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Sé un espejo

 

 

30 de septiembre de 1993

 

Una fresca mañana de otoño, hacia las ocho y media. Dos atracadores de bancos enmascarados hacen saltar la alarma al irrumpir en el Chase Manhattan Bank de la Sexta Avenida con Carroll Street, en Brooklyn. Dentro hay solo dos cajeras y un guardia de seguridad. Los atracadores golpean en la cabeza al guardia de seguridad, que tiene sesenta años y va desarmado, con una pistola de calibre 357, lo arrastran hasta el lavabo de caballeros y lo encierran en él. Una de las cajeras recibe el mismo tratamiento.

Entonces uno de los atracadores se vuelve hacia la otra cajera, le mete el cañón en la boca y aprieta el gatillo... Clic, hace el tambor vacío.

—La próxima es de verdad —le dice el atracador—. Y ahora, abre la caja.

 

 

Un atraco a un banco, con rehenes. En las películas pasa sin cesar, pero habían transcurrido casi veinte años desde la última vez que se produjo una de estas situaciones de impasse en Nueva York, la ciudad donde tiene lugar el mayor número de negociaciones con rehenes de todo el país.

Y esta resultó ser la primera vez que me tocó a mí presionar y hablar cara a cara con alguien que estaba reteniendo a unos rehenes.

Llevaba aproximadamente un año y medio entrenándome en la negociación de situaciones con rehenes, pero no había tenido la oportunidad de poner en práctica mis nuevas habilidades. Para mí, 1993 había sido un año increíble y muy atareado. Como miembro de las Fuerzas Especiales Antiterroristas Conjuntas del FBI, había participado en una investigación que consiguió abortar una conspiración que pretendía detonar unas bombas en los túneles de Holland y Lincoln, la sede de Naciones Unidas, y en el número 26 de Federal Plaza, hogar del FBI en Nueva York. Lo abortamos justo en el momento en el que los terroristas estaban preparando las bombas en un piso franco. Los conspiradores estaban asociados con una célula egipcia vinculada al Jeque Ciego, que finalmente fue declarada culpable de la autoría intelectual de la conspiración que habíamos descubierto.

Después de haber reventado una conspiración terrorista, podría pensarse que, en comparación, un atraco a un banco es una menudencia, pero para entonces yo ya me había dado cuenta de que la negociación iba a ser la pasión de mi vida. Y estaba deseando poner a prueba mis nuevas habilidades. Además, esta situación no era nada sencilla.

Cuando recibimos la llamada, mi compañero Charlie Beaudoin y yo salimos disparados a la escena, nos apeamos de su Crown Victoria negro y nos dirigimos al puesto de mando. En esta ocasión se había personado allí toda la caballería —NYPD, FBI, SWAT—, toda la fuerza y la inteligencia de las fuerzas policiales contra la desesperación impulsiva de un par de atracadores que estaban, a todas luces, superados por la situación.

La policía de Nueva York se había apostado al otro lado de la calle, dentro de otra oficina bancaria, detrás de un muro de furgonetas y coches patrulla azules y blancos. Los miembros del SWAT, observándolo todo a través de las mirillas de sus rifles desde los tejados de los edificios de ladrillo marrón cercanos, apuntaban sus armas hacia las puertas delantera y trasera del banco.

 

 

Las asunciones ciegan, las hipótesis guían

 

Los buenos negociadores, al empezar, saben que tienen que estar preparados para cualquier posible sorpresa; los negociadores excelentes tratan de usar sus habilidades para desvelar las sorpresas que saben con seguridad que les aguardan.

La experiencia les ha enseñado que lo mejor es manejar múltiples hipótesis a la vez: sobre la situación, sobre los deseos de la contraparte y sobre una serie de variables. Centrados en el momento presente y en alerta, emplean cualquier información que se les presenta para contrastar y distinguir las hipótesis verdaderas de las falsas.

En la negociación, cada percepción psicológica y toda nueva información que se revela anuncian un paso adelante y nos permiten descartar alguna hipótesis en favor de otra. Debemos iniciar el proceso con una buena predisposición al descubrimiento. Desde el inicio, nuestro objetivo es sonsacar y examinar la mayor cantidad de información posible. Razón por la cual, por cierto, la gente muy inteligente con frecuencia tiene problemas con las negociaciones: creen que no van a descubrir nada que no sepan ya.

Demasiado a menudo, a la gente le resulta más fácil ceñirse a lo que ya cree de antemano. A partir de lo que han oído, o a causa de sus propios sesgos, dan por hechas cosas sobre los demás, incluso antes de haberlos conocido. Hasta tal punto que ignoran sus propias percepciones para hacer que se adapten a sus conclusiones previas. Estas asunciones enturbian nuestras ventanas de la percepción del mundo, mostrándonos una versión inmutable —y a menudo fallida— de la situación.

Los grandes negociadores son capaces de cuestionar las asunciones del resto de los participantes implicados, ya las hayan aceptado por fe o por arrogancia, y así se mantienen más abiertos emocionalmente a todas las posibilidades y más ágiles intelectualmente en situaciones dinámicas.

Por desgracia, en 1993, yo no estaba ni cerca de ser un gran negociador.

Todos daban por hecho que la crisis se solucionaría rápidamente. Los atracadores no tenían otra opción que rendirse, o eso pensábamos. De hecho, empezamos el día con la información de que querían rendirse. Poco podíamos imaginar que se trataba de un ardid del cabecilla para ganar tiempo. Durante todo el día se estuvo refiriendo a la influencia que los otros cuatro atracadores ejercían sobre él. Yo aún no había aprendido a estar alerta a si el interlocutor abusa de los pronombres personales: el uso del nosotros/ellos o del yo. Cuanto menos importancia se dé alguien, más probable es que sea importante (y viceversa). Más tarde descubriríamos que solo había otro atracador y que, además, le habían engañado para que participara en el robo. En realidad, eran tres, si contamos al conductor que esperaba en la puerta y que huyó antes de que nosotros llegáramos a la escena.

El «jefe» de los secuestradores estaba dirigiendo su propia «operación de contrainformación», haciéndonos llegar todo tipo de información errónea. Quería que creyéramos que formaba parte de un grupo de conspiradores de varios países. También quería que creyéramos que sus compinches eran mucho más inestables y peligrosos que él.

