenido! Cuando el muchacho se tranquilice, se dirá a sí mismo: qué clase de gran mago soy yo que necesita suplicar a un muchacho como él que le ayude a salir de este lugar; luego atará cabos, y comprenderá que soy un mamarracho».
Durante una hora estuve pensando, lleno de intranquilidad, en aquella torpeza que había cometido; me apliqué muchos calificativos de lo más duros. Por último, y de pronto, se me ocurrió que aquellos animalitos no razonaban; que nunca ataban cabos y sacaban consecuencias; que toda su manera de hablar mostraba que eran hombres incapaces de comprender una contradicción, aun cuando la tuviesen a la vista. Entonces me tranquilicé.
Pero en este mundo, en cuanto uno se tranquiliza, en el acto surge otra cosa para darle en qué pensar. Se me ocurrió que había cometido otra torpeza: había enviado al muchacho para que despertase con su amenaza la alarma de sus superiores, proponiéndome inventar una calamidad a comodidad mía; ahora bien: las gentes más dispuestas, más anhelantes y más inclinadas a tragarse los milagros son precisamente las que sienten más hambre de verlos realizar. ¿Y si me llamaban para que les diese uno de muestra? ¿Y si me preguntaban qué clase de calamidad iba a ocurrir? Sí, había cometido una botaratada; debí empezar por inventar mi calamidad.
—¿Qué haré? ¿Qué puedo decir para ganar un poco de tiempo?
Otra vez me vi en apuros; en unos apuros de la índole más complicada.
—¡Se oyen pasos! ¡Ahí viene! Si me dejasen tan sólo un instante para pensar. ¡Vaya! ¡Ya lo tengo! Ya estoy tranquilo.
¿Qué iba a ser? ¡El eclipse! Me asaltó con el tiempo justo el recuerdo de Colón o de Hernán Cortés o de otros personajes por el estilo, que se valieron de la carta de triunfo de un eclipse en sus tratos con los salvajes, y vi mi oportunidad. También yo podía jugar ahora esa carta, y nadie me podía calificar de plagiario, puesto que la jugaría mil años antes que los demás.
Entró Clarence, muy acoquinado, muy dolorido, y dijo:
—Me apresuré a hacer llegar el mensaje a oídos de nuestro soberano el rey, e inmediatamente me hizo comparecer en su presencia. Le llegó el miedo hasta el tuétano y tuvo el propósito de dar orden de que os pusiesen inmediatamente en libertad y de que os vistiesen con elegante ropaje y os aposentasen tal como corresponde a tan gran personaje; pero llegó Merlín y lo echó todo a perder; le convenció al rey de que vos estáis loco y no sabéis lo que habláis; aseguró que vuestra amenaza no es otra cosa que un desahogo estúpido y vano. Discutieron largo rato, pero al final dijo Merlín en tono burlón: «¿Acaso ha dicho él en qué consistirá su célebre calamidad? No lo ha hecho, porque no puede hacerlo». Esta pregunta la hizo súbitamente y muy cerca de la boca del rey no pudiendo éste presentar ninguna razón para desvirtuar ese argumento. Entonces el rey, a regañadientes y lleno de repugnancia a acometer con vos una descortesía, os suplica que os deis cuenta del embarazo en que él se encuentra y que digáis cuál será la calamidad, si acaso habéis decidido en qué consistirá ésta y cuándo va a ocurrir. ¡Por favor, no tardéis en ello! El retrasaros en un instante como éste sería duplicar y triplicar los peligros que ya os rodean. ¡Por favor, sed prudente y decid en qué consistirá la calamidad!
Dejé que se acumulara el silencio, mientras yo me revestía de toda mi fuerza para impresionar, y luego dije:
—¿Cuánto tiempo llevo encerrado en este agujero?
—Os encerraron ayer bastante después de oscurecido. Ahora son las nueve de la mañana.
—¿Es posible? Entonces es que he dormido muy bien. ¡Las nueve de la mañana ahora! Y, sin embargo, aquí parece que fueran las doce de la noche, de oscuro que está. De modo que hoy estamos a día veinte, ¿no es así?
—A día veinte, en efecto.
—Entonces, es mañana cuando me van a quemar vivo, ¿verdad?
El muchacho se estremeció.
—¿A qué hora?
—A las doce en punto.
—Pues bien: escuchad lo que tenéis que decirles.
Me detuve y permanecí mirando desde mi altura al acobardado mozo, en temeroso silencio, por espacio de un minuto; después, con voz profunda, acompasada, amenazadora, empecé a hablar, y fui levantando mi voz de un modo dramático y por calculadas gradaciones hasta mi cenit imponente, que pronuncié de un modo tan sublime y tan magnífico como jamás he pronunciado otro en toda mi vida:
—Id y decid al rey que a esa hora yo haré pedazos el mundo entero sumiéndolo en la negra oscuridad de la medianoche; borraré el sol del cielo y ya no volverá a brillar; se pudrirán los frutos de la tierra por falta de luz y de calor y los pueblos del mundo pasarán hambre y morirán sin que quede un solo hombre con vida.
Tuve que sacar yo mismo fuera de mi celda al muchacho, porque se había desmayado. Lo entregué a los soldados y volví a mi encierro.