En retrospectiva, por supuesto, su estrategia estaba clara: confundirnos todo lo posible hasta que lograra encontrar una salida. Constantemente nos decía que no era él quien estaba al mando y que todas las decisiones eran responsabilidad de los otros. Nos dio indicios de estar asustado —o, al menos, se mostró ligeramente vacilante— cuando le pedimos que transmitiera cierta información. Y aun así siempre hablaba con un tono calmado y con absoluta confianza. Todo esto era un recordatorio, para mis colegas y para mí, de que hasta que no sepas con quién te las estás viendo, no sabes con quién te las estás viendo.

Aunque la llamada se produjo hacia las ocho y media, para cuando llegamos al banco y establecimos contacto serían ya las diez y media. Una vez en la escena, lo que se comentaba es que aquello iba a ser pan comido, una situación de manual, breve y fácil. Nuestros jefes creían que sería cosa de entrar y salir en diez minutos, porque los malos, supuestamente, querían entregarse. Después, todo esto supondría un problema cuando las negociaciones se estancaran y la jefatura se sintiera avergonzada porque había cometido el error de compartir esta perspectiva optimista con la prensa, basándose en una información errónea de partida.

Llegamos con la intención de aceptar una rendición, pero la situación se torció casi de inmediato.

Todo lo que dimos por hecho estaba equivocado.

 

 

Tranquiliza al esquizofrénico

 

Nuestro Centro Operativo de Negociaciones (NOC, Negotiation Operation Center) estaba en una calle estrecha, en la oficina de un banco justo enfrente del Chase. Se encontraba demasiado cerca de la localización de los rehenes, a menos de treinta metros del punto de crisis y lo ideal es estar un poco más lejos, con lo que de entrada ya estábamos en desventaja. Es conveniente poner algo de distancia entre el lugar en el que estás y el peor escenario posible que pueda estar aguardándote en el otro lado de la negociación.

Cuando llegamos mi compañero y yo, se me asignó la tarea de asesorar por teléfono al negociador de la policía. Se llamaba Joe y no lo estaba haciendo mal, pero en estos casos nadie trabaja solo. Siempre trabajábamos en equipo. El razonamiento que sustenta esta política es que cualquier oído extra puede recoger información extra. En algunas de estas situaciones de impasse hemos llegado a tener hasta cinco personas conectadas a la misma línea simultáneamente, analizando la información a medida que va llegando y ofreciendo desde la retaguardia su perspectiva y sus consejos a quien de entre nosotros esté al teléfono. Así es como nos organizamos en aquella ocasión: Joe se encargaba de llevar las negociaciones por teléfono y otros tres o cuatro nos manteníamos a la escucha, pasándonos notas e intentando entender la confusa situación. Uno de nosotros se centraba en calibrar el estado de ánimo del secuestrador que estaba al otro lado de la línea, y otro buscaba claves o «indicadores» que nos permitieran leer mejor a qué nos estábamos enfrentando.

Mis alumnos no terminan de creerse esta idea y me preguntan: «¿En serio se necesita todo un equipo para... escuchar a alguien?». Y siempre les contesto que el hecho de que el FBI haya llegado a esa conclusión debería darles alguna pista. En realidad, escuchar bien no es tan sencillo.

Nos distraemos fácilmente. Desarrollamos una escucha selectiva y oímos solo lo que queremos oír porque nuestras mentes actúan en función de un sesgo cognitivo, buscando la consistencia más que la verdad. Y esto solo es el principio.

Cuando entran en una negociación, la mayoría de las personas están tan centradas en los argumentos que sustentan su posición que son incapaces de escuchar atentamente a la otra parte. En uno de los artículos de investigación más citados de la psicología,[5] George A. Miller planteó convincentemente la idea de que nuestra mente consciente solo es capaz de procesar siete elementos de información en un momento particular. En otras palabras, es fácil abrumarnos.

A quienes enfocan la negociación como una batalla de argumentos, lo que en realidad termina por abrumarlos son las voces de su propia cabeza. Cuando no están hablando, están pensando en sus argumentos, y cuando hablan los están defendiendo. Y, con frecuencia, quienes se encuentran al otro lado de la mesa hacen lo mismo, con lo que se produce lo que yo llamo un «estado de esquizofrenia»: todos atienden únicamente a la voz en su cabeza (y ni siquiera la escuchan bien, porque están haciendo otras siete u ocho cosas a la vez). Quizá la apariencia sea la de una conversación entre dos personas, pero en realidad son más bien cuatro hablando a la vez.

Hay una forma muy potente de conseguir acallar a la vez la voz de tu cabeza y la de la cabeza del interlocutor: dar a ambos esquizofrénicos la misma medicina. En lugar de priorizar tus propios argumentos —de hecho, en lugar de pensar durante los momentos iniciales en lo que vas a decir— debes convertir a la otra persona, y lo que esta tenga que decir, en tu único y absoluto centro de atención. Con esta forma de verdadera escucha activa —ayudado por las tácticas que aprenderás en los siguientes capítulos— dejarás desarmado a tu interlocutor. Harás que se sienta seguro y conseguirás que la voz de su cabeza empiece a silenciarse.

El objetivo es identificar lo que nuestros interlocutores necesitan en realidad (en términos económicos, emocionales o del tipo que sea) y hacerles sentir lo bastante seguros para que hablen largamente de lo que quieren. Esto último nos ayudará a descubrir lo primero. Es fácil hablar de nuestras pretensiones, de aquello que queremos, pues representa la aspiración de salirnos con la nuestra y sostiene cualquier ilusión de control que tengamos al empezar una negociación; las necesidades implican supervivencia, el mínimo necesario para hacernos actuar, y es lo que nos hace vulnerables. Pero nuestro punto de partida no deben ser ni las pretensiones ni las necesidades; debemos empezar escuchando, volcándonos en la otra persona, validando sus emociones y creando la suficiente sensación de confianza y seguridad para que pueda iniciarse una conversación.

Con el jefe de los atracadores del banco que llevaba las conversaciones por teléfono estábamos muy lejos de lograr ese objetivo. Continuamente lanzaba unas cortinas de humo extrañísimas. No quería decirnos su nombre, intentaba disimular su voz, le decía a Joe todo el rato que le tenía puesto en altavoz para que todo el mundo pudiera escucharle en el banco y, de pronto, anunciaba que iba a poner a Joe en espera y colgaba el teléfono. Nos pedía una y otra vez una furgoneta, y afirmaba que él y sus compinches la querían para llevar a los rehenes a la comisaría y rendirse. De ahí había salido la idea absurda de la rendición, pero, por supuesto, no se trataba de un plan de rendición sino de un plan de escape. En algún lugar de su mente el tipo pensaba que podía salir del banco sin que lo detuvieran y, cuando vio que su conductor se había largado del lugar del crimen, necesitaba hacerse con un vehículo.

Cuando todo acabó, se hicieron evidentes un par de detalles adicionales. No éramos los únicos a quienes mintió. Por lo que parece, el jefe no les había dicho a sus compinches que esa mañana iban a atracar un banco. Resultó que él era uno de los transportistas de dinero que trabajaba para el banco y había hecho creer a los otros que iban a desvalijar el cajero automático. Pero estos no habían accedido a tomar rehenes, así que descubrimos que sus compinches eran, a su vez, en cierto modo, rehenes. Se vieron atrapados en una situación problemática que no habían visto venir y, al final, fue esta «desconexión» entre los secuestradores lo que nos ayudó a meter una cuña entre ellos y acabar con el impasse.

 

 

Baja. El. Ritmo.

 

El jefe quería hacernos creer que tenían a los rehenes bien atendidos, pero en realidad no había ni rastro del guardia de seguridad y la segunda cajera había huido al sótano del banco a esconderse. Cada vez que Joe decía que quería hablar con los rehenes, el secuestrador se bloqueaba y actuaba como si en el interior del banco hubiera mucha actividad, haciendo esfuerzos ridículos para hacernos saber la cantidad de tiempo y energía que él y sus secuaces estaban invirtiendo en atender a los rehenes. A menudo, el jefe empleaba esta excusa para poner a Joe en espera o para terminar la llamada. Decía: «Las chicas tienen que ir al baño», «Las chicas quieren llamar a sus familias» o «Las chicas quieren comer algo».

Joe lo estaba haciendo bien, conseguía que el tipo siguiera hablando, pero también se encontraba un poco limitado por el enfoque sobre negociaciones que en aquella época empleaban los departamentos de policía. Era un enfoque mitad «inventarse movidas» mitad una estrategia de venta: básicamente, se trataba de intentar persuadir, coaccionar o manipular al interlocutor de cualquier forma posible. El problema era que teníamos demasiada prisa, estábamos empujando el proceso hacia una solución rápida; estábamos intentando resolver un problema y no influir en una persona.

Apresurarse es uno de los errores que todos los negociadores tienden a cometer. Cuando se nos ve con demasiada prisa, el otro puede sentir que no le estamos escuchando y nos arriesgamos a socavar el buen entendimiento y la confianza que hayamos construido. Hay abundantes estudios que certifican que una de las mejores herramientas con las que cuenta un negociador es el paso del tiempo. Al ralentizar el proceso, también lo serenamos. Después de todo, si alguien se pone a hablar, no se pone a disparar.

Tuvimos un golpe de suerte cuando los atracadores empezaron a armar follón con el tema de la comida. Joe mantuvo una conversación con ellos durante un rato sobre lo que querían comer y cómo se lo íbamos a entregar. Fue otra negociación en sí misma. Lo organizamos y lo teníamos todo preparado para enviar la comida en una especie de chisme robótico, porque eso era lo que le hacía sentir cómodo al jefe, cuando dio un giro de ciento ochenta grados y nos dijo que nos olvidáramos del asunto, que habían encontrado algo de comida dentro del banco. Así que nos iba poniendo un muro tras otro, una cortina de humo tras otra. Cuando nos parecía que estábamos haciendo un pequeño progreso, el tipo cambiaba de idea o nos colgaba el teléfono.

Mientras tanto, nuestros investigadores emplearon ese tiempo para comprobar las matrículas de las decenas de vehículos aparcados en las inmediaciones, y consiguieron hablar con los dueños de todos ellos excepto con uno: alguien llamado Chris Watts. Esta era nuestra única pista en aquel momento, y mientras seguía nuestro interminable tira y afloja por teléfono enviamos a un grupo de investigadores a la dirección en la que figuraba inscrita la matrícula de Chris Watts, donde encontraron a una persona que le conocía y que accedió a acompañarles a la escena para identificarle si era posible.

Seguíamos sin tener una vista del interior, así que nuestro testigo ocular tuvo que actuar más bien como «testigo auricular», e identificó a Chris Watts por la voz.

Con eso, supimos más sobre nuestro adversario de lo que él creía que sabíamos, lo que nos daba una ventaja momentánea. Estábamos reuniendo todas las piezas del puzle, pero eso no nos acercaba ni un milímetro al desenlace deseado, que era identificar a los que estaban en el interior del edificio, asegurar la salud y el bienestar de los rehenes y sacarlos sanos y salvos: a los buenos y a los malos.

 

 

La voz

 

Cinco horas después seguíamos estancados, así que el teniente que estaba al mando me pidió que tomara el relevo. Joe salía y yo entraba. Básicamente, era la única jugada estratégica de la que disponíamos que no implicara una escalada de fuerza.

El hombre que ahora conocíamos como Chris Watts tenía la costumbre de terminar sus llamadas de forma abrupta, así que mi tarea consistía en encontrar un modo de hacer que siguiera hablando. Por tanto, puse mi tono de voz de locutor de radio de programa nocturno: profunda, suave, tranquila y reconfortante. Tenía instrucciones de sacarle a Watts tan pronto como fuera posible el tema de su identidad. Por otra parte, sustituí a Joe sin previo aviso, contra todo protocolo estándar. Resultó una jugada astuta por parte del teniente para remover un poco las cosas, pero fácilmente podía haber resultado contraproducente. Mantener un tono relajante era clave para reducir la confrontación.

Chris Watts oyó mi voz al teléfono y me interrumpió inmediatamente.

—¡Eh! ¿Qué ha pasado con Joe? —dijo.

—Joe no está. Soy Chris. Ahora hablas conmigo —contesté.

No se lo planteé como una pregunta. Fue una declaración que buscaba bajarle los humos, imprimiendo una inflexión descendente a la voz. La mejor forma de describir el tono de locutor de radio de programa nocturno es como la voz de la serenidad y la razón.

Al preparar una estrategia o un plan de negociación, tendemos a centrar nuestra energía en pensar qué vamos a decir o hacer, pero, en realidad, el modo más eficaz de influir en nuestro interlocutor de forma inmediata es a través de nuestra actitud, de cómo somos (nuestro comportamiento y nuestra forma de hablar en general), y también es lo que resulta más fácil de representar. Nuestro cerebro no procesa e interpreta solamente las acciones y las palabras de los demás, sino también sus sentimientos y sus intenciones, el significado social de su comportamiento y sus emociones. En un nivel subconsciente, podemos entender la mente de los demás no a través del pensamiento, sino aprehendiendo de manera bastante literal lo que el otro está sintiendo.

Imagínatelo como un tipo de telepatía neurológica involuntaria: cada uno de nosotros está en todo momento lanzando señales al mundo que nos rodea que indican si estamos listos para jugar o pelear, reír o llorar.

Cuando irradiamos calidez y aceptación, la conversación fluye. Cuando entramos en una habitación mostrando cierto grado de comodidad y entusiasmo, atraemos a la gente hacia nosotros. Sonríele a alguien por la calle y como acto reflejo te devolverá la sonrisa. Comprender ese reflejo y saber ponerlo en práctica es fundamental para alcanzar el éxito con casi cualquier habilidad de negociación que se pueda aprender.

Ese es el motivo por el que la herramienta más poderosa con la que puedes contar en cualquier tipo de comunicación verbal es la voz. Puedes emplearla para meterte intencionadamente en el cerebro de alguien y pulsar un interruptor emocional. De la desconfianza a la confianza. Del estado de nervios a la calma. En un instante, con la forma de hablar adecuada, el interruptor se acciona sin más.

Existen esencialmente tres tonos a disposición de los negociadores: el tono de locutor de radio de programa nocturno, el tono positivo/alegre y el tono directo o asertivo. Por ahora olvídate del tono asertivo; salvo en muy raras circunstancias, emplearlo será como darte una bofetada a ti mismo en un momento en el que lo que tienes que intentar es hacer progresos. Lo que harás es enviar al interlocutor señales de dominación, y este, ya sea de forma agresiva o pasivo-agresiva, se resistirá a cualquier intento de ser controlado.

La mayor parte del tiempo, lo recomendable será usar el tono positivo/alegre. Es el tono de una persona de trato fácil y de buen talante. La actitud debe ser ligera y alentadora. Aquí la clave está en relajarse y sonreír cuando estés hablando. La sonrisa tiene un impacto tonal que la otra persona captará incluso por teléfono.

El efecto de estos tonos de voz es intercultural, no se pierde con la traducción. Durante unas vacaciones que pasó en Turquía con su novia, uno de nuestros instructores de The Black Swan Group estaba perplejo —y también un poco avergonzado— ante el hecho de que su compañera consiguiera siempre mejores precios durante sus sesiones de regateo en los mercados de especias de Estambul. Para los vendedores de Oriente Medio, regatear es un arte. Tienen una inteligencia emocional muy afinada, y emplean la amabilidad y la hospitalidad para atrapar al cliente y crear una reciprocidad que termina en un intercambio monetario. Pero, como nuestro instructor descubrió al ver a su novia en acción, esta es una calle de dos sentidos: ella abordaba estos encuentros como un juego divertido, y así, no importa con cuánta agresividad presionara, su sonrisa y su forma de hablar alegre predisponían a los vendedores a llegar a un buen acuerdo.

Cuando la gente tiene un estado de ánimo positivo piensa con más rapidez, y es más probable que se avenga a colaborar en la resolución de un problema (en vez de luchar y resistirse). Esto tiene que ver con el «sonreidor» tanto como con el «sonreído»: si ponemos una sonrisa en el rostro y en la voz, también aumentará nuestra agilidad mental.

Con Chris Watts, la jugada adecuada no era la de sonar alegre. El mecanismo por el que funciona el tono de locutor de radio de programa nocturno es que, cuando imprimes una inflexión descendente a la voz, lo que transmites es que lo tienes todo bajo control. Al hablar despacio y con claridad expresas la siguiente idea: «Tengo el control». Cuando imprimes una inflexión ascendente estás invitando a que te den una respuesta. ¿Por qué? Porque introduces cierto grado de incertidumbre. Tu afirmación suena como una pregunta y dejas la puerta abierta para que el otro tome las riendas. Así que, en aquel caso, me cuidé mucho de utilizar un tono quedo, seguro.

Es el mismo tono que emplearía para negociar un contrato en el caso de que hubiera algún asunto que no esté abierto a discusión. Por ejemplo, si veo una cláusula sobre la cesión de derechos de una obra, puedo decir: «No cedemos los derechos de nuestras obras». Tal cual, llano, simple y amigable. No ofrezco una alternativa porque sería una invitación a seguir discutiendo, así que me limito a hacer una declaración directa.

Esa fue mi jugada en este caso. Dije: «Joe no está. Ahora hablas conmigo».

Cosa hecha.

Puedes permitirte ser directo e ir al grano siempre que también crees un ambiente de seguridad en un tono que diga: «Yo estoy bien, tú estás bien, vamos a solucionar esto juntos».

 

 

La marea estaba cambiando. Chris Watts se estaba poniendo nervioso, pero aún le quedaban algunas jugadas. Uno de ellos bajó al sótano en busca de una de las cajeras. En algún momento había desaparecido en las entrañas del banco, pero Chris Watts y su cómplice no la habían perseguido porque sabían que no tenía forma de escapar. Pero entonces uno la arrastró escalera arriba y la obligó a ponerse al teléfono.

—Estoy bien —dijo. Y eso fue todo.

—¿Quién es? —pregunté.

—Estoy bien —repitió ella.

Quería que siguiera hablando, así que le pregunté su nombre, pero ya no estaba.

Esta fue una jugada brillante por parte de Chris Watt. Era una amenaza, nos provocaba, de forma sutil e indirecta, a través de la voz de la mujer. De esa forma el malo nos hacía saber quién estaba al mando a ese lado del teléfono, pero sin complicar la situación. Nos había dado una «prueba de vida» que confirmaba que, en efecto, tenía rehenes que estaban en condiciones de hablar por teléfono, pero nos impedía recoger cualquier tipo de información útil.

Se las había arreglado para recuperar hasta cierto punto el control.

 

 

La técnica del reflejo

 

Chris Watts volvió a ponerse al teléfono intentando hacer como si no hubiera ocurrido nada. Se le notaba un poco nervioso, sin duda, pero al menos estaba hablando.

—Hemos identificado todos los coches de esta calle y hemos hablado con el dueño de cada uno de ellos, excepto con uno —le dije—. Tenemos aquí una furgoneta, una furgoneta azul y gris. No hemos conseguido dar con su dueño. ¿Sabes algo de esto?

—El otro vehículo no está porque hicisteis huir a mi conductor... —soltó.

—¿Hicimos huir a tu conductor? —reflejé su pregunta.

—Bueno, cuando vio llegar a la policía se largó.

—No sabemos nada de ese tipo. ¿Es el que conducía la furgoneta? —le pregunté.

Seguí aplicándole a Watts la técnica del reflejo y admitió una serie de cosas que le perjudicaban. Como decimos en mi empresa de consultoría, empezó a «vomitar información». Habló de un cómplice del que no sabíamos nada. Y esa conversación nos ayudó a pillar al conductor del coche de la huida.

 

 

El reflejo, llamado también isopraxis, consiste básicamente en imitar. Es otra forma de neurocomportamiento que mostramos los humanos (y otros animales) que hace que nos copiemos unos a otros con intención de hacernos sentir cómodos. Puede hacerse con patrones del habla, con el lenguaje corporal, el vocabulario, la cadencia o el tono de voz. Generalmente es un comportamiento inconsciente —rara vez nos damos cuenta cuando lo ponemos en práctica—, pero es un signo de que entre dos personas se está desarrollando un vínculo, que hay sintonía y que están estableciendo el tipo de compenetración que produce confianza.

Es un fenómeno (y ahora una técnica) que se basa en un principio biológico muy básico pero también profundo: tememos aquello que es diferente y nos atrae lo que es similar a nosotros. Como dice el dicho, Dios los cría y ellos se juntan. Cuando se pone en práctica de forma consciente, la técnica del reflejo es, pues, el arte de insinuar que existe una similitud con la otra persona. «Confía en mí. Tú y yo... nos parecemos», le dice el reflejo al inconsciente del otro.

Una vez que sepas detectar esta dinámica te la encontrarás en todas partes: una pareja que camina por la calle con sus pasos en perfecta sincronización; unos amigos conversando en un parque que asienten a la vez y cruzan las piernas al mismo tiempo. Estas personas están conectadas.

Si bien el reflejo se asocia más a menudo con formas de comunicación no verbal, y especialmente con el lenguaje corporal, como negociadores nuestro «reflejo» debe centrarse en las palabras y nada más. Ni en el lenguaje corporal ni en el acento ni en el tono de voz. Solo en las palabras.

De lo sencillo que es casi da risa: para el FBI, un «reflejo» consiste en repetir las tres últimas palabras (o entre una y tres palabras clave) de lo que la otra persona acaba de decir. De todo el arsenal de habilidades para la negociación con rehenes que tiene el FBI, el reflejo es la que más se parece a un truco mental Jedi. Es sencillo y, sin embargo, misteriosamente eficaz.

Al repetir lo que dice el otro despiertas ese instinto de reflejo, lo que hará, inevitablemente, que tu interlocutor desarrolle con más detalle lo que acaba de decir y mantenga el proceso de conexión. El psicólogo Richard Wiseman desarrolló un estudio con camareros para identificar qué método, el reflejo o el refuerzo positivo, resulta más eficaz para crear una conexión con un extraño.

Un grupo de camareros empleaba el refuerzo positivo y prodigaba elogios y reafirmaba a los clientes con palabras como «genial», «sin problema» y «claro que sí» como respuesta a cada comanda. El otro grupo utilizaba el método del reflejo con sus clientes simplemente repitiéndoles la comanda de vuelta. Los resultados fueron impresionantes: la propina media de los camareros que usaron el reflejo fue un 70 % mayor que la de quienes usaron el refuerzo positivo.

 

 

Decidí que ya era hora de dejar caer su nombre y que supiera que le teníamos fichado.

—Ahí fuera hay un vehículo registrado a nombre de Chris Watts —dije.

—Bueno —contestó, sin desvelar nada.

—¿Está ahí? ¿Eres tú? ¿Eres Chris Watts? —pregunté.

Era una pregunta idiota por mi parte. Un error. Para que el reflejo sea eficaz hay que dejar que se instale y haga su trabajo. Exige un poco de silencio. Y lo que yo hice fue pisotear mi reflejo. Tan pronto como lo dije deseé no haberlo hecho.

—¿Eres Chris Watts?

¿Qué iba a decir él? Por supuesto, contestó:

—No.

Yo había hecho un movimiento estúpido y le había proporcionado a Chris Watts una forma de evitar esta confrontación, pero de todas formas se puso nervioso. Hasta ese momento creía que su identidad era anónima. Fuera cual fuese la fantasía que tenía en mente, tenía una salida, un botón de deshacer. Ahora sabía que no era así. Me tranquilicé, bajé el ritmo un poco y esta vez mantuve la boca cerrada después de reflejarlo.

—¿No? Antes has dicho «Bueno» —dije.

Ahora sí que lo tenía, pensé. Su voz se elevó varios tonos. Terminó soltando algunas cosas, vomitando más información, y se aturulló tanto que dejó de hablar conmigo. De pronto, se puso al teléfono su cómplice, que después descubrimos que era Bobby Goodwin.

Hasta entonces no habíamos oído hablar a este segundo secuestrador. Todo el tiempo supimos que Chris Watts no actuaba solo, pero no sabíamos cuánta gente trabajaba con él, y aquí estaba su cómplice involuntario, creyendo que al otro lado del teléfono aún estaba nuestro primer negociador de la policía. Nos dimos cuenta de esto porque todo el rato me llamaba «Joe», y dedujimos que al principio estaba al tanto de todo, pero que se había ido quedando fuera a medida que se alargaba la situación de punto muerto.

Como mínimo, esta desconexión indicaba que no manejaban los dos la misma información, pero no me apresuré a corregirle.

Otra cosa: parecía que este segundo tipo estaba hablando a través de una toalla o una sudadera, o como si estuviera mordiendo algo de tela. Se tomaba muchas molestias para disimular la voz, lo que significaba que estaba asustado. Se mostraba nervioso, tremendamente inestable y preocupado por saber hacia dónde se estaba encaminando la situación de impasse.

Intenté serenarle, usando aún la inflexión descendente.

—Nadie se va a ninguna parte —dije.

Silencio.

—Nadie va a resultar herido —insistí.

Más o menos al minuto y medio, pareció que su inquietud desaparecía. También la voz amortiguada. Su voz se oyó con mucha más claridad cuando dijo:

—Confío en ti, Joe.

Cuanto más tiempo tenía al tipo hablando por teléfono, más claro iba quedando que estaba en un lugar en el que no deseaba estar. Bobby quería salir de allí y, por supuesto, quería salir sin resultar herido. Sabía que estaba metido hasta el cuello, pero no quería hundirse más. En sus planes de ese día no estaba el de robar un banco, pero hasta que no oyó mi tono calmado al otro lado del teléfono no empezó a ver una salida. A las puertas del banco le esperaba el séptimo mayor ejército del mundo: ese es el tamaño y el alcance del Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York a pleno rendimiento, y le apuntaban a él y a su cómplice. Obviamente, Bobby solo pensaba en cómo salir por aquella puerta ileso.

Yo no sabía en qué parte del banco estaba Bobby. Aún hoy ignoro si consiguió apañárselas para alejarse de Chris Watts o si estaba hablando delante de él. Lo único que sé es que yo tenía toda su atención y que él estaba buscando una forma de acabar con la situación, o al menos con el papel que le había tocado desempeñar.

Después descubrí que, entre una y otra llamada, Chris Watts se había dedicado a esconder el dinero dentro de las paredes del banco. Y también a quemar montones de dinero delante de las dos rehenes. A primera vista, puede parecer un comportamiento extraño, pero para alguien como Chris Watts tenía cierta lógica. Parece ser que se le había metido en la cabeza que podría quemar, digamos, 50.000 dólares, y si luego faltaban 300.000 los oficiales del banco no se pondrían a buscar los otros 250.000. Era un engaño interesante, no muy inteligente pero sí interesante. Mostraba una extraña atención al detalle. Al menos en su cabeza, si Chris Watts conseguía escapar de aquella tumba que se había cavado él solito, podría pasar desapercibido durante un tiempo y volver más adelante a por el dinero que había escondido, y que ya no estaría en la caja fuerte del banco.

Lo que me gustaba de este segundo tipo, Bobby, es que no intentó hacerme ningún truco por teléfono. Era franco, así que me permití contestar con la misma franqueza. Igual que él me devolvía todo lo que yo le daba, yo le devolvía todo lo que me daba él, así que en esto estábamos a la par. La experiencia me decía que todo lo que tenía que hacer era dejarle hablar y así conseguiríamos llegar a un acuerdo. Encontraríamos un modo de sacarle de ese banco... con o sin Chris Watts.

Alguien de mi equipo me pasó una nota: «Pregúntale si quiere salir».

—¿Quieres salir el primero? —le dije.

Me quedé en silencio.

—No sé cómo podría hacerlo —dijo Bobby finalmente.

—¿Qué te impide hacerlo ahora mismo? —pregunté.

—¿Cómo? —volvió a preguntar.

—¿Sabes qué? Reúnete conmigo en la puerta de la entrada ahora mismo.

Esto supuso un avance para nosotros, pero aún teníamos que sacar a Bobby de allí y encontrar un modo de hacerle saber que yo le estaría esperando al otro lado de la puerta. Le había dado mi palabra de que sería yo el encargado de aceptar su rendición y que él saldría ileso, así que ahora teníamos que lograr que fuera así... y a menudo esta fase de implementación puede ser la más complicada.

Nuestro equipo se dividió para organizar un plan. Yo me puse el chaleco antibalas. Examinamos la escena y pensamos que podía colocarme detrás de uno de los camiones que habíamos aparcado enfrente del banco, para que me cubriera en caso necesario.

Y entonces se produjo una de esas situaciones de locos donde una mano no sabe lo que está haciendo la otra. Resultó que en la puerta del banco se había puesto una barricada por fuera como precaución para que ninguno de los atracadores pudiera huir de la escena. Esto lo sabíamos todos, por supuesto, pero cuando llegó la hora de que Bobby se entregara y saliera por la puerta fue como si nuestros cerebros se hubieran echado a dormir. A nadie del equipo de los SWAT se le ocurrió recordarle a nadie del equipo de los negociadores este significativo detalle, así que durante unos minutos muy largos Bobby no podía salir y yo tuve una horrible sensación en el estómago que me decía que cualquier progreso que hubiéramos conseguido hacer con ese tipo no nos iba a servir para nada.

Así que allí estábamos, haciendo lo posible por recuperar el terreno perdido. Rápidamente, dos miembros del SWAT, con escudos antibalas y armados, se acercaron a la entrada para retirar la barricada de la puerta, y en ese momento aún no sabían a lo que se estaban enfrentando. Fue un momento muy tenso. Podía haber habido diez armas apuntando a los SWAT, pero ellos se aproximaron a la puerta muy despacio. Eran sólidos como rocas. Liberaron la puerta, se retiraron y, finalmente, pudimos proceder.

Bobby salió con las manos en alto. Le había dado unas instrucciones específicas sobre lo que tenía que hacer cuando saliera por la puerta. Lo cachearon dos miembros del SWAT. Bobby volvió la cabeza buscándome y dijo:

—¿Dónde está Chris? Quiero ver a Chris.

Finalmente, me lo trajeron y pudimos interrogarle en nuestro puesto de mando improvisado. Entonces nos enteramos de que dentro, reteniendo a los rehenes, solo quedaba una persona, y esto hizo que el jefe de la operación se disparara. Yo no lo supe hasta más tarde, pero podía entender sus motivos para enfadarse y sentirse avergonzado por este último giro de los acontecimientos. Había estado diciendo a los medios todo el tiempo que dentro del banco había un grupo de secuestradores (¿recuerdan?, una banda internacional de malos), y ahora resultaba que aquella operación la habían llevado a cabo dos personas, y que uno de los malos ni siquiera había querido tener parte en ello. Parecía que el jefe no tenía el control de la situación.

Pero, como digo, de esto nos enteramos más tarde. Todo lo que sabíamos en ese momento era que acabábamos de conseguir un montón de información nueva que indicaba que estábamos más cerca de lo que creíamos de llegar a la resolución que deseábamos. Era un avance positivo, algo digno de celebrar. Con lo que habíamos descubierto nos iba a resultar mucho más fácil seguir negociando, pero, aun así, el jefe estaba enfadado. No le gustaba nada que le hubieran engañado, así que cogió a un agente de la Unidad de Respuesta de Asistencia Técnica (TARU, por sus siglas en inglés) del Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York y le ordenó que introdujeran en el banco una cámara, un micrófono... lo que fuera.

Ahora que había conseguido entenderme con Bobby, el jefe me sustituyó y puso a otro negociador al teléfono. El nuevo negociador empleó la misma táctica que había usado yo un par de horas antes.

—Soy Dominick. Ahora hablas conmigo —dijo.

Dominick Misino era un gran negociador de rehenes; a mi juicio, uno de los mejores «cerradores», que es el término que se usa habitualmente para referirse al que se encarga de resolver los últimos detalles y asegurar el trato. Misino no se alteraba y era bueno en lo que hacía. Era directo y sereno, y muy vivo, no había quien se la colara.

Dominick siguió adelante. Y entonces ocurrió algo increíble. Increíble y casi desastroso. Mientras estaba hablando con Dominick, Chris Watts empezó a oír una herramienta eléctrica taladrando la pared detrás de él. Era un agente de la TARU intentando meter un micrófono dentro del banco... precisamente en el lugar y en el momento equivocados. Tal como estaban las cosas, con su compañero entregándose y dejando que se las apañara con el asedio él solo, Chris Watts estaba ya suficientemente intranquilo. Y al oír que estaban taladrando la pared, se puso fuera de sí.

Su reacción fue la de un pit bull arrinconado en una esquina. Le dijo a Dominick que era un mentiroso. Dominick, imperturbable, mantuvo su frialdad mientras Chris Watts se encolerizaba al otro lado del teléfono. Finalmente, la actitud tranquila y controlada de Dominick terminó por apaciguar al tipo.

En retrospectiva, intentar meter un micrófono en el banco en un momento tan avanzado de la negociación fue una jugada errónea, nacida de la frustración y el pánico. Habíamos conseguido sacar a uno de los secuestradores y, después, habíamos vuelto a perder el control. Sobresaltar a un secuestrador que podía o no haber sido una bomba de relojería no era en absoluto una buena idea.

Dominick siguió trabajando para suavizar las cosas, y entonces Chris Watts de nuevo le dio la vuelta a la situación.

—¿Y si dejo salir a uno de los rehenes? —dijo.

Llegó sin previo aviso. A Dominick ni siquiera se le había ocurrido pedírselo, pero Chris Watts se ofreció a dejar salir a una de las cajeras como si la cosa no tuviera importancia y, en este momento tan avanzado de la situación de impasse, me imagino que para él no la tenía. Desde su punto de vista, con un movimiento conciliatorio como aquel podía ganar el tiempo suficiente para pensar en una forma de escapar.

Dominick mantuvo la calma pero aprovechó la oportunidad. Dijo que primero quería hablar con la rehén para asegurarse de que todo estaba en orden, así que Chris Watts puso al teléfono a una de las mujeres. Ella había estado pendiente de todo y sabía que cuando Bobby fue a entregarse la situación había sido un poco chapucera, así que aunque estaba completamente aterrada, tuvo la claridad mental de preguntar por la puerta. Recuerdo haber pensado que esto demostraba unas enormes agallas: estaba aterrada, encerrada contra su voluntad, había sido tratada con rudeza y aún mantenía el sentido común.

—¿Está seguro de que tienen la llave de la puerta? —preguntó.

—La puerta está abierta —contestó Dominick.

Y lo estaba.

Al final salió una de las mujeres, sana y salva, y como una hora después le siguió la otra, también sin un rasguño.

Estábamos trabajando para sacar al guardia de seguridad, pero del relato de las cajeras no podíamos inferir cómo se encontraba. Ni siquiera sabíamos si aún estaba vivo. No lo habían visto desde primera hora de la mañana. Podía haber muerto de un ataque al corazón, no había forma de saberlo.

Pero Chris Watts tenía un último as guardado en la manga. Nos hizo una jugada rápida y de pronto, sin previo aviso, se ofreció a salir del banco. Quizá pensó que podía cogernos con la guardia baja otra vez. Lo extraño de su repentina aparición es que parecía estar mirando a su alrededor, examinando la escena, como si aún pensara que de algún modo podía evitar ser capturado. Hasta el momento en el que los policías le pusieron las esposas, su mirada iba de un lado a otro. Tenía un montón de focos sobre él, estaba completamente rodeado, pero en alguna parte de su mente intrigante aún pensaba que podía tener una oportunidad.

Fue un día muy muy largo, pero en los registros quedó como ejemplo de éxito. Nadie resultó herido. Los malos terminaron en la cárcel. Y yo salí de la experiencia con una sensación de humildad ante todo lo que aún me faltaba por aprender. Pero al mismo tiempo descubrí y me sentí inspirado por el poder de lo emocional, del diálogo y de la caja de herramientas en desarrollo del FBI, llena de tácticas psicológicas diseñadas para influir y persuadir a casi cualquier persona en casi cualquier situación.

En las décadas que han pasado desde mi iniciación en el mundo de las negociaciones a vida o muerte, una y otra vez me he visto sorprendido por lo valiosos que pueden ser estos enfoques de apariencia sencilla. La habilidad para meternos en la cabeza —y finalmente en la piel— de nuestro contrario depende de estas técnicas y de lo dispuestos que estemos a modular nuestro enfoque, según van apareciendo nuevos indicios a lo largo del proceso. Cuando he trabajado con estudiantes y ejecutivos para desarrollar estas habilidades, siempre he intentado reforzar el mensaje de que lo fundamental en una negociación de éxito no es tener razón, sino la mentalidad adecuada.

 

 

Cómo confrontarse con alguien —y salirte con la tuya— sin confrontaciones

 

Cuando digo que la técnica del reflejo es como un truco de magia o una técnica mental Jedi hablo solo medio en broma, porque te otorga la habilidad de disentir sin resultar desagradable.

Para valorar hasta qué punto puede resultar útil esta habilidad, piensa en cualquier entorno de trabajo: invariablemente, en todos ellos aún queda alguien en algún puesto de autoridad que llegó ahí empleando la asertividad agresiva, o a veces la pura y dura intimidación, y que mantiene ese viejo concepto jerárquico de que el jefe siempre tiene razón. Y no nos engañemos: digan lo que digan las reglas iluminadas de la «nueva escuela», en todos los entornos (de trabajo o de lo que sea) siempre tendremos que tratar con gente contundente del tipo A que prefiere el consentimiento a la colaboración.

Si adoptas el enfoque pit bull para enfrentarte a otro pit bull, lo normal es que termines con una situación catastrófica para ti, sentimientos heridos y un montón de resentimiento. Por suerte, hay otra forma de hacerlo sin provocar catástrofes.

Son cinco pasos sencillos:

 

1. Emplea el tono de locutor de radio de programa nocturno.

2. Empieza por un «Lo siento».

3. Usa el reflejo.

4. Mantén el silencio al menos cuatro segundos, para dejar que el reflejo ejerza su magia en el interlocutor.

5.Repítelo todo.

 

Una de mis alumnas comprobó en su lugar de trabajo la eficacia de este simple proceso. Allí tenía un impulsivo jefe que era conocido por las «ráfagas al paso»: una irritante práctica que consistía en aparecer por sorpresa en el cubículo o en la puerta del despacho de alguno de los trabajadores con un encargo «urgente» que generaba un montón de trabajo innecesario. Todos los intentos que habían hecho por hablar con él sobre esta cuestión habían resultado contraproducentes. El jefe siempre entendía que la afirmación «Hay una forma mejor de hacerlo» equivalía a «la forma vaga».

En una ocasión esto ocurrió hacia el final de un largo proceso de consultoría en el que se habían generado literalmente miles de documentos. El jefe, receloso de todo lo «digital», quería tener la seguridad de guardar unas copias en papel.

Metió la cabeza en el despacho de mi alumna y le dijo:

—Hagamos dos copias de todos los papeles.

—Perdón, ¿dos copias? —reflejó mi alumna como respuesta, acordándose no solo de usar el tono de voz de locutor sino también de pronunciar el reflejo con tono inquisitivo.

La intención que deben transmitir la mayoría de los reflejos es: «Por favor, ayúdame a entenderlo». Cada vez que reflejemos a alguien, repetirá lo que acaba de decir pero con otras palabras. Nunca será exactamente igual a como lo dijo la primera vez. Si le preguntamos a alguien: «¿Qué quieres decir con eso?», lo más probable es que despertemos su irritación o que se ponga a la defensiva. Un reflejo, sin embargo, nos dará la claridad que queremos al tiempo que transmite respeto e interés por lo que la otra persona está diciendo.

—Sí —respondió el jefe—, una para nosotros y otra para el cliente.

—Discúlpeme, pero ¿lo que dice es que el cliente nos ha pedido una copia y que necesitamos otra para uso interno?

—En realidad, hablaré con el cliente porque no nos ha pedido nada, pero yo sí quiero una copia. Así es como trabajo.

—Por supuesto —respondió ella—. Gracias por hablar con el cliente. ¿Dónde quiere que guarde nuestra copia? En la sala de los archivos no queda espacio.

—Da igual, puede guardarla en cualquier parte —dijo él, ya ligeramente inquieto.

—¿En cualquier parte? —volvió a reflejar, con preocupación serena.

Cuando el tono de voz o el lenguaje corporal de la otra persona no es consistente con sus palabras, un buen reflejo puede resultar particularmente útil.

En este caso provocó que su jefe hiciera una larga pausa, algo que no ocurría a menudo. Mi alumna se quedó mirándolo en silencio.

—En ese caso, tendrá que ser en mi despacho —dijo, con más aplomo del que había mostrado durante toda la conversación—. Le pediré a la nueva ayudante que me la imprima cuando termine el proyecto. Por ahora guarde solo dos copias digitales.

Al día siguiente el jefe le mandó un correo electrónico en el que decía: «Con las dos copias digitales nos vale».

Poco después esta alumna me escribió entusiasmada: «¡Me quedé perpleja! ¡Los reflejos son lo mejor! ¡Me he ahorrado toda una semana de trabajo!».

La primera vez que lo intentes, el reflejo te hará sentir muy incómodo. Es la única parte difícil que tiene, y requiere cierta práctica. Sin embargo, una vez que le cojas el tranquillo será como una navaja suiza de la conversación, muy útil en casi todos y cada uno de los entornos sociales y profesionales.

 

 

Lecciones clave

 

El lenguaje de la negociación es fundamentalmente el lenguaje de la conversación y del entendimiento mutuo: una forma de establecer una relación y de hacer que la gente hable y piense en común. Razón por la cual, cuando pienses en el mejor negociador de todos los tiempos, debes acordarte de —sorpresa— Oprah Winfrey.

En su programa diario tenemos un caso de estudio de una magistral negociadora en acción: en escena, cara a cara con alguna persona que no ha visto antes, en un estudio repleto de cientos de personas, con otros millones más viéndola desde casa y la misión de persuadir a la persona que tiene delante para que hable sin parar, hasta que finalmente comparte con el mundo los secretos profundos y oscuros que ha mantenido ocultos en su interior durante toda una vida.

Al terminar de leer este capítulo, observa con atención tal interacción y descubrirás todo un refinado conjunto de potentes herramientas: la sonrisa consciente para rebajar la tensión, el uso sutil del lenguaje verbal y no verbal para indicar empatía (y, por tanto, seguridad), una determinada inflexión descendente de la voz, la predilección por un determinado tipo de preguntas..., todo un despliegue de habilidades que permanecían ocultas y que demostrarán ser de incalculable valor una vez que hayas aprendido a usarlas.

He aquí algunas de las lecciones de este capítulo que debes recordar:

 

Un buen negociador está preparado, desde el inicio, para cualquier posible sorpresa; un negociador excelente intenta usar sus habilidades para revelar las sorpresas que sabe que le aguardan.

No te fíes de las suposiciones; en vez de ello plantéatelas como una hipótesis y emplea la negociación para ponerlas a prueba rigurosamente.

Quienes entienden la negociación como una batalla de argumentos terminan abrumados por la cantidad de voces que oyen en su cabeza. La negociación no es una batalla, sino un proceso de descubrimiento. El objetivo es desvelar la mayor cantidad de información posible.

Para acallar las voces de tu cabeza, debes convertir a la otra persona y todo lo que ella tenga que decir en tu único y absoluto centro de atención.

Baja. El. Ritmo. Apresurarse es uno de los errores que todos los negociadores tienden a cometer. Si vamos demasiado deprisa la gente puede sentir que no la estamos escuchando, con lo que te arriesgas a socavar el buen entendimiento y la confianza que hayas conseguido construir.

Sonríe. Cuando las personas tienen una actitud positiva piensan con más rapidez y se muestran más dispuestos a colaborar y a abordar los problemas de forma resolutiva (en lugar de resistirse y luchar). La positividad despierta agilidad mental tanto en nosotros como en nuestro interlocutor.

 

Hay tres tonos de voz que puede emplear un negociador:

 

1. El tono de locutor de radio de programa nocturno: empléalo de forma selectiva para dejar claro tu argumento. Imprímele una inflexión descendente a la voz, mantenla serena y habla despacio. Cuando se hace bien, se consigue crear un aura de autoridad y confianza sin provocar que el interlocutor se ponga a la defensiva.

2. El tono positivo/alegre: este debería ser el tono que emplees por defecto. Es el de una persona amable y de trato fácil. Tu actitud debe ser ligera y alentadora. Aquí la clave está en relajarse y sonreír mientras hablas.

3. El tono asertivo o directo: se emplea raras veces. Tiende a causar problemas y a provocar el alejamiento del interlocutor.

 

El reflejo hace magia. Repite las tres últimas palabras (o entre una y tres palabras clave) de lo que tu interlocutor acaba de decir. Tendemos a sentir temor ante lo que es diferente y nos sentimos atraídos por lo que es similar. El reflejo es el arte de insinuar similitud con otra persona, lo que facilita la creación de vínculos. Emplea el reflejo para invitar a la otra parte a empatizar y crear vínculos contigo, para hacer hablar a la gente, para ganar tiempo para la reagrupación de tu equipo y para invitar a la contraparte a que revele su estrategia.